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Número 551-552

Serie LV

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Jean de Viguerie, Le passé ne meurt pas. Souvenirs d'un historien

Jean de Viguerie, Le passé ne meurt pas. Souvenirs d’un historien, Versalles, Via Romana, 2016, 172 págs.

Cumplidos sus ochenta años, el ilustre profesor Jean de Viguerie nos ha obsequiado con un encantador y sabrosísimo libro de recuerdos, los de una vida larga y fecunda: El pasado no muere.

Historiador (es la condición que entre otras prefiere en el subtítulo de este libro, Recuerdos de un historiador) y ensayista, Viguerie es una de las grandes figuras universitarias de la cultura católica en Francia y ha participado, de manera discreta pero muy determinada, en combates de muchos años por la defensa y transmisión de la fe y la misa católicas sin tacha en el país vecino. De ambas cosas hay reflejo suficiente en este libro de recuerdos, si bien su sabor sazonado y notable encanto, que desde las primeras líneas de esta reseña he destacado, tienen mucho más que ver con la vida privada del autor que no con esos aspectos públicos.

La obra escrita de Viguerie abarca, en torno siempre a rigurosas investigaciones históricas y preocupaciones religiosas, cierta variedad de temas, como la educación en el ancien régime (1976, 1978) y la Iglesia y la educación (2001); o las magníficas biografías por él dedicadas a Luis XVI (2003) y su hermana Isabel (2010), esta última con el hermoso título Le sacrifice du soir; o la serie sobre los antivalores republicanos y sus deletéreas consecuencias hasta hoy, inaugurada por Christianisme et Révolution (1986, traducción española publicada en 1990 por Rialp) y prolongada con Les deux patries (1998) y la Histoire du citoyen (2014).

Con este libro que ahora tenemos entre las manos, Viguerie no ha querido dejarnos unas memorias completas de su vida y obra; género con pretensiones de exhaustividad que, como el propio autor explica en sus páginas, tiene el muy grave inconveniente de mezclar lo interesante para el lector y lo perfectamente prescindible. Se trata por el contrario de una sucesión de estampas –trece en total– que nos llevan desde la infancia hasta conferencias y escritos y en su conjunto dibujan, a grandes rasgos, la historia de un hombre de una pieza, de vieja estirpe francesa, cató- lico hasta los huesos, a la par erudito y sabio (lo cual no siempre va unido), esforzado padre de familia numerosa y, según se transparenta a menudo, algo huraño y cascarrabias.

Son deliciosas sus primeras páginas sobre la infancia en la Roma de Pío XI y Mussolini, donde el padre del autor se había asentado como funcionario internacional en un organismo agrario precursor de la FAO, la cual tiene todavía hoy su sede en la antigua caput mundi. En aquella casa de acendrada lealtad monárquica y religión robusta, la trágica condena de la Acción Francesa (donde tantos matices habría que distinguir, entre escritos singulares e ideas generales de Maurras, pero sin excusar nunca la aberrante condena del diario y sus lectores) era una dolorosa herida muy profunda, y Pío XI no gozaba de más veneración que la debida a su altísima función. Aunque le acompañasen en su reacción frente a la visita de Hitler a Roma en mayo de 1938, pues si el Papa se retiró a Castelgandolfo para evitar hasta la sombra del tirano, igual hicieron los Viguerie y se marcharon a Florencia. De un benedictino francés que, al día siguiente de la elección de Pío XII en febrero de 1939, esperaba su turno en la antesala para saludar al nuevo sumo pontífice, el padre de Viguerie recibió esta información preciosa: «Vio salir de la audiencia al cardenal Verdier, arzobispo de París, con aire muy descontento. El Papa acababa de anunciarle su intención de levantar desde ya la condena de la Acción Francesa» (pág. 19).

Vienen después los años de la guerra en la propiedad familiar cerca de Toulouse, y de severo internado en un colegio diocesano de esa misma ciudad. Excepción insólita a la gran exigencia en los estudios y rigurosa disciplina con que los alumnos eran tratados, un canónigo y profesor de matemáticas advierte la absoluta incapacidad de Viguerie en esa materia y le confía una misión: «dibujar los retratos de Descartes y de Pascal, a fin de decorar el aula de matemáticas. Mejor todavía: se conviene que yo haré esos retratos durante la clase. Se acabaron los dolores y las humillaciones. No se me llama ya nunca jamás a la pizarra … ¿Se ha visto aquí nunca semejante ejemplo de liberalidad profesoral?» (pág. 39). Esta divertida anécdota traslada el tono exacto de muchas páginas del libro.

Un abuelo monje pues, tras enviudar, se había retirado a la abadía benedictina de la Pierre-qui-Vire, si bien habría preferido otro monasterio (En Calcat), pero allí no se le aceptó: «Tenemos ya, le dijo el padre abad, tres oficiales de marina» (pág. 54); y con quien el autor traba una amistad de veinte años, que se extiende a otros monjes, al padre abad inclusive, virtuoso éste del asilo polí- tico, pues durante la guerra ocultó judíos y resistentes y, tras la liberación, colaboracionistas reales o supuestos. Hasta que el abuelo monje envejece y se queda algo sordo: «“No hablen demasiado alto en el locutorio cuando estén con él”. Es todo lo que el padre hospedero tiene a bien decirnos. El modernismo ha entrado en el monasterio, y con él la falta de humanidad» (pág. 61).

Discípulo de Louis Jugnet («Si Montini llega a papa, vamos al desastre», pág. 49) en filosofía e historia de las ideas políticas. Estudios de posgrado en Milán y servicio militar en Argelia. La Sorbona y mayo de 1968, que Viguerie pasó literalmente entre los muros de la vieja universidad, donde se atrincheró y durmió hasta que escampó la tormenta. Matrimonio y los muchos hijos que van llegando, con las estrecheces domésticas propias de un profesor. Alegrías y amarguras de la carrera académica, que le lleva a instalarse en Angers. Contados encuentros con el arzobispo Marcel Lefebvre y con el volcánico Jean-Marie Le Pen. Tantísimas anécdotas más y muchas reflexiones jugosas que valdría la pena reproducir, pero que harían excesiva la extensión de esta reseña. Me quedo pues con el hilarante capítulo que el autor dedica al azaroso oficio de conferenciante, con frecuencia ingrato:

«El profesor y el conferenciante se parecen. Uno y otro hablan, y en principio se les escucha. Pero hay una gran diferencia: el conferenciante es un aventurero, lo cual no es el profesor. Sale de su casa, se arriesga en ciudades extranjeras, se enfrenta a rostros desconocidos» (pág. 145).

«Los auditorios son muy variados. Las sociedades académicas os acogen con atenciones y benevolencia, pero siempre se encuentra algún erudito temible que conoce mejor que tú el asunto y está pronto a la crítica. Las universidades llamadas de la “tercera edad” están pobladas de buenas personas, pero una de cada dos está sorda. Los clubs femeninos de lectura os reciben de manera deliciosa, pero evidentemente falta un poco de hombres. A la inversa, en los clubs de Rotarios y de Leones son más bien las mujeres las que faltan; y además los oyentes tienen siempre aire de preguntarse cuál es tu salario mensual. Netamente más abiertos y liberales los auditorios monásticos y religiosos, pero esta variedad, hay que saberlo, comporta subcategorías. Los dominicos son críticos, los religiosos de san Vicente de Paúl están muy contentos de haberte oído, los benedictinos son impasibles al menos en apariencia. Los trapenses duermen: se han levantado demasiado pronto. Entre las monjas benedictinas es difícil darse cuenta, a causa de la reja. Las dominicas enseñantes son excelentes: reflexionan después de la conferencia. Ahora las peticiones de conferencias vienen a menudo de personas privadas que invitan a amigos. El ambiente entonces es muy simpático, pero el micro defectuoso» (págs. 145 y 146).

¿Quién no quedará con ganas de compartir el gozo de esta lectura? Sirva en todo caso esta simple recensión como modesto homenaje al maestro Jean de Viguerie.

Juan Manuel ROZAS