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Número 555-556

Serie LV

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Pablo Ortúzar (ed.) y Santiago Ortúzar (coord.), Subsiariedad. Más allá del Estado y del mercado

Pablo Ortúzar (ed.) y Santiago Ortúzar (coord.), Subsidiariedad. Más allá del Estado y del mercado, Santiago de Chile, Instituto de Estudios de la Sociedad, 2015, 276 págs.

Entre los temas cultivados a lo largo de la vida de Verbo uno de los más destacados ha sido el de la organización social por cuerpos intermedios y el principio de subsidiariedad. En los años sesenta del siglo pasado la doctrina social de la Iglesia se había metamorfoseado y la temática de la subsidiariedad no era apreciada de modo particular. Verbo, en cambio, por defender la tradicional constitución orgánica de la comunidad política, se mantenía como uno de sus mayores baluartes (y no sólo en la literatura de lengua española, sino más ampliamente aún en el panorama internacional).

A rescatar la subsidiariedad del olvido en que yacía para amplios sectores de la cultura católica vino, paradójicamente, el mundo laico, más aún masonizado, cuando no masónico directamente, del derecho europeo. Como ha repetido con ironía el profesor Miguel Ayuso, en esos años en que la subsidiariedad (o así) entraba vía Tratado de Mastrique en el debate contemporáneo, el Catecismo de la Iglesia Católica vacilaba incluso en la grafía, convirtiéndola en «subsidiaridad». Otra cosa, claro está, es que la subsidiariedad del derecho llamado comunitario tuviera que ver (más allá de un lejano parecido) con la de la doctrina social de la Iglesia tradicional. Lo explicó en nuestras páginas Juan Manuel Rozas. Lo mismo podría decirse de la introducción de la retórica de la subsidiariedad en otros ámbitos como el de la intervención del Estado en el sector económico o el del federalismo y la estructura territorial.

Este libro, editado por el director de investigación del Instituto de Estudios de la Sociedad, Pablo Ortúzar, quien redacta un prólogo que es más bien una introducción o un estudio preliminar en el que se presenta con carácter general el tema y se desgranan las aportaciones de los distintos autores y contribuciones, se estructura en tres partes.

En la primera, donde se abordan los «problemas teóricos», se encuentran tres contribuciones: «Subsidiariedad y vida pública: una mirada a los orígenes» (Claudio Alvarado y Eduardo Galaz); «Liberalismo y política: la crítica de Aron a Hayek» (Daniel Mansuy), y «Subsidiariedad y ordopluralismo» (Manfred Sevenson). Buscan los primeros aportar una «arqueología conceptual», donde la ausencia de conceptos claros torna necesariamente fallida la indagación, como evidencia el pandemónium de las propias fuentes mentadas. El segundo, interesante, sólo aborda el problema teórico (de la subsidiariedad) de modo muy limitado, e indirecto, a través de la crítica de un autor (liberal) a otro (también liberal). De modo que su inclusión en el volumen es ciertamente forzada. Lo mismo ocurre, aunque en menor grado, pues la subsidiariedad (de la mano del pluralismo) ocupa por lo menos un papel central en la discusión, con el tercero de los textos, contraído a la visión ordoliberal, contrastada finalmente con la doctrina chilena contemporánea.

En la segunda, con tres artículos, se examina «la recepción» del principio de subsidiariedad en Chile. Aunque los problemas conceptuales vuelven a emerger. En el primero, Hugo Herrera –a partir de la experiencia chilena– propone una lectura «no-dogmática» del principio de subsidiariedad, a la que opone otra «crítica». No reside ahí, me parece, el problema. El principio de subsidiariedad pertenece a la filosofía social y, por lo tanto, debe considerar las circunstancias en su aplicación. No hay duda de ello. De lo que no se percata el autor es de que la aplicación en Chile del principio de subsidiariedad no peca de dogmatismo, en el sentido que le atribuye, sino en el de deficiente y errónea conceptuación. De nuevo. Gonzalo Letelier contrasta, a continuación, a propósito de la educación, dos conceptos de subsidiariedad. El primero, topográfico, a diferencia del segundo, integral, no es un verdadero principio social sino una norma relativa a la actividad del Estado. Lo que busca el autor, con toda razón, y discretamente, es mostrar cómo en Chile no se introdujo en la Constitución de 1980 la verdadera subsidiariedad. Podría haberse ido más lejos, demostrando que el profesor y político Jaime Guzmán tampoco la defendía. El asunto de la libertad de enseñanza se convierte así en el sector de la experiencia que se utiliza para efectuar tal demostración. Lo que no sé es si la construcción de la doble conceptuación se justifica sólo a fin de desmontar un tópico falso. El último, de Matías Petersen, trata de la subsidiariedad en relación con el «régimen de lo público», denunciando la interpretación neoliberal, y ubicándose particularmente en el ámbito de la acción económica de Estado y mercado.

La tercera y última de las parte se centra en la aplicación de la subsidiariedad y consta también de tres artículos. En el primero Daniel Brieva observa, de un lado, que si la subsidiariedad que está en el centro de la doctrina social de la Iglesia responde a una ontología «que no es plenamente compatible con la pluralidad de las visiones del bien que está en la base de las sociedad modernas [liberales]», de otro, la idea esencial de la subsidiariedad «es plenamente compatible con el liberalismo filosófico». Me temo que la deficiente comprensión del principio y sus presupuestos vuelve a hacer acto de presencia. En el segundo Francisco García y Sergio Verdugo se enfrentan con los «mitos y realidades en torno a su teoría y práctica constitucional», con interesantes análisis de la experiencia política y jurídica chilenas. El último, de Aldo Mascareño, analiza la intervención social como «orientación sistémica contextual», de modo original y algo estrambótico.

El libro es interesante pero no está bien estructurado. Pese a las partes aparentemente bien diferenciadas, lo cierto es que los desarrollos se encuentran mezclados entre ellas. La orientación, aunque por momentos es acertada, no siempre mantiene el pulso de la tradición filosófica y de la ortodoxia católica. El influjo de la literatura anglosajona, además, es por momentos asfixiante. Es una pena el desconocimiento que se manifiesta de la literatura hispánica (salvo quizá Millán Puelles, lo que da una pista de la procedencia de algunas carencias) y, más ampliamente, de la tradicionalista. Si los autores hubieran tenido presentes las contribuciones de Vallet de Goytisolo, Rafael Gambra, Francisco Elías de Tejada y Francisco Canals, por no citar autores anteriores como Vázquez de Mella, todo ello sin salir del mundo hispánico, o de Marcel de Corte y Jean Madiran, en el universo francófono contemporáneo, es posible que hubieran podido aferrar mejor los aspectos teóricos del problema, para luego aplicarlo a la realidad contemporánea.

Manuel ANAUT