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Número 557-558

Serie LV

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Pío XI y la Realeza de Jesucristo

 

1. Introducción

Personalmente tengo el convencimiento, cada vez mayor y sobre todo después de preparar este trabajo[1], de que la encíclica Quas primas, de 11 de diciembre de 1925, es el documento más importante del papa Pío XI y el que descubre la raíz de todos los demás que él elaboró y promulgó y de toda su acción, ya que recoge la clave que explica todo el programa de su pontificado. Ciertamente, venía ya precedida por la encíclica Ubi arcano, de 23 diciembre 1922, que en cierto modo fue el documento programático del pontificado y en la cual dedicaba unos puntos al reinado de Jesucristo y a la paz de Cristo en el reino de Cristo como remedio fundamental para la paz universal, que se veía alterada por los conflictos internacionales, las discordias interiores, la lucha de clases, la lucha de los partidos políticos, la ruina de la familia, los daños espirituales de la sociedad… El Papa veía ya entonces que el alejamiento de Dios en la sociedad, en la familia y en la educación eran las causas principales de todos estos males de la época y recogía explícitamente, de hecho, las consignas y los programas de San Pío X (instaurare omnia in Christo) y de Benedicto XV (restauración de la paz). De este modo, el programa de Pío XI sería realizar la paz de Cristo en el reino de Cristo (pax Christi in regno Christi) (núm. 43 de Ubi arcano)[2].

2. El magisterio social de Pío XI en su marco histórico

Pío XI ante el panorama político-social de su tiempo

Achille Ratti (1857-1939), casi recién elevado a la dignidad cardenalicia (13 de junio de 1921), fue elegido Papa el 6 de febrero de 1922 para suceder a Benedicto XV y adoptó el nombre de Pío XI. Su pontificado iba a durar diecisiete años y cuatro días y conocería una época singularmente compleja para la Historia de la Iglesia y del mundo: el denominado «período de entreguerras», entre la Gran Guerra de 1914-1918 y la Segunda Guerra Mundial (1939-1945); la fase del siglo XX en la que precisamente, como anunció la Santísima Virgen en Fátima en 1917, se gestó este terrible conflicto. Un período en el que asimismo tuvieron lugar hechos fundamentales como la consolidación del comunismo ateo en Rusia y la extensión de la fuerza del marxismo por otros países, la llegada al poder del fascismo en Italia (octubre de 1922), la gran crisis económica del 29 y la caída en picado del prestigio de las democracias capitalistas occidentales, la persecución religiosa contra el catolicismo en el México revolucionario y en la II República española (proclamada en abril de 1931), el ascenso del nacionalsocialismo en Alemania (enero de 1933) y la Guerra de España (1936-1939).

Ante todos estos fenómenos, Pío XI profundizó él mismo y promovió la profundización en la Doctrina Social de la Iglesia y manifestó la posición de ella en esas circunstancias concretas. En medio de un mundo que caminaba por sendas muy complicadas y sin hacer caso a las posibles presiones y oposiciones, el Papa expuso con gran libertad el Magisterio de la Iglesia en lo teológico y filosófico, en lo moral y en lo social, lo económico y lo político. Agradeció la actitud conciliadora de Mussolini con respecto a la «cuestión romana» derivada de la unificación italiana, que vio su fin en los Pactos de Letrán (1929), pero no dudó en reprochar al fascismo su tendencia totalitaria en lo tocante a las asociaciones juveniles, educación, etc. Promovió el Concor-dato con Alemania, que efectivamente firmó en su nombre el entonces cardenal Pacelli, futuro Pío XII, sin por ello dejar de condenar con severidad y gran valentía el racismo neopagano del régimen nacionalsocialista, especialmente con la famosa encíclica Mit brennender Sorge (1937)[3]. Mantuvo la condena de la Iglesia al marxismo, que definió como «intrínsecamente perverso» y lo vinculó explícitamente a un origen y un carácter satánicos (encíclica Divini Redemptoris, sobre el comunismo ateo, 1937), y detestó abiertamente la persecución religiosa desencadenada por los revolucionarios mexicanos (encíclicas Acerba animi de 1932 y Firmissimam constantiam de 1937)[4] y por la II República española (encíclica Dilectissima nobis, 1933)[5]. Frente al capitalismo liberal y a las tentaciones socialistas y comunistas, promulgó la segunda gran encíclica social de la historia reciente de la Iglesia, Quadragesimo anno (1931), a los cuarenta años de Rerum novarum de León XIII, en la que entonces y en los años siguientes se quisieron inspirar principalmente los regímenes de Oliveira Salazar en Portugal y de Dollfuss en Austria[6].

La doctrina social de la Iglesia en el magisterio de Pío XI

La encíclica Quadragesimo anno quiso en buena medida adaptar los principios de Rerum novarum a las realidades del momento. En ella defendía la «promoción obrera» y la búsqueda del bien común, condenaba el liberalismo y el socialismo y reconocía las asociaciones sindicales obreras separadas, sostenidas y respetadas por el Estado, a las que denominaba «corporaciones», como órganos de poder y que proporcionasen ventajas profesionales a sus miembros. Sin perfiles del todo precisos, se dibujaba la idea de un Estado en el que los «cuerpos intermedios» tengan vida propia. El Papa introduce el concepto de «justicia social» sobre la base de la justicia conmutativa y distributiva. Con la situación de fondo de la gran crisis financiera y económica mundial de 1929, es muy significativa su condena de la práctica capitalista brutal que acaba en «una descomunal y tiránica potencia económica en manos de unos pocos» y en el «dominio ejercido de la manera más tiránica por aquellos que, teniendo en sus manos el dinero y dominando sobre él, se apoderan también de las finanzas y señorean sobre el crédito»; «esta acumulación de poder y de recursos, nota casi característica de la economía contemporánea, es el fruto natural de la ilimitada libertad de los competidores, de la que han sobrevivido sólo los más poderosos, lo que con más frecuencia es tanto como decir los más violentos y los más desprovistos de conciencia» (núms. 105-107). Estas condenas, otras semejantes y las de lo que denomina el «imperialismo internacional del dinero» (núm. 109), resultan sin duda de una actualidad asombrosa en nuestros días.

De Pío XI hay que resaltar igualmente su condena del socialismo y del comunismo marxistas en esta misma encíclica (cita explícitamente a Marx en el núm. 9), así como en otros documentos de gran relevancia, en especial la encíclica Divini Redemptoris sobre el comunismo ateo (1937), donde vinculó de forma abierta varias veces esta doctrina a un origen satánico (núms. 2, 7, 17 y 83). Criticó sobre todo el ateísmo, el materialismo dialéctico e histórico y la destrucción de la persona humana, de la familia y de la verdadera sociedad, y tenía presente lo que se estaba llevando a cabo de forma horrorosa en Rusia, México y España. También emitió otros documentos expresos para la situación de estas dos naciones.

Por otro lado, en 1929, la Santa Sede y el Estado de Italia alcanzaron los acuerdos de Letrán, quedando superado el enfrentamiento entre ambos con motivo de la unificación italiana en el siglo XIX: ahora Mussolini devolvía la libertad a la Iglesia en Italia en muchos aspectos y se creaba el Estado del Vaticano. Sin embargo, al lado de estos elementos positivos, el fascismo, por su tendencia totalitaria, aspiraba al control de la vida social italiana y de la actividad católica en muchos puntos. De ahí que, ante el intento de monopolio estatal en la formación de la infancia y de la juventud y los impedimentos puestos al desarrollo libre de la Acción Católica y de otras asociaciones católicas, Pío XI publicó en 1931 la encíclica Non abbiamo bisogno, en la que condenaba tales actitudes y denunciaba «una ideología que explícitamente se resuelve en una verdadera estatolatría pagana, en abierta contradicción, tanto con los derechos naturales de la familia, como con los derechos sobrenaturales de la Iglesia» (núm. 23).

En 1937, la encíclica Mit brennender Sorge condenaría el nacionalsocialismo alemán, tanto en sus errores acerca de Dios y de Jesucristo y la Iglesia (panteísmo, naturalismo, negación o reducción del Antiguo Testamento para negar la realidad teológica del pueblo de Israel, intento de crear una Iglesia nacional alemana sin vinculación con el Papa, etc.), como en sus errores morales y jurídicos (racismo, negación del Derecho Natural, absorción de la educación de la juventud por el Estado, etc). La encíclica logró traspasar las fronteras del III Reich sin que la policía secreta nazi (la Gestapo) llegara a tener conocimiento del hecho, y a continuación se leyó en todas las iglesias de Alemania, lo cual provocó una ola de persecución contra la Iglesia Católica. En gran medida, Mit brennender Sorge se debió a la inspiración del cardenal Pacelli, futuro Pío XII, que como nuncio pontificio en Alemania conocía muy de cerca la realidad del nacionalsocialismo. Tampoco hay que olvidar la condena de algunas importantes obras de esta ideología por el Santo Oficio por iniciativa del mencionado cardenal, en especial El mito del siglo XX del filósofo Alfred Rosenberg.

3. La doctrina de la realeza de Jesucristo en la encíclica Quas primas

La promulgación de Quas primas

Como gran documento a la vez teológico, social y político, según hemos dicho en la introducción, hay que destacar la encíclica Quas primas, de 11 de diciembre de 1925, sobre la realeza de Nuestro Señor Jesucristo, afirmada contundentemente frente al laicismo.

Parece conveniente ofrecer un breve repaso y un resumen de la doctrina expuesta por Pío XI en Quas primas para no olvidar una doctrina que, lamentablemente, en los tiempos recientes ha venido siendo ignorada o incluso dejada de lado para evitar complicaciones derivadas de un discurso que es sin duda opuesto a no pocos planteamientos sostenidos en nuestros días. Por eso debemos recalcar que la doctrina expuesta en Quas primas es doctrina del Magisterio de la Iglesia, sustentada sobre la Sagrada Escritura y sobre la Tradición –tal como el propio Papa se esfuerza en probar–, y que ofrece no sólo un valor para el tiempo en que la encíclica fue redactada y promulgada, sino que es actualísima y de contenidos perennes.

Nada más comenzar el texto, ya expresa Pío XI que el origen de los males actuales es haberse apartado de Jesucristo: es decir, esa apostasía, clara o silenciosa como la que denunciaría Juan Pablo II con respecto a Europa (Ecclesia in Europa, 28 de junio de 2003, núm. 9.), que se manifiesta en la descristianización, el secularismo y el laicismo: «En la primera encíclica de nuestro pontificado [se refiere a Ubi arcano], dirigida a todos los obispos del orbe católico, hemos analizado las causas de los males que abruman angustiosamente a la humanidad actual. Y hemos hecho, además, dos claras afirmaciones: el mundo ha sufrido y sufre este diluvio de males porque la inmensa mayoría de la humanidad ha rechazado a Jesucristo y su santísima ley en la vida privada, en la vida de la familia y en la vida pública del Estado; y es imposible toda esperanza segura de una paz verdadera entre los pueblos mientras los individuos y los Estados nieguen obstinadamente el reinado de nuestro Salvador. Por eso advertimos entonces que la paz de Cristo hay que buscarla en el reino de Cristo y prometimos además consagrar a esta labor todas nuestras fuerzas» (núm. 1). En consecuencia, Pío XI afirma que la paz de Cristo debe ser buscada en el reino de Cristo, porque su restauración es el medio más eficaz para el restablecimiento de la paz en todos los órdenes.

Como él mismo repasa, el Año Santo ha contribuido a destacar este reinado, juntamente con diversas celebraciones: la Exposición Misional, las canonizaciones de seis santos en las que el pueblo cantó con entusiasmo el himno Tu, Rex gloriae Christe y el XVI centenario del Concilio de Nicea, porque éste definió y proclamó como dogma de fe la consubstancialidad del Hijo Unigénito con el Padre y afirmó además la dignidad real de Jesucristo al incluir en el Símbolo de la fe las palabras: «cuyo reino no tendrá fin» (cuius regni non erit finis) (núm. 2). En consecuencia, el Papa trata ahora en esta encíclica el culto y la institución de la nueva fiesta de Cristo Rey, haciéndose eco de las súplicas a él venidas, tanto individual como colectivamente, por parte de numerosos cardenales, obispos y fieles.

La realeza de Cristo

Hecha esta presentación, Pío XI aborda a continuación la realeza de Cristo, teniendo presente tanto su sentido figurado o metafórico –Cristo reina en las inteligencias, en las voluntades y en los corazones de los hombres–, como en sentido propio y estricto, ya que recibió del Padre la potestad, el honor y el reino (cfr. Dan., 7,13-14). El Papa hace entonces un breve repaso de las afirmaciones bíblicas de esta realeza, así en el Antiguo Testamento como en el Nuevo, y advierte que por eso la Iglesia la ha celebrado siempre en su liturgia, glorificando a su Autor y Fundador como Soberano Señor y Rey de los Reyes. Sin recoger todas las citas de la Sagrada Escritura, presenta las siguientes del Antiguo Testamento:

–una del libro de los Números: Num. 24,19;
–tres de los salmos: Ps. 2,6.8; Ps. 45(44),7; Ps. 72(71),7-8;
–una de Isaías: Is. 9,6-7 (el Príncipe de la paz);
–una de Jeremías: Ier. 23,5;
–dos de Daniel: Dan. 2,44; 7,13-14;
–una de Zacarías: Zac. 9,9; es la que se cumplió en la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén.
Varias de ellas hacen referencia, como es evidente, a la herencia de David.

En cuanto al Nuevo Testamento:

–cuatro de los Evangelios: Lc. 1,32-33 (anuncio del arcángel San Gabriel de que heredará el trono de David); Mt. 25,31-40 (Cristo se atribuye el título de Rey); Mt. 28,18 (le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra); Io. 18,37 (afirmación ante Pilato);
–dos del Apocalipsis: Ap. 1,5; 19,16 (respectivamente: Príncipe de los reyes de la tierra y Rey de reyes y Señor de los que dominan);
–dos de las cartas paulinas: 1Cor. 15,25 y Hb. 1,1.

Tras este repaso, el Papa define a la Iglesia como «reino de Cristo en la tierra (Christi regnum in terris), destinado a extenderse a todos los hombres y por todas la naciones», y señala que su liturgia ha celebrado así a su Fundador como «Rey, Señor y Rey de los reyes» (Regem et Dominum et Regem regum) (todo esto, núm. 5 de la encíclica).

El fundamento de la realeza de Cristo –sostiene Pío XI aduciendo la enseñanza de San Cirilo de Alejandría– se encuentra en la unión hipostática y en la redención: Cristo tiene potestad sobre la creación universal y, en consecuencia, debe ser adorado como Dios por los ángeles y por los hombres, y asimismo unos y otros están sujetos a su imperio y le deben obedecer en cuanto hombre. Tiene, pues, potestad sobre todas las criaturas y es Rey por derecho de naturaleza, pero también lo es sobre los hombres especialmente por derecho de conquista en virtud de su obra redentora. Porque Él nos ha comprado al precio tan gran de su sangre, nosotros somos miembros de Cristo (cfr. 1Pe. 1,18-19; 1Cor. 6,15.20) (núm. 6 de la encíclica).

Carácter de la realeza de Cristo

Por lo que atañe al carácter de esta realeza, presenta una triple potestad: legislativa, judicial y ejecutiva; los tres poderes los ha ejercido y los ejerce Jesucristo. Él legisló, como lo reflejan los Evangelios, y como Redentor le debemos obedecer; también el Padre le concedió todo el poder de juzgar, según Él mismo afirmó (Io., 5,22), y se le debe obediencia y tiene facultad para imponer castigos (núm. 7).

Su reino es principalmente espiritual, sobre las realidades del espíritu, frente al mesianismo terrenal en que esperaban los judíos e incluso los Apóstoles: Él rehusó ser Rey al modo humano en que lo quisieron proclamar los judíos y se escondió en la soledad, y ante Pilato declaró que su reino no era de este mundo. Los Evangelios enseñan que la entrada en su reino, que se opone al de Satanás y a la potestad de las tinieblas, exige una penitencia preparatoria mediante la fe y el bautismo como rito externo que produce la regeneración del alma. Él ha sido verdadero Redentor y Sacerdote con su sangre (núm. 8).

Pero, a la vez –señala también Pío XI–, «incurriría en un grave error el que negase a la humanidad de Cristo el poder real sobre todas y cada una de las realidades sociales y políticas del hombre, ya que Cristo como hombre ha recibido de su Padre un derecho absoluto sobre toda la creación, de tal manera que toda ella está sometida a su voluntad». Mientras estuvo sobre la tierra, se abstuvo del ejercicio de este poder en lo temporal, pero –como dijo León XIII, citado por Pío XI– ahora «el poder de Cristo se extiende no sólo sobre los pueblos católicos y sobre aquellos que, por haber recibido el bautismo, pertenecen de derecho a la Iglesia, aunque el error los tenga extraviados o el cisma los separe de la caridad, sino que comprende también a cuantos no participan de la fe cristiana, de tal manera que bajo la potestad de Jesús se halla todo el género humano» (la cita de León XIII es de su encíclica Annum sacrum, 25-V-1899). Cristo es la fuente del bien público y del bien privado, pues sólo en Él hay salvación (cfr. Act., 4,12): de ahí que es el dador de la prosperidad y de la felicidad verdadera a los individuos y a los Estados, pues, como enseña San Agustín, «la felicidad del Estado no procede de distinta fuente que la felicidad de los ciudadanos, ya que el Estado no es otra cosa que el conjunto concorde de los ciudadanos» (cfr. Epist. ad Macedonium, c. 3) (núm. 8).

Son muy importantes aquí algunas consideraciones que Pío XI hace con relación al origen del poder y al reconocimiento de la suprema y universal potestad de Cristo. Una de ellas es la cita de su propia encíclica Ubi arcano de 1922, de la que recoge la siguiente frase: «Desterrados Dios y Jesucristo de las leyes y del gobierno de los pueblos, y derivada la autoridad, no de Dios, sino de los hombres, ha sucedido que […] hasta los mismos fundamentos de la autoridad han quedado arrancados, una vez suprimida la causa fundamental de que unos tengan el derecho de mandar y otros la obligación de obedecer. De lo cual no ha podido menos de seguirse una violenta conmoción de toda la humana sociedad, privada de todo apoyo y fundamento sólido» (Quas primas, núm. 8).

Aquí queda expuesta y resumida la que ha sido en realidad la tendencia de la teoría y de la práctica política de la Modernidad y que ha conducido, entre otras cosas, a los diversos totalitarismos que han afligido a la humanidad en el siglo XX y que Pío XI combatió con valentía, siendo en nuestros días la ideología de género la última forma de esos totalitarismos, la cual posee la misma tendencia a dominar el mundo que los del siglo XX. Tal teoría y práctica política es la negación de la soberanía de Dios y la atribución de todo el poder al ser humano, al margen de una norma moral superior y objetiva. Es lo que autores del catolicismo social francés del siglo XIX, como Charles-Humbert La Tour du Pin, denominaron «ateocracia», es decir, aquella de «los gobiernos que pretenden, en nombre de un derecho superior de la sociedad civil, negar, molestar o destruir la sociedad religiosa y tiranizar las conciencias»[7]. En España, el pensador tradicionalista Juan Vázquez de Mella hablaría asimismo de la «ateocracia»[8].

Por su parte, el austríaco Karl von Vogelsang, igualmente perteneciente al catolicismo social del siglo XIX, había hablado del «Estado sin Dios», creado en el Renacimiento y que «se jacta de no obedecer a las leyes de la revelación natural y positiva, sino únicamente a las leyes que ella se impone, [y que] ha dado origen, por el mismo encadenamiento de consecuencias, al socialismo materialista»[9].

Por su parte, el alemán Mons. Wilhelm E. Ketteler, a quien León XIII denominó «mi predecesor» en la preocupación por la cuestión social y a quien hizo referencia especial también Benedicto XVI en la segunda parte de la encíclica Deus caritas est como avanzado del catolicismo social, había hablado críticamente de la «soberanía por la gracia de los hombres»: «Al lado del orden temporal y político fundado sobre la voluntad de Dios y que por doquier procura su culto y su gloria, elévase otro que no merece más base que la voluntad humana, ni otro culto que el culto de los hombres, y que no quiere trabajar más que en la glorificación de la Humanidad. Al Estado “por la gracia de Dios” se opone el Estado “por la gracia de los hombres”. Tal es la verdadera marca de fábrica, el carácter distintivo de lo que se llama Estado moderno. No es, ni quiere ser, más que obra de los hombres, aunque posee en ciertas Universidades de Alemania teólogos de corte encargados de darle algún matiz evangélico [referencia bastante clara a teólogos protestantes de índole hegeliana]. Semejante manera de apreciar el gobierno y el poder civil es necesaria consecuencia de la impiedad, del ateísmo y de la negación de todo orden sobrenatural. A las palabras de la Escritura opone este partido un lenguaje completamente contrario, puesto que dice: “Ningún poder viene de Dios; el que existe es de institución popular, y resistirle es resistir las órdenes del pueblo y atraerse su disfavor»[10]. Para Ketteler, el reconocimiento de la soberanía suprema de Dios, del orden que ha impreso en la Naturale-za y del origen divino de la autoridad, hace a la sociedad desenvolverse en armonía. En cambio, por la negación de todo ello y por el deseo del hombre de construirse plenamente a sí mismo sin ninguna referencia a Dios, se llega al «subjetivismo llevado a sus últimas consecuencias», al más radical egoísmo y a la imposibilidad de una auténtica y pacífica convivencia social. Así, «en este sistema, el contrato es el único lazo de la sociedad humana», sin obligaciones claras para el individuo, y todo se halla en un proceso sin meta definida, por lo que al final «la fuerza viene a ser el único medio de obligar a los individuos» y todo puede acabar estallando en una revuelta completa[11]. Es decir, una vez más se constata que la exaltación extrema de la libertad del hombre contra Dios acaba encadenando al propio hombre; el liberalismo, en realidad, termina conduciendo, de una u otra manera, al totalitarismo.

Volviendo a la encíclica Quas primas, Pío XI establece con claridad que, si bien se permite que las autoridades civiles ejerzan el poder, es como poder delegado por Cristo en ellas; por lo tanto, los individuos y los Estados están sometidos al reinado de Cristo y los gobernantes deben rendirle culto y reconocimiento público, de lo cual se derivarán grandes bienes a toda la sociedad civil: justa libertad, autoridad consolidada, orden tranquilo, pacífica concordia ciudadana y profunda conciencia de fraternidad universal. Como ya advirtiera León XIII, al que nuevamente cita Pío XI, el reconocimiento público de la realeza de Cristo es el único remedio para curar los males de la sociedad de nuestra época (núms. 8 y 9). Si los gobernantes reconocen que ejercen el poder no por derecho propio, sino como mandato y representación del Rey divino, harán un uso recto y santo de su autoridad y respetarán el bien común y la dignidad humana de los gobernados, mientras que éstos les obedecerán por ser imagen de la autoridad de Cristo: de ahí que se aseguren una justa libertad y un orden tranquilo, con una concordia pacífica que supere los conflictos sociales y una fraternalmente a los hombres (núm. 9).

La fiesta de Cristo Rey

Pío XI instituye con la encíclica Quas primas la fiesta de Cristo Rey, pues considera que será la mejor manera de alcanzar el reconocimiento público de su realeza, dado que las fiestas litúrgicas surgen como respuesta a las necesidades históricas de la Iglesia y del pueblo cristiano y que, además, tienen una gran fuerza para difundir las verdades de la fe: «Y si ahora ordenamos a todos los católicos del mundo el culto universal de Cristo Rey, remediaremos las necesidades de la época actual y ofreceremos una eficaz medicina para la enfermedad que en nuestra época aqueja a la humanidad. Calificamos como enfermedad de nuestra época el llamado laicismo, sus errores y sus criminales propósitos» (núm. 12). Pío XI deja claro que el laicismo no es algo nuevo, sino incubado desde hace mucho tiempo, porque se negó primero el imperio de Cristo sobre todos los pueblos; luego se negó a la Iglesia el derecho de enseñar, legislar y regir; posteriormente se fue equiparando la religión cristiana con las demás religiones falsas y colocándola al mismo nivel que ellas; más tarde se entregó la religión a la autoridad civil y se han proclamado Estados con una religión natural o incluso ateos… tal como el propio Papa ya denunció en su encíclica Ubi arcano (núm. 12 de Quas primas).

Fruto de ese laicismo y de esa negación de Dios y de su soberanía es lo que vive la humanidad: los gérmenes de la discordia, el incendio del odio y de las rivalidades entre los pueblos, la codicia desenfrenada, la destrucción de la paz doméstica familiar, la destrucción interna de la familia… (núm. 12). Recordemos en este terreno que él también promulgaría la encíclica Casti connubi (1930) sobre el matrimonio, combatiendo los males que afligían a la institución familiar por la difusión del divorcismo y de otras formas de aniquilar sus fundamentos.

La fiesta de Cristo Rey, según espera el Pontífice, contribuirá a acelerar el retorno de la humanidad a Dios estimulando a las fuerzas católicas (núm. 12) y servirá «para condenar y reparar de alguna manera la pública apostasía que con tanto daño de la sociedad ha provocado el laicismo», porque, «cuanto mayor es el indigno silencio con que se calla el dulce nombre de nuestro Redentor en las conferencias internacionales y en los Parlamentos, tanto más alta debe ser la proclamación de ese nombre por los fieles y la energía en la afirmación y defensa de los derechos de su real dignidad y poder» (núm. 13).

La institución de la fiesta corona el año santo de 1925 y continúa en realidad una tradición, uno de cuyos hitos principales fue la consagración del género humano al Sagrado Corazón de Jesús por León XIII en 1900, culminación de la práctica de consagrar las familias, así como ciudades y reinos enteros, al mismo Sagrado Corazón, y de la difusión del culto eucarístico (núm. 14). Pío XI instituye la fiesta para el último domingo de octubre, el anterior inmediato a la fiesta de Todos los Santos, ordenando que ese día se renovara además anualmente la consagración de toda la humanidad al Sagrado Corazón establecida por el Beato Pío IX. No obstante, en 1925 se haría en diciembre (núm. 16). La reforma litúrgica subsiguiente al Concilio Vaticano II trasladaría más tarde la fiesta de Cristo Rey al último domingo del tiempo ordinario, es decir, el anterior al I de Adviento.

El Papa confía en que la institución de la fiesta producirá sin duda grandes frutos para la Iglesia, que tiene derecho a una plena libertad e independencia respecto del poder civil, el cual también debe reconocer la libertad de las órdenes y congregaciones religiosas, que son valiosos auxiliares de los pastores de la Iglesia y excelentes cooperadores en el establecimiento y la propagación del reino de Cristo (núm. 19). Asimismo, la celebración anual de la fiesta recordará a los Estados el deber del culto público y de la obediencia a Cristo, que atañe no sólo a los particulares, sino también a las autoridades públicas y a los gobernantes, «porque la realeza de Cristo exige que todo el Estado se ajuste a los mandamientos divinos y a los principios cristianos en la labor legislativa, en la administración de la justicia y, finalmente, en la formación de las almas juveniles en la sana doctrina y en la rectitud de costumbres» (núm. 20). Y finalmente, será positiva para los individuos, porque Cristo es Rey de todo el hombre: de su inteligencia, voluntad, corazón y sentidos (núm. 21).

4. La realeza de María

Realeza de María

Si Pío XI abordó de forma tan importante la doctrina sobre la realeza de Jesucristo en Quas primas e instituyó la fiesta de Cristo Rey, sería Pío XII quien hiciera lo propio con la realeza y la fiesta de Santa María Reina en su encíclica Ad Coeli Reginam de 1954, como consecuencia de la proclamación del dogma de la Asunción de la Santísima Virgen a los Cielos en 1950 por la constitución apostólica Munificentissi-mus Deus. No obstante, Pío XII recogía toda una tradición anterior y, de hecho, el papa Pío XI manifestó muchos elementos importantes y del mayor interés con relación a la realeza mariana y a su dimensión social. Este tema lo hemos abordado en varios artículos, dos de ellos en Verbo[12].

Aquí simplemente ofreceremos un resumen de la doctrina de Pío XI acerca de la realeza mariana, como complemento necesario a lo que hemos expuesto con relación a la de Jesucristo.

En 1936 se puso la primera piedra de la catedral de Port-Said, en el Canal de Suez, que habría de estar dedicada a «María, Reina del Universo». Al año siguiente fue consagrada y, con este motivo, Pío XI envió como regalo un collar de oro y perlas y permitió añadir a las letanías lauretanas la invocación Regina mundi, ora pro nobis. El Papa era plenamente consciente del rumbo que estaba tomando la situación universal: un alejamiento creciente respecto de Dios y de los valores del Evangelio, que indudablemente conducía a una catástrofe global, cual sería la II Guerra Mundial. Y ante esta perspectiva dramática, que él pudo ir vislumbrando a lo largo de su pontificado, comprendió que el recurso mejor que podían tener los cristianos era afirmar la soberanía de Jesucristo sobre todas las realidades del hombre e invocar a María como intercesora segura y eficaz.

Ya desde el inicio de su gobierno al frente de la Iglesia, expresó una intención que cumplió a lo largo de todo él: «Nos place conciliarnos el amor de la Madre nutricia de Dios, a la que desde niño queremos intensamente, con esta prueba de piedad, y comenzar nuestro pontificado bajo su protección. […] La Virgen ama a los que la aman, y nadie puede esperar confiadamente su ayuda en la muerte si en la vida no se iniciare en su amistad, ora evitando la culpa, ora haciendo algo que ceda en su honor» (carta Petis tu quidem, 1922). Esto mismo lo recordaría unos años más tarde al señalar que «desde el inicio de nuestro pontificado, nuestra mirada y nuestro corazón fueron puestos en la dulcísima Virgen, única esperanza de común salvación, y no hemos cesado de exhortar a los fieles, cuantas veces se ofrecía la ocasión, a que constantemente tratasen de acrecentar su culto» (carta apostólica Cum feliciter, 1927).

Dimensión social de la realeza mariana

Pío XI confió desde el principio en la eficacia de la intercesión mariana en pro de las diversas necesidades personales, de las diferentes facetas de la vida del hombre y de la situación sociopolítica de cada nación y del universo entero; estaba seguro del papel de María como Abogada de los hombres ante Dios, tanto en el orden sobrenatural, como en las rectas peticiones que se le hicieran referentes a lo temporal.

Por eso encontramos expuesta una doctrina sobre la dimensión social de la realeza mariana en varios de sus documentos. No la presenta de manera sistemática, como sí lo hace en el caso de la realeza de Nuestro Señor Jesucristo: en efecto, como hemos dicho, sería su sucesor Pío XII quien dedicara ya expresamente una encíclica a la realeza mariana y a su dimensión social. Pero en el caso de Pío XI hallamos no pocos paralelismos entre su exposición de la realeza de Cristo y las referencias a la de María Santísima.

Desde luego, la maternidad divina es el fundamento de la realeza de la Virgen, al igual que el de todos sus privilegios, y su maternidad espiritual sobre los hombres es la razón sobre la que se asienta la dimensión social de dicha realeza. Ésta es propiamente de orden espiritual y sobrenatural, pero tiene, en efecto, una proyección sobre las realidades temporales, no sólo en la faceta personal de cada hombre, sino también en la social. María no ha dejado de velar a lo largo de los siglos sobre la Iglesia, procurando su protección frente a los peligros que la han venido acechando desde el exterior y desde el interior; ha sido la protectora de la Cristiandad incluso en no pocas batallas militares y ha de ser invocada especialmente para que se detenga o se aminore el proceso de descristianización de la civilización, creciente ya en tiempos de Pío XI, por impulso del laicismo en diversas vertientes. A María se recurre también como Reina y Patrona de las patrias del mundo, como Reina de la familia (y la familia es la célula básica de la sociedad), y como modelo en el que es posible fijarse para desarrollar las virtudes que garanticen la justicia y la caridad en el orden de lo social y laboral.

5. Conclusión

En fin, hoy los católicos tenemos con frecuencia la tentación de querer agradar al mundo que nos rodea. Nos asusta sin duda el laicismo combativo, pero no pocas veces sucumbimos a su acometida procurando ciertas fórmulas conciliatorias que en realidad nos sitúan en una posición de mayor debilidad e inseguridad por la confusión doctrinal que conllevan. En mi pobre opinión, creo que es mucho más adecuado descubrir qué es lo que dijeron los papas de tiempos aún bastante recientes a nosotros, quienes en medio de un mundo que se apartaba de Dios a pasos a veces agigantados, no dudaron en afirmar la soberanía de Jesucristo sobre todas las realidades y en recurrir a María, cuya realeza admiraron no sólo en la dimensión sobrenatural, sino también en su extensión sobre la vida social del ser humano.

 

[1] Conferencia impartida el 14 de octubre de 2016 en las IV Jornadas Martiriales de Barbastro (14-16 de octubre de 2016, Museo de los Mártires Claretianos), centradas en el tema «La Realeza de Jesucristo».

[2] Para los textos pontificios hemos utilizado fundamentalmente las dos recopilaciones de la Biblioteca de Autores Cristianos (B.A.C.): José Luis Gutiérrez García (ed.), Doctrina Pontificia, II – Documentos Políticos, Madrid, B.A.C., 1958; Federico Rodríguez (ed.), Doctrina Pontificia, III – Documentos Sociales, Madrid, B.A.C., 1959; Fernando Guerrero (ed.), El Magisterio Pontificio Contemporáneo. Colección de Encíclicas y Documentos desde León XIII a Juan Pablo II, 2 vols., Madrid, B.A.C., 1991-1992. La edición de finales de los años 50 tiene la ventaja de incluir el texto original latino de los documentos.

[3] Sobre la cuestión de Pío XI, Pío XII y el nacionalsocialismo, es obligado al menos mencionar las obras de Benedicto Tapia de Renedo, O.S.B., Pío XII. ¿Inocente o culpable? Confrontación de documentos secretos, Bilbao, Ibérico-Europea de Ediciones, 1970; Pierre Blet, Pío XII y la Segunda Guerra Mundial, Zaragoza, Cristiandad, 2004; y David G. Dalin, El mito del Papa de Hitler. Cómo Pío XII salvó a los judíos de los nazis, Madrid, Ciudadela, 2006. Este último es de un valor considerable al haber sido escrito por un rabino judío. Cabe añadir más recientemente el libro de José M. García Pelegrín, La iglesia y el nacionalsocialismo. Cristianos ante un movimiento neopagano, Madrid, Palabra y Digital Reasons, 2015.

[4] La obra imprescindible para comprender toda la problemática en torno a la persecución del presidente Calles y las Guerras Cristeras es el estudio de Jean Meyer, La Cristiada, México, Siglo XXI, 2005 (22.ª ed.); también editada en México, Fondo de Cultura Económica, 2007 (nueva ed.: 2014). Precisamente en las IV Jornadas Martiriales de Barbastro en la que se presentó nuestra conferencia, el profesor José Luis Orella Martínez trató acerca de la persecución religiosa en México y sus puntos de comparación con la española.

[5] Es obligado mencionar el estudio aún relativamente reciente de Vicente Cárcel Ortí, Pío XI entre la República y Franco. Angustia del Papa ante la tragedia española, Madrid, B.A.C., 2008.

[6] Cabe citar el estudio clásico de estos dos regímenes corporativos y su inspiración católica por Alberto Müller y Joaquín Azpiazu, S.J., La Política Corporativa. Ensayo de organización corporativa, Madrid, Razón y Fe, 1935, caps. IV y VI.

[7] Charles-Humbert La Tour du Pin, Aphorismes de politique sociale, 2.ª ed., París, Nouvelle Librairie Nationale, 1913, págs. 32-33.

[8] Así, en un discurso en Barcelona en 1903: Juan Vázquez de Mella y Fanjul, Obras completas, vol. XXVI (Regionalismo, I), Madrid, Junta del Homenaje a Mella, 1935, pág. 146. Por otro lado, cabe decir que el término «estadolatría» o «estatolatría», que antes hemos dicho que Pío XI utilizó en 1931 refiriéndose al fascismo italiano, lo había empleado ya el pensador y orador español en el mismo año 1903, como se observa en el citado volumen, pág. 19 («la estadolatría pagana del centralismo actual»).

[9] Karl von Vogelsang, Moral y Economía Sociales. Extractos de sus obras, traducidos del alemán, trad. de Ventura Pascual y Beltrán, Madrid, Librería Católica de D. Gregorio del Amo–Centro de Publicaciones Católicas, c. 1900, pág. 14.

[10] Georges Goyau, Ketteler, trad. de Enrique Ruiz, Madrid, Saturnino Calleja Fernández, c. 1910-1920, pág. 74.

[11] Ibid., págs. 74-75.

[12] Santiago Cantera Montenegro, O.S.B., «Dimensión social de la Realeza mariana en el magisterio de Pío XII», Verbo (Madrid), núm. 441-442 (2006), págs. 65-99; «Dimensión social de la Realeza mariana: Benedicto XV y Santa María, Reina de la Paz», Verbo (Madrid), núm. 447- 448 (2006), págs. 609-620; y «Pío XI y la dimensión social de la Realeza mariana», Scripta de María (Torreciudad), serie II, núm. VI (2009), págs. 101-130. También lo tratamos dentro de nuestro libro La Virgen María en el magisterio de Pío XII, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 2007.