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Número 557-558

Serie LV

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Shakespeare en su tiempo. Ecos de un centenario

 

1. Introducción

Al coincidir en un mismo año –1616– la muerte de Cervantes y la de Shakespeare, y como consecuencia, al haber sido consagrado el pasado año 2016 a homenajearlos a ambos, para destacar sus respectivas grandezas y calidades eminentes en las letras es inevitable percibir, al mismo tiempo, sus diferencias.

2. El tono de Cervantes y el tono de Shakespeare

Una de ellas es la diferencia de «tono»: en el español, alegre; en el inglés, más bien melancólico. Don Quijote es un loco que nos hace reír; Hamlet es triste. Don Quijote es un hidalgo que enloquece por la pasión de los libros de caballería, género dedicado a exaltar el espíritu altruista y de socorro al débil y menesteroso; Hamlet se hace el loco para poder decir lo que no pudiera ser tolerado de otro modo, para denunciar tremendas injusticias. De Don Quijote se burlan, o lo respetan cuando aprecian sus razonamientos; a Hamlet lo temen los que comprenden que sus juicios cáusticos se refieren a ellos y quieren alejarlo, incluso matarlo; y muere trágicamente; mientras Don Quijote muere tranquilo, habiéndose arrepentido y confesado.

Don Quijote y Hamlet: los casos más conocidos y emblemáticos.

Tanto en su novela cumbre como en sus Novelas ejemplares Cervantes va describiendo lo que veía a su alrededor: gente de pueblo, gitanos, mendigos, comediantes, hidalgos, caballeros y damas, gente de la Corte. Con realismo y humor pinta los caracteres, variados, con defectos, vicios, virtudes, bajezas, miserias; empero, campea en todo y es reconocido como ideal: el honor. Y un gran sentido de la Providencia aunado a una capacidad de humildad y arrepentimiento.

En cuanto al escenario: el de don Quijote es su España, sus caminos de La Mancha y de Castilla; el de Hamlet, es otro país, lo cual es intencionado: el autor que no hubiera podido decir en la Inglaterra isabelina que algo estaba allá «podrido», lo dice soslayada pero claramente en aquel otro país elegido como escenario, y así lo dice: Something is rotten in Denmark». Quien tenga oídos para oír que oiga. El traslado de escenario es un recurso habitual en Shakespeare que le da libertad para hablar claro sobre temas morales y religiosos: Verona, Viena, Venecia…

En cuanto al género, Cervantes hace épica con la vida corriente de un hidalgo corriente y un campesino sencillo que no deja de serlo aún en su cargo escuderil; con esto Cervantes crea la novela moderna; sus personajes no son «héroes» en el sentido estricto clásico. En cambio Shakespeare retoma el género trágico y bien trágico, si bien sazonado de bufonadas para el público (cosa que a veces había hecho Sófocles). Sus protagonistas son, como en la tragedia ateniense, personajes de calidad, con educación, con rango, con poder, cuya tentación es precisamente abusar de la posición que detentan: el orgullo, la hybris, la desmesura.

Siendo contemporáneos, ¿cómo se explican estas diferencias? A Cervantes (1547-1616) le tocó proseguir y encumbrar una tradición católica de 16 siglos. Shakespeare (1564-1616) tuvo que padecer el hundimiento de esta tradición en su patria y sin embargo consiguió salvarla trasvasándola y sublimarla bajo nuevos rasgos.

No es lo mismo una cosa que la otra. Quien prosigue puede crear con calma y alegría. Quien padece y se sobrepone, luchando, enfrentando y renovando, lo hace dramáticamente. De allí el tono que subrayamos al principio.

Esto me parece clave.

Cervantes con alegría sirvió como soldado a su patria y a su gran patria cristiana en el momento en que ésta estaba en jaque por el avance turco: por tierra en el Este (desde Turquía avanzando hacia Hungría y Viena), y por el mar Mediterráneo: tanto con su temible flota como con las incursiones de sus corsarios en todas las costas. Miguel de Cervantes tuvo a gran honra el haber participado como soldado raso en la defensa propiciada por el papa Pio V: en la flota de los defensores de la Cristiandad –de España, Venecia y la armada papal– en la decisiva batalla de Lepanto en 1791, y tres veces encomia este hecho decisivo para la Cristiandad: «La más alta ocasión que vieron los siglos pasados, presentes, ni esperan ver los venideros»[1]. Se gloría de haber entonces perdido el uso del brazo, llamándose «el manco de Lepanto», y hasta de haber sufrido más adelante cuando, capturado por corsarios, fue llevado a Argel, encarcelado en las prisiones (o «baños») de Argel, durante cinco años. Vuelto a España vegetó en empleos mediocres, encarcelado de nuevo injustamente y, sin embargo, sin perder el ímpetu artístico, ligado a otros grandes de su tiempo, en las artes plásticas como en el teatro de su Siglo de Oro. Y si Camus tiene razón al observar que una de las características de un gran siglo en arte es poner orden, por el estilo, al desorden de su tiempo»[2], España, bendecida por sus poetas místicos y contemplativos –San Juan de la Cruz, Santa Teresa, fray Luis de León–, además de sus dramaturgos, reafirmó, en el orden de su estilo artístico, el orden espiritual católico que defendía y que al mismo tiempo expandía en América, frente a la división que amenazaba en Europa a consecuencia de la llamada «Reforma» protestante.

Igualmente se podría aplicar el dicho de Camus a Shakespeare, y con más razón, pues el desorden en Inglaterra fue radical. El cambio producido al principio por el capricho de un rey, quien adujo principios religiosos, adoptó formas políticas de autonomía que exigían adhesión completa. Resultó el cisma que confundía el ámbito religioso con el político, creando un cristianismo de Estado, contra la religión tradicional universal, católica. Arrastró poco a poco a la religiosidad popular y de modo dramático, afectando la sociedad entera, las familias y los corazones. Pues significó tener que optar, tomar partido, la «bloody question»: o «papista» o anglicano.

Desde el desafío herético de Lutero (1517), seguido por el de Calvino, llegó finalmente a expandirse el protestantismo separatista hasta la Inglaterra isabelina, a partir de Enrique VIII en 1533: pues si bien él quería seguir siendo católico, y repelía la herejía[3], ésta se fue introduciendo ya que colaboraron en ello gentes interesadas en enriquecerse con títulos nobiliarios y con las tierras de los monasterios[4] que fueron vaciados, cuyos abades rechazaron reconocer a Enrique como Cabeza de la Iglesia, al imponer el Acta de Supremacía y exigir el juramente de sumisión. Por negarse a firmarlos fueron decapitados, en 1535, al igual que el excanciller del reino, Thomas Moro y el obispo de Rochester Juan Fischer.

Tras la muerte de Enrique (sin nunca perder su fe católica, aunque cismático), reinaron sucesivamente sus tres hijos: Eduardo, María e Isabel. El reinado del niño Eduardo VI (hijo de Jane Seymour) no duró más que seis años (murió a los 13) pero permitió que se afirmaran en el poder esos nuevos detentores –ennoblecidos y propietarios de las tierras monásticas– y también que en la Iglesia separada de Roma influyeran los calvinistas, introdujeran cambios dogmáticos y litúrgicos, poco a poco, de modo que fueron apenas notados por el pueblo –como dice Newman[5]–. Luego los 6 años del reinado de María Tudor, la hija de Catalina de Aragón, significó el retorno a la unidad católica, pero fue tan breve que, a su deceso, ya reinando Isabel (hija de Ana Bolena, a quien Enrique mandó decapitar), nuevamente tomaron las riendas los innovadores calvinistas, que prohibieron terminantemente la Misa y la creencia en la presencia real de Jesús en la Eucaristía; por ello tomaron medidas extremas contra los que rechazaban el cambio religioso. No sólo era ilícito ser católico sino también fue considerada ilícita la entrada de los sacerdotes.

Tales sacerdotes provenían de las familias católicas que rechazaron el cambio religioso (por ello llamados recusants); mantuvieron su fe y las prácticas sacramentales contando con sacerdotes que a su vez perseveraron en su misión; empero al correr del tiempo envejecían y morían. Por eso muchos jóvenes ingleses con vocación sacerdotal salían de incógnito, atravesando el Canal de la Mancha, para formarse en un colegio y seminario fundado en 1568 por un ex scholar de Oxford, el inglés Allen, en Douai (Países Bajos) y volvían para ejercer su ministerio. A partir de un cierto momento, casi todos los nuevos sacerdotes católicos se formaron en la recientemente fundada Compañía de Jesús.

En la época isabelina se establecieron espías para capturarlos. Ni bien ponían el pie en su patria, se movían ocultamente, protegidos y albergados en casas de católicos que se arriesgaban tanto como los sacerdotes. Capturados, encarcelados en la Torre de Londres, cruelmente torturados[6] y rápidamente sentenciados a morir en el cadalso bajo condena de «traición». Llevados por las calles –en medio del populacho a los gritos de «traidor»– hasta Tyburn, donde se los colocaba en el patíbulo, eran ahorcados, cortados en cuatro antes de expirar, cortadas luego las cabezas y colocadas en picas[7].

3. Reflejo de lo terrible en la tragedia shakesperiana: aporte moral y doctrina católica de pecado y la Redención

Esto «terrible» se nota en Shakespeare. Salvo en las comedias (y a veces también en ellas), las tragedias de Shakespeare aparecen salpicadas aquí y allá con alusiones a las tácticas cruentas y terroríficas utilizadas por el Estado en la época isabelina: espionaje, tortura, decapitación, juicio apresurado sin dar lugar a la defensa, muerte ignominiosa en la horca. Un estado de cosas irregular es denunciado en Hamlet. Para ponerlo en evidencia recurre a unos comediantes que representan en la escena el envenenamiento y muerte del rey legítimo, lo que pasó en la realidad. De allí el miedo: «¿Cómo disculparemos este acto sanguinario?» –se pregunta entonces el Rey usurpador. E insiste poco después: «Oh, Gertrudis, en cuanto a este acto inicuo, preciso nos será poner en juego todo nuestro poder y habilidad para explicarlo y excusarlo» (act. IV, esc. 1). Hamlet se hace el loco para poder decir las palabras que no debería: «Ardides, bribones…» (act. III, esc. IV), en que acusando a su madre trata de despertar su conciencia, etc.

Shakespeare resulta un moralista: en sus dramas llama la atención sobre miserias y vicios recurrentes –como la traición, el engaño, la vileza–, y les contrapone los valores –ensalzados– de la verdad, la justicia, el honor. Hay mucha reflexión sobre los alcances de la justicia humana, su relación con la justicia celestial, el abuso de justicia en los gobernantes, la absoluta necesidad de adecuar y medir toda ley humana según el orden divino (o natural), y lo mismo al aplicar la ley, y en la ejecución de la sentencia, en cada caso, para no caer ni en la rigidez ni en la blandura, la aspiración a modular la ley equilibrando la justicia y la clemencia.

El mejor ejemplo de esto es Medida por medida. Ya lo insinúa su título. El caso es el siguiente. Se trata de volver a poner en vigencia las leyes ya promulgadas sobre conductas inmorales extramatrimoniales, pero que han quedado en desuso. Y es tal la inmoralidad que reina en el lugar (Viena) que el Duque gobernante no se atreve a hacerlo, y se lo encarga a un delegado, Angelo, al que estima por su firmeza. Para ello le transfiere todo su poder, si bien lo controla mediante otro hombre de confianza, Escalo. Y se va. To-madas las riendas del poder, Angelo de inmediato hace vigentes las leyes de un modo extremo. Su rigorismo es tal que llega a culpar de inmoral una unión matrimonial secreta y sentenciar a muerte inmediata al joven esposo, y sin tener en cuenta siquiera que la esposa está por dar a luz. Para evitar el cumplimiento de la sentencia, el culpado, Claudio, recurre a su hermana, en quien confía por su inteligencia, su capacidad de seducir y convencer.

Lo notable es que dicha hermana, es nada menos que una monja, y que se llama «Isabella», tal como se llamaba una tía abuela de Shakespeare, por parte de su madre, Isabella Arden, que fue abadesa. Éste es uno de los índices de las inclinaciones católicas de nuestro autor. Vale la pena escuchar a esta abogada, nueva Porcia, cuando (en el II acto, escena 2) argumenta e insiste frente al implacable Angelo:

«– Isabella: ¡Oh ley justa, pero severa! […].
– Pienso que podrías perdonarle sin que ni Dios ni los hombres se disgustaran de vuestra clemencia (mercy) […].
– Creedlo. Entre todas las insignias que pertenecen a los grandes, no hay ninguna, ni la corona del rey, ni la espada del teniente general, ni el bastón del mariscal, que los decore ni la mitad de bien que la clemencia».

Es de notar que ella pide clemencia (misericordia) para alguien cuya falta al mismo tiempo reconoce. Tan es así que de entrada ella había pedido, con respecto a su hermano:

«– Os suplico que sea su falta y no su persona la que se condene».

Queda así asentado por ella la condena del vicio lujurioso. Sin embargo, pide misericordia, que aquí significaría darle tiempo al arrepentimiento y una pena menor, en primer lugar afirmando que nadie está libre de caer en falta:

«– Si él hubiera estado en vuestro puesto y vos en el suyo, habrías delinquido como él; pero él no hubiese sido tan riguroso como vos».

Esto es de tener en cuenta: todos somos falibles. Pero más aún pesa el segundo argumento, que se relaciona con el anterior. Se refiere al «pecado original» que todos heredamos de Adán, y del que todos hemos sido rescatados por la misericordiosa acción divina de la «Redención». Cuando Angelo le dice que «malgasta palabras» y se ensaña con el prisionero, Isabella clama, emocionada:

«– ¡Ay, ay! Y todas las almas que han existido fueron condenadas en otro tiempo y Dios, que habría podido decretar su perdición, encontró para ellos un remedio. ¿Qué haríais si el supremo árbitro de la justicia os juzgase solamente según lo que sois? ¡Ah, pensad en esto, y la clemencia se escapará de vuestros labios como de un hombre creado de nuevo».

Esto es pura doctrina católica. Recordemos tan sólo la oración del Ofertorio de la Misa que, alabando la Creación y la Redención, exclama con seguridad y gozo: «Dios, que maravillosamente creaste en dignidad la naturaleza humana y con mayores maravillas la reformaste…». Ello significa que la Redención es una re-creación». El hombre arruinado por el pecado es sanado y re-elevado por la gracia de Dios. Es un hombre renovado, un hombre cabal, nuevo. Es esto lo que consigue la acción salvífica del Señor Jesucristo que se encarna para cargar con el pecado de Adán cuya gravedad fue tan grande al desobedecer a un Dios bueno al que le debía todo, pecado de desagradecimiento, y orgullo (instilado por la envidia del demonio: ángel caído precisamente por orgullo). El nombre elegido por Shakespeare para este gobernante tiránico y sin piedad, Angelo, alude sin duda al ángel caído «tentador», que luego se vuelve «acusador»: primero tienta y hace caer, luego acusa implacablemente, como aquí vemos lo hace el personaje.

Por otra parte, la obra que comentamos, Medida por Medida, muestra la acción de la Iglesia católica para con los que han caído en pecado. En la cárcel hay capellanes que atienden a los prisioneros, los confortan, los ayudan a reconocer sus pecados, a arrepentirse y confesarse, les hablan de la vida eterna preparándose para morir. Todo esto es católico.

4. Antecedentes familiares y efecto de los sacerdotes Campion y Southweel en la religiosidad católica de Shakespeare

Es que Shakespeare hereda la fe de sus padres y la de sus maestros de la Grammar School. Interesa destacar que sus padres se preocuparan por transmitirle tempranamente su fe católica, encomendándolo de pequeño a Dom Thomas Combe, un ex benedictino (de los que entonces abundaban, errantes, echados de sus monasterios). La madre de Shakespeare, Mary Arden, siguiendo al abuelo materno, era muy devota de la Virgen María. En la Grammar School fueron sus maestros: Simon Hunt, entre 1571 y 1575), al que Shakespeare describió como un «scholar, diestro en griego, latín y otras lenguas»; y, entre 1579 y 1582 John Cottam, cuyo hermano Thomas fue jesuita, encarcelado en 1581 con Campion y al año siguiente martirizado[8].

Reparemos en ello. Esta temprana fe fue vio apuntalada en la zona de Stratford-upon-Avon, donde vivía su familia, por la llegada de los sacerdotes de Douai en 1574 y de los jesuitas Edmund Campion y Robert Parsons poco más tarde. Ellos distribuyeron profesiones de fe católica y el «testamento espiritual» compuestos por San Carlos Borromeo, el entonces arzobispo de Milán, mano derecha del papa Pío V para poner por obra las decisiones del Concilio de Trento (que finalizará en 1565). En el año 1794 se descubrió una de estas copias en la casa natal del poeta con el nombre escrito: «John Shakespeare». En 1583, John parece haber ocultado en su casa a un católico perseguido. Por su parte los perseguidores se quejan de que en esa zona cercana a Warwick había muchos «papistas». Y en 1592 a John se lo coloca en la lista oficial de los recusants. Por lo cual, John Shakespeare, padre de nuestro dramaturgo, que hasta 1568 ocupará una posición prominente en la corporación de Stratford, posteriormente la va perdiendo y ya no figura a partir de 1577. Además, en 1580, John Shakespeare fue citado a comparecer ante el tribunal de la Reina –coincidiendo con una ola persecutoria de los católicos. Justamente en ese año 1580 llegaron a la región los jesuitas Edmund Campion y Robert Parsons…

En otras palabras: la reafirmación del padre en la fe católica, rechazando la que quiere imponerse, coincide, notablemente, con la llegada, desde 1574, de los primeros sacerdotes del seminario de Douai (en los Países Bajos), fundado por el Cardenal Allen, (anteriormente scholar de Oxford) para formar a los muchachos ingleses que saliendo de la isla, atravesando el Canal de la Mancha, regresaban con peligro de sus vidas para sustituir a los viejos sacerdotes que iban falleciendo. De 1575 a 1580 hubo sacerdotes seculares, y después casi todos fueron jesuitas –de la nueva Compañía que fundara Ignacio de Loyola.

5. Apostolado bajo el Terror: influencia de San Roberto Southwell

Entre estos jóvenes ingleses que «volvían» a Inglaterra como sacerdotes, es de destacar uno que influyó en William y otros dramaturgos: el jesuita Robert Southwell, que fue también gran poeta[9], a quien le tocó ejercer su apostolado bajo el terror, y alentó a los grandes literatos isabelinos a perseverar y enaltecer su arte bajo el influjo del Espíritu.

Por de pronto tengamos en cuenta la situación que afrontaban, luego mencionaremos la importancia de su ayuda espiritual a Shakespeare y otros autores.

Con respecto a la situación. Tras la afrentosa decapitación de María Estuardo, reina de Escocia, la indignación general fue tal que el ministro Cecil-Lord Burleigh, tomó medidas para precaverse contra los que consideraban «traidores». La situación se endureció. A partir de febrero de 1590 el Terror que ya había comenzado, recrudeció, e iba a durar nueve años. En ese año 1590 y el posterior, las víctimas sumaron veintiséis –19 sacerdotes y 7 abogados–, además de muchos otros que desaparecían en las prisiones. Uno de los sacerdotes, Edward Jones, que antes había sido protestante y detenido por ello en España por la Inquisición, declaró en su juicio que «lo que pasaba en Inglaterra no podría ser creído en ningún país cristiano». Con ello se refería a las torturas «bárbaras».

Su agente fue Richard Topcliffe, un favorito de la Reina que se movía directamente a sus órdenes, independientemente de los ministros y del Consejo. Su único título era «Queen’s Servant», y tenía directo acceso a sus habitaciones privadas. «Homo sordidissimus», escribía el jesuita Garnet, poseía su policía propia y a sus hombres les prometía anticipadamente los despojos de sus víctimas. Él en persona dirigía las operaciones de «caza»; él mismo dirigía la prisión especial para los recusants: Bridewell. Él personalmente los torturaba, con torturas hasta entonces prohibidas en toda la historia del país. Él presenciaba los juicios como «prosecutor asistente». Él en persona presenciaba las ejecuciones para controlar que las disecciones se hiciesen cuando las víctimas estaban aún conscientes. Sobre sus cabezas en las picas pusieron el cartel: «Por traición y ayudar a los enemigos extranjeros»[10].

La Reina Isabel, con su miedo obsesivo, bien estimulado por lord Burghley, aceptó que éste redactase y promulgase en su nombre una «Proclama» en la que calumniaba a los sacerdotes a los que describía como «una multitud de jóvenes disolutos quienes, a causa de robos cometidos, se han convertido en fugitivos, rebeldes y traidores...».

Southwell no sólo quería demostrar a la Reina que todo era una «gran mentira» cuyo objeto era poner a los católicos ante la alternativa de la «bloody question», sino también quería confortar a los propios católicos reafirmándolos en la certeza de que la persecución no era motivada por ninguna clase de traición, sino tan sólo por su fe: sufrían por la fe pues quitarles la Misa era quitarles el más preciado tesoro de Inglaterra, en razón de la cual sus antepasados habían construido sus catedrales y monasterios; quitarles la fe católica era privarlos de su tradición, fuente de su piedad y su cultura.

En segundo lugar, afirmaba y reiteraba la lealtad a la patria de los sacerdotes y laicos católicos cuya enseñanza insistía en «obedecer las leyes justas de sus Príncipes». De los últimos párrafos de esta «Súplica» surge la voz de un pueblo torturado que clama justicia. La descripción de las torturas hiela la sangre al leerla. Y sobre todo Southwell destaca que, con esas prácticas brutales, es el pueblo sencillo el humillado y engañado, al que se va llevando a detestar la religión misma. Dice entonces: que sepa la Reina lo que se está haciendo y por qué causa. Pero esto fue lo que más exacerbó al gobierno y fue tapado por un «edificio de mentiras» desde entonces.

Tras este cuadro, que explica muchos «cuadros» similares en las tragedias de nuestro autor, pasamos al estímulo que recibió Shakespeare por parte del jesuita-poeta, pronto mártir, Robert Southwell.

6. La carta-dedicatoria a W.S.

El autor de su biografía relata que en ese tiempo terrible escribió Southwell una carta con esta dedicatoria: «To my worthy good cousin, Master W. S.» y firmada «Your loving cousin, R. S.». Del contexto surge que W. S. es un poeta, un dramaturgo, al que aconseja: «Ya es tiempo de que los poetas dejen de abusar de sus talentos y recuerden la nobleza de su vocación, pues “Cristo mismo compuso un himno al concluir la Última Cena, como prólogo a su Pasión, dándole a Su Esposa una norma para imitar […] y un modelo a todos los hombres para que aprendan el verdadero uso de la métrica”. Agrega que conviene que un fino poeta demuestre «que los versos combinan con la virtud». Estamos en 1591. Era la época de la poesía «ingeniosa» (la «Academy of Wits»).

Y lo notable es que William Shakespeare atendió a esta admonición: cambió de temas poco después, pasando de su frívolo Venus y Adonis al Rapto de Lucrecia y después a sus grandes dramas (en algunos de los cuales critica justamente el uso inmoderado del ingenio).

Éste fue pues el último gran servicio de Robert Southwell a las letras inglesas: alertar a W. S. acerca de la chispa divina que en él había y encaminarlo a una concepción más elevada de la poesía. Algunos poetas se hicieron eco de este reproche al «abuso de los talentos». Y no fue el único; otros grandes autores de la época isabelina lo escucharon: Robert Greene antes de morir testimonia su arrepentimiento; Cristopher Marlowe escribe un «morality-play»; Thomas Lodge se convierte al catolicismo y escribe en 1596 Tears of the Mother of God y Nashe preludia su conversión con la composición Christ’s Tears over Jerusalem.

Esto muestra a las claras que a partir de 1570 se estaba produciendo un «revival católico»[11]. Los católicos dejan de estar a la defensiva, contando con el apoyo de dos instituciones que formaron a los jóvenes en el extranjero: la Compañía de Jesús y los Seminarios. Así, mientras el gobierno inglés creía que la vieja generación de sacerdotes ordenados en el reinado de María Tudor moriría, y con ella la religión católica, sucedió lo contrario: un aumento de la misma. Es de notar entonces: que ello surgió de adentro del catolicismo de Inglaterra.

7. El catolicismo de Shakespeare en sus obras

Shakespeare, que representaba en el teatro del Globo, en plena Londres isabelina, disimulaba sus convicciones acudiendo a escenarios extranjeros: Venecia para el Mercader, Viena para Medida por Medida, Verona para Romeo y Juieta. De este modo podía mostrar la fe y las costumbres católicas. En su obra Shakespeare’s Religious Background, Peter Milward señala: «Menciona con sorprendente frecuencia la fe y las costumbres católicas, y esto con una familiaridad y un respeto excepcionales entre los dramaturgos isabelinos. No hay signo alguno de rudeza ni de incomprensión, y menos aún de hostilidad o prejuicios»[12].

El mismo Milward llama la atención de que en muchísimas ocasiones aplica el adjetivo «holy» a personas y objetos materiales en el sentido sacramental católico (ridiculizados, por el contrario, en autores protestantes). Por ejemplo: «the holy edifice of stone», referido al templo (Mercader de Venecia I, 1); «holy altars» (Troilo y Crésida, III, 3); «holy rites», «holy bread», «holy water», «holy oil» (en la bendición de un lecho nupcial en Sueño de una noche de verano). En los dramas se menciona la costumbre católica de persignarse con la señal de la Cruz. Se mencionan devociones a la virgen, en especial el Rosario y el Ángelus (en sus dramas históricos, de la Inglaterra católica). O peregrinaciones y oraciones por los difuntos: así en Hamlet (IV, 5) Ofelia ruega por su padre y «all christian souls». También hay alusiones a himnos litúrgicos: Horacio, de nuevo en Hamlet, hace referencia al «gallo» que anuncia el día: cfr. himno de Laudes: «ales diei nuntius/lucem propinquam praecenit». Lo más importante (por ser lo más negado por los protestantes) es la comunión, llamándola «el sacramento», o también con la arcaica forma «the housel», que se administraba a los moribundos como «viáticum». Por ejemplo, el fantasma del padre de Hamlet se queja de haber sido asesinado sin recibir los sacramentos de los moribundos, ni comunión, ni confesión, ni los óleos de la extremaunción[13].

En cuanto al poeta jesuita, Robert Southwell, al comparecer y oir de boca del fiscal que iba a ser juzgado según el estatuto por el cual ser sacerdote era en sí traición, contestó: «Confieso que soy un sacerdote católico, y doy gracias a Dios por ello, pero no soy traidor, y ninguna ley puede hacer que ser sacerdote sea traición […]. Puedo ser juzgado por Dios, pero no por la ley, porque la ley es contraria a la ley de Dios». Ante el cadalso se hizo la señal de la Cruz y empezó: «Sea que vivamos, sea que muramos, somos del Señor...». Ante el reclamo de la gente, y a pesar de sus verdugos, prosiguió:

«...en cuanto a Su Majestad la Reina, Dios sabe que jamás intenté nada contra ella, y en cambio rogué y ruego por ella [...] y encomiendo mi patria. Éste es mi último adiós a esta vida infortunada, si bien para mí muy feliz afortunada. Pido que mi muerte sirva para plena satisfacción de mis pecados, para el bien de mi patria y para fortalecer a muchos. Esta muerte, aunque parezca una desgracia, espero que me valga la gloria eterna. Ruego a los católicos que oren por mí para que lo que me resta por vivir lo viva como católico y muera como católico[14]».

8. El drama religioso y la verdad

Volviendo a Shakespeare, como conclusión opinamos que puso en práctica el consejo de su «primo» jesuita, logrando elevar su pluma hasta el máximo: haciéndola eminentemente religiosa y auténticamente trágica y verdadera, según lo destacan Kitto y Sheen, que vamos a citar.

Observamos, en efecto que, por más terribles que sean los hechos reflejados en las tragedias, los clamores de justicia por parte de los afectados están siempre dirigidos a Dios, con confianza en la gracia de Cristo que siempre vence al mal porque ya lo ha vencido. Los finales sugieren siempre un retorno al orden (baste pensar en Hamlet, Macbeth o Ricardo III).

Ello confirma la afirmación del gran estudioso de lo trágico, H. D. F. Kitto, al tratar de la tragedia ateniense y la de Shakespeare, quien opina que se trata de «religious drama»: «Lo que nos proporciona este drama religioso –dice– es sobre todo temor reverencial y comprensión. Surge de él la verdadera catarsis, esto es, que cuando hemos visto cosas terribles que ocurren en la escena es porque nosotros comprendemos, como no se puede comprender en la vida, porqué han ocurrido; o, si no llegamos a tanto, al menos vemos que no han ocurrido porque sí, sin sentido. Se nos concede sentir que el Universo es coherente, aunque algunas cosas no las comprendamos por completo»[15].

Esto significa una profunda fe en el sentido intrínseco puesto por Dios en las cosas, que nosotros podemos captar con la razón y poner en práctica con la voluntad, ayudadas por la gracia eficaz. No piensa así el nominalista Lutero –para quien al hombre, después del pecado original, sólo le queda la «pura fe», siendo la razón incapaz de entender nada del sentido divino.

Por su parte Fulton Sheen subraya la característica esencial de la «comprensión» y el «temor reverencial» que produce la verdadera catarsis: dejarse decir y conmover por la verdad que se nos presenta. Dice: «Sólo en dos ocasiones de la historia de la literatura se han producido períodos de Gran tragedia: en la Atenas de Pericles y en la Inglaterra isabelina […]. Nunca puede haber tragedia cuando los hombres tienen de la vida una concepción mezquina. Uno de los elementos esenciales de la tragedia es la creencia en la DIGNIDAD de la vida humana. Otro es… la inmortalidad. si no existe justicia más allá de la tumba, la tragedia carece de sentido»[16].

Sin todo ello, carecería de sentido comprometerse con la verdad como lo ha hecho Shakespeare: tratando de apuntar a ella y llamando la atención de los espectadores de tantas maneras. Cuando no puede hacerlo abiertamente, lo hace veladamente, mediante alusiones, sugerencias, cambios de lugar… pero siempre apuntando a la verdad.

Decididamente Shakespeare la dice y explícitamente expresa su intención de decirla en la última tragedia que escribió: nada menos que su Enrique VIII: en ella aparece este rey, débil y prepotente, por su orgullo llevado a la bajeza de permitir injusticia y confusión. Frente a él surge la figura noble y augusta de Catalina de Aragón, ultrajada, pero siempre digna. Dignamente sale de la escena como se le exige: sale «como una Reina». En cambio a Ana Bolena se le dedica muy poco, se la muestra mezquina, y lo único que se señala es el nacimiento de su hija, Isabel, sobre la cual se profetiza que ha de tener más tarde un brillante reinado…

Esto le concede el dramaturgo a la época en que le tocó vivir y testimoniar. Lo declara y anuncia en el «Prólogo» de la misma obra: «No vengo ahora a haceros reír; son cosas de fisonomía seria y grave, tristes, elevadas y patéticas, llenas de pompa y dolor; escenas notables, propias para inducir los ojos al llanto, lo que hoy os ofrecemos… Hallarán, no obstante, la verdad… nuestra verdad auténtica […]. La intención que llevamos es representar ahora sólo lo que reputamos verdadero […]. Considerad cómo en un instante a la grandeza se junta de repente el infortunio…». Y al final, en el «Epílogo» concluye: «Esta pieza no puede gustar a todos los que se hallan aquí…». Lo cual resulta una patética despedida para un dramaturgo al que le tocó poner en escena verdades dolorosas.

Para nosotros es una alerta sobre lo que significa decidirse a hablar con verdad.

 

[1] Don Quijote de la Mancha, Prólogo de la IIª parte.

[2] «Una época creadora en arte se reconoce por el orden de un estilo aplicado al desorden de su tiempo. Ella pone en forma y en fórmulas las pasiones de sus contemporáneos» (Albert Camus, L’homme révolté, cap. «Révolte et art», Oeuvres complètes, París, Gallimard, 2008, tomo III, pág. 297).

[3] Escribió (con ayuda de su canciller Tomás Moro) la Assertio septem sacramentum –afirmación de los siete sacramentos– por lo cual el papa Clemente VII le otorgó el título de «Defensor de la fe».

[4] A la cabeza de los cuales figura Cromwell.

[5] Sobre la religiosidad de Shakespeare: hay una carta de Newman, del 7 de junio de 1874, dirigida a Charles Purple para agradecerle –dice– «su interesante selección de pasajes de Shakespeare que prueban sus principios religiosos». Le comenta empero: «¿No le parece que también podría probarse en una posterior selección que fue probablemente un católico en sus sentimientos generales? Es natural que lo haya sido, así como la masa de la población en ese entonces. Se habían peleado con el Papa […] –pero no tenían ningún medio como es la prensa ahora, para introducirles ideas nuevas en la cabeza ni inquietar su fe– y sin duda conservaban por completo las creencias religiosas heredadas de sus padres; hablaban contra el Papa, contra los malos sacerdotes, los malos monjes y monjas, pero por causa de sus blasfemias o su escepticismo». Concluye Newman en su carta: «Así pues, la única crítica que puedo hacerle a su selección [de pasajes] es que […] resulta incompleta y dice tan sólo la mitad de la verdad».

[6] Véase Christopher Devlin, The life of Robert Southwell, Poet and Martyr (1561-1595), Londres, Longmans, 1956.

[7] Véase They died at Tyburn, por las monjas del convento de Tyburn en Londres, Bristol, Burleigh Press, 1961.

[8] Peter Milward, Shakespeare’s Religious Background, Bloomington, Indiana University Press, 1973, págs. 21-22.

[9] Sus poemas figuran en las antologías de poesía inglesa. El más bello y famoso es The burning babe.

[10] Christopher Devlin, The life of Robert Southwell, Poet and Martyr (1561-1595), cit.

[11] Christopher Devlin, Robert Souyhwell, Poet and Martyr, cit.

[12] P. Milward, Shakespeare’s Religious Background, cit., pág. 24.

[13] «Cut off even in the blossoms of my sin, / Unhouseled, disappointed, unaneled, /No reckoning made, but sent to my account. /With all my imperfections on my head: O, horrible! O, horrible! Most horrible! (Hamlet, I, 5 y sigs.).

[14] Beatificado en 1929 por Pío XI y canonizado en 1970 por Paulo VI.

[15] Humphrey Davy Findley Kitto, Form and meaning in drama, Londres, Methuen, 1956: «What this religious drama gives us is rather awe and understanding. Its true catharsis arises from this, that when we have seen terrible things happening in the play, we understand, as we cannot always do in life, why they have happened: or, if not so much as that, at least we see that they have not happened by chance, without any significance. We are given the feeling that the Universe is coherent, even though we may not understand it completely» (pág. 235).

[16] Fulton J. Sheen, «El drama griego», en Filosofía de la religión, Buenos Aires, Emecé, 1956.