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Número 557-558

Serie LV

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De terrorismo. La falta de definición de terrorismo y la necesidad de llegar a su concepto

 

1. Algunas observaciones preliminares indispensables

¿Qué es el terrorismo? A esta pregunta no se le ha dado hasta ahora una respuesta verdadera y satisfactoria. Los políticos y los juristas se han encontrado repetidamente durante los siglos en la situación de deber afrontar el fenómeno y de usar el término sin definirlo: «El terrorismo constituye un fenómeno objeto de análisis desde hace tiempo, pero –a pesar de las definiciones que se han dado […]– no se ha elaborado todavía una definición capaz de sintetizar los caracteres esenciales de manera convincente»[1].

Esta afirmación de Maurizio Laudi es la confesión de la impotencia del pensamiento político-jurídico, sobre todo el moderno y el contemporáneo, frente al terrorismo.

La dificultad se hace evidente también en el callejero de nuestras ciudades y en los monumentos erigidos a muchos personajes que se presentan como ejemplo sólo porque la ideología que han profesado y a la que han servido se ha convertido en efectiva[2]. Así, plazas y calles de las ciudades se dedican a asesinos (piénsese por ejemplo en Guglielmo Oberdan, que intentó atentar contra la vida del Emperador de Austria-Hungría), o a instigadores y apologetas de delitos (piénsese en Giuseppe Mazzini), así como a subversivos (piénsese en Simón Bolívar) con frecuencia crimínales. Los monumentos levantados son el símbolo del nihilismo moral prevalente, pues se presentan como modelos santos y bandoleros indistintamente. Y cuando aparece un residuo de sensibilidad ética que impide la caída en tal total indiferencia, la categoría que se usa para distinguir el criminal y el «mártir» político es la ideología, que sólo permite –con un criterio falso que no puede proponerse– la distinción sobre la base de una opinión que se ha impuesto, esto es, que se ha convertido en efectiva. «Mártir», a la luz de esta Weltanschauung, es cualquiera que manifieste y dé prueba de fidelidad a una opción personal, «testimoniada» con sacrificio.

El «mártir» ideológico requiere fidelidad y coherencia respecto a una opción. No va más allá. No pide que se valore la opción. Así, cualquiera puede ser «mártir» y «terrorista» al mismo tiempo, como reza el aforismo inglés «One man’s terrorist is another man’s freedom fighter», esto es, el que para uno algunos es un terrorista para otros es un luchador por la libertad. No es posible decir qué es el terrorismo cuando falta un criterio y sobre todo un fundamento para definir la fuerza y la violencia, consiguientemente para distinguir la fidelidad como testimonio de una ley no escrita (sino inscrita en el corazón del hombre) y como simple coherencia, esto es, el orden «natural» y el orden convencional (o puramente legal).

Cada uno lo definirá según su punto de vista: el bandido puede ser el patriota, el irredentista puede ser simultáneamente un héroe y un criminal, el partisano puede ser traidor y fiel a un mismo tiempo[3]. Resulta significativa a este respecto la afirmación de los miembros de las Brigadas Rosas de los años ochenta del siglo pasado, según la cual los procesos que se les siguieron se habrían dirigido contra los llamados servidores del Estado una vez que aquéllos hubieran logrado conquistar el poder. Lo que era motivo de condena se habría transformado en causa de gloria si hubieran logrado convertir en efectiva políticamente su ideología.

No es posible, tampoco, definir el terrorismo sólo sobre la base del ordenamiento jurídico positivo del Estado. En primer lugar porque el ordenamiento jurídico positivo, cuando es convencional, como lo son casi todos los vigentes, no puede ofrecer con la legalidad el criterio para individualizar el terrorismo. A continuación porque el mismo Estado no resulta inmune al ejercicio del terrorismo cuando usa la pena con una función prevalentemente de prevención general, que tiene por finalidad el ne peccetur, aunque también sea verdad que el peccatum, según la doctrina iuspositivista, viene constituido por el Estado, que en ocasiones pretende con sus normas hacer bueno lo que es malo, justo lo que es inicuo. En tercer término porque se sostiene que el terrorismo es un «hecho» político que se sustancia en el recurso sistemático a la violencia organizada a fin de causar miedo en la colectividad. Pero el miedo puede causarse también por las instituciones, que disponen –a tal fin– de una organización particularmente eficiente, como la burocracia y las fuerzas de seguridad (piénsese por ejemplo en la técnica y la metodología del control social aplicadas por muchos regímenes o en la actividad que el Estado puede imponer se realice por las fuerzas de seguridad a fin de lograr algunos objetivos, in primis fiscales). En cuarto lugar porque el Estado moderno[4] se apoya en lo político entendido como poder brutal, no en lo político como sector de la ética. Su origen, por tanto, revela que se basa en el terror. Bastaría pensar en la teoría hobbesiana del Estado, no abandonada siquiera por los Estados democráticos, esto es, de los que al igual que el hobbesiano pretenden fundarse en la soberanía, definida en este caso como «popular».

2. Apuntes históricos y distinciones acerca de la praxis seguida incluso por quien se declara contrario al terrorismo

Las teorías políticas modernas no permiten captar la esencia del terrorismo. Pretenden definir este fenómeno a partir de premisas, en realidad asunciones, que entienden no deban justificarse ya que se consideran válidas precisamente porque son efectivas: lo que se pone es válido precisamente porque impuesto. A este respecto bastaría considerar que la mayor parte de las teorías modernas de derecho público afirman que, en el caso de una revolución victoriosa o de un golpe de Estado triunfante, la legitimidad de lo actuado por revolucionarios o golpistas debe considerarse ex tunc, es decir, desde el origen de la revolución o el golpe, esto es, desde cuando revolución e intento de golpe de Estado eran con seguridad ilegales, quizá incluso ilegítimos[5]. Lo que hace vidente incluso a los ciegos (esto es, a los que no quieren ver), la esencia de la teoría de la efectividad justificadora[6]. El poder, en efecto, no admite preguntas y se considera a sí mismo como un argumento indiscutiblemente válido en su favor. Lo que vale tanto para el poder «absoluto» como para el «democrático», que es tan absoluto como aquél según la ratio de la soberanía entendida como supremacía.

Si no se quiere, sin embargo, caer en este error que conduciría a justificar las cosas más absurdas e inhumanas (como por ejemplo los campos de concentración nazis), es necesario alcanzar un criterio no convencional para la definición de terrorismo, que –repetimos– no puede definirse describiendo solamente sus modalidades operativas, por ejemplo una de sus características, como la que procede del hecho de que golpea indiferentemente a civiles y militares. A tal fin es bueno indicar de inmediato que, aunque se ha sostenido (sin realizar además las distinciones oportunas) que los «revolucionarios» siempre han reclamado el derecho natural contra el positivo[7], el único criterio para la determinación del crimen y, en particular, del crimen de terrorismo, viene dado por el derecho natural clásico. En efecto, para definir como criminal y violenta una acción es necesario encontrar su fundamento y captar su esencia. Pues la norma positiva no puede ser su acto constitutivo. Puede, sí, revelar su naturaleza y regular el crimen sólo si el mismo crimen lo es en sí y por sí, no porque se defina convencionalmente o porque simplemente «se castigue». No es el tipo el que crea el hecho, sino que éste es la premisa indispensable de aquél.

Es verdad que a lo largo del tiempo no han faltado los intentos de definir el terrorismo. Pero las definiciones dadas dejan abiertas demasiadas cuestiones y presentan generalidades que impiden aprehender de manera inequívoca la naturaleza del terrorismo. La definición de la Sociedad de Naciones de 16 de septiembre de 1937, por ejemplo, es equivoca e incompleta y precisa de algunas aclaraciones. Además de que no ha sido aplicada verdaderamente. Adoptada por la Comisión para la prevención y la represión del terrorismo no fue sin embargo aplicada, entre otras cosas porque requería algunas precisiones importantes. Así, la acción criminal dirigida contra el Estado no es acto de terrorismo sólo porque atenta contra el Estado sino porque, en primer lugar, y sobre todo, es un crimen (en el sentido romanista del término) que busca abatir o debilitar la acción del Estado entendido como comunidad política que tiende al bien común y es regulada por éste. El objetivo que se entiende como propio del terrorismo, a saber, provocar el terror en la población o en un grupo de personas, a continuación, sólo puede ser considerado elemento característico del terrorismo cuando se persigue esta finalidad en sí y por sí. Pero no cuando es consecuencia de acciones que deben llamarse con otro nombre: guerra, guerrilla, operaciones de policía nacional o internacional, revolución, etc.

El legislador italiano, por su parte, en un tiempo como el nuestro en el que la soberanía estatal se ha debilitado y el fenómeno ha asumido dimensiones globales, ha entendido que podía definir el terrorismo como un acto de violencia tendente a conseguir tres fines: a) intimidar a la población; b) forzar a los poderes públicos o a una organización internacional a ejecutar o abstener de ejecutar cualquier acto; y c) desestabilizar o destruir las estructuras públicas fundamentales, constitucionales, económicas o sociales de un país o de una organización internacional[8].

Tanto la definición de la Sociedad de Naciones como la del legislador italiano no contemplan, como se ve, el caso del terrorismo institucional. Para empezar deja fuera, por ejemplo, el régimen del terror que durante un decenio (de 1789 a 1799) «gobernó» la Francia revolucionaria. No incluye, para continuar, el terrorismo que practican las instituciones respecto de muchos inocentes, por ejemplo el del régimen nazi con los judíos. En estos casos no se trató de actos criminales contra el Estado sino de actos criminales del Estado[9]. En los años de la Revolución francesa se practicó el terrorismo no tanto para abatir o debilitar el Estado, sino para reforzarlo, para dominar al pueblo y manejar la nación. Lo que se repetirá, aunque bajo otras formas, en los siglos sucesivos con otros regímenes, en particular los que se definen como totalitarios. Con frecuencia se han servido también del terrorismo los regímenes democráticos. El terrorismo, en efecto, también se ha usado en años cercanos para consolidar regímenes (que por tanto ya se hallan en el poder), para imponer al pueblo «soberano» elecciones que no ha realizado libre y directamente, para forzar a instituciones y organizaciones o personas a «plegarse» no por la fuerza de los argumentos sino por el «miedo» a decisiones tomadas «en otro lugar» y que pueden afectar a las cosas más diversas, de las valoraciones políticas a los intereses económico-financieros. A veces se ha recurrido a la «doble vía», al terrorismo de derecha y de izquierda, al «negro» y al «rojo». El objetivo perseguido era sin embargo único: consolidar el régimen existente en nombre de la defensa de las instituciones y muy a menudo de la democracia.

3. Las dificultades normativas creadas por los cánones de la «ciencia jurídica» moderna

Distintos Estados contemporáneos se han visto (y se ven) frente a los crímenes del terrorismo. En todo el mundo. Baste pensar en la edad del terrorismo en Italia durante la segunda mitad del siglo XX, o en la lucha revolucionaria en muchos países de Hispanoamérica como Argentina, Colombia o Perú. En años aún más cercanos se registran actos de terrorismo particularmente devastadores: los atentados de las «Torres a Gemelas» de Nueva York el 11 de septiembre de 2001, de la estación ferroviaria madrileña de Atocha el 11 de marzo de 2004, del metro londinense de 7 de julio de 2005 y del mercadillo navideño de Berlín de 19 de diciembre de 2016, entre otros. Actos todos de terrorismo mahometano, al igual que los de la sala Bataclán, en París, de 13 de noviembre de 2015, o de Ruan el 26 de julio de 2016 y, sin salir de Francia, en Niza algunos días antes, el 14 de julio, así como el atentado de año nuevo de 2017 en Estambul. Al terrorismo mahometano debe sumarse el caracterizado por otras razones, empezando por las «nacionalistas», como sucede por ejemplo en Oriente Medio o en el Kurdistán. El terrorismo, de cualquier tipo que sea, constituye pues simultáneamente un problema interno de los Estados y un problema internacional. Es un problema jurídico (el castigo de quienes forman parte del grupo que practica la lucha armada) y contemporáneamente político (pues se trata de combatir la «idea» que representa su causa, a veces ennoblecida por motivaciones pseudo-religiosas y otras sostenida por argumentaciones filantrópicas o incluso [que se entienden] morales estrictamente ligadas a la justicia social).

La pregunta que puede (y quizá debe) plantearse es la siguiente: ¿resulta posible combatir un fenómeno del que sólo se conocen los efectos pero se ignora lo que es?[10]. ¿Es legítimo obrar, sobre todo en el campo penal, de manera ocasional, asumiendo cada vez las definiciones que se entienden más oportunas y aprobando normas útiles para una decisión del caso pero que no son fundadas ni coherentes?

Bastaría pensar, por ejemplo, que fue necesario derogar la norma «liberal» del delito político para superar las dificultades surgidas en el terreno del derecho internacional tras el atentado a Napoleón III en 1855: entonces, en efecto, se estableció por norma que los atentados contra un jefe de Estado extranjero o sus familiares no debían considerarse «delitos políticos» (que la doctrina liberal no considera delitos sino, en ocasiones, incluso acciones meritorias) y por esto los responsables, o los que se venían considerados tales, podían ser extraditados desde Bélgica donde se habían refugiado[11].

El problema lo evidencia otro caso, muy reciente, que puede citarse como ejemplo. El Brasil, en efecto, se vio obligado primeramente a elaborar una (discutible) teoría de la prescripción, presentada como si se basase exclusivamente en normas del propio ordenamiento jurídico, a fin de dar apariencia jurídica a la negación de la extradición del terrorista Cesare Battisti (que no es el de la I Guerra Mundial, sino un militante primero de «Lucha Continua», después de «Autonomía Trabajadora» y finalmente de «Proletarios Armados para el Comunismo», condenado en sentencia firme por los tribunales italianos). Sucesivamente, el 13 de enero de 2001, el Brasil reconoció a Battisti el estatuto de refugiado político, haciendo así imposible la extradición no sólo desde el derecho positivo sino también por razones ideales, defendidas y garantizadas tanto por el propio ordenamiento estatal como del derecho internacional vigente. El delito de terrorismo (y, por tanto, todos los asesinatos cometidos con intención política) se convertirían así en «opinables», coherentemente por lo demás a la luz de las doctrinas liberales, que postulan un relativismo teorético y convierten en incierto el derecho interno de los Estados y en puramente convencional (más aún, absolutamente pacticio y, por lo mismo, arbitrario) el derecho internacional[12].

4. La transversalidad del terrorismo

El terrorismo se convierte así en un flatus vocis, palabra que se usa como categoría útil para justificar cualquier opción y cualquier acción. El terrorismo, en efecto, es usado por quien dirige una guerra, esto es por quien resiste (guerra defensiva) o agrede (guerra ofensiva) a otro pueblo. En este caso se trata de un medio idóneo para alcanzar el fin (defensa o conquista) aunque el recurso al mismo no sea legítimo y en ocasiones incluso particularmente injusto. Pero también es usado por la guerrilla, sea como legítima defensa (piénsese en la guerrilla española contra Napoleón Bonaparte o en la insurgencia tirolesa capitaneada contra el mismo por Andras Hofer) o como conflicto armado conducido de manera absolutamente ideológica contra la autoridad legítima con desprecio de toda legalidad (piénsese en las campañas contemporáneas de los terroristas de cualquier país y color). Lo usan igualmente los revolucionarios, esto es, los que se sublevan de manera organizada y planificada contra el orden legítimo constituido y, a veces, los revoltosos es decir, los que se unen momentáneamente para oponerse de manera activa al orden constituido, sea legítimo o ilegítimo. Se usa finalmente de modo particular en el curso de la guerra civil para «doblegar» al adversario y en el caso de insurrección (piénsese por ejemplo en algunos episodios de la húngara de 1956).

El terrorismo es un medio de lucha, conducido con cualquier medio: matanzas, asesinatos, atentados, secuestros, sabotajes, bombardeos injustificados de objetivos civiles, bombardeos de área o saturación, desvío de aviones y buques, etc. Se usa pero nunca se define, ya que su definición llegaría consigo reglas para poder recurrir al mismo, aunque las reglas difícilmente pudiesen legitimarlo y, sobre todo, porque la definición pondría en discusión las premisas del Estado moderno y del derecho internacional como mero sistema de reglas extraídas de los tratados de paz[13].

5. Monopolio del terrorismo

El terrorismo se usa también en tiempo de paz, a veces una paz solamente aparente. No solamente por quienes se definen apertis verbis como terroristas. Es usado también, y quizá sobre todo, por quienes detentan el poder (definido como) político[14]. Quienes recurren con frecuencia a «matanzas de Estado», a atentados (ejecutados por agentes que pertenecen a las instituciones o son utilizados por las instituciones), a campañas de terrorismo psicológico al fin de «convencer» a la opinión pública (campañas dirigidas principalmente por los medios de comunicación de masas y con un lenguaje ideológico agresivo). Se trata de un terrorismo refinado, a veces escondido, otras presentado como «defensa» de valores y justificado por el interés (definido como) público, confundido erróneamente con el bien común. En realidad no es sino un instrumento de violencia parangonable a la del terrorismo que recurre a acciones claramente criminales. El terrorismo de tiempo de paz es monopolio de las instituciones, particularmente de las ilegítimas, de las instituciones como mero instrumento ideológico, de las instituciones «plegadas» a los intereses de parte como enseña la doctrina politológica del Estado, aplicada actualmente por doquier en el mundo occidental.

6. El terrorismo como crimen y como delito

De cuanto se ha dicho brevemente brota en primer lugar que el terrorismo es exclusivamente un instrumento utilizado para el logro de cualquier fin. El fin, sin embargo, no justifica los medios, menos aún el que representa el terrorismo, y plantea antes la cuestión de su bondad o, lo que es lo mismo, de su validez. El terrorismo es siempre un crimen y simultáneamente un delito, cualquiera que lo cometa. Es un crimen cometido con violencia «difundida» a fin de imponer un poder (no sólo formalmente sino sobre todo sustancialmente) ilegítimo y de afirmar una voluntad arbitraria. Es un crimen, por tanto, que ataca en su raíz las condiciones y las razones de la convivencia y las finalidades de la comunidad política. Puede decirse, pues, que es al mismo tiempo un delito y un crimen, entendiendo los términos según su significado en la Roma clásica. Nadie puede, por tanto, transformar su naturaleza. Nadie puede ignorar las iniuriae que causa a las personas, a los pueblos y a las comunidades políticas. Nadie está legitimado para servirse de él ni por razones ideo-lógicas (como ocurrió evidentemente tras la II Guerra Mundial, cuando el mundo se dividía y regía por un orden «bipolar» o ideológico), ni por «razones indirectas», esto es, a fin de obtener un «consenso» o como efecto del miedo provocado por el terrorismo o como consecuencia de una acción de conciliación con él, pisoteando toda justicia.

7. Breve conclusión

Parece oportuno concluir con dos observaciones, una de carácter teórico y otra práctica:

a) El terrorismo, en cuanto crimen y delito, es imputable al sujeto o los sujetos que lo practican, que lo utilizan, que se sirven del mismo para los objetivos que se han propuesto alcanzar. Es, pues, imputable al hombre, no a sus condiciones sociales y económicas. Es fruto de la «miseria espiritual», no de la «miseria material», como contradictoriamente sostuvieron y todavía sostienen por el contrario algunas doctrinas, convencidas de que basta la lucha contra la pobreza para extirpar la plaga del terrorismo.

b) Los delitos de terrorismo son –como se ha dicho– simultáneamente crímenes y delitos. Como crímenes son una injuria particularmente grave a la comunidad política; como delitos son injurias a los sujetos individuales. Es por tanto compleja la cuestión acerca de la legitimidad de una amnistía en favor de aquellos a los que se sigue un proceso por terrorismo (amnistía propia) o en favor de los condenados por sentencia firme por terrorismo (amnistía impropia)

La amnistía, para ser legítima y no sólo legal, por tanto, requeriría el perdón de las partes ofendidas y una valoración política atenta y prudente acerca de su oportunidad con vistas al bien común, que –como quiera que sea– no puede prescindir de la reparación de la injuria causada por el delito y del perdón del ofendido. La amnistía, en otras palabras, no puede ser un acto arbitrario de liberalidad ni del Parlamento ni del pueblo soberano.

La paz, bien de la comunidad política, no es la simple ausencia de conflicto interno o externo. No es el mero equilibrio de fuerzas contrapuestas que prefieren el armisticio a la lucha. La paz es fruto de la justicia, conmutativa y legal. Exige a todos un esfuerzo para su realización siempre más perfecta. Menos aún es un acto de gracia, transformado en colectivo. El terrorismo no permite tales actos, menos aún cuando se dirigen a grupos de personas.

La comunidad política, finalmente, nunca está autorizada a negociar con fuerzas terroristas o con grupos e individuos condenados por terrorismo. El establecimiento de una negociación llevaría consigo la equiparación de las partes y, por tanto, la admisión (al menos implícita o, mejor, de hecho) de que no habría distinción entre la autoridad política y los criminales. No es posible reconocer valor alguno, por tanto, a la afirmación del pirata interrogado por Alejandro Magno. El pirata, en efecto, como refiere San Agustín, sostiene que la piratería es una forma de ejercicio del poder que tiene la misma naturaleza de la política aunque actúe con otros medios distintos de los del emperador[15]. Respuesta delirante como fue delirante la negociación con las Brigadas Rojas al tiempo del secuestro de Aldo Moro. Por lo demás también es delirante toda forma de conciliación con los terroristas, tanto si implica una abdicación de la autoridad frente a los criminales como si ésta los pone en el mismo plano que el poder político legítimo.

8. Post scriptum

Confirman la interpretación histórica del terrorismo y su incierta e incluso oscilante «lectura», que aquí hemos ofrecido, las contribuciones recogidas en el dossier de un número de la revista Liberté politique[16]. Esta revista, particularmente sensible a la cuestión también por su dramática actualidad en la Francia contemporánea, revela sin embargo incertidumbres en el análisis del fenómeno, debatiéndose entre la identidad nacional que se considera necesaria, una Europa (erróneamente) definida como sin alma y un multiculturalismo que –a causa del relativismo en que se basa– no es capaz de ofrecer criterios para la convivencia, convirtiéndose con frecuencia en premisas de las premisas del terrorismo.

Es la dificultad que encuentran y viven las teorías políticas que pretenden constituir la verdad, esto es, ser la referencia de sí mismas. Incluso los ordenamientos democráticos revelan un tal impasse, ya que se debaten entre la tutela de los derechos que ellos mismos «reconocen» y las exigencias de imponer el respeto de un «orden» (un «orden público») que siempre coincide más con la sola legalidad y que con la ley (positiva) puede ser modificado o transformado radicalmente sin traumas procedimentales, hasta el punto de introducir en el ordenamiento normas potencialmente liberticidas (a veces bajo forma de suspensión o de derogación de las mismas garantías constitucionales) para combatir el terrorismo.

El hecho es que el terrorismo es «excepcional» de por sí, aunque esta excepcionalidad no puede descubrirse sólo a partir de la violación de un orden público constituido. Debe alcanzarse a partir de la violación del orden político cuya tutela está encomendada al ordenamiento jurídico. En otras palabras, el ordenamiento como sistema autorreferencial permite definir al terrorismo sobre bases puramente convencionales (es el límite de las definiciones, que no siempre son conceptos), que a su vez no permiten disponer de instrumentos para combatirlo y menos aún de determinar su naturaleza, que se hace depender cada vez de la «discrecionalidad ideológica» o, lo que es lo mismo, del sistema de verdad adoptado[17].

 

[1] Maurizio Laudi, voz «Terrorismo (dir. interno)», en Enciclopedia del Diritto, vol. XLIV, Milán, Giuffrè, 1992, págs. 355-356. La opinión es ampliamente compartida. Gilles de Kerchove, por ejemplo, destaca que hay un profundo escepticismo sobre la posibilidad de definir jurídicamente el terrorismo: cfr. Gilles de Kerchove, «Préface», en Emmanuelle Brivosia y Anne Weyembergh (eds.), Lutte contre le terrorisme et droits fondamentaux, Bruselas, Nemesis Bruylant, 2002, pág. 7. La falta de definición plantea problemas «operativos» y, por tanto, prácticos, no indiferentes. Lo hace notar, por ejemplo, con referencia a la legislación italiana, la magistrada Elisabetta Rosi, considerando el Decreto Ley número 144/2005, de 27 de julio, convertido con modificaciones en la Ley 155/2005, de 31 de julio. Cfr. Elisabetta Rosi, «Le modifiche al Diritto penale sostanziale», en Elisabetta Rosi y Silvia Scopelliti (eds.), Terrorismo internazionale: modifiche al sistema penale e nuovi strumenti di prevenzione, suplemento de Diritto e Giustizia (Milán), núm. 16 (2006), págs. 61-78.

[2] Sobre la cuestión ha ofrecido interesantes reflexiones Francesco Gentile, Intelligenza politica e ragion di Stato, Milán, Giuffrè, 1984, sobre todo págs. 97 y sigs.

[3] El partisano es fiel cuando logra imponerse la parte (la identidad) en favor de la cual toma partido y por la que combate. Y es traidor, al contrario, cuando pierde y es vencida la parte por la que ha tomado partido. Schmitt ha descrito magistralmente esta situación (cfr. C. Schmitt, Theorie des Partisanen, Berlín, Duncker und Humblot, 1963), indicando también significativamente que, en su opinión, representa la integración del concepto de lo Político. Cosa a mi juicio absurda, tanto porque ninguna «parte» puede constituirse como identidad comunitaria, tanto porque la categoría del «amigo-enemigo» no requiere una «decisión» –como describe y sostiene Schmitt– sino la realdiad de la comunidad política, que no se constituye, porque es natural.

[4] Miguel Ayuso ha profundizado en la cuestión del Estado moderno a partir de un trabajo de 1996 que después ha conocido diversas ediciones: cfr. Miguel Ayuso, ¿Después del Leviathan? Sobre el Estado y su signo, Madrid, Speiro, 1996.

[5] Puede verse, entre una vasta literatura, Santi Romano, «L’instaurazione di fatto di un ordinamento costituzionale e la sua legittimazione» (1901), ahora en Scritti minori, vol. I, Milán, Giuffrè, 1950.

[6] El teórico más profundo y coherente de la doctrina de la efectividad como realidad y, por esto, de la efectividad justificadora, es Hegel, que –como es sabido– sostiene que lo «real» es «racional» y lo «racional» es «real» (cfr. Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Líneas fundamentales de filosofía del derecho, prefacio). Sus seguidores asumieron igualmente como indiscutible esta tesis: por ejemplo Benedetto Croce, que sostuvo que la historia es justificadora, no justiciera.

[7] Cfr. Maurice Weyembergh, «Le terrorisme et les droits fondamentaux de la personne. Le problème», en Lutte contre le terrorisme et droits fondamentaux, cit., pág. 25. No hay duda de que los revolucionarios siempre han invocado el derecho contra la legalidad. El derecho natural que invocan, sin embargo, no es necesariamente el clásico, o (lo que es lo mismo) la justicia. Casi siempre, sobre todo en la época moderna y contemporánea, el derecho invocado por los revolucionarios no es otra cosa que pretensión revolucionaria, aun cuando use términos que, si se consideran superficialmente, podrían hacer pensar en la justicia clásica, es decir, en lo que es justo en sí y por sí, en todo tiempo y lugar. Sobre el problema de lo justo natural siempre es oportuno meditar el capítulo V de la Ética a Nicómaco de Aristóteles.

[8] Cfr. Decreto Ley 144/2005, de 27 de julio, convertido con modificaciones en la Ley 155/2005, de 31 de julio 2005. Puede verse, a este respecto, el análisis de Franco Roberti y Lamberto Giannini, Manuale dell’antiterrorismo. Evoluzione normativa e nuovi strumenti investigativi, Roma, Laurus, 2016, págs. 42 y sigs. Los autores destacan que la fórmula legislativa adoptada deja sin resolver algunos problemas que derivan de «la trasposición literal de fórmulas contenidas en fuentes internacionales, en particular en la Decisión marco 475/2002» (Ibid., pág. 44).

[9] Esta tesis es inaceptable para el Estado moderno, fundado sobre el poder soberano, que tiene como criterio operativo la sola voluntad poderosa, esto es, ningún criterio. El Estado moderno nunca yerra. La tesis ha sido sostenida coherentemente por distintos autores (el liberal Benedetto Croce entre ellos) aunque sea insostenible evidentemente. Lo demuestra la experiencia histórica. Un ejemplo es el de la imposición a los profesores universitarios por el Estado moderno fascista, bajo pérdida de la cátedra, de la obligación de jurar fidelidad al régimen. Quien cumplió esta orden del Estado poco tiempo después fue depurado por haber prestado ese juramento. El Estado moderno antifascista promulgó, en efecto, las leyes de depuración que hicieron perder la cátedra que los más habían creído poder salvar jurando. El poder soberano es caprichoso: como poder entiende poder querer lo que quiere, también las cosas más absurdas y evidentemente injustas.

[10] Como recuerdan dos autores (Franco Roberti y Lamberto Giannini, Manuale dell’antiterrorismo. Evoluzione normativa e nuovi strumenti investigativi, cit., pág. 21) resulta curioso, a este propósito, por ejemplo, el hecho de que en el ordenamiento jurídico italiano el término «terrorismo» haya sido introducido solamente en 1978 (Decreto Ley 59/1978, de 21 marzo, convertido en Ley 191/1978, de 18 de mayo), aunque los delitos contra el Estado estuviesen (obviamente) previstos antes.

[11] Contemporáneamente, en otros Estados y aun en la misma Francia, se dejaba inalterada la toponomástica que indicaba como «héroes» a quienes habían atentado contra la vida de jefes de Estado.

[12] La incertidumbre del derecho, combatida tenaz por la modernidad jurídica, es paradójicamente el producto de la concepción positivista. Al arrogarse el Estado soberano el poder de «crear» el derecho lo hace absolutamente dependiente de su voluntad y, por ello, continuamente incierto aunque sea «codificado». Pero no sólo eso. El derecho cambiaría de un Estado a otro. Lo que sería delito para un Estado, como observó Pascal, podría no serlo para otro. Lo que es particularmente relevante en los delitos de terrorismo y, más en general, en los delitos llamados «políticos». Los términos de la cuestión no cambian con su reenvío a las convenciones internacionales. Si éstas, en efecto, se limitan a «definir» convencionalmente el terrorismo, dejan abierta la puerta a la evolución de las definiciones y, por ello, hacen «líquido» el delito de terrorismo. Ello sin considerar los problemas propios de la técnica hermenéutica (criterios generales y específicos de interpretación, prevalencia de las llamadas fuentes del derecho, etc.) frente a los que los operadores jurídicos se hallan diariamente.

[13] El derecho internacional, tras la paz de Westfalia (1648), es la forma que asume el poder de los vencedores, que –«dictando» las condiciones que el vencido debe respetar– impone las reglas internacionales interestatales. Estas reglas han permitido hablar a lo largo del siglo XX de «victoria mutilada», de derecho del más fuerte (piénsese en algunas críticas dirigidas a la institución y a la actuación del Tribunal de Nuremberg), de violación de la soberanía (piénsese por ejemplo en la defensa de sí mismo de Slobodan Milosevic frente al Tribunal de La Haya). Se trata de críticas que, aun «internas» al sistema de la Modernidad político-jurídica, favorecen de algún modo la «justificación» del terrorismo como ejercicio de un «contra-poder» por quien es víctima de los poderes oficiales.

[14] El llamado terrorismo del Alto Adigio de la posguerra (de la II Guerra Mundial) tenía raíces aparentemente nacionalistas y fue usado de una parte por quienes no querían petenecer al Estado italiano. No solamente por razones de nacionalidad y de lengua, sino también por valoraciones de carácter económico. Un alto oficial del Ejército italiano (desmentido a este respecto por el Procurador de Bolzano, Mario Martin, aunque las tesis de éste fueran contestadas sucesivamente por Eva Klotz) confesó, sin embargo, que fueron sorprendidos destruyendo las torres de alta tensión algunos miembros de las fuerzas del orden italianas, definidos como «agentes provocadores». Por esta confidencia y por no haber acogido la sugerencia de «dejar» las cosas, este oficial vio comenzar poco después su calvario judicial. Sometido a diversos procesos, encarcelado, procesado, torturado y, finalmente, absuelto de todas las acusaciones. Se había logrado el objetivo: impedir que declarase la verdad de los hechos, no favorable a la República italiana de aquellos años.

[15] San Agustín, De Civitate Dei, IV, 4.

[16] Liberté politique (Versalles), núm. 72 (2016).

[17] Muchas de estas dificultades surgen de la lectura de los trabajos dedicados al terrorismo y a los problemas jurídicos ligados al mismo. Entre los trabajos de un cierto interés puede verse el de Paolo Bonetti, Terrorismo, emergenza e Costituzioni democratiche (Bolonia, Il Mulino, 2006), que –aunque conducido con criterios liberales– muestra las dificultades de la doctrina liberal y constitucional frente al terrorismo.