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Número 557-558

Serie LV

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Revoluciones y terrorismo. Los infernales ríos revolucionarios

 

«¡Por piedad, por amor, por la humanidad, sed inhumanos!» (Petición hecha en la Comuna de París, 1871) «El deseo piadoso de privar a la revolución de este exceso, es simplemente el deseo de tener una revolución sin revolución»
(Slavoj Zizek, 2003)

1. Presentación

Exponer acerca del papel que el terrorismo llena en la revolución impone la tarea previa de aproximarse a la naturaleza de ambos: de la revolución y del terrorismo; establecer el vínculo que los relaciona; advertir las ideologías que las inspiran y tratar de discernir las causas de su persistencia, esto es, por qué la violencia terrorista se ha convertido en una experiencia central en los dos últimos siglos al punto que es inextirpable maguer las utopías siempre renovadas de una mentirosa paz. Éste es el camino que seguiré a continuación.

Sostendré la tesis de que en el binomio revolución-terrorismo, el papel central corresponde a la revolución, el Caribdis moderno, pues el terror sistemático no es más que un medio, un recurso de realización de aquélla, el Aqueronte que nos deposita en Caribdis; de aquí se sigue, por lo tanto, que el terrorismo puede suspenderse o desaparecer –son varios los ríos infernales– sin que la revolución abdique de sus propósitos; y que en nuestras «pacíficas» sociedades democráticas el papel del terrorismo se puede realizar por otros medios más cómodamente que en el pasado.

2. Caribdis o la revolución

«La revolución lo santifica todo»
(Mikhail Bakunin)

La revolución

El sentido astrológico copernicano ha sido recurrente entre los que evocan el significado de la revolución: ésta es la rotación de un cuerpo móvil sobre su eje, un movimiento de vuelta al punto de partida –recurrente y cíclico, irrevocable–, la revolución es un retorno[1]. De donde se dirá que la revolución es lo que nos pone en contacto con el origen; mas como en el caso de la convivencia política ese origen no es la naturaleza (pues el hombre no es naturalmente político o, al menos, previo a la política vivió en un estado natural no político), la revolución como retorno nos conduce a un comienzo en el que sólo hay libertad de autodeterminación. Así lo dice Rousseau al comienzo de su Contrato social, y así lo plantean autores contemporáneos[2].

La revolución cobra su significado en la modernidad cuando se la vincula a la libertad, como ya apuntara Hannah Arendt, de modo que la revolución busca o quiere, como fin ulterior, la libertad en sentido moderno, es decir, la liberación entendida como autonomía o autodeterminación, la libertad negativa[3]. Libertad que es origen, sí, pero origen nuevo, no antiguo: origen libre de todo condicionamiento, especialmente de los naturales[4]. La revolución se presenta siempre como novedad asociada a la libertad de la constitución humana de un orden solamente humano[5].

Las revoluciones modernas –tal es su rasgo distintivo– acuden a la guerra y a la violencia como etapa de una ulterior liberación, liberación de un poder que oprime la libertad colectiva; y dado que el poder opresor puede tener, como de hecho tiene, variadas expresiones, la revolución debe combatirlo y vencerlo en todas ellas. Por eso la revolución se ofrece como liberación integral de la libertad humana: liberación política, es cierto, pero también liberación religiosa, económica, cultural, moral, etc.; liberación de todo lo que aliena al hombre[6].

La revolución tiene entonces varias dimensiones pero todas se estructuran en torno al eje espiritual[7]. Porque la libertad del espíritu humano no admite más director espiritual que el propio hombre, todo aquello que subyugue los espíritus debe ser finalmente abolido para instaurar un reino de libertad. Reino de la libertad, que no siéndolo de la necesidad, importa la absoluta y plena autodeterminación colectiva como libertad de la necesidad[8]. De ahí que el orden que resulta de la revolución –si vale el término siquiera analógica o metafóricamente– sea un orden humano, pura y solamente humano; no un orden impuesto por la fuerza, como las cadenas ilegítimas denunciadas por un Rousseau; ni tampoco un orden dado por el Creador, un orden natural dependiente de un orden sobrenatural. La revolución vive de esa utopía humanista redentora.

Para el revolucionario todo lo que no sea revolucionario pertenece al pasado como si fuera la prehistoria humana: la fuerza, la esclavitud, la opresión, la tradición, Dios y todo poder alienante son abatidos con el triunfo de la revolución. La revolución es la afirmación de la voluntad política de constituir un orden libre nuevo, esto es, en palabras de Furet, la afirmación de «que los hombres pueden desprenderse de su pasado para inventar y construir una sociedad nueva»[9]. La revolución pone, en el lugar de Dios, el dominio del mundo por el hombre, en el lugar de la religión a la economía, en el lugar de la Iglesia al Estado[10]. Es el moderno monstruo Caribdis que todo lo abarca extendiendo el dominio de lo subterráneo.

Una vez eliminados todos los estorbos intermedios entre el hombre y su libertad –los poderes mundanos, la fuerza, la tradición, etc.–, queda el último y supremo: la autoridad de un Dios creador y legislador que hubiera dado a los hombres una naturaleza que los dispusiera a un determinado modo de convivencia si bien realizable libremente. Negando violentamente el «orden natural», es decir, negando la naturaleza[11], la revolución se levanta contra el orden sobrenatural; contra su Autor, Dios mismo; y contra quien dice ser el representante de Dios en la tierra y el curador de ese orden divino natural –de esa «naturaleza»–, la Iglesia Católica[12].

Precisamente porque Dios, su Iglesia y el orden de la creación se formulan como necesarios, deben ser abolidos por la revolución para instaurar su reino de la libertad[13]. En su sentido bíblico, la revolución es el mal en lucha permanente con el bien, lo satánico combatiendo contra lo divino, los poderes humanos contra la institución divina de la Iglesia Católica. El partido de la revolución, tomando las palabras de Alberto Falcionelli, se expresa «por todos aquellos movimientos que encuentran su primer y único motor en la voluntad, auténticamente diabólica, de sus inspiradores sucesivos, de hostigar hasta destruirla a la Iglesia Católica, Apostólica, Romana, fundada por Cristo Nuestro Señor. No hay solución de continuidad, sino, por el contrario, rectilineidad absoluta de propósito y de acción, entre el Los von Rom! de Lutero, el écrasez l’Infáme de Voltaire, la religión es el opio del pueblo de Marx y la fe religiosa es una cocaína espiritual de Lenin»[14].

No se exagera cuando, en última instancia, se afirma que la revolución se alimenta de la idea moderna de la democracia, no sólo por remitir al pueblo como sujeto titular de la soberanía y, por lo mismo, de la autodeterminación; sino también por la negación de todo fundamento del orden temporal que no sea el hombre. Lo que fascina de la revolución, ha sostenido Furet, es «la afirmación de la voluntad en la historia, la invención del hombre por sí mismo, figura por excelencia de la autonomía del hombre democrático»[15].

Revolución y terrorismo

Cabe distinguir terror de terrorismo, el empleo de la violencia para infundir miedo del uso sistemático del terror para fines revolucionarios. El terrorismo –en un sentido lato– tiene su historia anterior a la revolución hodierna; se puede incluso periodizar, estableciendo diversos momentos, y en este sentido no es un fenómeno novedoso[16]. La novedad, sin embargo, está en su asociarse a la revolución como subversión del orden natural humano, su carácter de método revolucionario.

El terrorismo está intrínsecamente ligado al Estado moderno. Podría aducirse que hay dos tipos de terrorismo en el Estado liberal democrático capitalista. El primero es de estilo anarquista –el asesinato de las grandes personalidades, los magnicidios[17]–; el segundo apareció con la revolución francesa y los jacobinos –el terrorismo como purificación de la sociedad por un gobierno iluminado[18]– y se continuó en las revoluciones socialistas del siglo XIX; de éstas es paradigmático ejemplo la Comuna parisina como edificación de un Estado revolucionario por la violencia de clases.

Pero la revolución no es el terrorismo. Éste sirve a aquélla, como el martillo al agujero en la pared, como el miedo a la desesperación. El terrorismo colabora a la constitución de un orden nuevo fundado en la libertad, acompaña la fundación de un orden secular, se asocia a la invención de un origen libre de sociedades libres. Y desde que es este el sentido de la historia humana –la constitución de una sociedad de hombres libres– el terror se vuelve una necesidad histórica[19], se convierte en sistemático; la violencia deviene terrorismo que es históricamente necesario desde que, viviendo aún en el reino de la necesidad, marchamos indefectiblemente al reino de la libertad.

Ahora bien, el hecho constatable en la historia es que la revolución consiste en un proceso de destrucción[20]. Lejos de producir la felicidad del pueblo que promete, la lógica revolucionaria remata siempre en una nueva opresión, la del Estado que trata de ocupar el vacío; por eso la revolución es «la destrucción de todo el orden civil por medio de la sumisión absoluta –sostiene Furet– de los individuos al terror del partido-Estado»[21]. La liberación total de todas las sujeciones, humanas o divinas, se manifiesta en la pérdida de los lazos esenciales, divinos o naturales, de la vida de los hombres y el individuo solo queda a merced del Estado. Fue ésta una de las grandes percepciones de Vázquez de Mella, el descubrir que la revolución es un proceso de deshumanización, desnaturalizador, porque priva al hombre de su sustancia al destruir la intrincada red de cuadros naturales en la que vive y se expresa[22].

3. Revolución y comunismo

«Es del estiércol de donde nacen las rosas»
(Régis Debray, 1996)

Violencia revolucionaria y esperanza

Hay una ideología que ha puesto la revolución y la violencia en el libre origen de la única sociedad libre: el comunismo de ascendiente marxista y, más latamente, la izquierda que toma a la revolución como parte inseparable de su patrimonio. Todas las variantes de esta ideología suscribirían lo que escribió Mao Tse-Tung en 1927: «Una revolución es una insurrección, es un acto de violencia mediante el cual una clase derroca a otra»[23].

No hay que olvidar que el marxismo que alimenta al comunismo y a la revolución no es un simple aparato teórico, es también un estado anímico, pasional y espiritual, nacido de la promesa mítica del paraíso terrenal realizado al final de la prehistoria de la humanidad; la lucha de clases, la revolución proletaria, la dictadura del proletariado y el advenimiento de la sociedad sin clases son los indicadores del paso del reino de la necesidad al reino de la libertad. Y son también las herramientas concretas con la que auscultar el pulso del tiempo y el curso de la historia, porque el marxismo se dice poseedor del verdadero secreto de los acontecimientos y capaz de desnudar el misterio de la historia.

Una vez en posesión de la historia, la praxis revolucionaria acompaña su realización: el revolucionario es un actor de la revolución no el espectador de un final profetizado; de ahí que la guerrilla, el terrorismo, la acción psicológica y cuanto medio violento pueda emplearse ayudan a la historia a parir los nuevos tiempos que necesariamente llegarán; todos forman parte de una «estrategia sin tiempo»[24]. La violencia es manifestación de una esperanza revolucionaria. «Nuestro reino no es el de hoy», afirmó Régis Debray en sus memorias[25]. La revolución es el porvenir.

Las tesis de Marx

La teoría de la revolución como realización histórica que alienta la esperanza colectiva de un reino de libertad es invención de Marx. Fue él el primero que puso a la revolución en la culminación de una filosofía materialista de la historia haciendo de la violencia la partera de los cambios históricos significativos. Lo ha dejado dicho en numerosos trabajos, pero la síntesis más precisa la escribió en el «Prólogo» a la Contribución a la crítica de la economía política, que paso a espigar[26].

Explica Marx que no es el espíritu, como Hegel creía, el que rige la historia sino más bien «las condiciones materiales de vida», relaciones de producción necesarias e independientes de la voluntad –que jurídicamente son relaciones de propiedad–, vinculadas al «desarrollo de sus fuerzas productivas materiales». Las relaciones de producción y las fuerzas productivas conforman la infraestructura social de la que depende la superestructura de la sociedad, la conciencia social (el Estado, el derecho, la religión, la moral, etc.) Esta es la estructura de toda sociedad en todo tiempo. ¿Cómo se ha pasado de una forma de sociedad a otra? Marx responde que por la contradicción que se da en la infraestructura entre las fuerzas productivas y las relaciones de propiedad pues las primeras son más dinámicas que las segundas y éstas se vuelven un estorbo a la evolución de aquéllas.

Cuando esto sucede, afirma Marx, comienza la «revolución social»: ésta se produce por un imperativo histórico con independencia de lo que los hombres quieran o dejen de querer porque no depende de ellos sino de las condiciones objetivas en las que se encuentran las fuerzas productivas (especialmente el trabajo y la técnica) en su choque con las relaciones de producción (la propiedad privada). Y una vez que ha cambiado la base de la sociedad, cambia necesariamente la superestructura y adviene una nueva sociedad o modo de producción. Lo que corresponde a los hombres es tomar «conciencia de este conflicto y luchar por resolverlo», esto es, hacer la revolución porque los tránsitos de una sociedad a otra no son pacíficos.

Al análisis sigue la profecía: «Las relaciones de producción burguesas son la última forma antagónica del proceso social de producción, antagónica, no en el sentido de un antagonismo individual, sino de un antagonismo que emana de las condiciones sociales de vida de los individuos. Pero las fuerzas productivas que se desarrollan en el seno de la sociedad burguesa brindan, al mismo tiempo, las condiciones materiales para resolver dicho antagonismo. Con esta formación social se cierra, pues, la prehistoria de la sociedad humana».

La revolución es, en Marx, un momento de la evolución de las sociedades según las leyes inmanentes de la historia: es cambio violento, pero también poner patas para arriba la sociedad existente e instaurar un nuevo sistema social que viene ya incoado en la misma evolución histórica[27].

Esta concepción de la historia universal no importa un voto en blanco a la violencia generalizada, al terrorismo estilo anarquista o a cualquier acción violenta anti-burguesa; Engels y Marx observaban con cierto aprecio al Sinn Fein irlandés e incluso a la Naródnaia Volia rusa, pero siempre advirtieron que en estos casos no se trataba de una violencia ordenada a la revolución, que estaban afectados de sentimientos nacionalistas o religiosos, que no era una violencia de clase, que la conspiración no es lo mismo que la revolución, etc.[28]. Tanto en la Guerra civil en Francia (1871) como en la Crítica al programa de Gotha (1875), Marx insistió en que el proletariado no podía beneficiarse del Estado capitalista y que en lugar de usar de él debía destruirlo, tal es el sentido de la lucha de clases.

En otras palabras: Marx y Engels sólo consideraban valiosos los actos terroristas ejecutados por la clase proletaria y que tuvieran como fin no la violencia misma sino la revolución como meta universal, pues la lucha de clases es violenta[29]. Puede que haya cierta ambigüedad –que se reiterará en los líderes soviéticos Lenin y Trotsky– pero es claro que tanto para aquéllos como para éstos el terrorismo es admitido como instrumento revolucionario de la clase explotada y organizado, como insistirá Lenin, por la vanguardia del proletariado[30].

Con el marxismo y el comunismo, el terror anárquico, individual y fanático deja su lugar a un terrorismo colectivo, organizado y planificado racionalmente en orden a la meta revolucionaria que no es otra que la emancipación del proletariado, es decir, de la humanidad. El terrorismo cobra así forma: es el terror revolucionario sistemático, contenido y disciplinado que, sin podar sus aristas apocalípticas, se conserva en el seno de la historia y anticipa su clausura: el paso de la necesidad a la libertad.

La violencia en general y el terror en particular tienen una finalidad liberadora, se convierten en un valor ético. Parafraseando a Engels, podría distinguirse en la historia del terrorismo una forma romántica de otra científica, esto es, un terrorismo pasional de otro revolucionario. El terrorismo comunista quiere ser revolucionario, sustentado en una concepción científica de la historia y operando como colaborador de un fin de la historia que está ya determinado. La violencia sustentada en el pueblo pierde su carácter romántico o utópico, deja de ser bandidismo, gana su sentido del sentido mismo de la historia[31].

4. Revolución y terrorismo o Caribdis y Aqueronte

En suelo ruso, el terrorismo se convirtió en medio de realización de la revolución comunista; desde la aparición en 1878 de Naródnaia Volia («La voluntad del pueblo»), pasando por la formación del Partido Social Revolucionario en 1900 y el triunfo de la Revolución de Octubre en 1917, el terrorismo fue un método de eliminación del enemigo y de conquista del poder[32]. Si bien criticado en algunos casos, no fue rechazado en principio como medio apto a la revolución; su valoración cambiaba conforme se modificaban las circunstancias y se evaluaban los resultados, pero jamás fue desechado totalmente, incluso –me atrevo a decir, contra la opinión de los especialistas[33]– fue un arma fundamental durante el régimen soviético para la destrucción de los enemigos[34].

En todo caso: el objetivo del terrorismo es la toma del poder y su aseguramiento, es en su naturaleza un artilugio maquiavélico; lo es incluso cuando el terrorismo se presenta como un método defensivo. Puede ser rural o urbano, unas veces clandestino (encubierto e ilegal) y otras público (desembozado y legal), dependiendo de si lo aplica o no el propio gobierno –pues el terrorismo de Estado existe al menos desde 1789[35].

El terrorismo inicialmente operaba en células secretas que realizaban atentados aislados para sembrar inseguridad y provocar el miedo en la población. A este instrumento se sumó la guerra de guerrillas[36]: las guerrillas clandestinas, pequeños grupos armados camuflados, altamente móviles, que operan en un entorno conocido o familiar y cuentan con la población como base logística, en el que sus miembros están seguros y pueden brindar seguridad, contando con el apoyo una organización superior, de superficie, tolerada en las democracias[37].

Las guerrillas y las células subversivas ejecutan matanzas de gente indefensa y secuestros de personas sin correr los riesgos de un criminal o de un soldado; sus crímenes a veces son selectivos y otras indiscriminados; el uso del terror suele ir creciendo hasta alcanzar el objetivo o pasar a una nueva fase de la revolución[38].

Hay aquí dos modos de acción que se combinan: las células terroristas –que por lo general se activan en las ciudades– y las fuerzas guerrilleras –que suelen tener acción en las zonas rurales. Aquéllas y éstas reciben el apoyo de una organización mayor, no clandestina en principio, el partido, que es una suerte de superestructura con funciones de dirección, adoctrinamiento, organización, planificación, información, protección, etc. Mao agregará un nuevo instrumento, el ejército popular capaz de sobrellevar una guerra prolongada.

Es decisivo observar que el terrorismo, la guerrilla y el ejército popular actúan en territorios que se consideran ocupados por el enemigo, porque el universalismo revolucionario no reconoce región ajena o extraña a la revolución; los límites, las fronteras, son invenciones burguesas que la revolución debe barrer. Por otro lado, el sujeto de la revolución a ser liberado (el proletariado como portador de la humanidad) no admite esos bordes estatales: la revolución es universal o no es revolucionaria.

Por algún tiempo el terrorismo estuvo condicionado por ciertas exigencias teóricas de la revolución comunista. La primera de ellas, puesta por Marx, exigía que se dieran las condiciones históricas objetivas para que la revolución operara el parto de la nueva sociedad. La segunda, también de Marx, demandaba que la revolución fuera hecha por el mismo proletariado consciente de su papel en la historia.

Sin embargo, en la revolución rusa no se dieron ninguna de estas condiciones: Lenin sabía –y así lo escribió, por ejemplo, en El Estado y la revolución– que las masas eran incapaces de organizarse autónomamente y que debían ser conducidas por una vanguardia esclarecida, el partido revolucionario. Las condiciones objetivas en cuanto al modo de producción tampoco se cumplían, pero la revolución igual podría imponerse[39].

Después de la revolución cubana (consumada en 1959), el Che Guevara desarrolla la teoría de una revolución en la que las condiciones revolucionarias son creadas por el foco revolucionario guerrillero que ejerce un nuevo liderazgo. Nace así el espontaneísmo revolucionario: el foquismo que sustituye al partido y el voluntarismo revolucionario que desplaza el análisis de las condiciones objetivas de la revolución[40]. La revolución y el terrorismo se han liberado de exigencias ideológicas y engendran su propia doctrina práctica y teórica. Lo único necesario a la revolución es la revolución misma.

La combinación de estos factores da nacimiento a una nueva guerra, la guerra revolucionaria o subversiva, que es política, ideológica y psicológica. La guerra revolucionaria, que Occidente conoció luego de la victoria comunista en Rusia, no busca otra cosa que la conquista y la conservación del poder; es, sobre todo, política antes que militar: la política es la guerra[41]. Desde entonces la guerra se ha vuelto informal e integral. Guerra revolucionaria que es nueva en todo sentido.

se ve a dos ejércitos chocando en un campo de batalla; ya no hay una avanzada y una retaguardia en los ejércitos; tampoco existe una distinción entre el enemigo militar y la población civil[42]. Otra diferencia: la asimetría evidente de las fuerzas enfrentadas que pone al débil en condición de vencer al fuerte. La subversión es el método de la nueva guerra. Trinquier, un experto en la guerra moderna, al insistir en la clandestinidad de las fuerzas revolucionarias, señala al terrorismo como el arma principal para controlar y manipular la población[43].

La guerra subversiva, no es principal y fundamentalmente una guerra militar, porque se vale de la ideología, la acción psicológica y el terrorismo como armas; es una guerra que aprovecha de todo conflicto –o que los genera– para enderezarlo a la meta revolucionaria[44]. En La guerra de guerrillas Mao Tse-Tung afirmó que el fin de la guerra es la conquista de la mente del enemigo y de la voluntad de sus jefes, meta de más importancia que el dominio del cuerpo de los soldados[45]. La revolución, en esta última etapa, no apunta al dominio territorial ni al ejercicio directo del poder, sino al control y reprogramación del alma humana; y el terrorismo es un medio más al servicio de esa manipulación.

¿Cómo justificar esta tutoría revolucionaria sobre los hombres que se ejerce por el terror? Marcuse[46] dice expresamente, en sintonía con Marx, que la revolución es un cambio de las estructuras sociales y políticas, una alteración «radical y cualitativa [que] incluye la violencia», tendiente a promover la libertad y la felicidad humanas. Esa libertad de la que se habla es dominio, es decir, «el ejercicio del poder creciente sobre el hombre y sobre la naturaleza, por el hombre»; es un proceso de liberación de la esclavitud y de la opresión y conlleva el quebrantamiento del orden establecido. Su justificación ética, su legitimidad, la toma de la historia, de lo que llama «cálculo histórico» acerca de las posibilidades de una sociedad futura de mayor libertad a partir de las condiciones de la sociedad existente a la que está enfrentada[47]. Si la revolución se revela inhumana, su inhumanidad es la de la historia misma.

La violencia, entonces, está legitimada desde que viene impregnada de una carga moral: su fin es la libertad de los hombres. La violencia revolucionaria es la defensa contra la violencia contrarrevolucionaria; y el terrorismo es, entonces, una contra-violencia, una acción legítima dirigida a acabar con el opresor durante todo el tiempo necesario hasta que sea vencido. La tesis marxista de la dictadura del proletariado –preparatoria, educativa y provisional– se inscribe en esta perspectiva, pues al hombre –como afirmaba Rousseau– hay que obligarlo a ser libre ya que el esclavo no puede liberarse a sí mismo por sus propias fuerzas. No hay liberación espontánea, es indispensable la «represión revolucionaria», que es racional, sometida a austeridad, racionamiento, censura; excluye el terror indiferenciado, la arbitrariedad, la crueldad.

La guerra, como clásicamente se la concebía, ha desaparecido, ahora sustituida por la universalidad revolucionaria: todo medio es bueno[48], pues la ideología elimina cualquier escrúpulo; toda persona puede ser un enemigo; ya no hay legalidad, queda únicamente la arbitrariedad de un poder que se expresa en el terror. «El que tiene el poder –escribió Furet– se arroga, al mismo tiempo, el derecho de designar al adversario que hay que exterminar»[49]. Es un poder total, sin regla alguna, por lo mismo sin más límite que la voluntad de poder. La realización del futuro que la ideología profetiza requiere del terror como práctica cotidiana que hace avanzar la revolución[50]. Y el terror es como un río de dolor que nos lleva a lo hondo de la revolución, como el Aqueronte que conduce a las fauces de Caribdis.

5. Actualidad de la revolución

Conviene ahora detenerse en constatar si esta concepción de la guerra revolucionaria está todavía vigente.

De la revolución a la democracia: Escila

Hay algunos rasgos del viejo terrorismo revolucionario del siglo pasado que se conservan y otros que parecen haberse mudado por mor de las circunstancias cambiantes desde el fin de la guerra fría. Así, la guerra de guerrillas ha dejado de ser fundamental –salvo en ciertos lugares y casos– pero se conserva el sistema de células terroristas con base nacional o internacional. La derrota del comunismo soviético parece dejar a las democracias liberales un mundo sin rivales; sin embargo, estos Estados democráticos de hoy albergan en su seno al liberalismo culturalmente disolvente, a poderes más o menos anónimos que no abdican de sus pretensiones de dominio, y a grupos con perfiles ideológicos no muy precisos pero que se alían a la hora de combatir el sistema (ambientalistas, separatistas, conformistas y aburguesados, pacifistas, socialistas y comunistas, defensores del género, progresistas de toda laya, etc.)[51]. Los aliados de la revolución se mueven de un contexto internacional al frente interno haciendo causa común con todo lo que sirva a la revolución.

La seducción del marxismo se ha reconvertido hoy en la seducción de la democracia, que es como pasar de Caribdis a Escila; el enemigo de uno y otra sigue siendo un fantasmagórico, elástico y proteico fascismo[52]. El demoliberalismo parece haberse impuesto definitivamente con su método político partidista, sus derechos humanos, su economía capitalista y su moral liberacionista. Los revolucionarios deben convertirse a la democracia liberal; la acción psicológica se revela ahora fundamental: los viejos violentos agresores tienen que ser presentados no sólo como amigos de la democracia sino como sus más fervientes aliados, pues no buscan necesariamente la quiebra del orden sino la transición pacífica a la conquista del poder en la sociedad moderna[53].

El antiguo revolucionario no es fácil de identificar, pues se ha amigado con el sistema y aparenta no querer destruirlo, se ha camuflado, mimetizándose con personas responsables y ocupando lugares que la sociedad considera dignos. La democracia parece haber acabado con la clandestinidad y todo se hace público. ¡Los milagros de la inclusión democrática! Ha abandonado el campo en el que guerreaba y, mudado a la ciudad, ejerce sus derechos ciudadanos: elige y es elegido, forma la opinión pública, habla de cambios y reformas y casi no pronuncia la palabra revolución; se ha vuelto un «menchevique», esto es un reformista demócrata bienpensante[54]. Es más, hasta dice deplorar los viejos métodos violentos, ha renunciado a la guerra y ya no odia.

Es la vieja táctica repetida en otro contexto y que no pocos estudiosos ya habían advertido: la libertad, la democracia y la paz no son sino pretextos para la subversión[55], pues los Jinetes del Apocalipsis son más astutos de lo que imaginan sus rivales[56]. Estos cambios y mudanzas no deben llamar a engaño pues sólo tienen la significación que ellos le atribuyen, no la que la sociedad imagina: un revolucionario, recuerda Debray, no dimite, se escabulle[57]. Es una vieja táctica revolucionaria, la adaptación a las circunstancias, que por esencia son contingentes; así es posible decir que hoy amamos lo que ayer odiábamos.

Cabe, frente a este panorama que puede desorientar, insistir en que el fin del terrorismo no es la violencia en sí misma sino el aprovechamiento de los frutos psicológicos y sociales de la violencia. Lo central sigue siendo la revolución política, pues entre ésta y el uso sistemático del terror hay una relación de fin a medio.

Terrorismo y marxismo

Por todo esto, el concepto de guerra revolucionaria ha perdido vigencia ante la desaparición de la Unión Soviética y el hundimiento –aparente– del marxismo[58]. No podemos abundar en esta línea de análisis, pero sí sacar la conclusión de que la revolución tiene hoy otra cara. Si el revulsivo en un primer momento fue el expansionismo soviético y la ideología era la marxista, en los tiempos que corren ese revulsivo pueden ser los derechos humanos y la ideología es esa ensalada de liberalismo y cristianismo, socialismo y democratismo que es el personalismo que los funda.

Hoy la conquista de las mentes y la ganancia de almas y cuerpos a las filas de la revolución se realiza por otros resortes menos violentos –se entiende que de violencia física–: por los medios de comunicación democráticamente correctos, por gobiernos asistencialistas y políticos condescendientes, por la procuración de unos derechos capaces de responder a cada apetencia pasional, etc.; y todo en un ambiente cultural materialista, tolerante, irreligioso, satisfecho; una cultura, fomentada y pregonada por todos los medios, que se dirige a la conversión de los contentos, cultura de lo querer, de lo anormal y lo extraño que deja de ser algo peregrino se vuelve habitual y correcto.

¿Hay un terrorismo no ideológico?

Desde la perspectiva histórico-sociológica, como la de Laqueur, la ideología no es un elemento central del terrorismo desde que éste puede ser de derechas o de izquierdas, nacionalista o internacional, religioso o ateo, proletario o burgués[59]. Incluso más: el nuevo tiempo, poshistórico, ha quitado todo significado al terrorismo[60]. La observación es válida si del examen se elimina el enfoque filosófico, incluso teológico, esto es, si se quita del medio la revolución como subversión del orden natural humano y si se ve en ella un simple acontecimiento político, un hecho de fuerza, una rutina de los medios de comunicación que informa y entretiene.

Dicho en otros términos: incluso un terrorismo ideológicamente aséptico o de los alienados de la historia en la poshistoria está subordinado a la revolución, conservando su naturaleza de instrumento contrario al orden natural; su componente ideológico no le viene del marxismo o del socialismo sino de la revolución misma. Por eso no hay que equivocarse: que ya casi nadie piense en sustituir a las democracias liberales y capitalistas no significa que las ideologías hayan desaparecido, pues son el alma del Estado moderno. Las ideo-logías están al servicio de la revolución, que es la gran ideología, y el terrorismo es uno de sus instrumentos, úsese o no.

Erróneamente creeríamos que la revolución ha concluido con la derrota del comunismo o el abandono del terrorismo, pues únicamente se trata de un cambio metodológico; e incluso el terrorismo puede haber variado de metodología, pasando de un ataque directo al cuerpo a una agresión de las condiciones vitales mínimas del enemigo[61]; podría haber dejado el bando de las grandes ideologías para apropiarse de las más domésticas –como el nacionalismo o el comunitarismo, étnicos y religiosos[62].

En todo caso, a partir de 2001 después del 11S –e incluso antes de él[63]–, el terrorismo ha sido asociado a religiones fundamentalistas, no racionales al modo moderno de la racionalidad; o a las religiones en general, a las que se califica de intolerantes o violentas[64]. No desconozco que una raíz del terrorismo hodierno se halla en el Islam[65], pero de ahí a vincular la religión con el fundamentalismo y el terror hay un abismo[66]. Abismo que se trata de encubrir reconduciendo la violencia posmoderna al fundamentalismo y el terrorismo a las religiones. ¡Como si el terror sistemático fuera una cuestión neurótica que pudiera curarse con psicoterapia!

6. Final

«El terrorismo y el Estado democrático moderno son hermanos gemelos»
(Terry Eagleton, 2005)

Desde que los conflictos religiosos y políticos desgarraron las entrañas en el parto de los incipientes Estados nacionales, no faltaron quienes soñaran con arreglos ecuménicos de una concordia universal. La caída del comunismo y la conversión de los revolucionarios en fuerzas democráticas, parecieran dar la razón a quienes avizoran un gran período de paz democrática internacional o al menos de calma chicha. Sloterdijk lo ha notado: «El santo fureur del que Jean-Paul Marat, uno de los peores y grandes agitadores de 1789, había prometido que derivaría la creación de una nueva sociedad está hoy en punto muerto. Sólo produce un rumor de descontento y apenas produce más que aisladas actuaciones expresivas. Por muy gigantescos que de manera realista se deban representar los potenciales de contradicción del presente, bien sea en los países del centro, bien sea en los de la periferia, éstos ya no se recogen en las formas, históricamente conocidas, de los partidos radicales o en movimientos de oposición internacional que pusieran bajo presión a un centro burgués o a un Estado autoritario o, en su caso, aparentemente liberal»[67].

Se nos dice que la revolución está muriendo y que las protestas a las que asistimos son sus últimos estertores que preanuncian siglos de obesa tranquilidad: ya no la pax romana, sino la pax capitalista. Según Fukuyama hay, de hecho, un acuerdo tácito de individuos y pueblos cansados de conflictos y deseosos de hartarse de los productos del mercado capitalista y los servicios de la sociedad burguesa, una paz universal que no sería sino el fin de la historia[68]. Pero no cabe duda de que esta posmodernidad democrática, para suspender el uso de la violencia, nos ha traído al reino de las pasiones y de los supermercados[69]. Paz democrática que parece haber agotado la utopía revolucionaria y adormecido la violencia: toda crítica hoy debe ser sistémica, dentro del sistema, sin máscaras; todo malestar debe convertirse en un derecho al bienestar[70].

¡Ya veremos cuánto tiempo más nos estará permitido vivir en este paraíso! Pues no podemos olvidar que el Estado (moderno) es la causa misma de sus intestinos conflictos.

¿Quién no recuerda la tesis de Max Weber del Estado como organización monopólica de la violencia física legítima?[71]. Desde el momento en que el Estado legitima su violencia, deslegitima la de la sociedad; a partir de que él la monopoliza, toda violencia no estatal es ilegal. Ahí está el Estado, la encarnación viva visible del sistema opresor con su poder total auto-legitimado.

Que el Estado presuma de acaparar todas las armas desarmando a la sociedad –como en el pacto hobbesiano–, se nos dice que no es arbitrario; porque sin Estado los hombres se matarían unos a otros –tal cual el estado de naturaleza de Hobbes en adelante–; pues aquella presunción se sostiene en la hipótesis de la irracionalidad violenta de los individuos que sólo puede ser aplacada por un poder superior a todos que recolecte los poderes particulares, los concentre y los vuelva en su defensa. Pero como bien ha visto Danilo Castellano, este Estado no es más que un «armisticio» incapaz de garantizar la paz, únicamente puede conservar la coexistencia y precariamente, a condición de seguir expropiando poder en su provecho.

La solución estatal moderna es nihilista, pues el Estado que monopoliza la violencia se vuelve totalitario, esto es, él mismo es condición y agente de la justicia, de la moral, del derecho, que también son monopolizadas por él; mientras que intestinamente vive en la anarquía, en tanto el principio regulador de la vida estatal no es la justicia sino la libertad negativa. Por ello el Estado, en sus mismas entrañas, lleva la guerra civil institucionalizada, la reproducción social del estado de naturaleza[72].

Es por ello que el monopolio de la violencia legítima por el Estado no ha podido acabar con la violencia. En los análisis clásicos sobre el terrorismo posterior a la Segunda Guerra Mundial se solía distinguir entre la acción psicológica de las fuerzas revolucionarias y el terrorismo. La faceta psicológica de la guerra buscaba ganarse la voluntad del pueblo volcándolo a favor de la revolución; la faz terrorista pretendía desmoralizar al pueblo que resistía a la revolución. El primero era un medio pacífico, violento el segundo; su acción era conjunta y conforme las diversas circunstancias de tiempo y lugar, uno podía anticipar al otro (el MIR y Allende en Chile, Sendero Luminoso en Perú, el ERP en Argentina o las FARC en Colombia).

Hoy, sin variar el objetivo de la guerra revolucionaria –la conquista del poder– el escenario parece haber cambiado pues la acción psicológica ha cumplido su cometido: un siglo de propaganda y de gobiernos revolucionarias ha borrado de la memoria colectiva el orden natural y establecido –como si fuese normal– la anarquía individualista en el marco coercitivo del Estado permisivo. Entonces las guerrillas parecen no tener razón de ser y la acción terrorista se percibe como una locura injustificada. Pero también ambas son vistas a veces como una aventura utópica de jóvenes no conformistas. Una sociedad aburguesada y atontada mira al terror –lo «mira» pues es un espectáculo televisivo– con espanto y con encanto; se espanta que sea alterada la tranquilidad de los estómagos y se encanta al ver que todavía existen ideales e idealistas[73], tratando de no recordar que el idealista se ha vuelto un criminal[74].

Nuestras elites políticas, económicas, intelectuales y religiosas han defeccionado; por impotencia o por complicidad se han asociado a la revolución. Es una muestra del cotidiano cretinismo gatopardista en el que todo parece cambiar sin que nada cambie y la revolución avance. Como advertía una satírica revista argentina del siglo XIX: lo que cambian son las caras pero las caretas son las mismas. Frente a esta realidad, cuando el lobo se disfraza de oveja, no olvidemos la enseñanza de San Agustín[75]: no hay razón para que las ovejas cambien de piel.

Quiero decir: seamos hombres fieles. Cuando vemos que la revolución no deja de avanzar, conservemos la fidelidad.

 

[1] Cfr. Hannah Arendt, On revolution [1963], traducida al castellano: Sobre la revolución, Buenos Aires, Alianza, 1992, págs. 43 y sigs.; Régis Debray, Loués soient nos seigneurs [1996], según la traducción española: Alabados sean nuestros señores. Una educación política, Buenos Aires, Sudamericana, 1999, pág. 110.

[2] H. Arendt, Sobre la revolución, cit., págs. 19-21.

[3] Cfr. Danilo Castellano, La libertà soggettiva. Cornelio Fabro oltre moderno e antimoderno, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 1984; y Racionalismo y derechos humanos: sobre la anti-filosofía político-jurídica de la «modernidad», Madrid, Marcial Pons, 2004.

[4] H. Arendt, Sobre la revolución, cit., págs. 29 y sigs.

[5] Ibid., pág. 36, insiste en este punto: «Sólo cuando el cambio se produce en el sentido de un nuevo origen, cuando la violencia es utilizada para constituir una forma completamente diferente de gobierno, para dar lugar a la formación de un cuerpo políticamente nuevo, cuando la liberación de la opresión conduce, al menos, a la constitución de la libertad, sólo entonces podemos hablar de revolución».

[6] Danilo Castellano, L’ordine della politica, Nápoles, Ed. Scientifiche Italiane, 1997, pág. 88.

[7] Es precisamente esto lo que no aceptan hoy los historiadores dispuestos a negar la validez de un estudio «metafísico y normativo» de la revolución, según la protesta de Eric Hobsbawm, Revolutionaries. Contemporary essais [1973], traducción al castellano: Revolucionarios. Ensayos contemporáneos, Barcelona, Ariel, 1978, pág. 285. En el mismo sentido, véase Eric Hobsbawm, «La revolución», en Roy Porter y Mikulas Teich (ed.), Revolution in history [1986], edición en español: La revolución en la historia, Barcelona, Crítica, 1990, págs. 16-70. Al contrario, al optar por una visión metafísica y teológica de la revolución no hago sino seguir la tradición católica, entre otros expuesta en Francisco Elías de Tejada, La monarquía tradicional, Madrid, Rialp, 1954, cap. IV, págs. 109-118; Jean Ousset, Pour qu’Il règne [1959], traducido al español como Para que Él reine, Madrid, Speiro, 1961; y Vv. Aa., Revolución, conservadurismo y tradición. Actas de la XII Reunión amigos de la Ciudad Católica, Madrid, Speiro, 1974.

[8] Se advertirá el paralelismo existente entre los derechos del hombre entendidos como concreción de la libertad negativa individual y la revolución como realización de la libertad negativa del pueblo.

[9] François Furet, Le passé d’une illusion. Essai sur l’idée communiste au XXe siécle [1995], edición en castellano: El pasado de una ilusión. Ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX, México, FCE, 1995, pág. 43.

[10] Rubén Calderón Bouchet, Una introducción al mundo del fascismo, Buenos Aires, Nuevo Orden, 1989, pág. 14.

[11] Por eso la revolución es siempre subversión. Un alcance restringido de la subversión remite a la acción violenta contra el orden establecido, es decir, un orden o una organización políticos concretos. Pero en su alcance lato, genérico, emparentado con el concepto de revolución, la subversión constituye una serie de actos, físicamente violentos o no, que alteran, corrompen y destruyen el orden natural humano.

[12] H. Arendt, Sobre la revolución, cit., pág. 26, lo ha dicho como tanteando, como si pudiera haber alguna duda todavía: «Es probable que, en último término, resulte que lo que llamamos revolución no sea más que la fase transitoria que alumbra el nacimiento de un nuevo secular. Pero si esto es cierto, es la secularización en sí misma y no el contenido de la doctrina cristiana lo que constituye el origen de la revolución». Mejor lo confirma sin eufemismos Rubén Calderón Bouchet, Nacionalismo y revolución (en Francia, Italia y España), Buenos Aires, Huemul, 1983, pág. 321: «La Revolución ofrece una versión profana del Reino de Dios».

[13] Afirma R. Calderón Bouchet, Nacionalismo y revolución, cit., pág. 75: «Afirmar la existencia de Dios y de un orden cósmico dependiente de Él, es al mismo tiempo, asignar a nuestra inteligencia la modesta tarea de fundar un orden práctico limitado hacia arriba por el carácter metafísico de nuestra vocación humana y hacia abajo por las exigencias naturales ligadas a los principios fijos de nuestras libres operaciones».

[14] Alberto Falcionelli, Sociedad occidental y guerra revolucionaria, Buenos Aires, La Mandrágora, 1962, pág. 72.

[15] F. Furet, El pasado de una ilusión, cit., pág. 77.

[16] Véase Gérard Chaliand y Arnaud Blin (eds.), Histoire du terrorisme. De l’Antiquité à Al Qaida, [2004], versión inglesa: The history of terrorism. From antiquity to Al Qaeda, Berkeley-Los Ángeles-Londres, University of California Press, 2007, partes I y II; Walter Laqueur, Terrorism [1977], de acuerdo a la traducción al español: Terrorismo, Madrid, Espasa-Calpe, 1980, cap. I y II; James M. Lutz y Brenda J. Lutz, 2005, Terrorism. Origins and evolution, Nueva York y Hampshire, Palgrave MacMillan, 2005; etc.

[17] W. Laqueur, Terrorismo, pág. 49 afirma que «el antiguo concepto de tiranicidio justificado suministró inspiración al pensamiento terrorista del siglo XIX». La propuesta es exagerada: el regicidio no tiene que ver con la subversión del orden sino con la eliminación del subversivo gobernante que resiste el orden. Sin embargo, en el tiranicidio moderno (como el de los monarcómacos calvinistas) ya se encuentran algunos elementos revolucionarios al introducirse un nuevo concepto de legitimidad política. Asiste más bien la razón a Terry Egleaton, Holly terror [2005], traducción castellana: Terror santo, Barcelona, Debate, 2008, pág.13, cuando escribe: «En tanto que idea política, [el terrorismo] apareció por primera vez con la Revolución francesa; lo cual equivale a decir en realidad que el terrorismo y el Estado democrático moderno son hermanos gemelos. En la época de Danton y Robespierre, el terrorismo dio sus primeros pasos bajo la forma de terrorismo de Estado. Era una violencia infligida por el Estado contra sus enemigos, no un ataque contra la soberanía lanzado por unos enemigos encapuchados».

[18] Véase Arno J. Mayer, The furies. Violence and terror in the French and Russian Revolutions, Princeton, Princeton University Press, 2000, cap. 7 y 9.

[19] H. Arendt, Sobre la revolución, cit., págs. 100-101.

[20] En «La organización de la Internacional», de 1864, escribió Bakunin que la revolución «proclama la destrucción del viejo mundo y la creación del nuevo». Mikhail Bakunin, Bakunin’s political writings, ed. de Guy A. Aldred, Indore, Modern Publishers, c. 1947, pág. 11.

[21] F. Furet, El pasado de una ilusión, cit., pág. 210.

[22] Rubén Calderón Bouchet, Tradición, revolución y restauración en el pensamiento político de don Juan Vázquez de Mella, Buenos Aires, Ed. Nuevo Orden, 1966, págs. 43-44.

[23] Mao Tse-Tung, «Informe sobre una investigación del movimiento campesino en Junan» [1927], en Obras selectas, Pekín, Ed. en Lenguas Extranjeras, 1972, t. I, pág. 25.

[24] Feliz fórmula acuñada por el General Alberto Marini, Estrategia sin tiempo, Buenos Aires, Círculo Militar, 1971. Sin embargo, mientras Marini entiende la estrategia en términos militares, yo la veo como lo haría Marx, como una filosofía de la historia. En tal sentido Peter Sloterdijk, Zorn und Zeit. Politisch-psychologischer Versuch [2006], versión en castellano: Ira y tiempo, Madrid, Ed. Siruela, 2010, pág. 76, afirma que «la estructura temporal de la revolución se debe imaginar como un adviento integral. Aquello que lleva a la revolución pertenece al tiempo cualificado de la historia real. Su curso equivale a quemar una mecha [...]. De esta manera, la existencia exige, en épocas previas a la explosión, estar dispuesto a una espera que se dispone para la violencia».

[25] R. Debray, Alabados sean nuestros señores, cit., pág. 105.

[26] Karl Marx, Zur Kritik der politischen Oekonomia [1859], edición en español: Contribución a la crítica de la economía política, Moscú, Progreso, 1989, págs. 6-10.

[27] La revolución, como dijese Hermann Bollnow, es una «explosión mecánica», cit. en Francisco Elías de Tejada, «Dos estudios acerca del marxismo», en Estudios de Filosofía del Derecho y Ciencia Jurídica en Memoria y Homenaje al Catedrático Don Luis Legaz y Lacambra (1906-1980), Madrid, Facultad de Derecho de la Universidad Complutense-Centro de Estudios Constitucionales, 1983, t. I, pág. 382.

[28] Véase W. Laqueur, Terrorismo, cit., págs. 102 y sigs.

[29] Así se dice en Miseria de la filosofía (1847) y en el Manifiesto comunista (1848), entre tantos otros textos, como en el breve escrito de Friedrich Engels, «De la autoridad» (1872): «Una revolución es indudablemente la cosa más autoritaria que existe; es el acto por medio del cual una parte de la población impone su voluntad a la otra parte por medio de fusiles, bayonetas y cañones, medio autoritarios si los hay; y el partido victorioso, si no quiere haber luchado en vano, tiene que mantener este dominio por medio del terror que sus armas inspiran a los reaccionarios». En Karl Marx y Friedrich Engels, Obras escogidas, Moscú, Progreso, 1980, t. II, pág. 220. Cfr. F. Engels, «El papel de la violencia en la historia» (1888), ibid., t. III, págs. 208-239.

[30] Esta exigencia de una vanguardia de la clase proletaria se volverá esencial en el planteo leninista y se trasladará a los proyectos de revolución de clase impulsados por la Unión Soviética en todo el orbe. Como ya había advertido Louis Auguste Blanqui, uno de los organizadores de la Comuna parisina, las masas proletarias no eran capaces de organizarse espontáneamente y necesitaban de un grupo dirigente consciente de su papel revolucionario que las organizara y las condujera en la lucha. Esa es la misión que han cumplido los partidos comunistas y socialistas revolucionarios y las distintas internacionales desde entonces, partidos ideológicos de fidelidad militar que combinan «en fuertes dosis la idea de una ciencia de la historia, por una parte, la omnipotencia de la acción, por la otra, y prometiendo así a los iniciados el poder absoluto al precio de su obediencia ciega al partido», al decir de F. Furet, El pasado de una ilusión, cit., pág. 89.

[31] R. Debray, Alabados sean nuestros señores, cit., pág. 97.

[32] Véase W. Laqueur, Terrorismo, cit., págs. 60 y sigs.

[33] Efectivamente, algunos autores afirman que el terrorismo desa-pareció una vez instalado el Estado soviético. Pero no es así: los Decretos de Lenin sobre el «Terror Rojo» del 5 de septiembre de 1918 (que declaraban deberes revolucionarios la toma de rehenes y los fusilamientos masivos de los «elementos hostiles a la revolución») despertaron la temprana crítica de Karl Kautsky quien en Terrorismo y comunismo de 1919 acusó al régimen de Lenin de ser una dictadura terrorista, aislada de la masa del pueblo. El terror no mermó: en lo sucesivo se recurrió al terrorismo para fortalecer el poder revolucionario y hacerlo más enérgico, como muestran las purgas sistemáticas de Stalin a partir de 1930 y sus matanzas indiscriminadas de enemigos de la revolución, según ha testimoniado, entre otros, Aleksandr Solzhenitsyn, en su famosa trilogía Archipiélago Gulag de 1973, 1975 y 1978. Por lo demás, véase Mayer, The furies. Violence and terror in the French and Russian Revolutions, cit., cap. 8 y 10.

[34] Es la tesis de Hannah Arendt, The origins of totalitarianism, III: Totalitarianism [1951], según la traducción española: Los orígenes del totalitarismo, III: Totalitarismo, Madrid, Alianza, 1982, págs. 515 y sigs.: el terror es connatural al totalitarismo. No pueden dejar de mencionarse los estudios históricos de la sovietóloga Hélène Carrère d’Encausse, especialmente L’URSS de la Révolution à la mort de Staline, 1917-1953, París, Seuil, 1993.

[35] W. Laqueur, Terrorismo, cit., págs. 50 y sigs., ha visto el asunto pero niega importancia finalmente a la tradición jacobina del terror en el terrorismo posterior. A mi juicio (supra, nota 17), el vínculo es estrechísimo desde que el terror –entendido como empleo de la violencia que tiene en poca consideración la vida humana, asociado a la idea de que la revolución puede ser llevada a cabo por un pequeño grupo de personas decididas, tal como reconoce el mismo autor– fue la metodología jacobina que se repite en el terrorismo contemporáneo.

[36] Las guerrillas existían antes del comunismo, pero con éste, como dice Claude Delmas, La guerre révolutionnaire [1959], versión española: La guerra revolucionaria, Buenos Aires, Huemul, 1963, págs. 19-20, se convierten en sistema ofensivo, más que defensivo, al servicio de la revolución; esto es, «en medio para justificar ideológicamente una invasión o bien un levantamiento favorable a esta invasión».

[37] «Se sabe que el enemigo no consiste en un grupo de hombres armados que pelean a campo abierto, sino que se trata de miembros de una organización que los alimenta, los informa y hasta levanta su moral apoyándolos resueltamente». Coronel Roger Trinquier, La guerre moderne [1961], versión española: La guerra moderna, Buenos Aires, Ed. Rioplatense, s/f, pág. 43.

[38] Es el caso del maoísmo, porque el paso de la guerrilla a la formación de un ejército regular que libera una zona o territorio, no elimina el terrorismo pero lo vuelve menos necesario en la zona dominada.

[39] Véase François Châtelet, Evelyn Pisier-Kouchner y Jean-Marie Vincent, Les marxistes et la politique [1975], según la edición en castellano: Los marxistas y la política, Madrid, Taurus, 1977, 3 tomos, especialmente los dos primeros; también Leszek Kolakowski, Glöwne Nurty Markzismu, 3 volúmenes [1976, 1977, 1978], que tomo de la versión española: Las principales corrientes del marxismo. Su nacimiento, desarrollo y disolución, 2.ª ed., Madrid, Alianza, 1985.

[40] Aquí se inserta el clásico libro de Régis Debray, Révolution dans la révolution? Lutte armée et lutte politique en Amérique latine, París, Maspero, 1967. El mismo autor publicará más adelante La guérrilla du Che, París, Ed. du Seuil, 1974. Véase, entre otros, Marcel Clément, «Guerra subversiva y guerra revolucionaria», Verbo (Madrid), núm. 113 (1973), págs. 265-286; y Pedro Rivas Nieto y María Rodríguez Fernández, «La política de las armas. Conflicto armado y política en tiempos de insurrección», Revista Enfoques (Santiago de Chile), vol. VIII, núm13 (2010), págs. 31-50.

[41] A. Falcionelli, Sociedad occidental y guerra revolucionaria, cit., pág. 332.

[42] Para una comparación, véase Marini, Estrategia sin tiempo, cit., págs. 67 y sigs.; General Osiris Guillermo Villegas, Guerra revolucionaria comunista, Buenos Aires, Círculo Militar, 1962, págs. 192-194.

[43] Trinquier, La guerra moderna, cit., págs. 32-40, 65-73. Fundamental es el carácter clandestino de las fuerzas revolucionarias, lo que genera una dualidad de estructuras (Alexis Martin, Technique de la guerre oculte [1963], versión en castellano: Técnica de la guerra oculta, Buenos Aires, Emecé, 1962, págs. 63 y sigs.): unas de superficie –generalmente los partidos políticos– y otras ocultas –células terroristas, grupos guerrilleros, etc.–; y produce una generalizada confusión respecto de la identidad y la acción de los revolucionarios. La clandestinidad dice además de la posesión de la verdad de la historia, de su secreto, lo furtivo de las fuerzas que la impulsan adelante. La crueldad, por otro lado, contiene la advertencia de que la revolución no repara en límites, no se detiene en normas morales ni ante la vida humana. Y la impunidad del terrorista –que lo pone más allá de la ley y de los poderes– lo convierte en centro de un nuevo poder en un medio anarquizado. El terrorismo es el arma política contra la política burguesa o aburguesada (Eagleton, Terror santo, cit., pág. 71).

[44] Por eso dice Falcionelli, Sociedad occidental y guerra revolucionaria, cit., págs. 42-43, que la guerra revolucionaria «es la suma de las actividades teóricas y prácticas desarrolladas en función de la estrategia general del marxismo tendientes a concentrar su designio ideológico de dominación mundial».

[45] Mao Tse-Tung, «Problemas estratégicos de la guerra de guerrillas contra el Japón» [1938], en Obras selectas, cit., t. II, págs. 75 y sigs. El terrorismo tiene un papel clave en la guerra psicológica, tanto como en las operaciones efectivas, porque además de la intención directa –el objetivo concreto a aniquilar– posee una intención oblicua, que no es física sino anímica o espiritual: es un elemento de ruptura sumamente poderoso vinculado a la revolución moderna, que busca conquistar la voluntad de la población y volverla contra el gobierno. Pero es un instrumento más en una guerra que, por su marcado carácter ideológico, tiene un carácter global o total, en el sentido de que se libra en todo escenario, es más extensa y en esa extensión alcanza también las conciencias. El terrorismo se dirige a desorganizar el enemigo, desmoralizarlo, confundirlo y degradarlo, como reconocía Mao; esto es, a conquistar sus mentes (A. Falcionelli, Sociedad occidental y guerra revolucionaria, cit., pág. 45) y lo hace mostrándole su vulnerabilidad y el dominio a antojo que tiene sobre esas flaquezas, las que se sienten más gravosas cuando el enemigo permanece en el anonimato.

[46] Herbert Marcuse, «Ethik und Revolution», en Kultur und Geselchaft, 2 [1965], traducción al español: «Ética y revolución», en Ética de la revolución, 3.ª ed., Madrid, Taurus, 1970, págs. 141-155.

[47] En esta dirección ha escrito no hace mucho Slavoj Zizek, Dreizehn Versuche ueber Lenin [2003], vertido al castellano con el título: A propósito de Lenin. Política y subjetividad en el capitalismo tardío, Buenos Aires, AtuelParusía, 2004, pág. 90, que el único criterio posible para justificar la revolución es inherente y no trascendente: «el de la utopía en acto».

[48] «En cierto sentido, el fin justifica los medios: cuando promueve demostrablemente el progreso humano en libertad», escribió H. Marcuse, «Ética y revolución», loc. cit., pág. 156.

[49] F. Furet, El pasado de una ilusión, cit., págs. 202.

[50] Recurro otra vez a Furet, quien ha visto como pocos la lógica del terrorismo, un terror que «se alimenta de sí mismo, de su propio movimiento; [y] que se perpetúa por la irracionalidad misma de sus golpes, indispensable para que el temor sea universal, incluso entre quienes lo ejercen» (Ibid., pág. 234).

[51] Los agentes revolucionarios hoy han dejado de identificarse con el proletariado y pululan por doquier: políticos, mass media, empresas multinacionales, guerrilleros devenidos demócratas, poderes internacionales de las finanzas y el narcotráfico, partidos antisistema, ONG, etc.

[52] El libro de Eagleton, Terror santo es un claro ejemplo de ello, como también el de Sloterdijk, Ira y tiempo, con su tesis del leninismo como desviación fascista del comunismo. Como ya explicó Furet, El pasado de una ilusión, cit., pág. 260, demócratas y comunistas se amigan en el común antifascismo.

[53] Trinquier lo había señalado cuando escribió que «la toma del poder por medios pacíficos es el ideal al que apunta la subversión: es la consecuencia lógica de una acción psicológica bien conducida. Una preparación perfecta hasta podría evitar el golpe de Estado y conservar todas las apariencias de la legalidad». General Roger Trinquier, Guerre, subversion, révolution [1968], versión española: Guerra, subversión, revolución, Buenos Aires, Ed. Rioplatense, s/f (pero 1975), pág. 31.

[54] A. Falcionelli, Sociedad occidental y guerra revolucionaria, cit., págs. 29 y sigs.

[55] Delmas, La guerra revolucionaria, cit., pág. 23.

[56] A. Falcionelli, Sociedad occidental y guerra revolucionaria, cit., pág. 67.

[57] R. Debray, Alabados sean nuestros señores, cit., pág. 336.

[58] Pues una cosa es haber perdido el atractivo popular de los setenta del siglo pasado y otra haberse esfumado. El marxismo y la prédica revolucionaria –no sólo un marxismo escolar– continúan vivos, como puede verse, v.gr., en Terry Eagleton, Why Marx was right (2011), traducido al castellano: Por qué Marx tenía razón, Barcelona, Península, 2011; o en Paul Le Blanc, Marx, Lenin, and the revolutionary experience. Studies of communism and radicalism in the age of globalization, Nueva York y Londres, Routledge, 2006.

[59] Escribe W. Laqueur, Terrorismo, cit., pág. 25: «El terrorismo sirve ciertamente a todos los fines y está libre de toda valoración». Véase ibid., pág. 120, passim.

[60] En su revisión de Fukuyama expone Sloterdijk, Ira y tiempo, cit., pág. 48: «Especialmente el llamado terrorismo global es un fenómeno totalmente poshistórico. Su tiempo comienza cuando la ira de los marginados se conecta con la industria del infotainment de los incluidos en un sistema teatral de violencia para los últimos hombres. Pretender achacar un sentido histórico a esta práctica del terror sería un abuso macabro de las agotadas reservas del lenguaje». Infotainment es un neologismo televisivo para referirse a la mezcla de información y entretenimiento.

[61] Véase, en tal sentido, la opinión de Peter Sloterdijk, Luftbeben. An den Quellen des Terrors [2002], edición española: Temblores de aire. En las fuentes del terror, Valencia, Pre-Textos, 2003, que se centra en el medio ambiente y lo llama «atmoterrorismo»: la destrucción terrorista no se dirige ya al sistema sino al medio ambiente sistémico. «El terrorismo difumina por tanto la distinción entre violencia infligida a personas y violencia infligida contra cosas procedentes del lado medio ambiental: se trata de una violencia dirigida contra ese amasijo de “hechos” humano-circundantes, sin los cuales las personas no pueden seguir siendo personas» (Ibid., pág. 56). Con todo el interés que posee para entender al terrorismo actual, la tesis resulta inaplicable al pasado y acaba en un desfiguramiento completo del terrorismo.

[62] Cfr. Lutz y Lutz, Terrorism. Origins and evolution, cit., págs. 129 y sigs.

[63] Por ejemplo, Walter Laqueur, «Postmodern terrorism», Foreign Affairs (Nueva York), vol. 75, núm. 5 (1996), págs. 24-36.

[64] Se equivoca Eagleton en su ya citado libro Terror santo, cuando pone el origen de la idea del terror en las religiones que entiende al modo dionisíaco; y también yerra René Girard, La violence et le sacré [1972], traducción al español: La violencia y lo sagrado, Barcelona, Anagrama, 2005, al unir la violencia a la religión a partir del sacrificio expiador (el chivo expiatorio de que hablara Eagleton).

[65] V.gr., Chaliand y Blin, The history of terrorism. From antiquity to Al Qaeda, cit., parte III; Barry Cooper, New political religions, or An analysis of modern terrorism, Columbia y Londres, University of Missouri, 2004, etc.

[66] Véase la refutación de William T. Cavanaugh, The myth of religious violence. Secular ideology and the roots of modern Conflict, Nueva York, Oxford University Press, 2009 (hay edición en castellano).

[67] Sloterdijk, Ira y tiempo, cit., pág. 210.

[68] Francis Fukuyama, The end of history and the last man [1992], traducido al castellano: El fin de la historia y el último hombre, Barcelona, Planeta, 1992.

[69] Parafraseando a Debray, Alabados sean nuestros señores, cit., pág. 207, quien habla del «reino de los juristas y la oleada de los supermercados».

[70] Las protestas violentas de estos tiempos poshistóricos, en opinión de Sloterdijk, Ira y tiempo, cit., pág. 241, son impotentes para remontar la revolución: «en las improvisaciones vandálicas aparecen olas de negatividad pre-objetiva que testimonian la incapacidad de sus portadores para actuar como ciudadanos, aunque fuese como ciudadanos luchadores».

[71] Max Weber, «Politik als Beruf» [1919], versión española: «La política como vocación», en El político y el científico, Madrid, Alianza, 1988, págs. 81-179.

[72] Danilo Castellano, La verità della politica, Nápoles, Ed. Scientifiche Italiane, 2002, págs. 179 y 204.

[73] Eagleton, Terror santo, cit., pág. 109, afirma algo sensato: «En un orden social que parece cada vez más superficial, transparente, racionalizado y comunicable de inmediato, la brutal matanza de inocentes restablece lo opaco, lo excesivo y lo irreductiblemente particular. El terrorismo es un ataque al significado además de a la materialidad, un happening dadaísta o surrealista llevado hasta extremos inconcebibles. Además de una masacre, es un espectáculo».

[74] Es la deriva del idealista en gánster como dice R. Debray, Alabados sean nuestros señores, cit., pág. 133.

[75] San Agustín, De Sermone Domini in Monte, II, XXIV, 80, en Obras de San Agustín, Madrid, BAC, 1954, t. XII, pág. 987: Sed non ideo debent oves odisse vestimentum suum, quia plerumque illo se occultant lupi.