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De la filosofía política al cientismo operativo

 

1. Inutilidad y necesidad de la filosofía

Un filósofo italiano contemporáneo, Michele Federico Sciacca, observó que la filosofía no resuelve ningún problema, pero que sin la filosofía no puede resolverse ningún problema[1]. Paradoja que encierra una verdad esencial, sobre todo para las cuestiones que levanta la vida práctica: la praxis, en efecto, tiene necesidad de la teoría; más aún, por usar un lenguaje correcto, depende de lo teorético, que resulta condicio sine qua non para las elecciones y para el juicio sobre las elecciones.

Hasta las doctrinas que asignan –erróneamente– a la praxis un primado sobre la teoría, transforman necesariamente la praxis en ideología, que sustituye de facto a la teoría o, mejor, a la filosofía. El marxismo representa un buen ejemplo de ello. La misma política no puede prescindir de la filosofía, ni aun cuando se la considera solamente arte. En otras palabras, la política, que es ciencia y arte del bien común, no puede eliminar su dimensión filosófica: incluso cuando se convierte en ideología –que es un subrogado de la filosofía– demuestra la necesidad de trascender la praxis. Sin esta trascendencia la praxis no sería sino un obrar absolutamente irresponsable con graves consecuencias morales y políticas: desaparecerían, por ejemplo, la responsabilidad y la imputabilidad, reduciéndose el sujeto a robot, a cosa inferior a los animales (que actúan sobre la sola base del instinto) y a la que hoy absurdamente se presume poder atribuir la responsabilidad propia de los sujetos. La propuesta de Resolución del Parlamento Europeo núm. 2015/2013 (INL) –relator Mady Delvaux– considera, en efecto, que los robots gozan de autonomía, entendida como capacidad de tomar decisiones y de ejecutarlas en el mundo exterior, así como que esto lleva consigo la responsabilidad de la máquina por las propias acciones u omisiones.

2. Refutación del absurdo que ofrecen las contradicciones

Propuestas como las del Parlamento europeo son obviamente absurdas, como lo demuestran las contradicciones en que caen y a las que creen poder sobreponerse.

Ignoran, en primer lugar, la diferencia existente entre obrar y suceder. El obrar lleva consigo la iniciativa y la responsabilidad del agente; el suceder es un hecho pasivo que no implica la responsabilidad de nadie: es un hecho «natural» y no voluntario.

Pretenden, además, atribuir responsabilidad a las máquinas y hacer de los instrumentos sujetos. Las máquinas, en cambio, a la luz de esta pretensión, son objetos pasivos de una decisión ajena. Y, por eso, esta pretensión revela cómo en la base de las acciones voluntarias, directas o indirectas, se halla necesariamente un sujeto, que no puede ser ni una máquina ni un ente construido artificialmente, producto de la voluntad del Estado –en este caso sujeto–, ni fruto de un bloque histórico-social –la condición económico-social sería, en esta hipótesis, el resultado de un proceso y la causa del mismo.

Tanto la ideología marxiana como la cientista caen en contradicciones patentes que demuestran su carácter insostenible.

No es del caso insistir sobre la cuestión. Basta el anterior apunte al fin de llamar la atención sobre la necesidad de la filosofía para cualquier discurso y para la lectura de la experiencia (necesariamente humana). Sobre todo para comprender que el obrar, el obrar humano, requiere dos condiciones: la capacidad de conocer y la libertad; cosas de que son absolutamente incapaces los animales y los robots.

3. Sobre la hegemonía actual del cientismo

Antes de proceder y, por tanto, de entrar en la cuestión, es oportuno detenerse –aunque brevemente– en la difusión actual del cientismo, con frecuencia inadvertida aunque el cientismo se aplique con frecuencia. El cientismo no es sólo una orientación del pensamiento que tiende a atribuir a las ciencias físicas y experimentales, aunque sobre todo a sus métodos, la capacidad de resolver los problemas y satisfacer las necesidades del hombre. Es mucho más de cuanto postulase el positivismo del siglo XIX, sobre todo el francés, caracterizado en primer lugar por el convencionalismo y el constructivismo. La filosofía viene reducida así a mero ejercicio lógico formal. Es lo que sostiene, por ejemplo, la filosofía analítica que se reduce a sí misma a un proceso lógico riguroso: consistiría exclusivamente en el procedimiento que parte de premisas indiscutidas e indiscutibles y extrae consecuencias formalmente correctas pero basadas en postulados cuya validez no está probada. Este es también el significado de la expresión, hoy muy usada, de «políticamente correcto», que implica que determinadas deducciones deben alcanzarse coherentemente de premisas que no se discuten y, sobre todo, se asumen de manera arbitraria. La verdad se identifica erróneamente con la simple coherencia del «sistema» teorizada por Hegel desde su Fenomenología del espíritu de 1807.

El cientismo, en el plano político, se halla en la base del constructivismo, propio de las doctrinas políticas modernas. Hobbes, Locke, Rousseau y otros teóricos parten de una premisa convencional (el estado de naturaleza o la hipotética condición presocial del individuo humano) para construir su doctrina en el intento de «legitimar» el ejercicio del poder político.

El cientismo –decíamos– está hoy particularmente difundido. Se cree, en efecto, que se pueden realizar investigaciones científicas prescindiendo de la realidad. De modo que, más que investigar, se inventa, elabora, construye, proyecta. Bastarán dos ejemplos para comprender la afirmación. En el plano jurídico se entiende que la juridicidad es creada por la norma (positiva) y que el derecho es el producto del ordenamiento. El ordenamiento, por tanto, sería la condición de la justicia. Todo ordenamiento, en cuanto «sistema», tendría su justicia, y la ciencia del derecho residiría en el conocimiento del sistema o de los sistemas, o – en la hipótesis más elevada– en la teoría general de los sistemas, no en el conocimiento de lo que es justo y equitativo en sí mismo. Debe decirse lo mismo –es el segundo ejemplo– de la investigación (y aun de la terapia) médica. La investigación en este sector, en efecto, se realiza a partir de protocolos que parten de una premisa (lo que se llama racional del protocolo) y, aplicando una metodología rigurosa, verifica si el mismo protocolo funciona y es eficaz.

La investigación científica del cientismo prescinde de la realidad aunque incida sobre ella, a veces positiva y otras negativamente, en cualquier caso sin embargo per accidens. Lo que cuenta es el hecho de que se considera el saber como convencional, aunque tenga repercusiones efectivas, como acaba de decirse, sobre la realidad. Sabe algo de ello quien, por ejemplo, pierde (al menos formal pero efectivamente) un status (la cátedra universitaria por ejemplo) a causa de una norma inicua, o ve negado un derecho natural (la patria potestad, también por ejemplo). Sabe algo de ello también el enfermo que no se cura efectivamente aunque se haya sometido a una terapia rigurosamente experimentada, aprobada públicamente y «acreditada» internacionalmente.

La verdadera ciencia, la ciencia en sí misma, no puede ser convencional. Tampoco la política. Ésta tiende, debe tender, a conocer las cosas como son. La ciencia política, entendida en el sentido clásico, tiende a conocer el orden. La justicia, que es obra divina y no de los hombres, menos aún de los legisladores, que –aunque impongan un ordenamiento– no son capaces (o no quieren) de imponer el respeto al orden, constituye en efecto la regla y el fin de la política. También porque –como sostiene por ejemplo Juan Bms. Vallet de Goytisolo– el legislador moderno ha pasado del legere al facere, es decir, a la luz de las premisas que ha asumido, no le interesa conocer el orden de las cosas sino únicamente disponer de instrumentos para hacer aquellas reformas que son (o, mejor, que pretenden ser) la realización de un proyecto elaborado en un gabinete[2]. El bien común deja de ser considerado el criterio del gobierno, siendo sustituido por la razón de Estado o incluso, en el tiempo presente, por la razón ideológica. El partido, en un primer momento, ha sustituido o fagocitado al Estado, también al moderno. En un segundo momento los intereses corporativos, rectius de los lobbies, se han convertido en las rationes de las reformas proyectadas cada vez como solución de los problemas y superación de las dificultades del presente. Sería necesario, para comprender esto, poner la atención en dos grandes cuestiones, la de los regímenes totalitarios y la de los regímenes impuestos por la doctrina politológica del Estado, es decir, del Estado concebido como proceso.

4. Notas sobre pensamiento de Juan Bms. Vallet de Goytisolo

Como en esta Reunión se conmemora el centenario del nacimiento de Juan Bms. Vallet de Goytisolo, quien trató la cuestión objeto de que me estoy ocupando, resulta oportuno prestar atención y referir sintéticamente algunas de sus tesis. En un documentado y lúcido ensayo, que trae causa de una conferencia pronunciada en Madrid en 1978, Vallet reconstruye la historia de la evolución que lleva de la filosofía política al cientismo operativo[3]. Encuentra el origen de esta evolución en la filosofía nominalista de Occam (1285- 1347), quien niega el orden de la creación. El hombre, por influjo –o también por influjo– del nominalismo, perdió la percepción del orden natural y lo sustituyó por un orden artificial creado por él. Descartes (1596-1650) ofreció un empuje decisivo a este cambio, afirmando que el punto de partida no es lo dado sino la conciencia. También el empirismo experimental de Francis Bacon (1561-1626) aceleró el proceso más o menos en los mismos años, invirtiendo la relación antecedente entre conocimiento contemplativo, abierto a trescientos sesenta grados, y conocimiento exclusivamente físico, esto es, científico-dominador de las cosas. Tanto que Galileo (1564-1642) sostendrá que no deben «tratarse» las esencias, es decir, que la naturaleza de las cosas no interesa al científico. La racionalización metodológica significó una revolución. Representó, en efecto, una operación intelectual que, partiendo de determinados postulados o axiomas, indica los modelos ideales a los que debe conformarse la nueva «realidad». El «pensamiento» se erige en regla de la realidad, de modo que ésta deja de ser la condición de aquél.

La cosa es relevante también para la política. El poder que se llama político se ha atribuido, en efecto, la facultad de reformar el orden social. Lo ha hecho generalmente con las leyes, sobre todo con la Constitución. Vallet de Goytisolo observa que el de las Constituciones es el «nuevo» orden y que, consiguientemente, la «nueva» ciencia de la política no puede sino ser ciencia del derecho público positivo o, lo que es lo mismo, de las decisiones e imposiciones del poder[4]. La «nueva» ciencia es absolutamente neutral e indiferente. No se ocupa ni preocupa de la legitimidad y de la validez. La vigencia es lo que da validez al sistema político-jurídico. El bien es la legalidad. La neutralidad de la «nueva» ciencia política favorece la afirmación del poder tecnocrático, que es dominio, no gobierno de los hombres y de la comunidad política.

5. Breves consideraciones finales

Esta «nueva» ciencia pareció ofrecer en los decenios pasados la vía de escape para las ideologías. Pareció ofrecer también la unificación del mundo (Ugo Spirito), como consecuencia del abandono de los llamados valores tradicionales[5]. Pareció ofrecer, a continuación, el fin de las contraposiciones y los conflictos, habiendo dejado caer la metafísica del yo, propia tanto de la filosofía clásica (el valor del sujeto) como de algunas doctrinas modernas (el liberalismo) basadas en el individualismo. Pareció ofrecer, finalmente, la superación de algunas cuestiones propias del mismo liberalismo y de la democracia moderna. Entre éstas, la de los derechos de las minorías, siempre violados por las decisiones de las mayorías: la ley, considerada legítima en función del número y no de su racionalidad, plantea en efecto el problema de la libertad, en particular de la «libertad negativa» que reconocen al sujeto todas las doctrinas contractualistas, el liberalismo y la democracia moderna, pero que violan la soberanía y el poder político cuyo ejercicio estaría legitimado por el consenso moderno, esto es, por la adhesión voluntarista a un proyecto cualquiera.

La política hecha «ciencia» deja de ser saber filosófico y se convierte en una ciencia positivista. No tiene naturaleza y fines que ha de comprender y respetar. Lo único que cuenta es el poder, erigido en fin en vez de ser considerado como lo que es, esto es, medio. El maquiavelismo ínsito en este giro revela no sólo la convencionalidad de la política sino también su absurdo.

Aún más. La política como ciencia positivista se convierte, a su vez, en ideología: ideología sociológico-tecnocrática. Una forma de cientismo. La ideología no se encuentra, por tanto, ni en el crepúsculo (como sostuvo, por ejemplo, en los años sesenta del siglo pasado Gonzalo Fernández de la Mora)[6], ni en el atardecer (como escribió, también por ejemplo, a inicios de los setenta Ugo Spirito). La tecnocracia es la ideología del Occidente contemporáneo. Basta pensar en la Unión Europea y en los poderes de su Comisión para comprender que el europeísmo de nuestro tiempo es ideología y no política, en el sentido de la política auténtica, es decir, saber filosófico ejercitado como arte arquitectónico indispensable a toda comunidad política que no quiera transformarse en una sociedad peor que la de las hormigas.

 

[1] La cuestión es compleja y delicada. Ha sido analizada profunda y reiteradamente por Michele Federico Sciacca, quien la tematizó en su libro Filosofia e antifilosofia (Milán, Marzorati, 1968). «En ningún caso –escribe justamente el filósofo italiano– puede asumirse la praxis como principio fundante, error inicial de todo empirismo y pragmatismo, que pretenden ponerse como filosofía o eliminarla; en ningún caso […] una acción o la actividad práctica en cuanto tal pueden sustituir al principio de la verdad» (ibid., pág. 26).

[2] Véase, a este propósito, de Juan Bms. Vallet de Goytisolo, «Del legislar como “legere” al legislar como “facere”», Verbo (Madrid), núm. 115- 116 (1973), págs. 535 y sigs.

[3] Cfr. J. Bms. Vallet de Goytisolo, «De la filosofía política al “cientismo” operativo», Verbo (Madrid), núm. 169-170 (1978), págs. 1229 y sigs. Se trata de una conferencia pronunciada en la Fundación Universitaria Española (Madrid), el 29 de enero de 1978, dentro de las III Jornadas de Filosofía, «Filosofía y Ciencia».

[4] Puede verse sobre la cuestión, entre otros escritos, J. Bms. Vallet de Goytisolo, «Constitución orgánica de la nación», Verbo (Madrid), núm. 233-234 (1985), págs. 305 y sigs.

[5] En la segunda mitad del siglo XX reapareció la cuestión y fue ampliamente discutida. Véase, por ejemplo, el «duelo de ideas» entre Ugo Spirito y Augusto Del Noce. El libro Tramonto o eclissi dei valori tradizionali? (Milán, Rusconi, 1971) ilustra la contraposición: «ciencia» y «filosofía» aparecían a Ugo Spirito respectivamente como las opciones del porvenir (la primera) o del pasado (la segunda); mientras que Del Noce opuso a esta tesis y a esta «lectura» la imposibilidad del ocaso de la filosofía.

[6] En años en que dominaban las ideologías y sobre todo la marxista parecía guiar las opciones de muchos individuos y del gobierno de distintos países, la tecnocracia apareció como la vía para «neutralizarlas». La tecnocracia, en otras palabras, pareció representar la superación de las «opciones» contrapuestas, sin afirmar el primado de ninguna ideología. En realidad, la tecnocracia no es ideológicamente «neutra», sino tan sólo (como explicó Juan Bms. Vallet de Goytisolo, Ideología, praxis y mito de la tecnocracia, Madrid, Escelicer, 1971) una ideología enmascarada. No sólo. Aquélla pretende erigir el método en principio y, por tanto, invertir el orden del pensamiento. Entre los autores que trataron generosa aunque (de modo inevitable) infructuosamente del abandono de las ideologías (confundidas erróneamente con la filosofía) debe recordarse Gonzalo Fernández de la Mora. Véase, a este respecto, sobre todo su obra El crepúsculo de las ideologías (Madrid, Espasa-Calpe, 1986). Respecto a la crítica a las ideologías por este autor véase el capítulo II de los estudios en su honor (Razonalismo, Madrid, Fundación Balmes, 1995, págs. 151-185).