Volver
  • Índice

La constitución orgánica de la nación. Juan Vallet de Goytisolo y la naturaleza de la sociedad

 

1. Introducción a la cuestión

La constitución plural u orgánica del orden social y político fue motivo de una defensa constante por Juan Vallet de Goytisolo[1]. El propósito de mi colaboración es exponer tal defensa que haré espigando uno de sus artículos que trata específicamente de la cuestión: la constitución orgánica de la nación[2].

Cada palabra contenida en el título del artículo tiene enorme relevancia como que no son caprichosas. «Constitución» dice del ser de ese ente que se llama nación, lo que la nación es esencialmente, por naturaleza; es lo opuesto, por tanto, al convencionalismo, al racionalismo y al nihilismo[3]. «Orgánico» está dicho en sentido no ideológico, pues el ser orgánico de la nación es diferente del organicismo artificial moderno; trátase de un relevamiento realista por analogía del ser de la nación y no racionalista. «Nación», finalmente, dice del ente sujeto de estudio que es de un modo orgánico, esto es, su peculiar formalidad, que en este trabajo es un concepto amplio, no restringido a la nación moderna, la nación como sociedad que es formalmente un conjunto de cuerpos intermedios.

De la nación moderna se ha dado una definición ora política o voluntarista (al que suele recurrir la izquierda, liberal o socialista); ora cultural (apropiada por la derecha, conservadora o romántica)[4]. Sin embargo, ninguna puede superar los defectos de su construcción, pues se trata en todos los casos de planteamientos abstractos hijos del positivismo, propios de una racionalización selectiva que concluye en el endiosamiento de la nación[5].

La nación no es lo que es por factores biológicos o físicos o por argumentos volitivos; no es la raza ni la lengua, no es el espacio más o menos cerrado que ocupa, tampoco el querer vivir junto a los vecinos o el deseo de permanecer unidos. Va en ello razón a Elías de Tejada[6]. Tales análisis de los doctrinarios modernos son carentes de médula metafísica y están afectados de presentismo, esto es, tratan de la nación revolucionaria y asociada al nacionalismo[7]; y si extienden los estudios a épocas premodernas lo es para descubrir en estas la existencia de la nación ya moderna[8].

2. Primera parte: ontología del orden social

El punto de partida: el estatismo totalitario

¿Cómo limpiar el terreno de la maleza que impide ver el suelo? ¿Puede alcanzarse un concepto que recupere el significado de la nación sin el prejuicio del nacionalismo? De acuerdo a don Juan Vallet, hay que comenzar por no confundir a la nación con el Estado. Para ello vale tanto el análisis teórico como el recurso a la experiencia moderna.

En efecto, siguiendo el examen de Bertrand de Jouvenel en su famosa obra Le pouvoir, Vallet demuestra que el Estado tiene una tendencia a acrecentar su poder a costa de los poderes sociales, es un gran expropiador que agrede el orden social[9]. Razonamientos que son constatados en la experiencia práctica, que indica no sólo el crecimiento destructor del poder estatal sino también la imposibilidad de llenar cualquier fin de utilidad común. De donde resulta el juicio de nuestro autor: «La experiencia moderna confirma la fuerza de estas dos tendencias: una, acrecentadora y unificadora del poder en el Estado y, otra, la de su parasitación por quienes lo regentan y emplean en beneficio propio»[10].

Son las dos caras del moderno Jano: un poder estatal voraz que sólo atiende a la satisfacción de su propio apetito. La observación inicial lleva a Vallet a subrayar el fenómeno de la feudalización del poder y denunciar el peligroso neocoporativismo que él ejemplifica con el caso sueco. En todo caso, el fenómeno aprehendido dice del Estado que absorbe a la nación, esto es, del totalitarismo[11].

Reconducción del problema al orden ontológico

De aquí, entonces, la necesidad de volver a la consideración del ser de las cosas[12], es decir, a la constitución esencial de la sociedad humana, del orden social atacado por el Estado agresor. Vallet da este giro «tomasiano» (que no copernicano)[13] para subrayar que el orden social es dinámico en tanto dependiente de la libertad humana, pero no por dinámico carece de una estructura permanente o esencial, pues el hombre es causa segunda –y participada– que sigue en su actividad el orden universal de la causa primera[14].

La causa segunda del orden social obra conforme a una naturaleza dada: el hombre se caracteriza por su sociabilidad ordenada a la realización de los fines inscritos en su naturaleza por la causa primera, por lo cual su libertad se define como una participación en las instancias de realización de tales finalidades, participación impulsada por su natural tendencia sociable. De donde la multiplicidad social que se advierte en la realidad de las cosas juega armónicamente con la unidad esencial del hombre y sus fines, fórmula del principio de solidaridad en el que se funda el de subsidiariedad. Este principio enseña al menos tres cosas:

a) que la sociabilidad humana comporta una pluralidad escalonada de sociedades;

b) que un orden social recto ha de respetar tanto la participación social como la solidaridad;

c) que el Estado no agota esa tendencia a la sociabilidad de la naturaleza humana que se expresa también en una diversidad de cuerpos básicos, comunidades y sociedades intermedias[15].

En qué sentido se dice «orgánico» el ser de la nación

Lo expuesto hasta aquí sirve para advertir que el calificativo «orgánico» predicado de la nación tiene un alcance analógico. No comporta una asimilación de los cuerpos sociales a los naturales, pues en éstos las partes no son sin el todo a cuyo fin sirven. En las sociedades que el hombre forma, al contrario, «las personas sólo por analogía son partes del conjunto, que mantiene su unidad sin perder su pluralidad sustancial. Lo son tan sólo por la comunicación de fin, hacia un bien común superior, entre sus componentes, sin que pierda ninguno de éstos sus finalidades personales ni sus correspondientes libertades frente al todo social»[16].

Luego «orgánico», predicado como forma del orden social, refiere una pluralidad de modos de asociación humanos que, en tanto partes esenciales, conservan sus fines y participan del fin de bien común que compete al Estado o a la comunidad política más extensa. Es el concepto tomista de «unidad de orden», no como unidad física natural sino como unidad moral[17].

Estimo que Vallet –como lo demuestra en este trabajo y en otros– se veía precisado a realizar estas aclaraciones y distinciones no únicamente por su fino realismo, que las demandaba, sino también por la polémica de corte académico que en ese momento se sostenía entre la concepción de la tradición y la posición del krausismo (recuperada por Fernández de la Mora)[18], polémica que ponía sobre el tapete cuestiones que, a juicio de Vallet, excedían el problema puramente político del corporativismo, esto es, lo relativo al orden natural y la necesidad de incidir en el planteo ontológico.

Ahondar en el orden natural: la falacia del krausismo

Juan Vallet –sin disputar directamente con Fernández de la Mora– no funda la constitución orgánica de la nación en sus posibilidades democráticas ni en elaboraciones racionales, sino que lo hace partiendo de la naturaleza, y así lo dice: el primer presupuesto de un recto orden social «es el reconocimiento y constante búsqueda y seguimiento del orden natural, trascendente a nuestra voluntad, aunque sí podamos incidir en él como causas segundas si seguimos sus líneas maestras con nuestro arte –ars aditae naturae»[19].

¿Por qué es necesario reiterar este principio fundamental? Pues debido a que el giro tomasiano que Vallet imprime al ser orgánico de la nación –contra las construcciones copernicanas de la modernidad– necesariamente exige poner al hombre en el lugar que la divina providencia le ha asignado –esto es, causa segunda del orden social y político– rescatando la primacía de Dios Creador, causa primera que no se confunde con la obra creada[20]. Aquí radica la crítica profunda a la solución corporativista del krausismo. Pues si nos preguntamos ¿qué es una sociedad natural?, no lo es la que deriva del panteísmo humanista de Krause y Ahrens[21].

En efecto, el krausismo es un naturalismo racionalista que intenta fundar un orden social con la ausencia de la gracia santificante (y, por lo tanto, con exclusión de la Iglesia), orden que se convierte en un mecanismo dirigido por la sola razón humana, que se entiende divina no por participación sino por esencia. Sobre bases filosóficas erróneas no cabe el reconocimiento de la constitución natural de la sociedad o la nación. El propio desarrollo de la doctrina krausista lo prueba: el organicismo se reduce a una suerte de consejalismo que, en la práctica, se torna innecesario frente al Estado al que se concibe como organismo de organismos.

Heredero del idealismo moderno, el krausismo lleva a la organización de una sociedad sobre las bases del laicismo, el inmanentismo y el progresismo; una abstracción ahistórica e inhumana[22]. Su organicismo no se basa en la concepción cristiana del hombre como causa segunda sino que hace de éste un artífice, un constructor o fabricador de la realidad; en suma, un demiurgo[23].

Naturaleza y sociedad: la falsedad del corporativismo (moderno)

Es así como el afamado organicismo krausista no es más que el febril producto de una razón apartada de la realidad, «una creación artificial de la mente y voluntad del hombre»[24], que toma a la sociedad como si fuera una res extensa sujeta al dominio de la res cogitans cartesiana. La naturaleza no puede entenderse de ese modo porque –sea en la terminología de Descartes sea en la de Kant– se la supone como separada de la creación y sujeta a los valores que impone la ideología del momento, esto es, la «conciencia dominante».

Don Juan Vallet, que tanto aprecio tuvo por el jurista aragonés Joaquín Costa, recuerda que éste había ya advertido que esta idea de raíz cartesiana llevaba a la separación del pueblo –la masa de electores– y del gobierno –la conciencia dirigente–, a la escisión del país real y del país legal, plagio por el cual el pueblo, la nación o la sociedad devenía una multitud esclava (servum pecus) de sus dirigentes.

El ataque pareciera estar dirigido contra las democracias partidocráticas de después de la segunda gran guerra, pero no es esta la cuestión. En efecto, como se trata del ser social, la crítica se endereza a las concepciones desviadas de la sociedad o la nación y, en concreto, a las falsas soluciones corporativas modernas: «En esa escisión –escribe–, los gobernantes sitúan su res cogitans fuera de la sociedad, contemplándola cómo materia modelable, necesitada de que se la reforme desde arriba. Se han falseado así los cuerpos sociales bajo regímenes autoritarios de antes y después de la última guerra mundial, en los denominados organicismos o corporativismos, al ser puestos esos cuerpos sociales bajo la administración del Estado»[25].

El realismo tomasiano de Vallet de Goytisolo lo lleva permanentemente a constatar las diferentes soluciones organicistas con las demandas del orden natural de la sociedad; y, tras el contraste, a remarcar los errores de aquéllas. Con lo cual se evita el equívoco bastante divulgado entre las huestes contrarrevolucionarias consistente en asociar la reacción a formas corporativas –fascistas o populistas– que son los antípodas de un orden social realista. Los corporativismos modernos son verdaderas clientelas del Estado, al modo como se denunció en un comienzo.

El orden social realista

Si Descartes pudo elaborar la separación apuntada; si después de él la filosofía política, social y jurídica se sostiene en tal escisión, es porque se ha olvidado la verdadera naturaleza de las sociedades humanas, reduciéndolas a un «atomismo social», a una yuxtaposición de individuos o amontonamiento de mónadas. Y en ello cabe enorme responsabilidad al nominalismo, como apunta Vallet y corroboran investigadores contemporáneos[26].

La sociedad que se pergeña por los modernos no es tal sino una verdadera «disociedad», como la llamara Marcel de Corte y recuerda don Juan Vallet, porque olvida que la natural tendencia sociable del hombre se realiza escalonada y gradualmente, por órdenes diversos, de modo que el Estado o la comunidad política no es más que una sociedad de sociedades[27]. Que es lo mismo que decir que si el Estado tiene algo de voluntario en su constitución no es por resultar el artificio de un pacto constitutivo sino como actualización de esa tendencia radical de la naturaleza humana que se va desenvolviendo en diversas formas asociativas que coexisten con la misma comunidad política[28].

El error moderno, de cuño nominalista, es el individualismo, que resulta no en la constitución orgánica de la nación sino en la construcción artificial de la sociedad. Y es erróneo, porque olvida la naturaleza del hombre, esto es, que «los seres humanos en la vida real no son abstractos, ni iguales, ni están naturalmente aislados. Precisamente no lo estamos porque no nacemos ni vivimos en una campana neumática, porque necesitamos hallar remedio a nuestras necesidades concretas, físicas, económicas, morales y espirituales, siempre abiertas, y las sentimos con peculiares diferencias»[29].

Pero no basta con afirmar esa potencial naturaleza humana; Vallet sabe que debe explicar el paso de la potencia al acto, de la inclinación natural a la actualidad del ser social: «Precisamente la sociabilidad humana une seres concretos, desiguales en sus accidentes, como lo son: marido y mujer, padres, hijos y nietos; maestros y discípulos, aportantes de ideas, de experiencia, de bienes y de trabajo, creadores, realizadores y administradores de lo creado, etc.»[30].

De ahí que la actualización de nuestra sociabilidad natural no sea unidireccional –no se dirige sola y principalmente al Estado–; la sociabilidad en acto es plural y diversa: «plural», pues las formas sociales, los cuerpos intermedios, son muchas (familias, municipios, gremios, etc.); y «diversa», porque lo que las distingue son los variados fines a los que tienden (domésticos, vecinales, profesionales, etc.).

El texto de Vallet de Goytisolo lo afirma expresamente: «Dada la diversidad de necesidades que la sociabilidad va resolviendo, es natural que ésta se desarrolle, en distintos órdenes y grados de comunidades escalonadamente y de modo tal que las formas más elevadas deban completar lo que no alcancen las inferiores para el logro de los fines humanos»[31]. Así se comprende que el Estado sea sociedad de sociedades y que resulte de una formación de abajo hacia arriba.

Esta expresión, «de abajo hacia arriba», que Vallet toma de Josep Torras i Bages en La tradició catalana, merece ser clarificada porque a simple vista parecería afirmar la precedencia histórica y fáctica de los cuerpos intermedios, como si la comunidad política fuera algo posterior o un agregado final a ellos. Pero no es así pues, como ha señalado Danilo Castellano siguiendo a Aristóteles[32], son todas sociedades contemporáneas que coexisten en el seno de la comunidad política, de modo que la distinción por la que se da precedencia a algunas no es real sino metodológica o de razón[33].

Y así debe entenderse el texto de Emil Brunner que Vallet cita a continuación del de Torras i Bages. Lo que el teólogo suizo afirma es que la precedencia que se predica de las familias y otros cuerpos intermedios respecto del Estado importa sostener que todas esas formas de comunidad «son necesariamente partes integrantes de la vida humana»[34]. Brunner expone su doctrina –algo confusa, por cierto, de matriz protestante liberal– como contrapié del totalitarismo y Vallet también lo hace, «pues las comunidades intermedias –escribe el notario catalán– no deben confundirse con las simples sucursales del poder dominante, como ocurría en los regímenes autoritarios, instaurados en Italia, Portugal y España, que se autotitularon fascistas (de haz), corporativo y democracia orgánica, respectivamente»[35].

Si la potencialidad asociativa del hombre se actualiza en un entramado plural y diverso de cuerpos intermedios entre el individuo y el Estado, todos esos cuerpos son partes necesarias de la vida humana social y no pueden convertirse en hijuelas o delegaciones cooptadas por el Estado, como Vallet ha denunciado al comienzo del trabajo con la mentada feudalización. Que es otro modo, además, de ratificar su juicio crítico de las experiencias corporativas hodiernas.

Riguroso realismo

Ningún paso dado hasta aquí por don Juan Vallet ha sido caprichoso; cada razonamiento está encadenado como eslabón imprescindible de la doctrina realista del ser social. Este orden social ha sido expuesto en su faz ontológica, tomando la naturaleza social de hombre como potencia que se realiza actualmente en un manojo de sociedades; y también en su lado teleológico, pues las sociedades que el hombre forma en su actuar libre tienden a la satisfacción de los más diversos fines que reclama su naturaleza[36].

Y cada uno de estos elementos ha sido enfrentado a las falsas recetas modernas. Pues el desconocimiento de la composición orgánica de la realidad social lleva a soluciones antinaturales: primero, el individualismo estatista de los contractualistas; segundo, el corporativismo estatal de los totalitarismos; y tercero, el corporativismo liberal. De los dos primeros ya hemos hecho mención; echemos por tanto una mirada al último.

El corporativismo liberal

Un primer intento fue el de Alexis de Tocqueville que propuso frenar la tendencia absorbente de la mayoría omnipotente o voluntad general con un asociacionismo de sociedades menores, método que guarda semejanza con la tesis de las pasiones o los intereses contrapuestos que James Madison expuso en el famoso libro X de El federalista[37]. En ambos casos, las asociaciones no se basan en la naturaleza humana que Vallet ha expuesto conforme al «giro tomasiano» del orden concreto de la sociedad, sino en la voluntad del propio interés, en la defensa de los apetitos egoístas, que no confluyen en ningún bien común; al contrario, rematan en la justificación del lobby.

Cae también en esta perspectiva la propuesta de Salvador de Madariaga de una democracia orgánica que supere la meramente estadística electoral. El problema con Madariaga es que, siguiendo la metodología de la escisión cartesiana, imagina un Estado sostenido en «el arte de la separación» que, lejos de imitar la naturaleza, sigue las líneas del nominalismo racionalista[38]. Por lo mismo, incluso en la variante democrática de un Lamennais, debe insistirse en la imposibilidad de organizar la sociedad sobre tales bases[39].

3. La nación orgánicamente entendida

Nación y Estado: distinción necesaria

Las equivocadas teorías modernas, que Juan Vallet ha censurado, o bien confunden a la nación con el Estado o bien toman al Estado como la forma de la nación que sería su materia. Es cierto que la concepción realista que nuestro autor viene exponiendo no cae en tales errores, pero queda en el aire una pregunta capital: ¿qué es la nación?

Vallet no duda en afirmar, con Bolufer, que es «el conjunto de los cuerpos intermedios»[40]. Concepto simple, directo y original. «Simple» pues descarta las oscuras teorías modernas que han vuelto compleja la aprensión de una realidad básica; «directo» porque pasando por sobre las alambicadas construcciones históricas o filosóficas, remite la nación a la realidad inmediata de los cuerpos nacidos de aquella tendencia raigal de la naturaleza humana; y «original» ya que no sé de otro autor que haya sostenido este concepto con tanto vigor.

Es cierto –lo diré más adelante– que tal concepto se presta a problemas dentro de la doctrina tradicionalista; pero es también verdad que resuelve en sede filosófica una discusión interminable. Se podrá alegar cierta vaguedad, pero el argumento se deshace con la sola consulta de las dimensiones ontológicas antes discutidas[41]. Podrá también aducirse que es un concepto ahistórico, pero no lo pues precisamente por ser filosófico nace de la observación realista del ser social en el despliegue histórico. Además, el concepto está en línea con el pensamiento tradicional, de confiar en Andrés Gambra, quien sostiene que «el concepto de nación en el Antiguo Régimen, pre-revolucionario, era una idea sencilla que definía un hecho de índole social, no político»[42].

El pactismo como articulación de la relación Estado-nación

¿Cómo se relaciona el Estado con la nación? En un primer momento, recurre Vallet a la teoría expuesta por Vázquez de Mella de una soberanía política descendente, que sería la del Estado, y una soberanía social ascendente que correspondería a la nación; pero al explicar de qué modo se comunican e integran vuelve sobre uno de sus temas más queridos, el pactisme catalán[43].

Por supuesto que este pactismo histórico bajomedieval nada tiene que ver con el contractualismo de los modernos ni con los pactos políticos partidistas de nuestros días; no es ni el de Locke-Hobbes-Rousseau y tampoco el de la Moncada. Las más de las veces era un acuerdo tácito que se hacía público con el juramento del rey de respetar los derechos de las asociaciones y de los individuos y de todo aquello que fuera trascendente al pacto, como los fueros o el mismo derecho divino[44]. El pacto señala, así, límites a la «soberanía» por encima y por debajo de ella.

No quiere esto decir, por cierto, que deba repetirse necesariamente en nuestros días tal modalidad de pactos. La alusión a ellos por don Juan Vallet ejemplifica, en primer término, un modo de integración de nación y Estado completamente ajeno a los cauces modernos del estatismo. Mas, en segundo lugar, tiene la virtud de señalar la necesaria articulación político-jurídica de esa comunicación, que no queda librada a la espontaneidad y que da por sentada la coexistencia de sujetos con fines propios[45]. Y en esta articulación, la nación no absorbe a los grupos sociales de modo que puede hablarse de una pluralidad de naciones particulares dentro de una nación común y superior[46], lo que es imposible en la concepción jacobina de la nación. Así es correcto hablar de «las Españas», como gustaba Elías de Tejada; y también del «federalismo histórico» al modo de Rafael Gambra[47].

Las relaciones entre los «órganos» de la nación

Siendo la nación ese conjunto de sociedades, cuerpos y órdenes intermedias entre la persona individual y el Estado, es clave la vinculación interorgánica. Otra vez se trata de refutar la posición del krausismo: éste, de un lado, excluye a la Iglesia del organismo social pues la separa del Estado; del otro, organiza las sociedades menores como cuerpos autónomos y separados entre sí, vinculados únicamente en la cúspide jurídica, en la ley que las organiza[48].

El modelo krausista no es otra cosa que una construcción racionalista de la sociedad fundada en una concepción abstracta del hombre, proyecto que hace sensible la «pérdida del sentido orgánico de la sociedad, que sustituye la estructura horizontal de los estamentos por una verticalización en las agrupaciones», al decir de Elías de Tejada[49].

Luego, a contrario sensu, en la concepción orgánica de la nación se asegura la proyección de la persona y de los cuerpos intermedios en todas aquellas materias que hacen a sus fines, incluida la Iglesia especialmente en asuntos morales y de enseñanza; proyección que se traduce negativamente en impedir la colonización de esas competencias por el Estado y su administración, y, positivamente, en el reconocimiento de «las facultades inherentes a la iniciativa personal y familiar, la debida autonomía funcional a las empresas, los poderes de ordenación a los municipios, comarcas y regiones en lo referente al bien común local, comarcal o territorial, etc.»[50].

El papel de los cuerpos intermedios en el Estado: representación y gobierno

Por necesidad, los cuerpos intermedios de la nación reclaman su incorporación a asambleas representativas de sus fines y competencias, asambleas que representan ante el gobierno sus intereses pero que no gobiernan, pues esto compete a las autoridades del Estado –históricamente, a la monarquía hereditaria.

Vallet de Goytisolo ha señalado en más de una ocasión que esa representatividad es tal cuando se conforma en base a los principios de autenticidad de los representantes (elegidos o designados por los propios cuerpos intermedios), la organicidad de la representación (que no es de los individuos ni de una colectividad mayor sino de la sociedad u orden a la que pertenecen), el mandato imperativo de los representantes (frente al liberal mandato libre o representativo) y la colegialidad de la representación ante la instancia superior (ad extra y no necesariamente ad intra del cuerpo intermedio)[51]. Sólo así se constituye una representación ante el poder supremo independiente de éste.

Al parecer, estas condiciones estarían dadas en ciertas modalidades del corporativismo liberal compatibles con una democracia orgánica como en las propuestas de Pier Luigi Zampetti y Luigi Bagolini, entre otros[52]. Sin dejar de reconocer las sanas intenciones de estos escritores y advertir la existencia de líneas diferentes en el interior de los «participacionistas» y los «comunitaristas», don Juan Vallet vio con agudeza que el rol preponderante que en general conceden a los partidos políticos y la negativa a salir del sistema democrático llevan a un régimen delegativo en el que, como remedo de la subsidiariedad, se rinde culto al Estado en nombre de la participación.

Es que, en el fondo, la estructura orgánica de la nación es modificada por los esquemas racionalistas que la someten cual lecho de Procusto, deformando y amputando aquella constitución plural y haciéndosela funcional al Estado partidocrático. Lejos de superar los problemas actuales, se conservan si no se agravan, pues los grupos intermedios y la participación se piensan instrumentalizados a la gestión de la democracia de partidos[53].

El foralismo como garantía de una constitución orgánica de la nación

Una condición esencial de la organicidad de la nación es la trascendencia del derecho y la pluralidad de sus fuentes, esto es, según Vallet, «el reconocimiento de la trascendencia del derecho, por dimanar de un orden superior al Estado, y de la conveniencia de una pluralidad coordinada de fuentes formales que alumbren el derecho sustantivo»[54]. En esta cuestión nuestro autor ha insistido reiteradas veces como rechazo al estatismo legal y la concentración normativista en el Estado.

La trascendencia del derecho importa admitir un fundamento y un principio del derecho positivo que no depende del legislador: el derecho y la ley naturales dimanados de la ley divina. La exigencia de una pluralidad de fuentes productoras del derecho lleva directamente al gran aporte jurídico hispánico que son los fueros.

Los fueros, propios de la tradición hispánica, leyes pactadas de naturaleza irrevocable, son norma jurídica y parte verdadera constitución consuetudinaria[55], esto es, expresión legal o faz jurídica del ordenamiento sociopolítico, porque –si se permite la comparación– enuncian hacia afuera lo que la sociedad es en su interior[56].

El foralismo se basa en la estructura natural de la sociedad, es como la carta que reconoce la autonomía o las libertades de un grupo social, integrado orgánicamente con los demás. El foralismo dice del derecho y el orden concretos: las libertades inherentes a los cuerpos intermedios están garantizadas en los fueros porque respetan «la constitución específica y diferenciada de cada uno de los cuerpos sociales más reducidas que comprendan, así como sus tradiciones, usos y costumbres, arraigados en la historia aunque siempre abiertos a las nuevas necesidades», en palabras de Vallet[57].

4. Observaciones finales

Hemos visto en el epígrafe segundo de qué manera la constitución orgánica de la nación se funda en la ontología social; y en el tercero acabamos de ver cómo esa organicidad de la nación se expresa en relaciones extra societales de los cuerpos intermedios con el Estado y en comunicaciones interorgánicas entre las diferentes sociedades que conforman la nación. Conviene ahora valorar el aporte de don Vallet a la materia estudiada.

Comencemos afirmando que Vallet hace gala de una la libertad científica que no produce extravíos. No es un tradicionalista encerrado únicamente entre los doctrinarios de la escuela, sino un académico capaz de recoger lo que de bueno hay en otros estudiosos, bondad que se juzga conforme a los principios irrenunciables del orden social justo, es decir, tradicional[58].

Por lo mismo, no se deja encandilar por proclamas organicistas o corporativistas de cualquier color; las conoce y las pasa por el prisma de la ontología social realista.

El segundo aspecto a subrayar es que en la pluma de don Juan Vallet el organicismo realista (o tradicional) se enfrenta a los organicismos revolucionarios: porque la nación no es una abstracción ni la materia en la que el Estado insufla su forma como quieren los «copernicanos». Su ser, esto es, la constitución óntica de la nación, conforme al «giro tomasiano» de Vallet, está: a) arraigada en la naturaleza humana; b) se despliega vitalmente en diversas sociedades y grupos que gradualmente actualizan esa naturaleza; y c) regulada por un principio de orden natural, el de subsidiariedad.

Esta concepción realista no se fía de las soluciones liberales y tampoco de las construcciones corporativas racionales –totalitarias, autoritarias o neoliberales–, pues unas y otras acaban sucumbiendo ante la dinámica hodierna del poder estatal, como prueba la experiencia. Para Vallet el pactismo moderno, que trata de dar nacimiento a un Estado limitado, en realidad desencadena su contrario en la medida que «convierte el Estado en forma de la sociedad, determinante de su estructura y fuente de derechos y deberes. Contrapone así una tecnoburocracia, por un lado, y una masa de individuos, por otro»[59].

Precisamente por su realismo, la solución orgánica por los cuerpos intermedios no es sólo económico-social, como en el corporativismo del siglo XX, ni tampoco político-representativa, como en la democracia orgánica o funcional. Es una solución integral y, por lo mismo, «profunda» pues arraiga en la naturaleza de las cosas y «expansiva» en cuanto atañe a todos los problemas culturales, económicos y socio-políticos[60].

Finalmente, debe notarse el notable esfuerzo de nuestro autor por sacar a la nación de la revolución, lo que sólo puede hacerse desde la metafísica política de corte aristotélico y tomista. En tal sentido es el suyo un gran aporte a la filosofía política[61].

Ahora bien, conviene preguntarse si resuelve el problema dentro del tradicionalismo. Pues bien conocida es la tesis de Elías de Tejada: lo que diferencia a una comunidad política de otra no puede ser un rasgo accidental sino que ha de serlo esencial y para Elías era la tradición como despliegue histórico del temple espiritual de esa comunidad[62]. Elías de Tejada concibe a la nación como «hija de un proceso histórico, de una tradición»; la nación varía en su discurrir histórico, mientras la tradición permanece como esencia de lo nacional[63].

A mi juicio no hay tropiezos entre una concepción y la otra. En tal sentido, el de Vallet, lo mismo que el de Elías, no es concepto basado en la materia sino en la forma. Se me ocurre que pueden compatibilizarse acudiendo a la distinción de forma substancial y forma accidental[64]. Pues mientras Vallet conceptualiza a la nación, Elías conceptualiza la causa diferenciadora de las naciones. Aquél mira a la substancia que constituye el ser esencial de la nación; éste atiende al accidente que perfecciona a la substancia, a las naciones y las hace diferentes.

Y Vallet tuvo también en cuenta esa causa diferenciadora que es la tradición. En efecto, al concluir el trabajo que venimos considerando Vallet recurre al concepto de tradición esbozado autores tradicionalistas como Francisco Elías de Tejada, Rafael Gambra y Álvaro d’Ors, entre otros. Y en su libro sobre Cataluña pudo decir que si la religión o religación es lo que mantiene unido a un pueblo en su diversidad, estableciendo horizontalmente la solidaridad constitutiva entre sus partes; la tradición evidencia la unidad ahora vertical de ese mismo pueblo visto en su continuidad histórica de unas generaciones a otras[65].

 

[1] Valga como muestra Juan Vallet de Goytisolo, «Fundamento y soluciones de la organización de cuerpos intermedios», en Datos y notas sobre el cambio de estructuras, Madrid, Speiro, 1972, págs. 209-254; los trabajos reunidos en Tres ensayos. Cuerpos intermedios. Representación política. Principio de subsidiariedad, Madrid, Speiro, 1981; y «El tejido social y su contextura», Anales de la Fundación Francisco Elías de Tejada (Madrid), año VI (2000), págs. 103-165.

[2] Juan Vallet de Goytisolo, «Constitución orgánica de la nación», Verbo (Madrid), núm. 233-234 (1985), págs. 305-382.

[3] Con este alcance vuelve a ser empleado en Juan Vallet de Goytisolo, «El tejido social y su contextura», loc. cit., págs. 105 y sigs., como sinónimo de estructura (o estructuración) natural de las sociedades.

[4] Cfr. el librito de Federico Chabod, L’idea de nazione, Bari, Laterza, 1961 (hay edición española en México, FCE, 1987); dos trabajos de Gil Delannoi, «La teoría de la nación y sus ambivalencias», y «Naciones e Ilustración, filosofías de la nación antes del nacionalismo: Voltaire y Herder»; y otro de Alain Renaut, «Lógicas de la nación», todos en Gil Delannoi y Pierre-André Taguieff (comp.), Théories du nationalisme. Nation, nationalité, ethnicité (1992), en la versión española: Teorías del nacionalismo, Barcelona, Paidós, 1993, págs. 9-17, 19-36 y 37-62 respectivamente.

[5] «Rellenar la vacante del Bien Supremo –señala Slavoj Zizek– es lo que define el concepto moderno de Nación». Tarrying with the negative, Londres, Duke University Press, 2003, pág. 222.

[6] Tal vez la crítica más sensata y a la vez demoledora de estos estereotipos de la nación se encuentre en los trabajos de Francisco Elías de Tejada, «La causa diferenciadora de las comunidades políticas (tradición, nación e imperio)», Revista General de Legislación y Jurisprudencia (Madrid), t. IV, núm. 2 (1942), págs. 113-136 y t. IV, núm. 4 (1942), págs. 342-365; y «Premisas generales para una historia de la literatura política española», Verbo (Madrid), núm. 261-262 (1988), págs. 56-89.

[7] En efecto, se trata de la nación que invoca el nacionalismo. Véase el señero estudio de Ernst Gellner, Nation and nationalism (1983), versión castellana: Nación y nacionalismo, Madrid, Alianza, 1988.

[8] Caso típico el de Benedict Anderson, Imagined communities. Reflections on the origins and spread of nationalism (1991), traducido al español como: Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, México, FCE, 1993.

[9] Cfr. Bertrand de Jouvenel, Le pouvoir (1956), traducido al español: El poder, 2ª ed., Madrid, Ed. Nacional, 1974.

[10] Juan Vallet de Goytisolo, «Constitución orgánica de la nación», loc. cit., pág. 309.

[11] Juan Vallet de Goytisolo, «El hombre ante el totalitarismo estatal: líneas de defensa político-jurídicas», Verbo (Madrid), núm. 124-125 (1974), págs. 385-416; y Tres ensayos..., cit., págs. 5-7.

[12] Véase Juan Vallet de Goytisolo, «¿Qué es el realismo? Diversas perspectivas con las cuales enfoca su significado», Verbo (Madrid), núm. 419-420 (2003), págs. 747-773. Es recurrente entre los comentaristas el reconocimiento del realismo metafísico de Vallet, por caso Estanislao Cantero Núñez, El concepto de derecho en la doctrina española (1939-1998). La originalidad de Juan Vallet de Goytisolo, Madrid, Fundación Matritense del Notariado, 2000, págs. 441 y ss.; María Concepción Rayón Ballesteros, «La obra del eminente jurista Juan Vallet de Goytisolo, máximo exponente del realismo jurídico», Anuario Jurídico y Económico Escurialense (Madrid), año XLV (2012), págs. 285-310; etc. Como recuerda un amigo y discípulo, Vallet «consideraba la experiencia a la luz de la filosofía y de la teología, evitando cuidadosamente empirismo y teologismo, tanto más su letal combinación». Miguel Ayuso, «In memoriam Juan Vallet de Goytisolo», Anales de la Fundación Francisco Elías de Tejada (Madrid), año XVII (2011), pág. 244.

[13] Pues, como ha dicho nuestro autor, el racionalismo kantiano obró un «giro copernicano», «de objeto a sujeto», apoyando el derecho y la política con desprecio de la naturaleza o con la pretensión de cambiarla radicalmente. Juan Vallet de Goytisolo, Algo sobre temas de hoy, Madrid, Speiro, 1972, pág. 91.

[14] Juan Vallet de Goytisolo, «Constitución orgánica de la nación», loc. cit., págs. 315-316. Cfr. «El orden universal y su reflejo en el derecho», Verbo (Madrid), núm. 449-450 (2006), págs. 695-714; y «El orden natural y el derecho», en Verbo (Madrid), núm. 53-54 (1967), págs. 227-238.

[15] Juan Vallet de Goytisolo, «Constitución orgánica de la nación», loc. cit., págs. 317-318.

[16] Ibid., pág. 319. Cfr. «Libertad y principio de subsidiariedad», Verbo (Madrid), núm. 197-198 (1981), págs. 915-958 (y también en Tres ensayos..., cit., págs. 109 y sigs.).

[17] Juan Vallet de Goytisolo, Algo sobre temas de hoy, cit., pág. 217: «Lo múltiple sólo es tal mientras cada elemento mantiene su individualidad propia dotada de ámbito propio con competencia determinada. Si éstas se esfuman, aquélla queda absorbida en lo colectivo». Véase Miguel Ayuso, Después del Leviathan. Sobre el estado y su signo, Madrid, Speiro, 1996, págs. 153 y sigs.; y Juan Fernando Segovia, Orden natural de la política y orden artificial del Estado, Barcelona, Scire, 2009, especialmente págs. 57-60.

[18] Gonzalo Fernández de la Mora, en diversas publicaciones y especialmente en su revista madrileña Razón Española, dedicó numerosas páginas a rescatar, en autores del más diverso signo, la visión corporativista, orgánica o funcionalista del orden político compatible con la democracia. Pero avanzó también la tesis según la cual el corporativismo hispánico se debía principalmente a escritores krausistas que habrían influenciado a los tradicionalistas, como patentó en un artículo de 1981 en la Revista de Estudios Políticos que fue la base de su libro Los teóricos izquierdistas de la democracia orgánica, Barcelona, Plaza & Janés, 1985. Para la polémica que despertó, véase su nota «Tradicionalismo y krausismo», Verbo (Madrid), núm. 205-206 (1982), págs. 539-542, que es una observación al comentario de Raimundo De Miguel, «El organicismo tradicionalista», Verbo (Madrid), núm. 203-204 (1982), págs. 343-349.

[19] Juan Vallet de Goytisolo, «Constitución orgánica de la nación», loc. cit., pág. 320.

[20] Véase Juan Vallet de Goytisolo, «¿Puede discernirse el orden natural y con qué alcance? ¿Qué incidencia tiene en él la acción del hombre?», Verbo (Madrid), núm. 73 (1969), págs. 209-226.

[21] Es aquí en donde se encuentra una crítica anticipada al libro de Fernández de la Mora ya citado (supra, nota 18), pues el trabajo de Vallet que estamos espigando se detiene considerablemente en la refutación del organicismo krausista de raíz panteísta. Juan Vallet de Goytisolo, «Constitución orgánica de la nación», loc. cit., págs. 321-330 y 363-366.

[22] El hombre, para Vallet, siendo social por naturaleza, es un ser concreto que vive en un orden realizado en la historia; por lo tanto, no es un ser abstracto sino temporal –y por lo tanto finito–, histórico.

[23] Aplico analógicamente lo que dice sobre la ideología en general, en Juan Vallet de Goytisolo, «Ideología o participación», Verbo (Madrid), núm. 215-216 (1983), págs. 583-584.

[24] Juan Vallet de Goytisolo, «Constitución orgánica de la nación», loc. cit., pág. 331.

[25] Ibid., pág. 332.

[26] Ibid., pág. 333. Cfr. el fundamental ensayo de André de Muralt, La structure de la philosophie politique moderne. Ses origines médiévales chez Scot, Occam et Suárez (1978), versión en español: La estructura de la filosofía política moderna. Sus orígenes medievales en Escoto, Ockham y Suárez, Madrid, Istmo, 2002.

[27] Juan Vallet de Goytisolo, «Constitución orgánica de la nación», loc. cit., págs. 333 y sigs. Cfr. Marcel de Corte, «De la sociedad a la termitera pasando por la “disociedad”», Verbo (Madrid), núm. 131-132 (1975), págs. 93-138.

[28] Por lo mismo, lo único que me parece reprochable del trabajo es la referencia al «orden espontáneo» de Friedrich Hayek (Juan Vallet de Goytisolo, «Constitución orgánica de la nación», loc. cit., págs. 353- 357), construcción racionalista heredera del nominalismo, maniquea si las hay pues se elabora como réplica al orden planificado (no hay otra alternativa: espontaneidad o planificación, libertad o constricción, natural o artificial), hija del individualismo egoísta liberal que acaba en el irracionalismo al estilo de Bernard de Mandeville y sus fabulaciones, aquello de «vicios privados, virtudes públicas». El propio Vallet ha rechazado esta idea de lo natural como espontáneo, en Juan Vallet de Goytisolo, «Controversias en torno al derecho natural», Verbo (Madrid), núm. 90 (1970), págs. 929-956, especialmente a la pág. 942 sobre la contraposición de natural y artificial. Además, en otro sentido –como señala Estanislao Cantero Núñez, El concepto de derecho en la doctrina española..., cit., pág. 625–, puede decirse espontáneo como distinto tanto de lo involuntario cuanto de lo organizado; y así lo hace Vallet respecto del derecho foral hispánico.

[29] Juan Vallet de Goytisolo, «Constitución orgánica de la nación», loc. cit., pág. 334.

[30] Ibid., págs. 334-335.

[31] Ibid., pág. 335.

[32]. Cfr. Danilo Castellano, La naturaleza de la política, Barcelona, Scire, 2006, págs. 54-57; y Juan Fernando Segovia, «Legitimidad y bien común: la tarea del gobernante», en Miguel Ayuso (ed.), El bien común: cuestiones actuales e implicaciones político-jurídicas, Madrid, Itinerarios, 2013, págs. 185-189.

[33] En todo caso, como afirma Juan Vallet de Goytisolo, Ideología, praxis y mito de la tecnocracia, Madrid, Montecorvo, 1975, pág. 120, el Estado es la coronación de esa tendencia asociativa del hombre.

[34] Emil Brunner, Gerechtigkeit Eine Lehre von den Grungesetzen der Gesellschaftordnung (1943), traducido al castellano como La justicia. Doctrina de las leyes fundamentales del orden social, México, Centro de Estudios Filosóficos/UNAM, 1961, pág. 170. La referencia está en Vallet de Goytisolo, «Constitución orgánica de la nación», loc. cit., pág. 335.

[35] Vallet de Goytisolo, «Constitución orgánica de la nación», loc. cit., pág. 336.

[36] Juan Vallet avienta toda sospecha de un medievalismo retrógrado o de un conservadurismo cerril porque sabe bien que la dinamicidad del orden social está sujeta a las circunstancias, al hic et nunc, que proscriben repeticiones o anquilosamientos (Ibid.).

[37] Cfr. Alexis de Tocqueville, De la démocratie en Amérique, especialmente el libro II (1840), en Œuvres complètes d’Alexis de Tocqueville, t. II, 4me ed., París, Michelle Lévy Frères, 1864 (hay varias ediciones en castellano), cap. IV, págs. 31 y sigs., y cap. VII, págs. 134 y sigs.; y Alexander Hamilton, John Jay y James Madison, The Federalist (1787), The Gideon Ed., Indianapolis, The Liberty Fund, 2001, págs. 42-49 (hay edición en español, no muy recomendable, México, FCE, 1943 en adelante).

[38] Cfr. Salvador de Madariaga, Anarquía o jerarquía (1934), Madrid, Aguilar, 1970. Sobre el arte de la separación, véase Juan Fernando Segovia, Orden natural de la política..., cit., págs. 106-111.

[39] Juan Vallet de Goytisolo, «Constitución orgánica de la nación», loc. cit., pág. 342.

[40] Ibid., pág. 359. Cfr. Jean Paul Bolufer, «¡Demasiado Estado! ¿Menos Estado?», Verbo (Madrid), núm. 231-232 (1985), págs. 135-150; y del mismo, con el seudónimo de Louis Daujarques, «Estado, gobierno y administración», Verbo (Madrid), núm. 155-156 (1977), págs. 755-764. Lo singular es que Juan Vallet da estas referencias pero en ninguno de ambos artículos aparece formulado el concepto tal como lo trascribe.

[41] Ello no obstante que en el uso vulgar, así como en el histórico y político, la nación es un concepto ambiguo, oscilante, de difícil precisión, como apuntara Álvaro d’Ors, «El nacionalismo, entre la patria y el Estado», Verbo (Madrid), núm. 341-342 (1996), pág. 25.

[42] Andrés Gambra, «Nación y nacionalismo», Verbo (Madrid), núm. 126-127 (1974), pág. 796.

[43] Véase Juan Fernando Segovia, «Reflexiones en torno al pactisme, el pacto político y el contractualismo en Juan Vallet de Goytisolo», Verbo (Madrid), núm. 497-498 (2011), págs. 731-747, con indicación y cita de los textos más relevantes de nuestro autor.

[44] Juan Vallet de Goytisolo, «Constitución orgánica de la nación», loc. cit., pág. 363, cita pasajes de Tomás Mieres que son muy explícitos en ambas direcciones.

[45] Juan Vallet de Goytisolo, Tres ensayos, cit., págs. 70-83.

[46] Juan Vallet de Goytisolo, Más sobre temas de hoy, Madrid, Speiro, 1979, págs. 208-209.

[47] Véase Juan Vallet de Goytisolo, Tres ensayos, cit., págs. 45-46 y 145 y ss.

[48] El panteísmo lleva por necesidad al laicismo; y por tanto el krausismo «coloca la esfera del derecho humano por encima de las esferas de la religión y la moral», quedando éstas «aisladas entre sí y con respecto a todas las demás». Juan Vallet de Goytisolo, «Constitución orgánica de la nación», loc. cit., pág. 365.

[49] Francisco Elías de Tejada, La monarquía tradicional, Madrid, Rialp, 1954, pág. 131.

[50] Juan Vallet de Goytisolo, «Constitución orgánica de la nación», loc. cit., pág. 366.

[51] Ibid., págs. 367-368. Véase Tres ensayos, cit., págs. 52 y sigs.

[52] Cfr. Pier Luigi Zampetti, Dallo Stato liberale allo Stato dei partiti (1965), editado en español: Del Estado liberal al Estado de partidos. La representación política, Buenos Aires, Ediar, 1969; del mismo, La partecipazione popolare al potere (1976), traducción española: La participación popular en el poder, Madrid, Epesa, 1977; del mismo: La società partecipativa, Roma, Dino, 1981; y Luigi Bagolini, Guistizia e società, Roma, Dino, 1983. Hay una obra colectiva que reúne varias opiniones en torno al tema: Pier Luigi Zampetti, Luigi Bagolini, Achile Ardigò y Roberto Papini, La participación en el mundo político, Madrid, Unión Editorial, 1970.

[53] Juan Vallet de Goytisolo, «Constitución orgánica de la nación», loc. cit., págs. 343-346.

[54] Ibid., pág. 346. Véase también su artículo «¿Democracias no partitocráticas?», Razón Española (Madrid), núm. 54 (1992), págs. 27-44; y Tres ensayos, cit., págs. 94 y sigs.

[55] Por ejemplo, Francisco Elías de Tejada, Antonio Aparisi y Guijarro en la tradición valenciana, Madrid, Editorial Tradicionalista, 1973, págs. 117 y sigs.

[56] Cfr. Francisco Elías de Tejada, La monarquía tradicional, cit., cap. V, págs. 125-149; y «El Señorío de Vizcaya y su Fuero», en AA.VV., Los Fueros de Vizcaya. Actas de las Primeras Jornadas Forales del Señorío de Vizcaya (Bilbao, 5 y 6 Febrero 1977), Sevilla, Ed. Jurra, 1977, págs. 83-96. Miguel Ayuso, La filosofía jurídica y política de Francisco Elías de Tejada y Spínola, Madrid, Fundación Francisco Elías de Tejada, 1994, pág. 302, expone que los fueros «son el instrumento legal para forjar la realidad autárquica de las entidades territoriales mayores, de los estilos vitales de cada uno de los pueblos de las Españas». Por encima de las libertades forales, «tenemos la atadura religiosa y la corona, es decir, la monarquía federativa y misionera, de modo que donde los fueros ponen variedad, la misión trae el aliento de la unidad interior de las conciencias y la realeza el signo externo de la unidad interior».

[57] Juan Vallet de Goytisolo, «Constitución orgánica de la nación», loc. cit., pág. 370. Véase Juan Vallet de Goytisolo, «Libertad y principio de subsidiariedad», Verbo (Madrid), núm. 197-198 (1981), págs. 915-958.

[58] Rafael Gambra, «recensión» de la segunda edición del libro de Vallet, Ideología, praxis y mito de la tecnocracia, Verbo (Madrid), núm. 143-144 (1976), pág. 535, decía que esta disposición hablaba de «la humildad» del autor y de una «continuidad creadora» que evocaba el método escolástico.

[59] Juan Vallet de Goytisolo, «Del pacto político de F. Eiximenis al contrato social de J. J. Rousseau» (1976), en Más sobre temas de hoy, cit., pág. 147.

[60] Así lo ha visto el propio Juan Vallet de Goytisolo, «Fundamento y soluciones de la organización de cuerpos intermedios», loc. cit., págs. 227-254.

[61] Filosofía política tradicional, afirma Estanislao Cantero Núñez, El concepto de derecho en la doctrina española..., cit., pág. 457, que se nutre de tres grandes fuentes: el iusnaturalismo clásico, el tradicionalismo hispánico y el pensamiento contrarrevolucionario. Véase en tal sentido Juan Vallet de Goytisolo, «Qué somos y cuál es nuestra tarea», Verbo (Madrid), núm. 151-152 (1977), págs. 29-50.

[62] Francisco Elías de Tejada, Historia de la literatura política en las Españas, Madrid, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas-Fundación Francisco Elías de Tejada y Erasmo Pércopo, 1991, t. I, pág. 122, sabe que desde antiguo se ha usado el término nación aplicado a una comunidad política considerada aparte y distinta de las otras; de ahí su inquisición.

[63] Francisco Elías de Tejada, «En torno al concepto de nación», Nueva Economía Nacional (Madrid), núm. 105, págs. 3-4; y núm. 106 (1939), págs. 3-4.

[64] Santo Tomás de Aquino, Quaestiones disputatae de potentia, q. 9, a. 1.

[65] Juan Vallet de Goytisolo, Reflexiones sobre Cataluña. Religación, interacción y dialéctica en su historia y en su derecho, Barcelona, Fundación Caja Barcelona, 1989, pág. XLVII. Véase sobre la tradición, más extensamente, a Estanislao Cantero Núñez, El concepto de derecho en la doctrina española..., cit., págs. 540 y sigs.