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La sociedad de masas

 1. Introducción

Releyendo los artículos de Verbo, especialmente los dedicados a la tecnocracia, sorprende encontrar reflexiones de gran alcance que enmarcaron perfectamente hace treinta años las claves para entender lo que ya se anunciaba como la llegada del hombre-masa. El hombre de la sociedad de masas vendría a ser el resultado del triunfo de la tecnocracia. Siendo muy joven, cuando cayó en nuestras manos el libro Sociedad de masas y Derecho de Juan Vallet de Goytisolo, se nos escapó la trascendencia del mismo. Para un jurista de su prestigio parecía una frivolidad querer adentrarse en el ámbito de la sociología. Sin embargo, los años y la experiencia han descubierto cómo este ámbito de reflexión era fundamental para la obra de Vallet. ¿Cómo fundamentar o comprender los cambios del derecho en una sociedad fluctuante que se empezaba a regir por códigos y dinámicas hasta ahora prácticamente desconocidos. En el fondo la sociedad de masas, si se instalara en su plenitud, de-construiría todo marco jurídico estable, incluso el positivo y el subjetivista. Ciertamente, en el ámbito del análisis sociológico se ha avanzado muchísimo a la hora de, como mínimo, describir los epifenómenos de la sociedad de masas. El motivo de este texto es recoger el marco re reflexión de Vallet de Goytisolo al respecto, y poder completarlo con los considerandos más recientes de los que disponemos.

2. Tecnocracia y hombre-masa

En un artículo de Verbo, titulado La masificación de la cultura, Vallet citaba a Benjamin Constant para ilustrar lo que era la esencia de la sociedad de masas, en cuanto cuerpo social abocado a la muerte: «La variedad es la vida, la uniformidad es la muerte». No obstante, esta descripción, siendo verdadera, hoy puede ser confusa si no tenemos en cuenta alguna consideración. Antes de la llegada de la modernidad tardía y su descripción como una sociedad líquida, magníficamente conceptualizada por Bauman, el paradigma dominante para pensar el hombre-masa era el de Ortega y Gasset, antecedido por La psicología de las masas, de Gustave Le Bon. En nuestro imaginario colectivo el hombre masa quedaría identificado como una masa uniforme –como señalaba Benjamin Constant– al estilo de los regueros de obreros uniformados y cabizbajos de la película Metrópoli. Sin embargo, la percepción sociológica actual de una sociedad de masas se parecería más a una happy-many (en referencia a las muchedumbres anárquicas que se lanzan a comprar en las rebajas). La versión falsificada de la variedad en la actual sociedad de masas, es una de las condiciones de su asentamiento.

Las premoniciones de Ortega eran un primer esbozo de lo que el capitalismo y el comunismo, por diferentes caminos, intentaban producir. El hombre-masa no hubiera sido posible sin un previo desarraigo artificial y revolucionario de la población de su mundo rural que permitió el arranque de la revolución industrial[1]; e igualmente se alcanzó por el cumplimiento de la profecía saint-simoniana[2] según la cual los industriales o tecnócratas (por encima de los políticos) debían alcanzar la cima del poder social para lograr una sociedad perfecta y redimida de sus males intrínsecos.

La tecnocracia, como estructura de poder del primer capitalismo que ha conseguido perpetuarse hasta nuestros días, puede ser considerada de muchas maneras. Pero nos centraremos en la revolución que supuso para con el cambio de la relación del hombre con la naturaleza. Al decir de Claudio Finzi, con el dominio de la técnica sobre el hombre se pierde el sentido de la realidad: «La mente humana crea un mundo ficticio, de “ideas” que no tienen ningún fundamento alguno en la naturaleza. La misma naturaleza carece de significado sustituida también ella por algo artificial». La creación del imaginario de una «naturaleza» artificiosa permite explicar por qué la «ecología» –en cuando idea fuerte posmoderna– es la derivación lógica de la tecnocracia.

La tecnocracia exige la interpretación imaginaria de la naturaleza como mera racionalidad del cosmos, y del hombre como mera parte de él, expresados en la cuantificación, racionalización y planificación para un fin último: el aprovechamiento utilitario y económico (y en esto coinciden nuevamente comunismo y capitalismo). De ahí que los términos eficiencia o excelencia (eufemismos de rentabilidad y ganancia) sustituyan al de la dignidad personal. La multiplicación hasta el hartazgo de libros de gestión para ejecutivos (en su mayoría rozando el infantilismo) y ofreciendo directrices para liderar las empresas, esconde el fracaso del pensamiento económico centrado verdaderamente en la persona. Al perder la noción teleológica de la economía, nadie sabe qué hacer con ella, excepto los que han diseñado el sistema.

Daniel Bell, al escribir un tratado premonitorio de la modernidad tardía, o denominada por él la sociedad posindustrial, nos advertía de tres transformaciones en la dimensión relacional del hombre con la realidad: «Durante la mayor parte de la historia humana, la realidad era la naturaleza y por ello en la poesía y la imaginación los hombres trataban de vincular el ego individual al mundo natural. Luego la realidad fue la técnica, los instrumentos y objetos hechos por el hombre aunque con una independencia fuera de él, el mundo reificado. Ahora la realidad es ante todo un mundo social […] experimentado a través de la conciencia recíproca de uno mismo y de los otros. La sociedad misma se convierte en una trama de conciencia, en una forma de imaginación a realizar como construcción social […]. Hoy es posible rechazar o liberar a los hombres, condicionar sus conductas o alterar su conciencia. Las limitaciones del pasado desaparecen con el fin de la naturaleza y de los objetos»[3]. Este texto debe ser meditado por su alcance y como medio de comprender que la tecnocracia nunca ha sido un fin sino un medio. Por culpa de ella el hombre se desarraiga del cosmos (en cuanto verdadera naturaleza) y de la sociedad (en cuanto que verdadera comunidad). Por ello, el hombre debe «construir» las relaciones –ya muertas– en vanos intentos de sustitución que acaban en artificialidad y suplantación. Nunca hubiera emergido la sociedad de masas sin un previo desarraigo ontológico que debemos analizar en profundidad, pues este desarraigo posibilita la institucionalización de la inmanencia y la alienación.

Baudrillard anunciaba que la sociedad de consumo representa el triunfo de la era de la alienación radical. Esta crítica se ha extendido tanto que ha llegado a extremos vulgarizantes. No obstante, lo que propone Baudrillard es más profundo: la alienación que se produce no lo es en un sentido clásico materialista, reducido a un mero sentido de producción material, sino que su lógica se extiende «también a la cultura en su conjunto, la sexualidad, las relaciones humanas, hasta las fantasías y las pulsiones individuales»[4]. El consumo no es prometeico, esto es, una proyección o sublimación de un afán de rebelión, superación o culminación de un trabajo o esfuerzo. Por el contrario es un proceso de absorción de signos y de absorción por obra de los signos. Con otras palabras, la alienación se produce no en la fase de producción sino por la interiorización de los significados atribuidos al consumo de objetos. Se logra así, como describe Marcuse, el fin de la trascendencia: «En el proceso generalizado del consumo, ya no hay alma, ni sombra, ni doble, ni imagen en el sentido especular […], no más trascendencia, no más finalidad, […] sólo hay emisión y recepción de signos y, en esa combinación y ése cálculo de signos el ser individual queda abolido»[5]. Tratemos pues de desentrañar lo que implica el aparentemente simple concepto de desarraigo.

3. El «desarraigo» y la desaparición del homo faber

Marcel de Corte[6] anunciaba que la ruptura del hombre con el cosmos llevaría consecuentemente a la ruptura de las relaciones sociales, esto es, del hombre con sus semejantes. Tecnocracia e individualismo serían fenómenos simultáneos que derivarían en una situación de desarraigo en varias dimensiones. Por un lado, desarraigo para con la sociedad; por otro para con la realidad y, como culminación lógica, en un desarraigo religioso. Como imagen de este hombre-masa tenemos la descripción de Alfredo Di Pietro: «El hombre de la ciudad contemporánea es un desarraigado, ya que se han cortado los vínculos que lo unen con el nutricio contacto con la tierra. Son precisamente la piedra y el cemento los impedimentos sempiternos». En ningún momento Di Pietro está realizando una defensa de una vacua ecología, sino que está denunciando una ruptura en lo más esencial del ser humano: la naturaleza en su más profundo sentido filosófico.

No podemos dejar de insistir en que la ecología es una ideología tecnocrática para impedir, precisamente, la restauración del arraigo del hombre con la naturaleza, el cosmos y por, ende, entre otros hombres. El gran filósofo Rafael Gambra –ocultado por el establishment intelectual– sentenciaba en su magistral obra El silencio de Dios que por el desarraigo «pierde el hombre el bien más profundo, aquello que constituye propiamente su existencia de hombre: el lazo misterioso y cordial con las cosas del mundo por el que éstas se hacen valiosas para él y otorgan arraigo y sentido a su vida. El empobrecimiento de la personalidad, la trivialización de los deseos y la masificación humana son sus consecuencias visibles». Ese «lazo misterioso», esa relación, es sustituida por la «ideología». Pero no la «ideología» como la entendía Marx, esto es, una mera recreación imaginaria de la realidad, sino en un sentido de imaginario sustitutivo, para suplir el nihilismo provocado por el desarraigo. Ricoeur –en su discusión con los neomarxistas– agudiza el papel de la ideología advirtiéndonos de la permeabilidad ésta para con nuestras mentes: «Cada vez se hace más difícil tratar la ideología como un mero mundo de ilusiones, de superestructuras, de estructuras, porque la ideología se hace tan constitutiva de lo que somos que, lo que podríamos ser, es completamente desconocido separado de la ideología […]. La función de la ideología es hacer sujetos de nosotros»[7]. Pero no «sujetos» como en el planteamiento teórico de Althusser, para el que hay sujetos por su sujeción; como estar sujetados al Estado. Sino más bien sujetos que se han liberado –en la medida de lo posible– de toda sujeción para iniciarse en estériles –y muchas veces ridículos– intentos de autorrealización. O como diría Ortega y Gasset, la masa cree que tiene derecho a elevar la vulgaridad a categoría de normalidad.

Simone Weil defendía con exquisitez casi poética el «arraigo» como una de las necesidades del alma y del cual decía que «es tal vez la más importante y la más desconocida necesidad del alma humana. En una de las más difíciles de definir. Un ser humano tiene una raíz por su participación real, activa y natural en la existencia de una colectividad real, que conserva vivos cientos de tesoros del pasado y ciertos presentimientos del porvenir. Cada humano tiene necesidad de tener raíces múltiples. Tiene precisión de recibir casi la totalidad de su vida moral, intelectual, espiritual, por medio de los ambientes de los que naturalmente forma parte».

Por eso, la sociedad de masas actual consiste precisamente en la eliminación de todos esos ambientes connaturales de arraigo del ser humano: la familia, el trabajo y su sentido, la Patria, el Cosmos o la Religión. Es análoga a esta reflexión, la distinción ya clásica que realiza Hannah Arendt en La condición humana entre el homo faber y el animal laborans. Mientras que el primero integra su labor productiva en un cosmos de significados y su obra está hecha para perdurar y ser contemplada; por el contrario, para el actual animal laborans su poiesis (o producción) carece de sentido más allá de ser un mero medio para consumir[8]. Lo consumibleefímero, por tanto, es uno de los objetivos fundamentales de la insulsa existencia del hombre-masa. Aunque no hay que caer en reduccionismos: lo efímero se extiende más allá del mero consumo. Sin pasados reales a los que arraigarse, ni realidades presentes que reconocer en cuanto heredadas, ni proyecciones de futuros, el hombre masa queda atado ya no al presente (que aún puede adquirir una cierta significación), sino a la inmediatez.

4. El «alma» del hombre-masa

La inmediatez como único estado existencial soportable; la producción –o trabajo– ajena a un sentido moral y social, limitándose a lo meramente instrumental; el desarraigo o debilitamiento in extremis de las relaciones sociales incluso sanguíneas; la ausencia de una cosmogonía y grandes metarrelatos –sustituidos por la verborrea propiciada por las redes sociales–, son algunas de las características del hombre-masa. La inmediatez, forma propia de relacionarse el animal no racional con el mundo, se convierte a su vez en una tensión paradójica: si bien el desarraigo parece llevar al aislamiento de los sujetos; la inmediatez tiende a atraerlos para configurar masas en el sentido más estricto de la palabra. Ello es constatado por Mafessoli, al describir que «contrariamente a la afirmación tantas veces repetida de un presunto individualismo generalizado, nos enfrentamos con una extraña pulsión animal, que nos empuja a ponernos en contacto con el otro, a pegarse al otro, a imitarlo en todo y para todo»[9].

Para Mafessoli la posmodernidad es un retorno exacerbado del arcaísmo, entendido este como un estado sin trascendencia ni finalidad. En la sociedad neotribal o de masas se entra (ingresso) sin progresar (progresso). En ella se produce una constante marcha sin fin, un ámbito de existencia sin teleología. El aparente dinamismo de la sociedad de masas no es como el crecimiento teleológico de un ser vivo, sino como el anárquico movimiento de un desplome de piedras por una ladera. La sociedad de masas es una vana pretensión de reavivar un cuerpo social muerto desde la aparente vitalidad de lo primitivo o arcaizante. En definitiva se acaba llamando progreso a la mera regresión o infantilismo. Por ello, continúa Mafessoli: «Todo esto subraya el aspecto pagano, lúdico y desordenado de la existencia […], algo que se funda en el contagio y la inflación del sentimiento»[10]. La imposición de la inmanencia, igualmente de forma paradójica, mata la vida interior del hombre-masa.

Como una gran premonición, Philip Lersch en su obra El hombre en la actualidad[11], resalta las características del hombre-masa. Por un lado, se constata la pérdida de interioridad: «El hombre no puede acoger el mundo en el santuario de su intimidad ni de vivirlo desde lo más profundo de la interioridad». Por otro lado, este hombre denota «la pérdida de la unidad psíquica», ya que la especialización y la virtualización de la realidad dejan al hombre seccionado en la posibilidad de desarrollar todas sus potencialidades. Así, señala Lersch: «Antes, cada artesano elaboraba íntegramente una realización, en todas sus partes, como un todo». En el fondo estamos constatando la caída de un conjunto de significados o «imaginarios» que proporciona una cultura sobre los individuos que la componen. De ahí que el hombre masa deba buscar significaciones articuladas de forma diferente a la de los hombres que viven en una sociedad tradicional.

Se hace inevitable una digresión entorno a esta red de significados que se comparten culturalmente. Esta trama de una cultura sólo se accede a ella o se comunica en la medida que se configuran imaginarios colectivos. El término «imaginario» debe ser tenido en cuenta no como una falsificación de la realidad, sino como la condición de posibilidad de conocerla a través de imágenes mentales. Y así lo hace constar Santo Tomás: «[…] conocer lo que está en una materia individual y no tal como está en dicha materia, es abstraer la forma de la materia individual representada en las imágenes. De este modo, es necesario afirmar que nuestro entendimiento conoce las realidades materiales abstrayendo de las imágenes. Y por medio de las realidades materiales así entendidas, llegamos al conocimiento de las inmateriales»[12]. Nos recuerda esta relación a Paul Ricoeur al afirmar que: «La palabra alemana que designa “concepciones” y también “ideas” es Vorstellungsen, representaciones. Las Vorstellungsen son las maneras en las que nos concebimos a nosotros mismos y no las maneras en las que hacemos obramos y somos»[13]. El constructo de una ideología como «imaginario» que permita el control social y la suplantación de la realidad irremediablemente acabará alterando el lenguaje y su función.

5. El hombre-masa y la muerte del lenguaje

Las reflexiones sobre la relación entre la constitución del hombre-masa y, al menos, la deconstrucción del lenguaje, han sido escasas. El lenguaje es imposible que se desarraigue de la naturaleza racional, pero sí puede quedar profundamente contrahecho y distorsionado. Y no nos referimos meramente a la merma de su riqueza léxica y sintáctica, sino a su función primordial que es expresar universalmente lo pensado[14]. Bauman, ante la debacle de la Política con mayúscula en la modernidad líquida, reclama «la posibilidad del universalismo [que] se basa en esta capacidad común de lograr una comunicación eficaz sin recurrir a significados compartidos e interpretaciones predeterminadas»[15]. Sin ella no sólo no es posible el lenguaje, sino tampoco la comunidad política y, por tanto, nos abocamos a la trama ateleológica del hombre-masa.

Uno de los pilares del imaginario posmoderno es la multiculturalidad que ensalzaría precisamente lo contrario: la capacidad de los hombres pertenecientes a diferentes culturas a comunicarse entre sí. Con otras palabras, el multiculturalismo es una de las características por las que se reconoce el armazón de la sociedad de masas. Pero la «muerte» del lenguaje tal y como lo hemos expresado impide la comunicación multicultural: «El multiculturalismo –apunta Bauman– significa, sumariamente, la separación de la ciudadanía de la asignación de una cultura y de la autoadscripción a ella por parte de los ciudadanos, convirtiendo esta última elección en una asunte esencialmente privado […] [por eso] el multiculturalismo […] elimina a priori la posibilidad de cualquier comunicación e intercambio cultural»[16]. De hecho, otro de los condicionantes de la dificultad del uso del lenguaje es que estamos sometidos a los que Bajtín denomina logosfera o «matriz de significados posibles», que en nuestra cultura de masas va cambiando constantemente. Ejemplo de ello es la transmutación constante de términos que se ponen de moda, hasta llegar a su uso obligatorio, por la denominada corrección política.

Christopher Lasch en La rebelión de las elites, titula la II parte con un significativo: La decadencia del discurso democrático. Aunque ya han pasado bastantes años de su publicación, la premonición que anunciaba en estos capítulos, se ha ido cumpliendo. En el capítulo 6, por ejemplo, bajo el título de La conversación y las artes cívicas, relaciona la pérdida de los rituales profanos, como un retraimiento de la relacionalidad que acabará afectando al lenguaje: «Nuestro modo de comer –afirma– está cada vez menos asociado al ritual y a la ceremonia»[17]. Indudablemente la pérdida de la costumbre y ritualización de la comida en familia ha alterado sustancialmente la comunicación entre los miembros de la familia. O bien, el capítulo 9 está dedicado al «arte perdido de la discusión»; o el capítulo 11, a la abolición de la vergüenza. En el pensamiento tradicional católico, la pérdida del pudor se detecta en la casa, en el vestir y en el lenguaje. La vulgarización de estas tres dimensiones de la vida que protegía el pudor, dan la razón a la referencia aludida más arriba, de Ortega, al referirse a la vulgaridad de las masas.

Mucho podría decirse sobre la autodestrucción cultural del lenguaje en nuestra civilización, acompañando la implantación del fenómeno masa. En nuestra colaboración al libro Hombre/Animal la disolución de una frontera[18], aportábamos datos al respecto. Por ejemplo, Robin Alexander defiende que la edad de aprendizaje de la lectura y la escritura, debe iniciarse como mínimo a los seis años[19]. Este retraso conlleva una pérdida irreversible de ciertas capacidades de la mente con respecto al lenguaje. O bien, Leonard Bloomfield, rechaza que el lenguaje deba ser estudiado desde la perspectiva de los procesos mentales, sino simplemente desde los hechos sensorialmente perceptibles: el sonido del lenguaje y no los procesos mentales que los provocan. Esta corriente de pensamiento no podía menos que acabar en el esperpento de la reivindicación del «gruñido» como elemento esencial del lenguaje. Y apareció la teoría del grito primal desarrollada por Arthur Janov a finales de los 70[20]. Una vez oyó un alarido de un joven paciente e interpretó y así ha quedado definido como «un dolor reprimido de la lactancia o de la infancia»[21]. No es de extrañar que la sociedad de masas sea una constante estimulación, al griterío, al alarido y rematado por el gruñido. El silencio y la sociedad de masas son incompatibles.

6. Sublimaciones y resentimientos del hombre-masa

Quizá lo más sorprendente del análisis del hombre-masa es que éste vive la situación descrita no como una opresión o deshumanización, sino más bien como todo lo contrario. Lo que se debe estudiar a fondo de la sociedad de masas es precisamente los efectos psicológicos que produce en los individuos, especialmente centrados en la sublimación de la realidad opresora. Por ejemplo, el hombre actual concibe cualquier «arraigo» como una atadura indeseable que pone en peligro su autorrealización (ello no quita que desee fervientemente quedar arraigado al Estado de Bienestar). Igualmente, mientras que todo lo espera del Estado, siente una desafección total a toda forma de autoridad. También encontramos que una de las condiciones de la creación del hombre-masa es la homogeneización por igualación, el hombre actual sublima la igualdad y la reclama sin cesar como un derecho innato; pero poco importa que la igualación pueda suponer la cercenación de su identidad diferencial.

Como profetizó Tocqueville, en las sociedades democráticas los hombres preferirán ser iguales aunque ello implique la aniquilación de su libertad. La sustitución de la verdadera libertad por una mera «capacidad electiva absoluta, sin ningún tipo de marcos referentes o limitaciones», generará una situación de anomia constante que desgastará al hombre-masa emprendiendo la búsqueda de una felicidad que esa falsa libertad no le puede conseguir. Como señalaba Wright Mills en Carácter y estructura social, la ansiedad es un factor condicionante en la formación de carácter, pero una ansiedad desmedida puede llevar a situaciones patológicas. De ahí que un sistema social sostenido por un sujeto-masa que entiende como libertad la elección anómica, sólo puede considerarse como una anomalía colectiva con consecuencias devastadoras para la psique. Por eso Kierkegaard sostenía que la ansiedad es el resultado del «vértigo de la libertad»[22].

Paradójicamente, y como ya advirtió Rafael Gambra (y antecedió también Tocqueville), la sublimación de la igualdad como ideal relacional social, no puede deslindarse del auge de la envidia. Pues si esa igualdad no se alcanza (y por lógica de la naturaleza nunca se alcanzará), cualquier diferencia entre los individuos, por pequeña que sea, se tornará insoportable. La envidia provocada por una connatural desigualdad de la realidad, deja el terreno abonado al voluntarismo, como único mecanismo de motivación de acción social y de resarcimiento ante la desigualdad impuesta por la naturaleza. El triunfo del voluntarismo crea una falsa sensación de libertad, cuando en realidad el voluntarismo no deja de ser una ofuscación de la libertad cuando esta ya no encuentra un bien al que dirigirse. De hecho, el voluntarismo no es más que la esterilización de la voluntad, esto es, del libre albedrío. Por ende cuando el hombre-masa cata la debilidad de su voluntad, entrega sus restos volutivos al Estado para que alcance sus sueños. Se cumple así lo que decía Bernanos en su obra La libertad, ¿para qué?[23]: «El Estado totalitario es menos una causa que un síntoma. No es él quien destruye la libertad, sino que se organiza sobre sus ruinas». Esta aguda introspección nos permite definir la democracia totalitaria como aquella que se asienta sobre una sociedad donde la libertad se ha hecho imposible, aunque formalmente mantenga aparentes estructuras de garantismo de libertad jurídica.

La sociedad de masas podría visualizarse como procesos de ingeniería social que determinan procesos productivos y de organización social que exigen, a su vez, individuos desarraigados, con una falsa conciencia de su relación con los otros y con el cosmos, arreligiosos y revestidos de una máscara de autoafirmación individualista. Su psique sufre constantes ráfagas de sublimaciones y resentimientos. Sublimaciones de la vana esperanza metafísica de autoconstrucción o autorrealización, que sólo acaban concretándose en formas de consumo (que retroalimentan el sistema productivo); y resentimiento hacia todo lo que le recuerda lo que es por naturaleza y que le determina en cuanto que hombre histórico y real. El marco en el que funcionan estas sublimaciones y resentimientos es el imaginario de un mundo globalizado, donde el capitalismo apátrida y anónimo, y culturalmente sincrético, proporcionará las condiciones de la autorrealización. Vana quimera, que se halla ya injertada en lo más profundo de la conciencia de las nuevas generaciones. ¿La medicina? El reencuentro con la realidad, sin prejuicios ni tapujos; atreverse a pensar aunque ello haga temblar las columnas que sustentan nuestras más prendidas creencias en esta sociedad democrática de masas.

7. El hombre-masa como «normalidad» en permanente construcción, reinvención y expansión

Alguien sentenciaba: «Cuando lo desviado se convierte en normal, toda normalidad es sospechosa de desviación». Lo malo es cuando lo desviado ya ni siquiera se «normaliza» o «estabiliza» y se nos presenta como una sucesión –incluso contradictoria– de posturas, estéticas, convicciones, sentimientos y acciones. John Seel sugiere que para entender la sociedad de masas hay que aceptar las dos proposiciones siguientes: «El yo es indeterminando y cualquier yo es posible», de tal forma que proceso de autopoiesis del yo nunca termina. La liquidez, preconizada por Bauman, es sinónimo de la ausencia de forma estable e identidad consolidada.

La plasticidad, concepto usado anteriormente por Kenneth J. Gergen, también nos puede ayudar a comprender el individuo-masa: «Hay poca necesidad de decisión interna y un mismo estilo para todo. Una persona con esas características resulta estrecha, parroquial, inflexible […]. Ahora celebramos a los seres proteicos[24] […], hay que mantenerse en movimiento; la red es vasta, los compromisos son muchos, las expectativas son infinitas, las oportunidades abundan y el tiempo es cada vez más escaso […]. Es cada vez más difícil recordar con precisión a qué núcleo esencial se debe ser fiel […], la personalidad pastiche es un camaleón social, que constantemente toma prestados fragmentos y partes de identidad de cualquier fuente disponible y los considera útiles»[25]. Sobran las palabras.

Ante el resentimiento (que provoca el rechazo de la realidad), la tendencia al individualismo que paradójicamente conduce a confundirse –incluso físicamente– con masas de individuos y ante la angustia de una libertad ateleológica y sin aceptar estructuras de bien donde desarrollarse, el hombremasa necesita elaborar mecanismos de defensa. En sentido genérico podríamos proponer el «retraimiento» como uno de los principales mecanismos de protección psíquica, pero en un sentido muy especial. Richard Sennett plantea el concepto de «retraimiento» tal y como fuera tomado por autores como Putnam. Este último lo plantea como una forma de «hibernación» y que aleja a los individuos de otras personas con las que no se asemeja o identifica[26]. Sennet, sin embargo, matiza el concepto y lo aborda desde la «sublimación». Más concretamente se centra en los retraimientos voluntarios que se proponen reducir la ansiedad en el trato con los demás. Dos formas de retraimiento psicológico por sublimación que no son incompatibles con la aglomeración y el contacto entre las masas, son el «narcisismo» y la «autocomplacencia».

El narcisismo puede ser considerado, entre otras muchas dimensiones, como una expresión del «yo grandioso» que define Heinz Kohut que recoge Sennet: «El “Yo” llena ahora todo el espacio de la realidad. Una manera de expresar esa grandiosidad es la de sentirse constantemente en posesión del control»[27]. El hombre-masa, siendo el paradigma del individuo controlado, manipulado y sometido a las más sutiles formas de ingeniería social, necesita sentirse controlador. Desea controlar tanto del cuerpo como de los sentimientos. Pero la necesidad de tener el control tiene como efecto perverso el debilitamiento de la cooperación social. Con otras palabras, el individualismo no es un retraimiento físico (aislamiento) sino un retraimiento de la sociabilidad por expansión; esto es, ocupando (incluso invadiendo de forma agresiva desde la perspectiva psicológica) el espacio de otros individuos más débiles.

Por otro lado, la autocomplacencia, tema que ya fue considerado por Heidegger, «se emparenta con el narcisismo en la espera de que la experiencia confirme un modelo ya familiar o prefigurado de lo que uno debe o quiere ser»[28]. Esta situación más que una imagen de espontaneidad adquiere una forma de «repetición rutinaria». La autocomplacencia necesita revestirse de originalidad y distinción, pero en el fondo corresponde a una estandarización de comportamientos y postureos psicológicos. Por ello, afirma Richard Sennnett: «Este retiro individualizado parece la receta perfecta para la autocomplacencia: uno da por supuestos a quienes se le parecen y simplemente ignoran a los diferentes como en un continuo de espejos de ferias, donde uno puede verse de diferentes formas según le convenga e incluso decidir que el que es reflejado no es él mismo, pues otros son reflejados igual. Se cumple lo que definía Baudrillard sobre el sentido de la “espectacularización” de la vida de los individuos de la sociedad consumista: “La imagen especular representa aquí simbólicamente el sentido de nuestros actos, que componen alrededor de nosotros un mundo a nuestra imagen”»[29]. Narcisismo y complacencia se conjuntan así aparentando –en un autoengaño– que la realidad debe adaptarse a mi individualidad. Esta postura «asocial», cuando la repiten millones de personas, configuran la sociedad de masas. En ella, los individuos estereotipados quieren ser diferentes. Lo malo es que todos son igual de diferentes.

Contra lo que manda la tradición en este tipo de aportaciones, no podemos concluir nada de modo definitivo. La materia tratada precisamente lo impide, pues es una sucesión constante de evoluciones y adaptaciones sociales, económicas y psicológicas. La propia definición de sociedad de masas irá cambiando, aunque en el fondo quede siempre un rastro para poder percibir su evolución y tendencias. Y esto es lo que hemos ensayado en este artículo, siguiendo la estela del maestro Juan Vallet de Goytisolo.

 

[1] Al menos en el caso de España es evidente la correlación entre desamortizaciones eclesiásticas y de tierras comunales con el inicio de las migraciones a las ciudades y la posibilidad de tener masas obraras en condiciones de desarraigo, por tanto de precariedad. Las propias desamortizaciones favorecieron la creación de una oligarquía liberal que se benefició de las mismas.

[2] Claude-Henri de Rouvroy, conde de Saint-Simon fue uno de los padres del llamado «socialismo utópico». Las obras de Saint-Simon plantean acabar con la «anarquía» capitalista sustituyéndola por un nuevo sistema dirigido por los científicos y por los «industriales» que sustituirían a los «incapaces»: curas, nobles y explotadores. Saint-Simon, entró en barrena cayendo en la locura, creyéndose descendiente directo de Carlomagno y fundando una iglesia para expandir sus ideas por todo el mundo. Entre sus obras más destacadas encontramos El catecismo de los industriales (1823-1824) o El nuevo cristianismo (1825).

[3] Daniel Bell, El advenimiento de la sociedad post-industrial, Madrid, Alianza Universidad, 1994, pág. 562 y sigs.

[4] Jean Baudrillard, La sociedad de consumo. Sus mitos, sus estructuras, Madrid, Siglo XXI, 2009, pág. 244.

[5] Ibid., pág. 245.

[6] Cfr. Marcel de Corte, «La educación política», Verbo (Madrid), núm. 59 (1967), págs. 634 y sigs.

[7] Paul Ricoeur, Ideología y utopía, Barcelona, Gedisa, 2001, pág. 181.

[8] «Todas las actividades humanas están condicionadas por el hecho de que los hombres viven juntos, si bien es sólo la acción lo que no cabe ni siquiera imaginarse fuera de la sociedad de los hombres. La actividad de la labor no requiere la presencia de otro, aunque un ser laborando en completa soledad no sería humano, sino un animal laborans en el sentido más literal de la palabra. El hombre que trabajara, fabricara y construyera un mundo habitado únicamente por él seguiría siendo un fabricador, aunque no homo faber, habría perdido su específica cualidad humana y más bien sería un dios, ciertamente no el Creador, pero sí un demiurgo divino tal como Platón lo describe en uno de sus mitos» (Hannah Arendt, La condición humana, Buenos Aires, Paidós, 2003, pág. 37 y sigs.

[9] Michel Maffesoli, Iconologías. Nuestras idolatrías posmodernas, Barcelona, Península, 2009, pág. 188.

[10] Ibid., págs. 190 y 193.

[11] Traducida por Gredos en 1979.

[12] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I, q. 85, a. 1, respondeo.

[13] Paul Ricoeur, Ideología y utopía, cit., pág. 11.

[14] Aunque las lenguas son particulares, el lenguaje es universal por eso todas las lenguas pueden traducirse entre ellas. Esta tesis contrasta con el estructuralismo que pretende hacer de cada lengua un lenguaje en sí, intransferible a otros lenguajes.

[15] Zygmunt Bauman, En busca de la política, México, FCE, pág. 211.

[16] Ibid., pág. 207.

[17] Christopher Lasch, La rebelión de las elites y la traición de la democracia, Paidós, Barcelona, 1996, p. 105.

[18] Javier Barraycoa, «La animalización y la deshumanización como progresión-regresión cultural», en Jorge Martínez y Javier Barraycoa (eds.), Hombre/Animal. La disolución de una frontera, Barcelona, Scire, Barcelona, 2012.

[19] Nos referimos al informe titulado Children, their World, their Education, fruto de un estudio de seis años basado en 4000 documentos publicados, así como la revisión de evidencias, informes escritos y entrevistas personales. El estudio fue financiado por la Esmée Fairbairn Foundation.

[20] Arthur Janov, El grito primal, Edhasa, Barcelona, 2009.

[21] Ante ello, elaboró la teoría de que hay sentimientos primales derivados de un mal parto, de no haber sido acariciado suficientemente, etc., que se van acumulando a una memoria psíquica y nos provoca una neurosis que nos impide entrar en la realidad.

[22] Cfr. Soren Kierkegaard, El concepto de angustia, Madrid, Alianza, 2006.

[23] Parafraseando el famoso discurso de Lenin igualmente titulado La libertad, ¿para qué?, pero dando una respuesta diametralmente opuesta al determinismo materialista de Lenin.

[24] Que cambia de formas o de ideas.

[25] Kenneth J. Gergen, The Satured Self: Dilemmas of Identity in contemporany life, Nueva York, Basic Books, Nueva York, 1991, pág. 150. Cfr. «The Self: death by technology», en James Davisos (comp.), The Question of Identity, Charlottesville, University of Virginia Press, 1998, págs. 12 y 14.

[26] Podemos entender este proceso de no identificación en relación al concepto opuesto de «neotribalismo» expuesto por Mafessoli.

[27] Richard Sennet, Juntos, rituales, placeres y política de cooperación, Barcelona, Anagrama, 2012, pág. 260.

[28] Ibid., pág. 264.

[29] Jean Baudrillard, La sociedad de consumo. Sus mitos, sus estructuras, cit., pág. 241.