Volver
  • Índice

La tecnocracia: ideología, praxis y mito

 

1. Introducción

Nuestra breve comunicación remite, de modo muy evidente, a uno de los valiosos escritos de Vallet, escrito publicado aquí en Madrid, en el año 1971, y cuyo título es exactamente Ideologia, praxis y mito de la tecnocracia[1].

Vallet ya había tratado el tema de la tecnocracia en un libro de aparición anterior –Sociedad de masas y derecho (1969)[2]−, donde abordó, entre otras cosas, el concepto de tecnocracia, el neodirigismo tecnocrático, el conflicto entre la tecnoestructura y la libertad humana y el tránsito de la ideología tecnocrática al mito correspondiente.

Casi medio siglo nos separa de la aparición de esas meditaciones de Vallet, y un par de años menos de las reflexiones de José Pedro Galvão de Sousa, en O Estado tecnocrático (1973)[3], obra en que el filósofo brasileño recibe las ideas antecedentes de Vallet acerca de la tecnocracia.

2. ¿Qué es la tecnocracia?

Tiene esa palabra más de una acepción en el usus loquendi. Podría pensarse en que sea (i) una forma utópica de gobierno (lo que parece ajustarse a la etimología del vocablo), (ii) o, al menos, una concepción de poder, «en que la decisión debe emanar del que está técnicamente capacitado para establecer los supuestos»[4]; (iii) no menos podrá comprenderse una concepción acerca de la dirección o gerencia de los asuntos tanto públicos, cuanto empresariales; o, al fin, con posible imbricación sobre los demás significados, en el sentido más práctico que teórico (iv) de una desposesión de los responsables políticos, sustituidos por los técnicos[5].

La tecnocracia puede así conceptuarse la planificación, organización, gerencia o dirección técnica de la sociedad política o de las sociedades intermedias entre el Estado y el individuo, tal que −esta es la clave− los técnicos influyan decisivamente en el mando superior de esos grupos, sustituyendo el papel de sus dirigentes.

Aunque ahí se tenga, de algún modo, una dada concepción del poder, sea del Estado, sea de los grupos sociales menores, la tecnocracia es, sobre todo, un ejercicio práctico de la dirección de los asuntos que interesan al poder. Como hizo ver Jacques Billy[6], la tecnocracia es una praxis (un ejercicio) en el ámbito de la economía, de la industria y del comercio, sea al nivel del Estado, sea al de grandes empresas. Una praxis de planificación, de organización, de dirección, de decisión, que se atribuye a un pequeño grupo de hombres −una élite− de formación técnica.

Cuando dice José Pedro Galvão de Sousa que la tecnocracia es un gobierno de técnicos, lo aclara a continuación con muchas distinciones, de las cuales se puede concluir que la tecnocracia es, sí, es un gobierno de técnicos, pero un gobierno de técnicos en cuanto técnicos[7]. O sea, no se puede negar la importancia de la técnica, tanto en los asuntos públicos, cuanto en los de las empresas privadas, como tampoco puede decirse que todo técnico sea un tecnócrata en acto, aunque siempre lo sea en potencia. Es sabido que la complejidad de los temas públicos y empresariales, en nuestros tiempos, reclama el concurso de los técnicos. De ahí que la proposición de ser la tecnocracia un gobierno de técnicos se comprende mejor cuando está reduplicada: gobierno de técnicos, pero gobierno de técnicos en cuanto técnicos. La tecnocracia surge sólo cuando los experts reemplazan a los responsables políticos y asumen el papel de decidir en su lugar.

Como bien dice Vallet, con la tecnocracia asumen el mando hombres que, al menos mientras se disponen a la tarea del gobierno técnico, carecen de «una visión basada en un orden de valores determinado por las finalidades superiores». Y, por eso, la tecnocracia es un ejercicio de poderes no sólo acomodados a una visión inmanente de todas las cosas −en la que no caben más valores que no sean los de la economía−, sino que también la tecnocracia, por esencia, debe ejercer una planificación y dirección centralizadas y autoritarias: a los ojos de los tecnócratas, una administración de cosas, una búsqueda de eficacia poiética, «l’assimilation −dice Claude Polin− de toute société moderne à un vaste atelier»[8].

Como, por otro lado, no tienen los tecnócratas otro fin que no sea la propia técnica hic et nunc −o sea, como lo dice Juan Vallet, solo les interesa «lo que resulta materialmente experimentable en un solo momento»−, es indiferente el valor moral de las consecuencias de esa praxis (o mejor dicho: factio) tecnocrática. En ese cuadro, tan bien está saciar el hambre del pueblo por el aumento productivo de alimentos, cuanto por la reducción, no importa cómo, de personas por alimentar. Así, dice Patricio Randle, la regla de oro de la cultura tecnológica puede resumirse en esto: «¿Es posible, es barato? Hagámoslo […]. No importa qué consecuencias humanas arrastre»[9].

Además, al dotar de poder de gobierno a una clase de especialistas, ellos, los técnicos, juzgan ser los únicos que tienen la llave de todas las cuestiones, formando así el muy limitado grupo superior de los que se podrían llamar sacerdotes de la tecnolatría, que, sobre el «mito del apoliticismo»[10] y su proclamada aversión a las ideologías (o, mejor dicho, aversión a todo lo que sea universal), construyen una casta volcada a la dominación del «común de las gentes».

3. La ideología tecnocrática

La tecnocracia es una ideología, tomada ésta en su acepción restricta, es decir, una cosmovisión edificada por medio de «puras construcciones mentales» (Vallet), a las cuales, con todo, concurren técnicas muy rigurosas de realización. Es una aparente paradoja, claro, pues a lo abstracto y difuso y fantasioso de la concepción del mundo y de la vida, la tecnocracia agrega un rígido, preciso y muy concreto conjunto de medios de todo orden.

No se autoriza en el ámbito de la tecnocracia la comprensión del orden del universo −dice Vallet que hay un rechazo nominalista de la inteligibilidad del universal–; y esa comprensión se sustituye por el examen de parcelas aisladas del todo. El conocimiento del técnico se restringe a un pequeño campo, a una parte seccionada de la realidad y, sin embargo, al mismo tiempo se atribuye al técnico, en la tecnocracia, la potestad del gobierno del todo de la sociedad (o del todo de las empresas): en eso está la pérdida de las nociones de límite y de realidad.

En palabras de Vallet, se produce ahí «una falsa impresión de libertad en el sujeto que intenta construir un mundo a la medida de sus ideas», y no como el mundo es de hecho. Se toma efectivamente la parte por el todo, los medios por el fin y la técnica por único valor. Mas esa libertad excesiva y absorbente que se da a los técnicos lleva, según lo vio nada menos que el revolucionario Herbert Marcuse, a la legitimidad de la dominación sobre los que no son del grupo esotérico de los técnicos, y así es que (dice el mismo Marcuse) «el logos de la técnica se ha convertido en el logos de la servidumbre prolongada»; y en otra parte: la técnica como ideología de «dominación metódica, científica, calculada y calculista (sobre la naturaleza y sobre el hombre)». Comprender, para los tecnócratas, es, de hecho, dominar, es sustituir «la naturaleza natural por una naturaleza de laboratorio» (Vallet); la inteligencia, por la imaginación; la variedad real de las personas y de las cosas, por la uniformidad amorfa de los entes que puedan obedecer a un esquema de ordenación racionalista.

4. La religión tecnocrática

Y como no hay lugar posible para la trascendencia en esa ideología, no hay en ella lugar para Dios, ni para las religiones trascendentes (pese a que, de hecho, haya situaciones de sincretismo y aun de «cristianos tecnócratas»).

La tecnocracia es, ella misma, con todo, una especie de religión, con sus dogmas de fe materialista que se puede sintetizar en que la toma del poder por la técnica llevará a una inevitable y continua mejoría de la vida social, hasta −en palabras de Armand y Dancourt, citados por Vallet− acercarnos a los elementos constitutivos de la noosfera de Teilhard de Chardin.

Hasta hora, sin embargo, no está de más decirlo, como lo hizo Mircea Eliade, el extraordinario progreso de la tecnología de los últimos siglos no se ha traducido en ningún desarrollo comparable en la inteligencia humana, ni parece que la paz entre los pueblos sea propiamente una marca del mundo contemporáneo.

Pero creencias son creencias… y el hecho es que ya James Burnham sostenía la fe tecnocrática en un mundo socialista bajo la dirección de «gerentes industriales», los managers que, según Burnham, constituyen la jerarquía máxima de los que disponen del aparato técnico para planificar y organizar la producción. En el socialismo de los managers la potestad en las sociedades ya no resultará del derecho de propiedad de una empresa, ni sólo de la posición de gobierno nominal en el Estado, sino que de la potencialidad de conocer y de disponer de los medios técnicos. Dice Thomas Molnar que Descartes y Hobbes habían ya pensado que el método era la clave para hallar la sociedad ideal, una sociedad que se basaría sobre el pilar de la razón y de los apetitos calculables; ese mecanicismo muestra la afinidad entre la tecnología y la ideología −puesto que ambas proponen «sistemas herméticamente cerrados y super-sistemas que eliminan como superflua una vida interior independiente»[11].

La clave de la fe de la tecnocracia en el progreso indefinido es la homogeneización de las conductas, es la homogeneización de las creencias, la homogeneización del modo de vivir, todo gracias a la tecnificación sistemática que reduce las variaciones de comportamiento, de credos, de opiniones, etc.[12]. O sea: reemplazo de la autoridad social por técnicos capaces de establecer patrones racionales y controles rígidos de conducta; sustitución de principios morales, de creencias religiosas establecidas en el tiempo, costumbres, maneras tradicionales de vivir, todo eso reemplazado por patrones homogéneos de pensar, de querer, de sentir… o en otras palabras: no más individualidades, no más personalidades, no más vidas interiores, sino personas manipulables, conductas calculables, sociedades uniformes, procedimientos unísonos.

Rogério Erhardt Soares, un jurista portugués de nuestros tiempos, destacó que la tentación de eficacia −propia de todo poder− ha encontrado en el uso de los medios técnicomecánicos «nuevos motivos para el desconocimiento de los valores fundamentales del hombre»[13]. En una sociedad regida por la técnica, todos los que no son de la casta de los tecnócratas son invitados a reducirse, en sus prácticas, al manoseo pasivo de las fórmulas impuestas por la élite de los técnicos: Erhardt Soares, a esos súbditos de la tecnocracia, los compara a meros «practicantes de farmacia».

De hecho, el mito tecnocrático de la «humanidad feliz» exige una «existencia vacía totalmente de espíritu»[14], de vida íntima, de libertad, una humanidad cuya meta sea sólo la felicidad del consumo posible, una «felicidad materialista» conducida por los dominadores tecnológicos. De ahí el juicio de que no haya más necesidad de garantizar libertad, privacidad, intimidad, de garantizar las individualidades, pues nadie puede ser personal, heterogéneo, nadie puede ser diferente de la uniformidad planetaria dictada por los tecnócratas. Es esa homogeneidad la justificación del control totalitario que, bajo el nombre de transparencia, trata de inhibir las diferencias, de prohibir lo que toma por anómalo, patológico, ilícito, exactamente en la medida en que no es uniforme.

O sea, la tecnocracia presenta un tipo de «sociedad totalitaria de base racional»[15], por medio de una especie de «Leviathan teledirigido»[16] (en la expresión de Georges Burdeau), autores ambos citados por Paulo Otero, quien concluye muy bien que el modelo de la sociedad tecnocrática entraña una «autocosificación de los hombres», bajo las categorías de acción racional (dirigida a la eficacia) y de comportamientos adaptados mediante controles rigurosos de conductas estimuladas y formas de dominación calculadas[17].

En resumen: «Obedeced, haced siempre lo que los demás y seréis felices… ¿Por qué habríais de querer ser libres? Nosotros, nuestros técnicos, pensamos por todos».

5. Final

En el epílogo de La tecnocracia: ideología, praxis y mito, Vallet concluye, en síntesis, que la tecnocracia es una ideología para el desarrollo de la producción y la homogeneidad social, que se realiza como praxis que a todo trata como cosas (o sea, cosifica también los hombres, a los cuales aplica técnicas de manipulación) y tiene su fe en un mito: «[El mito] del progreso indefinido, que se orienta hacia la formación de unas masas con reflexión, en una especie de noosfera que […] conduzca a una especie de punto omega, que no pasa de ser un ectoplasma emitido con una mezcla de teología-ficción y de ciencia-ficción».

Creencias son creencias. Y las de Teilhard de Chardin, así lo dice Rubén Calderón Bouchet, parecen resucitar la «antigua cosmología presocrática», pero lo más grave reside en que los tecnócratas tardo-presocráticos no quieren ser cosmólogos, sino «controladores del mundo», en la célebre expresión de Aldous Huxley.

 

[1] Juan Vallet de Goytisolo, Ideología, praxis y mito de la tecnocracia, Madrid, Escelicer, 1971.

[2] Id., Sociedad de masas y derecho, Madrid, Taurus, 1969.

[3] José Pedro Galvão de Sousa, O Estado tecnocrático, São Paulo, Saraiva, 1973.

[4] Roger Grégoire, «Los problemas de la tecnocracia y el papel de los expertos», Revista de Estudios Políticos (Madrid), núm. 131 (1963), pág. 140.

[5] Ibid.

[6] Jacques Billy, Les techniciens et le pouvoir, París, PUF, 1960.

[7] José Pedro Galvão de Sousa, op. cit., pág. 84.

[8] Claude Polin, L’esprit totalitaire, París, Sirey, 1977.

[9] Patricio H. Randle, Soberania global. Adonde lleva el mundialismo, Buenos Aires, Ciudad Argentina, 1999.

[10] Roger Grégoire, loc. cit., págs. 146 y sigs.

[11] Thomas Molnar, «La ideología de la tecnología», Gladius (Buenos Aires), núm. 38 (1997).

[12] Vid. Leo Moulin, «La tecnocracia, tentación y espantajo del mundo moderno», Revista de Estudios Políticos (Madrid), núm. 123 (1962), págs. 91 y sigs.

[13] Erhardt Soares, Direito público e sociedade técnica, Coimbra, Tenacitas, 2009.

[14] Georgi Schischkoff, La masificación dirigida, Madrid, Editora Nacional, 1968.

[15] Herbert Marcuse, El hombre unidimensional, Barcelona, Planeta, 1964, pág. 186. Cfr. César Ortega, «Habermas y Marcuse contra la ideología tecnocrática. Divergencias en la teoría crítica», Daimon (Murcia), núm. 71 (2017), págs. 47 y sigs.

[16] Georges Burdeau, El Estado, Madrid, Seminarios y ediciones, 1975. Es el título de uno de los capítulos.

[17] Paulo Otero, A democracia totalitária, Cascaes, Principia, 2001.