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Introducción a la política (VI)

INTRODUCCION A LA POLITICA

SEGUNDA PARTE.

Principio y Fundamento

PRÍMERA PARTE

(Continuación.)

Dios o nada...: "si Dios no existe, todo estará permitido..."; tal es lo que nosotros tratábamos de demostrar en nuestro estudio precedente. Con argumentos de buen sentido, de razón. Problema del fin del hombre, del que no puede prescindirse para entender correctamente el orden humano y, por consiguiente, la política.

Conjunto de verdades que no tienen solamente valor teórico, de simple coherencia intelectual, como quizá algunos tiendan a creer sino conjunto de verdades de aplicación inmediata y de consecuencias que afectan a la carne y la sangre, pues son causa de vida o de muerte...

La sociedad no puede escapar a estos terribles problemas y tampoco trata de hacerlo: castigo de los criminales, pena de muerte, eutanasia (1), abortos, entre tantos otros imposibles de eludir. Problemas fundamentales sobre los cuales el legislador no tiene más remedio que pronunciarse teórica y prácticamente.

Por laico que sea, el Estado más sectario no puede negar ese fin material del hombre, que .es la muerte. ¿Y cómo se comporta ante ella? ¡Ahí podremos juzgarle y apreciar la calidad de sus razones!

La persona humana es sagrada, hemos dicho. Y, por tanto, lo es su vida misma. Si la persona humana no fuera sagrada, por no estar ordenada a Dios, directa e inmortalmente (2), no sería estrictamente nada más que una parte de este todo que es la sociedad. Y la sociedad podría disponer de esta parte, que sería el individuo humano, sin otra justificación que la voluntad humana, el interés o el capricho del conjunto mismo de esta sociedad. Por lo tanto, tendría derecho a encarcelar o a matar a aquellos cuyas ideas o gustos no le agradaran; tendría libertad para acelerar la muerte de los seres "improductivos", como serían los incurables o los ancianos; libertad para organizar el birth control y el abortó bajo pretexto de regular a su gusto el curso de su población, etc. ...

Porque, en realidad, admitiendo que Dios no existiese, todo esto estaría permitido y debería ser legítimamente permitido al Estado.

 

Del Ser necesario, no se puede prescindir

¿Pero, ignoráis, dirán algunos, que la inmensa mayoría, hoy en día, no cree en Él?

La respuesta es fácil. Si bien el argumento de referencia a Dios, hoy ya no resulta eficaz, es necesario hacer todo lo posible para que se vuelva a tomar consciencia de su valor. Pero de ninguna manera puede pensarse en sustituirlo. Ningún otro argumento tendrá su valor, porque a todos puede dárseles la vuelta. Queremos decir darles la vuelta lógicamente, o sea que son razonablemente reversibles (3).

Sin duda, algunas consideraciones de segundo orden pueden ser de utilidad en alguna ocasión. Pero cuando se trata de defender lo que aquí está en causa, sería locura, y locura singularmente culpable, confiar para su defensa en argumentos débiles de base.

¿Qué pensaríamos de un general que en una guerra moderna confiara una de sus más importantes ciudadelas a algunos galopines provistos de hondas? Es necesario, pues, desenmascarar la imprudencia culpable que consiste en utilizar la ballesta, cuando la artillería de más fuerte calibre casi no basta para defender la posición.

A fuerza de presentar a los incrédulos explicaciones que no son tales, hemos contribuido a dejar creer que en estas cuestiones, de vida o de muerte, la referencia a Dios es secundaria, es decir, superflua. Lo cual es, por lo menos, un claro signo de incoherencia intelectual entre los creyentes. Como si se pudiera decir: tú eres creyente. ¡Tanto mejor! Para ti existe el argumento divino. Pero tales otros argumentos son suficientes, y tú verás cómo llegaremos, lo mismo, con o sin Dios, a la conclusión correcta.

Hay en esto un verdadero fraude. Como si Dios pudiera ser reemplazado por cualquier otro argumento. Actitud que podríamos calificar de blasfema. Porque es burlarse del Ser necesario tratar de prescindir de Él tan cómodamente en esta materia de la vida y de la muerte.

"¿Pensáis que no se ve", escribía Blanc de Saint-Bonnet, "lo que ocurre en este momento entre los hombres? Querrían salvarse sin Dios. Han hecho de esto punto de honor." Lo que quisieran es explicar y justificar las grandes leyes del orden moral sin referencia al Creador.

Porque, digámoslo una vez más (tanto si se acepta como no), es y será siempre verdad que Dios es la clave de la única respuesta que es verdaderamente LA respuesta y razón verdadera a la cuestión que nos ocupa. Y poco importa, además, que esta respuesta sea efectivamente rechazada por muchos. La desgracia, la grande y única desgracia, sería silenciarla bajo pretexto de que algunos no la admitan, y habrá siempre en su recuerdo una excelente ocasión para hacer sentir a los incrédulos de buena fe la pobreza de sus pretendidas razones (4).

La verdad, incluso rechazada al principio, anda en las almas. Sólo ella ilumina realmente. Sólo ella justifica. Y qué desgracia cuando, en asuntos tan graves, los mejores dejan la luz por la sombra, es decir: el argumento seguro por el razonamiento dudoso de una apologética circunstancial, fugaz como el acontecimiento o "la opinión".

 

Dios, principio del orden social y de la legislación

Primer ejemplo: la eutanasia.

No es suficiente recordar la argumentación que sirvió, hace unos diez años, para combatir la corriente favorable a la eutanasia, provocada por el proceso del Doctor Sander. Lo esencial de la argumentación era éste: la eutanasia debe ser rechazada, porque tan sólo aceptar el principia sería tanto como abrir la puerta a mil abusos.

Lo que permitiría entender que no es en sí el hecho de matar lo que es criminal, sino: solamente los abusos que resultarían si se admitiera el principio de la eutanasia. Partiendo de una tal manera de pensar, uno puede imaginar los bellos discursos que dirigirían los moralistas de mañana a los asesinos del porvenir: "Asesinad, señores, pero no abuséis."

Pero, ¿desde cuándo el abuso de una cosa puede ser un argumento en contra de la misma cosa? ¿No enseñaba San Ignacio "que no hay que suprimir jamás por un abuso una cosa que no es mala en sí"? Que la eutanasia o el aborto puedan provocar abusos no prueba nada contra la eutanasia o el aborto. Las cosas mejores los provocan. Que se combatan solamente los abusos y que se conserve la cosa misma.

Y es justamente éste, en el fondo, el sentido de unos conceptos expuestos por Schlumberger (5). Haciendo alusión a una negativa a autorizar la eutanasia: "esta enérgica puesta en guardia —escribía— está inspirada manifiestamente por el horror del espectáculo de excesivas crueldades que nos ha dado el hitlerismo... Se comprende que ante tales monstruosidades, desde un principio se haya estado preocupado por establecer un límite y fijar una norma. He aquí lo que se ha hecho, pienso yo, con bastante firmeza". Mas inmediatamente coloca el clásico "pero", precursor de grandes circunloquios y rodeos. Así, leemos algunas líneas más adelante...: "¿Es presuntuoso reclamar como una gracia la cicuta que se hizo beber como un castigo a Sócrates? ¿Sé yo bien, por mi parte, lo que desearía en los dolores de la agonía para quienes amo y, llegado el caso, para mí mismo?"

¿Qué contestar a esto?, es decir: ¿qué contestar a esto en el supuesto de carecer del argumento de referencia a Dios?

¿Invocaríamos los derechos de la persona humana? No tienen sentido si no es con relación a Dios; y, además, ¿cómo entenderlos amenazados cuando es la misma persona quien reclama para ella esta "gracia" de la eutanasia?

Se observa la futilidad de semejante argumentación. Persistiendo en blandir el espantajo de abusos siempre posibles, cabrá siempre oponer a este argumento de tipo práctico otro contraargumento también de orden práctico. Y Schlumberger lo sabe mejor que nadie: Ya que los abusos son el argumento habitual, que se corte el camino a los abusos con una legislación severa, pero que se conserve la eutanasia. "Que franquear la barrera resulte difícil —prosigue nuestro autor—, excepcional, rodeado de rigurosas precauciones y así nadie pensará en oponerse. Es necesario descubrir los complots de demasiadas familias...", etc.

Se ve el rodeo.

El lenguaje claro es cuestión de una legislación tendiendo a reglamentar el homicidio.

Por tanto, el combate es demasiado vivo, y su resultado demasiado importante para abandonar los verdaderos argumentos, los únicos sólidos; y esto no por una especie de estetismo doctrinal, por preocupación de eficacia, ya que en el punto en que nos encontramos todo lo que no es verdadero es intensamente odioso.

¿De qué peso pueden ser aquí las pretendidas razones de nuestros empíricos?

Las circunstancias que rodean efectivamente el problema que  estudiamos son de tal naturaleza que parece natural que todas las potencias del sentimiento conspiren por obscurecer una comprensión estricta del deber.

A la persona afligida de una enfermedad incurable y a quien atormenta la tentación de la eutanasia, ¿qué le podemos decir? Os atreveríais a decirle que la eutanasia está prohibida porque si se aceptara el principio se abriría la puerta a mil abusos; que los nazis principalmente..., que los bolcheviques, entre otros.., harían peligrar..., etc.

¿Es posible concebir más siniestro razonamiento de maestro de escuela a un niño que se está ahogando?

* * *

¡Qué diferencia tan grande si apelamos a Dios!

Incluso si el interesado es incrédulo, es patente que es el único argumento que, a pesar de todo, puede ser usado en esta circunstancia sin caer en ridículo. Por lo menos no está fuera de lugar; porque es evidente que si no se habla de Dios en tales momentos será inútil hacerlo en cualquier otra circunstancia.

E, incluso, aunque en esta circunstancia resulte aflictivo, el argumento divino lleva consigo todo un conjunto de consecuencias que acaba por esfumar lo que de duro pueda tener. Idea de justicia y de vida eterna, y de esperanza, en fin, allí donde no había más que desesperación. Por él, el dolor adquiere un sentido. Signo de una gracia que, nosotros lo sabernos, sobre todo en estos momentos supremos está siempre presta a sumergir al corazón de buena voluntad en inefables consuelos.

O este argumento es el único, o bien, de lo contrario, haría falta reconocer que nada es nada y que el enfermo incurable no merece otra cosa que ser sacrificado como son rematadas, cada día, las bestias muy enfermas. Y en este caso, la eutanasia este derecho a matar, debería figurar en la constitución política de los Estados.

Segundo ejemplo: el derecho de ejecutar a los criminales.

Pero aún más necesario aparece el argumento divino en materia penal. Nada tiene tanta relación con el problema qué nos ocupa. ¿El Estado, la sociedad, tienen razonablemente el derecho de condenar y de ejecutar? Y si lo tienen, como parece indicarlo al menos la práctica, ¿cuál es el fundamento de este derecho? ¿Cómo se justifica y puede ser justificado? ¿En qué condiciones? ¿Y cuáles son sus límites?

¿Quién negará que nos hallamos aquí ante el mismo principio del orden social?

Si, como ya hemos dicho, la persona humana es realmente SAGRADA porque está ordenada directamente (e inmortalmente) a Dios, ¿cómo admitir que la sociedad pueda poner la mano sobre ella?

La palabra sagrada no está tomada aquí en un sentido metafórico más o menos patético y forzado. Nada de imagen poética.

La persona humana es sagrada. No es sólo una palabra. Es un hecho. Y de él se deduce el rigor de sus consecuencias.

Lo que es sagrado es inviolable. INVIOLABLE, por tanto, la persona. Inviolable la libertad, que es su tributo. Inviolable su integridad moral y física, etc...

Esto es lógico. Esto es inteligente. Y así, espontáneamente, el pueblo fiel afirma que no se puede tocar lo que es sagrado. La Iglesia, que proclama este carácter sagrado de la persona, sabe mejor que nadie lo que significa.

Claro es que en el plano de las relaciones sociales no deja de provocar complicaciones el hecho de que la persona humana sea sagrada.

¿Cómo conciliar el respeto debido a este carácter sagrado de la sociedad ejerce el derecho de defensa contra un ataque injusto (después de un crimen especialmente) le esté permitido a la sociedad intervenir y poner la mano sobre el criminal?

Por lo tanto, que nadie se llame a engaño, semejante justificación no es tan fácil.

No es, en efecto, un argumento sólido decir que en este caso la sociedad ejerce el derecho de defensa contra un ataque injusto de la persona. Porque si es verdad, como los "personalistas" gustan repetir, que la persona tiene alguna cosa esencialmente superior a la sociedad (por cuanto posee un alma inmortal llamada a la vida sobrenatural), esta razón basta para descartar el pretendido derecho de defensa de la sociedad contra la persona.

Nadie ignora, en efecto, que el pensamiento cristiano admite como un principio de sabiduría, casi evidente, la subordinación de lo inferior a lo superior. Si la sociedad no es superior en dignidad a la persona, ¿qué derecho puede tener sobre ésta?

Es también insatisfactorio el argumento que pretende que en la sociedad humana hay un conjunto de personas sagradas que se defienden contra una sola de ellas, y que esta superioridad numérica de personas igualmente sagradas basta para legitimar su acción contra aquella que resulta nociva e indeseable. Se ve lo escandaloso de semejante razonamiento y cuántos inocentes correrían el riesgo de ser sacrificados a los meros intereses gregarios de esta sociedad de personas sagradas. Una sociedad de personas sagradas, corno tal, no tiene ningún derecho contra una persona sagrada.

En cuanto a recurrir a esta fórmula hueca que consiste en decir que la sociedad puede intervenir contra una persona criminal a condición de "tratarlo como hombre" y de respetar su dignidad sagrada, resultará emotivo, pero en rigor no significa nada. Porque, volvamos a repetirlo, o la persona es sagrada o no lo es. Y si lo es, no acertamos a comprender cómo es posible admitir el arresto, el fusilamiento, la guillotina, de manera que no atenten a este carácter sagrado y, por tanto, inviolable.

Salvo si admitimos juegos malabares con las palabras, como de hecho se hace muy a menudo, no se puede sostener que la prisión, el fusilamiento o el garrote vil, aun obrando vigorosamente (!) sobre las personas (es lo menos que se puede decir), no atentan contra la integridad de su ser o de sus bienes esenciales. De ahí la paradoja de ciertas fórmulas penales actuales, en las que no podemos discernir lo que exactamente quieren ser justo castigo o tratamientos en clínicas provistas de un confort del que carece la mayoría de la gente. Es decir, el mundo moderno ha perdido el sentido exacto de la falta, del sufrimiento y, por tanto, el sentido de "la pena" en la acepción fundamental y etimológica de la palabra "penal".

Este desorden intelectual y moral es más lamentable de la que se piensa. No es tanto en absoluto el régimen de nuestras prisiones, de nuestras sanciones sociales lo que se encuentra por ello afectado, sino nada menos que una sana inteligencia de la culpabilidad, de la reparación y de la expiación.

Y en este punto la negación de Dios ha causado y causa siempre catástrofes que no se sospechan.

Pérdida del verdadero sentido de la dignidad humana y prueba que no basta invocarla a lo largo del día para tener una idea insta de ella. Conformarse, en efecto, con los argumentos habitualmente .avanzados para justificar una acción penal es un signo claro de que se ha adquirido una idea muy pobre de este carácter sagrado de la persona humana.

Insistamos una vez más: o se cree  en este carácter o no se cree en él. Y si no se cree en él es odioso tanto énfasis.

Pero si se cree hay que rehusar los juegos de palabras y buscar razones más rigurosas, más sólidas, RAZONES VERDADERAS para legitimar el castigo penal; o bien convenir en que el criminal, por malo que sea, es inviolable y que las prisiones, fusilamientos, etc., son ilegítimos a pesar de los riesgos que este criminal ocasiona a la sociedad.

* * *

Tercer ejemplo: La argumentación de Santo Tomás.

Tal es la única manera de soslayar verdaderamente la dificultad. Pero las soluciones a elegir no son muchas y no se tarda en constatar que la única explicación realmente seria, exhaustiva, es la de Santo Tomás.

Es verdad que le ha sido reprochada cierta rudeza en las imágenes (7). Sin embargo, esta rudeza de expresión no es lo esencial de una demostración que tiene la honradez fundamental de no pretender conciliar lo inconciliable, haciendo creer que no se atenta contra el carácter sagrado de la persona cuando se le meten doce balas en el cuerpo, se le corta la cabeza, se le condena a trabajos forzados o se le encarcela por meses, años o toda la vida, etc.

Para Santo Tomás lo sagrado es sagrado.

Por consiguiente, no es posible, ni lícito a sus ojos, obrar contra una persona humana HASTA HABER DEMOSTRADO QUE POR SU CULPA HA PERDIDO LO QUE LA HACIA INVIOLABLE, INTOCABLE, SAGRADA.

Esto es claro, es honesto, es razonable. Y a los ojos de los que exigen un mínimo de coherencia intelectual tiene la ventaja decisiva de proclamar el principio de la única doctrina que permite comprender lo que podríamos llamar la economía de las sanciones y las penas, de cualquier clase que sean; desde la azotaina al niño que se ensucia las zapatos, hasta los suplicios del Infierno, pasando por toda la gama de penas y castigos posibles: las disciplinas, los ayunos, vigilias o los cilicios de los santos (que se castigan par su condición de pecadores), hasta las decisiones más o menos crueles de los legisladores humanos, celosos de castigar simples delincuentes o criminales.

Esta necesidad de una doctrina universalmente coherente sobre semejante materia no se ha escapado a Pío XII, y se puede comprender (8) con la amplitud de sus opiniones la adaptabilidad y genio con el que sabía descubrir, más allá, pero a través de los problemas de nuestras jurisdicciones terrenas, un verdadero efecto de la eterna justicia de Dios.

Luego, precisamente, es evidente el aspecto tomista del pensamiento de Pío XII (9). "Incluso cuando se trata de la ejecución de un condenado a muerte —observaba—, el Estado no dispone del derecho del individuo a la vida. Por tanto, le está reservado al poder público privar al condenado del bien de la vida, en expiación de su falta, DESPUES DE QUE, POR "SU CRIMEN, ESTE SE HA DESPOSEIDO YA DE SU "DERECHO A LA VIDA".

En otras palabras, no es la sociedad la que, en este caso, atenta contra la persona, es la misma persona quien, por su falta, se ha "desposeído" de sus derechos, o también: no es la sociedad la que tiene un derecho contra la persona, sino, por el contrario, en la medida que la persona, por su crimen, se ha desposeído de la integridad de sus derechos, el Estado puede intervenir. Ningún ataque se comete, pues por el Estado contra el carácter sagrado de la persona, puesto que ella está ya como "desacralizada" por su crimen: esto es lo que la somete a la vindicta del Estado no ciertamente para ser castigada de parte de la justicia, sino para satisfacer las exigencias penales, de las que Pío XII ha recordado precisamente en muchas ocasiones la sabiduría y las normas.

A los ojos de este último, en efecto, siendo sagrada la persona a causa de su destino a Dios, no puede hacerse violencia contra ella hasta tanto que, por su falta, por un pecado contra el orden divino, ella misma no se "desposea" de la inviolabilidad que le confiere este carácter sagrado de estricta dependencia divina.

Aunque la sociedad entera se coaligara contra una sola persona culpable, si se admite que esta persona culpable permanece plenamente sagrada jamás tendrá la sociedad el derecho de levantar la mano sobre dicha persona para castigarla. El orden sagrado, en efecto, está por esencia infinitamente por encima de todo el bien social. Por tanto hay que admitir:

– o que está prohibido todo castigo contra los culpables,

– o que estando (relativamente) desacralizado por su crimen, el culpable puede, por tanto, ser castigado (en la justa proporción de esta desacralización, es decir, de su crimen).

Así, nota Santo Tomás, "aunque sea malo en sí el condenar a muerte al hombre que permanece en su dignidad" de ser humano razonable, es decir, de ser humano respetuoso del orden divino y, por tanto, de persona sagrada..., "condenar a muerte al pecador" (es decir, a aquel que por una falta grave (10) se ha desacralizado en alguna manera) "puede ser una cosa buena".

Admirable armonía de la tesis tomista que, en un respeto escrupuloso del carácter sagrado de la persona humana, puede permitir y sólo ella, de la manera más altamente metafísica y teológica, justificar el castigo penal.

De ahí la suprema y perentoria recapitulación del R. P. Pègues en su Commentaire (11):

"Según Santo Tomás, el hombre, en la sociedad, teniendo función de parte en relación al todo, y siendo la parte, por relación al todo, cosa imperfecta, el individuo en la sociedad estará ordenado al bien de esta última y deberá, si hay necesidad, ser sacrificado a ella..." (12). Pero esta ordenación de la parte al todo, de una sencillez elemental cuando se trata de estos conjuntos físicos evocados por Pío XII en el texto que hemos citado, es singularmente más compleja cuando se trata de una comunidad moral como la sociedad humana. "El individuo en la sociedad estará por todo ordenado al bien común de esta última y deberá, si hay necesidad, ser sacrificado a ella... PERO (SOLAMENTE) según convenga a este todo que es la sociedad: la cual, al estar compuesta de seres humanos, debe regular la razón misma de su bien según la naturaleza (personal, inteligente, libre, inviolable) de los seres que la componen, ya que esta naturaleza es tal —hace observar el P. Pègues— que, a diferencia de la naturaleza de los animales o de los otros seres inferiores en relación al hombre..., si bien el individuo humano, en cuanto a lo exterior de su vida, está ordenado al bien de la sociedad (13), esto no le puede ser exigido más que como a un ser moral (a una persona inteligente), libre, responsable (inviolable, sagrada...), haciendo por tanto una llamada a su razón.

Se deduce de esto que la sociedad no tiene derecho a recurrir a la violencia o a la coacción hacia el individuo más que si él rehúsa indebidamente someterse a la razón.

Pero desde el momento en que él indebidamente rehúsa someterse a la razón, sobre todo si resulta por razón pública que es condición indispensable de todo bien en la sociedad, sea por sus doctrinas, sea por sus actos, una especie de veneno corruptor, en este caso se despoja en cierto modo de su dignidad humana y no tiene el derecho a la inviolabilidad que esta dignidad confiere a todo ser humano..."

He aquí, se puede decir, lo esencial de una argumentación que, corno se ve bastante bien, abarca todo el problema social: relaciones de la sociedad y de las "personas" que la componen; deberes recíprocos de unos y de otra; fundamentos del derecho penal y legitimación de los castigos que implica, etc.

 

Dios, o bien el aplastamiento del individuo por la sociedad, de la parte por el todo, de la persona por la masa

Si bien se mira y observa, todo esto reposa sobre Dios; es inconcebible, insostenible, sin Dios; resulta incomprensible sin Dios.

Suprimido Dios, la noción de sagrado desaparece, se convierte en palabra vacía de sentido, desprovista de fuerza, de todo valor.

Suprimida la noción de sagrado, ¿en qué parará el carácter inviolable de la persona humana?

El hombre no es más, no puede ser más que un individuo atraído por dos tendencias opuestas: o la rebelión contra la sociedad, o su absorción por ella.

O la rebelión nihilista de la anarquía, es decir, la protesta del individuo contra lo que no puede ser más que la tiranía social; o el renunciamiento voluntario y casi místico del individuo en un totalitarismo socializante, del que el marxismo-leninismo nos ofrece en este momento el máximo ejemplo.

Pero restablecido Dios todo se ordena armoniosamente, todo se explica sabiamente, razonablemente: el verdadero papel de la sociedad, el respeto debido a la persona... y las obligaciones de ésta con aquélla.

La referencia a Dios, que es el único que puede conferir su carácter sagrado a la persona humana y es al mismo tiempo el único argumento que permite a la sociedad castigar a la persona criminal (14).

Si Dios no es el principio de la ley, la ley realmente carece en pura lógica de fuerza moral. Queda en un consejo, una recomendación más o menos sabia. Resulta incapaz de justificarse seriamente, incapaz de encontrar en ella misma lo que legítimamente, razonablemente, le autoriza a decir: es verdaderamente obligatorio obedecerme, tengo el derecho de obligar; tengo el derecho de castigar e incluso de matar en ciertos casos a los que rehúsan observar mis prescripciones.

Ante una ley sin fundamento en Dios jamás se dirá bastante que tienen razón los revolucionarios, anarquistas o marxistas. Pues, una vez cortadas las instituciones de Dios, lógicamente no queda nada más que la tesis de estas gentes para explicar el poder del guardia: tesis de la sola fuerza del número, del aplastamiento por la sociedad en nombre de la única superioridad del "múltiplo" en relación a "la unidad" y de los derechos del "todo" sobre la "parte". Ya se acepte esto y se organice, como hacen los comunistas. Ya el individuo se revuelva contra la tiranía social, a la manera de los anarquistas.

Pues, repitámoslo, ¿si Dios deja de estar presente en la ley, de ser el principio de la ley, qué respeto, qué obediencia merece? ¿Para qué la ley? ¿Para qué el Estado? ¿Para que la policía? ¿Y qué es lo que me obliga razonablemente a someterme, a obedecer? (15).

¿El temor de ser encarcelado, muerto quizá?

¿Y si me burlo de ello o encuentro más apasionante arriesgarme?

Los anarquistas tienen, por lo tanto, razón cuando pretenden que la sociedad es una odiosa trama, fundada sobre la violencia, la sola fuerza bruta. ¿Qué derecho verdaderamente razonable me puede obligar en estas condiciones?

¿El derecho de que ella es el TODO del cual soy yo la parte? ¡He aquí la esclavitud del totalitarismo, del colectivismo, del comunismo!

Dios o la muy lógica revolución anarquista.

Dios o la muy lógica opresión comunista.

Por consiguiente, sólo invocando a Dios se despeja la abyecta alternativa. Ya que yo puedo considerarme, razonablemente, en la absoluta y siempre actual dependencia de Dios, en tanto que no estoy en dependencia de la sociedad.

Yo me puedo considerar absolutamente criatura de Dios, mientras que no lo soy en absoluto de la sociedad.

 

El poder da Estado "en nombre de Dios"

En rigurosa lógica, Dios tiene pleno derecho a mandar en mí, no la sociedad.

Y si yo comprendo que debo obedecer a esta última no siendo anarquista, yo veo en ello precisamente el orden mismo de este creador, quien únicamente puede tener el derecho absoluto de mandar y del cual proceden todos los demás poderes legítimos.

Ni anarquía individualista ni totalitarismo colectivista. El respeto y sumisión que debo "en nombre de Dios" al orden social está estrictamente definido, limitado, justificado: como a su vez está estrictamente definido, limitado y justificado el poder que el Estado tiene derecho de ejercer realmente sobre mí.

Beneficio de recurrir a Dios cuando se plantea el problema del orden político.

He aquí lo que Su nombre puede significar en el primer artículo de una constitución o en los primeros capítulos de una "introducción a la política".

"Si examinamos atentamente (16) —escribía Pío XII— las causas de tantos peligros presentes y futuros veremos fácilmente que las decisiones, las fuerzas y las instituciones humanas están inevitablemente abocadas al fracaso en la medida que descuiden, priven del honor que les aporta o incluso supriman, la autoridad de Dios, que es luz de los espíritus por sus mandamientos y sus prohibiciones, principio y garantía de a justicia, fuente de la verdad y fundamento de las leyes."

Y, sin embargo, cuántos creyentes sinceros, poco sospechosos de laicismo consciente, no comprenden lo que el nombre de Dios, del verdadero Dios, podría significar al principio de la ley o en el frontispicio de una constitución.

 

 

Notas

 

(1) Teoría según la cual se debería matar a los enfermos incurables… "para librarlos de sufrir".

(2) Cfr. los capítulos precedentes.

(3) Conocemos, ciertamente, los razonamientos corrientes en esta materia. Habláis —se dice— de argumento decisivo, único válido. A pesar de lo decisivo que es, no obstante no consigue sino el asentimiento de un pequeño número. Pobre resultado para el único argumento decisivo. Por elemental que parezca, esta ironía carece de sentido. Ya que existe un abismo entre el valor real del más estricto argumento y su eficacia práctica. Desde hace tiempo, la sabiduría de los pueblos ha expresado a su manera esto, afirmando que no hay peor sordo que el que no quiere oír. Así, cuando decimos: la razón por sí misma puede y debe NORMALMENTE llegar hasta el conocimiento de Dios, los impíos lo aprovechan para ironizar. Pero preguntadles: "¿Creen ustedes que un hombre normal puede, aprender a leer? ¡Sí, por cierto! Y entonces, ¿cómo nos explican que en países tan adelantados y en los que la instrucción es obligatoria haya tantos analfabetos?". Y entonces nuestros incrédulos balbucearán: "todos los hombres sabrían leer si la sociedad hiciera tal..., si la persona..., la negligencia..., etc.". Desde luego nosotros estamos de acuerdo, pero les indicábamos que lo mismo ocurre respecto al conocimiento de Dios. Aunque sea irrefutable a la recta razón, el argumento se estrellará en la práctica frente a innumerables obstáculos..., a mil obstáculos, pero no frente a una sola razón. En definitiva, con o sin obstáculos, la verdad de estas dos proporciones es irrefutable: todo hombre normal puede aprender a leer; todo hombre normal puede y debe llegar al conocimiento de Dios.

(4) "No conozco nada que sea tan peligroso, decía Le Play, como la gente que comparte ideas falsas pretextando que la nación no querrá nunca renunciarIas. Si no las renuncia, perecerá. Pero esto no es motivo bastante para precipitar la decadencia haciéndose solidario del error. No hay otra regla de reforma que buscar la verdad y proclamarla, pase lo que pase."

(5) En Fígaro de 1 de marzo de 1950, lo que ríos parece tanto más significativo, en cuanto Fígaro no es considerado, precisamente, como un periódico de vanguardia.

(6) En este caso podríamos decir que el suicidio aparecería de una trinidad indiscutible. En verdad, el hombre no tiene más derecho a matar qué a suicidarse. Esto es el orden divino... El hombre no es dueño de la vida del hombre.

(7) En aquella en que no teme comparar, siguiendo a Aristóteles, el criminal a una bestia. El criminal, por su crimen, "ha renunciado" (recedo) a la vida de razón", que hace precisamente del hombre lo que es; "un animal racional". Al perder (relativamente) este carácter racional, pierde (relativamente) su dignidad humana. Cae así (relativamente) en la servidumbre de las bestias...

(8) Respondiendo a las críticas de los juristas contra el mantenimiento por la Iglesia de la "doble clase de penas" medicinales y vindicativas, bajo pretexto de que las fuentes en que se funda "no contienen sino las ideas correspondientes a las condiciones históricas y a la cultura de la época...". Pío XII especifica que estas fuentes son las relativas "al fundamento esencial del poder penal y sus fines"... "En cuanto a éste, añade, está tan poco determinado por las condiciones de tiempo y cultura, como la naturaleza del hombre y la sociedad humana requeridos por esta misma naturaleza...". (Alocución a la Unión Católica Italiana de Juristas 5/12/54...) Como se ve, la Iglesia cree en la prudencia de distinguir entre lo esencial y lo accidental, lo perdurable y lo contingente. Siempre las consecuencias del problema de los universales.

(9) Cfr. "Su Discurso al Congreso Internacional de Histopatología del sistema nervioso (13 septiembre 1952).

(10) E importa precisarlo, una falta grave, directamente perjudicial al orden social... El Estado no tiene ninguna razón para perseguir y castigar una falta, incluso grave, que no perturbe el orden de sus funciones.

(11) Comentario francés literal de la Suma Teología de Santo Tomás de Aquino (Tequi et Privas, edit). Segunda parte, segunda sección; cuestión 64 "del homicidio; artículo 2º.

(12) De ahí el aspecto vindicativo de la pena esencialmente ordenada al interés social para la eventual reparación del darlo causado por el crimen, etc...

(13) En tal forma, que toda esta exterioridad, incluso la misma vida, pueda serle reclamada legítimamente cuando lo exija el bien de esta sociedad.

(14) Dios existe o no existe. Si existe, debemos admitir su derecho a mandarnos y nuestro deber de obedecer sus órdenes, a su orden. Si Dios no existe, más exactamente, si se rehúsa admitirlo como el principio de la ley, preguntamos cómo es posible demostrar que ciertos crímenes sean efectivamente crímenes; por ejemplo: la esterilización. Si no se cree en Dios, cómo refutar el siguiente párrafo contenido en la Exposición de motivos de una ley alemana (14 julio 1933): "La esterilización, siendo el único medio seguro de evitar la transmisión de enfermedades hereditarias mentales y otras taras graves, debe ser considerada como un acto de caridad y de previsión hacia las generaciones futuras." No debemos escurrir el bulto. Debemos demostrar la perversidad de esta proposición, algunos lo necesitan y exigen pruebas concretas. Si no se cree en Dios, ¿por qué estos gritos de horror ante ciertas experiencias nazis: los campos de reproducción, por ejemplo, verdaderas yeguadas humanas, donde los más hermosos ejemplares de la raza eran invitados a reproducirse? Gemir no sirve para nada, hay que responder, y de otro modo que aduciendo alguno de estos "imperativos" sin fundamento que usan los filósofos modernos con tanta profusión desde que expulsaron a Dios de sus sistemas.

(15) "Los Gobiernos deben poner sumo cuidado —escribió Pío XI— (Divini Redemptoris) en impedir que la criminal propaganda atea, destructora nata de todos los fundamentos de orden social, penetre en sus pueblos; porque no puede haber autoridad alguna estable sobre la tierra si se niega la autoridad de Dios, ni puede tener firmeza un juramento si se suprimiera el nombre de Dios vivo. Repetimos a este propósito lo que tantas veces y con tanta insistencia hemos dicho, especialmente en nuestra Encíclica Caritate Christi: ¿Cómo puede tener vigor un contrato cualquiera y qué vigencia puede tener un tratado si falta toda garantía de conciencia, si falta la fe en Dios, si falta el temor de Dios? Quitado este cimiento, se derrumba toda ley moral y no hay remedio que pueda impedir la gradual pero inevitable ruina de los pueblos, de la familia, del Estado, de la misma civilización humana."

(16) Encíclica Meminisse Juvat (16 julio 1958).