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Un artículo de «L’Obsservatore Romano» «Libertad religiosa y Magisterio Pontificio»

La encíclica "Pacem in terris", documento del magisterio del Papa Juan XXII I que ha suscitado el más vasto eco de consentimientos en el mundo entero, ha estado indudablemente inspirada por el deseo ardentísimo de promover la unión y la paz entre los hombres, gracias al respeto a aquellas supremas aspiraciones a la verdad, la justicia, la libertad y el amor que vibran en todos los seres humanos animados de buena voluntad y que el mensaje angélico ha despertado y la gracia del Redentor ha potenciado admirablemente.

Entre las aspiraciones o derechos propios de la persona humana, la encíclica enumera el de la libertad de rendir culto a Dios, ya privado, ya frente a los demás en el consorcio humano. He aquí las palabras del documento pontificio en su texto latino oficial: "In hominis juribus hoc quoque numerandum est, ut et Deum ad rectam conscientiae suae normam venerari possit et religionem privati publice profiteri" (A.A.S., 45 (1963), pág. 200). ["Entre los derechos del hombre hay que contar el de poder venerar a Dios y profesar privada y públicamente la religión conforme a la recta norma de la conciencia"]. Se reivindica, por consiguiente, para el hombre el derecho de adorar a Dios según la "recta norma" de la propia conciencia. En el texto de algunas versiones el acento parece puesto más bien sobre la "rectitud de la conciencia"; pero también allí se entiende principalmente de aquella rectitud que corresponde a las exigencias verdaderas e inmutables del espíritu humano.

Que en el texto citado de la "Pacem in terris" se trate en primer término no de un derecho tenido por tal, por este o aquel individuo, o conferido por una autoridad humana, sino de un derecho entrañado en la naturaleza racional por el mismo Criador y, de consiguiente, valedero para todos los hombres, a cualquier época histórica, raza o nación a que ellos pertenezcan, resulta evidente de todo el contexto del documento. En efecto, en la introducción leemos: "El Creador ha esculpido el orden también en el ser de los hombres, orden que la conciencia revela e impone seguir perentoriamente" (vers. ital. Poliglota Vaticana, pág. 4); "y también las leyes que van reguladas (las relaciones de convivencia entre los hombres y las respectivas comunidades políticas) hay que buscarlas allí donde Dios las ha escrito, esto es, en la naturaleza humana" (pág. 6). Si entonces el Papa entendía apelar a los derechos naturales y, por ende, necesariamente idénticos para todos los hombres, objetivos, absolutos, inmutables, anteriores a todo derecho subjetivo o presunto, y también a todo derecho conferido por la autoridad civil, era lógico, que también al proclamar el derecho a la libertad religiosa, quisiera significar, ante todo, aquel derecho natural fundado sobre una norma objetiva idéntica para todos los hombres.

La norma universal e inmutable de la libertad religiosa no puede ser sino aquella que es recta objetivamente, o que se ajusta a la verdad. Dicho de otro modo: todos los hombres tienen derecho natural y absoluto a venerar al único Dios verdadero, que es el solo primer principio y supremo Señor y el último fin de todo ser racional. Y puesto que Dios es autor de todo el hombre, ser social, tal derecho se extiende hasta la profesión privada de la religión verdadera, su defensa y propaganda. Se deberá, por tanto, concluir que, en el hecho de la religión, el indiferentismo y el pluralismo, en cuanto tratan de atribuir derechos iguales al ateísmo como a la religión, a las religiones no cristianas como al cristianismo y al catolicismo, son por sí incompatibles, tanto con el derecho natural como con la doctrina revelada, entrambos conferidos al magisterio de la Iglesia católica que es su fiel guardadora e intérprete infalible. A este propósito conservan todavía hoy intactas todo su valor ya doctrinal, ya práctico, las declaraciones emanadas de los Sumos pontífices Pío IX (Enc. "Quanta Cura", de 1864: Syllabus, prop. 15- 16), Gregorio XV I (Ene. "Mirari vos", de 1882), León XII I (Enc. "Immortale Dei", de 1885).

Pero de la naturaleza humana, además del derecho de venerar al Dios verdadero, brotan también el deber y, por consiguiente, el derecho de obrar según el dictamen de la propia conciencia, aunque ésta, sin culpa, esté oscurecida o extraviada por la ignorancia o el error. A este derecho corresponde, de parte de los demás, el deber de respetarlo aun en el campo religioso, siempre que se mantenga en los límites de la ley moral y del bien común. Sin embargo, es bien de notar una diferencia esencial: mientras aquel que se adhiere a la religión verdadera tiene un derecho natural absoluto de profesarla aun en público y de propagarla por las razones antedichas, aquel que yerra involuntariamente en el conocimiento de Dios tiene el derecho natural de profesar y propagar creencias y ritos falsos (que él tiene por verdaderos), en la medida en que todo hombre conserva el deber y el derecho de obrar conforme con su naturaleza inteligente y libre, así como el de tender a la conquista y a la difusión de la verdad, "esforzándose de este modo por encontrar a Dios, aunque sea andando a tientas" (Cfr. Hech. 17-27; Summa Theol., 1.a 2ae, q. 19, aa. 3, 5).

En efecto, Dios "Salvador nuestro, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1 Tim, 2, 4), al anhelo instintivo de poseer la verdad, ha añadido su gracia sanante y elevante, a fin de conducir a todos los hombres, mediante su cooperación inteligente y libre, más allá de las sombras y de los errores de las falsas religiones, hasta la luz meridiana de la religión fundada por Jesucristo sobre la roca de Pedro.

He aquí por qué la encíclica "Pacem in terris", antes de mencionar el derecho natural a honrar a Dios "según la norma recta de la propia conciencia", afirma el derecho natural "a la libertad en la búsqueda de lo verdadero" (pág. 6). Hablando después de la conexión entre derechos y deberes, advierte el Papa que "el derecho a la búsqueda de lo verdadero va unido con el deber de buscar la verdad con miras a un conocimiento siempre más vasto y profundo" (pág. 10). No entra, pues, en el espíritu de nuestra encíclica el reconocer al hombre un derecho verdadero y propio a una absoluta y arbitraria libertad religiosa, sino el derecho natural a seguir la voz de la propia conciencia, con tal que sea al menos subjetivamente recta, es decir, abierta y dispuesta a ulteriores conquistas en el reino de la verdad.

En conformidad con tales premisas fundamentales, la encíclica reclama a las autoridades civiles el deber de tutelar jurídicamente los derechos naturales mencionados arriba, para lo cual deben, ante todo, proteger el libre ejercicio de los varios cultos religiosos con tal de que no perturben el orden moral y el verdadero bien común. Es más, deberán ingeniarse en hacer posible que todos los ciudadanos disfruten también de los bienes espirituales y, además, favorecer sus aspiraciones a una felicidad ultraterrena. Enseñanza sapientísima que el llorado Pontífice expresaba con estas palabras: "Debemos llamar la atención sobre el hecho de que el bien común pertenece a todo el hombre; abarca, por tanto, las necesidades de su cuerpo como las exigencias de su espíritu. Por lo cual, los poderes públicos deben trabajar para que se actúe en los modos y en los grados que conviniere, pero de tal manera que promuevan al mismo tiempo el reconocimiento y el respeto de la jerarquía de valores, tanto la prosperidad material como los bienes espirituales" (pág. 19). Por consiguiente, con el sentido de la responsabilidad propia del supremo Magisterio que alcanza a todos los hombres y gobiernos de buena voluntad, Juan XXII I añadía: "Los seres humanos, compuestos de cuerpo y alma, no agotan su existencia en conseguir la perfecta felicidad en el ámbito del tiempo, por lo cual el bien común tiene que ser realizado de un modo que no sólo no ponga obstáculos, sino que preste servicios también al logro del verdadero fin ultraterreno y eterno" (pág. 19).

No es diferente el pensamiento del Papa Roncalli, ni menos sabia y comprensiva de los derechos humanos, individuales y sociales, la enseñanza de los Sumos Pontífices, especialmente León XIII y Pío XII. Y no podía ser de otro modo porque es idéntico el Cristo que está presente en todos sus Vicarios hasta el fin del mundo, idéntico el espíritu de verdad que asiste a los maestros supremos de la Fe, idénticos e inmutables son los principios de la moral natural y de la doctrina católica de donde nacen los derechos y los deberes del hombre y del cristiano.

De esa admirable consonancia dé pensamientos respecto a la libertad religiosa y a la tolerancia, son testimonio los siguientes textos de León XIII. En la encíclica "Immortale Dei" (1 nov. 1885) se lee: "En materia religiosa guardar indiferentemente la misma consideración a las formas diversas y contrapuestas de culto, equivale a no querer reconocer ni practicar religión alguna. Ahora bien, si esto en cuanto al hombre no es ateísmo, lo es en cuanto a la sustancia de la cosa, puesto que quien cree en la existencia de Dios, si quiere ser lógico y no caer en un gravísimo absurdo, por necesidad debe de comprender que las usadas formas de culto tan diversas, tan discordes entre sí aun en puntos de más importancia, no pueden ser todas igualmente verdaderas, igualmente buenas, igualmente agradables a Dios" (versión italiana de I. Giordani, núm. 12). De esto se sigue lógicamente que sólo la práctica de la religión verdadera puede ser por sí objeto de un derecho natural, puesto que "la libertad, como perfección del hombre, debe tener por objeto la verdad y el bien. Y la naturaleza de lo verdadero y de lo bueno no es variable a capricho del hombre, sino que permanece siempre la misma y no es menos inmutable que la esencia misma de las cosas. Por tanto, el mal y el error no pueden tener derecho a ser exhibidos y propagados, y mucho menos, favorecidos y protegidos por las leyes" (núm. 13). Sin embargo, queda el derecho natural a obrar según la conciencia recta, y es esto lo que debe ser reconocido por el Estado, el cual, por lo mismo, deberá conceder una cierta tutela a la profesión y difusión de las falsas religiones. Admitido esto, León XII I observa justamente: "Por lo demás es necesario reconocer, si queremos formar juicio recto de las cosas, que cuanto más un Estado se ve constreñido a tolerar el mal, tanto más lejos está de la perfección y, de un modo semejante, que la tolerancia del mal, aun siendo un dictado de la prudencia política, va circunscrita dentro de los límites del criterio que le ha hecho nacer y que es el supremo mal social" (Enc. "Libertas", 20 junio 1888; vers. cit., núm. 20).

Pío XII resumía en sustancia el pensamiento del gran León y preludiaba el de la encíclica "Pacem in terris", cuando proclamaba el derecho al verdadero culto de Dios (Radiomensaje de 24 de dic. de 1941), el derecho al culto de Dios privado y público (Radiomensaje de 24 de dic. de 1942) y reivindícala a un tiempo el deber al menos de la tolerancia religiosa por parte de todo Estado digno de la humana sociedad. "En el campo de una nueva ordenación fundada en principios morales, no hay sitio para la persecución de la religión y de la Iglesia (Radiomensaje citado de 1941). A un decenio de distanciadla doctrina permanece inmutable. Dos principios que hay que tener en cuenta para la comunidad de los Estados: 1ª Lo que no responde a la verdad y la norma moral, no tiene objetivamente ningún derecho a la existencia, a la propaganda ni a la actuación; 2º El no impedirlo por medio de leyes estatales y de disposiciones coercitivas, puede no obstante estar justificado ante el interés de un bien supremo y más amplio" (Alocución a los juristas católicos italianos, de 6 de dic. de 1953).

De estos textos del magisterio pontificio y de otros que podrían añadirse, resulta claro para todos que el derecho a la libertad religiosa debe ser afirmado también sobre todo para que resulte posible el cumplimiento del máximo deber que tiene todo hombre de buscar y aceptar libremente la única religión verdadera, de la que la Iglesia católica es la abanderada y la intérprete. Respecto a este derecho, el Papa de la "Pacem in terris" ha amonestado con energía a todos los hombres de buena voluntad.

LUIGI CIAPPI

Artículo del Maestro del Sacro Palacio, de la Orden de Predicadores, publicado en L'Osservatore Romano, de 3 de abril de 1964, pág. 3.

 

* Nota de Speiro.—Del autor de este artículo, R. P. Luigi Ciappi, Maestro del Sacro Palacio, dice el R.P. Francisco Peiró, S.J.: "Nótese que el Maestro del Sacro Palacio es como el teólogo del Papa, designa a los predicadores de la Capilla Papal, examina las cuestiones teológicas y es el teólogo de la máxima confianza del Pontífice" ("Sobre una entrevista con Romano Mussolini y sobre desfiguraciones del pensamiento de Juan XXIII", artículo publicado en el diario "ABC").