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Sobre los derechos de la conciencia

Sobre los derechos de la conciencia
por
JuN Oussn
Fundaci\363n Speiro

SOBRE LOS DERECHOS DE LA CONCIENCIA
Es evidente que una seria formación doctrinal no es todo~
Sobradamente hemos repetido que la verdad no salva si no se la
practica, como dice el Evangelio, El más nutrido ejército de
simples lectores, una multitud de ortodoxos reunidos nunca sal­
varon nada aquí abajo. Los buenos leen demasiado si se considera
lo que hacen. Pero se habría podido evitar un gran número de
tonterías, de errores, de tropiezos,
de revueltas inútiles, de gra­
ves equivocaciones, por no decir de crímenes, si al actuar los.
espíritus hubieran estado iluminados por más doctrina.
Limitémonos a reflexionar sobre los derechos de la conciencia
-tema muy explotado por cierta prensa so pretexto de resolucio­
nes conciliares.
Unos se han entusiasmado, mientras que otros se
han desconcertado cuando se sostuvo que la Iglesia se ha adherido
al liberalismo religioso, intelectual y moral. Sin embargo, un poco
de doctrina habría bastado para reprimir a unos y prevenir a otros,.
--pe-B-ie--ndo-a----tudos--en -guardia contra las consecuencias de una tesis
que, seguida hasta sus
úHimas consecuencias, llega a extremos in­
esperados.
Conciencia del sujeto y objetividad del conocimiento.
Sólo los que ignoran la doctrina de la lglesta han -podido
aprender, leyendo lo que sus periódicos favoritos dicen sobre eI
Concilio, que incluso
la c9p,dencia -enónea -mere~~ cierto respeto.
No hay cosa menos subversiva que esta última aíirmación, Ella
recuerda---;;imj-,le!nente un problema moral muy delicado, pero
ya clásico. Para cerciorarse de ello baste una referencia muy ele-­
mental a cosas ya con(J_cidaS.
Considerernos la !an conocida definición de la verdad: Adae­
quatio
réí et intellectus. Adaequatio significa concordancia entre
las cosas (res) y lo que de ellas sé (intellectus), o sea, la fiel reia­
ción entre lo que eso ha sido y lo que de ello pienso, digo, escribo~
refiero. He aquí la verdad.
Por un lado, lo que es conocido, la realidad, objeto de la con­
ciencia,
y por otro, aquel que conoce, dice, describe Io que es o ha
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JBAN OUSSBT
::sido: el sujeto. Si mientras se trata de un saber riguroso es evi­
-dente la primacía del objeto, todo se vuelve más delicado cuando
,se quiere determinar la moralidad del sujeto cognoscente, del sujeto
·que actúa según los datos de su conocimiento. Los criterios de sin­
-ceridad, buena fe, responsabilidad, conciencia complican singu-
1armente
el veredicto. En este punto, todo corre el riesgo de ser
subjetivo, en el estricto sentido de la palabra.
Pero, ¿ es esto menos importante? ¿ Quién se atrevería a con­
siderar despreciable aquello de que pueden depender tan mani­
-fiestamente alabanzas, excusas, censuras, castigos, perdones? Por
-esto, la inexactitud, que siempre es una falta respecto del puro co-
nocimiento, puede no constituir un pecado para el sujeto que la
,comete. Se ve, pues, claramente la dificultad: por un lado, el
.objeto que se ofrece en cierto modo al conocimiento del sujeto; por
-Otro, el problema moral ( esencialmente humano) del comporta­
·miento, de
la actitud del sujeto respecto de la verdad que hay que
buscar. conocer, profesar y servir -----actitud que puede ir desde
-el desprecio o la indiferencia hasta la búsqueda ardiente y la pro­
.clamación entusiasta.
Existe, pues, un doble elemento indispensable para constituir
-un orden pleno: un elemento objetivo, absolutamente primordial
en lo que concierne al conocimiento propiamente dicho, y un
-elemento subjetivo, cuya importancia-no---es menos-JrreDa-tibte---desde-----­
el momento en que se plantea el problema de la moralidad y de la
responsabilidad del hombre frente a la verdad.
De este doble elemento, uno corresponde
al objeto de lo verda­
,dero como tal, y por sus prolongaciones ontológicas tiene que de­
pender del orden benefactor, salvador y moral creado por Dios.
Se comprende, por tanto, sin trabajo que tiene que ser objetiva­
mente desastroso ignorar, despreciar o violar ese orden, sean cua­
les fueren las intenciones del sujeto. -Por otra parte, tropezamos
·con el segund()_ elemento, e~ decir, con el problema de la concien­
da, de-1,Ccolierencia intelectual y moral· del suJeto, que respecto
del
objeto, de la verdad, puede carecer de preparia:cié~anrfeca
tado por uria insensibilidad psicológica, una expresión gregaria o
una ignorancia tan marcadas que le resulte_ imposible aprehender
,certeramente dicha verdad.
--
Ahora bien, el hombre sólo es moralmente respcinsable sl · es
y ordenarlos como cree que debe hacerlo, de acuerdo con lo que
<:onsidera verdad, belleza, bondad. .
Es temible el problema de la conciencia. Se aniquila lo huma­
no que tiene el hombre si se aparta a éste de los juicios y las
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SOBRE LOS DERECHOS DE LA CONCIENCVl
prescripciones de la conciencia. La libertad de juicio, de autode­
terminación consciente, intelectual, voluntaria, distingue
al hom­
bre de la bestia. Privarlo de ello es destruir lo más sagrado que,
tiene
el hombre y pulverizar al sujeto moral; es hacer de él un ser­
dislocado cuyos actos no corresponden más a lo que piensa; es.
convertido en algo inferior a una máquina o a un "robot", por­
que uno y otra no tienen que pensar, sino sólo obedecer a un
pensamiento exterior a ellos y cumplir sus órdenes. El hombre que·
no pudiera escuchar más su conciencia viviría sólo físicamente, pe­
ro habría muerto como ser moral. Por esto, se destruye la perso­
nalidad del hombre y se lo rebaja al nivel de los incapaces y de
los locos cuando se lo separa del dictamen de la conciencia. Ade­
más, se lo libra por completo en manos de quien juzga y decide
por él. El ¡poder de este juez no es solamente exterior al hombrer
como ocurre en todas las gamas de la subordinación social, sino
que se apodera de lo que contituye la parte más íntima y la raíz.
más profunda del
yo humano. El resultado de ese avasallamiento e&
una auténtica disolución, una alienación total que destruye el carác­
ter moral del hombre, lo que hace a éste un sujeto libre, respon­
sable, capaz de merecer delante
de Dios.
Defensa de la conciencia.
De aquí proceden las bien conocidas max1mas de una mora,!
cristiana que no ha esperado a los periti del Concilio Vaticano II
para defender vigorosamente a la conciencia como conciencia, es
decir, de la conciencia incluso imperfectamente ilustrada, errónea~
He aquí esas máximas:
Se debe seguir siempre a la propia conciencia cuando ésta
mande o prohiba algo. Incluso obliga el dictamen de la conciencia
errónea. Prescindiendo sa, la acción realizada tiené siempre la cualidad moral que la con­
ciencia le atribuye. Es olásica al respecto el ejemplo de quien
roba una cartera y después descubre que es suya: porque fue cons­
ciente de que robaba y quiso robar se ha hecho culpable de un
robo, aunque en realidad no haya robado a nadie la cartera.
Según el P. V ermeersch, "la conciencia es el criterio inmediato
de
la moralidad. Si, en cierto caso, la acción encuentra su criterio
remoto en la ley, encuentra, en cambio, de modo muy distinto, su
criterio próximo en la conciencia. . . U no está obligado de seguir
siempre su propia conciencia cuando ésta tiene certeza de
Jo que
3\.,
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JEAN OUSSET
debe hacer: por lo cual, un acto será siempre bueno o malo según
la cualidad que :Je atribuirá la conciencia, verdadera o errónea" (1).
Por su parte, el P. Génicot afirma "que cuando la concien­
cia es cierta, sea ella verdadera o errónea, uno está siempre obli­
gado a seguir lo que ella ordena, y se la puede seguir siempre que
recomiende o autorice" (2).
Esta doctrina indujo a decir al moralista inglés Thomas Reid
(1710-1796) que
"la moral no sólo exige que uno actúe según
su juicio, sino que se haga todo lo posible para que ese juicio sea
verdadero. Si no falta ninguna de estas condiciones, no veo en
qué se pueda errar" (3).
Excelente fórmula, la de Reid, porque presenta con toda evi­
dencia a la pareja objeto-suje"to. En efecto, si es cierto que inclu­
.so 1a conciencia errónea merece muchas consideraciones, no me­
nos cierto es que cada hombre tiene el deber de ilustrar su con­
ciencia con la verdad, siendo culpable la ignorancia vencible.
Ejem­
plo análogo es el de quien asesina en estado de embriaguez. Aun­
que por la embriaguez el asesino no tenga plena conciencia, es
cierto que se le puede incriminar que la propia embriaguez fue ya
una falta que causó la otra. Además, debernos recordar que hay
faltas principales que lejos de atenuar los crímenes que en ellas
proceden los agravan.
Así, después
de haber recordado 1a enseñanza de la moral
clásica sobre el respeto debido a toda conciencia, incluso a la
errónea, uno adivina
que tiene que ir más lejos.
Aunque sea muy preciosa y sagrada, la conciencia no puede ser
la regla suprema y suficiente de las relaciones humanas. El propio
San Pablo lo dice : "Nada me reprocha mi conciencia ; sin em­
bargo, no por eso estoy justificado ... " Esto complica las co­
sas, pese a lo que dicen ciertos clérigos, que presentarían con
gusto. como decisión conciliar las libres afirmaciones de simples
miembros de la asamblea vaticana.
Es cierto que nadie puede estar ,ligado por una ley o una ver­
dad ignorada; y no menos cierto es que "uno no peca obede­
ciendo a
una conciencia errónea, excepto en el caso de que este
error sea por sí mismo signo de culpabilidad". Esto prueba que
no todo concierne al mero plano de la conciencia y que es nece­
sario referirse tarde o
temprano a una ley, a una verdad que de-
(!) Theologia moralis principia (Roma, 1923), vol. !, págs. 290 y sigs.
(2) Institutiones Theologiae moralis (Bruselas, Desclée, 1931).
(3) Essa1•s on the active powers, en Obras Completas (Edimburgo), vol. II, pág. 647.
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SOBRE LOS DERECHOS DE LA CONCIENCIA
ben ser conocidas, estudiadas objetivamellte, y con las cuales las
conciencia tienen la obligación de ilustrarse.
Sostener lo contrario es hacer de cualquier conciencia, inclu­
so de la más inculta, principio absoluto y sagrado del bien y del
mal, como lo pretendió
J ean J acques Rousseau: "¡ Conciencia,
.conciencia! Instinto divino, voz inmortal y celeste, guía segura
de
un ser ignorante y limitado, pero inteligente y libre; juez infa­
lible (
!) del bien y del mal, que vuelve al hombre semejante a
Dios
... sólo necesito consultarme a mí mismo sobre lo que debo
hacer: cuanto siento que es malo, es malo ... " Acabamos de ver
-que las cosas no son tan sencillas.
Santo
Tomás imagina en De veritate el siguiente diálogo:
"'Dios es más misericordioso que ningún príncipe de la tierra.
Pero ningún príncipe _de la tierra castiga a quien obra con error.
Por tanto, mucho menos castigará Dios a quien siguió su pro­
pia conciencia errónea." A esta objeción el santo replica lo si­
guiente:
"Esto es cierto cuando el error se halla exento de pecado,
como ocurre cuando se ignora
un suceso. Pero cuando se trata
de la ignorancia de la ley (suprema), la conclusión arriba expues­
ta no es correcta, porque en este caso la misma ignorancia es ya
culpable."
Sinceridad y buena fe.
He aquí el meollo de la verdadera discusión. ¿ Debe ser culpa­
do el hombre si no llega a conocer la plena verdad moral y religio­
sa? ¿ Ha sido necesario que la Iglesia esperase al II Concilio Va­
ticano para que se aborde con caridad, misericordia y justicia
este .problema de los derechos de toda conciencia, incluso de la
conciencia errónea?
Pa!a atenuar la dificultad, distingamos ante todo sinceridad y
buena fe. Sincero es quien afirma una cosa (errónea) sin tener
conciencia de decir una inexactitud1 una falsedad. Es sincero por­
que carece de conciencia e intención de engañar, creyendo en la
verdad de lo que dice
y sin tener la voluntad de mentir. Dice lo
que dice porque le parece verdadero, o porque lo escuchó decir,
o porque todo el mundo
lo difunde en torno suyo. Y la repite, a su
vez, porque no se Je pasa por las mientes dudar de la verdad de lo
que afirma.
Estos son los criterios ordinarios de nuestras afirmaciones, de
nuestras menudas certezas cotidianas. Y mientras estas certezas
tengan escaso interés no hay peligro en seguir semejante crite-
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JEAN OUSSl.iT
ria. Pero las cosas cambÍ.an cuando surge un riesgo. Entonces,
uno se hace repetir
lo que oye, indaga mejor, contrapone otras
afirmaciones, verifica testimonios, notando los matices y repa­
rando en
la contradicciones; se remonta hasta las fuentes y bus­
ca a los testigos del hecho.
Así, antes de decir a toda la casa que la portera ha envene­
nado a su marido, antes de decir a un enfermo del corazón que su
mujer acaba de ser atropellada o que su casa se quema; incluso,
antes de comunicar a
un amigo que ha ganado ochocientos millones
en las quinielas, todos procuran estar seguros de la cosa para no
dar un mal paso, por temor de
los efectos, que hasta pueden ser
mortales, que produciría cualquier información errónea en estos
casos.
No obstante, la sinceridad podría haber sido total y la pureza
de conciencia evidente si sin reflexionar se hubiera referido su­
cesos
no verificados, es decir, que no correspondieran al obfeto,,.
a la verdad.
Todo lo cual prueba que en estos casos elementales cada uno
siente claramente que
la sinceridad no basta, y que so pena de
pasar por un siniestro imbécil, un odioso difamador, u.n peligroso
embustero, son indispensables una referencia
a,1 objeto y un éono­
cimiento serio de
la verdad para tener derecho de afirmar lo que
se cree saber.
Por tanto, si en estas cosas de menor importancia un burdo
sentido común admite que
1a sinceridad de la afirmación es sólo
un aspecto
-y no de los más notables--del problema y que todo
hombre razonable, consciente de una justa jerarquía de valores
tiene que
informarse, indagar, reflexionar, precaverse antes de
difundir semejantes cosas, ¿ por qué la misma regla de buen sen­
tido dejaría
de ser admisible, sabia, loable cuando se trata de las
verdades
de que dependen la salud de cuanto existe de más
pre"cioso en el hombre y en el ordén humano?
Si
la sinceridad y la pureza de conciencia no bastan para co­
locar por encima de· toda censura a quien anuncia por error
y sin
verificar previamente que la portera envenenó efectivamente a si.t
marido, ¿ :por qué la Sinceridad y la -pureza de conciencia bastarían
para
ahsolver a

quien sostiene que Dios no existe, profesa el ma­
terialismo,
destruye los fundamentos de la moral, niega la inmor­
talidad
del alma ... ? ¿ Es el anuncio imprudente del envenenamien­
to de un portero más peligroso que todo esto?
Por tanto, si la sinceridad y la pureza de una buena concien­
cia no bastan para hacer irreprochable a quien difunde errores
peligrosos sobre la muerte de
un portero, el atropello de una es-
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SOERE LOS DERECIIOS DE LA CONCIENCVt
posa, el incendio de una casa o la ganancia fabulosa en las quinie­
las, tampoco bastan para justificar absolutamente a quien, en et
plano moral y religioso, no
trata convenientemente de alcanzar
la verdad.
Se necesita mucho más que una sinceridad elemental para per··
manecer inocente
en el error y el mal. Se necesita la buená. ·fe,..
que puede también ser llamada sinceridad, pero una sinceridad que
habría hecho cuanto pudo y .debió hacer para conocer la verdad_
Esto último puede variar mucho según las posibilidades, ca;,._
pacidades, educación, personalidad del sujeto, y qnizá todavía más.
por las circunstancias, medio social, ejemplos recibidos, presión
sociológica. Es fácil imaginar que el problema de la responsabili­
dad de quienes no profesan el catolicismo varía enormemente
se­
gún se considere un habitante de Fátima, de Lourdes, de Mes­
nil-Saint-Loup, o un pigmeo africano. Lo que uno puede hacer,.
descubrir
y verificar sin esfuerzo parece inalcanzable para el ·btro~
Gracias a este ejemplo se advierte que es imposible determi­
nar con certeza el problema de la buena fe en un hombre deter­
minado. Es fácil pretender que se hizo cuanto sf pudo; en ctlm­
bio, es difícil verificarlo. Pero si es cierto que· no debemos Ili
podemos juzgar a las personas, es también cierto ·que las reglas
de
la buena fe son muy sencillas. Y si, en última instancia, la
solución exacta de un caso concreto es posible sólo para Dios,
no es necesario estar dotado de ojo zahorí para establecer con
exactitud algunos juicios muy generales.
No hay buena fe más que en el amor, en la búsqueda in­
cansable de la verdad, y ella (la buena fe) implica mínimo de sa­
biduría en lo que se hace ( sabiduría que impulsa a investigar des­
interesada y humildemente lo principal antes que lo secundario,
lo precioso antes que lo especioso, el fin más que los medios). Un
gran número de hombres present:atl. esos cáracteres irrebatibles
de 1a buena fe, aunque ese gran número no es ni. mucho menos et
mayor número. Y quienes presentan tales caracteres no son nece­
sariamente aquellos
que el mundo celebra como los más inteli­
gentes o los más sabios.
Con
otras palabras, el reparto entre la sfoceridad y la buena
fe no puede establecerse clasificando en un lado a los que, por
deficiencia cerebral, falta de rigor intelectual, distracción congé­
nita, gusto patológico
por lo que cambia parecen poco dotados
para las investigaciones rigurosas, y reuniendo en otro lado a quie­
nes l)Or la calidad espiritual, fuerza de la razón, instrucción, edu­
cación, hábitos profesionales estén considerados como "personas
serias".
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JflAN OUSSET
j Maravilla de la Misericordia y de la Justicia divinas! Confi­
teor
tibi, Pater, Domine caeli et terrae, quia abscondisti haec a
sapientibus, et prudentibus, et revelasti
ea parvulis (4).
La buena fe no es de ningún modo un grado al que sólo po­
drían llegar los sabios y los prudentes según el mundo, siendo la
sinceridad rudimentaria la porción de mediocres y deshereda­
dos.
La tierra está llena de estos hombres ingeniosos, cultos, su­
tiles, perspicaces, que ostentan
brillantes premios ganados en
severos concursos, que descubren hábilmente los secretos de la
naturaleza, regulan su vida con un arte consumado, colocan a sus
hijos,
se aseguran su ancianidad, son inventores prestigiosos. Nada
escapa de su previsión: barco para el verano, esquí para el invier­
no, flores en el despacho, rosas en el jardín. Nada útil ni agrada­
ble les es ajeno. Si no lo poseen, fo desean con todas las fuerzas
de su alma. Sólo una cosa les deja indiferentes: el sentido su­
premo de la vida, lo que ues ha de suceder después de la muerte.
Cada mañana se interesan en saber mediante el periódico lo que
sucede
en Alaska o en la Patagonia, pero no se interesan en la
verdad o el error que conciernen a la eterna salvación. Los que
antes de concluir el menor negocio no dejan de calcular, descon­
fiados
cooo los "siux", cuando se trata del negocio eterno se con­
tentan con argumentos o chismes dignos de un charlatán de fe­
ria.
¿ Y si se preocupan a menudo de este asunto? ¡Ah!, entonces
lo hacen para
tratar de estas cosas con una suficiencia y un or­
gullo tan grandes que en éualquier otra ciencia descalificarían a
los presuntuosos, siendo los mismos orgullosos de que hablamos
los que condenarían
a quienes se atrevieran a investigar con tan
poca humildad, con tan poca honradez.
¿ Y podría sostenerse que la buena fe puede acompañar a
esta sistemática impiedad, a este desprecio de las verdades deci­
sivas, a
e.3fa moral de oligofrénico? ¿ Es admisible que estas per­
sonas hicieron cuanto verdaderamente pudieron y debieron para
descubrir
la verdad? No lo creernos. Si no basta ser sincero para
tener derecho de anunciar a la :ixi-licía que una portera acaba de
envenenar a su marido, esta sinceridad rudimentaria tampoco pue­
de dar derecho a proclamar lo que se cree verdadero.
¿ Son sinceros los hombres de que hablábamos hace un mo­
mento? Ciertamente, lo son. ¿ De buena fe? En el sentido en que
esta fórmula ha sido definida, no. Son sinceros, ciertamente, por-
(4) Math., XI, 25. ("Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la
tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las reve-
1aste a los pequeñuelos.")
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SOBRE LOS DERECHOS DE LA CONCIENCIA
que no tienen conciencia ni intención de mentir cuando llaman
negro a
lo blanco. Pero no son sinceros de buena fe, porque no
han hecho nada, o casi nada (nada práctico, nada serio), para ve­
rificar la exactitud de lo que creen (5).
En lugar de ser una excu­
sa, el abandono, la negligencia constituyen los peores pecados
que en estos asuntos puede cometer un hombre adulto normal.
Por tanto, aunque es cierto que es sincero el mayor número de
quienes profesan errores morales y religiosos,
la buena fe, única
.que puede justificar a los equivocados, no es tan frecuente como
se pretende (6).
Inconvenientes del subjetivismo moral y religioso.
Así, empezamos a comprender que tal vez no sea tan benefi­
cioso invocar los derechos
de la conciencia silenciando simultánea­
mente la verdad. Puesto que no basta una sinceridad rudimenta­
ria para justificarse y puesto que es necesario tener buena fe (es
decir, hacer o haber hecho cuant'o se pudo hacer para alcanzar
la verdad), se distingue mal la ventaja moral dé proclamar con la
mayor discreción la verdad desnuda. Y, al contrario, es fácil se-
(5) Se observará que este reproche pUede dirigirse al católico total­
mente rutinario que nunca
se preocupÓ .por la verdad de lo que cree. Esta
observación no debilita lo que hemos sentado y 1110s incita, por el con­
trario, a recordar que el cristiano no tiene más ·derecho que el incrédulo
.,;, la pasividad, a la amorfa sinceridad de una simple opinión religiosa.
Un cristiano que no profll,1Jdice su fe y que, según su capacidad y sus
medios,
no se instruye en las cosas de Dios, comete como cualquier otro
un pecado de in-diferencia, de ignorancia religiosa. E incluso es más cul­
pable en cierto sentido, porque ha recibido más que otros y porque se­
mejante negligencia
puede destruir en él el dan precioso de la fe teologal.
Este es ,e]J caso del mal servidor del Evangelio, que habiendo envuelto
e1 talento recibido lo ·escondió en un rincón y no lo hizo fructificar.
(6) En este pasaje, consagrado a las religiones monoteístas no cris­
tianas,
Paulo VI subraya la obligación moral de buscar la Verdad: "Evi-
0.entemente, no podemos participar en esas diferentes expresiones religio­
sas, ni podemos quedar indiferentes ante ellas, como si todas fueran equi­
valentes,
rada. una a su manera, y como si ellas dispensaran a sus fieles
de la obligación .de indagar si el propio Dios no ha revelado la forma
exenta del
error, perfecta y definitiva, según la cual quiere ser conocido,
amado y servido. Al contrario, por deber de lealtad, debemos manifestar
nuestra convicción de que la verdadera religión es única y de que esa
religión
verdadera es la cristiana, y que esperamos verla así reconocida
por todos los que buscan y adoran a Dios" (Ecclesiam .mam, III parte:
El diálogo).
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JEAN OUSSE1'
ñalar los inconvenientes de este subjetivismo moral y religioso
tan notorio.
Se cree que el proclamar pujante y altivamente la verdad
religiosa y moral (so pretexto de que no todos la aceptan) es se­
millero de inhumanos desacuerdos y una especie de violencia y de
provocación. Y de aquí se deduce que invocando los derechos de
la conciencia, las relaciones humanas se serenarán y volverán máa
caritativas. ¡ Como si la respuesta no la diera la Historia! ¿ Ha
sido olvidada hasta ese punto la experiencia de las sangrientas.
relaciones
que entre sí mantuvieron las distintas sectas protes­
tantes? Y en cuanto a la experiencia de la revolución francesa,..
ella abrió la puerta a 1a policía política moderna y a nuestro uni­
verso plagado de campos de concentración y de torturadores
(barbouzard). ¿ No son estas consecuencias lógicas y naturales?
¿ Qué se espera cuando en los problemas morales y religiosos.
se
suprima la obligatoria referencia a la verdad para no limitar­
se más que a la sinceridad o a la buena fe? ¿Armonía? Pero, ¿ qué
armonía puede existir sin criterio armonizador objetivo? Esto se­
ría un delirio, como decía Gregario XVI. Por esto, hoy se en­
carga la fuerza bruta, única que puede hacerlo -lo mismo que lo
hizo en otro tiempo
y lo seguirá haciendo cuando fuere necesa­
rio-, de reprimir los inevitables trastornos engendrados por­
tan hermoso sistema. De este modo, como dice el Evangelio, el
último estado del hombre resulta peor
que el primero. Y por
haber desechado la presunta violencia de la verdad altamente
invocada, se cosecha un orden fundado exclusivamente sobre la
fuerza : ¡ una tiranía !
Tiranía, sufragio universal y libertad de conciencia.
Una tiranía, he ahí la palabra exacta, que es necesario entender
en su sentido habitual de potencia arbitraria del Estado, porque es
a éste a quien nos entregan a la postre los teóricos modernistas
de los derechos prácticamente absolutos de la conciencia.
Según esos teóricos, los derechos de plena libertad sólo son
admisibles en el plano religioso. Por lo demás, las normas del
Lien común determinadas por el Estado servirían de barrera mo­
ral. Así, para los nuevos curas _no hay derechos legítimos a la li­
bertad de conciencia más que en el plano religioso. En el del
Estado, en el
de la moral social, el imperativo del bien común
bastaría para imponer sumisión y obediencia.
Con otras palabras, son los mismos doctores que, por un lado,
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-------......_
SOBRE LOS DERECHOS DE LA CONCIENCIA
prohiben al Estado toda profesión religiosa o dogmática, y que,
por otro, no vacilan en entregar a ese Estado, que es neutro ppr
definición e ignora por principio toda verdad, la soluciÓ!l de pro­
blemas
como el de la eutanasia, el aborto, el control de la nata-
1iclad, la poligamia, las drogas empleadas por la polida, la máquina
-para revelar mentiras, el haJbeas corpus~ la tortura, la prisión, la
pena de muerte, la objeción de conciencia en el común sentido del
término, la obligación de vacunarse, 1a libre circulación de las
personas, el derecho a la emigración, la guerra justa o injusta,
1as armas nucleares, la información, la enseñanza, etc.
Todo esto debe tratarse sin que la religión intervenga, sin re­
ferencia alguna
a los principios de la verdad suprema. Todo debe
abandonarse
al veredicto de un Estado que no tiene, ni puede, ni
debe tener ningún fundamento dogmático, religioso o teológico.
E incluso hay teólogos que no encuentran ninguna dificultad
en ello.
Estas ideas revelan claramente la calidad de cierto,. estudios
eclesiásticos contemporáneos.
Por ello, uno no se extraña que
el antiguo presidente de un centro muy conocido de ediciones
católicas haya podido sostener que desde ahora
él pediría al "su­
fr_agfo_JJ.lliv_er_sa:l'_' __ qu~-determinara -et-bien ·coinúñ. P-ei:-0 es bürlarse
,de la razón subjetivar totalmente la obligación moral de las con­
ciencias respecto de Dios e imponer después a esas mismas con­
ciencias que se
inclinen delante del César, aunque éste se llame
"'pueblo soberano".
Si verdaderamente se
puede. sostener que las conciencias son
absolutamente libres respecto de Dios y de la religión, hay que
~ostener también la libertad de conciencia respecto de toda moral,
sea ésta la del César, Sea la ·de un bien común sumariamente con­
eebido. El hombre que puede 'ser, respecto de la ley div-ina, tan
libre corno se afirma, debe . serlo también -respecto. de toda ley dvil. . --------
-._ "Si Dios no ·existé; todo está. permitido", escribió Dostoyevs­
"'k:if:tCuno-de: sus raros· momentos· de sensatez. Y -André Malraux
dice algo
sem--.:fante"-cuando ··ohserva que el totalitarismo de los
Estados modernos ha· riacido "d~ la voluntad de ,mcoritrar una
totalidad sin religión"
.(7). Pero lo que se discute es que esta
-·".--total!_dad-:sin-:_r-€ligiórÍ-~-' ptieda imponerse-. lógicamente a las con---.. , --. . -.
--..... ____ ' (7) 'En Les::VQii; du rsile?icie_. · Citado y· .coinentado t)Or
iñ----;faracteres def totalitarismo. n-1_9de["no", publicado ·en so 81, ·pág, SS. -
-
Jean Madiran,,
VJttBO, núme-
323
Fundaci\363n Speiro

JEAN OVSSET
ciencias con más evidencia y más iuerza que el argumento re­
ligioso.
¿ En qué se convertirá el principio de la ley si Dlos es deste­
rrado de aquélla? En conciencia, es decir, razonablemente, ¿ qué
respeto, qué obediencia merecerá la ley? ¿ Para qué existen la
ley, el Estado, los gendarmes? ¿ Quizá para evitar trastornos?
Pero si ya no se cree que Dios es un argumento perentorio, ¿ qué·
argumento podrá convencernos de que en conciencia tenemos que
molestarnos y coaccionarnos
para evitar perturbaciones? ¿ Y no
sería incluso, más sabio ordenar la propia vida de tal modo que
esas perturbaciones resultaran provechosas? De esto saben mucho
los pescadores en río revuelto.
Cada uno
puede preguntarse a .sí mismo : ¿ Qué es lo que me
obliga razonablemente a someterme a una ley que sólo está ani-·
mada por una baja y gregaria utilidad? ¿ Qué me obliga razonable­
mente a someterme a un
Estado concebido de tal modo que es
incapaz de justificarse de otra manera que mediante la razón to­
talmente pragmática de sus gendarmes?
¿ Será, entonces, que los
anarquistas aciertan cuando sostienen que la sociedad es una odio­
sa. tir_apía fund_ada únicamente sobre la violencia? ¿ Y qué dere­
cho tiene la violencia para obligar en conciencfa?--¿ QuizLcl_de
ordenar al todo, del que yo no soy más que una parte? Pero esto
entrañaría una terrible esclavitud, es decir, la esclavitud del to­
talitarismo, del colectivismo, del comunismo, en el cual el indi­
viduo es un mero engrana je de la sociedad totalmente planificada~
Y, en concienciaJ ante esto no debo inclinarme, sino combatirlor
también en conciencia.
Estamos,
pues, ir-ente a una -doble alternativa: o Dios o la ló­
gica revoluciort anarquista. Y también: o Dios o la lógica opresión
comunista.
En cambio, si Dfos _vue1Ye11 fundamentar la ley, 1a 111°
te_rnativa __ i:;~_.desvanece,--puaiendo cada cual decir razonablemente
--qt.leesta-totalmente sometido a DiosJ no a la sociedad; que es
criatura de Dios, no de la sociedad; que Dios puede ordenar, ~{? _____ _
la sociedad. Y si se comprende que es necesario ob~--a-1~Cul­
tima, es porque se ve en ello el propio mandatcraeDios, único que
tiene el derecho absoluto de legislar y del que proceden todas las
leyes legítimas.
P~r tanto, ni anarquía-ind-ividualista, _ni---totalitar-ismo. __ colecti~--­
vista. La sumisión que en nombre de Dios debo al orden-social
está estrictamente definida, limitada, justificada, c_pmÓ está es-_
trictamente definido, limitado, justificado el podif-que el Estad9e-------
puede
ejercer sobre mí. _ -----------./
Todo esto sucede "el?-notñbre de Dios", sin el ~!lal~iste
3Z4
Fundaci\363n Speiro

SOBRE LOS DERECHOS DE LA CONCIENCIA
más que incoherencia. Y ninguna criatura razonable está obli­
gada en conciencia a
adoptar la incoherencia como regla moral.
En efecto, es incoherente proclamar, ]_X)r una parte, el derecho
de profesar una religión que admite la poligamia y el concubinato,
y por otra, rechazar en el plano social o en el legal la poligamia y
el concubinato; o proclamar el derecho de ser ateo y rechazar toda
religión y combatir al mismo tiempo mediante leyes e instituciones
sociales la inmoralidad, que es sólo una consecuencia del ateísmo;
o sostener que cada persona es libre de profesar la religión que
le dicte la propia conciencia, aunque ésta sea errónea, y condenar
y castigar en el plano social y legal las lógicas consecuencias de
esa libertad de conciencia.
Quizá se nos objete que si se siguieran semejantes razonamien­
tos la sociedad resultaría imposible.
También nosotros ló creemos
así.
Pero, ¿ no se desprende precisamente de todo ello una lec­
ción sobre la necesidad de un· Ser necesario ? ¿ No será tal vez
cierto
que Dios es el principio del orden y que la sociedad no gana
nada apartándose de
El?
Nuestros modernos teólogos aceptan que en nombre de los
derechos
de la conciencia -aun de la conciencia errónea-se
rechace hasta
la idea de un Estado católi~~decir. d<,_1ln Estado
que honre a Dms y lo reconozca como quien El es. Pero, ¿"aaofüle--
van a parar esos astutos doctores? A prohibir al Estado que pro­
fese toda religión (al menos, la católica (8)), lo que no impide
que le confíen
de hecho un dominio intelectual, espiritua!, moral,
absoluto, so pretexto de bien común. ¡ Hermosa manera de libe-
rar conciencias! O más bien, feliz salida que encuentran los que
se proponen suavizar las asperezas de una verdad proclamada
con demasiada nitidez.
- Convenid, sin embargo,
que los hombres están sumamente
divididos en asuntos religiosos.
-Pero, ¿ acaso lo están menos en problemas sociales y po­
líticos?
En el sistema preconizado no hay más que una ventaja: la
de expulsar dulcemente a Dios en nombre de la Teología y de los
derechos
de la conciencia. Realmente, es el colmo de la desvergüen­
za. Así, de hecho y de derecho, el César permanece solo, dueño
de espíritus
y almas, gracias a esa moral de bien común de la
que
podrá hacer cuanto le pluguiere, puesto que ningún principio
podrá oponerse.
(8) Efectivamente, en vano se esperaría de estos nuevos d'octores
que condenen al Estado confesional musulmán, israe1ita, etc.
325
Fundaci\363n Speiro

JEAN OUSSET
¿ Cree alguien que el procedimiento es nuevo? La Historia ya
Jo conoce. La fórmula: Cujus regio~ ejus religio nunca fue católica.
For el contrario, fue sobre todo la máxima internacional del co­
mienzo de la Reforma, honrada cuando los tratados de Westfalia
(justamente criticados por esto por
Pío XII). Es decir, cuando
,cierta liberación de las conciencias en materia religiosa provocó
,en Alemanía la anarquía moral e intelectual bien conocida, para
tener un poco de paz social y política no hubo otro remedio que
imponer a todos los súbditos la religión de su Estado.
¡ Magnífico
resultado para la libertad de las conciencias l
Lo que se rehusó a la Verdad, por una justa retorsión hubo
·que concederlo a la férula de los príncipes.
He ahí lo que se nos
propone: proclamación de los "derechos" de la conciencia -in­
.:cluso de la conciencia errónea-en el plano réligioso, pero con la
sumisión práctic,a de esas mismas conciencias al impulso moral
{ideológico) del
Estado so pretexto de ªbien común".
-Coherencia de los totalitarismos;
---·-----¿--Ran--pensa:do naesllos nrode111os teóricos de la eouciencia lo
-que sería, segúrt su sistema, la jerarquía de los hombres? Si es
fácil imaginar a alguien que
en el peldaño más bajo de la escala
social~ consciente de ser· mentiroso y corrompido, se jacte y se
burle de ello, ¿ a quién se piensa encontrar en la cúspide? Induda­
blemente, a un hombre de buena
fe. Pero, ¿ quién podrá ser ese
hombre
de buena fe desde el momento en que se recusa toda refe­
rencia: dogmática a la Verdad? ¿ Cuáles serán, entonces, los cri­
-terios de esa buena fe incontrolable a priori? ¿ No será ella puro
-rigor I6gico, espíritu de· sistema·, fría mecánica de conclusiones
,desencarnadas
?
· Esto es muy comprensible: Desde que se rechaza la verdad, el
.supremo bien del hombre estriba en la coherencia_ intelectual y rno­
fal. :pero nada es más peligroso que seguir una Coherencia intelec­
tual y moral desembarazada de toda referencia a la verdad. Este
es el· casa de esas personas de las que dice eí vizconde de Bonald
·"que·
se creen el_ espíritu· justo pórque tietlen el corazón recto,
j>er'O" ~~~ son q~ielles ~ejcir ha~en el mal} J?orque'lo hacen cOn se­
guridad' de conciencia": D1c ello son maravillosos ejétnplós el .. in­
-corruptible
Robespierre y el implacable Lenin. Quien pretertillere
liberar al mundo del magisterio de la Verdad no obtendrá ~á.s que
la' sangrfonta tiranía póli~ía'ca_ ·.de a·m~·os.. · ·
.326
Fundaci\363n Speiro

SOBRE LOS DERECHOS DE LA CONCIENCIA
¿ Es el integrista un hombre de buena fe?
Es cierto que existe otro tipo humano de rigurosa buena fe,
que supera fácilmente a sus rivales, Para juzgarlo, ¿bastarán los
criterios subjetivos que se pretende anticipar?
Pero,
¿ es a él a quien nuestros teóricos modernistas pretenden
exaltar?
Evidentemente, el integrista es un hombre sincero, hasta el ex­
tremo de que nadie lo duda. En lo que respecta a la buena fe, na­
die investiga, controla ni verifica más que él. Le gusta probar,
respeta a la autoridad, es fiel a los principios del sentido común,
tiene rigor lógico, es dócil ante la experiencia, posee como nadie
el sentido de la coherencia intelectual
y moral y del esfuerzo cons­
tante del pensamiento, se interesa en las más nobles empresas del
espíritu, mantiene firmemente las conclusiones a las que llega
...
¿ Cómo se puede negar la suprema virtud de estos caracteres des­
de la discrimi-nación soberana, la referencia a la Verdad?
Más coherente que nadie, el tipo humano al que nos referi­
mos es modesto y hallándose siempre dispuesto a decir con San
Pablo: "Nada me reprocha mi conciencia, pero no por ello
estoy justificado", no se considera a sí mismo principio
de verdad.
Por el contrario, profesa la humildad de un hombre que sabe que
está frente a una Verdad que lo supera. Y aunque defienda fir­
memente esa Verdad, no cree que es su deber limitarse a ello.
Escrupulosamente cumple otro, más elevado
y más serio, es decir
un deber de caridad, incluso respecto de quienes no piensan como
él y lo aborrecen y combaten. No es, pues, un Robespierre ni un
Lenin. No tiene como divisa: "Fraternidad o muerte." No mar­
ca con amenazas las acciones fundamentales de su corazón y de
su espíritu.
¡ Qué hombre tan valiente y de buena fe tenemos en él t Pero
adolece de un inconveniente: pertenece al tipo más tradicional de
1os católicos, a ese tipo que tan neciamente es tildado de inte­
grista
por los nuevos doctores de los derechos de la conciencia.
¡ Qué éxito para una gallina haber incubado a semejante pato!
Ahora que en el plano religioso y moral hay que insistir más
sobre los derechos de
la conciencia que sobre la Verdad, ¿ se pien­
sa reabsorber cuanto puede temerse del integrista? ¿ No se ve que
<1.l dejarlo librado al dictamen de su conciencia se puede dar rien~
da
suelta a la dureza, al rigorismo, a las más severas exigencias
del susodicho integrista? Al proclamarse tan abiertamente los de-
3V
Fundaci\363n Speiro

JEAN OUSSET
rec_hos de la conciencia errónea, ¿ se cree que él será el último que
reclame para la conciencia recta una libertad análoga, si no mayor?
El, que aceptaría entregar sus armas a una autoridad magistral,.
con razón no se aventurará en lo futuro a capitular ante nadie.
Y haría lo mismo que ciertos clérigos que pretenden haber pro­
bado que el respeto debido a las conciencias priva sobre la sumi­
sión debida a la jerarquía, es decir, a quienes tienen la misión de
enseñar.
La primera característica de un orden fundado sólo sobre los
derechos de la conciencia es carecer de jerarquía objetiva y, con
mayor razón, de jerarquía encarnada. Por tanto, en cuanto nues­
tra generación tome un poco en serio las enseñanzas de los nou­
Veau:c pr6tres, éstos advertirán que son las primeras víctimas de
la doctrina que en otro tiempo formularon, porque si es tan pre­
ciosa la voz de las conciencias, ciertamente, una jerarquía com­
pletamente espiritual no podrá dominar el tumulto nacido de
principios predicados con tanta ligereza y tanta demagogia.
"Veritas liherahit vos".
Después de todo lo que hemos dicho, ¿ podemos sostener que
realmente nos liberará la verdad? Es cierto que la conciencia
-incluso la conciencia errónea-es digna de respeto ( con la con­
dición de ser no sólo sincera, sino de tener
buena fe, es decir, de
haber buscado honesta, paciente y constantemente la verdad) ; y
también es cierto que· de ningún modo se violan los derechos de
la conciencia sí se profesa y se proclama la Verdad. Por el con­
trario, así se :facilita a las conciencias la marcha obligatoria hacia
la Verdad.
"!te, docete omnes gentes ... " Cuando el Señor ordenó esto,
¿ transgredía los derechos de la conciencia? El ordenó ir a todas
las naciones del mundo
para ayudar del modo más eficaz posible
a las conciencias de buena voluntad, que tendían ardientemente
hacía la Verdad.
Enseñar significa educar diciendo la verdad. Pero, ¿ es fácil
decir la verdad sin disipar ipso facto lo falso? ¿ Es posible iluminar
tma habitación sin ahuyentar las tinieblas?
¿ Y qué alma de bue­
na fe se asombrará ·ae ello?
Cuando se
enseña no se encadena a las conciencias, sino que
se las libera, se salva a las que tienen buena fe. "V eritas liberabit
vos" ("La Verdad os hará libres"), "Omnis qui e·st ex veritate
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SOBRE LOS DERECHOS DE LA CONCIENCIA
audit vocem meam" "(Todo el que pertenece a la verdad oye mi
voz'').
Sin enseñanzas, sin Verdad propuesta a las conciencias,
gran
número de éstas se hallan en peligro de desanimarse, de entregar-·
se a errores
y, por ello, a desoladoras faltas.
¿ Cómo pueden ser violados los derechos de la conciencia de
quien quisiese anunciar falsamente el envenenamiento de un por'­
tero, la muerte de una esposa, el incendio de una casa, una fabulo­
sa ganancia en las quinielas, si yo trato de demostrar que todo;
eso es falso y procuro evitar así acciones desastrosas? Entonces,.
¿ por qué no tendría el Estado -guardián del bien común-, a su.
modo, el deber de ayudar a la enseñanza, la difusión, la proclama­
ción y la exaltación de la Verdad, para que las Conciencias se des­
arrollaran con más facilidad y seguridad? ¿ Cómo pueden ser mo-·
lestadas con ello las conciencias de buena
fe, puesto que la buena
fe es una disponibilidad respecto de la Verdad?
Nuestros modernistas se burlan de la gente cuando pretenden
que el Estado debe ser neutro, limitándose a velar por el bien
común.
Esto es prácticamente imposible, porque el Estado nunca
es neutro, siendo esa pretendida neutralidad la más desleal de la~
opciones, la peor viqlencia hecha a las conciencias. de buena fe,.
a las que ella rehusa ayudar para que suban hacia la luz.
Sólo mediante
la Verdad, vislumbrada al ,principio y siem­
pre mejor comprendida, .pueden las conciencias educarse y for­
talecerse en una buena fe, que es la única que justifica.
"No conozco nada más peligroso -dice Le Play-que las
personas que comparten ideas falsas so pretexto de que la na­
ción no podrá nunca renunciar
a ellas. Pero si no renunciare mori­
rá. Además, no hay por qué acelerar la decadencia adoptando el
error. No hay otra regla de reforma que buscar la verdad y pro­
fesarla desde que se la encuentre. Porque incluso rechazada al
principio, la verdad se abre camino en las almas. Y sólo la ver­
dad ilustra y justifica" (9).
Sólo defendiendo a los más débiles contra las presiones del
trror y del mal se podrá salvar a las conciencias amorfas, que
tienden con menos vigor hacia la Verdad. Así se facilitará a las
conciencias que tengan buena
fe, sin exigírseles que sean valien­
tes desde
el principio.
En un país no sólo es respetada la libertad de las conciencias~
sino que la salvación de las conciencias de buena fe es más fácil
(9) Cit. por Jean Ousset, en Para que El rei'ne (Edit. Speiro. Madrid~ 1961), ¡:,ág, 411.
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JEAN OUSSET
que en otras partes1 cuando en ese país, costumbres, tradicionesy
manifestaciones públicas, conducta en la calle_. ambiente social, ex­
presiones de los magistrados y de los políticos son otros tantos
homenajes rendidos a la Verdad, En cambio, cuando se calla frente
al error y se mantiene en derredor suyo el equívoco, mientras
-campean por sus respetos los sofismas de la neutralidad, las can­
dencias no son liberadas, sino más bien encadenadas par tinie­
blas donde corren el riesgo
de desanimarse y perderse, e incluso
de endurecerse en un logicismo tan puro que resulta virtualmente
inatacable. Sólo
el apostolado de la Verdad libera las conciencias. "Des­
graciado de mí si no enseñara el Evangelio", decía San Pablo;
"Id y enseñad a, todas las naciones". He ahí el único modo de
restablecer convenientemente toda la armonía del orden huma­
no. Y esto, sin violentar las conciencias y asegurando el triunfo
pleno, objetivo,
de la Verdad, que sólo existe en la armoniosa
unión de los dos términos: objeto-sujeto -adaequatio rei et in­
tellectus (10).
}l (10) Nos hemos limitado en este artículo sólo al problema muy gene­
·ral de la conciencia, con el que están conectados otras de los que volve­
remos a habíar o que están tratados en otra parte. Por ejemplo: ¿ Hasta
,qué punto puede el Estado oponerse a 1a proclamación del error o al
crimen cometido
por lUl hombre de "buena fe"? ¿ Puede hacerlo sin violar
1a justa libertad de conciencia? (Sobre la influencia de la vida social,
d. J. M. VaissiJere, Fondements de la cité, pendiente de traducción por
Speiro, S. A.)
Otros problemas que se pueden mencionar son los de la educación de
los hijos de las familias no católicas, de la escuela confesional no católica,
de la
propaganda .pública de errores, 1a solución del ghetto, la objeción
.de conciencia propiamente dicha, etc.
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