Volver
  • Índice

Vivir la verdad: Las virtudes cardinales y el hombre moderno

VIVIR LA VERDAD: LAS VIRTUDES CARDINALES
Y EL HOMBRE MODERNO
por
RAl"AEL GAMBRA CIUDAD.
No le basta al hombre para vivir una vida digna de su des­
tino y naturaleza con conocer la verdad. Ha de servirla en su
actuación, y este obrar presidido por la verdad y dirigido a dar
testimonio de ella sólo se realiza a través de la virtud y de la
vida virtuosa.
Las nociones de virtud y de vida virtuosa nos suenan hoy como
conceptos un tanto "antiguos" o "pasados de moda!J; diríamrn~,
incluso, como desacreditados y ridiculizados. Las escuelas actua­
les de moral nos proponen a ésta, bien como la realización de
un sistema de ideas o valores objetivos ( o trascendentales, en
ca.sos) ---cognoscibles siempre--, o bien como una "moral de si­
tuación". En la Antig:üedad, en cambio, la moral se concebía y
enseñaba
como la adquisición de un conjunto de virtudes: el
ideal ético del hombre bello y bueno ( el hombre virtuosamente
equilibrado o completo.
av6pw1to<; xaAo,;-xa,TaaOó,;) dominó durante
el mundo antiguo y se prolonga -cristianizado--hasta la misma
educación de nuestros padres, centrada siempre en inculcar en
el niño el hábito virtuoso y en mantener en la sociedad "las
sanas y antiguas costumbres".
Se ha dicho que el hombre de hoy aspira a dominarlo todo
-el universo y sus fuerzas-, excepto, precisamente, a sí mismo.
Típico ejemplo de este juicio es la actitud de hoy sobre el pro­
blema de la natalidad : biólogos y moralistas aportan de consuno
soluciones que
la fustren o repriman, siempre sobre la base de
que no supongan un imperativo para el hombre de contención o
moderación.
En el polo opuesto, los antiguos estoicos -quizá con igual ex­
ceso-- suponían que el hombre no puede alterar con su acción la
férrea fatalidad del destino y que sólo le cabe alcanzar un grado
de
autonomía y felicidad mediante el logro de la virtud, que le
65

Fundaci\363n Speiro

RAFAEL GAMBRA CIUDAD
haga imperturbab1e ante cualquier fortuna exterior y le libre de
sus propias pasiones.
La virtud es, según la definición clásica, un hábito del bien.
Para Santo Tomás la virtud es una disposición estable al bien
obrar, de la que el sujeto propio
es una facultad de un ser
inteligente: Las facultades son principios y cauces de conocimien­
to o de acción, pero, por su carácter potencial, se encaminan a su
acto, que es su perfección. Hay potencias, como son las naturales,
que se
encaniinan por sí mismas a su acto ( como la vista a ver o
el oído a oír) y por esto se llaman en sí virtudes o virtualidades;
pero las potencias racionales ( o movidas por la voluntad racio­
nal) que son propias del hombre no .están determinadas a una
sola operación, sino indeterminadas respecto a varias. Y por ello
requieren que se les sobreañada un principio inmediato de ac­
ción como son los hábitos, a los que pertenecen las virtudes.
Por el hábito, fruto de la reiteración de actos conscientes, el
acto se realiza con mayor perfección, rapidez y facilidad; con
menos consciencia, en cambio. Las virtudes añaden estas mismas
cualidades a la práctica del bien -como el vicio las añade a la
del
mal-y se especifican según las distintas potencias del alma
a las que
se adhieren.
Según Platón, este Cosmos o mundo ordenado que vivimos
(por diferencia con el Caos) se halla regido por tres principios
ordenadores:
Logos, Nomos y Ta;.a;is (Razón, Ley y Orden), que
constituyen la interna armonía del mundo y su reflejo en el alma.
La Razón engendra en el alma la Verdad; la Ley, el Bien y la
moralidad
de los actos; y el Orden, la Belleza. El Bien se cumple
mediante la
Virtud, a la que los griegos llamaron ap•,-/¡ (fuerza
o vigor)
y también ap,a,óv (algo puro y excelente). Platón ca­
racteriza a la virtud como un estado de tensión armónico entre
las partes del ahna cuya manifestación es la m,esotés (modera­
ción) o hábito del término medio. Así, por ejemplo, la fortaleza
es un término medio entre la temeridad y la cobardía; la libe­
ralidad
lo es entre la tacañería y la prodigalidad; el amor propio,
un término medio entre la vanidad y el desprecio de sí mismo ;
la modestia, entre el excesivo pudor
y el impudor.
Cuando queremos lograr el más alto rendimiento de un caballo
de carreras procuramos ejercitarle en
un entrenamiento medio
que vigorice sus músculos y los mantenga en armonía funcional :
ni agotamiento ni molicie, ni comida o descanso excesivos, ni
abstinencia o fatiga que lo depauperen. Así también la virtud es
en el ahna un estado de tensión en sus facultades y de armonía
entre ellas
La virtud hace al hombre fuerte moralmente y bueno:
66
Fundaci\363n Speiro

LAS VIRTUDES CARDINALES Y EL HOMBRE MODERNO
por ella realiza el bien con naturalidad, con perfección, sin lucha,
con esa serenidad
y belleza que caracteriza al orden de la natu­
raleza .Y lo acercan a la sencillez en el bien que ( en el cristiarús­mo) distingue a la santidad. Al igual que la actividad normal del
hombre
es ,imposible sin el hábito, la vida moral es imposible
sin la virtud. Sin el hábito nuestra vida sería un perpetuo co­
menzar de nuevo y un eterno aprendizaje para los más simples
movimientos; de aquí que se haya llamado al hábito "una se­
gunda naturaleza". Esperar
la práctica del bien al margen de la virtud de sólo consideraciones intelectuales o por "vivencias
situacionales'' es como esperar destreza
y realiz~ciones de ·quien carezca de hábitos. De aquí que la pedagogía hasta nuestro ayer
inmediato se confiase sobre todo a la práctica de virtudes y re­
curriese constantemente a la cünsideración apologética de vidas
ejemplares, de santos, etc.
Las virtudes se especifican -hemos dicho-según la rela­
ción de la voluntad con las distintas potencias del ahna ejecu­
toras. La división más antigua
y clásica de las virtudes natu­
rales procede
de Platón, de quien pasó, a través de San Agustín,
al catecismo cristiano. Compara Platón al alma del hombre
con un carro griego (el "carro alado" del Fedro) tripulado por un
auriga que representa a la razón
y tirado por dos corceles, uno blanco, que representa el ánimo o apetito · noble, y otro negro, que simboliza la pasión o apetito inferior. Razón, ánimo y ape­
tito son para Platón las tres potencias fundamentales del alma,
y a ellas corresponden tres virtudes que, con otra global del al­
ma, forman las cuatro virtudes cardinales, llamadas así porque
son
como los quicios (cardo:· quicio) sobre los que giran las
demás virtudes. Son: la
prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. Prudencia es la virtud que rige a la razón o entendi­
miento; fortaleza, la que gobierna al ánimo (o apetito irascible);
templanza, la que ordena el apetito concul"scible. La justicia es,
en el sentido platónico, una armonía de las partes del alma, vir­
tud del alma por excelencia.
La prudencia puede definirse como "recta ratio agibilium": recta ordenación de las cosas agibles. (Se llama agible a todo lo que puede ser hecho por el hombre en el mundo espiritual -las leyes, los propósitos, los planes de acción, son agibles---. Se opone
a factible, que es lo que puede ser hecho por el hombre en el mundo corpóreo -una estatua, un puente son factibles----.; esta actividad se rige por las _artes). La prudencia es así la virtud que
ordena el entendimiento en su orientación
práctica, iluminadora
de la acción, habituándole a juzgar serena y desapasionadamente,
67
Fundaci\363n Speiro

RAFAEL CAMERA CIUDAD
de forma tal que aclare a la voluntad los motivos del caso que ha
de decidir. Por esto la prudencia es una virtud esencialmente
circunstancial: no es tina sabiduría desinteresada ni sobre prin­
cipios generales, sino de casos concretos, aplicada
y práctica. A
veces se confunde la noción de prudencia con la de cautela y len­
titud en el decidir y
en el actuar, y la de imprudencia con la de
precipitación. Siendo la prudencia la virtud del entendimiento en
cuanto ilumina a la voluntad, es riormal que su ejercicio se acom­
pañe de la necesaria pausa reflexiva, pero puede también pecar
de imprudente el que, por excesiva cautela, deja pasar la ocasión
propicia para decidir y actuar. Pueden distinguirse tres clases
de prudencia, según que se ordene al gobierno de la propia vida
personal (prudencia mon'lÍShca; de mionos, uno -uno mismo--,-),
de la vida familiar (prudencia económiü:a; de oikl'a, la casa), o
de la vida pública (prudencia política; de poUs, la ciudad o el
Estado).
La justicia, entendida en su acepción amplia, es la práctica
habitual
del bien; en este sentido la entendía Platón, para quien
era como el compendio o conjunto armónico de las virtudes. Como
virtud especial ( en un sentido más bien aristotélico) se entiende
por justicia
el hábito de dar a cada uno lo que es suyo, lo que le
pertenece. Lo que a cada persona pertenece es su derecho, su
jus (de aquí justicia) Santo Tomás la definía como: conslans et
perpetua volwn,ta-s jus suwm1 cuique tribuendi: una voluntad cons­
tante, habitual, de dar a cada uno aquello que -por ley natural
o positiva-le corresponde; esto es, de respetar su derecho y no
perjudicarle en el mismo. En realidad, se trata de la manifesta­
ción de la íntima justicia o armonía interna del alma, en el sen­
tido que vimos en Platón. El hombre armónico en su alma es
justo, da a cada uno lo suyo; esto es, practica la justicia.
La justicia es la base en que se apoyan las relaciones humanas
y sobre las que se edifica el orden social. No puede pervivir pací­
ficamente una sociedad que no se asiente en una más o menos
justa correlación entre los derechos y deberes
de sus miembros,
y en una justa distribución de los bienes y de las cargas comu­
nes.
Por ello hizo Platón de la justicia la virtud propia o ca­
racterística de la ciudad
(polis) o Estado. La justicia se divide
en
general y ¡,articular. La primera inclina a dar o respetar lo
suyo a la comunidad, y obliga especialmente al que ejerce autori­
dad, que
se debe a la cosa común. Cuando se refiere al derecho de
otras personas se llama particular, y puede ser conmutativa, que
inclina a dar al prójimo su estricto derecho según un principio
de igualdad aritmética entre
lo que se da y se recibe; y distri-
68
Fundaci\363n Speiro

LAS VIRTUDES CARDINALES Y EL HOMBRE MODERNO
butiva~ que inclina al que ejerce una función de gobierno a re­
partir los bienes o cargas comunes entre los miembros de la
comunidad, no según partes iguales (aritméticamente), sino según
la proporción de los méritos, servicios o talentos (por así decir,
según una igualdad de proporciones o igualdad geométrica).
La fortaleza es la virtud propia del ánimo o apetito irascible,
aquel que tiene por objeto el bien (lo deseable) en cuanto arduo
y difícil de alcanzar. La fortaleza impulsa rectamente a la vo­
luntad cuando se siente amenazada de decaer por temor al es­
fuerzo o a los peligros y dificultades que ha de vencer.
La pre­
serva igualmente de caer en la audacia temeraria.
La templanza, en fin, es la virtud que rige el apetito concupis­
cible; esto es, que frena o modera -sin anularlas-las pasiones
concupiscibles. Carece de esta virtud, cuyo efecto es la modera­
ción,
el que no sabe sujetar sns deseos sensibles. Partes de la tem­
planza o virtudes subordinadas son: la abstinencia (relativa a los
placeres de la comida), la sobriedad (a los de la bebida), y
la
castidad (que regula e!apetito sexual).
La teoría platónica de las virtudes tuvo una proyección en la
política de gran trascendencia histórica. Por modo tal que, aun
siendo Platón el filósofo más metafísico y especulativo -toda su
obra es un nostálgico tender hacia un mundo ideal
y trascenden­
te-, el centro de atención de su pensamiento se centra sin embar­
go en la Política y la Pedagogía ( Paiáeia). Toda polis -Ciudad o
Cultura-es para Platón, no sólo un orden que permite la vida
de hombres y grupos, sino un sistema
-de educación y de cos­
tumbres que habilita a las nuevas generaciones para prolongar
y perfeccionar esa vida en común. Si el fin del hombre es para
Platón la purificación del alma
y su ascensión al mundo inteli­
gible, estos
fines no pueden conseguirse sino mediante la wtuá,
y la virtud no se adquiere ni conserva más que en un medio ade­
cuado. Así como la mala tierra perjudica a la planta, y lo hace en
mayor grado cuanto más rica y fructífera
es (las malas hierbas
no se resienten de la maldad del terreno y crecen en él), así tam­
bién la virtud del hombre se resiente en el ambiente corrompido,
y en mayor grado
en las almas vigorosas que en las vulgares
( eom•Ptio ap,tim• pessima). ·
La Ciudad humana, en consecuencia, debe ser como un re­
flejo o proyección del alma del hombre, en la armonia de sus fa­
cultades y en sus virtudes. Las tres clases sociales de que toda
Ciudad debe constar (pueblo, guerreros o defensores y sabios o
directores) representan a las tres facultades
de! alma y deben ser
presididas por sus· virtudes cardinales. Responden también a las
69
Fundaci\363n Speiro

RAFAEL GAMBRA CIUDAD
tres necesidades fundamentales de la Ciudad: su sostenimiento
físico o economía, de la que se encarga el pueblo, cuya virtud es­
pecífica debe ser la templanza o sobriedad; la de defensa, enco­
mendada a los guerreros, cuya virtnd será
el valor o fortaleza; y
la de
ser dirigida en la rectitud y en el fervor, que es cometido de
los sabios o directores, presididos por la prudencia o rectitud de
juicio. La armonía de estas clases con sus correspondientes vir­
tudes constituye la justicia de la Ciudad. Pero esta justicia no es
para Platón la igualdad aritmética de la Ciudad moderna (igual­
dad de deberes y derechos ante la ley
por parte de todos los
ciudadanos), sino
la llamada igualdad geométrica o simétrica, que
es una justa proporción de deberes y derechos entre las diversas
clases, de forma que a mayores derechos correspondan mayores
deberes, y viceversa.
Así el pueblo, encargado del traba jo físico,
tiene los . menores derechos pero también los menores deberes;
el hombre del pueblo no ha de someterse a un largo aprendizaje
y podrá vivir para sí y contraer matrimonio muy pronto ; los
guerreros, por su parte, contarán con mayores derechos --están
exentos del trabajo físico~, pero han de someterse al ejerci­
cio de las armas y tendrán el deber del heroísmo y de entregar
su vida por la comunidad en caso necesario; los sabios, en fin,
disfrutarán de los mayores derechos ----exceptuados del traba jo
físico y del servicio de las armas-, pero soportarán también los
deberes más pesados: no podrán tener vida privada, ni bienes
propios, ni contraerán matrimonio, porque se deben por entero
a la comunidad. ·
La Ciudad platónica, proyección de las facultades y de las
virtudes humanas, no es una construcción utópica o ideal, como
se ha interpretado a menudo. Según Platón toda Ciudad humana
cuenta -más o menos perfecta o armónicamente, reconocidas o
n~ con esas tres clases sociales. Y el esquema platónico de la
Ciudad pasó, de hecho, a la Edad Media, en cnya sociedad pue­
den reconocerse. Así los tres brazos de las Cortes

o Estados
Ge­
nerales que representaban a la Ciudad (res-pública) ante el rey
como representante de Dios ( o poder en alguna manera santifi­
cado) en la sociedad civil eran: el estado llano ( o pueblo),
el nobi­
liario (aristocracia militar
en su origen), y el eclesiástico, que
constituía la clase directora, depositaria y mantenedora de la ver­
dad y
el bien en la Civitas cristiana.
Observemos, en
fin, lo que sucede a la Ciudad errando las
clases sociales decaen en su virtud propia, cuando se corrompen
y dejan de cumplir su cometido. En elto nos aparecerá también
la jerarquía natural que guardan, la dignidad diversa de su fun-
70
Fundaci\363n Speiro

LAS VIRTUDES CARDINALES Y EL HOMBRE MODERNO
ción. Cuando el pueblo deja de ser sobrio y trabajador puede
producirse en
la Ciudad la escasez, el hambre incluso.Es éste
un gran mal, pero mayor
es el que sobreviene cuando los guerre­
ros o guardianes decaen en su imperativo de honor, disciplina y valor: la inseguridad, el temor ante el desorden interior o la amenaza de invasión exterior. U na Ciudad puede vivir en la pe­
nuria, pero difícilmente en
la incertidumbre o el miedo. Sin em­
bargo, cabe aún un mal superior para la comunidad, y
es el en­
gendrado por la decadencia en su virtud o la abdicación en su cometido de los sabios o directores: cuando esto sucede los hom­
bres dejan de sentirse en la firmeza y el fervor, desconocen los
límites del bien y del mal, de la verdad y el error, dudan del norte de su existencia, y sus vidas caen lentamente en la corrup-· ción y la incoherencia,
Cuando en· nuestros días aquellos qúe representan a los_ "sa­bios" en la ciudad cristiana colocan tan a menudo la verdad y
el bien de que son depositarios y guardianes a merced de diálo­
gos "ecumenistas" o de adaptaciones a los tiempos y las circuns­tancias, pensamos si no será aquel y más grande mal el reser­
vado a la civilización de esta segunda mitad del siglo 'XX con esto que se ha llamado "la traición de los clérigos".
71
Fundaci\363n Speiro