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Principio de subsidiariedad y cultura

PRINCIPIO DE SUBSiiDIARIEDAD Y CULTURA
POR
LYDIA ]IMÉNEZ GONZÁLEZ
El principio de subsidiariedad de la sociedad y del bien co­
mún se expresa así: la responsabilidad individuaJ precede a la
responsabilidad global. Dicho más exactamente, en cuanto los
individuos y pequeñas comunidades sean
capaces y

estén dis­
puestos a hacer frente a su propia responsabilidad de conseguir
los fines basados en esa responsabilidad, no tiene el Estado
ningún derecho a arrogarse tareas sobre estos fines.
La ley del bien común y
la ley de subsidiariedad son en el
fondo idénticas. Ambas se dejan expresar en un principio: el
bien común es ayuda, pero s6lo ayuda para los individuos en
los fines esenciales de la vida. Por consiguiente, el bien común
fundamenta y limita, a
la vez, las facultades del Estado y de
la sociedad. Bien común y principio de subsidiariedad son dos aspectos de
la misma cosa. Por eso pudo Pío XI llamar al prin­
cipio de subsidiariedad: «principio superior filos6fico-social»
(Quadragesimo anno), mientras que Le6n XIII había calificado
a
la ley del bien común de «ley primera y superior de la co­
munidad estatal». Del principio de suhsidiariedad se desprenden
tres criterios:
1)

Un sistema social es tanto más perfecto cuanto menos impide
a los individuos
la consecuci6n de sus propios intereses, pero
a
la vez cuanto más obligue mediante instituciones adecuadas
a servir desde ellas al bien común. 2) Un sistema social es tanto
más valioso cuanto más descentralización de poderes
y· autono­
mía

de cuerpos intermedios existe. 3) Un sistema social será
tanto más eficaz cuanto menos acuda, para alcanzar un alto
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Fundaci\363n Speiro

LYDIA JIMENEZ GONZALEZ
grado de bien común a las leyes y más a los estímulos de ren­
dimiento. El

principio de subsidiariedad
ha de defender a todas las
personas de
la comunidad con derechos originarios de una acción
monopolizadora del Estado. El Estado no debe encargarse de tareas que los individuos
o los cuerpos intermedios pueden
realizar.
El fomento de la cultura.--Como en todos los campos,
también en el de
la cultura la tarea del Estado es subsidiaria.
Para ningún otro campo vale incondicionalmente el principio de subsidiariedad de toda actividad estatal como para la espiritual­
cultural, a

saber: el principio del más alto grado de libertad que
permita el

bien común, pues de tal desarrollo depende el des­
arrollo de
la vida espiritual de la persona y de la sociedad. Tan
grande es la importancia de
la libertad, que compensa, incluso, de
los peligros del desarrollo de fuerzas destructoras en el esencial campo de valores de
la sociedad y, por consiguiente, de la ame­
naza
al

bien común en su más ínrima sustancia. El cometido
del Estado en el campo cultural se limita a
la defensa del bien
común contra las graves amenazas inmediatas surgidas del abuso de la libertad de actuación pública en discursos,
filustraciones
gráficas, exposiciones, formación de asociaciones.
También en este campo puede el Estado quebrantar derechos
y obligaciones por una doble unilateralidad. El Estado exagera su competencia, y por cierto, con grave daíio para el bien co­
mún, si pretende monopolizar, organizar y controlar todo lo
cultural, como hace el Estado socialista totalitario en el sentido
de los valores colectivos, por
él dogmáticamente fijados. Pero
también el Estado liberal quebranta sus obligaciones para con
el bien común si consiente
el permisivismo, la indiferencia, el
nihilismo,
la actuación sistemática de grupos organizados cuya
actividad reporta nocivas repercusiones sobre la moralidad pú­
blica, permaneciendo inactivo frente a
la especulación social con
ciertos impulsos humanos, por ejemplo en
la exhibición porno­
gráfica, en los lugares de diversión: cines, teatros, pubs, boites,
en la manipulación de los
mass media, prensa,

radio, TV.
Te-
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PRJNCIPIO DE SUBSIDIARJEDAD Y CULTURA
niendo en cuenta esta obligación del Estado, el criterio de in­
tervención ha de buscatse en la circunstancia de que de un modo de conducta ( en la literatuta
pornográfica, en la pantalla de TV.)
puedan derivarse efectos moralmente nocivos para los miembros
de una sociedad (principalmente niños y jóvenes) que no poseen aún medios de resistencia contra tales influjos. El principio de subsidiariedad en relación con la cultura ha
de tener en cuenta a la naturaleza humana, al hombre, sujeto, artífice de la cultura ... Hay que tener cuidado en no concebir la cultuta como la
masa inerte de nuestros conocimientos. No es la memoria vi­
viente. Vulgarmente se habla de «bagaje cultural», como si la
cultura se conservara en maletas que uno lleva consigo con el riesgo de que le estorben en su marcha. Esta expresión es erró­nea, ya que da a entender que el hombre cultivado es un
animal
de

biblioteca, al que se representa con las gafas puestas, todo
el día encorvado; un hombre, en una palabra, desligado de la realidad. Nada más falso que semejante imagen.
La cultura, su misma etimología nos lo indica, es la acción
de cultivar
la tierra. La palabra refleja el aspecto dinámico de
la realidad que encubre. En este sentido, el hombre cultivado
aparece
como una
tierra desbrozada, trabajada; la tierra huma­
na fecundada. No existe, por tanto, alusión alguna a ese alma­ cenaje pasivo de conocimientos, sino al contrario, a una idea de asimilación activa de todo aquello que desarrolla las cualidades
del espíritu: el ansia de verdad, el deseo de hien. La cultura es,
en definitiva, el florecimiento de
la vida propiamente humana,
comprendiendo tanto el aspecto material como el espiritual, mo­
ral e intelectual. Por consiguiente, la cultuta se desarrolla a par­ tir de una determinada concepción del hombre, universalmente
reconocida.
La idea de una naturaleza humana orientada a su
término, es decir, a su perfección, encabeza el concepto de cul­
tura. En

un importante discurso ante la Unesco, pronuriciado
en su visita a Francia, el Papa Juan Pablo II se ha referido
ampliamente a la cultura como una medida del crecimiento· del
hombre. Crear cultura, nos ha recordado el Papa, significa
culri-
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var y enriquecer al hombre, descubriéndole su propia dignidad,
su grandeza que procede de la condición de ser hijo de Dios.
No se trata,
y no puede tratarse en modo alguno de un mero
crecimiento cuantitativo, de aquellos que se logran por simple
acumulación de conocimientos
y de técnicas, pues éste, si no va
acompañado de un constante crecimiento moral, acaba generan­ do una nueva clase de bárbaros, mucho más peligrosos que los
que se mueven en la ignorancia supina. Es fácil reconocer por
vía de experiencia que el conocimiento llega
a1 hombre por dos
canales: el de la razón y el del afecto, y que ambos deben ser im­
pulsados al unísono. Todo el mundo sabe que lo que un discípulo obtiene de su maestro depende tanto del saber de éste, cuanto
del afecto y adhesión con que el alumno recibe sus enseñanzas.
Es evidente, por tanto, que el conocimiento de la cultura en el
hombre es el resultado de un
· difícil

equilibrio entre los medios
que proporcionan información y los valores morales que ordenan
rectamente esta información, poniéndola al servicio de los demás
y de él mismo. La célula esencial para la creación de estos va­
lores morales, que se articulan como una proyección del amor
y de la entrega al prójimo, es
la familia. Es en el seno de la
familia donde se ponen en último término, las bases de la vida
espiritual y personal del hombre.
La familia

es
cl primero y
más importante
centro· de

cultura y educación. Los conocimien­
tos básicos,

especialmente en el orden de la conducta llegan
al
hombre

a través de la familia. Pudo haber sido de otra manera,
pero Dios

ha querido que sea
así. Las

sociedades reflejan el ca­
rácter de sus instituciones familiares, porque es en la familia
donde nacen las relaciones del individuo con el orden moral,
del que · depende la sociedad. Cuando la familia se destruye o se debilita
ó se persigue, el índice de delincuencia y de desorden
moral crece en proporciones desorbitadas. Porque es en ella
donde nace este concepto tan sutil y tan importante que es la autoridad. Palabra muy controvertida porque no se entiende
biéri. Autoridad

es simplemente la
áfirmadón de lo

que «debe»
hacerse, que señála
el· camino

para consegnir el bien
individ~al y
común. Cuando la

autoridad es
fuerte, es
decir, aceptada y se-
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PRINCIPIO DE S[JBSIDIARIEDAD Y CULTURA
guida, no se necesitan apenas fuerzas coerdtivas para imponer
a los hombres el camino del bien. Cuando la autoridad se debi­
lita,
la suhsidiariedad se convierte en imposici6n totalitaria, ter­
minando en opresión. Las sociedades que destruyen sus células familiares acaban imponiendo insoportables tiranías. Ante
las
amenazas que se alzan hoy contra la instituci6n familiar con la
generalizaci6n del divorcio y la apertura hacia el aborto, no está
demás recordar el contenido del principio de subsidiariedad en
lo que se refiere a las relaciones entre familia y Estado y que
pue­
de

resumirse en tres puntos: 1) El Estado ha de reconocer a
la familia la autonomía
que le corresponde por derecho natural. La autonomía frente al
Estado se refiere, sobre todo, a los valores sobrenaturales co­
munitarios de la familia, los cuales, por su carácter, están fun.
damentalmente sustraídos al Estado. Así, pues, el Estado no
tiene poder para dictar disposiciones que afecten directamente
al fundamento de
la familia, el matrimonio. El derecho de la
familia a
la autonomía frente al Estado afecta también a su exis­
tencia natural. Este derecho reclama, ante todo, que se conser­
ve la familia en su integridad, como forma social. 2) La segunda exigencia que el principio de subsidiariedad
plantea al Estado en sus relaciones con la familia es la que se
refiere a su protecci6n y fomento, a la creaci6n de posibilidades qué favorezcan su desenvolvimiento, de modo que pueda cum­
plir su misi6n. «Es deber primordial del Estado garantizar ab­
solutamente los

valores que aseguran a la familia
el orden, la
digriidad humana, la salud y la felicidad» (Pío XII, 18 de sep­
tiembre de 1951) contra todas las amenazas y peligros. 3)
La tercera exigencia que plantea al Estado el princi­
pfo de

subsidiariedad, se deriva de
la ayuda que el Estado debe
prestar a
la familia cuando ella no es capaz de cumplir con sus
deberes. El principio de subsidiariedad
eviia que la familia cai­
ga· en un colectivismo estatal.
Después de

esto, podemos afirmar que nos encontramos en
uná situációri alarmante
dentro de

nuestra sociedad, ya que se
está destruyendo

el elemento
· esencial

de donde nace su propia
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esencia. Si la cultura es crecimiento y no acumulación, las fuen­tes del amor estable deben ser alimentadas y protegidas. La so­
ciedad no necesita
. leyes

que regulen la forma menos perniciosa
de hacer el
mal, sino de instrumentos que amparen, sostengan y
rectifiquen la

debilidad humana, ayudándola a recorrer el cami­
no que dicta su deber. El resultado de estas consideraciones nos lleva a
afumar que
si

se atiende al desarrollo y crecimiento del ser plenamente hu­
mano, la cultura familiar cuenta, en primer lugar, pero también
los órdenes sociales de la vida reclaman un puesto decisivo en el concepto de la cultura frente a los sectores espirituales en sentido estricto. Esta referencia nos hace comprensible que gran­
des pensadores, al reflexionar sobre la cultura (aun sin usar
esta palabra), hayan pensado, ante todo, en la cultura familiar,
jurídica, política y social, y sólo en segundo lugar en los sec­tores espirituales de la cultura en sentido estricto; as!, Platón,
Aristóteles, Santo Tomás de Aquino, Hegel. Pero con esto no está aún plenamente agotada la esencia so­
cial de la cultura (frente a la manera de concebirla como cate­ goría de los sectores espirituales). En efecto, la Antropología, la
Sociología y la Filosofía de la cultura no dejan hoy duda alguna
de que, en la vida histórica de una cultura, a las exteriorizacio­
nes en ámbitos particulares les cotresponde un lugar subalterno
en comparación con las instituciones y posiciones que constitu­
yen la
· tradición

de un pueblo y en comparación con la consi­
guiente forma social de vida. De ésta se ocupa, ante todo, el an­
tropólogo. Por eso, el filósofo de la cultura, T. S. Eliot, al in­
tentar determinar el concepto de cultura
escribe: «Por

cultura
entiendó lo que entiende el antropólogo», y viene a decir, aun­
que con otras palabras: «Por cultura entiende la antropología,
la manera completa como vive un pueblo, el legado social que el individuo recibe
de su grupo».
En esta acepción amplia, la vida cultural es --como dice
Adolfo Portrnann- el «estado natural característico del hom­
bre a diferencia
· del

animal». La existencia natural del hombre
es la vida con cúltura, rodeado de un mundo de cosas creadas
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PRINCIPIO DE SUBSIDIARIEDAD Y CULTURA
por él; por tanto, «la herramienta pertenece también al estado
cultural, la cerilla lo mismo que los fuegos artificiales, el zapato
lo mismo que
la poesía; en fin, el arado pertenece a la cultura
con tanto derecho como el museo donde el
día festivo contem­
plamos los objetos culturales de los pueblos extraños».
Podemos ahora sintetizar el análisis que precede
de la forma
siguiente: el hombre es ente cultural en virtud de su disposi­
ción creadora espiritual para el conocimiento y realización de valores. La cultura es de
naturale2a social

y su meta primaria es
el desarrollo de
la personalidad de sus miembros mediante la
participación en el desarrollo del pueblo, según los diversos sec­
tores particulates de la vida. O dicho de forma más breve y ge­
neral: cultura es realización de valores. Pero en esta realización de valores, el hombre no parte de cero. El hombre, a diferen­
cia del animal, se manifiesta en sucesión de generaciones que,
mediante la tradición, incrementan el resultado de su experiencia,
de su trabajo y de sus conocimientos. El animal parte siempre
del mismo punto, determinado por su
naturale2a física;

en cam­
bio, el hombre recibe todo lo esencial para su pleno desarrollo,
ante todo, de la tradición social; recibe, pues, de otro lado, y
no de su
naturale2a física,

todo lo que le constituye en lo que
es ente natural por
naturale2a.
Por

tradición se entiende el conjunto de las maneras de re­
presentar, pensar y valorar, socialmente recibidas y socialmente
entregadas, junto con las actitudes, costumbres e instituciones que en aquéllas se apoyan; a este conjunto se le puede también de­
signar, sintéticamente, como «genio del pueblo», «idiosincra­
sia popular». En este sentido la tradición es la primera forma
social de

vida.
La tradición penetra desde los comienzos de
la educación, ya
a
partir de

los primeros meses de vida, aunque sea de manera
todavía inconsciente. Esta formación del hombre mediante la tra­
dición se extiende a su conducta exterior en el ambiente social,
pero ante todo afecta a los principios de representación, pensa­
miento y valor que sustentan tal conducta. Se deduce de todo esto, en
· primer

lugar: 1) la obligación
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LYDIA JIMBNEZ GONZALEZ
de venerar la tradición. Efectivamente, en la tradición vive y
actúa la experiencia y sabiduría
de muchas generaciones de an­
tepasados. Estrechamente ligada con esta veneración está, en se­
gundo
lugar; 2)

la obligación, por parte del miembro de la so­
ciedad, de reconocer lo que debe a la tradición y de contribuir a
su continuación, ambas cosas en -«la forma en que -como nos
dice Teodoro Lltt-«el yo incluye en sí al todo, para poder dar­
se al todo». Como los valores fundamentales de la tradición for­
man una parte esencial del bien común social, existe en tercer
lugar; 3) la obligación, por parte del individuo, de respetar las formas
de vida en ella arraigadas. En estrecha conexión con esto
se halla otra cuarta obligación importante; 4) la de evitar los
modos de conducta que actúen de elementos disgregadores y di­
solventes de la tradición o impidan
y perjudiquen el cumplimien­
to de sus tareas esenciales; por eso, con razón, las comunidades
cultas consideran como atentado contra los bienes de importan­
cia vital todo desprecio manifiesto de los valores del «genio del
pueblo» consagrados por la tradición. Hoy se
ha generalizado
este desprecio por la tradición en
la literatura de divulgación, en
el cine, teatro, en los «mass media», incluso en las ciencias del
hombre, en las que la tradición es presentada a menudo como
el pecado original que la humanidad, iluminada por la ciencia
debe
superar, contraponiendo

siempre progreso a conservación.
Y, por último, se puede afirmar que constituye uno de los debe­ res fundamentales ético-sociales de todo pueblo, incluso una obli­
gación del bien común, mantener radicalmente vigente la tradi­
ción como forma de vida socio-cultural que se renueva y se con­serva a la vez y así crece como fuerza interior configuradora de
la vida. A
la tradición pertenecen también otras tres importantes for­
mas culturales de vida: el ethos, el derecho y
la religión. Las
tres son formas de vida condicionadas por la tradición,
íntima­
ménte conectadas, a las que por tanto ha de considerarse unifi­
cadas en una realidad histórica,
ónica en
que el hombre se hace
él mismo, es decir, en la tradición en cuanto suelo nutricio de la
cultura y del desarrollo de la personalidad.
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PRINCIPIO DE SUBSIDIAR.IEDAD y. CULTURA
Me voy a deteoer ahora, b;evemente, en estas tres formas de
vida condicionada.s por la tradición.
El ethos.-La moralidad tradicional de una sociedad consti­
tuye el
ethos que

subyace como
forma de vi;i. en su cultti~a. La
forma
peculiar de ethos, propia de una forma de sociedad, con­
siste en los modos de
sentir; pensar

y valorar moralmente, ga­
rantizados por la tradición, y en las actitudes y reglas jurídicas
que en aquéllos se apoyan.
El ethos, como forma de vida, ofrece, tanto
a la sociedad como
al iodividuo, múltiples aspectos de
· respons~bilidad moral.

Para
una comunidad cultural como
la occidental .de hoy, cuya crisis
radica,

ante todo, en
la descomposición del ethos; vale, sio duda,
lo que Scheler ha afirmado_ de toda
la comunidad cultural: que
«sus miembros son corresponponsables
.de la
salvación del todo
de este círculo
cultural~. La

gravedad de la responsabilidad co­
munitaria de un pueblo y de un círculo cultural con respecto a
la conservación, caída y renovación del ethos es .. tanto m~s io­
dudable cuanto que no hay ley
tan claramente atestiguada por la
historia como la de que la causa decisiva de la decadencia de
pueblos y culturas es la desiotegración de su ethos en
sus valores
morales

básicos.
El derecho.-El individuo necesita de la sociedad para su
pleno
desarrollo como ente cultural, y
la sociedad necesita para
el desarrollo de su fuerza cultural, de
la naturaleza individual
que se des.arrolla
por su

participación en
Iá cultura. Ambos as­
pectos de este desarrollo presuponen el orden
lij9 de . la
socie­
dad. Tal orden es el
derecho, q11e

se halla en el
origen de
toda
cultura. Pero en cuanto fundamento de la cultura y forma de
vida, el .derecho no puede reducirse a la moderna ciencia jurí­ dica, sioo que hemos de entender que
se· halla en

el orlgen de
la cultuta, porque en cuanto ordenación de la comunidad y de
la
libertad, imp.ide el ejercicio arbitrario del poder.
La religi6n.--Creo que es necesario pensar en .la importan­
éiá-de la religión para la cultüra. ¿En qué se fosa esta ilnpor-
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LYDIA JIMENEZ GONZALEZ
tancia? Evidentemente en la religión arraigan los valores esen­
ciales de
la tradición

del ethos, en lo eterno, incondicionado e
inmutable.
La religión abre al hombre ulteriores valores que lo elevan
completamente sobre la estrechez de su yo, tan predispuesto a
enredarse en los valores sensibles y ofrece a su fuerza de entre­
ga las más altas metas. El hombre es, por otra parte, ente cul­
tural por su capacidad creativa. Es una ley cultural no adquirida
inicialmente,
pero sí atestiguada

por la experiencia histórica que
en la evolución de
la comunidad

cultural, si se debilita
la religión
comienzan

a predominar los valores de utilidad y placer sobre
los esenciales y duraderos y, con ello, comenzará
· a decaer la
cultura.
A

propósito
de esto nos dice Goethe en su obra Et diván
oriental-occidental:
«El conflicto de fe e incredulidad sigue sien­
do el tema propio,· único y más profundo de la historia del mun­
do, al que todos los demás están subordinados. Todas las épo­
cas en que domina
la fe, son brillantes, elevadoras y fructíferas
para los contemporáneos y para
la posteridad. Al contrario, to­
das las épocas en que la incredulidad, de cualquier forma que
sea,
ha obtenido una triste victoria, aunque reluzcan momentá­
neamente con falso brillo, desaparecen ante
la posteridad, por­
que nadie se atormenta de buena gana por conocer lo estéril». No es que el fin de la religión sea fomentar
la cultura.

El
fin de ésta es
la tarea de la salvación. Pero como sus realidades
comprometen a todo el hombre, su pensar
y su querer, su obrar
y su vivir, la religión viene a
ser el

fundamento omnicomprehen­
sivo de
la cultura. Y aunque no sea su finalidad específica, desde
el punto de vista de la Historia, es cierto que la religión, y es­
pecialmente
la cristiana, ha producido cultura en sentido propio,
ha creado estilos de vida y formas de cultura. Sucedió
así por­
que

el pensar y
el sentir del hombre, arraigados como estaban
en el fundamento
. religioso
que penetra toda la vida, buscaron
su expresión en todo
el ámbito de la vida cultural, en lo social
lo mismo que en lo espiritual. Por eso,
el Papa Juan Pablo II, en su discurso en la UNESCO,
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PRINCIPIO DE SUBSIDIARIEDAD Y CULTURA
ha podido afumar; «La presencia de la Sede Apostólica ante
vuestra
Organización encuentra

su razón de
ser, por
encima
de
todo, en la relación orgánica y constitutiva que existe entre la
religión y el cristianismo en particular, por una parte, y la cul­
tura por otra ...
», y sigue diciendo: « ... al hablar del puesto de
la Iglesia y de la Sede Apostólica pienso, sobre todo, en la vin­
culación fundamental del Evangelio, es decir, del mensaje de
Cristo
y de la Iglesia, con el hombre en su humanidad misma.
Este vínculo es, efectivamente, creador de cultura en su funda­
mento mismo».
Por ello, el respeto y fomento por parte del Estado de la
religión, no sólo a nivel individual, sino también en sus ma­
nifestaciones públicas, es imprescindible para conservar e incre­
mentar
la cultura de un pueblo.
Por tanto, se pone de manifiesto que en
ningún otro cam­
po,
como en el de la cultura, el principio general
de la mayor
libertad posible

que sea compaginable con el bien común,
.es de­
cir, el principio de subsidiariedad, vale tan incondicionalmente
dentro de la sociedad, con la posibilidad abierta a todos para
participar en los bienes culturales y en la creación cultural. Y es
evidente que en este campo puede el Estado quebrantar dere­
chos y obligaciones como ya afirmamos al pricipio de esta ex­ posición. No hace falta ser un genio para darse cuenta de que hoy, en
nuestra sociedad, se ignora completamente este principio de éti­
ca social: la
subsidia11iedad. Nos

encontramos con una cultura
manipulada, monopolizada, estandarizada, con un Estado que des­
truye la familia, desprecia y abdica de nuestro pasado
cultural, y
donde la palabra tradición es un tabú. ¡ Pobre del que la pronun­
cie! Como nos ha dicho Solzhenitsin en su discurso pronunciado
en Harvard en junio de 1978: «Todo lo que está por encima del
bienestar físico y de acumular bienes
materiales, es

algo que per­
manece ajeno a la intervención del aparato estatal y de los siste­
mas sociales, incluidás las
necesidades más

elévadas, como si
la
vida humana no tuviera un sentido superior>>. Por sí sola, la sim­
ple libertad no soluciona los problemas de la existencia
humana.
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LYDIA JIMENEZ GQNZALEZ
La libertad no puede separar.e de la naturaleza,. y desde Kiint esta
oposición se
ha. convertido
en un
lug~ común
de toda
hdilCJso­
tía. El abismo kantiano que separa la libertad de la naturaleza
es,
sin duda, el resulta se
desde.

que apareció en los albores de
la civilización moderna:
I,, separación enrre la cultura y lo sagrado, entre el hombr~ y lo
divino. Y fue Descartes quien contribuyó decisivamente a
agr.an­
dar
este

abismo, al
definir al
hombre como un ser compuesto
de dos sustancias, el espíritu puro, por una parte, y
d .extenso
geométrico por otra. Esta concepción tendrá consecuencias de suma importancia
para. la cultura. La ciencia de la acció¡, acabará
por
suplantar a
la ciencia de la contemplación. Desde este mo­
mento se conoce únicamente para obrar; ya no se colloce por
conocer, en virtud de esta gratuidad del saber que no es más
que un aspecto del infinito interés de la razón por la verdad. El
hombre así, disgregado en su ser, no tiene capacidad de .reacción
ante .Ja cultura monopolizada, manipulada, que le convierte en
un robot de consumo. Pensemos, por ejemplo, en TV. Se parte del
prme1p10 de
que

la radiodifusión
y la televisión son servicios públicos cuya
titularidad pertenece al Estado, y en virtud de este principio
nos programan absolutamente todo: el detergente que debemos
usar, el candidato a quien debemos votar, y los patrones morales
o mejor inmorales a los que hemos de ajustar nuestra conducta.
O pensemos en la prensa. Las ideas
y tendencias de pensamiento
que están de moda son cuidadosamente separadas de aquellas que no lo están. Existe una auténtica selección dictada por la
moda. Y la moda, en frase de Pablo VI, es la gran fabricadora
de gregarios. Y, así, los pensadores que no están de moda no
encuentran nunca espacio para contribuir
a la

difusión de la
cultura o para ofrecer cualquier tipo de ayuda a la vida pública.
Y no sólo
se da

monopolio en la prensa, sino, además, una autén­
tica· y alarmante manipulación. Y ·1a manipulación y el mono­
polio abarca, también,

todos lo sabemos: las editoriales, libros
de· texto,

cargos académicos. Monopolio
y manipulación que ca­
pitalizan los
marxistás desde

hace años, siguiendo las directrices
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PRINCIPIO DE SUBSIDIARIEDAD Y CULTIJRA
de Gramsci, de acceder al poder mediante la cultura, desarticu­
lando
la sociedad civil o lo que ellos llaman los aparatos ideoló­
gicos del Estado: la Iglesia, educación, familia, justicia, política, los «mass media».
Ahora bien, ante esta realidad cabe hacerse una pregunta.
¿No será la pasividad y falta de iniciativa privada la que ha
ocasionado, en muchos sectores, este monopolio por parte del
Estado o incluso de grupos marxistas, liberales, muy activos y
organizados?
Aún siendo

así, debemos abrirnos a la esperanza,
que no es optimismo biológico sino virtud cristiana, haciéndonos
eco de las continuas llamadas de Juan Pablo II: «Hay que mo­
vilizar las conciencias, nos dice en la
Redemptor hominis, hay que
aumentar los esfuerzos de la conciencia humana en la medida de
la tensión entr.e el bien y el mal a la que están sometidos los
hombres al final del siglo veinte. Es necesario convencerse de
la prioridad de la ética sobre la técnica, de la primacía de la
persona sobre las cosas, de la superioridad del espíritu sobre
la materia». Sabiendo, además, que
el humanismo cristiano vi­
vido y propagado hasta la
sangre si

es preciso, lleva en sí una
fuerza de autorrenovación que puede proporcionar a la
cultura
en
él arraigada un futuro indefinidamente nuevo. Salvar esta
cultura arraigada en el humanismo cristiano significa salvar al
hombre. Es desconocer al hombre, decía Aristóteles, no ofrecer­
le más que cosas humanas.
Y ya estan;ios viendo cómo este desconocimiento conduce a
un humanismo inhumano. Nuestra tarea, por tanto, ha . de con­
sistir en hacer fructificar lo que de divino hay en el hombre.
Jamás se es bastante humano para llegar a ser divino. Sin em­
bargo, la Encarnación
· hace realidad

esta tarea. Y los cristianos
podemos plasmar este espíritu en la cultura, en la historia, ac­
tuando en
todc,s los calllpos, no .según el

ideal humanista
del
hombre divinizado por el orgullo, sino a partir de la concreta
realidad histórica de .un Dios hecho hombre
e,;, las
entrañas vir­
ginales de nuestra Madre Inmaculada.
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