Índice de contenidos
Número 209-210
Serie XXI
- Textos Pontificios
- Estudios
-
Actas
-
Crónica de la XXI Reunión de Amigos de la Ciudad Católica: ¿Crisis en la democracia?
-
San Leandro y la unidad católica de España. Homilía en la XXI Reunión de Amigos de la Ciudad Católica
-
Oración ante el Santísimo en el acto litúrgico final de la XXI Reunión de Amigos de la Ciudad Católica (14 de noviembre de 1982)
-
- In memoriam
- Monográficos
- Ilustraciones con recortes de periódicos
- Información bibliográfica
- Verbo
Autores
1982
Juan Carlos Goyeneche
IN MEMORIAM
JUAN CARLOS GOYENECHE
Llegó a España al comienzo de la década de los años cua
renta, lleno de entusiasmo por España, por la Cruzada contra el comunismo ateo, por la proyección de estos valores en Hispano
américa, Pero traía una inquietud: su país necesitaba una urgen te transfusión de sangre.
Los «ideales» del conservadurismo li
beral no podían seguir rigiendo los destinos de la Argentina, ni
de becho, ni de derecho. Y
el nacionalismo criollo era joven to
davía en doctrina y mucho más en experiencia. Vino con esa preocupación. Con la esperanza de hallar aquí las enseñanzas
maduradas en una
larga lucha
contra el «régimen» descreído y
falaz y su secuela: el socialismo marxista; sin excluir las peligro sas desviaciones de la democracia cristiana todavía no conocida
por ese nombre. Su nombre me era conocido porque Maeztu, en más de una
ocasión, había referido con grandes elogios a un alcalde de Bue nos Aires con ese mismo apellido: era el padre de Juan Carlos
Goyeneche. Nos llegó especialmente recomendado por José María Pemán
que le había conocido en Argentina.
Mi trato con él, en 1942,
fue breve pero intenso. Nos unían unas mismas preocupaciones y creencias. Recuerdo cómo organicé en su honor una cena a la
que, entre otras personas, asistieron José Pemartín, Jorge Vi
gón, el marqués de la Eliseda, Areilza, etc.
Habiéndole
oído que
quería visitar Marruecos
y lo hermosa
que era la condecoración de la «Medahuía», escribí al entonces Alto Comisario, general Orgaz, gran amigo de
Acción Española,
carta de la que fue portador el mismo Goyeneche, para que in
terpusiera sus buenos oficios ante
el Jalifa y se la concedieran.
Cosa que naturalmente hizo, con gran contento de Goyeneche.
Y poco más nos vimos. Justamente
el día en que huí de Ma
drid para evitar la orden de destierro que el Gobierno había
lan
zado contra m!, había estado en casa de un común amigo, Juan
José L6pez Ibor, charlando de los temas que nos interesaban
y
preocupaban.
968
Fundaci\363n Speiro
JUAN CARLOS GOYENECHE
Después interrumpimos las relaciones largos años. Mi exilio, su
marcha a la Argentina ....
Muchos años después, en la década de los sesenta, asistía a
un Congreso, en Sión (Suiza), de la
Ciudad Católica francesa.
Comía en un restaurante con varios españoles y le dije en un
momento dado a mi mujer:
-Si no fuera porque estamos en un rincón perdido de Sui
za diría que aquél que está allí sentado es Juan Carlos Goyeneche.
Lo era. Había acudido al
mismo Congreso
que nosotros. Los
años no habían cambiado mis ideas ni las suyas.
En esa comunidad de creencias nos vimos en más ocasiones,
hasta que me llegó la triste noticia de su tránsito a esa otra
vida donde la Verdad luce ya eternamente, sin velos ni traicio
nes., de muchos de los que se dicen sus servidores. Recuerdo cómo en nuestras últimas conversaciones era la Virgen el
leit motiv constante de sus palabras.
Aquí, en España, había ganado enseguida muchos y buenos
amigos. Inició una empresa editorial, estudió y estableció las
bases de una comunidad de hispanoamericanistas. Al cabo de
cinco años regresó a su Buenos Aires con
la esperanza de que
quien había demolido al régimen liberal tendría ojos y oídos
para escuchar. Pensaba -no sin razón- que el triunfo de «las
democracias» obligaba a las naciones de origen hispano a estre char filas, so pena de convertirse en meras sucursales de un
poder central. Perón, en cambio, prefirió apostar a la tercera guerra
mundial y «utilizó» la propuesta de nuestro
amigo tan sólo en la medida en que podía darle algún rédito intnediato. De
ahí en adelante Goyeneche, sin abdicar de sus propósi
tos, trabajó incesantemente sin ningún apoyo oficial. Lamentable
mente se abrieron las primeras grietas en la solidaridad con Es
paña. Gradualmente fue perdiendo predicamento hasta en
la se
lección de los becarios del Instituto de Cultura Hispánica, que terminaron por ser designados burocráticamente por los cónsu
les, con los resultados ya conocidos. Entre tanto, Goyeneche no bajó la guardia en su país. Fue
pieza principal en el derrocamiento de Perón, en 1955, cuando éste provocó un conflicto artificial con la Iglesia. Goyeneche fue
designado ministro en el primer Gabinete presidido por el ge
neral Lonardi. Pero esto era algo que las fuerzas del liberalis
mo, las izquierdas y «las masonerías», no podían permitir. Con
vertido en blanco de acusación, tuvo que dimitir bien pronto. A
los tres
día:s caía
el gobierno entero, que fue reemplazado por
la
%9
Fundaci\363n Speiro
IN MEMORIAM
versión liberal de la «Revolución libertadora», que bien pronto
reinstauró el régimen partitocrático. Goyeneche sufrió en aquella ocasión
lo que pocos políticos
argentioos pudieron experimentar en la agitada historia del país. La cárcel fue lo de menos. La mentira, la intriga, las campañas
orquestadas por
el mismo gobierno, capaces de enloquecer a
cualquiera. Pero se encontraron con un alma recia, preparada
para la prueba.
En sus relaciones con España, donde volvió repetidas veces,
su «fracaso» en la política argentina sirvió de pretexto para que
muchos de sus antiguos amigos comenzaran a tomar distancia,
pues estimaban que Goyeneche se había convertido en un es
torbo
para las buenas relaciones (oficiales) entre los dos países.
La máxima virtud
de Goyeneche fue su consecuencia total a
los principios en que se formó, en una época en que poner en
tela de juicio las virtudes impolutas de la democracia merecía
el anatema
del liberalismo reinante.
Ha llegado a la muerte limpio, incontaminado, sin renuncias
y acompañado por muchos menos amigos de los que hizo a lo
largo de su vida, pero a los que distinguió con su amistad total.
Hace ya más de veinticinco años llegaba
el padre Jorge
Grasset a Buenos Aires, reforzando la doctrina de
fa Ciudad
Católica.
Fue Juan Carlos Goyeneche quien le prestó la más
valiosa ayuda inicial, permaneciendo vinculado a la obra hasta
su muerte, como miembro del consejo editorial de
Verbo (Ar
gentina). Un
grueso volumen publicado en 1976 recoge
la mayoría de
sus escritos, todos ellos animados por inquietudes genuinas.
To
das
sus empresas
ten!an un
sello apostólico. Nada
hizo en su
vida que no lo tuviera. Pudo equivocarse, tal vez. Pero ecertó
en lo fundamental. Por eso ya debe estar en la gloria de Dios
Padre. Por él, por su alma, rogamos una oración.
EUGENIO VEGAS LATAPIE.
970
Fundaci\363n Speiro
JUAN CARLOS GOYENECHE
Llegó a España al comienzo de la década de los años cua
renta, lleno de entusiasmo por España, por la Cruzada contra el comunismo ateo, por la proyección de estos valores en Hispano
américa, Pero traía una inquietud: su país necesitaba una urgen te transfusión de sangre.
Los «ideales» del conservadurismo li
beral no podían seguir rigiendo los destinos de la Argentina, ni
de becho, ni de derecho. Y
el nacionalismo criollo era joven to
davía en doctrina y mucho más en experiencia. Vino con esa preocupación. Con la esperanza de hallar aquí las enseñanzas
maduradas en una
larga lucha
contra el «régimen» descreído y
falaz y su secuela: el socialismo marxista; sin excluir las peligro sas desviaciones de la democracia cristiana todavía no conocida
por ese nombre. Su nombre me era conocido porque Maeztu, en más de una
ocasión, había referido con grandes elogios a un alcalde de Bue nos Aires con ese mismo apellido: era el padre de Juan Carlos
Goyeneche. Nos llegó especialmente recomendado por José María Pemán
que le había conocido en Argentina.
Mi trato con él, en 1942,
fue breve pero intenso. Nos unían unas mismas preocupaciones y creencias. Recuerdo cómo organicé en su honor una cena a la
que, entre otras personas, asistieron José Pemartín, Jorge Vi
gón, el marqués de la Eliseda, Areilza, etc.
Habiéndole
oído que
quería visitar Marruecos
y lo hermosa
que era la condecoración de la «Medahuía», escribí al entonces Alto Comisario, general Orgaz, gran amigo de
Acción Española,
carta de la que fue portador el mismo Goyeneche, para que in
terpusiera sus buenos oficios ante
el Jalifa y se la concedieran.
Cosa que naturalmente hizo, con gran contento de Goyeneche.
Y poco más nos vimos. Justamente
el día en que huí de Ma
drid para evitar la orden de destierro que el Gobierno había
lan
zado contra m!, había estado en casa de un común amigo, Juan
José L6pez Ibor, charlando de los temas que nos interesaban
y
preocupaban.
968
Fundaci\363n Speiro
JUAN CARLOS GOYENECHE
Después interrumpimos las relaciones largos años. Mi exilio, su
marcha a la Argentina ....
Muchos años después, en la década de los sesenta, asistía a
un Congreso, en Sión (Suiza), de la
Ciudad Católica francesa.
Comía en un restaurante con varios españoles y le dije en un
momento dado a mi mujer:
-Si no fuera porque estamos en un rincón perdido de Sui
za diría que aquél que está allí sentado es Juan Carlos Goyeneche.
Lo era. Había acudido al
mismo Congreso
que nosotros. Los
años no habían cambiado mis ideas ni las suyas.
En esa comunidad de creencias nos vimos en más ocasiones,
hasta que me llegó la triste noticia de su tránsito a esa otra
vida donde la Verdad luce ya eternamente, sin velos ni traicio
nes., de muchos de los que se dicen sus servidores. Recuerdo cómo en nuestras últimas conversaciones era la Virgen el
leit motiv constante de sus palabras.
Aquí, en España, había ganado enseguida muchos y buenos
amigos. Inició una empresa editorial, estudió y estableció las
bases de una comunidad de hispanoamericanistas. Al cabo de
cinco años regresó a su Buenos Aires con
la esperanza de que
quien había demolido al régimen liberal tendría ojos y oídos
para escuchar. Pensaba -no sin razón- que el triunfo de «las
democracias» obligaba a las naciones de origen hispano a estre char filas, so pena de convertirse en meras sucursales de un
poder central. Perón, en cambio, prefirió apostar a la tercera guerra
mundial y «utilizó» la propuesta de nuestro
amigo tan sólo en la medida en que podía darle algún rédito intnediato. De
ahí en adelante Goyeneche, sin abdicar de sus propósi
tos, trabajó incesantemente sin ningún apoyo oficial. Lamentable
mente se abrieron las primeras grietas en la solidaridad con Es
paña. Gradualmente fue perdiendo predicamento hasta en
la se
lección de los becarios del Instituto de Cultura Hispánica, que terminaron por ser designados burocráticamente por los cónsu
les, con los resultados ya conocidos. Entre tanto, Goyeneche no bajó la guardia en su país. Fue
pieza principal en el derrocamiento de Perón, en 1955, cuando éste provocó un conflicto artificial con la Iglesia. Goyeneche fue
designado ministro en el primer Gabinete presidido por el ge
neral Lonardi. Pero esto era algo que las fuerzas del liberalis
mo, las izquierdas y «las masonerías», no podían permitir. Con
vertido en blanco de acusación, tuvo que dimitir bien pronto. A
los tres
día:s caía
el gobierno entero, que fue reemplazado por
la
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IN MEMORIAM
versión liberal de la «Revolución libertadora», que bien pronto
reinstauró el régimen partitocrático. Goyeneche sufrió en aquella ocasión
lo que pocos políticos
argentioos pudieron experimentar en la agitada historia del país. La cárcel fue lo de menos. La mentira, la intriga, las campañas
orquestadas por
el mismo gobierno, capaces de enloquecer a
cualquiera. Pero se encontraron con un alma recia, preparada
para la prueba.
En sus relaciones con España, donde volvió repetidas veces,
su «fracaso» en la política argentina sirvió de pretexto para que
muchos de sus antiguos amigos comenzaran a tomar distancia,
pues estimaban que Goyeneche se había convertido en un es
torbo
para las buenas relaciones (oficiales) entre los dos países.
La máxima virtud
de Goyeneche fue su consecuencia total a
los principios en que se formó, en una época en que poner en
tela de juicio las virtudes impolutas de la democracia merecía
el anatema
del liberalismo reinante.
Ha llegado a la muerte limpio, incontaminado, sin renuncias
y acompañado por muchos menos amigos de los que hizo a lo
largo de su vida, pero a los que distinguió con su amistad total.
Hace ya más de veinticinco años llegaba
el padre Jorge
Grasset a Buenos Aires, reforzando la doctrina de
fa Ciudad
Católica.
Fue Juan Carlos Goyeneche quien le prestó la más
valiosa ayuda inicial, permaneciendo vinculado a la obra hasta
su muerte, como miembro del consejo editorial de
Verbo (Ar
gentina). Un
grueso volumen publicado en 1976 recoge
la mayoría de
sus escritos, todos ellos animados por inquietudes genuinas.
To
das
sus empresas
ten!an un
sello apostólico. Nada
hizo en su
vida que no lo tuviera. Pudo equivocarse, tal vez. Pero ecertó
en lo fundamental. Por eso ya debe estar en la gloria de Dios
Padre. Por él, por su alma, rogamos una oración.
EUGENIO VEGAS LATAPIE.
970
Fundaci\363n Speiro