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Número 225-226

Serie XXIII

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Discurso de Juan Carlos García de Polavieja [San Fernando 1984]

convertirnos en bibliotecas ambulates. Debemos hacer ~ acto de vo­
luntad para pasar del

saber a la
acción, pues

es un
deber al. que no po­
demos
,ni debemos permanecer ajeno~ A

ella estamos todos obligados,
cada quién,

cudndo, dónde
y cómo le dicte su recta. conciencia. Acción
que no será
eficaz sin un estudio
previo, ya que la idea debe preceder
al._
acto --operatio .sequitur esse-, y el pensamiento al hecho. En este
estudio
y difusión de la Verdad, de la única eerdadera doctrina, hemos
encontrado nuestra vocación.
Poi-que
somos caÍólicos, porque

tenemos fe en un
Unico Dios, Crea­
dor y Señor del cielo y de la tierra, y porque tenemos confianza en
Nues~ra Madre,

la VirgtJn
Santísima a

la que cuidaba San Fernando
de
llavar siempre

en el arzón de
su caballo
cada vez que emprendía
al­
guna de sus conquistas-,-, sabemos que nuestra tare_a cu/minard con ia
victoria.
Y

pórque tM,l!mos esperanza no nos dejaremos
ganar_ por
el desalien­
to que nace del olvido, de la única
razón que

debe presidir todo
nues­
tro

obrar: la Gloria de Dios, la Salvación de las almas
y nuestra pro­
pia satisfacción.
DISCURSO DE JUAN CARLOS GARCIA DE POLA VIEJA
Amigos de la Ciudad Católica:
El nombre por el que ha querido
defhu'rse nuestro
combate intelec­
tual lleva,
ya, implícito en las dos palabras que lo conforman. todo lo
más nuclear

del problema que ha originado la
critica· situación de

las
sociedades
-,:ontempordn·eas, e

indirectamente forzado nuestra
presencia
en
la

batalla trascendente de las ideas.
«La Ciudad Católica» ...
Con la
asunción de
tal
titulo hemos
querido
~reo-, poner en el
frontispicio

de este
afán cultural
-no con
httenclón de desafio, sino
·como
testimonio

obligado de un dogma
..social de
valor universal-,
el
enUnciado breve de esa convicción inalterable por la-que creemos que,
puesto que Dios existe ·no como

una posibilidad
lejana sino con

la
cer­
canfa y potencia de quien es . EL SENOR, a él se deben todo poder y
toda gloria, tanto en el universo material como en el inaprensible.
El
Munciado de esa convicción por ia que creemos que, habién.do­
n.os enseñado
el

mismo Dios la forma correcta de orar. responde a la
verdadera naturaleza de las
cosas creadas

el que lo que
pedimos al di­
rijirnos

a nuestro Padre,
lo apliquemos en nuestra vida i,idividual y
colectiva. Y puesto que solicitamos por encargo del mismo· Dios que
SE HAGA SU VOLUNTAD ASI EN LA TIERRA COMO EN EL CIELO, debemos poner en práctica su voluntad
é/1 todas las dimensiones
de

la vida,
df Ul3 cuales

no puede de ninguna forma quedar
exclu(da la
Ciudad,

que no
es,. en definitiva, otra cosa que la proyección del con­
junto de
nuestra9 vidas individuales.
O

Dios es el
Seiior, o
no lo es • .
Y puesto que -lo creemos
y lo sabernos-lo

es, no
hay raz6n hu­
mana
ininguna que justifique-. "el desprecio de su voluntad en las leyes
que

arbitran el funcionamieto de
la Ciudad.
No

hay
razón humana ninguna que

justifique
ese desprecio hacia
la
1voluntad del

Señor
-que, nos

guste o no, se
,ha convertido,
tras
lin
Fundaci\363n Speiro

largo proceso de regreswn en el camino de la civilizaci61', en la nor­
ma habitual de la organización de las sociedades que se tienen por
avdnz.adas.
¿Qué

ha
pasado en
la
cíudad temporal?
Tq,do el

edificio cristiano, construido trabajosamente en
una labor
de

siglos
ha sido devastado hasta los cimientos por un cdncer interno
--que
no

es otra cosa que la Revolución-
hasta sumir
a la sociedad en
la misma situación de indefensidn, y yo

diría de
barbarie~ en que H
encontró en aquel funesto siglo V de las hlvasiunes. Con el agravante
de que entonces la desolación provenía de
Uln enemigo exterior, bárbaro
pero
noble
y acuciado a la invtfflón por la
ecesidad, y hoy la ceremonia
destructiva se nutre en nuestro propio seno y la
Conductlfl sicarios rene­
gados

de la
Civilización Cristiana

y apóstatas
cinicos de
las
:virtudes
que hicieron a

la Ciudad lugar de
delicias en

otro tiempo.
Desde el siglo XV hasta nuestros
·días, la

humanidad no
ha hecho
otra cosa que retroceder, dando la espalda al verdadero rumbo del
pro~
greso.

Los logros positivos han
sido las excepciones y no la regla. Ni
en la filosofia, :ni en

la
moral, ni

en la estética, ni en
las artes,
se ha
querido aprovechar la base
firmísi.ma que --de cara

a un futuro de
perfección- brindaban los emocionantes logros medievales. Y la des­ bocada carrera de las
ciencias físico-técnicas y

utilitarias, con cuyos
éxitos aparentes

o reales se quería
iustlficar la rupmra de
todo sentido
;erárquico de valores, ha desembocado en una amenaza
sin precedentes
que

se
cie't,ne como

una pesadilla sobre
niiestra generación, la

única de
la historia que tiene noventa posibilidades sobre cien de convertir al
planeta en una estepa
calcmada o

en un infierno radioactivo donde los
supervivientes, si los hubiere, habrán
finalizado la

carrera de
hipocresfas
que comenzaron los maquiavelos, los

luteros,
los bodinos y los vól.taires,
áin un retorno rápido al paleolitico.
El análisis puramente
humano,
racional, arroja
-evidentemente-
1m0s resultados

que no
permitiridn ser
optimistas en
lo tocante al por­
venir de la sociedad moderna. La Iglesia
.mi'sma, situada por su fun­
dador

a salvo de los avatares
i¡_ue ensombrecen

el
panorama. al
que -se
asomdn los· hombres,

pero militante necesariamente en el
mismo campo
de

angustias
y de esperanzas, ha hecho del último año litúrgico una ape­
lación suprema

al poder
especifico de
la Redención. Y se trata esta
vez
de una apelacidn que,
por su contenido -y por todos sus matices, rezuma
la
ar,gustia que riente la

madre desoida·
por los peligros inminentes que
las
convulsidnes y la crisis final de la quimera revolucionaria pueden
reportar
al género humano.
Habría que tener la
insensibilidad de una piedra para no entender
que

los temores de la
Iglesia no son por
ella misma, sino precisamente
por la
civilizaci6n lai.ca que,

al fin
y al cabo, está·· también formada
por hombres que pueden salvarse. La
Ci11:dad temporal

ha llegado a un punto· en_
su camino
en el que
se le han agotado
todas las

utopfas. Presiente ante
Sí una
catástrofe
irre­
parable

hacia
la que la empuja el vértice irresistible de un impulso de
siglos. Lo

presiente tan
inminente que
ya ni siquiera puede afectar ig­
norarlo.. Pero
las reacciones que se producen en su seno ya no son
coherentes. Nacen de unos planteamient_os
_inmersos, -en
el absurdo.
¿Cabe acaso mayor despropósito que un
ecologismo· marxista?

¿Cómo
reaccionar contra la destrucción de la naturaleza desde un materialismo
que implica el más radical
1negativismo ontológico?
821
Fundaci\363n Speiro

Y el vértigo del absurdo es tan potente que -arrastra en su caída in­
cluso a sectores .de origen -cristiano. ¿Qué grado de irracionalidad han
alcdnzado esos

sectores del clero que se suman al delirio comunista
de la «teología de
la liberaci6n»·? ¡C6mo puede un hombre consagrado
al ·Dios del
4fflOr, estando
en
su sano juicio, aceptar la monstrUtJsidad
de

una Fe que
se realiza en la fucha de clases? ¿Es sólo el error lo
que
Subyace tras

esa distorsión demoniaca del evangelio? ¿O
existe, ade­
más, en el fondo de las mentes un terror movido por el cálculo que
supone inv_encible

al
·coloso rojo?
Creo que
en esta
hora de
agonia,
hay

un poco de
todo: irrecionalidad
consagrada, distorsión de
los con­
ceptos fundamentales, optimismos de carácter patológico
y, sobre todo,
miedo. Un miedo
visceral e incontrolado que

es hijo del
oscurecimiento
de la esperanza teológica.
Por nueStra parte,

constatamos el hecho ya evidente del fracaso irre­
mediable de la
civilización sin

Dios,
y lo constatamos ~on una tristeza
grande
y con una alegria aún mayor. Con gran tristeza porque --aún
siendo

este
fracaso la
confirmación
rotunda de
la justicia de cuantos
hemos defendido nosotros
y nuestra patria, durante siglos- no podemos
evitar la
nostal.J?ia poT todo un mundo que desaparece, y un cierto temor
por las cosas buenas que en él persistian
y pueden perecer en los es­
tt:rtores finales

de esta sociedad rebelde.
Y una gran alegría. porque nuestro análisis, que no es el puramente
natural, racional,
sino el
iluminado por las advertencias
evangélicas,
SABE

que la
desapariciml de·
Bbilonia es necesaria para la instauración
de 'la nueva Jerusalem. Nada de cuanto
ocurre en

la Ciudad puede
sorprendernos ahora, en la práctica, después de siglos de verlo venir
en la teoria. ¿No
decia acaso Donoso Cortés -hace más de un siglo- que era
una ley histórica demostrable que cada ciclo histórico concluye -hasta
ahora-con

el triunfo NATURAL del
mal sobre el bien, seguido inme­
diatamente por
el" triunfo sobrenaturtil de

Dios sobre el mal?
Si. Eso
decía Donoso Cortés hace
más de -un

siglo.
Y a mi -que suscribo por
completo su juicio, me maravilla esa
previsión viniendo
de un hombte
que vivió
én una época que, sin ser la del glorioso San Fernando cuya
memoria
celebramos,
-permitia aún albergar tantas "esperanzas de fn­
dolé natural en comparaci6n

con la
nuestra.
El reto que nos plantea esta época es, a mi juicio, el de saber
afrontarla

con una perspectiva sobrenatural. Es a ello a lo que nos con­
voca el Papa con el ejemplo
de una pastoral en la que se transparenta
la
esperanza
con una fuerza heroica.

El
Papa-clama por doquier su
convicción de que este
periodo oscuro

no puede desembocar
más que
en algo bueno. El sabe ver,
tras el

lodo del mundo, todos
lo9 gérmenes
de

la
redención futura.
¿Cómo
no sintonizar con· esa esperanza de raíz profundamente teo­
lógica?
Evidentemente, si ha habido un tiempo en el que recurrir a la
fue_r­
za
de las promesas

proféticas,
no cabe
duda que ese tiempo es el
nuestro. Son ellas, la palabra que permanece,
las que nos darán la fuer­
za
para afrontar

el reto,
haciéndonos comprender
el significado
esca­
tológico

de nuestro
tienipo.
La

acción planteada _sin
base directa

en
lo divino se muestra cada
día

más ineficaz. A
!nosotros, más

que a
nadie, debe i'eyelársenos la
822
Fundaci\363n Speiro

certeza de que es Dios quien salvará la Ciudad y jue .nuestro testimonio
obligado sólo será válido en
funci6n de

su providencia.
La ley práctica de este tiempo puede ser esa certeza: Que
ni por
la
naturaleza de

los
males present~ ni

por la del bien
futuro que es­
peramos, podemos

esperar de
. nuestra

acción humana,
natural,. la
des­
trucción de esos males
ni el logro de ese bien.
Y esto no es una llamada al quietismo, ni a la
resignaci6n, sino,
cwno vosotros

sabéis
bien, una prevefleión contra ese

análisis
excesiva ..
mente

racionalista
cu~a tentaci6n todos

hemos experimentado
a],guna
vez

que
cd-fiduce al pesimismo y a descarga sobre los sufridos hombros
_de la Iglesia la carga de desesperanza que éste conlleva. No podemos, de ninguna forma, echar a la
Iglesia responsabilida­
des

en el ocaso de esta Ciudad, porque este ocaso
tiene eminentemente
un

carácter
escatólicu. La

Iglesia fue provista por su fundador de unos
dones enmarcados en la esfera exclusivamente espiritual. Al menos
para
el tiempo de estos últimos 2.000 años. Interrogarla a ella seria como in­ terrogar
al único que está en posesión de lo escatológico, quien -en <;U
infinita bondad y sabiduria-no quiso dotarla de carácter infalible para
las cuestiones temporales, de la misma /ror;ma que no quiso llamar en
su auxilio legiones de ángeles para .que establecieran -su
realer.a antes
del

fin de estos tiempos.
Pero_ esa
realeza, no

lo dudéis, llegará.. Nosotros
somos, y
debemos
seguir siendo el testimonio
viviente de los derechos de soberanía del
Señor sobre la Ciudad. El Señor es Rey de derecho sobre
la Ciudad,
y lo será de hecho en ella en un día que presentimos muy cercano y
por cuya llegada imploramos desde el. fondo de
,nuestros corazones.
¿Cómo

dudar que
va a
reJrasarse mucho, en esta hora del odio, la
llegada triunfal de ese rey que es todo amor, para quien la
realeza ha
sido

hasta
alwra una
corona de
. espinas?
Todos -los

avatares de la Ciudad, catalogados como buenos o malos
por
!nuestros ojos

humanos son, en última instancia, designios del amor
de
aquet que cúando pudo

venir para reinar, quiso venir
para .morir
crU+ificado. De

ese amor que no ha dudado
·en abrirnos
su cuerpo
para
mostrarnos su futJnte mimia.
Confiemos

hasta la
muerte en
ese Cristo que nos ha propuesto como
soberano su
corazón sangrdnte, en

ese padre que
ha abierto sus entra­
ñas para mostrar a sus vacilantes hijos el latido tremendo .de su Amor.
DISCURSO DE VICENTE MARRERO
Amigos de la Ciudad CatóUca!
Cuando nuestro
comdn amigo y maestro Juan V allet tuvo la debili­
dad de invitarme a
dirigiros unas palabras en
esta conmemoración
anuál
de nuestro Patrón San

·Fernando, habiendo entre· vosotros quienes po­
dían hacerlo

mejor y· sobre todo de
modO más
vibrante que yo, me vino
a la mente, como suele suceder en similares
situaciónes, la

socorrida
cita- de. Menéndez Pelayo. Más
en concreto, -su discurso pronunciado
sobre

nuestro
rey santo

en el Tercer Congreso Cat6lico Nacional
ce,._
lebrada en Betvilla, en

octubre de
1892. Desde
que lo
lef por vez primera
nunca ·he podido olvidar lo

que en aquella solemne ocasión dijo de
lq
823
Fundaci\363n Speiro