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Número 227-228

Serie XXIII

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Las relaciones Iglesia-Estado


LAS RELACIONES IGLESIA-ESTADO
(RESPUESTA AL DISCURSO DE INGRESO EN LA REAL ACÁDEMIA DE
JURISPRUDENCIA Y LEGISLACIÓN DEL PROFESOR ISIDORO
MARTÍN
MARTÍNEZ) (*)
POR
JuAN V ALLET DE GoYTISOLO
El magnífico discurso del profesor Isidoro Martín, fruto ma­
duro de una
. dedicación
especial de un maestro de amplia cultura
histórica, jurídica
y política, civil y canónica, resume, estructu­
rados, los resultados
de muchos años de estudio y de experien­
cias vividas en circunstancias·
cambiantes, en las cuales
también
las mentalidades ambientales
han variado. La amplitud del pa­
norama tenido a
· 1a vista y la elevada perspectiva que, por su
saber
y experiencia, alcanza el autor, le permiten distinguir lo
permanente de lo contingente, sin sufrir el
fixismo de
Parmé­
nides
ni dejarse artastrar, como Heráclito, en el río de la his­
toria, perdiendo la noción
de cuanto no sea cambio.
Utopfa, en el título del discurso, no significa «un lugar que
no existe» ni «plan, proyecto, doctrina o sistema halagüeño
pero irrealizable» -según dice el Diccionario--, sino -en pa­
labras del autor- «dificultad de hacerla realidad pero que mar­ ca un camino
y un estímulo poderoso para recorrerlo, aunque
no se alcance la plenitud de la meta». A la ínsula Utopía no
(*) Por el interés del tema, muy dentro de las materias de Verbo,
publicamos la parte segunda de la contestación dada por nuestro amigo Juan
Valle! de Goytisolo, en nombre de dicha Real Academia, el día 12 de
cliciembte de 1983, al discurso de ingreso como numerario',1 del profesor
Isidoro Martín Martínez, La etapa cat6lica de las relaciones entre la I gle·
sia y el Estado.
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JUAN V ALLET DE GOYTISOLO
cabe aproximarse porque no se baila en parte alguna, no existe.
Pero

a la utopía
de la que trata el discurso cabe aproximarse y,
en
mayor o menor grado, esa
aproximación se ha

conseguido,
más o menos fugazmente, en diversos momentos históricos que
han. resultado buenos y fructíferos. Aunque el objetivo nunca
haya sido alcanzado totalmente,
ni probablemente jamás se lo­
grará en

su plenitud. Su estrella polar
existe clara y luminosa.
Constituye -dice Isidoro
Martín-el . norte de toda actuación
política. El recipiendario enfoca
el tema partiendo de la naturaleza
del hombre como ser político y ser religioso, a la
vez y
consus­
tancialmente. Ninguna base seria -y
ni siquiera positiva- tiene
la tesis de Comte,
de las tres etapas de la humanidad --"teológi­
ca,

metafísica y positiva- de las que estimaba superadas las dos
primeras; ni la de Feuerbach, aceptada en el
Manifiesto Comunis­
ta
de Marx y Engels, según la cual no es Dios quien ha cteado al
hombre, sino que éste, alienado por el trabajo y buscando la
perfección absoluta, ha cteado con su imaginación a Dios. Pero,
como. explicaba

mi maestro el profesor Michele Federico Sciacca
(L'ora di Cristo, cap. I, 4 y cap. V, 2), para que el hombre de
la sociedad homogénea no se alienase a Dios, «sería preciso ad­
mitir que

en ella alcanzaría la autosuficiencia
absoluta» y
se
liberaría «no s6lo de las necesidades, sino de la necesidad, y re­
sultaría

victorioso no sólo
sobre los males, sino incluso sobre el
mal,
sin tener dudas, ni sufrir tormentos interiores; y no moriría.
Pero de ser así, el
hombre nuevo de la sociedad homogéoea no
sería ya un hombre,
caracterm,do por
ser mortal, sino que, con­
vertido en super-hombre, en un beatísimo inmortal, en un dios,
cesaría de ser hombre. O bien, si se aceptase, ante este absurdo,
la hipótesis de que el hombre de la sociedad homogénea, al
tener cubiertas todas sus necesidades materiales y
quedar satis­
fecho,

perdería la consciencia de su insuficiencia y de su muerte,
entonces cesaría de ser hombre -puesto que, según el mismo
Feuerbach, el cuerpo, que es el hombre,
lo es en cuanto tam­
bién es consciente--, y
así, liberado de Dios, se degradaría a
bestia».
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LAS RELACIONES IGLESIA-ESTADO
Ese carácter de animal, a la vez político y religioso del hom­
bre,
da lugar a que, «al religarse los entramados humanos», la
sociedad civil
y la religiosa «se penetren en el seno de la co­
munidad humana»
y en las· sociedades cristianas se plantea la
cuestión práctica de las relaciones entre Estado e Iglesia. Puesto
que «los mismos hombres son a la vez miembros de la Iglesia
y súbditos de los diferentes Estados, una y otra potestades habrán
de armoni2arse para

hacer posible su autoridad». Este problema
se complica en el
Es.tado moderno,

debido, en general, «a la
he­
terogeneidad religiosa en el seno de las naciones y, en todo caso,
al monopolio de podet y organización que el Estado se arroga
dentro de la nación» (dr. Rafael Gambra,
La unidad religiosa
y el derrotismo católico, cap. III, pág, 65).
La historia nos muestra numerosos ejemplos de confusión
de lo político y lo religioso, produciéndose teocracias, en las
cuales el poder religioso subsume el político o, por el contrario, en las que el poder político se inviste de supremacía en lo
re­
ligioso. No se crea que esto sólo ocurrió en períodos histórica­
mente remotos.
Hoy se vive una nueva gnosis cientifista en la
concepción del mundo que, según explica Voegelin
(Il gnosticis­
mo,

característica della
modernitli,, 5, en La nueva scienza paliti­
ca, Torino, 1968, pág. 201 ), «ha superado la incertidumbre de
la
fe mediante un repliegue de la trascendencia, confiriendo al
hombre, y
a su acción en este mundo, un significado de cum­
plimiento escatológico». Es el resultado de la confluencia de
la
revolución política y la cientifista operativa, como hemos ex­
puesto en otra ocasión
(Teocracia y tecnocracia, 14, en Más en
torno a la tecnocracia,
pág. 38). La Revolución francesa convirtió
la expresión de
la voluntad general en voz de Dios: la supuesta
soberanía del pueblo -asumida por el parlamento o por el pre­
sidente elegido, o por el dictador respaldado plebiscitariamen­
te- llega a ser
lo absoluto y es deificado para decidir lo bueno
y lo malo, lo justo y
lo injusto. Confluyentes ambas revolucio­
nes, la nueva divinidad, representada por su pontífice -parla­
mento, presidente o dictador-, tiene sus augures y sus oráculos
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JUAN V ALLET DE GOYTISOLO
en los tecnócratas, puesto que -se dice-«la ciencia es la parte
dogmática de la cultura
actual».
Destaca

el discurso que,
frente a

la absoluta confusión de
lo político con lo religioso, «característica del mundo anterior al cristianismo
y del mundo extracristiano, proclamará Cristo
de manera rotunda la distinción
entre la
específica
y legítima
competencia del poder político
y · la genérica competencia que
corresponde a Dios. No para contraponerlas
ni para separarlas,
sino para armonizarlas, guardando una exacta
y perfecta jerar­
quía de valores en servicio del sujeto común de toda autoridad
y soberanía: el hombre, la persona humana». El «devolved, pues,
a
César lo
que es del César
y a Dios lo que es de Dios», es ex­
presiva de la posición cristiaoa
y del doble deber que comporta
de amar
y servir a Dios y a1 prójimo, también en la acción po­
lítica, en cuanto Dios ha hecho
a1 hombre social por naturaleza
y la sociedad no puede conservarse sin una autoridad que la
gobierne y la dirija.
En

resumen, la fórmula que
---<1 juicio del recipiendario­
establece nítidamente
la relación entre la Iglesia y el Estado, es:
distind6n sin separadón, colaborad6n sin confusi6n.
Es decir: distinci6n y unión en la colaboración. No confu­
sión ni separaci6n.
Hace años .--en 1965-, al prologar el antes citado libro de
Rafael Gambra, recordábamos {págs. XIX
y sigs.) la necesidad
de diferenciar lo que es
uni6n de cuanto es confusi6n, mezcla
o amalgama. La unión requiere una diversidad, conservada a
pesar de la unión,
y recordábamos el repetido súnil de la unión
entre marido y mujer, que requiere la máxima compenetración
en
cuanto afecte a los fines del matrimonio,
pero conservando
cada
cual su personalidad y su diversidad de sexo, sin el cual ·
no

podría haber unión conyugal.
Esa
unión del poder civil y el eclesiástico, en su colabora­
ción
sin confusión, se halla expresada en la distinción tomista
de:
societas humana, constituida natural y espontáneamente de
abajo a arriba mediante una expansión gradual de los drculos
de sociabilidad,
y sodetas cbristiana, instituida por Cristo y des-
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LAS RELACIONES IGLESIA-ESTADO
arrollada de arriba a abajo, a partir de El, como cabeza, de quien
. derivan

todas las jerarquías. Ambas sociedades, debiendo hallarse
en conexión inquebrantable, tiene sustantividad, fines y estruc­
turas
propias, con

libertad para el desarrollo de sus
respectivas
actividades,

redundantes en
beneficio de
la comunidad.
El
significado de esa unión en colaboración, sin confusión
ni amalgama, la
explicó León XIII en su endclica Immortale
· dei: «Dios ha repartido, por tanto, el gobierno dd género hu­
mano entre dos poderes:
el poder eclesiástico y el poder civil.
El poder eclesiástico, puesto al frente de los intereses divinos.
El poder civil, encargado de los intereses humanos. Ambas
po­
testades son soberanas en su género. Cada una qneda circnns­
crita dentro de ciertos límites, definidos por su propia natura­
leza y por su fin próximo.
De donde resulta una como esfera
determinada, dentro
de la cual cada poder ejercita iure propio
su actividad. Pero como el sujeto pasivo de ambos poderes so­
beranos es uno mismo, y como, por otra parte, puede
suceder
que

nn mismo asunto pertenezca, si bien bajo diferentes aspec­
tos, a
la competencia y jurisdicción de ambos poderes, es nece­
sario que Dios, origen de nno y otro, haya establecido en su
providencia un orden recto de composición entre las actividades respectivas de uno y otro poder». . . «Es necesario, por tanto,
que entre ambas potestades exista nna ordenada relación uniti­
va»... «Hay que admitir igualmente que
la Iglesia, no menos
que el Estado, es una sociedad completa en su
géneto y jurídi­
camente perfecta;
y que, por consiguiente, los que tienen el po­
der supremo del Estado no
deben pretender someter a la Iglesia
a su servicio n obediencia, o mermar
la libertad de acción de la
Iglesia en su esfera propia, o arrebatarle
cualquiera de
los de­
rechos que Jesucristo le ha conferido. Sin embargo, en las
cuestiones de derecho
mixto es plenamente conforme a la natu­
raleza y a los designios de Dios, no la separación ni mucho
menos
el conflicto entre ambos poderes, sino la concordia y
ésta de acuerdo con los fines próximos que
han dado origen a
entrambas sociedades».
Y en
la enddica Sapientiae christianae precisó: «al redactar
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JUAN V ALLBT DE GOYTISOLO
las leyes y al establecer las instituciones, se debe atender a la
índole moral y religiosa del hombre. Se ha de procurar su per­
fección, pero ordenada
y rectamente. Nada . se debe mandar o
prohibir sin tener en cuenta el fin propio
del Estado y el fin
partieular de la Iglesia. Por esta razón, la Iglesia no puede que­
dar indiferente ante
la legislación de los Estados, no en cuanto
que esta legislación es competencia exclusiva del Estado, sino
porque a veces las
legislaci~nes se

extralimitan, invadiendo
la
esfera jurídica de la Iglesia. Más aún, la Iglesia ha recibido de
Dios
el encargo de oponerse a la legislación cuando las leyes
positivas son contrarias a
la religi6n, y de procurar con eficacia
que el espíritu evangélico informe las leyes
y las instituciones
de los pueblos».
Canfusi6n implica, de una parte, el clericalismo -o intro­
misión eclesiástica en las cuestiones de la comunidad que exce­
den de su competencia- y, de otra, el
galicanisma y el regalismo
e instituciones como el placet regia, el real patronato, etc., por
las cuales el Estado se interfiere en cuestiones que son compe­ tencia de
la Iglesia.
La Edad Media presenta,
por ambas caras, la tendencia a la
canfusia. De su denuncia se hizo voz el cardenal Humberto de
Sylva
Candida
y trató de terminar con ella Gregorio VII en
su
Dictatus, intentando restablecet un arda ratianis, que deste­
rrase las prácticas
simoníacas que

venían produciéndose, y de
las que no era ajena
la consideración del Emperador por algo
así como un virrey de Dios en la tierra. A la inversa, también
implicaba
canfusia el que se ha denominado imperialismo papal,
defendido por el Cardenal Aegidio Colonna o Giles de Roma,
en su
obra De ecclesiastica patestate. Este estimaba establecido
por el Creador un orden jerárquico de la
naturaleza, conforme
al

cual todos los señoríos temporales deben quedar bajo la de­
pendencia del Papa como jefe de la Iglesia. Tal criterio fue
el
adoptado por Bonifacio VIII, en su bula Unam Sanctam que,
partiendo de la alegoría de las dos espadas, indica que ambas
las recibió San Pedro de Dios;
y, de ellas, la espiritual debe
conservarla en sus manos,
y la secular o temporal, éste la presta
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LAS RELACIONES IGLESIA-ESTADO
al emperador, para que la maneje condicionalmente, si el papa
lo quiere y mientras quiera. Y un
rey santo, Luis de Francia supo distinguir, sin con­
fusio alguna, las respectivas competencias, secular y eclesiástica,
cuando Iuocencio IV declaró depuesto como rey de Sicilia a Federico II de Alemania, y ofreció aquella corona al propio
Luis IX de Francia. Este no aceptó, pues
-segón explica Steven
Runcimann,

en
Vísperas sicilianas-, «aunque personalmente des­
aprobaba
a Federico,
le consideraba, sin embargo, legítimo mo­
narca, y
creía que

no era asunto del papa deponerlo» . . .
«Nunca
hubo

-sigue Runcimann- un hijo
· de la Iglesia más devoto y
concienzudo que Luis IX de Francia. San Luis creía
que su pri­
mer deber, después del deber hacia Dios, era consagrarse
al pue­
blo que Dios le había llamado a gobernar. Y no estaba dispuesto a
sacrifícar los

intereses de los franceses para complacer a un
papa constructor de imperios». Esa postura equilibrada fue, también, mantenida por el Padre
Francisco
de Vitoria, en su Relectio de Indis (I, 2, 20): «El
Papa no es señor del mundo» ...
· «Por

donde se
· ve
el
error de
muchos

jurisconsultos como Sylvestre y otros, que piensan que
el Papa es señor de todo el mundo, con dominio y que tiene
autoridad y jurisdicción temporal en todo el mundo sobre todos
los Príncipes. Eso yo no dudo que es abiertamente falso, y como
los adversarios digan que es manifiestamente verdadero, yo creo que es una·
patraña para

adular y lisonjear a los Pontífices».
No se crea que la otra
confusio, es decir, la gibelina, la del
regalismo y del galicanismo, sólo ha sido propugnada por
empe­
radores,

reyes absolutos o por dictadores que proclaman el origen
divino de su derecho; Dimana también de concepciones laicistas e independentistas de la
razón y la fe, conio ya en el siglo XIV
se advierte en el Defensor pacis de Marsilio de Padua. Hace
unos años lo resumió con claridad mi recordado compañero
Florencia Porpeta
(Religi6n y polltica en la Edad Media europea,
Fundación Universitaria Española, 1977). El lelt motÍtJ es una
tajante separación entre la razón y la fe, pues
-segóo Marsilio­
nuestra

creencia de las verdades reveladas deriva sólo y exclusi-
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JUAN V ALLET DE GOYTISOLO
vamente de la fe, sin recibir auxilio de la razón. Ello dimana
de la doctrina de la doble verdad, que penetró por influjo de
Averroes. Siendo irracional por esencia cualquier fe, no cabe
duda de que toda comunidad política debe organizarse al mar­
gen
· de

todo confesionalismo religioso. Pero, como
la religión
repercute . intensamente

en
la vida civil, ba de abrirse cauce a
esas repercusiones para
canalizarlas adecuadamente
bajo
la vigi­
lancia del poder secular, al que ha de quedar sometido el
clero,
lo mismo qne los demás estamentos sociales, en la medida en
que sus actividades se relacionan con las cuestiones temporales. Ese inmanentismo laicista del
Defensor pacis, dejaba --como
hoy

la democracia moderna, fundada en el contrato social de
Rousseau- libre el paso a
la supremacía absoluta de la ley po­
sitiva, como
ba mostrado el Académico honorario de esta Cor­
poración profesor José Pedro
Galvao de
Sousa
(O totalitarismo
nas

orígenes da moderna
teoria do

Estado. Um estudo sobre o
«Defensor Pacis»
de Marsilio de Padua, Sao Paulo, I, Saraiuz,
1972, cap. V, págs. 163 y sigs.). De
igual modo consideró su­
bordinado el Papa al Concilio (D. P. II, III, 3 ), representante
de la
universitas fidelium, y entendió que «la causa eficiente
primera propia de la ley es el pueblo, esto es, el conjunto de
los ciudadanos o su parte preponderante
[aut eis valentiorem
partem
], por su elección o por su voluntad expresada oralmente
en
la asamblea general de los ciudadanos», y sin subordinación
a ley natural ni
divina alguna,
sino
cum -plenitudo potestatis
(D. P., I, XII, 3 ). Notemos, con Galvao de Sousa (cap. V, 11,
pág. 189, en re!. cap. VI, págs. 204 y sigs.), que esa
plenitudo
potestatis
del pueblo queda suplantada en virtud de la elección,
entonces por el absolutismo cesarista y hoy por
la delegación
en
el parlamento de· la soberanía popular, en un monismo jurí­
dico y un inmanentismo total. Ese inmanentismo y su consecuente positivismo es lo que
rechazó León XIII, en su encíclica
Libertas praestantissimum,
incluso en su forma más moderada, que calificó de laicismo o
liberalismo de tercer grado, respecto del cual efectuó, entre otras,
las siguientes ccnsideraciones:
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LAS RELACIONES IGLESIA-ESTADO
«.. . Es la misma naturaleza la que exige a voces que la s~
ciedad

proporcione a los ciudadanos medios abundantes y
facili­
dades pata vivir virtuosamente, es decir, según las leyes de Dios,
ya que Dios es el principio de toda virtud y
de toda justicia.
Por esto, es absolutamente contrario a la naturaleza que pueda
llcitamente el Estado despreocuparse de esas leyes divinas o es­
tablecer una legislación positiva que las contradiga. Pero, ade­
más, los gobernantes tienen, respecto de la sociedad, la obligación
estricta de
procurarle por

medio de una prudente acción
legis­
lativa

no sólo prosperidad y los bienes exteriores,. sino también
y principalmente los bienes del espíritu. Ahora bien, en orden
al aumento de estos bienes espirituales, nada hay
ni puede haber
más adecuado que las leyes establecidas por el mismo Dios. Por
esta razón, los que en el gobierno de Estado pretenden desen­
tenderse de las leyes divinas,
desvían el

poder polltico de su
p=
pía

institución y del orden impuesto por la misma
naturaleza».
Por

otra parte, como hizo notar quien algo después sería
Cardenal Jean Daniélou: «Oponer una civilización profana a una
civilización sacra!,

considerar que la Iglesia y la ciudad deben
moverse como mundos separados, es un punto de vista irrealista
y peligroso. Peligroso pata
la fe, porque ésta no puede ser la fe
de los pobres más que en una
civilización que
la hace normal­
mente accesible a los pobres sin constituirla en privilegio de
una selección de espirituales. Es
peligrosa para la civilización,
porque la deja constituirse de una manera incompleta e inhu­
mana. Este es el problema que conviene plantear».
Isidoro Martín señala tres ejemplos, pata ilustrar los supues­
tos en que hoy Iglesia y Estado enfocan unas mismas realidades
con orientaciones muy distintas en sus propósitos: beneficiencia
o asistencia social, escuela y
familia.
En

la primera, dice, «el Estado ha de intervenir en
el cuidado
de los pobres y desvalidos por una exigencia
del buen orden
social, de bienestar temporal»; por su parte, la Iglesia proclama
su derecho a practicar el deber de cuidar de ellos, «como una
exigencia vital, como una consecuencia inmediata de su fin so­
brenatural regido por la ley suprema de la caridad», en doble
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JUAN V ALLET DE GOYTISOLO
vertiente, activa y pasiva, del ejercicio de la virtud de la caridad
y

de engendtar el amor.
La enseñanza, para
el Estado, tiene el fin de «hacer ciuda­
danos cultos, preparados profesionalmente, investigadores que
puedan contribuir eficazmente
al progreso científico y técnico que
mejore y perfeocione
la vida

de la sociedad». Para la Iglesia, el
fin propio e inmediato de
la educación -en palabras de Pío XI­
«es

cooperar con
la gracia

divina
· a

formar
al verdadero y per­
fecto cristiano»,
y, esta formación del hombre «todo entero»,
sujeto de la educación cristiana, acota Isidoro
Martín, «exige ·
unas

veces
la enseñanza

profana y siempre la requiere como muy
oportuna y conveniente».
«Al matrimonio y
la familia -quasi seminarium

reipublicae,
en palabras de
Ci=ón-el Estado «tiene el derecho y el de­
ber de
recono=, regular y proteger», «como instituciones bá­
sicas de su propia existencia», mas
la Iglesia la ve
«no
sólo como
célula básica de la sociedad civil, sino como base del Pueblo de
Dios, como Iglesia doméstica». Hoy vemos, como recuerda el
recipiendario, que
el Estado, «en múltiples ocasiones, lejos de
proteger
al níatrimonio y a la familia, facilita su destrucción me­
diante
la legalización del. divorcio, la planificación
familiar, la
esterilización e incluso la admisión más o menos amplia del abor­
to, calificado como
crim,en abominable por

el Concilio Vatica­
no 11.
A continuación, en el epígrafe VIII, examina el discurso las
extralimitaciones en las relaciones entre la Iglesia y el Estado,
y, para ello, recorre la historia de España hasta nuestros días,
y
plantea, segu]damente, la

garantía de la recíproca libertad, que
cree asegurablé por dos vías: por medio de uoa adecuada
legis­
lación unilateralmente dada

por los Estados o bien, por medio
de .acuerdos jurídicos entre la Iglesia y el Estado, que rubriquen el mutuo reconocimiento de la respectiva competencia del Esta­
do
y de la Iglesia. En este tema, muestra el discurso los puotos
capitales del magisterio pontificio, desde León XIII en 1878
hasta nuestros
días, que

sintetiza en los sigu]entes puotos:
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LAS RELACIONES IGLESIA-ESTADO
I:0 Reconocimiento del poder político del Estado.
Basado en el servicio de la persona humana -«el Estado es
para el hombre
y no el hombre para el Estado», ha dicho Pío XII
en
Summi Pontificatus-y legitimado por las exigencias del_
bien común, que abarca el conjunto de aquellas condiciones de
la vida social con las cuales los hombres, las familias
y las asocia­
nes pueden lograr con mayor plenitud y facilidad su propia per­
fección» . . . «no
mecánica o

despóticamente, sino obrando prin­
cipalmente como
una fuerza moral ... », en expresión de la Gau­
dium
et

spes,
74.
2.0 Indiferencia ante las formas de gobierno.
«El acatamiento y la obediencia debidos a la autoridad polí­
. tica

"-C!ice Isidoro Martín-no está vinculada, en modo alguno,
a
determinadas formas

de gobierno».
Como comprobación, ilustra esta afirmación con varias citas
de la reiterada doctrina pontificia
en esta cuestión: León XIII en
Inmortale Dei, Sapientiae christianae, Notre consolation, Pío XI
en
Dilectissima nobis. Pueden añadirse: San Pío X, en Notre
charge apostolique,
Pío XII en Benignitos et humanitas y Pa­
blo VI en la carta que, en su nombre, dirigió su Secretario de Estado
el 18 de marzo de 1957 a la Semana Social de España,
considerando

fundamental, «el
derecho que

los miembros
de toda
comunidad nacional tienen, cualquiera que sea su régimen: mo­
nárquico o republicano, presidencial o asamblea, parlamentario o corporativo, de intervenir en su propia vida política y de po­
ner los medios con que tomar parte activa en ella».
En otra ocasión (La participación del pueblo y la democracia,
-núm. 5 al final, en «Estudios filosóficos», núms. 71-72, Valla­
dolid,
enero-ago~to, 1977,
págs. 193
y sigs., o en Verbo) hici­
mos notar que resulta de la doctrina pontificia que la licitud de
un sistema
de gobierno no depende de su forma monárquica,
aristocrática o
democrática:; sino
en eoncreto:
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JUAN V AL1ET DE GOYTISOW
- de su respeto al orden natural y revelado; y
- de la participación activa
de todos los miembros de la
comunidad nacional en su vida política, ya sea en forma
parlamentaría o corporativa.
De
alú que la Iglesia haya rechazado siempre el positivismo
y el totalitarismo estatal. Pío XII resumió esa posición en su
discurso
Con vivo compiacimento de 13 de noviembre de 1949.
«Las
causas inmediatas

de esta
~isis se

deben buscar prin­
cipalmente en el positivismo jurídico y en el absolutismo de Es­
tado; dos manifestaciones que, a su
vez, derivan

y dependen la
una de
la otra. Quitada, en efecto, al derecho su base, constituida
por la ley divina natural y positiva, y por lo mismo inmutable,
ya

no queda sino fundamentarlo sobre la ley
del Estado como
su norma suprema, y he aquí precisamente el principio
del Es­
tado absoluto. A su
vez, el

Estado abosoluto intentará necesaria­
mente someter todas las cosas a su arbitrio y especialmente hacer
que el derecho mismo sirva a sus propios fines». «En la ciencia. jurídica, como en la práctica jurídica, está con­
tinuamente sobre el tapete la cuestión del verdadero y justo de­
recho. Pero,
¿es que
acaso hay además algún otro derecho?
¿Hay
tal vez un

derecho falso e ilegítimo? Sin duda la yuxtaposición
de estos dos términos ya de por sí sorprende y repugna. No es,
sin embargo, menos verdad que la noción por ellos significada
ha estado siempre viva en el sentido jurídico, incluso de los clá­ sicos paganos. Ninguno quizá ha dado una expresión de ese con­
cepto
más profundo

que Sófocles en su tragedia
Antigona ... ».
«¿Es
necesario,

acaso, retroceder mucho en la historia para
encontrar un llamado "derecho legal", que quita al hombre toda
dignidad personal; que le niega el derecho fundamental a la vida
y a
la integtidad de sus miembros, poniendo una y otra al arbitrio
del partido y del Estado; que no reconoce al individuo el derecho
al honor y al buen nombre; que discute a los padres el derecho sobre sus hijos y el deber de su educación; que, sobre todo, con­
sidera el reconocimiento de Dios, supremo Señor, y la dependen­
cia del hombre de El como cosa sin interés alguno para el Es-
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LAS RELACIONES IGLESIA-ESTADO
ta sentido aquí expuesto, ha trastornado el orden establecido por
el Creador; ha llamado al desorden; orden; a la tiranía, autoridad;
a la esclavitud, libertad
y, al delito, virtud patriótica».
Y Juan Pablo II, el 6
de diciembre de 1980, dirigiéndose a
la

Unión de Juristas Católicos Italianos, les decía que «aun en
el estudio profundo del derecho positivo y en el más sincero
respecto hacia el ordenamiento jurídico en
el que obrais, no estais
oscurecidos por el falso
dogma del

positivismo estatualístico, ni
por permanentes falsas
interpreta~ones contra

el derecho natural».
Y proseguía: «El primero, más radical
y también embrionario orden de
justicia entre los hombres, es el derecho natural,
. que
hace
de la
persona humana el fundamento primero
y el fin último de toda
la vida humana políticamente asociada. Ese derecho del que bro­ tan, en la variedad
y en la mutabilidad de las situaciones histó­
ricas, los varios ordenamientos posirivos. Ese derecho que antes,
y aún más que la fuerza pública, asegura a tales ordenamientos
su validez ética,
su. continua
capacidad de perfeccionamiento,
y
su creciente comunicabilidad en orden a civilizaciones cada vez
más amplias, hasta la
universal,..
·
El totalitarismo estatal, no es propiamente una forma de go­
bierno -como ha explicado Emil Brunner (La Justicia, México.
E. E. F. U. N.A. M., 1961, cap. XVI, págs. 174 y sigs.)--sino
que
«es la absorción de todas
· las

instituciones
y todos los dere­
chos

por
el Estado», «la plena _libertad del Estado para llamar
derecho

a aquello que le venga
en gana»
... «es
la omniestatali­
dad, la estatalización integral de
la vida, que es posible sólo
cuando se ha
arrebatado el

poder a las formas de vida preesta­
tales
y al individuo» . . . «propiamente tiene su raíz histórica en
la

República de la Revolución
¡ francesa, en el contrat social de
Rousseau, en
el principio de la aliénation totdle».
El totalitarismo fue condenado, por Pío XI, primeramente
con referencia a regímenes
no democráticos.
Así, en la
Mit bren­
nender Sorge,
el nacional socialismo y en la Divini Redemptoris,
el comunismo bolchevique. Pero, ya l'fo XII, en su primera eri-
1067
Fundaci\363n Speiro

JUAN V ALLET DE GOYTISOLO
cíclica, Summi pontificatus, acerca de la solidaridad humana y
el Estado totalitario, señaló que éste podía darse «lo mismo en
el supuesto
de que esta soberanía ilimitada se atribuya al Esta­
do como mandatario de
la nación, del pueblo o de una clase so­
cial, que en el supuesto de que el Estado se apropie por sí mis­
mo de esa soberanía, como dueño absoluto y totalmente inde­
pendiente,.. Lo característico del Estado totalitario, dice, es con­
siderar «el Estado como
fin y al que hay que subordinarlo todo».
Y, Añadía: «porque, si el Estado se atribuye y apropia
las ini­
ciativas privadas, estas iniciativas -que se rigen por múltiples
normas peculiares y propias, que garantizan
la segura consecu­
ción del fin que le es propio- pueden recibir daño, con detrimen­
to del mismo bien público, por quedar arrancadas
de su recta
ordenación natural, que es
la actividad privada responsable».
Y en el mensaje navideño de 1944,
Benignitas et humanitas,
advierte

que «el
. orden

absoluto de los seres y los fines abarca
también al Estado», por lo
cual: «El absolutismo del Estado
( que no debe ser confundido en cuanto tal con
la monarquía ab­
soluta, de la cual no se trata aquí) consiste de hecho en el erró­
neo

principio
.de que · la autoridad del Estado es ilimitada, y de
que frente a ésta -incluso cuando da libre curso a sus intencio­
nes despóticas, sobrepasando los límites del bien
y del mal­
no se admite apelación alguna a una ley superior moralmente
obligatoria».
Por ese mismo rechazo del positivismo
y del totalitarismo
estatal, Juan XXIII, en Pacem in
terris, afirmó rotundamente
que «no
puede ser aceptada como verdadera la posición doctri­
nal de aquellos que
erigen la voluntad de cada hombre en par­
ticular o de ciertas sociedades como fuente primaria
y única de
donde brotan derechos y deberes y de donde provenga, tanto
la
obligatoriedad de las constituciones, como la autoridad de los
poderes públicos».
Notemos que, ya antes de rechazar el totalitarismo en todas
sus formas, la Iglesia venía reprobando
la penetración del Es­
tado en la esfera de las personas, de la familia y demás entida­
des sociales, absorbiendo
los bienes

de producción e imponien-
1068
Fundaci\363n Speiro

LAS RELACIONES IGLESIA-ESTADO
do su dominio incluso en el terreno familiar y en la educación
de los hijos. Véanse: León XIII,
Rerum novarum (núms. 10 y
11) y Pío XI,
Quadragesimo anno (núms. 49, 78 y sigs.), en
donde definió
el principio de subsidiariedad, después reiterado
por

Juan XXIII y Juan Pablo II en diversas ocasiones.
3.0 Oposición a los excesos del poder público.
Es el tercero de los puntos capitales en que el profesor Mar­
tín Martínez resume.
el magisterio pontificio en esta materia.
Este punto
significa que el acatamiento al poder constituido «no
implica la necesaria aceptación de una legislación injusta en opo­
sición a la ley de Dios o de
la Iglesia o que desconozca derechos
fundamentales de la persona o que atente contra libertades in­ dividuales o instituciones», que también apoya en reveladores y
reiterados textos pontificios.
4. 0 Oposición violenta a la persecución religiosa y a la in­
justicia.
Destaca Isidoro Martín que la Iglesia ha extremado el deber
de sumisión, pero llega «a un punto en que frente
al abuso del
poder recuerda que es necesario obedecer a Dios antes que a los
hombres», en palabras de León XIII. Este último punto lo trata, el recipiendario, con el más ex­
quisito tacto,
apoyándose en

textos que sitúa en su propio con­
texto, de los que resulta: primero, que esa oposición violenta
«tiene razón de medio o de
fin relativo, no de fin último; se­
gundo, que tales acciones no deben ser intrínsecamente malas; tercero,
han de ser proporcionadas al fin pretendido y no origi­
nar

mayores males de
lo.s que
se pretende remediar; cuarto, que
su realización no incumbe al clero
ni a la acción católica (Pío XI,
Firmissimam constantiam, 16).
No sUencia tampoco las palabras del mismo
)>fo XI en Cas-
1069
Fundaci\363n Speiro

JUAN V ALLET DE GOYTISOLO
tellganclolfo, dUl'ante el verano de 1936, a los españoles fugi­
tivos de la zona republicana,, a quienes dijo que dirigía su bendi­
ción «de una
manera especial

a cuantos se han impuesto la difícil
y peligtosa tarea de
defender y

restaurat los
derechos y el ho­
nor de Dios y de la religión, que es como decir los
derechos y
la

dignidad de
las conciencias, la condición primera y base de
todo humano y civil bienestat», que segnidamente matizó
el pro­
pio Papa.
En
el polo opuesto de las confrontaciones tenemos la fór­
mula de una
equilibrada colaboración entre la Iglesia y el Estado,
a la que dedica
el epígrafe antepenúltimo, insistiendo en que
debe obedecer al doble criterio:
distinción sin separación y cola­
boración sin
confusión, que puede alcanzatse en el Estado con­
fesional.
El curso 1966-1967 de esta Real Academia fue abierto con
el discurso Problemas actuales de la confesionalidad del Estado,
que desarrolló nuestro compañero numerado Amadeo de Fuen­
mayor. Su
primera preocupación
fue la de precisar la noción de
confesionalidad del Estado, pues ésta «no conoce una única fór­
mula de realización histórica». La católica no es,
sin duda, la
traída por la reforma protestante que, al parecer, formuló en 1599 Ioachim Stephani:
cuius regio, eius religio. El concepto
de León XIII a Pío XII se basa en dos requisitos: Uno,
formal,
de profesión pública de la religión católica ¡por el Estado. Otro,
sustancial, que se refiere a las instituciones políticas, jurídicas y
sociales, que no deben hallarse en contradicción con
el magisterio
auténtico de
la Iglesia. Fuenmayor examinó si el Concilio Vati­
cano II había introducido
algún cambio sustancial en la materia.
A su juicio, un primer punto queda resumido en la reclamación
de su libertad hasta
el punto de que, en palabras de Julio Men­
vielle
(La declaración conciliar sobre libertad religiosa y la doc­
trina tradicional,
Buenos Aires, 1966, pág. 25): «El hecho es
que la Iglesia hoy reclama libertad y sólo libertad para el cum­
plimiento de su misión. Lejos de las
experiencias pasadas,

a ve­
ces amargas, del brazo secular,
la Igll'Sia prefiere hoy, y así lo
1070
Fundaci\363n Speiro

LAS RELACIONES IGLESIA-ESTADO
expresa abiertamente la Declaración conciliar, un régimen, si no
de separación,
sí tal, que en él, el Estado se desentiende todo
lo posible de lo que atañe a la esfera religiosa y deje ésta en manos de la Iglesia, de otras comunidades religiosas o de los
particulares». En ese mismo sentido, hace años, al comentar la
Octogesima
adveniens (Verb~ 97-98, agosto-octubre de 1971, págs. 748 y si­
guientes), subrayé el
'cambio de estrategia operado por la Igle­
sia, en virtud de la cuál ésta centra
la acción,
no ya en los Es­
tados
--a quienes parece haberlos licenciado como Estados cris­
tianos, incluso a aquellos que aún pretenden seguir siéndolo-­
ni tampoco en los partidos políticos -¿se observa, quizás, el
callejón sin salida, o con salida al campo enemigo, a que están
conduciendo las democracias cristianas, que habían sido promo­
vidas e impulsadas como partidos representantes de los católi­ cos?- sino en los seglares cristianos y en las comunidades cris­
tianas.
Pero esto, a juicio de Fuenmayor, no implica que deba re­
troceder
la confesionalidad sustancial, a través del que propone
denominar
institucionalismo católico, en «la instauración cris­
tiana del orden temporal». Tanto más acuciantemente porque
-die-la moderna cien­
cia que estudio la historia de las religiones ha demostrado la
verdad de estas dos tesis:
«a) En la mayor parte de la historia
de la humanidad, la religión ha sido siempre la gran fuerza cen­
tral unificadora de la cultura» [Nos permitimos
aquí hacer

un
inciso,
respecto de

España, para recordar la predicción, que hoy
parece comenzar a cumplirse, de Menéndez y Pelayo en el
E pl­
logo de su Historia de los heterodoxos españoles: «España, evan­
gelizadora
de la mitad del orbe, España, martillo de herejes, luz
de Trento,
espada de

Roma, cuna de San Ignacio ...
; esa
es nues­
tra grandeza y nuestra unidad; no tenemos otra. El día en que
acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los Aré­
vacos y de los Vectones, o de los reinos de Taifas. A ese
térmi­
no vamos caminando apresuradamente y ciego será quien no lo
vea»
l b) El laicismo, en la versión que pretende la seculari-
1071
Fundaci\363n Speiro

]VAN V ALLET DE GOYTISOLO
zación completa de la sociedad, desarraigando de ella el hecho religioso, mediante la creación
de «formas de vida libres de re·
ligión»

-dice Fuenmayor, citando a
Dawso~ «constituye un
fenómeno

reciente y anómalo en la historia
de la cnlrura». Fe­
nómeno

que, según M. F. Sciacca
(L'ora di

Cristo, cap. III, 3,
págs. 100 y sigs., o
Il magnifico

oggi, XLIII,
págs. 257

y sigs.),
lleva a
la muerte del occidentalismo corrupción laicista de Occi­
dente, que por ello ha perdido: «el concepto mismo de Deteeho,
con

la negación del
Derecho naturat y

coni el subjetivismo de la
ley, ha pasado de la autoridad al autoritarismo arbitrario y, por
tanto, tiranoide,
_ o

a la negación de
la autoridad en cuanto tal y,
por

ende, a
la anarquía».
Isidoro
Marón alude a la interpretación dada por Fraga Iri­
barne

a
la posición del Vaticano II, de que «la tesis es ahora la
libertad religiosa, la hipótesis es la confesionalidad del Estado»,
posición con
la que coincide Ruiz Giménez. Pero discrepa de
ambos. La misma declaración
Dignitatis humanae recuerda la
vigencia del «deber moral de. los hombres y de las sociedades para
con
la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo». Confesio­
nalidad que implica el esfuerzo por acomodar toda la legislación
a
la ley de Dios tal como la interpreta la doctrina de la Iglesia.
Y estamos en un momento en que son Estados confesionales, con libertad
religiosa, Inglaterra

y Holanda; son confesionales los
Es­
tados

islámicos y los que han adoptado el ateísmo de Estado,
pues, «en
definitiva, proclamar

el ateísmo es tanto como hacer
un juicio de valor sobre
la religión».
Hoy, acotamos, se habla de
la religión democrática no sin
base, en cuanto todo el derecho se hace dimanar de su conformi­
dad con la Constitución, vértice de
la pirámide jurídica. Pero así,
ese

vértice, en la
pirámide kelseniana,
se sujeta en la denominada
norma fundamental, que
--como finamente advirtió Hernán­
dez

Gil en su discurso inaugural del pasado
1982-1983-, no
es
una norma puesta, sino supuesta; «una hipótesis carente de exis­
tencia real, fruto de la actividad especulativa del jurista que ha
de considerarla sobreentendida como fundamento último de la
validez del ordenamiento». Es decir, añade, «estamos en los do--
1072
Fundaci\363n Speiro

LAS RELACIONES IGLESIA-ESTADO
minios del máximo idealismo». Yo diría, ¡en una fe! Fe positi­
vista y laica, pero no

menos beata y
beatífica, que tlllilpooo falta
en la Constitución de 1978. En efecto
--romo yo
escribí entonces
( ¿Constitution o anti­
constitution?,
en «La Revue Univetselle des faits et des idées»,
núm.

50, enero-febrero de 1979)
--oonforme al
artículo 16,1-:
«Se garantiza la libertad ideológica, religiosa
y de culto de los
individuos y las comunidades».
Pero, en

cambio, según el
ru:­
tículo

27,6, el reconocimiento a las
personas físicas
y jurídicas
de la
libettad de

creación de centros docentes, se somete al «res­
peto a los principios constitucionales», entre los cuales es
fun­
damental el de la soberan!a del pueblo, sin límites que la tras­
ciendan, y el de que, incluso, del
mismo pueblo dimana la ;usticia.
Con esta pauta, por consiguiente, resultru:á anticonstitucional el
enseñar, no sólo lo que reiteradamente ha enseñado
la docrrina
pontificia, sino, incluso, lo que ya había clamado Antígona a su
tío Creón y han explicado una abrumadora mayoría
de sabios,
entre ellos el republicano Ocerón,
al mostrar cuán absurdo es
eso mismo que hoy la Constitución sanciona al declarar enfática­
mente esas soberanía
y emanación. Dice Cicerón: «si el poder
de
la opinión y voluntad de los necios es tal que pueden éstos,
con su voto, pervertir
la naturaleza de las cosas, ¿por qué no
sancionan que se tenga por bueno y saludable lo que es malo
y pernicioso?». Esta posibilidad -presentada como absurda por
Cicerón- es hoy elevada a ¡principio constitucional! Y, con ello,
se
la convierte en cau,ia de discriminación, por razón de opinión
y también de creencias religiosas, en materia de creación de pru:­
tidos

políticos
(ru:t. 6), de sindicatos (art. 7) y de centros do­
centes (art. 27, 6), e incluso, de educación
(ru:t. 27, 2). Aun­
que no se crea, ni se . practique, se exige reconocerlo o, por lo
menos, que no se niegue en los programas._ Así hay que quemru:
ese
incienso a
la diosa Constitución, aunque sea con todas las
reservas mentales que hoy se estilan.
Isidoro Martín entra en el examen de la participación de los
católicos en la vida pública, tan discutida y rechazada, por algu-
1073
Fundaci\363n Speiro

JUAN VALLET DE GOYTISOLO
nos, basándose en diversos argumentos que él analiza y refuta
con_ riqueza

de citas argumentadas.
En especial muestra la doctri­
na pontificia. La más reciente se refiere a lo que Juan Pablo II
reiter6 en

su aún reciente viaje a
Espaíía, concretamente
a lo que
dijo en Toledo, refiriéndose a los posibles campos de apostolado,
entre los cuales veía
abierto, a

los seglares cat6licos, el
de la po­
lítica,
«en el

que con frecuencia
-dijo--se

toman las decisio­
nes más delicadas que afectan a los problemas
de la vida, de la
educaci6n,
de la economía; y, por lo tanto, de la dignidad y de
los derechos del hombre, de la justicia
y de la convivencia pací­
fica en
la sociedad». Para ellas, el cristiano, «sin necesidad de se­
guir

una f6rmula política unívoca o partidista»,
debe buscar las
enseñanzas luminosas de la Iglesia; y
enumero como
problemas
esenciales hoy en
Espaíía: en

el ámbito de la familia, «viviendo
y defendiendo
la indisolubilidad y demás valores del matrimonio,
promoviendo el
respeto de
toda vida en el momento de la con­
cepci6n»; en
el mundo de la cultura, de la educación y de la
enseñanza, «eligiendo para vuestros hijos una enseñanza en la que esté presente el pan de la
fe cristiana».
El recipiendario parte de la distinción, establecida por Pío
XII, entre relaciones
internas y vitales y relaciones externas y
casi naturales a causa de la convivencia humana entre la Igle­
sia
y el Estado, y piensa que las relaciones internas y vitales son
«las que producen la penetración del espíritu cristiano en el seno
de la sociedad, en
la comunidad política»; y, por ellas, dice, que
especialmente se aboga, pues se entiende que la sociedad cris­ tiana se logra cuando «el espíritu cristiano ha calado con hon­
dura en los individuos
y, a 'través de ellos, en todas sus asocia­
ciones».,
Termina el discurso ocupándose del 1uicio sobre la moralidad
de
las acciones

pol!ticas.
Este juicio no significa desconocimiento
de
la autonomía de las realidades temporales,
pero sí el

rechazo
del criterio sostenido por Maquiavelo, quien, aun reconociendo
la existencia de valores y normas morales dignas de ser obser­
vadas,
proclamó la

conveniencia de prescindir de ellas
cuando así
lo exigiera la conservación del poder político. El mundo actual
1074
Fundaci\363n Speiro

LAS RELACIONES IGLESIA-ESTADO
vive, sin duda, un maquiavelismo fáctico. Frente a él ha reite­
rado recientemente Juan Pablo II que la Iglesia no puede
re:
nunciar
a

su misión, por mandato de Cristo, «de formar en
la
fe la conciencia de sus fieles». Con ello no hace sino seguir lo
que siempre
ha sostenido el magisterio pontificio, que claramente
expuso Pío XII en su discurso con ocasión del 50 aniversario
de
la encíclica Rerum novarum. Matiza, Isidoro Martín, que la
Iglesia tiene plena conciencia de que su juicio ha de ser exclu­
sivamente moral
y no técrtico y añade que ese juicio moral «cons­
tituye la versión actualizada de
la doctrina del poder indirecto
de la Iglesia sobre lo temporal» . . . «La Iglesia propone
y decla­
ra los principios morales, pero el católico está obligado, si quiere
obrar como
· católico,

a cumplirlos en la realidad concreta de
cada caso». Permítaseme aquí una acotación. El juicio
de la Iglesia es
moral, no técrtico. El juicio técrtico
y la aplicación concreta que
debe realizar el laicado cristiano, cada cual en
la esfera de sus
respectivas competencias, no puede perder de vista aquel jui­
cio moral. Pero, a su vez, el clero
y los religiosos tienen por
misión la de ser médicos de las almas
y hombres de doctrina
moral,
y deben huir de dos tentaciones que suelen asaltarles.
Jean Ousset, en
Para que El reine, tratando de los católicos y la
política, ha
· señalado

estos dos peligros:
- Uno, el de los sacerdotes pasados a la Revolución, que
pretenden hallarse a
la vanguardia del «sentido de la Historia».
- Otro, el que podríamos calificar de savonarolismo, con­
sistente en encerrarse «en un rigorismo de principios, en una
concepción idealista de las cosas y en la aplicación brutal, inme­
mediata
y sin matices de las nociones doctrinales, tal vez jus­
tas, pero demasiado abstractamente concebidas e impuestas, sin
atender a las innumerables circunstancias del tiempo y lugar».
Lo más grave es que se caiga a la vez en ambos peligros,
produciéndose entonces un alud destructor
y esterilizante al ser
desenfocados los principios verdaderos o resultar, inesperadamen-
1075
Fundaci\363n Speiro

JUAN V ALLET DE GOYTISOLO
te, sustituidos por ideologías temporales que los deforman y
por métodos de acción económico-política, que fácilmente pue­ den conducir a donde ha llegado Nicaragua. Corresponde a la Iglesia estimar la moralidad de arrojar la
carga del barco para salvar la vida de los tripulantes. Pero es
sólo
el capitán quien está capacitado para decidir el momento en
que sea preciso arrojarla. Es competencia de la moral declarar la licitud de amputar
un miembro para salvar la vida. Pero sólo el médico puede apre­
ciar

cuándo se
dan las circunstancias que requieren la amputa­
ción. Y así en cada problema ...
En
fin, como concluye el discurso, la meta cristiana -en pa­
labras de Juan Pablo
11-es el logro de «una civilización del
amor». Esa es la única
utopía de un futuro que no puede pro­
ducirnos espejismos engañosos, con despertares catastróficos,
como tantas prometidas ayer por unas ideologías y hoy por otras.
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