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Número 239-240

Serie XXIV

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Homilía del señor cura párroco de la iglesia de la Concepción, don Demeterio Pérez Ocaña,en el funeral de Eugenio Vegas Latapie (23-9-85)

 EUGENIO VEGAS LATAPIE (1907-1985)

La primera lectura del litro del Eclesiástico ha sido una lección bella y un canto a la verdadera amistad; en el versículo 14 se nos ha dicho: «el que encuentra un buen amigo, ha encontrado un gran tesoro». Estas palabras de la Sagrada Escritura, "permitidme que os diga, se hicieron realidad en nuestro hermano Eugenio; de ello, todos vosotros sois testigos.

Eugenio ha sido un buen amigo que a todos nos ha enriquecido con el tesoro de su saber, con la comunicación de sus ideas claras y profundas sobre temas fundamentales de la vida; nos ha enriquecido con su actuar siempre consecuente con sus criterios, con sus principios, con sus ideas, con su fe, y esta riqueza la ha dado a sus amigos de una forma generosa, sincera, constante y fiel.

Una de las definiciones que podríamos dar de Eugenio, me parece que podía ser ésta: «el amigo fiel, fiel a su. Dios, fiel a su patria, fiel a su familia, a su profesión, fiel a sus amigos, el amigo fiel, esto era Eugenio».

¡Qué alegría me da poder decir estas palabras sobre este hermano nuestro, porque no es muy corriente!

Vosotros, durante muchos años habéis gozado de su amistad; yo he tenido la suerte de disfrutar de su amistad en la última etapa de su vida, seguramente la más rica. Dice Fray Luis de Granada, que el cisne cuando va a morir canta más dulcemente; esto podríamos decir de nuestro hermano Eugenio.

El dice en sus memorias que, en una etapa de su juventud, no se caracterizaba por excesivas preocupaciones espirituales, pero asistió a un ciclo de conferencias que se dio en la Iglesia de los Jesuitas de Santander, y las daba el padre Román Jambrina, y aquellas conferencias, aquella palabra de Dios, a esa inteligencia privilegiada y a ese corazón abierto a recibir esa semilla de la palabra de Dios, le hicieron un gran impacto, y él mismo confiesa que desde aquel día..., comenzó a hacer meditación diariamente,, y el punto que más le gustaba, fijaros qué alma más grande, era éste: «la pureza de intención»; era un hombre limpio, era un hombre de limpieza de intención, y él seguía el ejemplo de San Pablo: «si comiereis y bebiereis, si hiciereis cualquier cosa, hacerlo todo en nombre del Señor». ¡Qué programa de vida éste! Le retrata como era, un gran hombre, y quiso también conjugar esta idea evangélica con esa consigna que San Ignacio dio a todos sus seguidores: «todo por la Gloria de Dios nuestro Señor». En la oración encontró su fuerza, encontró su valer y forjó su personalidad, forjó su alma.

Desde ese día en que acabaron las conferencias, descubrió el valor de las palabras que acabamos de escuchar, de leer, de San Pablo a los romanos. Ninguno de nosotros vive para sí mismo, y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor. El vivió para su Dios, él vivió par su familia, él vivió para su Patria, él vivió para los amigos.

Insistentemente se hada esta pregunta; fijaros, se hada esta pregunta: «¿dónde podría contribuir de forma más eficaz a la Gloria de Dios?» Y fiel a esta interrogante, como hombre responsable, tuvo la respuesta adecuada, sabía que en la vida y en la muerte somos de Dios.

Todos compareceremos ante el Tribunal de Dios, dice San Pablo; por esto, en la última etapa de su vida, Eugenio se aisló de todas las preocupaciones humanas y se quedó a solas con d Señor y con los suyos. Como hombre sabio, tenía la certeza de que aquel que se salva sabe, y el que no, no sabe nada.

Sabéis que este hombre, hermano nuestro, no dejó nada a la improvisación; cuidaba las cosas siempre, las preparaba con detalle; así, su vida fue una preparación para la muerte. Los últimos días de su existencia los dedicó a la oración, a hablar con Dios, ese Dios al que tanto amó, y al que tanto defendió. Se dedicó a la oración y sostuvo su devoción y su amor a la Santísima Virgen, y muchas tardes decía a su esposa, a su hija, a su hermana, a los que estaban allí: «vamos a rezar el Santo Rosario». Yo digo que cómo sonarían esas jaculatorias a plegaría en el corazón de la Santísima Virgen, plegaria que nacía de un hombre que estaba para partir hacia la casa del Padre, ¡ruega por nosotros paradores, ahora y en la hora de mi muerte! El que k sentía tan cercana y tan próxima, pero que k esperó con k paz del cristiano, con k serenidad del hombre de fe, y se abrazó a esa muerte, para poder pasar a k vida, pues porque sabía que su Maestro antes tuvo que morir para después resucitar.

Yo confío en que nuestro hermano Eugenio ya habrá escuchado esas palabras del Padre de k Misericordia, por las que merece k pena el vivir: «Siervo bueno y fiel, entra en el gozo, en el reino de tu Señor». Que así sea.