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Número 277-278

Serie XXVIII

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Rousseau y la ideología del resentimiento

ROUSSEAU Y LA IDEOLOGIA DEL RESENTIMIENTO (*)
ÚUSTIÁN GARAY
«Muy señor mío: he recibido su nuevo libro, escrito contra
la raza humana, y le doy las gracias
... Jamás se despegó tanta
inteligencia para querer convertirnos en bestias. Al leer su
li­
bro entran ganas de andar a cuatro patas». Con estas mordaces
palabras Voltaire le acusó recibo del
Discurso sobre la desigual­
dad el año de 17 5 5. Comenzaba así una disputa que se habría
de prolongar en el curso de la existencia de ambos, aunque por
algún misterioso motivo los revolucionarios decidieron instalar
en un momento sus restos bajo un mismo techo.
Nada de esto ha impedido, empero, que Jean-Jacques Rous­
seau siga siendo considerado una de las cumbres del pensamiento
dieciochesco y un adelantado de las ideas democráticas identifi­
cadas con la libertad y la igualdad. En suma, no sólo
el primer
romántico, sino también el
profeta del igualitarismo democrático.
· Cualquier enfoque de la vida de Rousseau ( 1712-1778) ha­
brá de tener en cuenta los contrastes de una existencia aventu­
rera, desprovista de cualquier dirección precisa.
Una existencia
que fluctúa entre la chabacanería y la traición al despliegue más
brillante de la imaginación literaria.
Toda la vida de Jean-Jacques Rousseau consiste
en la conti­
nua reivindicación de
sí mismo frente a los demás. Sus «manías
persecutorias», a las que su biógrafo Gavin de
Beer les dedica
{ •) Estas notas son la ampliación del artículo publicado en el_ cuerpo
~Artes y Letras» de El MerCurio, de Santiago de Qille, del 28 de mayo
de 1989, y ap.ticipan un estudio titulad'() «Rousseau y los orígenes de la
democracia totalitaria» que incluirá en un libro colectivo denominado El
respeto a la -personá humana: a 200 años de la Revolución francesa.
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un capítulo completo de su Rousseau, no son elementos acci­
dentales en sus planteamientos políticos y pedag6gicos, sino, por
el contrario, hitos indispensables en su comprensión. Es difícil
que haya otro ideólogo donde lo personal haya justificado de
manera tan impenitente
la ideología que propagaba.
Ahora bien, esto no tendtía
nada de extraño si no fuera que
ese rasgo se ha establecido, no por su consecuencia, sino precisa­
mente por su inconsecuencia.
La inJ!uencia de su vida en sus
planteamientos deriva, precisamente, de todo aquello que el pro­
pio Rousseau no ha conseguido ejercitar en la realidad y que le
implica grandes esfuerzos por autojustificarse.
Por cierto, su infancia no fue fácil, menos cuando escapó de
su casa y fue a caer a un hospicio de dudosas costumbres. Rous­
seau pasa un periodo turbulento donde no faltan los escándalos.
Un día culpa a una sirviente de un robo propio y consigue que
la despidan, otro ejecuta actos inmorales ante pequeñas. Prote­
gido finalmente por Madame De Warrens y en plena conversión
al catolicismo, parece entrar a un período de asentamiento que
termina igualmente en nuevos fracasos.
Rousseau tiene una
rara caractetística: es capaz de no consi~
derar que ha hecho nada malo y que todo cuanto le sucede pue­
de convertirse en un principio por
el cual juzgar a los demás.
Si su infancia le muestra la petversidad, entonces su pensamien­
to
le sugiere que antes de ella y de la sociedad está la inocen­
cia. Un incidente con el embajador francés en Venecia le diera
un juicio lapidario contra la aristocracia francesa por inmoral y
falsa.
Ello, por más que los duques de Luxemburgo o el Prín­
cipe de Conti
se desvelaran por él, o -por último-que su vida
fuese tan desarreglada como la de cualquier libertino de
la épo­
ca. De esa época -1744/1745-data también su primer inten­
to de exigir justicia
y reconocimiento, actitud recurrente en años
posteriores.
A sus amigos, nobles y villanos --Oesde Madame de Warrens
a Hume,
desde los duques de Luxemburgo a su empleada y aman­
te Terese Lavasseur-les pagó con la ingratitud. Algo que lo
Sinti6 como una forma de_ no atarse· a nadie, mientras en ver~
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dad no había nadie más ansioso de buscar el afecto y la protec·
ción
de los demás y que la reclamó al mundo de su propia «so,.
!edad».
En esta febril dialéctica, Rousseau ha de forjar un mundo
propio donde
la educación se hace sin la familia, la moral sin un
imperativo de consecuencia y la política al margen de
la historia
y de la experiencia. En ese mundo donde conviven la autojusti­
ficación y la manía persecutoria, Rousseau ha de eniprendet en
su madurez el camino de una
«reforma» intetior proclamando
-con gran éxito porque lo puso de moda-su huida de la ciu­
dad y su ingreso al campo.
Ese fue el motivo de
su regreso a Ginebra en 17 54 y de otras
breves incursiones en casas de protectores y amigos, donde in­
tentaba demostrar
su autosuficiencia respecto del resto del mun­
do, aficionando sus críticas hacia él mismo.
Si se quiete abrir el camino en esta dirección hay que volver
la primera mirada a
la crítica de la familia y de la moral cir­
cundante.
Encontramos este terna en «El Emilio», donde am­
plía su justificación ante Mme. de Fracueil po_r el envío de sus
cinco hijos
al orfanatorio. Sencillamente, Rousseau invoca a Pla­
tón
y «La República» para afirmar que la educación debe ser en­
tregada al Estado. Rousseau reconoció siempre el hecho a me'
días, ya que etan hijos tenidos con su empleada y aún en sus
«Diálogos» dirá que
él nunca ha lle11ado sus biios al hospicio.
Personalmente, claro. '
Pero también en su «Discurso sobre la desigualdad» ha ase­
verado que la mujet posee necesidad del hombre s6lo en el apa­
reamiento por azar y que el hombre no es sociable pot natura­
leza. En síntesis, su propia experiencia le ha
petsuadido de una
hipotética soledad connatural.
Rousseau,
el mismo de los escándalos, de las amantes, . de las
traiciones y engaños, declina para Ginebra, en 1757,
un_ teatro
porque la cortolripetía ... Y, como tantas otras veées, invoca la
moral en su auxilio. Para · explicar sus contradicciones, sostiene
en las
«Confesiones» la. tesis de la incomprensión, mientras que
en los «Diálogos» se comparará con Jesucristo. Como él se jac-
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tará de querer redimir a los contemporáneos y de fracasar, de
ofrecerlo todo y ser
perseguido e ignorado .por todos.
Para Rousseau la sociedad no lo
ha dejado ser y, en con­
secuencia, toda
su vida ha sido una protesta contra ella. La con­
miseraci6n se la presenta él mismo como el anuncio de una nue­
va era, donde lo importante es la sinceridad, única regla del
bien
y del mal.
Su dispiadado egoísmo
le lleva a afírniar que las conspira­
ciones «internacionales»-tienen, incluso, aliados en sus amigos
de años. A un obispo que «os6» censutar su «Emilio» le con­
testa soberbiamente que si hubiera algún Gobierno inteligente,
ése le
habría levantado una estatua. Y revelará que escribi6 las
«Confesiones» para
las generaciones futuras que «le adorarían».
De ese lliodo, el «román:ticismo» roussoniano aparece así
como la punta de lanza de una nueva formulaci6n ideol6gica, que
reduce la moral a un equilibrio de circunstancias juzgado desde
la subjetividad.
Es. decir, la disoluci6n misma · de la moral, des­
pejada de todo criterio medianamente objetivo.
Como la impostura es la norma básica de su posici6n, no
re­
sulta extraño que para proclamar la maldad en la literatura, es:
criba un libro y luego un opúsculo. O, que, para destacar el va­
lor de la amistad sobre la protecci6n, niegue a sus amigos el
auxilio en el momento preciso.
Por último, su producci6n política adolece de los mismos
rasgos que sus anteriores postulados. No importan los hechos
sino las conclusiones. De ese modo sostiene en el «Discurso sobre
las Artes
y las Ciencias», de 1750, que la civilizaci6n corrompe.
Y, en
el «Discurso sobre la desigualdad», que el primero que
cerc6 un suelo fue el primer falsario
y la primera causa de des­
dicha para la humanidad.
En verdad,
el hilo común de· los dos discursos es el tema de
la desigualdad. Porque
la corrupci6n de las artes y las letras pro­
viene, en definitiva, según
Rousséau, de las desigualdades de for­
tuna
y trato. Cinco años después dedicaría su atenci6n, en el se:
gundo discurso, al origen y denuncia de la desigualdad social.
Si la sociedad no alimrota al desvalido; es la sociedad y no
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el del~ente el culpable de sus fechorías. De ese modo avanza
inexorablemente en el campo
de una polltica desprovista de todo
antecedente verosímil que le sirva de materia para proclamar un
estado ideal que desvela en
«El contrato social».
Sorprende, por ejemplo, el número de supercherías hist6ri­
cas que usa para justificar su «úiscurso sobre la desigualdad» y
su frase célebre: «Empecemos por descartar todos los hechos,
porque nada tienen que ver con
la cuestión».
T almon ha recordado que el Estado descrito por Rousseau es
esencialmente totalitario
y que desecha toda tolerancia en su
seno .. Poco, en cambio, se ha insistido en el modelo que tuvo
para ello, la ciudad de Ginebra, con
la que deseaba congraciarse.
El mismo se había convencido de que la democracia era impracti­
cable en lugares grandes. El contrato social
identificaba nítida­
mente la sociedad con el Gobierno
y abunda en una referencia
bíblica para
justificar con la muerte al que se saliera del contrato.
Esta brutal imposición de la voluntad general
al individuo
no pareció despertar en Rousseau más que argucias dilécticas a
prop6sito del supuesto bien logrado en el afectado con su obli­
gada obediencia. Una
sÚmisi6n en, definitiva, que contradecía el
individualismo anárquico de Rousseau y que se explica en razón
de su propia
antojustificaci6n . social. Paradoja más y más · noto­
ria cuando él mismo
. fue el que proclamó que vivía en soledad
y perseguido, y que .tomó como tesis, precisamente en sus dos
«Discursos», la idea de que el hombre en sociedad se corrompía.
Y, he aquí, que, de pronto, esa sociedad corrupta, guiada por la
voluntad general podía ser
la expresi6n más genuina del indi­
viduo
y, sin regresar a la inocencia, procutar la felicidad del in­
dividúo por medio del Estado.
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