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Número 289-290

Serie XXIX

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La libertad religiosa según la «Declaración de derechos del hombre» de 1789

LA LIBERTAD RELIGIOSA SEGUN LA "DECLARACION
DE DERECHOS
DEL HOMBRE" DE 1789
POR
MAR.lo SoRIA
1. El artículo décimo de la «Declaración de derechos del
hombre», promulgada el 26 de agosto de 1789, establece
la liber­
tad de conciencia en forma que parece incontrovertible. Resulta,
sin embargo, sorprendente que, después de haberse determinado
aquélla con tanta claridad, empezase
en Francia, apenas un año
más tarde, una persecución religiosa que fue paulatinamente agra­
vándose, hasta cobrarse decenas de miles de víctimas, entre
sa­
cerdotes y seglares de toda clase y condición. Pero, si se analiza
con atención
el precepto, se verá que ya está en él contenida la
posibilidad de una matanza comparable sólo a la ocurrida durante
los siglos primeros del cristianismo, o a
la sufrida por Rusia
desde 1917.
2.
En primer término, no hay que olvidar que la norma
mencionada significa
-romo veremos dentro de un momento-­
la culminación del regalismo que por entonces hsllábase en boga
y que sometía prácticamente toda la vida religiosa, y aun la. Igle­
sia misma, al Estado. Era el denominado Siglo de las Luces la
época en que no sólo los juristas seglares querían supeditar
la
fe cristiana y sus instituciones al poder secular. Si, según Ma­
canaz, el rey podía determinar el número de conventos, reformar,
los, enajenar sus fincas, prohibirles la adquisición de bienes nue­
vos, así
como suprimir órdenes religiosas, nombrar todas las dig­
nidades eclesiásticas de la nación, infringir el fuero canónico,
impedir la circulación de documentos pontificios, disponer de las
rentas de la Iglesia, etc. (1), también
los eclesiásticos cortesanos
(1) «Informe de don Melchor de Macanaz, fiscal del Consejo de Cas­
tilla, presentado en el mismo Consejo. en 19 de diciembre de 1715 sobre
abusos de la .curia romana y .sus remedios», publicado por Juan Antonio
LLORENTE: -Colecci6n diplomática de varios papeles antiguos. y modernos
sobre
dispensas matrimoniales :v· otros puntos de disdplina eclesiástica (Mi·
drid, 1809), núm. 10. ·
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daban al soberano exorbitantes atribuciones para hacer, como vul­
garmente se dice, mangas y capirotes en la materia. De este modo,
dou Francisco de Solís sostenía que «el único remedio humano, o
recurso a
la reformaci6n suspirada por la cristiandad, de la curia
de Roma y libertad de las iglesias de España, es hoy
la autoridad
soberana del monarca, no
por la vía de sus ruegos, representa­
ciones o embajadas
... Son los príncipes soberanos por su dignidad
padres y tutores de
sus vasallos, universales protectores de las
iglesias de sus reinos, y ejecutores del derecho natural, divino y
can6nico» (2). Y podrían
c;itarse multitud de autores contempo­
ráneos
y posteriores coincidentes: alemanes, franceses, españoles,
portugueses, italianos, conforme a los cuales era
la religi6n parte
de la administraci6n pública: casi como un ministerio o una direc­
ción general.
3. Aparentemente, la intervención de
la potestad secular se
limitaba a asuntos fiscales, administrativos, jurídicos y de orden
público, sin tocar el dogma y los sacramentos.
De hecho no fue
así, porque las intromisiones crecieron sin cesar. Cuando
al Es­
tado le parecía conveniente, apoyaba, por ejemplo, a los llamados
janse"nistas y perseguía ·a sus adversarios; mas, si le parecía opor­
tuno lo contrario, se declaraba en favor del molinismo, como ocu­
rri6
con la condena,. por parte de la Inquisici6n española, de las
obras del cardenal
Enrique Noris y con las intrigas de las cor­
tes de Versalles, Madrid
y Viena, al saberse que Benedicto XIII
quería publicar ciertos docu.mentos que puntualizaban algunos
aspectos de la bula «Unigenitus»
(3). La Compañía de Jesús ex­
pulsada, las procesiones prohibidas, la devoci6n a las reliquias
proscrita, multitud de órdenes religiosas disueltas, disputas
sote­
riol6gicas decididas a despecho de la Santa Sede, etc., demos­
traban
de sobra Ia usurpación de funciones por parte del Estado.
4. España, Portugal, Francia,
el imperio alemán, los prin~
cipados italianos reivindicaban con parecido empeño la prerroga­
tiva de intervenir en los asuntos eclesiásticos. Así, de grado o
(2) «Dictamen que, de orden del rey, comunicada por el· marqués ·de
Mejo~da, secretarlo del despacho universal, ron los papeles concernientes
que había en su secretaría dio
el ilustrísimo señor don Francisco de So­
l!s, obispa de Córdoba y virrey de Arag6n, en el áiio 1709, sobne los abu­
sos de la corte romana por lo tocante a las regalías de S. M. cat61ica y jurisdicci6n que reside en los obispos», §§ 82, 83. En la recopilaci6n cita-
da de L!onente, págs. 246, 247. ·
(3) PASTOR: Historia de los Papás, vol. XXXIV (Barcelona, 1959),
págs. 179 y sigs. Acerca del sentido de dichos documentos, véase la obra
citada; también, Buenaventura
RAcnm: Obrás p6stumas (Avifión, 1759),
págs. 8l y sigs.; Agustúi GAZmR: Historia del movimiento jansenista; I
(París, 1923), págs. 266 y sigs.
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por fuerza, mediante concordatos o poniendo de nuevo en vigor
vetustas leyes y costumbres interpretadas conforme
al gusto del
poder secular, éste
se había arrogado el nombramiento de todas
las dignidades eclesiásticas, la erecci6n de parroquias,
la aproba­
ción de catecismos, la determinación del número de conventos
que habían de existir
en cada ciudad y la posibilidad de admisión
de novicios, el cursar o retener los documentos pontificios, el
regular la liturgia,
el dar por buena la enseñanza de los semina­
rios, etc. Pero fue sobre todo en Francia donde este proceso llegó
más lejos y alcanzó su inevitable consecuencia.
5. Prescindiendo de algunos chispazos que ya surgieron, a
mitad del siglo
XIII, entre el clero y la nobleza acerca de los
derechos feudales de uno y otro estamentos, hay que remontarse
hasta la lucha entre Bonifacio
VIII y Felipe IV, a fines de dicho
siglo y principios del siguiente, para rastrear los orígenes de una
tendencia a la que quizá a alguien le
parezca exagerado atribuir
(¡tan lejano está en
el tiempo su comienzo!) consecuencias como
los ahogamientos de Nantes, la muerte en los pontones de
Roche­
fort, el culto de la diosa Razón, la destrucción de innumerables
edificios religiosos de gran valor artístico (

4
). Pero entonces na­
dó, por lo menos en el país ultrapirenaico, la pretensi6n de la
supremací; o independencia absoluta del poder secular respecto
del espiritual. La pragmática
sanci.,Su de Bourges, de 1438; el
concordato de
1516, entre León X

y Francisco
I; la declaración
del clero galicano, de 1682; la constitución civil del clero, de
1791, fueron otros tantos episodios de un proceso
queiba desen­
volviéndo'se lentamente, al compás de una política despótica e
hipemacionalista (5), parásita del genuino catolicismo francés, tan
. ( 4) Señalemos la abadía de Cluny, laa catiedrales de Arrás y Cambray,
la basílica de San Martín de Tours, entre otros. La catedral parisiense de
Nuestra
Señora fue rematada y adjudicada a un especulador. Se· salvó de
ser deniolida gracias a que Napoleón anuló la subasta (Enciclopedia britá­
nica:· «Macropedia», Cbicago, 1979, vol. XIII, pág. 1.011 a). La catedral
de Bayeux, joya del gótico normando, evit6 · la destrucción merced a las
argucias de un capitán de la guardia-nacional (G. LENOTRE: Historias inti­
mas de la Revoluci6n francesa {Madrid, 1960], cap. XVI). Y así sucesiva­
mente.
(5)
Acerca de las relaciones del clero francés con la monarquía y so­
bre la influencia de las viejas doctriÍlas galicanas: Carlos LEnRB, La Iglesia
de
Francia durante la revoluci6n (París, 1949), págs. 24 y sigs., 40 y sigs.
Distíngase, de paso, entre el nacionalismo de que hablamos en el texto,
patriotero y
agresivo, del cual son Richelieu y Napoleón I máximos re­
presentantes, de esa veneración que consiste en conservar y defender el es­
píritu de una comunidad, sentimiento que precisamente se hace posible
gracias a cierta simbiosis de patriotismo· y cristianismo, como en el caso
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glorioso, especialmente durante el siglo XVII, por sus santos, teó­
logos, fundadores y obras caritativas.
6. Al mismo tiempo que
se corroboraba la convicción de no
tener el rey superior alguno en materia temporal y de carecer
el papa de potestad para intervenir, ni siquiera de forma indi­
recta, en tales asuntos (lo cual significaría a la larga la
laiciza­
zación del Estado y la absoluta autonomía de la política, tanto
en sus medios
como en sus fines, respecto de cualquier regla éti­
ca), se asentaba, además de un talante semicismático, un sistema
doctrinal que inficionaba
toda la Iglesia gala. La llamada escuela
parisiense, por ejemplo, cuyas opiniones jaleaba Bossuet a fines
del siglo
xvu ( 6 ), era patrocinadora de una eclesiología que, de­
primiendo el poder pontificio, ponía por las nubes la autoridad
del monarca y cohonestaba usurpaciones _que, cien años más tarde,
los diputados de la Asamblea Nacional y de la Convención ha­
brían de llevar hasta la destrucción de la Iglesia.
7. El artículo décimo de la «Declaración de derechos del
hombre» formó el pórtico, por así decirlo, que dio acceso al úl­
timo recinto del edificio regalista, donde se había de decidir la su­
presión del cristianismo o su conversión en una especie de deís­
mo,
de religión estrictamente limitada por la razón, como diría
Kant.
8. El texto alegado es el siguiente: «Nadie debe ser inquie-
de Polonia y de Grecia. La historia española no es ajena a tal combina­
ción, según sostiene el jesuita Za.carías GARCÍA VILLADA, en su Destino de
España
1en la historia universal.
( 6) «Scholam parisiensem omnium celeberrimam»,
cuya «sententia ah
ipsa Christianitatis origine repetenda», según se leía en
la «Defensio de­
clarationis convenrus cleri gallicani, anno 1682, de ecclesiastica potestate»
(Colonia, 1776), vol. I, pág. 8, y II, pág. 3. Este importantísimo libro,
prontuario galican9 y regalista, lo escribió el obispo de Meaux rumián­
dolo, más o menos desde 168.6 ·hasta 1701, tres años antes de su muerte.
Publicóse por vez i:,rimera en Luxemburgo, año de 1730 (op. cit., prefacio,
págs.
xvr y sigs.; Praevia dissertatio, §§ 1-5, 15, 32, etc.). Cfr. Antonio
PEREIRA: Anonymi romani qui de primatu papae nuper_ scripsit vana reli­
gio et mala fides: hoc est áefensio ~Tentaminis theologici' de auctoritate
episcoporum tempore
scissurae (Lisboa, 1770}, donde también se ensalza­
ban «totiusque parisiensis academiae placita notissima et celebratissima»
(pág. 126). Huelga decir que el portugués, teólogo a sueldo de Pombal,
era s6lo uno de los muchísimos escritores que propugnaban tales ideas.
Las mismas habían llegado
a se:r moneda común entre políticos y cano­
nistas de la segunda mitad del siglo XVTEI. Por otra parte, la celebrada
escuela parisiense no era tm homogénea como pretendían los regalistas, ya
que a la misma también pertenecían Andrés Duval, Antonio Charlas y
Nicolás Isamberto, de teorías-· radicalmente contrarias a aquéllos~
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tado por sus opiniones, incluso religiosas, siempre que su mani­
festación no pertutbe el orden público establecido por la ley» (7).
9.
En primer lugar, es de notar el trascendental cambio:
ya no es la Iglesia quien determina la obligación de adorar a
Dios y la forma de tal adoración, sino el Estado
.. Pero la autori­
dad secular no impone deber alguno, sino que de forma negativa,
a modo de protección, supone
la existencia privada de unas creen­
cias y la liturgia a ellas correspondiente. Les da, por lo tanto,
una especie de estatuto público que sin la sanción del Estado no
tendrían. Además, deja indeterminada la religión, aunque sí pre­
ceptúa que su ejercicio habrá de someterse en todo caso a la ley
civil, con lo cual
remacha la transferencia a que arriba nos re­
feríamos: si al individuo se le permite adorar a Dios del modo
que a aquél le pareciere, de la policía del culto
se encargan los
funcionarios laicos.
En lo sucesivo, carecerá de idoneidad la nor­
ma canónica.
10. De otro lado, se concibe la relación entre el hombre y
Dios
como «derecho», al contrario de lo que se había considerado
hasta entonces. Adorar a Dios era un deber no sólo porque la
Iglesia, lo mismo la católica que las confesiones protestantes, así
lo exigían, apelando al brazo secular contra los reacios a cumplir
su obligación, sino sobre todo porque la índole misma de la cria­
tura impo!Úa los correspondientes actos de piedad. Desde la en­
trada en vigor de la
ley ha terminado la coacción religiosa. Pero
la norma
estatal tropieza con la misma piedra que, según el
racionalismo, tropezaba la Iglesia. A ésta la habían acusado de
legislar acerca de las conciencias y de encadenar la libertad; sin
embargo,
el precepto estudiado también se inmiscuye en ún asun­
to interno y concibe la adoración de forma disinta de como la
concibe
el fiel, enfrentándose al convencimiento íntimo. En efec­
to, transforma --<:orno ya hemos dicho--el deber en opción sin
límites: el hombre puede o no rendir a Dios pleitesía y rendir­
la del modo que le pluguiera. Mas, si para
el Estado tal adoración
es derecho o se funda en la libertad moral, para el cristiano es
deber ineludible. Se dirá que el precepto no hace otra cosa que
sancionar cuanto el
fiel crea de su obligación, garantizando el
cumplimiento de la misma, tanto más cuanto que ese derecho es
inalienable e imprescriptible, conforme al prólogo de la «Decla­
ración». Con todo, la dificultad no se resuelve de forma tan sen-
(7) «Declaración de los derech.os del hombre y del ciudadano», en
Luis SÁNCHEZ AGESTA: Los documentos constitucionales y supranacionales,
con inclusi6n de las leyes fundamentales de España (Madrid, 1972), pági­
na 95.
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cilla, porque cabe ( como veremos en el número qnince) la colisión
entre el deber religioso y
la libertad concedida o, mejor dicho,
entre
aquél y la ley secular.
11.
E11 segw,do lugar, el precepto comete un gravísimo
error, nacido del que inficiona toda la «Declaración». Conside­
ra la libertad de conciencia como
si el homa religiasus estu­
viese completamente aislado y no perteneciera a una institu­
ción que regulase
sus relaciones con Dios. El precepto es inútil
y absurdo para cualquier cristiano; incluso el contemplativo, que,
según Leibnitz, considera tácitamente que sólo
él y Dios existen
en el mundo (8), no puede prescindir, a la postre,
de la revela­
ción, ni del cuerpo místico, ni de
la redención, ni de la historia
toda de la Iglesia, aunque los momentos
de éxtasis en nada de
esto le dejen pensar claramente, El artículo décimo sólo
es po­
sible aplicarlo a un disdpulo de Rousseau, y siempre que de la
intuición o conocimiento primero de Dios no se deduzcan conse­
cuencias éticas. Así, pues,
el artículo prescinde por completo de
la Iglesia, igual que si ésta hubiera dejado de ser. Abstrae al fiel
de su situación concreta y lo considera exclusivamente como in­
dividuo, de un modo que
ni siquiera las sectas protestantes más
radicales lo habían hecho hasta entonces.
12. Tal abstracción permite, sin duda, legislar sin trabas;
pero habrá inevitablemente de chocar con la realidad. En efecto:
la religión no consiste en ese mínimo que tácitamente considera
el precepto, sino en una compleja relación que abarca toda la
vida del hombre. Aparte del reconocimiento de un Ser Supremo
y del culto a El debido, sea el que fuere, el hombre se encuentra
sometido a una serie de
nortnas morales, de principios metafísi­
cos y, sobre todo en 1789, de obligaciones institucionales que no
se absuelven con la simple adoración privada ni poniendo unas
cuantas flores en un altar campestre o doméstico.
13. El hombre religioso de entonces es católico, lo cual
significa ser miembro de una sociedad cuyas reglas no puede in­
fringir, so pena de pecado.
Por esto, cuando los mismos legislado­
res que promulgan la «Declaración de derechos» ponen en vigor
la «Constitución civil del clero», apenas un año
más tarde de la
primera,
el fiel no puede contentarse con la raquítica libertad
concedida, ya que su derecho ( si hablamos conforme a la termi­
nología revolucionaria) de venerar a Dios es incomparablemente
más extenso de lo que se ha definido: en justicia incluye el de
estar unido a Roma y tener pastores canónicamente nombrados,
pese al ordenamiento de una constitución cismática.
(8) Discurso de metaflsica, XXXII.
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14. A mayor abundamiento, el precepto décimo deja al al­
bedrío del legislador determinar la libertad religiosa. Le quita
al ciudadano con una mano lo que con la otra acaba de darle,
puesto que
ya no es el individuo quien ha de ejercitar su derecho
o cumplir
su deber, conforme al leal saber y entender de la con­
ciencia, sino dentro de los límites acotados por la ley. Como,
además, no se determina
ni qué es el orden público ni los lími­
tes que puede la ley poner a la hbertad, se abre la puerta a cual­
quier arbitrariedad. Así llega a ser crimen capital escuchar la misa
de un sacerdote refractario o reconocer la autoridad pontificia.
La «Declaración» es fuente de las mismas consecuencias que lle­
varon al patíbulo a Santo Tomás Moro y a la cárcel al cardenal
Mindzenty.
15.
El conflicto entre la conciencia y la ley se incuba en la
distinta concepción religiosa. Para la ley -repetimos-adorar a
Dios es un derecho y, como tal, puede el hombre practicarlo o
desistir de él; para el fiel
significa un deber irremisible. Por lo
tanto, los preceptos de
la autoridad secular no habrán de consi­
derarse en este caso cual si atañeran a materia opinable, como,
por ejemplo, una ley de represión del contrabando. El ciudadano
tiene derecho a traer del extranjero las mercancías que necesitare,
pero habrá de hacerlo según lo establecido legalmente, si no quie­
re que el ejercicio abusivo de su derecho le irrogue
más perjuicios
que ventajas. Es indiferente, desde el punto de vista moral, el
gravamen
de la seda o el tabaco. En cambio, lo contrario sucede
con el deber religioso, diga de ello lo que dijere la legislación po­
sitiva. Más aún: el cristiano habrá de considerar la norma
se­
cular a la luz de una legislación superior, y obedecer a la prime­
ra sólo
al estar ésta acorde con la ley religiosa.
16. Pío VI, en
su breve Quod aliquantum, de 10 de marzo
de 1791, donde principalmente impugna la «Constitución civil
del clero», también refuta el artículo que tratamos y prevé, con
certeza profética, que la libertad de conciencia, establecida
con­
forme al precepto décimo ( y las observaciones papales valen,
mutatis mutandis, para todos los derechos tutelados por
la «De­
claración» de 1789), prepara una terrible persecución anticristia­
na, puesto que la debatida prescripción no atiende a la verdade­
ra naturaleza del asunto,
ni pondera la inteligencia que lo ha de
discernir, ni las reglas que
sin salvedad posible lo determinan, ni
tampoco respeta
la competencia de la autoridad idónea para de­
cidir sobre él (9). En efecto, incluso pareciéndole a muchos pa-
(9) Pfo VI: Quod aliquantum, §§ 10, 13.
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radójico, la verdadera libertad espiritual se funda en un deber ab­
soluto.
17. Insistiendo en lo anterior, observemos que
la libertad
religiosa no procede de potestad terrena alguna, sino de
la ley
natural y la ley divina positiva, a lo cual cabe añadir las dispo­
siciones eclesiásticas, en cuanto unas y otras corroboran la
con­
vicción íntima del creyente, se fundan en el carácter mismo de
la criatura humana, atienden a conveniencias de real utilidad y
trascendencia o interpretan
casos dudosos con la debida autori­
dad. Aquí estriba la verdadera autonomía
de la fe; de aquí nace,
o debe nacer, una seguridad inquebrantable. El «impavidum
fe­
rient ruinae» horaciano ( 10) lo demuestra no el estoico, sino el
heroísmo cristiano. De eso había ejemplos ilustres en Francia, al
menos en cuanto a la teoría se refiere, ejemplos que, por supues­
to, despreciaron los legisladores, imbuidos del
más pedestre ra­
cionalismo. Recordemos a Pascal, que hacía estribar la grandeza
del .hombre en el pensamiento y la conciencia de sí, rectificados
por la revelación (
11 ); a Malebranche, que sólo concebía al hom­
bre unido ontológica y gnoseológicamente con Dios (12); al abad
de
San Cirán, capaz en un siglo tan inclinado al acatamiento mo­
nárquico, al puntillo y al respeto jerárquico ( todo lo cual en
suma, era sumisión a una forma de estado), de asegurar que tam­
bién
él era rey, igual por lo menos en dignidad a los potentados
de la Tierra, afirmación que escandalizaba a Ernesto Seilliere,
buen discípulo de los diputados
de la Asamblea Nacional ( 13 ).
18. Es cierto que el artículo décimo supone un derecho na­
tural a la libertad religiosa y que·, en general, toda la «Declara­
ción» es como un sancionar pomposo preceptos
de la ley na­
tural. Ahora bien, la norma del artículo consabido, igual que los
artículos restantes, está completamente indeterminada,
ya que se
deriva de una concepción ideal o ficticia de la naturaleza y la
condición humana (14). Por
lo tanto, resulta imprescindible la
voluntad del legislador para concretar una norma huera, aun a
riesgo de contradecir
el contenido aparente de la misma, como
(10) Odas, III, 3, v. 8.
(11)
Pensamientos (Buenos Aires, 1948), XVIII.
(12) Investigaci6n de la verdad, I (París, 1972), pág. 446.
(13)
Introducci6n a la filosofla del imperialismo (París, 1911), páginas
137 y sigs. El pasaje citado de San Cirán procede de una carta a Roberto
Arnaldo de Andilly, hermano de Antonio Arnauld. Lo mencionao también
Sainte·Beuve y Brémond.
(14) Atañente a la idea exacta de «naturaleza» en el derecho (no la
idea esquelética y disecada del racionalismo), Juan VALLET: En torno al
derecho natural (Madrid, 1973), págs. 51 y sigs.; Montesquieu: leyes, go­
biernos y poderes (Madrid, 1986), págs. 128 y sig.
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de hecho sucedió. La concepción iusnaturalista subyacente en la
«Declaración de
derechos» no es la clásica, sino la racionalista,
vale decir una ley que hipotéticamente radica
en la naturaleza de
las cosas, pero que, en el trance de explicar su fundamento
úl­
timo, aun remontándos.e ( cuando lo hace) a Dios, no emplea sino
la razón como instrumento para conocer e interpretar el dere­
cho. Y no emplea otro medio (la revelación, la memoria históri­
ca,
la inclinación instintiva, la observación sin prejuicios, el cono­
cimiento
por connaturalídad), porque supone poderse reducir todo
a generalidades, incluso
el hombre y su situación. De ahí que el
deber religioso sea para Púffendorf una abstracción que ignora
por completo dogmas cristianos tales como la Trinidad,
la caída
original y la redención, o sea, elementos esenciales que concre­
tan la situación religiosa ( 15).
El parágrafo pertinente de la ley
francesa
no deja de estar emparentado cc;,n la idea del profesor
de Lund, si no procede de
otro aventajado secuaz de la núsma
escuela: el ginebrino Juan Jacobo Burlamaqui (16).
19. Por otra parte, la inmanencia de la razón jurídica
vuelve inútil la apelación a cualquier entidad ajena al hombre.
El
derecho se explica exhaustivamente y se entiende de cumplidísi­
mo modo
en cuanto se base en la naturaleza de las cosas y esta
naturaleza sea transparente a la razón. No es, pues, de extrañar
que Grocio (y después de él, Juan Cristián Wolff) afirme que,
aun no existiendo Dios,
lo justo seguiría siendo justo e injusto lo
injusto (17).
En contraste con este ateísmo jurídico, Santo To­
más concibe la ley natural como «participatio legis aeternae in
naturalí crea
tura» ( 18 ), de lo cual se deduce que, caso de no ha­
ber Dios, carecería
la ley natural de toda razón de obligatoriedad
o carácter jurídico e incluso sería contradictorio hablar de ley,
puesto que ésta siempre supone un legislador (19).
20. Los
tonústas del siglo XVIII, no obstante el auge racio-
( 15) De iure naturae, II, 3, § 10.
(16)
Cfr. sus Elementos del derecho natural (Madrid, 1820), II, ca-pitulas 1 y 2.
(17) De ;ure belli ac pacis, «Prolegomena», § 11.
(18) Suma teológica, 1M2, q. 91, a. 2, «in corpore».
(19) Luis de MOLINA: De ¡u,titia et ¡ure, V, 46, n. 14. No ha de
creerse que sin excepción los escolásticos patrocinasen el fundamento teísta
del derecho natural. La inmanencia aparece en Gregorio de Rímini, Gabriel
Bid (canónigo regular de San Agustín), Jacobo Almaino, los jesuitas Ga­
briel Vázq_uez e Ignacio Martins, etc. (FranciSco SuÁRBZ: De legibus., II,
6, n. 3; Marcial SOLANA: Historia de la filoso/la española, 111 (Madrid,
1940), págs. 449 y sigs.; José María DfEz ALEGRÍA: El desarrollo de la
doctrina 4e la ley natural en Luis de Molina y en los maestros de la Uní~
versidad de Evora, de 1565 a 1591, §§ 56, 197 y sigs.).
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nalista de la época, no varían la doctrina del maestro. El ele­
mento místico que señala Aquino al concebir la ley natural como
«impressio divini luminis
in nobis» y «patticipatio legis aeternae
in rationali creatura» (20), los discípulos lo mantienen e incluso
le dan,
siguiendo la tendencia surgida el -siglo anterior, un sentido
muy práctico, haciéndolo
servir de apoyo de todo un sistema
moral que soslaya la relajación, en tiempos sumamente propen­
sos a ella. Así, el dominico Fulgencio Cunigliati rechaza la confu­
sión de la
ley natural con la naturaleza misma racional o con el
intelecto, sosteniendo la tesis susodicha de la «impressio» (21).
l'ambién el agtegio moralista Daniel Concino hace hincapié en el
fundamento divino de esta clase
de preceptos: «Esta ley natural
impresa en nosotros no es
ley absoluta y perfectamente tal, sino
sólo participativamente; es ley secundaria y próxima, que dirige
nuestras obras por la conformidad a la regla primera, que
es la ley
eterna de Dios ... Todas las cosas criadas dicen orden y sujeci6n
a esta divina naturaleza, como regla primera.

Contemplando Dios
esta su esencia, ve las cosas que tienen con ella necesaria cone­
xión, y las aprueba, y manda como honestas; del mismo modo
ve las que a ella repugnan, y a éstas las reprueba como torpes
o malas. Estos son los primeros
principios» (22).
21. Al
prescindir de la relación concreta con la persona de
Dios, la ley divina positiva y la situación particular del hombre
y
del cristiano, el derecho natural religioso resulta mero flatus
vocis, y para hacerlo efectivo tiene el Estado que recurrir a la
legiferación, convirtiendo la presunta ley inmutable en puro po­
sitivismo jurídico, mediante el coal hasta cabe dar visos de buena
a la persecución de todos los creyentes, lo mismo de quienes
aca-
(20) Op. cit.
(21) «Universae theologiae moralis accurata complexio instituendis can­
didatis acommodata, in qua, gtaviorí praesertim Sancti Thomae auctoritate,
atque solidiori ratione ducibus quaestlones omnes, quae ad rem moralem
pertinent, brevi
ac perspicua methodo resolvuntur». (Madrid, 1773 ), trae. I,
cap. II, § 3, n. l.
(22) Tbf!ologúz christiana dogmático-moral, compendiada en dos to­
mos (Madrid, 1770), lib. VIII, disert. II, cap, II, §§ 4, 6). Es de notar
que los juristas y moralistas de la escuela agustiniana acentúan todavía
más el origen metajurfdico de la ley natural, insistiendo en la iluminaci6n
divina y reduciendo los preceptos de aquélla a dos grandes mandaros: amor
de Dios y amor del prójimo, de los coales se derivan los demás. (Luis
HABER'!': Theologia. dogmatica et moralis, ad usum seminarii catalaunensis,
planissíma, critica et solidissima
methodo conscripta, vol. III (Augsburgo,
1771}, págs. 293 y sigs.; Juan Lorenro llBRTI: Opus de theologicis disci­
plinis,
vol. II [Roma, 1765}, pág. 178 a y b. El primero de los citados
vive de 1635 a 1718; el
segundo, ya en plena «ilustraci6n>, de 1696 a
1766; pero la ense:fianza se mantiene inalterada).
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LIBERTAD RELIGIOSA DE DERECHOS DEL HOMBRE DE 1789
ten las leyes en esta materia como de quienes las rechacen. Así
ocurre que la Revolución francesa, enemiga primero del clero
refractario y de los fieles que lo seguian, acaba llevando al pa­
tíbulo también a los sacerdotes juramentados.
Lo que parecía
inmutable
se ve alterado por todas las pasiones, modas e intere­
ses. Al derecho desarraigado lo zarandea un relativismo que en
vano tratan de paliar las solemnidades de la ley, porque los pre­
ceptos no tienen otra duración ni otra entidad que la fuerza
po­
lítica capaz de mantenerlos en vigor. De justicia huelga hablar;
lo único que importa es la legalidad (23 ).
22. La «Declaración de derechos» conduce, por lo tanto, se
quiera o no, a establecer una religión definida por el Estado o,
por lo menos, que no forme una comunidad distinta de aquél,
constituyendo «imperium in imperio». El desconocimiento
de la
Iglesia, primero, y su disolución, después, son consecuencias
ne­
cesarias del articuló décimo. Los legisladores promulgan la «Cons­
titución civil del clero» como desarrollo lógico de la supuesta li­
bertad de conciencia. De otro lado, la religión admitida tendrá
que limitarse todo lo posible. A diferencia de los dogmas,
cere­
monias, obligaciones, sociedades, etc., de la forma religiosa anti­
gua, junto con su sentido supranacional concreto (al cual preten­
de substituir un vago humanitarismo), la religión nueva habrá
de consistir exclusivamente en muy contados principios. La de­
terminación de un precepto vacío tiene que consistir en un con­
tenido parvisimo, de acuerdo con el espiritu que anima a toda la
«Declaración». El deísmo ( con su reconocimiento de Dios como
Ser Supremo lejano y muy poco exigente, amén
de su vaga ad­
misión de la espiritualidad del alma y su filantropia, que fluctúa
entre proyectos utópicos y el odio feroz a los adversarios de la
política revolucionaria)
es la forma más adecuada de religión.
Reducido
el culto a la intimidad de la conciencia o, en todo caso,
a modestas exteriorizaciones, no hará sombra a las suntuosas ce­
remonias estatales ni a la autoridad seglar, sea ésta de origen mo­
nárquico o democrático (24 ).
(23) No resulta. extraño que, después de los excesos del positivismo
jurídico,
intenten devolver su preeminencia al derecho natural clásico no
sólo los iusnaturalistas, cosa 16gica, sino también ciertos filósofos lúcidos,
aterrados por las atrocidades de nuestro tiempo. As~ el polaco Ladisla.o
KoLAKOVSK,I (»Der Gotzendienst der Politik», artículo de la revista Kon­
tinent, abril a junio de 1987, págs. 9 y sigs.) aboga, contra el racionalismo
liberal y socialista, por reencontrar el cimiento metajur:ídico, vale decir m:e­
talísico, de la ley. (24) Muchos regalistas pasaron sin vacilar del culto real al culto del
pueblo, de la basileolattfa a la oclolatrfa. Al respecto podemos recordar,
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MARIO SORIA
23. Circunscrita la religión a unas nuga¡as doctrinales, se
consuma la laicización ya en curso durante todo el siglo XVIII.
El artículo décimo es hijo legítimo no sólo del humanitarismo
racionalista, sino también de su sentido
anticristiano o arreligioso.
Secularizadas las prácticas de piedad, menoscabada su entidad
y sometidas a
la vigilancia del Estado, resulta también seculariza­
do
el hombre, puesto que la ley, de modo tácito, juzga insignifi­
cantes las creencias religiosas. Esto
se advierte, igualmente, por el
lugar subordinado que ocupa en la «Declaración» la libertad de
conciencia.
En lo sucesivo, mucho más importantes que la fe
serán la política y la economía.
entre muchísimos, al canónigo Joaquín Lorenzo de VILLANUBVA, autor del
cortesano
Catecismo del estado~ según los principios de la religión; pero,
cuando cambiaron las tornas1 fogoso diputado liberal de las Cortes de
Cádiz.
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