Índice de contenidos

Número 295-296

Serie XXX

Volver
  • Índice

Al César, lo que es del César

AL CESAR, LO QUE ES DEL CESAR (*)
POR
JOAQUÍN AGUIRRE BELLVER
1
Allá por los días de la llamada «transición política», duran­
te un debate en el Congreso, el diputado señor Catrillo, jefe da
la minoría comunista, respondió a las palabras de dtro miembro
de la comisión en la siguiente forma:
-El discurso que acabo de oir me recuerda el dogma de la
Santísima Trinidad en
una cosa: no he comprendido una sola
palabra.
En mi condición de cronista del debate tomé nota de aquella
finta
dialéctica, así crJmo de las risas con que fue acogida. No
recuerdo si luego pasó a mi reseña periodística de
la sesión. Pero
se me quedó grabada, y me
hizo meditar acerca de una cuestión
que venía planteándome hacía tiempo; desde que tuve que repa­
sar los Evangelios para hacer, por encargo de una editorial, un
relato destinado a los niños. Resumo esa
cuestión en dos puntos:
Primero. ¿ A qué se debe que el cristianismo, cuya esencial
a,portación teológica al Antiguo Testamento ha sido la presencia
trinitaria, haya ahondado tan
poco en ese terreno?
(*) El texto de .esta conferencia fue conocido por su Eminencia el
Cardenal Primado que, en una. atenta carta me hace constar que Jesús
't'epite con insistencia las ideas fundamentales de algunos discursos.
Don Marcelo me remite a los capítulos 12 y 15 de San Juan. Esto es as!,
-y me obliga a pensar que en ese punto me refiero a repeticiones adjetivas
en materia de estilo literario, y no de ideas. He. preferido conservar el
texto tal como fue leído haciendo esta precisión.
603
Fundaci\363n Speiro

JOAQUIN AGUIRRE BELLVER
Segundo. ¿ Es posible avanzar más, o debemos limitarnos a
considerar cerrado el tema bajo
la llave del misterio absoluto?
Ese
fin de semana repasé lds apuntes manuscritos de mi lec­
tura de los Evangelios, y me encontré con una referencia, bajo
interrogantes, a
un capítulo de San Juan, aquel que recoge el
diálogo de Jesús con los discípulos, durante
la última cena, una
vez que Judas hubo salido de la reuni6n. Más concretamente, el
párrafo subrayado era el que recoge la pregunta de Santo
Tomás.
Lo releí.
Acababa de decir Jesús aquellas palabras desconcertantes:
«Cuando
yo me haya ido, y os haya preparado el lugar, de nue­
vo volveré y os llevaré conmigo ; para que donde yo estoy estéis
vosotros. Porque para
ir allí donde yo voy, vosotros conocéis el
camino». Entonces, Tc,más la interpela: ~No sabemos a d6nde
vas; ¿cómo; entonces, pod±em.os conocer el camino?».-
Responde Jesús: «Yo soy el camino, la verdad y la vida;
nadie
viene al Padre sino por mi. Si me habéis conocido, cono­
ceréis también a mi Padre. Desde ahora lo conocéis y k, habéis
visto».
Entonces interviene Felipe: «Señor, muéstranos al Padre, y
con eso basta». Jesús contesta insistiendo en la misma idea
de
la identidad entre el Padre y él, en que moran el uno en el otro,
y en que el Padre está actuando a través del Hijo. Los apremia:
«Creedlo,. al menos, por las obras».
Sigue el apasionado diálogo · en la forma conocida de todos.
Pero a

'
nií me attaian de forma especial · aquellas tres palabras:
«cámino», «verdad» y «vida». ¿ Eran unas palabras indiferentes,
con mero valor de adjetivos acumulados en elogio de si
mismo,
de su misi6n? ¿ Podía Jesds haber utilizado otras cualesquiera?
En
mi calidad de fil6logo, estudioso de los estilos literarios,
había reparado en un hecho: Jesús habla siempre con
las palabras
estrictas, sin exceso ret6rico alguno, y adjetiva
muy raramente.
Por tanto, resultaba extraña en
él esa reiteraci6n de términos.
Había en mi carpeta de viejos apuntes una palabra subraya­
da: la palabra «verdad», seguida de una acotación. Para mi,
Je­
sús no le daba el sentido filos6fico o jurídico a que estamos
604
Fundaci\363n Speiro

A.L CESAR, LO QUE ES DEL CESAR
acostumbrados en oradores y escritores; pero tampoco, exacta­
mente, el sentido que se reitera en el Antiguo Testamento, donde
la verdad de Dios
es su fidelidad a las promesas ; más que ver­
dad, veracidad.
, Recordé aquella sentencia terminante: «La verdad os hará
libres», también recogida
por San Juan. Recordemos el pátrafo
literal: «Si permanecéis en mi palabra, seréis en verdad discípu­
los míos,
y la verdad os hará libres». Cuando los judíos le obje­
tan que
jamás han sido esclavos, Jesús responde que el pecado
nos convierte en siervos, y afiade: «Si el Hijo os liberta, seréis
verdaderamente
libres,..
Ahí,
a mi modo de ver, ahl estaba el verdadero sentido de
la palabra «verdad» en labios de Jesús.
Su equivalente más ajus­
tado es la palabra «redención». Por tanto, cuando Jesús habla
de la verdad está
considerando que la verdad por antonomasia
es. el gran misterio del hombre que va a ser redimido, liberado
por Dios al precio del sacrificio. de su Hijo.
En mi indagación había llegado a un apasionante cruce de
sendas.
¿ Qué significaban, en es~ caso, los otros dos términos,
«camino» y _«vida»? ¿ Se trataba de meros sinPnimos?. Deseché
esa idea por el motivo expuesto anteriormente: Jesús nunca es
reiterativo en su expresión ; amplía, pero · nd reitera. Y recurrí
al argumento del discurso que el maestro estaba exponiendo
cuando, según el relato de San Juan, Tomás lo interrumpe. Se
trata del tema trinitario, de identidad entre las tres divinas per­
sonas.
¿ Podría tratarse de una alusión a ellas? Si la verdad es él
mismo, Jesús, que va a llevar a cabd la redención en la que está
pidiendo
fe a los discípulos, ¿ podría referirse con la palabra
«camino» al
Espíritu Santo? Evidentemente, sí. Desde el Antiguo
Testamento, el
«espíritu» es el soplo que alienta en el camino
hacia
la tierra prometida, la señal, la guía, el ánimo que incita
a creer, a Cdtlfiar; en suma, a caminar. No tiene nada· de extraño,
pues, que, aprovechando la expresión de su interlocutor, como
Jesús hacía tan frecuentemente, empleara
la palabra «camino»
605
Fundaci\363n Speiro

IOAQUIN AGUIRRB BBLLVBR
como símil dd Espíritu Santo, de quien estaba diciendo que que­
daba con los discípulos, y los guiaría.
Y, en ese supuesto,
la palabra «vida», ¿podría referirse al
Padre cdestial, asimilado tradicionalmente a la creación del uni­
verso? También tenía sentido;
d Padre es, por encima de todo,
el creador de
la vida.
Así, pues,
.no se trataba de unas palabras arbitrarias; cuando
Jesús, dentro de su discurso trinitario en la última cena, respon­
de a Tomás, está diciendo que él
es realmente las tres personas.
«Camino» equivale a Espíritu; «verdad» equivale al Hijo encar­
gado de la redención ; «vida» equivale al Padre que
creó y otor­
gó ánimo, alma, a los seres creados. Eso, al menos, resultaba de
mi indagación de escritor y filólogo enfrentado al texto de
San Juan,
el más trinitario de los evangdistas.
11
Estoy narrando antes que exponiendo; en esta charla he que­
rido que siguieseis los pasos que me llevaron a la construcción
de
mis dos libros de ensayo sobre temas teológicos: «Sin miedo
al futuro» y «La conciencia de los políticos». Si lo hago así
es
para que mi palabras vayan desprovistas de toda intención de dog­
matizar. Se trata de una mera indagación dentrO de un espacio
que se nos presenta como misterioso ;
pero no olvidemos que,
por definición, ha de ser un espacio, un misterio habitado.
Debo reconocer que ya me daba por satisfecho con aquellas
primeras conclusiones cuando la lectura de San Pablo indujo en
mí una sospecha súbita. Fue al reparar en que d apóstol de los
gentiles
reducia d cristianismo a una tajante formulación asimis­
mo terciaria: « Ya sólo hay estas tres cosas:
fe, esperanza y cari­
dad. De las tres, la más importante
es la caridad».
Me pregunté
si semejante aserto respondería a los términos
de la definición de Jesús en la última cena: Padre-Vida, Hijo­
Verdad, Redención, y Espíritu Santo-Camino.
Una rdaci6n se me
aparecia como evidente: la fe es respues-
606
Fundaci\363n Speiro

AL CESAR, LO QUE ES DEL CESAR
ta a la verdad, en relación de causa a efecto. Es decir, la fe es
adhesión a la verdad de la redención cristiana. Ateniéndonos a
las palabras de Jesús citadas antes, es
la fe en la verdad que nos
hace libres. No a la verdad filosófica o jurídica, sino a la verdad
suprema de que Dios
ha dignificado al hombre mediante su en­
carnación humana. Fe en la verdad de la redención.
El segundo paso era una mera consecuencia: la esperanza se
corresponde con el camino que se realiza
bajo el soplo del Espí­
ritu. Realmente, no cabe mejor definición para la esperanza que
el aliento que recibe el caminante; estamos de nuevo ante una
metáfora vigente en el pueblo israelita desde la travesía del
de­
sierto. Por si esto fuera poco, todas las referencias de Jesús al
Espíritu
Santo podrían resumirse en la idea de un manantial de
esperanza.
¿ Se podia establecer, asimismo, una relación entre los otros
dos
terceros términos, es decir, Padre-vida y caridad? Sin duda,
la vida, según todos los testimonios bíblicos y evangélicos,
es con­
secuencia de un formidable
acto de amor. Utilizando una expre­
sión de los científicos modernos, un «big bang» del amor divino.
Por tanto, resultaría que ese cuerpo de tres dimensiones de
los valores cristianos formulado por San
Pablo es un trasunto de
la trinidad divina en sus formulaciones de camino, verdad y vida.
Cuando esos valores
se conjugan, reproducen espiritualmente la
fusión del Padre, del Hijo y
del Espíritu.
Una consideración me llenó de
gozo. Ahora me explicaba co­
sas que se me presentaron -siempre como un atrayente misterio;
por ejemplo, la experiencia mística. Tal como testimonian nues­
tros santos más preclaros, si se logra habitar en su plenitud, esos
tres valores, fe, esperanza y caridad, se asciende efectivamente a
una existencia de proporciones incalculables, donde lo terrenal
queda absorto, y hasta
se confunde con los divino. i Cómo me
supieron a gloria, entonces, los escritos de Teresa y Juan de
la
Cruz, los santos que tantas veces consiguieron traspasar la gran
frontera por las tres puertas de esas virtudes conjugadas
!
Lo
mismo que el camino, la verdad y la vida constituyen las
dimensiones divinas,
fe, esperanza y caridad constituyen, como
607
Fundaci\363n Speiro

JOAQUIN AGUIRRE BELLVER
una continuaci6n, las tres dimensiones del espíritu humano; a su
imagen y semejanza.
Todo ello, sin olvidar la advertencia de San-Pablo:
la caridad
es lo más importante. Es decir, que tanto la fe como la espetan­
za, sin el aliento de la caridad, quedarían secas; lo mismo que,
sin el amor del Padre, no tendría sentido el soplo del Espíritu
ni
se comprendería la obra de la redenci6n. El ap6stol llega a más ;
llega a afirmar que -muchOs cristianos se sorprenderán en la hora
del juicio porque sobre ellos tendrán preferencia los gentiles que,
utilizando su
-raz6n natural, encontraron y recorrieron la senda
del amor.
Es
decir, que la puerta es s6lo una, con tres arcos; peto s6lo
se franquea por
la caridad. He ahí la llave que efectivamente
enlaza
las esencias cristianas con la trinidad divina; de ahí, en
suma, la explicaci6n de la obediencia filial de Jesucristo al Padre.
m
Insisto en que, aun durante las situaciones más comprometi­
das en que se encontr6 a lo
largo de su presencia pública, Jesús
no utiliz6 palabras vanas. Cuando, durante un debate
planteado
én plena calle, torna en la mano unil moneda y responde: «Dad
al César lo que
es del César, y a Dios, los que es de Dios», no
estaba limitándose
a salir del paso. Lo digo porque a veces, en
la glosa de ese pasaje, la interpretaci6n suele quedar reducida a
ponderar
la habilidad dialéctica para escapar de una trampa. Cuan­
do hay mucho
más que eso.
En mi calidad de cronista del mundo político, testigo durante
muchos
años de comportamientos y actitudes por parte de hom­
bres cercanos a los centros del poder, me inquietaban esas pala­
bras de Jesús. Realmente, suponen el trazo de una fronteta entre
lo religioso y lo político. Y, quizás, entre lo privado
y lo públicd.
Mi planteamiento era el siguiente: ¿ qué ocurre cuando un
cristiano, un hombre adscrito a «lo que
es de Dios», pasa a in­
tegrarse en «lo que es del César»? Más aún ; si él mismo llega a
608
Fundaci\363n Speiro

AL CESAR, LO QUE ES DEL CESAR
ser César, ¿ queda por eso, automáticamente, separado de «lo que
es de Dios» ?
No era una pregunta nueva; el tema del príncipe, del políti­
co cristiano tiene una tradici6n que abarca
vcinte siglos, y atra­
viesa por todas las situaciones
específicas del entendimiento del
podet. A
partir, sobre todo, del Renacimiento, se prodnce una
interpretaci6n radical de
esa fronteta trazada por el mismo Cris­
to, y surge con una
fuerza arrolladora la idea de que la conducta
del César no tiene nada en común
con la conducta cristiana.
¿ C6mo se puede exigir a un gobernante que opete en función de
la fe, la espetanza y la caridad?
La primeta respuesta plenamente negativa se debe a Maquia­
velo ; el príncipe
nci tiene otra exigencia moral que la conserva­
ción y el aumento de su poderío. Aquel planteamiento pone en
pie a los pensadores cat6licos, que disparan contra
el pensador
florentino todas sus batetías dialécticas.
Pero, a partir de entonces, con amparo en el relativismo
pro­
testante, se prodnce un avance arrollador desde las posiciones de
Maquiavelci. La sociedad es· territorio del César y no de Dios ;
no existe la moral pública, s6lo existe la ley ; la ética es un valdr
subjetivo, y, por tanto, de ejetcicio meramente privado; el Estado
debe set, por definici6n, indiferente en
esa matetia. Hasta llegar
a formulaciones de enemistad radical, según las cuales s6lo
es vá­
lida la conciencia social, toda moral privada es peligrosa para la
comunidad, y debe ser petseguida.
Sin embargo, no es Maquiavelo el pnesador que fundamenta
esa ofensiva de los tiempos modernos en su lucha contra
la ética
cristiana ; Maquiavelo eta un mero estratega. El gran salto tiene
una fecha clave, la de 1813, en que Goethe descubre un viejo
libro,
El tratado teológico-político, escrito en 1670 por Benedic­
tus de Spinoza, un judío portugués emigrante en Holanda. Esa
obra había quedado en el olvido ; Spinoza y sus publicaciones
fueton sañudamente petseguidas tanto
por los judíos . como por
los calvinistas, que coincidieron en considetarlo hetetodoxo.
Goethe llama la atención acerca de la importancia de aquel
men­
saje, que pasa de la estrategia a la doctrina. A partir de entonces,
609
Fundaci\363n Speiro

JO.A.QUIN .AGUIRRE BELLVER
las ideas de Spinoza sustituyen por superaci6n a las de Maquia­
velo. Spinoza no limita
al príncipe el derecho al poder, sino que
lo considera inherente a todo ser humano. «El poder de la
na­
turaleza -dice--es el mismo poder de Dios, que tiene derecho
a todo». Esa definici6n de Dios como quien tiene derecho a
todo, y su trasposición a
la naturaleza, lleva a la conclusi6n de
que el Estado es la encamaci6n de ambos. Y,
¿qué es el Estado?
La encamaci6n del afán de poder. Terminantemente, Spinoza afir­
ma: El
derecho natural de cada hombre no se determina por la
razón, sino por el deseo y el poder». Y el Estado
es la consuma­
ci6n de ese derecho.
Hay una cdnclusi6n
de Spinoza cuya trascendencia había de
ser enorme, y en
su desarrollo ha producido las diversas concep­
ciones del Estado en estos siglos: desde las democracias burgue­
sas a las democracias
populares o comunistas, sin excluir los
nacionalismos y aun los racismos. Leo el
párrafo textualmente:
«Cada cual trasfiere a las sociedad todo el derecho que posee ;
el derecho de dicha sociedad
se llama democracia; de donde re­
sulta que estamos obligados a cumplir los mandatos de la potes­
tad política suprema,
ya que quien ha cedidd a otro su poder de
defenderse le ha cedido su derecho natural, y él, por s! mismo,
decidió obedercerle en

todo».
Pues bien, de esos «todos» de Spinoza nacen los totalitaris­
mos de cualquier orden que vienen sufriendo las generaciones
modernas; hasta, curiósamente, el totalitarismo naturista, basado
en la idea, antes citada, de que «el poder de la naturaleza es el
mismo poder de Dios».
El carácter común de estos totalitarismos
reside en la imposici6n
de la sociedad y del Estado sobre el
hombre.
Antes de
seguir adelante debo recordar que, en Benedictus
de Spinoza,
la palabra «democtacia» no tiene el sentido que hoy
le damos, sino
un valor etimol6gico estricto del gobiemd del
pueblo»'; pensemos que su libro se escribió en pleno siglo XVII.
Pero eso no obsta para que sus lectores de los siglos siguientes la
tomaran en aplicaci6n a las democracias burguesas y otros
reg!-
610
Fundaci\363n Speiro

AL CESAR, LO QUE ES DEL CESAR
menes políticos, sacando en consecuencia que, una vez obtenida
la cesión de poderes por el pueblo, éste había cedido a los man­
datarios su derecho natural, y debía limitarse a obedecetlos «en
todo».
Es la consecuencia que saca Hitler de su victoria electo­
ral;
es la consecuencia que saca de la mayoría en las urnas cual­
quier partidismo político excluyente.
Pues bien, el choque de
esas concepciones de la «democracia
totalizadora» con el cristianismo
es frontal, y no vale tratar de
enmascararla o disimularla.
¿ Por· qué? Porque el cristanismo es
la liberación, la exaltación, me atrevería a decir que es la divini­
zación del hombre. En el cristanismo no se trata sólo de que el
hombre
es «imagen y semejanza» de Dios, sino de que Dios se
ha hecho a imagen y semajanza del hombre; ha encarnadd en
hombre. Por tanto, cuando se habla
de derecho natural, habrá
que pensar que
esa naturaleza es divina.
«A Dios, lo que es de Dios; al César, lo que es del César»;
pero
al hombre, lo que es del hombre. Me refiere a su dignidad
de hijo de Dios, redimido
por Dios. Algo que no puede apro­
piarse ninguna sociedad, ninguna autoridad, ningún Estado.
No nos
dejemos engañar; he ahí la pugna esencial entre los
regímenes modernos y el cristaanismo. No estamos sólo ante un
suejto de deseos y de
poder, comd sostiene Spinoza ; sino ante
un ser cuya naturaleza está enraizada con el espíritu.
Si los cris­
tianos dimitiesen de esa afirmación habrían dejado de serlo.
Siempre, siempre, la defensa
ele! hombre. Bien mirado, el cris­
tianismo no es otra cosa que una acto de redención.
IV
Desde un punto de vista cultural, social y político, lo que
el cristianismo
realizó con su acto de presencia en el mundo fue
una conquista de
la dignidad humana cuya primera batalla ter­
minó en la abolición de la esclavitud. Y esa conquista se hizo
respetando de forma exquisita
lds terrenos del César; hasta tal
punto, que hoy son muchos los que reprochan a los cristianos
611
Fundaci\363n Speiro

IOAQUIN AGUIRRE BELLVER
aquel mandato paulino de que el sietvo obedezca a su señor. La
carta de San Pablo a Filemón, donde se acepta su señorío sobre
el siervo Onésimo, constituye para algunos un motivo de
escán­
dald. La Historia no tardaría eo demostrar que la dignificación
del hombre
por la redeoción cristiana era de tal eotidad que bas­
taba para demoler aquella situación de injusticia flagrante.
Aunque eso, así como la extensión de la ciudaanía, fue sólo
el aspecto más llamativo de aquella trasmutación social.
Hay
otro, no meoos, y quizá, más importante: el establecimiento del
amor
como vínculo del matrimonio y la familia; con la conse­
cueocia de la dignificación de la mujer eo cuanto esposa y en
cuanto madre.
Pero volvamos a las cuestiones que nos habíamos planteado
como punto de partida; es decir, a la preseocia de los valores
cristianos eo la vida pública.
Empecemds
por decir que el cristanismo no es una ética.
Claramente lo sostieoe San Pablo
al afirmar que la redención ha
superado
los mandamieotos bíblicos eo la conjunción de los tres
valores fecundan tes:
fe, esperanza y caridad.
Si eso es
as!. eo «lo que es Dios», ¿ teodrá el cristanismo una
ética peculiar para la vida pública? Esta cuestión era primordial
para la comprensión
del espectáculo políticd que yo contemplaba
a diario. Desde mis
adeotros me resistía a áceptar que la conjun­
ción
de valores trinarios se transformase, para el César, eo una
serie de mandamientos concretos: esto sí, aquellos no, con un.a
casuística interminable.
Porque, desde luego, no se puede
ir a la vida pública con el
imperativo de la
fe, la esperanza y la caridad. Según dejó claro
Jesús, se trata de
un mundo, de una esfera distinta.
Sólo que
el cristiano, al acceder a la respdnsabilidad pública,
no puede despojarse de esos valores como quieo se quita un
ro­
paje para ponerse otro; de alguna forma tieoeo que manifestarse
eo su conducta.
As! de compleja es esa materia.
La reflexión me llevó inmediatameote a aceptar un hecho;
eo su vida pública,
el· cristiano debe teoer comd objetivo esencial
aquello que fue
el móvil de la redención: dignificar al hombre.
612
Fundaci\363n Speiro

AL CESA!{, LO QUE ES DEL CESAR
A eso obliga la fe, la creencia en la suprema verdad de que Dios
encranó en Jesucristo redentor.
Ningún jefe de Estado,
ningún político, ningún empresario,
ningún trabajador que se consideren cristianos, ninguno, en su
acción sobre la sociedad humana, debe olvidar que su imperativo
es la dignificación de los demás hombres.
Más aún ; para el cristiano, la razón de ser de la sociedad
humana es exactamente ésta: la forma de avanzar en común
apoyándose mutuamente, por
el camino hacia la dignidad.
En su discurso ante el areópago de Atenas, San Pablo dice
que Diso
«estableció las fronteras entre los pueblos para que
busquen a
Dios y, aunque sea a tientas, lo encuentren». Esa idea
de las sociedades, de los pueblos en busca de Dios nos ofrece
el
auténtico objetivo de la fe del cristiano en la vida pública:. redi­
mir, dignificar.
Si la fe implica afán de redención, ¿ cuál será entonces, en la
vida pública, el trasunto de la caridad? Sin duda, el espíritu de
justicia. Justicia y caridad
se funden hasta ser sin6nimas en todas
visiones cristianas de la gran cumbre de los tiempos ;
Id que se
inició en un acto de amor concluye en un acto de justicia. Asu­
miendo la estimación del apóstol de los gentiles, deberíamos
añadir: «la justicia es lo más importante». La dignificación del
hombre debe hacerse principalmente desde el ejercicio de
la jus­
ticia. Una justicia que, en el cristiano como en el Dios creador
y redentor, surge de un impulso de caridad.
Y, a todo esto,
¿d6nde queda la esperanza? ¿Cuál ha de ser
su manifestación?
Encontré la respuesta, asimismo, en San Pa­
blo: «Cristo nos ha hecho libres», y también, «habéis sido llama­
dos a
la libertad». El apóstol hace sobre este punto una adver­
tencia: «Pero cuidado con tornar
la libertad como pretexto para
servir a la carne». Ese cuidado
se toma esencialmente al conjugar
la
libertad con la justicia que debe presidir toda acción pública, y
situar ambas
de cara la dignificación humana.
Por tanto, nada de mandamientos; en la vida pública del
cristiano
se trata de ejercitar una trinidad de valores donde jus­
ticia y libertad se compenetran para enaltecer al hombre. He ahí
613
Fundaci\363n Speiro

JOAQUIN AGUIRRE BELLVER
la bandera, propuesta por la fe; he alú los instrumentos, propues­
tos por la caridad y la esperanza.
Me pregunté muchas veces si esa
trilogía de valores no serla,
simplemente, una definici6n de la política en cuanto
tal. Creo
que si ;
más aún, creo que finalmente se disiparán las brumas
que han nublado el horizonte de estos siglos, y s6lo tendrá cabida
aquella política que aliente y procure la
dignidad del hombre.
Desde planteamientos tan elementales, produce dolor
con­
tempalar el desconcierto reinante en los Estados y las sociedades
de nuestros
días, cuando unos creen haber conseguido un mundo
perfecto declarando libres a los ciudadanos, mientras otros creen
habetlo logrado declarándolos iguales. Como
si pudiese habet
libertad auténtica sin
justicia; como si la justicia pudiera ser
sustituida por su caricatura, la igualdad.
Sospecho que todo el error procede de un
aserto filosófico al
que antes aludimos, y que considera al hombre mero sujeto de
deseo y de poder. Es
alú, en ese terreno, donde está planteada
la batalla
contra el cristanismo. A la Iglesia no le está pertnitido
invadir «lo que es del ·César»; ni su misi6n consiste en proponer
las mejores fórmulas políticas pata· conjugar libertad y justicia en
cada ocasi6n,
en cada régimen. Sí le corresponde, inexcusable­
mente,
la proclamación de. la diguidad humana, y la denuncia de
s·u violación.
M como a los cristiands cortesponde la búsqueda permanen­
te de la dificil conjunción de justicia y libertad en su actuación
pública, por muy modesta que sea. No existe
una f6rmula exasta:
cada tiempo
es distinto,. cada .cultura tiene unos condicionamien­
tos diferentes, Lo único invariable es el afán de que los pueblos
busquen a Dios y, «aun a tientas,
lo hallen».
M político que no comprende una sola palabra del dogma
trinitario habría que decirle: «Busca
la dignidad del hombre,
procúrale justicia en· libertad. A lo mejot, siguiendo ese camino
que dicta la
ra2ón natural, llegas antes que muchos políticos
cristianos al encuentro definitivo con la verdad que ignoras». Ya
San Pablo avisó que en este terreno se han de producir grandes
sorpresas.
614
Fundaci\363n Speiro