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Número 295-296

Serie XXX

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Reconquista de la historia: Santa Isabel la Católica

RECONQIDSTA DE LA HISTORIA: SANTA ISABEL
LA CATOLICA
POR
]EAN DuMONT
Una violenta campaña judía y pro-judía ha logrado de Roljla la
«suspensión» del proceso de beatificación
de Isabel la Católica.
Suspensión anunciada
por el cardenal Felici, Prefecto de la Con­
gregación romana para la causa. de los santos, el
día 28 .de ljlatzo
de 1991 y, que inmediatamente, ha motivado las felicitaciones
(
dirigidas el mismo día o el siguiente) de la célebre organización
mundial del
lobby judío, la Anti-Diffamation League of B'nai Britb.
Felicitaciones que fueron recibidas en Roma a partir del día 2 de
abril e
iban dirigidas a monseñor Cassidy, presidente del Con­
sejo
para el ecumenismo, enviadas, por consiguiente, por gentes
bien
al tanto de lo que se tramaba. ·
Roma se niega a sí misma.
El ecumenismo. a toda costa, por tanto, reali_za un nuevo, sig­
nificativo e importante destrozo. Y dando la :mzón a inquietudes
premonitorias expresadas sobre esta cuestión. Porque, se quiera
o no,
la Anti-Diffamation judía acaba de conseguir, así, la difama­
ci6n
de una de las má santas figuras de la cristiandad. La más
santa
figura de finales del siglo XV, .de ese recodo esencial como
principio
del mundo moderno y prefacio de la Reforma, de esa
rotura que sólo Isabel fue capaz
de prevenir. Difamaci6n conse­
guida en
un acto de puro. arbitrid: la suspensión de un proceso
de heataficaci6n regular presentado por el obispo de la diósesis
donde murió
Isabel, Medina del Campo: el obispo de la ce.rcana
Valladolid. Proceso apoyado por gran cantidad de obispos y de
cardenales, especialmente de América del Sur: los prestigiosos
cardenales, L6pez Trujillo, Aponte
Martínez, Castillo Lara. In­
clusd de Estados Unidos, como el cardenal Law, de Boston.
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JE.AN DUMONT
Un proceso de beatificación colne11Zado, de hecho, por inicia­
tiva de Roma, desde el siglo
xv, como veremos. Roma ,no sola­
mente rechaza hoy bruscamente las peticiones del pueblo cristia­
no, tanto del nuevo como del viejo contienente, hechas suyas por
tantos
prelados eminentes, sino que se. niega a sí misma.
La difamaci6n se harta. Para empezar; ciertos igndranies de
Le Monde se apresuran a presentar a la reina Isabel de Castilla
como «apodada la católica» (número del 28
de marzo de 1991).
Estas lumbreras
de nuestros medios de comunicación deben cteer
que el título «la católica»
no es más que un apodo como cualquier
otro; y, así, Isabel sería «la católica» de la forma que Pipino era
«el breve» y Luis «el grande».
Como es necesario que estos santones aprendan algún día algo,
enseñémosles que este título
de· «la católica» no es un apodo,
sino
un título de la Iglesia. De hecho 6ficialmente concedido, en
una especie de beatificación algo
más que política y excepcional,
por iniciativa
de Roma. Roma, tomada en su sentido más amplio,
representando concretamente a toda
la Iglesia, ya que la decisión
de la concesión de este título (bula Si convemt) fue común del
Papa y del Sact0 Colegio reunido en consistorio el 2 de diciem'
bre de 1496. Los informantes fueron el cardenal Carafa de' Ná­
poles, el cardenal de Costa de Lisboa y el cardenal Piccolomini
de Sieria, ninguno de ellos español. Y, el último de ellos, bien
pronto Papa, Pío 111, en 1503.
Literalmente: negativa a sentenciar.
· Hasta hay, el mismo Le .Monde no ha revelado entte los prela­
dos promotores de
la «suspensión» del proceso de beatificación re'
ligios a de «la católica» 'poi título de la Iglesia,· mas que al carde'
na! Lustiger, que no ha cesado de referirse él mismo a su naci­
miento judío. «Monseñor Lustiger ha intervenido ante el arzo­
bispo
de Madrid. Paréee que sin éxit<>». (Le Monde, 1. de diciem'
bre de 1990). La prlméht eausa de esta insólltá intervención· de
monseñor
Lustiger lejos de. su sede, en los asuntos de otra igle­
sia y su tonmov.,dora · ¡iasi~n, la 'más Upportante, por sus orígenes, y
!,¡ de la deficiencia de su infonilaciól\' históricá, que le han. hechó
tomar. el· bello. rostro y el alma hérn10sa 'de Isabel pot sedes de
abominaciones, gólpéando,
¡,or maldád, aljuda!smo. Vamos a mos,
trarlo. · · ·
Habríamos preferido
mayor' reserva en el arzobispo de París
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S.4.NT A JSABEL LA C.4.TOLICA
respecto a lo que puede poner en tela de juicio el honor de gran­
des figuras de la Cristiandad a
la que se ha unido. Y que le ha
confiado el cargd de representarla en un puesto eminente. Al creer
en
la indignidad de Isabel le conespondía presentar sus argumen­
tos ante los jueces
del proceso de beatificación, y no reclamar el
archivo de
la causa por un acto de puro arbitrio por el que se fe­
licitan los B'nai Brith. Y, que en beneficio de su judaísmo polémi­
co, golpea a
la Cristiandad, litetalmente, con una negativa a sen­
tenciar.
Y es que, de hecho,
se temía al proceso de beatificación. Ha­
bría mostrado la nadería de las sospechas de indignidad respecto
de Isabel,
y que ahora la difamación puede difundir libremente.
Una difamación, en efecto, directamente favorecida por la «sus­
pensión» oscura que deja suponer que las imputaciones calumnio­
sas difundidas por los medios de comunicación y los grupos de
presión anti-isabelinos
y contrarios a la Cristiandad dominantes,
estaban bien fundadas.
Hagamos el proceso que se ha prohibido
Puesto que a la fuerza se ha ocultado la verdad, hagamos no­
sotros mismos surgir Id esencial.
Primera acusación: Isabel «fue responsable de la persecución
de miles de judíos
y musuhnanes» (Le Monde, 30 de marzo de
1991). Formulación ridícula, puesto que los judíos
y musulmanes
en la España de Isabel no eran «miles», sino cientos de miles.
Y afirmación absolutamente falsa, ya que Isabel jamás «persiguió»
a
los judíos ni a los musulmanes.
Es bien sabidd,
respecto a .estos últimos, que los dos hombres
a los que confió
el poder en la Granada musulmana que recon­
quistó en 1492,
el conde de Tendilla y el arzobispo de Talavera,
fueron insignes protectores de sus administrados.
La conversión
al cristianismo, en especial bajo su autoridad, no se ·consiguió más
que por la predicación a base de estima y afectd. Jiménez de Cis­
neros, a continuación, añade los regalos. Al fin, Isabel deja pla­
near
la amenaza de expulsión de los no conversos (antiguos ocu­
pantes, recordémoslo, peligrosos por
sus. complicidades con los
berberiscos islámicos). La «persecución»
se limita a esta amenaza
tardía
y verbal de una medida de seguridad con los no conversos
sublevados. E Isabel rescata, para darles la libertad, a todos los
esclavos moros hechos durante la conquista. El auto de fe de los
libros
árabes es una leyenda sin ninguna base documental.
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JEAN DUMONT
¿Descanonizar a San Luis?
· Isabel tampoco persigui6 a los judíos. Se rodeaba de ellos,
como sus principales financieros, Abranel
y Abraham Seneor. Y, en
tanto estuvieron en Castilla, los
«persigui6» mucho menos que en
Francia nuestro San Luis, al que, entdnces, habría que
descano­
nizar (por el camino que vamos, pronto llegaremos a ello).
Porque San Luis rechazaba todo concurso
al tesoro real de
los financieros judíos. Más aún, decret6 que todo judío que se
dedicara a la usura debería ser expulsado del reiuo. No podíau per­
manecer en Francia más que los judíos que vivieran de un trabajo
manual, lo que no suponía mucha gente.
En Castilla, por el con­
trario, los. judíos regentaban lds préstamos y los mercados, «por
doquier
se olía un maravedí» (T. de Azcona). Y San Luis hizo lo
que ni siquiera Isabel imagiu6: la confiscaci6n
· de ejemplares del
Talmud y de otros libros judíos, potque eran anticristianos. Estos
ejemplares
se quemaron en 1239 y los rescatadds en 1254. En el
resto,
San Luis protegía a los judíos, asegutándoles una justicia
equitativa. Como Isabel,
de la que se conocen numerosas iuter­
venciones personales en tal sentido ( 1
).
Una medida prudente.
Segunda acusaci6n: Isabel es «culpable de haber expulsado
ciento cincuenta
mil. judíos de España» (Le Monde, 4 de abril de
1991). El hecho de la expulsi6n es exacta, pero Isabel no tomó
tal decisión más que
después de veinte años de reinado, en 1492.
Y fue la
última de los grandes monarcas europeos en hacerlo. Los
judíos habían sido expulsados de Inglaterra en 1290, de Alema­
nia a partir de 1348-1375, de Francia desde 1306 y después de
1394 en tiempos de nuestro gran teólogo Gerson, lo que había
producido una
gran afluencia a España a la larga iusostenible. El
famoso «umbral
de tolerancia», según la f6rmula del presidente
Mitterrand, había sido ampliamente superado, tal como lo
mues­
tran las sangrientas revueltas antijudías del pueblo castellano, pre­
cisamente a
partir de fiuales del siglo XIV, mientras que dicho
pueblo,
comd sus monarquías, habían sido de una tolerancia ejem-
( 1) Sobre todo esto ver especialmente Le SiMe de Saint Louis, capí­
tulo «Saint Louis et les juifs•, de M. W. LABARGE (París, 1970), e lsabe­
lle la Catholique, etude critique, por T. DE AzcoNA (en español. Madrid,
1964).
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SANTA ISA BEL LA CATOLICA
piar respecto a los judíos durante la Edad Media, como es bien
sabido. Además,
como es natural, esta masa judía que permanecía ju­
daica, ejetda una influencia perniciosa en la ortodooda y la leal­
tad .castellana de los muy numerosos judíos convertidos al cris­
tianismo, la mayoría de las veces voluntariamente. Tendían a
apode= cada vez más de cargos públicos y celebraban osten­
siblemente ceremonias judaizantes, como lo denunciaban los
me­
jores de entre ellos (2). Conversos a los que el pueblo castellano
de
ahí en adelante atacaba, también, en otras sangrientas revueltas.
La expulsión, por tanto,
se convirtió en una medida de pru­
dencia, a la vez religiosa y temporal, necesaria para evitar mayores
males, donde el menor no era
el baño de sangre que amenazaba
sin cesar.
Se trató de una medida que, mucho antes, se había to­
mado por el resto de las grandes monarquías de Europa, y .con
razones menos imperiosas. Por consiguiente, tal medida no puede
oponerse a una beatificación que
se funda exclusivamente en las
virtudes cristianas heroicas de
la persona en cuestión. Y que
cuando reina
es titular del poder temporal y a la que corresponde
en conciencia garantizar
el bien común: el de su pueblo, el de los
conversos e, incluso, el de los judíos, convertidos en indeseables.
Beatificación laica.
Respecto a este tema, por lo demás, el más grande historia­
dor de nuestro tiempo, al que
no se puede tachar de antisemitis­
mo, Fernand Braudel, resulta ·inapelable. Helo aquí,· enérgico,
como conviene
para alzarse contra el actual conformismo pro ju­
dío: «Me niego a considerar a España como culpable de la muette
de Israel. ¿ Cuál sería la civilización que, en el pasado, una sola
vez, hubiera preferido los otros a sí misma? No
más Israel, 110
más el Islam que los otros. ( ... ) A propósito de la España del
sigld xvr [y del xv ], hablar de «país totalitario», incluso de racis­
mo, no es razonable .... La Península, para volver a set Europa,
se negó a ser Africa, u Oriente,'. según un proceso que se asemeja,
en cierto modo, a los procesos actuales de descolollÍZación ... En
esta
perspectiva de conflictos de civilizaciones, el alegato ardiente
y seductor de [ el historiador judío] León Poliakov
me deja in­
satisfecho. No ha visto más que uno de los dos espejos del drama,
(2) Así el cronista converso Alonso de Palencia, el maestro converso
de Isabel, Diego de V alera, etc.
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IBAN DUMONT
los agravios de Israel, no los de las Españas que no son ilusorios,
falaces y
demoníacos» (3). Lo que confirma el gran gran historia­
dor de origen judeo cristiano, Américo Castro, profesor de Prince­
ton, al escribir del poder, especialmente municipal,
usurpado por
los conversos, con la ayuda de los judios, que era «abusivo y anar­
quizante» ( 4
).
De este modo, en defecto de la Roma de hoy, la historia laica,
en su más alto nivel, ya ha beatificado a Isabel la Cat61ica. Por
el mismo motivo que le imputan como crimen los B'nai Brith y
nuestro monseñor Lustiger. Es cierto que este último no duda
en escribir de los
conversos, en realidad ricos, poderosos y domi­
nadores, que sufrieron los «bautismos forzosos», fueron «obliga­
dos a la conversi6n» (5),
lo que es absolutamente falso respecto a
la inmensa
mayoría de ellos, y totalmente bajo el reinado de Isa­
bel.
La mejor prueba consiste en que, precisamente, fue preciso
expulsar a la masa de los
judíos, que libremente no se convirtie­
ron. Como
lo han destacado Américo Castro, L6pez Martínez y
Pacios L6pez, las
conversiones fueron, sobre todo, producto de
los numerosos matrimonios mixtos incluso entre
la alta nobleza,
de predicaciones y de «disputas» que, como la de Tortosa, condu­
jeron a adhesiones extensas
al cristianismo. Testimonios judíos de
la
época reconocen que las conversiones resultantes de unos y
otras fueron voluntarias.
En el mismo libro, en el que no
son extraños errores de este
tipo, monseñor Lustiger, señala respecto al antisemitsmo cristia­
no:. «No tengo competencia histórica». Se le cree, entonces, más
fácilmente. Lo que, por lo demás, no es mucho, respecto a su ver­
dadera funci6n, la de gran pastor de almas. No de comentarista
hist6rico inseguro.
¿ La Inquisición? En absoluto.
Tercera acusaci6n: Isabel fue la reina de una inquisición. Sin
embargo, ésta fue creada por una bula pontificia. Y fue
el Papa,
también, quien, en contra de lo que ha dicho Le Monde (artículo
de Henri Tinck, de 7 de diciembre de 1990
), nombro inquisidor
y luego inquisidor general al famoso Torquemada. Volvemos a
(3) FERNAND BRASDEL, La Méditerranée et le monde médite"anéen
(París,
1966, tomo JI, págs. 153 y 154 },
(4) J•AN-MARm LusTIGER, Le choix de Dieu (París, 1987, págs, 87
y 78).
(5) Idem.
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SANTA ISABEL LA CATOLICA
encontrarnos con San Luis, al que habría decididamente que des­
canonizar si Isabel, por esa razón, es indigna de ser beatificada,
porque San Luis fue
el rey de la primera Inquisición, de la que
la española no
hizo más que tomar, grosso modo, la estructura y
los procedimientos. Las fechas están ahí: 1226, consagración de
San Luis; 1233, primeros inquisidores nombrados en Francia
por
el Papa; 1270, muerte de San Luis. Y la acción de los inquisid<>­
res se desarrollaba en Francia, como más tarde en España, bajo la
protección de los oficiales reales, especialmente del senescal real
de Carcasona. Por lo demás, además de
San Luis, tiene sus pr<>­
pios santos: San Pedro de Verona y en España, incluso, San Rai­
mundo de Peñafort y San Pedro de Arbués. Incluso Santo Te>­
ribio.
¿ Hizo Isabel de su Inquisición una manía personal de opre­
sión, especialmente contra los
conversos? En absoluto. En primer
lugar,
la Inquisición se confió a religiosos de origen judío conver­
so:
el mismo Torquemada y su sucesor Diego Deza. Además, des­
de que le fue posible
,a mitad de los años 1490, proclamó una
amnistía inquisitorial general remitendo todas las condenas que
se
estaban cumpliendo. Y el objetivo que dio a su Inquisición fue el
de
la plena confirmación cristiana de los conversos, para poner fin
al baño de sangre de los
progroms que también les alcanzaban.
Inquisición al revés.
Objetivo alcanzado, porque se detuvieron total y definitiva­
mente los
progroms; y por la brillante confluencia del genio judío
y de la Reforma católica personificada por esos nombres prestigi<>­
sos, todos de origen converso: el ilustre teólogo Francisco de Vi­
toria, San Juan de Avila, Diego Lalnez (primer sucesor de Igna­
cio de Loyola
al frente de
la Compañía de Jesús), el gran poeta
espiritual Fray Luis de León, Santa Teresa de Avila (cumbre de
la mística), Arias Montano (cumbre de la ciencia bíblica), José de
Acosta (cumbre
de la misionología). Toda una constelación nacida
del alma lúcida
y santa de Isabel.
Todas estas estrellas resplandecientes del genio judío católico
se habían preservado maravillosamente de la involución judaizante
que la Inquisición de Isabel (
y del Papa) había recibido la misión
de combatir; de conformidad con uno de los
cánones del concilio
de occidente celebrado en
Elvira (Granada) hacia el año 300, pre­
cisamente en España, que exigía a los cristianos el rechazo de las
«bendiciones judías» bajo pena de excomunión.
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IEAN DUMONT
Por consiguiente, descalificar hoy a Isabel, inspiradora de esas
estrellas judío-católicas, es descalificarlas por su no judaísmo y
abrir
la puerta, por la amenaza de una Inquisición al revés, al
catolicismo judaizante que monseñor Lustiger reivindica con fuer­
za, casi con violencia,
en su libro ya mencionado. Ahí está, proba­
blemente, la segunda causa, el fondo totalmente religioso, de la
intervención del arzobispo de París en el asunto que tratamos.
Los indios.
Cuarta acusación: la imputación esta vez es del no historia­
dor monseñor Lustiger.
Otro error de su libro en esta frase: «Re­
ligiosos pelearon contra los príncipes españoles, a veces hasta la
muerte, por defender a los indios» ( 6 ). Todos los historiadores es­
pecialistas no españoles, desde Pierre Chaunu a Marce! Bataillon,
a Lewis Hanke, no han cesado de destacar esta
gran evidencia: la
preocupación constante mostrada por la monarquía española para
la defensa de los indios. Y si la imputación apunta también al
«príncipe español» Isabel, entonces, el error es mayúsculo.
Como bien
lo saben los cardenales suramericanos partidarios
de
la beatificación de la reina de Castilla, la dilección totalmente
cristiana
respecto a los indios es, en primer lugar, la de Isabel.
Una dilección
de una pureza turbadora que legará a sus descen­
dientes.
En las primeras instrucciones que da a Cristóbal Colón
en 1493,
se lee: «Los indids deben ser tratados bien y amorosa­
mente, sin que
se les cause el menor perjuicio. De tal forma que
se estableza con ellos mucha conversación y familiaridad».
Además,
«bajo pena de muerte», Isabel exige la devolución a
las Antillas,
rfi~res, de los indios enviados por Colón a España
para ser ven · como esclavos. Además, destituye a Colón a pe­
sar de los poderes que inicialmente se le habían garantizado. Es­
tipula que los indios realizarán su trabajo «como personas libres
que son y no como esclavos».
En fin, redacta su testamento en
el que pide a su marido,
el rey Fernando, y a su hija, Juana, ya
madre del futuro Carlos V, «que no
se permita que los indíge­
nas
... sufran el menor agravio en sus personas y en sus bienes.
Sino que,
al contrario, se ordene que sean tratadds con justicia y
humanidad y se reparen las injusticias que pudieran haber pade­
cido». Es en estas exigencias del
«príncipe español» en las que se
(6) JEAN-MARm LUSTIGER, op. cit., pág. 452.
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SANTA ISA.BEL LA CA.TOLICA
inspirarán explícitamente los religiosos, grandes protectores de los
indios, Las Casas como Vasco
de Quiroga; y no al contrario. El
alma lúcida y santa de Isabel ha cristianizado, aún, decisivamente
uno de los
grandes momentos de la historia.
Isabel salvó a la Iglesia.
Isabel hizo aún más, si eso es posible. Pero de esto, curiosa­
mente, nadie habla. Sobre todo
en Roma y en el arzobispado de
París. Y a que Isabel,
por su aoción personal, ha salvado nada
menos que la Iglesia católica.
¿ Qué hubiera sido de esta Iglesia
católica si no hubiera habido
en el siglo XVI la roca de la Iglesia
espafiola? La roca, por ejemplo, de los jesuitas que detendrán y
harán retroceder la Reforma en toda Europa, dominándola por la
fidelidad, la energía y la inteligencia. Tan sólo un hecho: cuando
la monarquía francesa, en 1561, en el Coloquio de Poissy, quiere
oponer una defensa católica a
la retórica hugonote, no encuentra
nadie al norte de
los Pirineos para replicar al calvinista Théodore
de
Beze. Tiene que recurrir para ello al jesuita Diego Laínez, hijo
converso de Isabel la Católica.
Afortunadamente, España está llena de otros
Laínez, como
Maldonado y Mariana,
que asumirán la enseñanza de la teología
en París. Con gran admiración
de nuestro Montaigne.
Esta
rdca de la Iglesia católica de Espafia, esta plenitud de
talentos y de voluntades, fue Isabel quien las levantó y alimentó.
Con
la primera Reforma católica que precedió en casi un siglo
a
la del Concilio de Trento y en medio siglo la aparición de la
Reforma protestante. Esta primera Reforma fue Isabel, seglar, mu­
jer y reina, quien la hizo. Dejando de lado a
la Roma impotente,
que
hoy le devuelve el favor. Con la dirección de la Reforma reli­
giosa que
creó cerca de ella, confiada principalmente al obispo
Martín Ponce
de León en 1493. Y, para lo cual, exigió y recibió
de Roma plenos poderes, incluyendo religiosos (
7
).
Jiménez de Cisneros, al que eligió como confesor, realizó con
éxitd la reforma de su inmensa diócesis de Toledo y de la gran
orden franciscana, a partir de 1498. Por la promoción de los es­
tudios del clero, objetivo primordial de la fundación, poco des­
pués de la Universidad de Alcalá de Henares, centro de la cultura
renaciente.
Por la brillante renovación bíblica, al que se le debe
la iniciativa histórica, incluso antes
de la Reforma protestante. La
(7) Padre T. DE AzcoNA, op. cit., págs. 591 y sigs., 736, 737, 739, X.
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IEAN DUMONT
drden benedictina fue reformada por García de Cisneros, abad de
Montserrat; la orden dominicana por Pascual de Ampudia, futuro
obispo
de Burgos ; la otden de los agustinos por su vicario general
Juan de Sevilla ,etc. Hasta el punto que un
alemán, compatriota
de Lutero, que visitaba España a finales del siglo
XV, el doctor
Hieronymus Münzer, otorgó a Fernando
el Católico, marido de
Isabel, el título de «nuevo Carlomagno», por .la profundidad de
su acción refonnadora en la Iglesia.
De esta Refotma católica de España, en menos de un siglo,
surgen nada menos que la obra maestra de la caridad con San
Juan
de Dios y sus hermanos; la obra maestra del apostolado con
Ignacio
de Loyola y sus jesuitas; las obras maestras de la contem­
plación y la mística con Santa Teresa y San Juan
de la Cruz y sus
carmelitas.
La Juana de Arco española.
De todo esto, menospreciado por Roma, son los B'nai Brith
los que, hoy,
se han constituido en jueces represores. En una es­
pecie de nuevo proceso de brujería condenando a la Juana de Arco
española, como nuestra Juana lo fue por otros hombres de Igle­
sia. Isabel, como Juana, desde entonces, herética y relapsa. Por­
que Isabel, como Juana, fue capaz de buena y santa guerra por
la
reconquista de su nación.
Al final de este breve proceso de rehabilitación,
invoquemos a
Santa Isabel la Católica. A
la que canonizamos de coraz6n ,tam­
bién como laicos, ya que en Roma nadie se atreve a hacerlo. No
afirmamos con ello,
por otra parte, nada original, ya que sus con­
temporáneos la canonizaron explícitamente. «La santa reina cató­
lica doña Isabel», escribió de ella,
por ejemplo, su propio médico,
doctor Toledo, que sabía a que atenerse.
Modelo,
por tanto, como Juana, no superado, de laico católico.
De virtudes cristianas heroicas en
todo, de espíritu, de corazón y
de alma. Pues como
joven, mujer, madre, reina, Isabel fue, sin
fallas, ejemplar. Modelo absoluto de esa Cristiandad que, también,
constituye nuestros orígenes y de la que nadie nos obligará a
prescindir.
Cumbre de la ascensión espiritual.
Entonces, para vencer nuestra tristeza ante el insulto que se
ha hecho a Isabel, sigámosla en los meses de su última y doloro-
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S.A..NT A ISA.BEL LA CATOL'(CA
sísima enfermedad, durante la cual no dejó de cumplir sus obli­
gaciones de soberana. Estaba en plena madurez, pues no tenía más
que cincuenta y tres años.
«La prueba depuró
su carácter y su virtud -escribe su gran
biógrafo Azcona-, lanzándola, más que nunca en su vida, hacia
las cumbres de la ascensión espiritual.. . Asimiló y practicó toda
la doctrina evangélica del desprendimiento, de la abnegación
y del
sacrificio hasta el Calvatid, iluminada
pot la fuerza de la fe: "En
la fe -escribía-, estoy preparada para la muerte, que recibiré
como un don muy especial y excelente del Señor" ... Desde lo alto
de las montañas de Granada abrazaba con su mirada todos sus
reinos, esforzándose en encontrar la pureza del culto, la pureza
del respeto hacia la Eucatistía y la extirpación de todos los vicios.
De la ciudad mora salen hacia todos los
lugates de sus Estados
peticiones angustiosas de oración y
de sacrificio hacia la Cristian­
dad
... El alma de Isabel vibra intensamente, viviendo en lo más
íntimo la realidad sin miramientos de su catolicidad... Su testa­
mento, de una grandeza sobrehumana, invoca a Dios
y a los san­
tos, hace profesión de
fe, recomienda su alma, constituyendo una
obra literaria
y técnica ( de gobierno) de una perfección matavillo­
sa. Que permanecerá pata siempre, infletrie, en la histohia re­
ligiosa, política y jurídica de todos los tiempos» (8).
Condenados
al silencio, amordazados, los promotores de su
beatificación lo habían dicho magníficamente: Isabel es «un mo­
delo pata las adolescentes, las mujeres, las madres y los jefes de
gobierno». Es decir, para todos aquellos y todas aquellas que en
la actual depravación, necesitan al
máximo este modelo católico
que
se nos ha ofrecido para «iluminación del alma» (9). Este mo­
delo, ocasión, pues, de la más pertinente beatificación, que se han
esforzadd en apagar. No nos queda más que, con una invencible
esperanza
en Roma, esperar a la rectificación.
(8) Idem.
(9) Idem.
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