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Hacia unas nuevas relaciones Iglesia–Estado

HACIA UNAS NUEVAS RELACIONES
IGLESIA-ESTADO
(*)
POR
M!GUEt A1'USO
Las relaciones Iglesia-Estado constituyen uno de los aspectos
de necesaria consideración para delinear adecuadamente
el nuevo
tipo de orden internacional que parece despuntar entre descon­
ciertos
y desasosiegos y que los católicos querríamos conducir por
determinados senderos, huyendd
-por el contrarie>-de otros
hoy universalmente transitados.
Son muchas las cosas que
se podrían decir, desde el punto
de vista doctrinal, sobre el recto orden social según
la enseñanza
de
la Iglesia; son también muchas las incidencias entre las «dos
espadas» tradicionales, de
las que, desde un ángulo histórico, ca­
bria dejar cdnstancia.
Si hacemos caso de Louis Salleron, la historia del cristianis­
mo en sus relaciones con la política comprende tres fases:
-
la primera va de la muerte de Cristo a Constantino;
- la segunda, de Constantino a
la Revolución francesa;
-la tercera, de la Revolución ·francesa hasta nuestros dias.
- una cuarta fase, indecisa, estaría actualmente esbozándose.
La primera fase se caracteriza por la incomunicación entre el
cristianismo y
la política. No podía ser de orro modo, pues el
(*) Publicamos el texto de la conferencia pronunciada por. nuestro
amigo Miguel Ayuso en la Universidad de CraC'OVi~ el 19 de septiem_bre de
1991, dentro del Coloquio Illternacional «Une culrure pour l'Europe de
demain», del que
ya hemos dado cuenta a nuestros lectores.
Verbo, núm. 301-302 (1992), 75-80 75
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núcleo de creyentes apenas pasaba de una «pusillus grex». Pe­
queña comunidad que, además,
se movía por la espera escatoló­
gica de una Parusía inminente y que sólo ante el desmentido de
los hechos evolucionó hacia una escatología de la perfección trans­
histórica y sobrenatural.
En estas circunstancias de margirtalidad, y con la tentación
de indiferencia respecto de todo lo que atañe al momento pre­
sente, no se trata de «participar» en la vida pública, sino de
«obedecer» las leyes, como acredita la teología paulina.
Con la conversión de Constantino y el Edicto de Milán del
313 se inaugura una segunda fase, en la que el cristianismo pasa
a ser religión oficial. En esa
situáción, hoy t.an denostada por
«triunfalista», que
se extiende durante cerca de mil años, el prin­
cipal problema de la Iglesia
es distinguir -pero no para separar
sino para unir-sus competencias de las de la comunidad polí­
tica, lo espiritual de lo temporal. Porque el verdadero peligro en
una sociedad cristiana, como lo fue la que estamos describiendo,
es la teocracia. A la que si pudieron ceder en ocasiones algunos
eclesiásticos con su conducta, nunca dejó de contemplarse
ccmd
errónea por la doctrina de la Iglesia.
La Revolución francesa da inicio al tercero de los períodos,
en el que la persecución
-vestida de neutralidad-del Estado
va a d~arrollarse en grados diversos según los países, para de­
sembocar en la secularización general de la sociedad. Es una época
en la que el poder social de la Iglesia retrocede constantemente:
pierde, por de .pronto, su poder temporal en Italia; pierde
des­
pués la mayoría de. sus zonas de .poder de hecho en las institucio­
nes y, finalmente, pierde su influencia sobre la legislación en ma­
teria de familia y costumbtes.
Entiendd, sin embargo, que la naturaleza de este Coloquio,
más que a realizar evocaciones de la Cristiandad medieval -cons­
telación de pueblos, · en palabras de San· Bernardo de Claraval,
que giraban en torno del sol del Papado
y la luna del Imperio-,
o a registrar las consecuencias demoledoras para la fe que ha te­
nido la política revolucionaria, nds obliga a apuntar algunos cri­
terios que sirvan de base para una reconstrucción del Derecho
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Público Eclesiástico, un tanto «descolocado» a consecuencia no
sólo de los cambios sociales
ocurridos, sino sobre todo por la
ausencia de un
corpus de doctrina política católica que venga a
llenar en nuestros días
el vacío dejado por el aparente abandono
de la predicación de Pío
IX, León XIII, .Pío X, Pío XI y
Pío
XII.
Empezaré precisando esto último. El hecho de la desaparición
de las sociedades cristianas -indagar cuáles sean las causas nos
llevaría muy lejos aunque sería revelador, por
.lo que algo diré
luego--no puede pasar sin consecuencias para el Magisterio de
la Iglesia. Y esa variación de la realidad le ha obligado a adaptar
su prisma, aunque el hecho
no cree derecho, pues una doctrina
pensada para defender las sociedades y los restos de las institu­
ciones cristianas insertas en el Estado liberal
-en el fondo opre­
sor de
la conciencia de éstas-----no es absolutamente trasladable
a sociedades ya
secularizadas. El acento que Juan Pablo II pone
en la nueva evangelizoción revela ya ese impacto y se compadece
perfectamente con esta nueva situación a la que
se enfrenta la
Iglesia
de hoy.
Los cambios del Este,
sin embargo, han introducido en este
esquema un factor nuevo, y
en este sentido nos han abierto un
horizonte que finalmente ha terminado por alcanzar la propia
comprensión
de la realidad occidental, sometiéndola a un análi­
sis renovado. Bien es cierto que
la lectura más socorrida de los
acontecimientos de 1989 aparece cuando menos como superficial,
de modo que no
es del todo injusto resumir contrariamente --con
30 Giorni-que en tal fecha «se pasó del comunismo a la ma­
sonería», mostrando su falsedad en todas partes el juicio corriente
de que el estado de la Iglesia era resultado casi
exclusivamente
de la incoherencia o coherencia con que los cristianos vivían su
fe, y adquiriendo evidencia una corrupción mucho más profunda.
En cualquier caso, las sociedades cristianas del Este --oiso
de Polonia ejemplarmente-han resistidolos asaltos de otro tipo
de Estado diferente del liberal. Sin embargo, su incorporación a
los parámetros de este último,
en su particular estadio de evolu­
ción, pone delante de nuestros ojos el papel determinante que el
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Estado laico ha desempeñado en el proceso descristianizador. ¿No
será preciso
el recordatorio ante el riesgo de que quienes han
resistido
al enemigo declarado se rindan ante el enemigo encu­
bierto bajo un árbitro neutral?
Hemos escuchado tantos panegíricos del pluralismo
como va­
lor cardinal de nuestras sociedades, hemos desacreditado indis­
criminadamente la necesidad de una base común y unidad última
para cualquier comunidad, hemos repudiado por activa y por pa­
siva la nostalgia de la «confesionalidad», que quizás hayamos
perdido
el sentido nuclear de las relaciones entre el hecho reli­
gioso,
el orden moral y la convivencia política. Juan Pablo 11,
en un texto sencillo y desprovisto de toda pretensión, lo dijo
claramente hace casi
diez años dirigiéndose a los obispos de Mi­
lán y la Lombardía: «Ninguna experiencia política, ninguna de­
mocracia puede sobrevivir si menosprecia la moralidad común
de base ... Ninguna ley escrita garantiza suficientemente la convi­
vencia humana si no extrae su fuerza íntima de ese fundamento
rr_oral». Dejandd, por el momento, a un lado la referencia a la
democracia, el Papa, en el texto anterior, parece cuestionar que
sea
legítima ~o incluso sencillamente factible--la convivencia
de los diversos opinantes sin referencia a un absoluto mdral.
Otra cosa distinta es cómo se concreta esa subordinación clara­
mente como profesión de principios, cómo se
asegura por los
insrumentos de acción política e incluso cómo se cuida en
la di­
mensión educativa de la atmósfera social. Pero por encima de
estas problemáticas
-propias en parte del Derecho constitucional
y en parte del civismo-la opinión más extendida, o niega ese
fundamento moral común, o, aun reconociéndolo, obra comd
si no
existiera. Por lo
tnismd se ha disuelto el Derecho Público Ecle­
siástico
-que estructuralmente precisa del alimento que los prin­
cipios del llamado Derecho Público Cristiano le
servía-en un
simple Derecho Eclesiástico
del Estado como parte de un Dere­
cho constitucional avalorativo.
En esta situación, y trascendiendo todo tipo de prejuicios
semánticos y conceptuales,
se hace preciso repensar este agregado
de aspectos, tanto en
su vertiente política como en estratos más
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hondos de los que ésta no resulta sino expresión. Estamos -ha
escrito el doctor Guerra Campos en un texto ejemplar-en que
hay un cambio en las circunstancias históricas, que exige variacio­
nes en la acción de la Iglesia para responder a las mismas. Es
precisamente el momento de atender a la ley de todo lo vivo y
verdadero: que las variaciones funcionen como exigencia y aplica­
ción de algo permanente. No vale desentenderse, como quien
suelta lastre, de «pedazos» de la doctrina tradicional. Para
mu­
chos es tentador simplificar, como si todo se resolviese con decir
que la Iglesia no necesita apoyarse en el poder civil ni debe ha­
cerlo, y que le basta gozar de la libertad común en un Estado
democrático. Pero
la cuestión permanente -donde radica el eje,
fijd en su misma movilidad, en torno al cual han de girar todas
las variaciones pensables en
la relación entre. la Iglesia y la co­
munidad política-es otra, en la que «poder» y «h"bertad» que­
dan subsumidos en algo
más radical: la predicaci6n de la Iglesia
acerca
de los deberes del poder civil y los ciudadanos. La cues­
tión, por tanto, no es sólo cómo ha de tratar el Poder a la Igle­
sia, respetando su libertad en
la sociedad civil, sino cómo debe
ejercer
el Poder su propia misi6n en el orden moral y en relación
con la vida religiosa.
La Congregación para la Doctrina de la Fe, y personalmente
el Cardenal Ratzinger, vienen advirtiendo acerca del condiciona­
miento moral de la democracia.
El propio Juan Pabld II, última­
mente en
Centesimus annus, al aludir a la «crisis de las demo­
cracias» no ha hecho sino prolongar las instrucciones
en· que
Pío
XI y Pío XII -recuérdese especiahnente de este último el
Radiomensaje de Navidad de
1944-indicaban la sumisión a la
ley de Dios que
ha de observar la democracia para que sea «sana».
Los números 46 y 4 7 de
la encíclica conmemorativa del cente­
nario de
Rerum novarum pretenden sentar las bases de una autén­
tica democracia y tienen un reconocimiento no ajeno a lo que
vengo sosteniendo en estas líneas: «Hoy
se tiende a afirmar que
agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía
y la acti­
tud fundamental correspondientes a las formas políticas
demo­
cráticas, y que cuantos están convencidos de conocer la verdad y
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se adhieren a ella con firmeza no . son fiables desde el punto de
vista democrático, al no aceptat que la verdad sea determinada
pot la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios
políticos. A este
propósito, hay que observat que si no existe una
verdad última, la cual
guía la acción política, entonces las ideas
y las convicciones humanas pueden ser
instrumentalizadas fácil­
mente pata fines de poder. Una democracia sin valores se con­
vierte con facilidad en un totalitatismo visible o encubierto, como
demuestra la historia».
Y
es que, en relación con cualquier comunidad política, y
quienquiera que
sea el titular de la soberanía, la misión de la
Iglesia
-sigue Guerra Campos-es predicar en nombre . de
Dios que, no
sólo los actos y comportamientos de los ciudadanos,
sino además la misma
estructura constitucional de la «ciudad»
ha de estat subordinada eficazmente al orden moral. De lo con­
trario, es la misma fe, especialmente la de los «pobres», la que
queda a la intemperie, desguarnecida. El Cardenal Dánielou lo
explicó magistralmente en su libro L'oraison probleme politique.
Esta es una realidad insobrepasable para la genuina doctrina
católica. Y .tomarla en serio obligaría a transformar los presu­
puestos
ideolÓgicos y constitucionales del Estado moderno. Sea
como fuere, en esta comunicación me he ceñido a un aspecto
concreto
-el de Dieu et César au¡ourd'bui-cc:c, que es el que se
me había encomendado. No pienso por ello que sea el único
enfoque, ni siquiera el principal. La desvitalización del catolicismo
es
más honda y su oposición con el mundo moderno infinitamen­
te
más radical, como Péguy ha explicado en todos los registros.
Abrámonos, pues,
al comienzo gratuito de la fe, al encuentro en
el que la unidad entre la gracia y la libertad, la fe y la vida, está
ya incoado y presente. Pero no perdamos de vista la virtualiqad
y el dinamismo propios · del .orden natural. Así no tendremos que
echar por
la borda ningún tesoro.
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