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Número 307-308

Serie XXXI

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La hegemonía liberal

 

1. Justificación

Si se me permite la licencia, diré que, como en el uso tabernario se omite la expresión «la última», sustituida por la «la penúltima» –siempre referidas a la bebida–, del mismo modo, para tratar de los libros de nuestro admirado amigo el profesor Thomas Molnar, es preferible hablar del «penúltimo», tal es la celeridad con que se suceden.

Pues bien, a lo que sé, la penúltima obra del profesor húngaro naturalizado norteamericano, pero nunca «americanizado», es la que lleva por título L’hégémonie libérale[1], aparecida en este año de 1992 y en la que una vez más vuelven a acreditarse las condiciones que han hecho de Molnar uno de los analistas más agudos del discurrir del pensamiento moderno en este fin de siglo. Por ello, y aunque su personalidad intelectual es sobradamente conocida de nuestros lectores, pues no en vano desde hace muchos años es uno de los colaboradores más importantes de Verbo, quizás no esté de más recordar algunos de los hitos de su ejecutoria antes ele comentar el contenido de la que lleva el título que hemos puesto a esta nota.

2.  Un «ensayista» no «americanizado»

Molnar forma parte de ese amplio grupo de intelectuales europeos que, con ocasión de las varias crisis que han sacudido el continente desde los años treinta, emigraron a los Estados Unidos, continuando en el nuevo coloso su producción. Nuestro autor, nacido en 1921 en Budapest, y formado en Rumania y Bélgica –además de en su país natal–, marcha a América en 1949, donde ha vivido hasta que el derrumbe del «socialismo real» en Hungría le ha permitido regresar, de modo que actualmente profesa un semestre en la City University of New York y otro en la Universidad de Budapest. Sin embargo, y al contrario de muchos compañeros de exilio, no ha sido ganado por la mentalidad del país que lo ha acogido; y cuando este país es nada menos que los Estados Unidos, líder mundial durante todo el período a que se contrae la etapa americana de Molnar, esa no «americanización» necesariamente viene acompañada de un rechazo a la ideología triunfante y de la que los Estados Unidos se hicieron exportadores. Molnar, en primer lugar, parece sentirse aprisionado por el corsé del conformismo americano. Mi gran amigo el profesor Frederick Wilhelmsen, que también lo es de Molnar, en alguna ocasión me ha hecho un comentario semejante, lo que resulta difícilmente comprensible desde el prisma psicológico y sociológico que preside el universo mental de sus compatriotas[2]. Pero es que, además, en segundo lugar, el profesor Molnar ha padecido en sus carnes lo que ha denominado «el calvario de los escritores exiliados» en un texto muy expresivo, referido principalmente a quienes se dedican a la creación literaria, pero que no puede por menos que poseer alguna tecla autobiográfica[3].

La obra de nuestro autor se ha situado en ese género de ensayo filosófico y de interpretación histórica en el que es tan fácil tener éxitos efímeros como difícil perseverar en el acierto. Es verdad que muchos scholars pueden mirar con cierta displicencia el tipo de escrito característico de Thomas Molnar, pero no lo es menos que todas y cada una de las piezas salidas de su telar muestran un acervo cultural impresionante al tiempo que reflejan un background poderoso. Y es que, en ocasiones –más a menudo de lo que pudiera creerse–, la señal del pensamiento auténtico se escapa por entre el tecnicismo del sistema para acogerse a la hospitalidad del estilo libre y suelto. Cuando, y es el caso del profesor Molnar, los problemas de variada índole (teológicos, filosóficos, políticos, sociológicos, psicológicos, artísticos, literarios, etcétera) se engarzan con la naturalidad con que fluyen de su pluma, este tipo de ensayo alcanza su más alto nivel al tiempo que su sentido más genuino. La prosa de Molnar, tanto en inglés como en francés, idiomas en los que escribe directamente sus libros y artículos, alcanza un atractivo singular. No tiene esa facilidad discursiva de los franceses ni el conceptismo de los ingleses, pero mezcla de algún modo ambas cualidades con un estilo en extremo sugerente. Podría afirmarse que es un autor que «dice mucho más de lo que dice».

3. La herejía del utopismo y las ideologías

En la pluriforme realidad contemporánea, que tan agudamente, como ha quedado dicho, viene describiendo el profesor Molnar, destaca como dato preminente la presencia de la utopía y la ideología, consideradas de algún modo como sinónimas. Suya es la caracterización de la utopía como «perenne herejía», que en nuestros días habría adquirido un protagonismo y extensión antes desusados. Así, respecto de la primera parte de la proposición, ha escrito: «El utopismo es un sistema de pensamiento, una filosofía, con bien establecidos conceptos acerca de Dios, del hombre, de la naturaleza y de la comunidad. La historia del pensamiento utopista, presente en las herejías religiosas, en varias doctrinas gnósticas, en el marxismo, en el evolucionismo idealista y en otras corrientes por el estilo, prueba que· es un tipo de pensamiento perennemente entroncado en toda meditación acerca de esos temas y tan imposible de extirpar como la filosofía realista misma. Por tratarse de una doctrina recurrente, los ropajes dentro de los cuales se ha presentado han demostrado una variedad proteica, si bien todas esas variaciones han obedecido a un molde único»[4]. Sin embargo, ha sido la edad contemporánea la que ha conocido ejemplarmente el aspecto realmente terrorífico del utopismo, según el cual no existe un más allá, pues el hombre ha arribado a un estado de detención, «con cada uno de sus deseos satisfechos, con cada uno de sus instintos domesticado, con cada ambición colectivizada». En el mismo, «ya no quedan allí pruebas ni ganas para pensar, para explorar nuevas posibilidades, de articular quejas como trampolín hacia algo no catalogado». Por eso, la utopía representa, entonces, «la inmovilización súbita, la congelación final de la humanidad en un momento dado elegido arbitrariamente»[5].

4. La utopía de la izquierda

Queda claro, pues, que la encarnación de esta pretensión de naturaleza utópico-ideológica no es exclusiva del marxismo. Cuando una buena parte de los intelectuales reputados «conservadores», en América y en Europa, limitaban su punto de mira a la denuncia de aquél, a la percepción de nuestro autor no escapaban ni los lazos intelectuales que unían el gnosticismo marxista al liberalismo occidental ni la debilidad endémica de este último. En sus estudios sobre la encrucijada de la izquierda –de 1970–, constata que la izquierda política en el poder es rechazada, dondequiera que sea, por su ultraizquierda, encontrándose prisionera de una clase intelectual enemiga de Id concreto y que considera la utopía como solución final[6]. Este «impasse» –decía– es, ante todo, teórico, pues el fracaso de la izquierda se debe más a su horror ante el statu quo que a una incapacidad para gobernar. Así, «la izquierda hace todo lo que puede para minar las instituciones y las formas sociales existentes, con vistas a hacer coincidir las instituciones y las formas futuras con la idea que de ellas tiene; pero cuando el futuro toma forma, se consolida y comienza a existir sobre sus propias bases, en una palabra, se convierte también en situación, la izquierda pone en cuestión estas bases, las considera como una especie de coagulación nociva de lo que, según ella, debería permanecer siempre «fluido»[7].

5. ¿Hacia un tercer modelo? El «socialismo sin rostro»

En ese mismo contexto, Molnar, atento siempre a las tendencias y líneas de fuerza que muestran los acontecimientos, iba a vérselas –en 1976– con el descrédito de las dos grandes ideologías mundiales. Adviene en el prólogo que, en su intención, no hay deseo alguno de pontificar sobre «el fin de las ideologías», sino que tan sólo trata de resumir ciertas observaciones que forman «una historia del presente». El punto de partida brota de la ruina de presupuestos tales como democracia, liberalismo, capitalismo, comunismo, orden constitucional, parlamento, pluralismo, partido político, burguesía, proletariado, lucha de clases, etc. La idea a la sazón dominante, ante esta crisis sólo disimulada por la ubiquidad agresiva de los medios de comunicación –entre los que cuenta la Universidad y las editoriales–, era que el futuro habría de desenvolverse según las líneas liberal-democrática y marxista, o mejor, entre estas dos grandes líneas de pensamiento, que –según los profesores de ciencia política y los políticos– se verían obligados a converger.

Frente a esta descripción, en la busca del llamado «tercer modelo», nuestro autor sostiene que el mundo no evoluciona hacia la convergencia de los sistemas liberal-democrático y marxista, es decir, hacia un «socialismo de rostro humano», sino hacia la monolitización del Estado, cuyos componentes son el Ejército, un nacionalismo celoso y un socialismo sin teoría precisa e, incluso, sin ideología. De ahí que lo bautice como «socialismo sin rostro». Con independencia del Estado tentacular, denunciado por activa y por pasiva en el momento en que Molnar da a la estampa su obra, y compatible con el mismo, descubre nuestro autor el mal político en el debilitamiento del Estado y de las instirnciones ocasionado por el liberalismo. Por donde se llega al embargo de los Estados democráticos por los grupos de presión –«el asalto de las feudalidades» lo denomina bien expresivamente–, en un proceso paralelo al que se observa en los regímenes comunistas, donde el Estado es cautivo de un partido y de una clase política. El «tercer modelo», pues, se vislumbra para el profesor húngaro en la tendencia hacia un régimen autoritario-burocrático-monolítico, y no oculta su alto coste: retroceso económico, casi desaparición de la sociedad civil, Estado desvertebrado, etc. Finalmente, aun cuando el triunfo de tal modelo sea pura conjetura, un conjunto de síntomas abonan cuando menos el diagnóstico: instituciones liquidadas, feudalidades campantes, sociedad homogeneizada, etc.[8].

6. Los Estados Unidos, nueva utopía. El «modelo desfigurado»

En esta serie de sugestivos cuadros sobre la evolución de las ideas políticas y las ideologías, tiene especial interés el que –a fines de los setenta– dedicó a los Estados Unidos. Tomando como referencia las observaciones que Alexis de Tocqueville expuso en su libro de 1830 De la démocratie en Amérique, compara el modelo democrático de entonces con el que la actual evolución presenta ahora. En la conclusión recuerda Molnar que, cuando Tocqueville contempló la realidad norteamericana; ésta constituía un caso asombroso de éxito, objeto de imitación. Cuando escribe nuestro autor la perspectiva es otra, y al lado del éxito económico y del espectáculo permanente del gigantismo parece como si el modelo de sociedad hubiera desaparecido. Por eso, casi siglo y medio después, y a pesar de la estabilidad aparente de las instituciones, la situación es esencialmente diferente, diferencia que no debe ser interpretada en términos de que nunca las cosas humanas pueden petrificarse, sino más bien como el desgaste del modelo liberal-democrático-socialista. Por donde engarza con el tema ya visto del repliegue y del retroceso del Occidente y de los Estados Unidos.

Tras repasar el cuadro político (el melting-pot, los grupos de presión, las relaciones del presidente con el Congreso y los partidos políticos), el cuadro cultural (élites, cultura, medios de información e ideología norteamericana) y el papel planetario de los Estados Unidos, sus palabras, demoledoras, terminan con este aviso: «Lo que es grave, es que en ese estruendo y ese tumulto habituales no se distingue el rumor inquietante de la descomposición social. En el paisaje uniforme de la sociedad estadounidense, en esa nivelación sin élite, no hay autoridad, política o espiritual, que sirva de conciencia a la nación y la advierta de los peligros que corre. Todos hablan con la misma voz; todos tienen razón o se equivocan. Se necesitaría un nuevo Tocqueville que hiciera escuchar una voz lejana pero valiente y elata. Un Tocqueville surgido en el seno mismo de los Estados Unidos, indicándoles la vía del porvenir en el umbral del tercer centenario»[9].

7. La crisis de la autoridad

En la descripción de los males que corroen a los Estados Unidos, y que se extienden por Occidente y aun por todo el mundo, merced a la americanización que padecen, tenemos la consecuencia de profundos desórdenes teológicos, filosóficos y morales. Nuestro autor se ha distinguido muy especialmente, en este sentido, denunciándolos. En un libro también de fines de los setenta, y consagrado a la crisis de la autoridad, observa que asistimos por doquier a un ataque frontal y sin tregua contra la autoridad y en todas sus formas: en la familia, en la escuela, en los tribunales, en el ejército, en la Iglesia, en el ámbito general de la sociedad civil y política. De este modo –es su tesis–, en nombre de una libertad mitificada y de una democratización sin límites, se socavan los cimientos mismos de la convivencia civilizada. En esta crisis espiritual, de nuevo, las semillas son las de la ideología y, en concreto, el propósito de crear «hombres autónomos» para una «nueva sociedad»: «Lo que se opone a la autoridad es, pues, un principio artificial que, aunque prescribe también reglas de comportamiento, lo hace desde una "sociedad nueva", desde una sociedad no racional, que los seres humanos nunca establecerían por y para sí y en la que ninguna de las aspiraciones naturales del hombre puede ser satisfecha. Por eso la caracteriza una coerción sin respiro, que sólo podría ceder una vez reducidos los ciudadanos al estado de robots. La autoridad, en cambio, muestra su racionalidad en el hecho de no tener que ser ejercida en todo momento, porque sus directrices coinciden con lo que el hombre considera razonable, y por ello válido y apropiado como norma de conducta. Esta racionalidad se pone aún más de relieve en la gran amplitud de la esfera sobre la que la autoridad no pretende tener ningún derecho»[10].

8. El bifronte humanismo

El humanismo, incluso en sus versiones católicas, como expresión del secularismo, es tema central de otro de sus libros. Para situar el problema en su virtualidad actual, traza las bases filosóficas e históricas del nacimiento y extensión de la ideología humanista antropocéntrica, en relación con el pensamiento y la vida cristianos. La conclusión se eleva tajante: «Para el hombre, en lo que toca al significado y a las formas de la vida decente, el humanismo no es una opción sino el suicidio espiritual y moral. Confrontarlo con la religión genera una falsa alternativa, por cuanto nunca ha existido una sociedad que descansara sobre los valores "humanísticos", sino tan sólo la liquidación de una sociedad, retardada por los valores cristianos languidecientes. Por tanto, no hay elección entre religión y humanismo. Resulta fácil discursear doctamente sobre los varios modelos de sociedad, como si los planificadores tuvieran frente a sí un conjunto de piezas perdidas para formar una máquina. Lo que falta es un modelo que trascienda al hombre de modo que ningún mecanismo o ideología pueda imitarlo. Porque, frente a todos los humanismos posibles y su glorificación del hombre, es profundamente cierto que [como dijo Pablo VI] "el hombre por sí mismo no sabe quién es. Le falta el auténtico prototipo de la humanidad. Le falta el verdadero Hijo de Dios: modelo viviente para el hombre verdadero", la base del único humanismo auténtico»[11].

9. La tentación neopagana

En 1987 es el auge neopagano el que encuentra clarificación en su pluma. La humanidad –es la clave de su desarrollo– tiene la necesidad básica de descubrir el significado del mundo. Necesidad que no se satisface por el ejercicio de la razón, sino solamente a través del mito y del símbolo que median entre lo trascendente y lo humano. A pesar de que el mito y el símbolo fueron elementos constitutivos de la cosmovisión cristiana, fueron gradualmente rechazados en la medida en que la Iglesia comenzó a enfatizar el poder del pensamiento racional. A través del ejercicio de la razón, un cristiano «racionalista» puede descubrir algunas verdades, pero la verdad racional nunca es suficiente para mover al asentimiento de la fe al Dios redentor. Así, frente a un cristianismo racionalizado y desmitologizado, muchos han buscado mitos y símbolos alternativos para comprender el mundo. En esto consiste la tentación pagana, por lo que el único modo acertado de oponerse a ella debe ser restaurar lo mítico y lo simbólico en su papel vital para la fe[12].

10. La Iglesia, ante el fin de siglo

Y casi en nuestros días, en uno de sus últimos libros, es la peripecia integral de la Iglesia la que atrae su atención. La Iglesia peregrina de siglos, acosada hoy por el mundo no de frente sino arteramente, por medio de la modernidad, la revolución y el liberalismo. Porque la embestida progresista no puede ser ignorada en sus ribetes más violentos; en cambio, de modo más persistente, solapado y sutil, se produce la infiltración –que provoca el ablandamiento– de lo secular a través de la cultura de la época, penetrándolo todo. El argumento central del libro –según ha expuesto con ejemplar síntesis el profesor Patricio Randle en estas páginas– es que la separación de la Iglesia y el Estado no libró, ni mucho menos, a la Iglesia de sus servidumbres, sino que tan sólo sirvió para mudarlas –agravándolas– bajo la égida de la sociedad civil. Y es que la sociedad civil no sólo ha neutralizado y marginado la religión cristiana, sino que la ha reemplazado por una ideología inmoral y atea que se ha convertido en «confesional» para la mayor parte de los estados de Occidente: el contrato civil es lo único «sacro» en la sociedad civil moderna; sea liberal o socialista; el mundo, emancipado del invariante orden moral, se adora a sí mismo. Más aún, para los modeladores de la mente moderna, esta sociedad civil liberal constituye el acto final de la historia. Y la Iglesia, a este respecto; todavía no ha hecho una opción clara: de ahí la desconcertante ambigüedad, con independencia de la rectitud de intención, de tantas proclamas episcopales y pontificias, y de algunos textos conciliares. Lo notable en esta tesitura es que los católicos han llegado a sentirse como miembros independientes y prácticamente ajenos al mateo magisterial e institucional de la Iglesia. Y es que la Iglesia, después de haber perdido los siglos XVIII y XIX, tampoco ha ganado el XX[13].

11. La Europa entre paréntesis

Son muchos los libros de Molnar que hemos orillado en el modesto y absolutamente desprovisto de pretensiones recorrido anterior. Libros de algún modo enlazados con los que hemos referido, tal es la trabazón y la consistencia que en su aparente inaprehensibilidad tiene la obra de Thomas Molnar. Así, tendríamos que habernos ocupado de ensayos de política exterior como The Two Faces of American Foreign Policy[14]; de filosofía política como L'animal politique[15] o Twin Powers. Politics and the Sacred[16]; de filosofía pura como God and Knowledge of Reality[17], etc. O haber espigado sus abundantes colaboraciones en un número impresionante de revistas de todo el mundo –de las que quizá el redactor de esta nota sólo conoce una pequeña parte, en todo caso significativa de por sí–, o por lo menos las que han visto la luz en Verbo (en los últimos años traducidas por mí), etc. Sin embargo, entiendo que no será preciso sino dedicar unas líneas a los que creo sus «penúltimos» libros –según la pequeña broma con que me permitía comenzar estas líneas–, y un colofón que se las verá con otro más antiguo que deliberadamente he dejado para el final.

En un reciente sobrevuelo de la coyuntura europea ha acertado a captar lo que viene a resultar –en definitiva– la puesta entre paréntesis de Europa. Según su explicación, notablemente precisa, sólo tras los últimos cambios del panorama europeo –con el avance hacia su unidad, la reunificación alemana, la liberación de Europa central y la diáspora del Imperio soviético– alcanzan verdadera significación los cuarenta y cinco años de posguerra. En el este de Europa, los viejos pueblos cristianos tuvieron que sufrir la ocupación bárbara del Ejército soviético. Nada comparable ocurrió en el oeste, si bien se impuso la ideología de los vencedores: el liberalismo «made in USA». Ninguno de los modelos, sin embargo, corresponde al genio y a las tradiciones europeas; y así, al quedar periclitada la fórmula del este, abandonar las raíces de nuestra identidad para intentar ser un segundo Estados Unidos, una imitación, no puede ser sino infecundo. Su viejo desajuste con la ideología americana, en expansión en el mismo momento en que el país que la creó parece descoyuntarse, no le lleva, pues, a un ingenuo europeísmo, sino que –por el contrario– encuentra en éste la huella de aquélla[18].

12. De la «americanología» a la hegemonía liberal

Prosiguiendo las anteriores reflexiones, viene a explicar sobriamente las razones del desequilibrio presente entre las fuerzas civilizadoras, suministrándonos las herramientas para reaccionar de modo sensato contra el disimulado totalitarismo que nos sofoca hoy[19]. Así, ha explicado que la tríada institucional constitutiva de la civilización occidental –Estado, Iglesia y sociedad civil– sufre una degradación profunda. El Estado no es sino un instrumento de gestión en manos de los lobbies, y su democracia desencarnada pero obligatoria disimula un modo de gobierno cada vez más opaco. En cuanto a la Iglesia –considerada como sociedad–, es un grupo de presión entre otros, que ofrece un producto espiritual en el mercado mundial de los valores. En este universo homogeneizado, sometido por entero a las leyes mercantiles dictadas por la sociedad civil reinante, la tolerancia pregonada no es sino la imposición de .un consenso en el que todas las opiniones valen y se anulan a un tiempo. La vida intelectual y espiritual, en consecuencia, se empobrecen, dando .lugar a una tiranía de los medios de comunicación crecientemente embrutecedora y a diversiones cada vez más vulgares. Esta nivelación universal –concluye– resulta también progresivamente más difícil de combatir en cuanto que viene disfrazada de progreso y justificada por las leyes «objetivas» del liberalismo[20].

13. El combate contra la revolución

El ensayo de Molnar que intencionadamente –lo acabo de decir– he dejado para el final es el que se enfrenta con el problema de la revolución y la contrarrevolución. Libro extraordinariamente sugestivo y lleno de calas en problemas hondísimos aunque carente de la nitidez que obras como la del brasileño Correa de Oliveira han alcanzado en el desenvolvimiento del tópico. Nuestro autor toma como consideración inicial el hecho de que es fácilmente demostrable que el contenido ideológico de la contrarrevolución, su concepto de la sociedad, del gobierno y de las leyes, no es menos rico que el que las doctrinas revolucionarias portan. Sin embargo, durante los dos últimos siglos, las doctrinas opuestas al hecho revolucionario no han conseguido ni la misma audiencia ni igual penetración que aquéllas. Indagar las causas de este «fracaso» es el objeto de su obra, convertida en un palenque formidable de defensa de la contrarrevolución al tiempo que en una juiciosa reflexión de las debilidades, sobre todo estratégicas, que suele llevar consigo. En la última página estampa un juicio tremendamente pesimista, buen reflejo de cómo ha concebido su propio ejercicio intelectual y dentro de qué límites lo ha circunscrito: «[…] No hay epílogo para esta historia. Esta no ha terminado todavía; aunque triunfe la revolución, no podrá edificar un orden durable, ya que de sus turbias entrañas sólo puede nacer un estado de permanente desorden, en el que las distintas situaciones se sucederán a un ritmo desenfrenado, porque la revolución está destinada a romper cualquier orden, incluso el que ella establezca momentáneamente. Un régimen revolucionario sólo puede mantenerse si una clase que se beneficia de él lo dirige con férrea mano. Por esta razón una victoria revolucionaria entraña un terrible estancamiento. Por el contrario, si la revolución no consigue triunfar; se convierte en un factor de destrucción en una sociedad no revolucionaria, mina sus bases y la mantiene en un estado de terror. La tarea de los contrarrevolucionarios consiste en defender los principios que mantienen la sociedad en la estabilidad y en el orden. No se ttata de una tarea espectacular, ya que la lucha contrarrevolucionaria no puede tener una victoria final, ni éxitos en el foro público. Sus victorias son las satisfacciones del corazón y del espíritu. Se ttata de una tarea sin final, de una carga cotidiana. Y así, día tras día, debemos ir cumpliéndola con inagotable perseverancia»[21].

14. Coda

Excusada la longitud de la cita en atención a su concisión e interés, sólo queda recordar la semejanza de este juicio con el que el Donoso Cortés «converso», es decir, el Donoso Cortés inmortal, estampó expresando su convicción en el triunfo natural del mal sobre el bien en este mundo. Claro está que la discusión, tal cual, de este juicio, habría de conducirnos derechamente, según se encargó el mismo genial extremeño de recordar, a las atalayas de la teología. Pero quizás desde las mismas, en la consoladora interpretación del «reino de Gris.to» difundida por el padre Ramiere en el siglo pasado y en el que corre por el padre Orlandis y sus discípulos –nuestro admirado Francisco Canals especialmente–, podamos encontrar contrapunto de la tesis molnarianas. Esta, sin embargo, sí que es ya «otra» historia.

 

[1] Cfr. Thomas Molnar, L'hégémonie libérale, Lausana, 1992

[2] Cfr. Id., «La Sociedad "Philadelphia"», Razón Española (Madrid), núm. 14 (1985), págs. 357-361.

[3] Cfr. Id., «El calvario de los escritores exiliados», Verbo (Madrid), núm. 233-234 (1985), págs. 475479.

[4] Id., Utopia the Perrennial Heresy, Nueva York, 1967. Cito por la versión castellana, Buenos Aires, 1970, pág. 240.

[5] Id., op. últ. cit., pág. 237.

[6] Cfr. Jean Marie Domenach y Thomas Molnar, «L'impasse de la gauche», Esprit (París), julio-agosto de 1969. Hay edición castellana bajo el título La izquierda en la encrucijada, Madrid, 1970.

[7] Thomas Molnar, La gauche vue d'en face, París, 1970. Cito por la versión española, Madrid, 1973, pág. 27.

[8] Cfr. Id., Le socialisme·sans visage, París, 1976. Hay edición castellana, Madrid, 1979, passim. Cfr. la recensión de Ángel Maestro en Verbo (Madrid), núm. 183-184 (1980), págs. 517-524.

[9] Id., Le modèle défiguré. L'Amérique de Tocqueville à Carter, París, 1978. Hay edición castellana, México, 1980, pág. 278. Muy interesante es la extensa información bibliográfica que del mismo publicó Juan Vallet de Goytisolo en Verbo (Madrid), núm. 179-180 (1979), págs. 1.323-1.340. Cfr. también la recensión de Ángel Maestro en Razón Española (Madrid), núm. 21 (1987), págs. 125-127.

[10] Id., Authority and its Enemies, Nueva York, 1976. Cito por la versión castellana, Madrid, 1977, págs. 204-205.

[11] Id., Christian Humanism. A Critique of the Secular City and its Ideology, Chicago, 1978, pág. 164. La traducción del texto inglés es mía.

[12] Id., The Pagan Templation, Grand Rapids, 1987. Cfr. la recensión de A. Landa en Razón Española (Madrid), núm. 27 (1988), págs. 121-122, donde critica la segunda parte de la tesis de Molnar, es decir, sin poner en duda d auge del neopaganismo, niega que la racionalización del cristianismo a que alude nuestro autor haya tenido influencia.

[13] Id., The Church Pilgrim of Centuries, Grand Rapids, 1990. Cfr. la recensión de Patricio H. Randle en Verbo (Madrid), núm. 303-304 (1992), págs. 460-476. En relación con este tema podemos citar, también de nuestro autor, su contribución «THe Church at Century's End», Modern Age (Bryn Mawr), verano de 1990, págs. 169-175, y su libro conjunto con Alain de Benoist, L'éclipse du sacré, París, 1986. En Razón Española (Madrid), núm. 30 (1988), págs. 126-127 hay una inteligente recensión, obra de J. L. Núñez, de este libro en el que sus dos autores debaten duramente.

[14] Id., The Two Faces of American Foreign Policy, Nueva York, 1962.

[15] Id., L'animal politique, París, 1974.

[16] Id., Twin Powers. Politics and the Sacred, Michigan, 1988.

[17] Id., God and Knowledge of Reality, Nueva York, 1973.

[18] Id., L'Europe entre parenthèses, París, 1990.

[19] Id., L'Américanologie, Lausana, 1991.

[20] Id., L'hégémonie libérale, cit., passim.

[21] Id., The Counter Revolution, Nueva York, 1969. Hay versión castellana, Madrid, 1975, pág. 171, por la·que cito.