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Número 333-334

Serie XXXIV

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La finalidad del poder

LA FINALIDAD DEL PODER
POR
RAlMUNDO DE M!GUBL
El planteamiento de este problema equivale al que en dere­
cho político
se conoce como el del fin del Estado, al que en defi­
nitiva el poder rige y sirve.
Según Nicolás Pérez Serrano ( «Tratado de derecho político»)
el fin del Estado será distinto según
las diversas concepciones
políticas que
se profesen. Utilitaria: bienestar, felicidad, prospe­
ridad material de los individuos que lo componen. Etica: reali­
zación de la moral y fomento de las virtudes. Jurídica: consecu­
ción y mantenimiento de la libertad ciudadana. Sin que esta
clasificación
sea de límites rígidos, ya que se dan mutuas interfe­
rencias y diversas matizaciones y sin que falte la consideración
del Estado como fin
de sí mismo, al que quedan supeditados sus
súbditos en aras
al interés nacional que se traduce en grandeza
material interior y exterior.
Johannes Messner. ( «El Bien común,
fin y tarea de la Socie­
dad») agrupa las anteriores tendencias en dos. Individualista: fe.
licidad egoísta de los ciudadanos (capitalismo y liberalismo). Co­
lectivista: que somete a la nación a una planificación tecnocrática
a la que han de sujetarse aquéllos.
Enrique Luño Peña ( «Derecho natural») considera que la
perfección del hombre
es la raz6n de la sociedad y el fin de ésta,
ya que en la perfección consiste el bien y éste es triJ¡>le: alcanzar
la virtud moral, conservar la salud y exteriormente
Fonseguir la
riqueza.
Para Enrique Gil Robles ( «Tratado de d. erecho rolítico») el
fin del Estado viene a concretarse en la consecuci61 de la pros-
Verbo, núm. 333-334 (1995), 313-338 .313
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RAIMUNDO DE MIGUEL
peridad pública manifestada a través de la cultura nacional no
interrumpida, como «el conjunto suficiente de bienes morales y
materiales en proporción y relación armónicas para el cumplimien­
to de la totalidad de los fines nacionales».
Vemos
por estas últimas citas cómo se va introduciendo un
nuevo elemento en la consideración del
fin del Estado, declarado
paladinamente
en Santiago Ramfrez, O. P. («Pueblo y gobernan­
tes al servicio del Bien Común»): «Pero además de esta cara
inferior que
mira hacia los individuos que componen la sociedad
en esta vida terrestre, tiene una cara superior que mira hacia Dios,
bien común transcendente y felicidad objetiva de los hombres en
su vida ultraterrestre».
El fin del Estado en la Constitución española de 1978 parece
encontrarse en los artículos
1: «España se constituye en un
estado social y democrático de Derecho, que progunga como
valores superiores de su ordenamiento jurídico
la libertad, la
justicia,
la igualdad y el pluralismo político». Y en el 9.2:
«Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones
para que la libertad y la igualdad de los individuos y de los gtu­
pos en que se integra sean reales y efectivos, remover los obstácu­
los que impiden o dificultan su plenitud
y facilitar la participa­
ción de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cul­
tural y social».
No parece
muy descaminado
incluir estas finalidades en la
concepción jurídica,
con matizaciones, de la clasificación de Pérez
Serrano.
El bien común.
Pío XII en su mensaje de Navidad de 1942, explica muy bien
el concepto del bien común: «El hombre necesita de la sociedad
para su perfección, para
su bien; mas no para el bien de uno solo,
con exclusión de los demás, sino
para el bien de todos y de cada
uno sin excluir a nadie; pues todos y cada
uno necesitan de ella
para adquirir

su
perfección».
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LA FINALIDAD DEL PODER
«El bien común inmanente, es de carácter humano perfectivo
del hombre, implica la remisión
de todas aquellas condiciones
exteriores necesarias al conjunto de los ciudadanos para
el desa­
rrollo de sus cualidades y de sus oficios y deberes, es decir de
su vida material, intelectual y religiosa».
«El bien común transcendente de la sociedad
es el último fin
de la misma
y de las personas humanas que la constituyen, es de­
cir, Dios mismo, causa primera y fin último de todas las cosas,
esencialmente distinto de
las criaturas e independiente· de todas
ellas».
Ya antes, en la enc!clica Summi Pontificatus, el mismo Pío XII,
había escrito: «El bien común no puede quedar determinado por
el capricho de nadie, ni por
la exclusiva prosperidad temporal de
la sociedad civil, sino que debe ser definido de acuerdo con la
perfección
natural del hombre, a la cual está destinada la socie­
dad política por el Creador como medio y como garantía».
El aspecto sobrenatural entra dentro del conoepto jurídico
del bien
común, como nos dice Juan Pablo II en su discurso al
Cuerpo Diplomático ante la Santa Sede (9-1-1989): «La noción
del Estado de Derecho
... se incorpora a la doctrina católica, por
la cual la función del Estado consiste en
permitir y facilitar a
los hombres la realización de los fines transcendentes para lo
cuales están destinados».
Queda pues claramente determinado que los componentes del
bien común son tanto de orden material, como
espiritual y sobre­
natural y que
la realizaci6n de aquél constituye el verdadero fin
del Estado y
el cometido principal del Poder, ya que para la
consecución del mismo
se agrupan los hombres en la sociedad.
Porque en el bien común «encuentra la comunidad política
su
justificación plena y su sentido (Gauáiem et spes, Concilio Vati­
cano
II).
Así lo dice Pío XII en la enc!clica Cum semper, 1943: «Toda
actividad
de Estado, política y económica está sometida a la reali­
zación permanente del bien común».
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RAIMUNDO DE-·MIGUEL
¿En qué consiste el bien común'?
Vemos que el bien común no es el bien público o del Estado,
ni tampoco la suma
de los bienes privados de los individuos in­
tegrados en la sociedad, sino el conjunto de todos ellos, sin olvi­
dar el objetivo superior transcendente referido a Dios, debida­
mente conjugados.
Así pues «el bien común de
la sociedad es la suma de aquellas
condiciones de vida social con las cuales los hombres, las
familias
y las asociaciones pueden lograr con mayor plenitud y facilidad
su propia perfección»
(Gaudium et spes, Concilio Vaticano II).
Y Pío XII en la encíclica Cum semper explica que «el orden
del bien común
es de proporcionalidad (y) señalamos así que con­
tiene un elemento de igualdad y un elemento de diferenciación
y que los dos están íntimamente relacionados: la igualdad de
la
naturaleza humana. . . y la diversidad en la aportación a la coope­
ración social».
Este orden evoluciona constantemente, es progresivo y diná­
mico
y por 1o tanto está sujero a sucesivas adaptaciones.
Además, aun cuando el bien común
sea objetivo principal del
gobernante, no
es privativo del mismo y a él deben cooperar
todos
los ciudadanos. «Todos los indviduos y grupos intermedios
tienen el deber de prestar su colaboración personal al bien común.
De donde se sigue la conclusi6n fundamental de que todos ellos
han de acomodar sus intereses a las necesidades de los demás
y
la de que deben enderezar sus prestaciones en bienes y servicios
a tal fin» (Juan
XXIII, Pacem in terris).
La justicia social.
El bien común se hace posible mediante la aplicación de la
justicia social. «Las instituciones públicas deben conformar
toda
la actividad humana a las exigencias del bien común o sea a la
norma de
la justicia social». (Pío XI, Quadragesimo anno ).
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LA FINALIDAD DEL PODER
«La ¡usticia general es orientada. . . a la relación inversa de
la contemplada por
lá justicia distributiva, es decir a la de las
partes respecto al todo, o sea: no dirigir a distribuir lo común
en beneficio de los miembros
de la comunidad sino a ordenar
lo singular de todos
y cada uno de sus miembros en bien de la
comunidad. Aquí la
parte no es matemática; no es la igualdad
aritmética d geométrica, sino algo más sutil y difícil, el bien
común;
perd el bien común visto con amplitud de horizontes y
con profundidad transtemporal» (Juan B. Vallet de Goytisolo,
«En
tomo al derecho natural»).
Sabida es la clásica· distinción entre justicia comutativa ( que
regula las relacioues entre particulares en
proporción aritmética
o de igualdad), justicia distributiva que hace referencia a la si­
tuación de desproporcionalidad .que se produce en las relaciones
entre el Estado y los ciudadanos, bien en situación ascendente,
como derecho de éstos
frente a aquél (justicia distributiva pro­
piamente dicha), bien en sentido descendente como
exigencia del
Estado a los particulares (justicia legal). Más tarde aparecería en
la doctrina la justicia social con función coordinadora y correctora
de· las otras tres en referencia directa al bien común.
Pero nos encontramos más bien ante una cuestión
dé palabras
m·ás que de conceptos, cuando a las dos funciones geométricas de
la justicia a que nos
hemos referido ( distributiva y legal) se las
agrupa en una sola, más adecuadamente, bajo la denominación
genética de justicia distributiva y a la justicia legal o general ( como
así también se la denomina) se le atribuye carácter complementario
a aquélla y se le asigna como objeto propio de su fin el bien
común. Así. queda resuelto un problema, que planteado desde
el. pun­
to de vista ·expuesto resulta bizantind;
de ·si la justicia legal o
general
es distinta de. la justicia social.
Para llegar a esta conclusión
es preciso separar conceptual­
mente de la justicia social la finalidad exclusiva
de reservarla para
resolver el problema obrero o laboral y sus derivaciones
subsi­
guientes de pobreza, marginación o subdesarrollo, que se conoce
vulgarmente colno la cuestión social y que pretende abordarse
en
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RAIMUNDO DE MIGUEL
concreto mediante la llamada política social. Y si bien la genera­
lización del uso de justicia social apareció en este campo,
es
evidente que él no corresponde más que a una faceta ( ciertamente
quizás
la más importante y acuciante) del bien común general,
que no puede separarse del mismo y dentro del
cual debe con­
templarse su posible resolución. Este sentido omnicomprensivo
de
la justicia social se enuncia por Pío XI, en la Quadragesimo
anno: «Las instituciones públicas deben conformar toda la socie­
dad humana a las exigencias del bien común, o sea a la norma
de la justicia social, con lo cual este importantísimo sector de la
vida
social que es la economía, no podrá menos de encuadrarse
dentro de un orden recto
y sano».
De esta manera justicia social y justicia legal o general son
una misma cosa, tal como aparecen en
la cita transcrita del maes­
tro Juan Vallet.
De lo expuesto es importante sacar la consecuencia de que
los deberes nacidos de
la exigencia del bien común, son deberes
de justicia
y que por lo tanto su cuplimiento, cuando no se efectúe
voluntariamente, debe ser exigido coactivamente por el poder
público, cuya finalidad, hemos visto,
es la de la realización del
bien común social
y al que deben cooperar también los individuos
y las asociaciones. Lo dice Pío XI, en la encíclica Divinis redem­
toris: «Es precisamente propio de la justicia social exigir de los
individuos todo lo necesario para el bien común».
La doctrina social de la Iglesia.
La doctrina social cristiana, tal como ahora la entendemos,
empezó a elaborarse metódicamente con las «novedades»
socio­
económicas que motivaron la publicación de la encíclica Rerum
Novarum por León XIII en 1891, «sobre la situación de los obre­
ros». Pero la preocupación concreta sobre este tema no se separa
de la concepción
general del bien común: «¿Acaso no lleva esto
consigo
el significado genuino del bien coinún que el Estado está
llamado a
proponer?» (Pío XII. Alocución en conmemoración del
cincuenta aniversario de
la Rerum Novarum, 1 de junio de 1941).
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LA FINALIDAD DEL PODER
De lo que la doctrina social cristiana se ocupa más detenida­
mente
es de un aspecto parcial de ese bien común general, que
pudiéramos llamar
el laboral, pero necesario e imprescindible para
conseguir aquél.
Así Juan XXIII (Pacem in terris) tomando palabras de su
antecesor León
XIII, dice: « Y de ninguna manera se ha de caer
en
el error de que la autoridad civil sirva al interés de uno o de
pocos, habiendo sido establecida para procurar el bien de todos.
Sin embargo
razones de justicia y de equidad pueden tal vez exi­
gir que los Poderes públicos tengan especial consideración hacia
los miembros
más débiles del cuerpo social, encontrándose éstos
en condiciones de inferioridad para hacer valer sus propios dere­
chos y para conseguir
sus legítimos intereses». Y Juan Pablo II
(Solicitudo rei socia/is): «Esta determinación (la solidaridad) se
funda en la firme convicción de que lo que frena el pleno desa­
rrollo es aquel afán de ganancia y aquella sed de poder de que se
ha hablado».
La progresividad y aceleración de los acontecimientos ha hecho
trasladar la preocupación de la Iglesia,
del primitivo problema
obrero,
más bien encerrado en la órbita de cada Estado, al del
desarrollo universal, con la atención al «tercer mundo» ( diferen­
ciación entre
el norte y el sur) y a los problemas, de la migración
y la marginación social ( cuarto mundo).
No podemos entrar en detalles de la doctrina
social de la
Iglesia, pero sí considerar los principios fundamentales en que se
apoya y que son, a mi juicio: el bien común, la.dignidad de la
persona hnmana, el trabajo, la propiedad y el destino universal
de los bienes, la subsjdiaridad y
la solidaridad.
Sobre el
bien común ya creo que he hablado lo suficiente
como para no tener que
repetirme aquí y a ello me remito. Tra­
taré pues separadamente
de los otros principios enunciados.
La dignidad de la persona humana.
«En toda humana convivencia bien organi2ada y fecunda hay
que colocar como fundamento
el principio de que todo ser hu-
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RAIMUNDO DE MIGUEL
mano es persona, es decir, una naturaleza dotada de inteligencia y
de voluntad libre y que, por tanto, de esa misma naturaleza di­
rectamente nacen al mismo tiempo derechos y deberes que, al ser
universales e inviolables, son también absolutamente inalienables».
« Y si consideramos la dignidad de la persona humana a la luz de
las verdades reveladas,
es forzoso que la estimemos todavía mucho
más, dado que el hombre ha sido redimido con la sangre de J esu­
cristo, la gracia sobrenatural le ha hecho hijo y amigo de Dios y
le ha constituido heredero de la gloria eterna» (Juan
XXIII, Pa­
cem in terris ).
«No seria verdaderamente digno del hombre un tipo de desa­
rrollo que no respetara y promoviera los derechos humanos, per­
sonales
y sociales, económicos y políticos, incluidos los derechos
de las nacfones y de los pueblos». «Hoy, quizá
más que antes, sé
percibe con mayor claridad la contradicción intrínseca de un de­
sarrollo que fuera solamente económico. Este subordina fácil­
mente la persona humana y sus necesidades más profundas a las
exigencias de la plauificación económica o de la ganancia exclusi­
va». «La
conexión intrínseca entre desarrollo auténtico y respeto
de
los derechos del hombre demuestra una vez más su carácter
moral;
la verdadera elevación del hombre, conforme a la vocación
natural e histórica de cada uno, no
se alcanza explotando sola­
mente la abundancia de bienes y servicios, o disponiendo de in­
fraestructuras perfectas»·. (Juan Pablo II, Solicitudo rei socialis).
Por esto dice el mismo
Papa en la Centesimus annus, «que
el error fundámental del · socialismo es de · carácter antropológico.
Efectivamente;
considera a todo hombre como un simple elemento
y una molécula del organismo social, de manera que el 'bien del
individuo
se subordina al funcionamiento del mecanismo econó­
mico social. Por otra parte considera que este mismo bien pueda
ser
alcanzado al. margen de su opción autónoma, de su responsa­
bilidad asumida única y exclusivamente entre el bien y el mal. El
hombre queda así reducido
.. a .. una serie de relaciones sociales,
desaparecido
el concepto de persona como sujeto autónomo de
decisión moral que
es quien ·edifica el orden social, mediante tal
decisión».
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LA FINALIDAD DEL PODER
Por otra parte en la misma encíclica se lee: «Por encima de
la lógica de los intercambios a base de parámetros y
. de sus formas
justas, existe algo que es debido al hombre porque es hombre,
en virtud de su eminente dignidad» ( el subrayado
es núo ).
Obsérvese que Juan Pablo II, parte del supuestd de relacio­
nes inicialmente
iustas, pero que no obstante hay que rectificar
para conseguir el bien común. Ello explica el contenido comple­
mentario y corrector en el que consiste la justicia social, sobre
las demás clases de justicia.
El trabajo.
Como consecuencia obligada del anterior principio, la doctri­
na social de la Iglesia da preferente relevancia al trabajo humano,
bajo cualquier forma en que se manifieste, como expresión
direc­
ta de la actividad y realización de la persona.
Juan Pablo
II (Laborem exercens) nos dice que cualquier so­
lución que se pretenda en el orden socioeconómico se debe ante
todo recordar un principio siempre ensefíado por la Iglesia. Es
el principio de la prioridad del trabajo sobre el capital. Este prin­
cipio
se refiere directamente al proceso mismo de la producción,
respecto al cual el trabajo
es siempre una causa eficiehte primaria,
mientras que el
capital, siendo el conjunto de lds medios de pr<>'
ducci6n, es sólo un instrúmento a la causa instmmental.
«De este modo [mediante el trabajo] han surgido no sólo los
instrumentos
más sencillos que sirven para el cultivo de la tierra,
sino también
--con un proceso adecuado de la ciencia y de la
técnica-las más modernas y complejas: las máquinas, las fábri­
cas, los laboratorios y las computadoras. Así, todo lo que sirve
al trabajo, todo lo que constituye -en el estado actual de la
técnica-su instrumento cada vez más perfeccionado, es fruto
del trabajo».
«Así pues
el principio de la prioridad del trabajo respecto
del capital es un postulado que
pertenece al orden de la moral
social». « Y que así se enlaza, como una lógica consecuencia del
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RAIMUNDO DE MIGUEL
principio inicial de la dignidad del hombre, que supone la pri­
macía de
las personas sobre las cosas».
El desconocimiento de este principio dio lugar al nacimiento
de la
tradicional división tripartita de los elementos integrantes
de la produoción:
naturaleza (inicial aportación como don divino,
en la realidad física en la que habitamos); trabajo ( esfuerzo hu­
mano en dominarla
y sacar sus frutOs); y capital (consecuencia
del trabajo acumulado como ahorro). La
economía liberal dio
preferencia absoluta al capital,
al que concedió la iniciativa, di­
rección y dominio de la producción (y que pretendió incluso
incorporarse la naturaleza, como una forma de propiedad) sobre
el trabajo, al que considera como
un mero factor económico, como
una
mercancía sujeta a la ley de la oferta y la demanda y al hom­
bre como
un mero instrumento de la producción.
Este planteamiento
es falso. La Laborem exercens sigue di­
ciéndonos, en razón a los párrafos antes transcritos, que el separar
el trabajo del capital
y contraponer uno a otro «es un error
economicista, al considerar el trabajo humano según su finalidad
económica ;
cuando por el contrario habría que tratar de asociar,
en cuanto sea posible,
. el trabajo a la propiedad del capital y dar
vida a una gama de cuerpos intermedios con finalidades económi­
cas, sociales, culturales; cuerpos que gocen_ de una autonomía
efectiva respecto a los poderes públicos, que persigan sus objetivos
específicos manteniendo relaciones de colaboración leal y mutua,
con subordinación a las exigencias del bien común
y que ofrezcan
forma y naturaleza de comunidades vivas; es decir que los miem­
bros respectivos sean considerados y tratados como personas
y
sean estimulados a tomar parte activa en la vida de dichas comu­
nidades». Pero aún debe precisarse que no puede considerarse
al tra­
bajo
de una manera general, en sentido abstracto y objetivo ( aun
cuando se valore su importancia
y su prioridad), sino de manera
subjetiva, en la concreción
de la persona que lo realiza. «El primer
fundamento del
valor del trabajo está en función del hombre» y
no el hombre «en función del trabajo». «Esta dimensión, es de­
cir, la realidad completa del orden del hombre del trabajo, tiene
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LA FINALIDAD DEL PODER
preferencia sobre la dimensión objetiva» (Juan Pablo II, Laborem
exercens).
La remuneración del traba¡o.-Los presupuestos anteriores
nos llevan a la consideración de
las dos facetas que a este respecto
tiene el trabajo, según
León XIII (Rerum novarum): la personal,
que permite una libertad en la aceptación de la retribución ofre­
cida
y la necesaria, «separable sólo en el concepto pero no en la
realidad», que impide que la cuantía del salario por «justicia
na­
tural, superior y anterior a la libre voluntad de las partes contra­
tantes», «no debe ser, en manera alguna, insuficiente para alimen­
tar a un obrero frugal y morigerado». «Que debe ser lo suficiente
amplio para sustentarse a sí mismo, a su mujer
y a sus hijos».
Avanzando en
el análisis de esta cuestión, Juan Pablo II en
la
Laborens exercens, distingue entre el empresario directo y el
empresario indirecto: «distinción muy importante en
considera­
ción de la organización real del trabajo y de la posibilidad de
instaurar relaciones justas o injustas en
el sector del trabajo».
«Si
el empresario directo es la persona o institución con la
que el trabajador estipula directamente el contrato de trabajo
según determinadas condiciones, como empresario indirecto
se
deben entender muchos factores diferenciados, además del em­
presario directd, que ejercen determinado influjo sobre el modo
en que
se da forma, bien sea al contrato de trabajo, bien sea, en
consecuencia, a las relaciones más o menos justas en
el sector del
trabajo humano».
«En el concepto de empresario indirecto entran tanto las
persdnas como las instituciones de diverso tipo, así como también
los contratos colectivos de trabajo
y los principios de comporta­
miento, establecidos por estas personas e instituciones, que
de­
terminan todo el sistema sdcioeconómico a que derivan de él».
«El concepto de empresario indirecto
se puede aplicar a toda la
sociedad y en primer lugar al Estado. En efecto es el Estado el
que debe realizar una política laboral justa». Este criterio parece
que puede hacerse extensivo a
las relaciones entre los Estados
en orden
al subdesartollo de los pueblos.
«La responsabilidad del empresario indirecto
es distinta de
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RAIMUNDO DE MIGUEL
la del empresario directo.... el empresario indirecto determina
sustancialmente uno u otro aspecto de la relación de trabajo y
condiciona de este modo el comportamiento del empresario di­
recto cuando este último determina el contrato y las relaciones
laborales. Esta constatación no tiene
como finalidad la de eximir
a este último de su propia responsabilidad, sino únicamente de
llamar
la atención sobre todo el entramado de acontecimientos
que influyen en su comportamiento. Cuando se trata de determi­
nar una política laboral correcta desde el punto de vista ético, hay
que tener presente todos estos condicionamientos».
Al empresario indirecto le corresponde principalmente la lu­
cha contra el desempleo; al empresario directo la retribución de
un salario justo que tenga en cuenta
las necesidades de la familia,
bien mediante el salario familiar o bien mediante otras medidas
sociales,
como el subsidio familiar o las ayudas a la madre que
se dedica exclusivamente a la familia. Pío XII en la Quadragesimo
anno añade que sea suficiente para que mediante el ahorro pueda
constituir un pequeño patrimonio y gozar de lo que hoy llamamos
seguridad social.
La
Laborem exercens termina el tema indicando los tres pun­
tos que hay que considerar para regular y determinar el salario
justo: sustento del trabajador y su familia. Situación de la em­
presa. Necesidad del bien común (que no rebase los justos límites).
El contrato de sociedad.-Sin embargo había bastantes estu­
diosos de la doctrina social cristiana que consideraban el contrato
de trabajo como injusto
y por lo tanto el sistema de retribución
del trabajo por salario, propugnando su sustitución por
el con­
trato de sociedad, dada la asociación que debe existir entre el
capital
y el trabajo.
Aunque Pío
XI, en su endclica Quadragesimo anno no deja
capital o únicamente al trabajo
lo que es resultado de la efectiva
unidad
la eficacia del otro, trate
de arrogarse para sí todo lo que hay en
el efecto» ; sale al paso «indudablemente una inexactitud y calumnia gravemente a nues-
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LA FINALIDAD DEL PODER
tro antecesor cuya encíclica (la Rerum novarum) no solamente
admite
el salariado, sino que incluso se detiene Jargamente en
explicatlo».
«De todos modos --- forme con las actuales condiciones de convivencia humana que,
en
la medida de lo posible, el contrato ds, trabajo se suavizara
mediante el contrato
de sociedad ... De este modo, los obreros y
empleados
se hacen socios en el dominio y en la administración
o participan, en cierta medida, de los beneficios petcibidos».
Juan
XXIII en la Mater et magistra manifiesta su «convicción
de que los obreros piden con justicia se les llame a tomar parte
en
la empresa a que están adscritos y a la que prestan su trabajo,
sin que puedan
. establecerse límites firmes y precisos cómo hayan
de ser dichas participaciones, puesto que dependen de las condi­
ciones concretas
de· cada empresa, condiciones que distan tanto
de ser idénticas en todas, cuanto que aun dentro de una misma
empresa con frecuencia cambian súbita y profundamente».
«Esto exige, desde
lus,go, que las relaciones entre empresarios
y dirigentes y los obreros de la misma empresa, se inspiren en el
respeto mutuo, en las estimación y
la benevolencia; exige además,
que todos colaboren como a
la obra común, en sincera y efectiva
coordinación
de. esfuerzos, y que realicen su trabajo no sólo por­
que en ello obtienen una
gru,ancia, sino también como el l'lm­
plimiento
de un deber que se les confía, y prestan un servicio
que redunda también en provecho de
)os demás».
«Nadie duda, en efecto, de que una sociedad que vele cuida­
dosamente por la dignidad del hombre tiene que defender
la
necesaria y efectiva unidad de su clirección ; pero de esto no sigue
en modo alguno que quienes prestan cotidianamente su trabajo
en ella
se comporten como simples auxiliares, nacidos para cum­
plir órdenes en silencio, a los cuales
no les estuviera permitido
interponer ni su parecer ni su experiencia, sino que hubieren de
permanecer pasivos cuando
se decide sobre el empleo o dirección
de su trabajo».
La constitución
Gaudium et spes del Concilio Vaticano II,
también se pronuncia a favor de la participación de todos los tra-
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bajadores en la gestión. de la empresa; así como en las institucio­
nes
. públicas donde se toman decisiones económicas y sociales
que les afectan.
Pío
XII en su discurso a la Unión Internacional de Asocia­
ciones Patronales Católicas
( 7 de mayo de 1949) mantiene las
líneas de participación (posteriores en el tiempo) que hemos re­
cogido de Juan XXIII. Pero es muy intetesante tenet en cuenta
los
términos de precisión conceptual y de prudencia operativa
con los que aquel
Pontífice se pronuncia en otro discurso (3 de
junio de 1950)
al Congreso Internacional de Estudios Sociales:
« Un peligro similar ( mentalidad marxista) se presenta igualmente
cuando se exige que los asalariados pettenecientes a una empresa
tengan en ella
el derecho de cogestión económica, sobre todo
cuando el ejetcicio de ese detecho supone,
en realidad, de modo
directo o indirecto, organizaciones dirigidas al margen de la
em­
presa. Pero ni la natutaleza del contrato de trabajo ni la natura­
leza de la empresa implican necesariamente por sí mismas
un de­
recho de esta clase». «No por ello se desconoce la utilidad de
cuanto
se ha realizado hasta el presente en este sentido en diver­
sas formas en común beneficio de los obreros y de
los propieta­
rios
; pero en razón de principios y de hechos, el derecho de
cdgestión económica que
se reclama está fuera del campo de estas
posibles realizaciones».
A mi juicio puede concluirse este apartado diciendo que el
contrato de trabajo
es perfectamente lícito siempre que el salario
sea justo ; que
es posible la distinción conceptual y de hecho en­
tre participación ( intervención en asuntos que afectan directamen­
te al trabajador) y cogestión (entrada en los órganos directivos
de la empresa); y que es deseable que se llegue pronto a un clima
que permita asimilar
el contrato de trabajo al de sociedad, tanto
en cuanto a la participación en la empresa, como en la distribu­
ción de beneficios.
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LA FINALIDAD DEL PODER
La propiedad y el destino universal de los bienes.
León XIII en la Rerum novarum confirma la enseñanza ge,
neral ele la Iglesia de «que poseer algo en privado como propio
es un derecho dado al hombre por la naturaleza». Y considera al
trabajo como origen y título de la propiedad privada.
Y es, por otra parte, garantía de
la libertad y responsabilidad
de la persona humana. «La propiedad,
como las demás formas
de dominio privado sobre los bienes exteriores contribuye a 1a
expresión de la persona y le proporciona ocasión de ejercitar su
función responsable en la sociedad y en la
economía». «La pro­
piedad privada o un cierto dominio sobre
los bienes externos
aseguran a cada cual una zona absolutamente necesaria
ele auto­
nomía personal y familiar y deben ser considerados
como una
ampliación de la libertad humana»
(Gaudium et spes, Concilio
Vaticano
II).
Desarrollando este criterio, Pío XII decía a los delegados de
la Unión Internacional de Asociaciones Patronales Católicas, en
7 de mayo de 1949, lo siguiente: «El propietario de los medios
de producción, quienquiera que sea
-propietario particular,
asociaciones
ele obreros o fundación-debe, siempre en los límites
del derecho público de la economía, permanecer dueño de
sus
decisiones económicas. Se comprenderá que el beneficio que él
percibe sea más elevado que el ele sus colaboradores. Pero de ello
se sigue que la prosperidad material de todos los miembros del
pueblo, que
es el fin ele la economía social, le impone, a él más
que a los otros, la obligación de contribuir por el ahorro, al acre­
centamiento del capital nacional».
Se desprende de lo transcrito que el derecho de propiedad se
extiende también a
los medios de producción, por algunos negado
o puesto en duda.
Sin embargo, aun manteniendo esta doctrina, Juan Pablo
II,
en la Laborem exercens advierte que «sigue siendo inaceptable la
postura del rígido capitalismo que defiende el derecho exclusivo
a
la propiedad privada de los medios de producción, como un
327
Fundaci\363n Speiro

RAIMUNDO DE MIGUEL
dogma intocable en la vida económica. El principio del respeto
al trabajo, exige que este derecho se someta á una revisión cons­
tructiva en la teoría y en la práctica. En efecto, si es verdad que
el capital, al igual que el conjunto de los medios de producción,
constiruye a su vez el producto del trabajo de generaciones,
en·
tonces no es menos verdad que ese capital se crea incesantemente
gracias al trabajo llevado a cabo con la ayuda de ese mismo con­
junto de medios de producción, que aparecen como un lugar de
trabajo en el que, día a día, pone su empeño la presente genera­
ción de trabajadores».
De aquí que para Juan Pablo
II, adquieran un particular re­
lieve ciertas propuesta «que se refieren a la copropiedad de los
medios de trabajo, a la participación de los trabajadores en
la
gestión o en los beneficios de la empresa, el llamado accionariado
del trabajo y otros semejantes. Independientemente de la posibi­
lidad de aplicación concreta
de estas diversas propuestas, sigue
siendo evidente que
el reconocimiento de la justa posición del
trabajo y del hombre del trabajo dentro del proceso productivo
exige varias adaptaciones en el ámbito del derecho de propiedad
de los medios de producción».
«Por consiguiente si
la posición del rigido capitalismo debe
ser sometida continuamente a revisión con vistas a una reforma ...
éstas no pueden llevarse a cabo mediante la eliminación apriorís­
tica de
la propiedad privada de los medios de producción».
El destino universal de los
bienes.-Vemos como el derecho
de propiedad privada no puede concebirse como absoluto y de
manera exclusiva y excluyente. La Iglesia siempre ha enseñado
que la propiedad tiene una función social que León
XIII en la
Rerum novarum, formula así: «Todo aquel que ha recibido abun­
dancia de bienes, sean éstos del cuerpo o externos, los ha recibido
para perfeccionamiento propio,
y, al mismo tiempo, para que,
como ministro de la providencia divina, los emplee en beneficio
de los demás». Función social de la propiedad en que la vuelve
a insistir Juan
XXIII en la Mater et magistra.
El Concilio Vaticano
II, en la Gaudium et spes enseña: «Dios
ha destinado
la tierra y cuanto ella contiene para uso de todo el
328
Fundaci\363n Speiro

LA FINALIDAD DEL PODER
género humano. En consecuencia los bienes creados deben llegar
a todos en forma justa, bajo la égida de
la justicia y con la com­
pañía de la caridad. Sean las que sean las formas de propiedad
adaptadas a las instituciones legítimas de los pueblos, según
cir­
cunstancias diversas y variables, jamás debe perder de vista este
destino universal de
los bienes. Por tanto, el hombre, al usarlas,
no debe tener las cosas exteriores que legítimamente
posee como
exclusivamente suyas, sino también co,mo comunes, en el sentido
de que no le aprovechan a él solamente, sino también a los demás».
Es más, el destino universal de
los bienes prima sobre la pro­
piedad privada. «La tradición cristiana no ha sostenido nunca
este derecho (propiedad privada) como absoluto e intocable. Al
contrario siempre lo ha entendido en el contexto
más amplio del
derecho común de
todos a usar los bienes de la entera creación ;
el derecho a la propiedad privada, como subordinado al derecho
al uso común, al destino universal de los bienes» (Juan Pablo II,
Laborem exercens ). O éste como superior a aquél, como dice
Juan
XXIII en la Mater et magistra.
Y lo vuelve a repetir Juan Pablo Il en la Centesimus annus:
«Es necesario recordar una vez más aquel principio peculiar de la
doctrina cristiana: los bienes de este mundo están originaria­
mente destinados a todos. El derecho a la propiedad ptiváda
es
válido y necesario, pero no asume el valor de tal principio. En
efecto sobre ella grava una
hipoteca social, es decir, posee como
cualidad intrínseca, una función social fundada y justificada pre­
cisamente en
el destino universal de los bienes».
Suhsidiaridad.
Este principio quedó definido magistralmente por Pío XI en
la
Quadragesimo anr¡o, de tal manera que ha hecho fortuna y
procediendo del campo s_ocial ha sido aceptado en los. demás,
especialmente en lo
político, unánime y universalmente.
El Papa lo formuló
así: «Sigue no obstante en pie y firme
en
la filosofía social aquel gravísimo principio inamovible e in-
329
Fundaci\363n Speiro

RAIMUNDO DE MIGUEL
mutable: como no se puede quitar a los individuos y darlo a la
comunidad lo que ellos pueden realizar por su propio esfuerzo
e industr_ia, así como tampoco es justo, .constituyendo un gran
perjuicio y perturbación dd recto orden, quitar a las comunida­
des menores lo que ellas pueden hacer y proporcionar, y dárselo
a una sociedad mayor
y más elevada, ya que toda acción de la
sociedad, por su propia fuerza y naturaleza debe prestar ayuda a
los miembros del cuerpo social, pero no destruirlos y absorberlos».
La aplicación de este principio tiene aquí una referencia es­
pecial a la intervención del Estado en la vida socioeconómica
( que
al ser necesaria por otra parte, exige un delicado equilibrio
para no herirle) y
al fenómeno de la socialización, al que se re­
fiere Juan XXIII en la Mater et magistra. De aquí su fundamental
importancia dentro de la doctrina social cristiana.
Solidaridad.
La solidaridad entre los distintos individuos y grupos que
componen la sociedad,
es el elemento básico para que pueda ac­
tuarse el bien común de todos ; solidaridad que se extiende más
allá de las fronteras nacionales y abarca al género humano.
Juan Pablo
II en la Solicitudo reí socialis, explica en qué
consiste la solidaridad: «Ante todo se trata de la interdependencia
percibida como un sistema determinado de relaciones en
el mundo
actual, en
sus efectos económico, cultural, político y religioso y
asumido con categoría moral. Cuando
la interdependencia es re­
conocida así, su correspondiente respuesta, como actitud moral
y social y como virtud, es la solidaridad. Al contrario es la de­
terminación firme y perseverante de empeñarse por el bien co­
mún; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos
sean verdaderamente responsables de todos». «El ejercicio de la
solidaridad dentro de cada sociedad es válido sólo cuando
sus
miembros se reconocen unos a otros como personas. Los que
cuentan más, al disponer de una mayor porción de bienes y ser­
vicios comunes, han de sentirse responsables de los más débiles,
330
Fundaci\363n Speiro

LA FINALIDAD DEL PODER
dispuestos a compartir con ellos lo que posean. Estos por su
parte en la misma línea de solidaridad, no deben aceptar una
postura meramente pasiva o destructiva del tejido social y, aun­
que reivindiquen sus legítimos derechos, han de realizar lo que
les corresponde para bien de
todos. Por su parte los grupos in·
termedios, no han de insistir egoísticamente en sus intereses par­
ticulares, sino que deben respetar los intereses de los demás».
«El mismo criterio se aplica por analogía, en las relaciones inter­
nacionales.
La interdependencia debe convertirse en solidaridad
fundada en el principio de que los bienes de la creaci6n están
destinados a todos». «De esta manera la solidaridad que
propo­
nemos es un camino hacia la paz y hacia el desarrollo».
En la Popularum progresio de Juan X.XIII encontramos más
ampliado este último aspecto: «Los pueblos ya desarrollados
tienen la obligaci6n gravísima de ayudar a los países en
desarro­
llo.
Se debe poner en práctica esta enseñanza conciliar. Si es ver.
dad que una poblaci6n sea el primer beneficiario de los dones
otorgados por la Providencia, como fruto de su trabajo, no puede
ningúu pueblo, sin embargo, pretender reservar sus rique2as para
su uso exclusivo. Cada pueblo debe producir más y mejor, a la
vez para dar a sus súbditos un nivel de vida verdaderamente hu·
mano y para contribuir también al desarrollo solidario de la hu­
manidad. Ante la creciente indigencia de los pueblos
subdesarro­
llados, se debe considerar como normal el que un país desarrollado
consagre una parte su producci6n a satisfacer las necesidades de
aquéllos; e igualmente normal que forme educadores, ingenieros,
técnicos, sabios, que pongan su ciencia y su competencia al ser­
vicio de ellos. Hay que decirlo una vez más: lo superfluo de los
países ricos debe servir a
los países pobres. La regla que antigua­
mente valía en favor de los más cercanos debe aplicarse hoy a la
totalidad de las necesidades del mundo».
La misma encíclica extiende la solidaridad a las relaciones
comerciales entre países ricos y países pobres, que deben estar
presididas por la equidad. «Es decir que la regla
de libre cambio
no
puede seguir rigiendo ella sola las relaciones internacionales.
Sus ventajas son ciertamente evidentes cuando las partes no se
331
Fundaci\363n Speiro

RAIMUNDO DE MIGUEL.
encuentran en condiciones demasiado desiguales de potencia eco­
nómica». «Pero ya no
es lo mismo cuando las condiciones son
demasiado desiguales de
país a país: los precios que se forman
libremente en el mercado pueden llevar consigo a resultados poco
equitativos». Y encontramos como conclusión un razonamiento
similar al último del párrafo anteri acerca del justo salario individual,
lo es también respecto a los
contratos internacionales: una economía de intercambio no puede
seguir descansando sobre la ley de la libre concurrencia, que en­
gendra demasiado a menudo una dictadura económica.
El libre
cambio sólo es equitativo si está sometido a las exigencias de la
justicia social».
La solidaridad significa muy especialmente
la opción o el
amor preferencial
por los pobres que predica la Iglesia.
¿
Una tercera vía?
Algunos consideran que la doctrina social de la Iglesia ven­
dría a ser como una tercera
vía entre el socialismo y el capitalis­
mo, con
un contenido socioeconómico completo y de aplicación
práctica. Pero eso sería una
utopía (empleando la misma palabra que
utilizó Juan Pablo
II contestando a un periodista de La Stampa
que le hizo una pregunta en tal sentido, en entrevista de 11 de
diciembre de 1992). Ya mucho antes Pablo
VI, en la Octogesima
adveniens,
había salido al paso de esa opinión diciendo que la
Iglesia no tiene soluciones técrúcas, que no son de su competen­
cia, y que no propone sistemas o programas económicos o polí­
ticos, sino que su enseñanza se dirige a orientar la conducta de
las personas.
Lo confirma Juan Pablo U en la
Solicitudo rei socia/,is. Oiga­
mos sus palabras: «La doctrina social de la Iglesia no es, pues,
una
tercera via entre el capitalismo liberal y el colectivismo mar­
xista, y ni siquiera una posible alternativa a otras soluciones menos
contrapuestas radicalmente,
sinO que tiene una categoría propia.
332
Fundaci\363n Speiro

LA FINALIDAD DEL PODER
No es tampoco una ideología, sioo la cuidadosa formulación del
resultado de una atenta reflexión sobre
las complejas realidades
de
la vida del hombre en la sociedad y en el contexto ioternacio­
nal, a
la luz de la fe y de la tradición eclesial. Su objetivo prioci­
pal
es ioterpretar esas realidades, examinando su conformidad o
diferencia con lo que el evangelio enseña· acerca del hombre
y su
vocación terrena y, a la vez, transcendente, para orientar en con­
secuencia la conducta cristiana. Por lo tanto no pertenece al cam­
po de la ideología, sioo al de la teología, y especialmente de la
teología moral».
Y en la
Centesimus annus afirma rotundamente: «La Igl~sia
no tiene modelos para proponer». En la sesión ioaugural de la
Pontificia Academia de Ciencias Sociales, el 25 de noviembre de
1994, Juan Pablo
II vuelve a decir: «Sio embargo, como muchas
veces ha puesto de relieve, la Iglesia no tiene competencia para
llevar a cabo análisis científicos, tampoco tiene soluciones
técni­
cas que ofrecer, ni quiere garantizar modelo técnico alguno de
explicación de los fenómenos sociales, ni sistema concreto alguno
de sociedad, pero defiende
el lugar primordial del hombre, según
el plan de Dios, y recuerda los deberes que
se derivan de su dig­
nidad de persona que vive en sociedad».
Entonces cabe preguntarse,
¿ qué operatividad tiene la doc­
trioa social de la Iglesia? Y puede responderse con las palabras
de Pablo
VI en la Octogesima adveniens: «Los seglares deben
asumir como tarea propia la renovación del orden temporal ; si
la función de la jerarquía es la de enseñar e iorerpretar auténtica­
mente los principios morales a
s~ en este campo, pertenece a
ellos, mediante sus iniciativas y sin. esperar pasivamente consig­
nas y directtices, penetrar del espíritu cristiano la mentalidad y
las costumbres, las leyes y las estructutas de su comunidad de
vida».
No obstante, no hay tampoco que pensar en que la doctrina
social cristiana
sea una especie de angelismo. Ya hemos señalado
bastantes puntos socioeconómicos muy concretos para -la ·orienta­
ción de la conducta moral. En la Centesimus annus de Juan Pa­
blo II, encontramos otros indicativos, si cabe más precisos, que
333
Fundaci\363n Speiro

RAIMUNDO DE MIGUEL
demuestran como la Iglesia tiene los pies sentados sobre las reali­
dades
terrenas, Asi, por ejemplo, señala como puntos que hay
que tener en cuenta para una
actuación efectiva en el terreno so­
cioeconómico, la economía de empresa, el libre mercado y la fun­
ción de los beneficios como indices
de la buena marcha de una
empresa y
la concepción de ésta como una comunidad de hombres.
Para una visión simplista y precipitada
podría pensarse que
la enunciación
de estos puntos de partida, significan un pronun­
ciamiento a favor del capitalismo. En la misma encíclica se
res­
ponde a esta objeción contestando a la pregunta que en ella se
hace: «¿Es decir que, después del fracaso del comunismo, el sis­
tema vencedor sea el capitalismo y que hacia él están dirigidos
los esfuerzos
de los países que tratan de reconstruir su economía
y su sociedad?».
«La
respuesta es obviamente compleja. Si por capitalismo se
entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamen­
tal positivo de la empresa,
del mercado, de la propiedad y de la
consiguiente responsabilidad para con los medios de producción,
de la libre. creatividad humana en el sector de
la economía, la
respuesta es ciertamente positiva, aunque quizá sería más apro­
piado hablar de
economla de empresa, economia de mercado, o
simplemente de
economla libre. Pero si por capitalismo se entien­
de un sistema en el cual
la libertad, en el ámbito económico, no
está encuadrada en un sólo contexto jurídico que le ponga al ser­
vicio de la libertad humana integral y la considere como una par­
ticular disminución de la misma, cuyo centro
es ético o religioso,
entonces la respuesta es absolutamente negativa».
«La solución marxista ha fracasado pero permanecen en el
mundo fenómenos de marginación y explotación, especialmente
en el Tercer Mundo, asi como formas de alienación humana
es­
pecialmente en los países avanzados; contra tales fenómenos se
alza con firmeza la voz de la Iglesia. Ingentes muchedumbres viven
aún en condiciones de
gran miseria material y moral. El fracaso
del sistema comunista en tantos países
elimina ciertamente un
obstáculo a
la hora de afrontar de manera adecuada y realista
estos problemas, pero
eso no basta para resolverlos. Es más, e:xis-
334
Fundaci\363n Speiro

LA FINALIDAD DEL PODER
te el riesgo de que se difunda una ideología de tipo capitalista,
que rechace incluso el tomarlos en consideración, porque a priori
considera condenado al fracaso todo intento de afrontarlos y, de
forma fideísta
confía su solución al libre desarrollo de las fuerzas
del mercado».
Se condena la llamada sociedad del bienestar o de consumo:
«Esta tiende a derrotar al marxismo
, en el terreno del puro ma­
terialismo, mostrando cómo una sociedad de libre mercado es
capaz de satisfacer las necesidades humanas más plenamente de
lo que aseguraba el comunismo y excluyendo también los valo­
res espirituales. En realidad si por un lado es cierto que este
modelo social marca
el fracaso del marxismo para construir una
sociedad nueva y mejor, .por otro, al negar su existencia autónoma
y su valor a la moral y al derecho, así cOmo a la cultura y la re­
ligión, coincide con el marxismo en el reducir totalmente al hom­
bre a
la esfera de lo económico y a la satisfacción de las necesi­
dades materiales».
En la entrevista periodística ya aludida de 11 de diciembre de
1993, Juan Pablo
II, vuelve a hacer precisiones sobre este tema,
que considero interesante transcribir. El capitalismo «en su di­
mensión práctica, en
sus principios básicos, sería aceptable desde
el punto de vista de la Doctrina Social de la Iglesia, pues en di­
versos aspectos es conforme con la ley natural. Esta
es la tesis
expresada por León
XIII. Por desgracia, dentro de esta práctica,
de por
sí aceptable, se producen abusos -- injusticia, de explotación, de violencia y de
prepotencia-y en­
tonces
se llega a las formas de un capitalismo salvaje. Lo que hay
que condenar son los abusos del capitalismo».
Creo que estas citas contribuyen a iluminar cuál
es la postura
de la dostrina social cristiana ante la realidad socioeconómica
actual.
335
Fundaci\363n Speiro

RAIMUNDO DE MIGUEL
La intervención del Estado.
Es muy interesante este apartado, porque como hemos venido
viendo, al Estado corresponde muy especialmente velar por el
bien común, bajo el principio de subsidiaridad.
«Por lo que toca
al Estado, cuya finalidad consiste en la reali­
zación del bien común, en el orden de los bienes terrenos, no
puede en absoluto desentenderse de los asuntos económicos de los
ciudadanos ;
más aún debe estar presente y cuidar oportunamen­
te: de que la actividad económica produzca la abundancia de bie­
nes cuyo uso
es necesario para la práctica de la virtud ; segundo,
tutelar los derechos de todos los ciudadanos, y en primer lugar
de los débiles, como son los
obr<;ros, las mujeres y los niños.
Como tampoco está permitido
al Estado desentender jamás la
obligación que le impone velar por el mejoramiento de las con­
diciones de vida del trabajador» (Juan XXIII, Mater et magistra).
«Es deber del Estado, además, vigilar para que los contratos
de trabajo
se acomoden a normas de justicia y equidad, y, al mis­
mo tiempo, para que en los lugares de trabajo no sufra menos­
cabo la dignidad de la persona humana» (Idem.).
«Por otra parte la sociedad y
el Estado deben asegurar unos
niveles salariales adecuados al mantenimiento del trabajador y de
su familia, incluso una cierta capacidad de ahorro». «En fin hay
que garantizar el respeto por los horarios
humanas de trabajo y
de descanso, y
el derecho a expresar su propia personalidad en
el lugar del trabajo, sin ser conculcada de
ningún modo en la pro­
pia conciencia o en la propia
dignidad»· (Juan XXIII, Pacem in
terris).
Y sigue en la misma encíclica: «El hombre tiene derecho a
la seguridad personal en los casos de enfermedad, viudedad, ve­
jez o paro y, por último, en cualquier otra eventualidad que lo
prive sin culpa suya de los medios necesarios para su sustento».
Por ello: «Es necesario que las autoridades
se esfuercen por or­
ganizar sistemas económicos de previsión para que el ciudadano,
en el caso de sufrir una desgracia o sobrevenirle una carga ma-
336
Fundaci\363n Speiro

LA FINALIDAD DEL PODER
yor en las obligaciones familiares contraídas, no le falte lo nece­
sario para llevar un tenor de vida digno» (Juan XXIII, Pacem in
terris).
Nos encontramos con el problema de la seguridad social al
que
hay que aplicar las palabras de Juan Pablo II en la Centesimus
annus:
«Al intervenir directamente y quitar responsabilidades a
la sociedad, el Estado asistencial provoca fa pérdida de energías
humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos, domi­
nados por lógicas burocráticas
más que por la preocupación de
servir a los usuarios, con enorme crecimiento de los gastos. Efec­
tivamente parece que conoce mejor las necesidades y logra satis­
facerlas de modo más adecuado quien está próximo a ellas o quien
está cerca del necesitado». Habrá pnes que tener muy en cuenta
el principio de subsidiaridad.
Juan Pablo
II en la Centesimus annus, indica algunos otros
puntos de la intervención del Estado:
«La actividad económica,
en particular la economía de mercado, no puede desenvolverse en
medio de un vacío institucional jurídico y político. Por el con­
trario supone una seguridad que garantiza la libertad individual
y la propiedad, además de un sistema monetario y servicios pú­
blico eficaces». «La falta de seguridad junto con
la corrupción
de los poderes públicos
y la proliferación de fuentes impropias
de enriquecimiento y beneficios fáciles, basados en actividades
ilegales o puramente especulativas,
es uno de los obstáculos prin­
cipales para
el desarrollo y para el orden económico».
«El Estado no
podrá asegurar directamente el derecho a un
puesto de trabajo
de todos los ciudadanos sin estructurar rígida­
mente toda
la vida económica y sofocar la libre iniciativa de los
ciudadanos,
... pero tiene el deber de secundar la actividad de las
empresas, creando condiciones que aseguren oportunidades de
trabajo, estimulándola en donde sea insuficiente o sosteniéndola
en un momento de crisis».
«El Estado tiene, además, el derecho a intervenir cuando
situaciones particulares de monopolio creen rémoras u obstáculos
al desarrollo. Pero aparte de estas incumbencias de armonización
y dirección del desarrollo, el Estado puede ejercer funciones de
337
Fundaci\363n Speiro

RAIMUNDO DE MIGUEL
suplencia en situaciones excepcionales, cuando sectores sociales
o sistemas de empresas, demasiado débiles o en vías de forma­
ción, sean inadecuadas para su cometido». Otra vez la aplicación
del principio de subsidiaridad.
Pero desde no hace mucho tiempo surge otro deber de
actua­
ción
del Estado, porque si cediendo a la «tentación de cerrarse a
sí mismo olvidando la responsabilidad que le confiere una. cierta
superioridad en el concierto de las naciones, faltaría gravemente
a un preciso deber ético» (Juan Pablo
II, Svlicituda reí socia/is).
Porque es al Estadd al que corresponde directamente el cum­
plimiento del principio de solidaridad para con los países desa­
rrollados,
ya que las ayudas, las aportaciones de la Comunidad
Europea,
las relaciones comerciales a las que nos hemos referido
en d texto, son materia propia de su·. competencia1 mientras no se
alcance una forma superior de autoridad que vele por el bien
común universal comd propugna Juan XXIII en la Pacem in
teN'is.
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