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Número 337-338

Serie XXXIV

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En el vigésimo aniversario del fallecimiento de Gabriel de Armas

EN EL VIGESIMO ANIVERSARIO DEL FALLECIMIENTO
DE GABRIEL DE ARMAS
POR
J ost DE ARMAS DfAz (*)
Ser sobrino de Gabriel de Armas, por mucho honor que ello
reporte, obviamente no supone
ningún mérito. Asumo hoy la
representación familiar en este homenaje porque su viuda, Maria
Ponce, así me lo pide, alegando que la sola invocación del amado
podría romper la compostura de esta mesa de cata a todos ustedes.
Los organizadores
de esta velada me han pedido además, hace
unas pocas horas, que diga algunas palabras de agradecimiento,
que literalmente acabo de pergeñar. Y como quiera que yo no
tengo las dotes oratorias de Gabriel, les ruego me permitan leer­
las para que la emoción no me traicione. No
voy a consumir ni
la mitad del tiempo que
se me ha asignado.
Por supuesto que agradecemos la presencia de todos ustedes.
Es muy poco frecuente ver este gran salón rebosante, y menos
para un recital poético. Conforta sobre todo a los que somos
conscientes de lo que Gabriel representó
y de lo que su obra re­
presenta en el campo del pensamiento.
Como contraste, pero también como complemento, de la
16-
(*) Es un honor reproducir las palabras pronunciadas por nuestro
querido amigo y colaborador José de Armas, en el acto de homenaie a la
memoria de su tío, y también siempre recordado amigo y colaborador de
esta casa, Gabriel de Armas Medina, ofrecido por el grupo «Poetas del
Atlántico» en el Oub de Prensa Canaria el pasado día 16 de febrero del año
en curso. Véase en Verbo, núm. 141-142 (1976) la necrológica de Juan
V allet de Goytisolo y la lista de sus colaboraciones en nuestra revista
(N. de la R.).
Verbo, núm. 337-338 (1995), 769-776 769
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JOSE DE ARMAS DIAZ
gica frialdad académica de las intervenciones precedentes, trataré
con cuatro brochazos de trazar un esbozo del carácter de Gabriel
desde una óptica familiar,
y de paso subrayaré algunos trazos
determinantes de su

personalidad, que unas veces se ignoran y
otras veces quieren ignorarse.
* * *
Conservo una vieja libretita manuscrita por mi abuelo, donde
él fue anotando durante su larga vida los más relevantes aconte­
cimientos de su casa. Precedido de catorce natalicios (
y unos
cuantos embarazos frustrados)
y antes de los dos últimos hijos
habidos en su único matritnonio,
se lee:
«En Agaete, el día 10 de julio de 1915, a las dos de
la tarde,
nació un niño que fue bautizado y
se le puso el nombre de
Gabriel de los Angeles Juan
Sinforiano Rufino. Sus padres,
Francisco de Armas Merino y Dolores Medina Ramos. Su padri­
no, Tomás Morales Castellano».
Dice
el refrán que «de poetas y locos todos tenemos un poco»,
pero el hecho de nacer y recibit enseguida las aguas bautismales,
apadrinado y sostenido por los hercúleos brazos del «amplio
sinfonista del Atlántico», parece evidente que infundió en Ga­
briel a la vez que su
máxitna «locura», que fue un desmesurado
amor a

la Iglesia de Cristo, una sensibilidad poética nada corriente.
Creció Gabriel en Agaete entre un montón de
hermanos, al­
.gunos de los cuales cultivaron precozmente aficiones literarias y
.artísticas. Aprendió las
primeras letras y la Doctrina en el regazo
de su madre y de sus tías, aquellos tipos de mujeres inteligentes
y virtuosas que el devenir de los tiempos dio en llamar tontas y
alienadas y, sin embargo, tuvieron la habilidad de tallar caracteres
diamantinos de los quilates de Gabriel.
Tuvo una niñez que siempre consideró feliz, que transcurrió
mataperreando entre el patio
y la huerta trasera de la casa pater­
na (que hoy ocupa el Ayuntamiento de la Villa) y olisqueando
de vez en cuando entre las tertulias literarias y políticas del
paradisíaco Huerto de Las Flores.
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Fue un niño alegre, cariñoso, disciplinado y responsable, se­
gún testimonio de sus hermanas mayores, hasta el punto de qne
sus opiniones llegaron a tener desde muy temprana edad la
na­
tural autoridad que emana de la rectitud y el ejemplo.
Desde muy joven fue un perspicaz sabedor de
las glorias y
las miserias de
la condición humana. Y conocedor profundo de
su propia naturaleza, quiso y pudo casi siempre mantener ante
las
más difíciles situaciones un equilibrio que no pocas veces re­
sultaba incomprensible y hasta irritante a propios y extraños.
Equilibrio que jamás hubo de confundirse con relativismo ni
tibieza de cualquier tipo, porque Gabriel siempre abominó
las
medias tintas. Llamaba al pan, pan y al vino, vino. «Suaviter in
modo
et fortiter in re». Pero cuando en · algunas ocasiones no
pudo dominar
la suavidad de las formas, la contundencia de sus
argumentos no perdía la firmeza y la transparencia que suele
nublar
la pasión. Al final de su fogosa intervención, era corriente
verlo coronar
la discusión o la polémica con algún chasca:trillo
o «golpe» canario, catente por completo de acritud, que distendía
en el acto la tensión creada. Era
la rúbrica de elegancia y rectitud
de intención de un caballero que no cedía un punto en los prin­
cipios, pero que toleraba y comprendía caritativamente las debi­
lidades de
las personas.
Gabriel emanaba serenidad, sin duda a veces.
forzada, . porque
su concepto de la disciplina y
el orden le llevaba constantemente
a reprimir sus pasiones y ocultat sus sentimientos en un
afán de
objetivizarlo todo.
¿ Y qué mejor regla pata ser objetivo que los
principios inamovibles del Derecho y la moral natural, de los
Evangelios y
la Doctrina de la Iglesia? Esas fueron su continuas
referencias pata todo.
Por eso hemos de calificatlo -sin los pu­
dores que marca la
moda-como un verdadero integrista. No
en vano uno de sus más venerados santos, cuya imagen presidió
sus capillas, San Pío X, había dicho: «Os llamarán clericales,
retrógados, papistas, integristas: ¡Enorgullecéos de ello!
Después de diez años del traslado de
la familia de Agaete a
Las Palmas, en 19
31 se proclama la II República, y Gabriel con­
templa asombrado cómo también en España se cumplen las pro-
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fecías de su ya bien amado Donoso Cortés. Del Trono se hacen
astillas y arde el Altar. Se expulsa a los jesuitas y varios de ellos
se refugian en casa de .su padre. Apenas con diecisiete años, en
vez de amedrentarse, empieza a escribir en la prensa diaria en
defensa descarada de la Iglesia y de
la Monarquía. Salta a las ta­
rimas y se hace un hueco imprescindible en todas las tribunas
de -la reacción contestataria, ejercitando unas dotes oratorias ex­
traordinarias, que irán creciendo hasta el final de sus días.
El mismo 18 de julio de 1936 es encarcelado durante tres
días por los rojos como rehén, negándose públicamente, una
vez
liberado, a denunciar a los paisanos que lo detuvieron, con lo
que empezó a crearse la enemistad de alguna faoción de los ven­
cedores. No había transcurrido un año cuando
es detenido por
estos y estuvo a punto de tragarse, picado en aceite de ricino, un
articulo periodístico en que protestaba por ciertas tristísimas
irregularidades de
la retaguardia canaria.
Tantas y tantas anécdotas que
harían interminable este re­
lato
...
Antes de concluir la contienda, su conciencia lo llama a con­
sagrarse a Dios en la Compañía de Jesús, en sustitución de los
miles de jesuitas asesinados.
Se mete de bruces en el ojo del hu­
racán.
En el noviciado de Loyola vive momentos intensos de pe­
nitencia, oración y estudio, con una_ paz continuamente sobresal­
tada por el dramatismo de los acontecimientos.
Descubre, sin embargo, a la vuelta de uno pocos años que
su vocación está en
el mundo y vuelve a Canarias.
Hasta aqu! los retazos más desconocidos o tal vez olvidados
de
la biografía de Gabriel. Después ya se sabe: sus estudios de
Derecho en la Universidad de La Laguna;
el matrimonio; el na­
cimiento de su única hija; la judicatura, que le supuso tremendas
torturas porque su vocación no fue nunca juzgar a· los hombres
por la tremenda responsabilidad que ello comporta; luego la fis­
calía; la publicación de sus libros de ensayo y pensamiento; cien­
tos de artículos; muchos viajes para impartir conferencias por
toda la
geografía patria, sobre todo en los congresos de Ciudad
Católica, de la Fundación Speiro, etc.
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Hay dos actividades que convendría subrayar: su labor en pro
de la restauración
monárquica, llevada a cabo a través de los
Círculos Balmes, que duró hasta la reinstauración de 1969, reali­
zada a su disgusto
y en sentido contrario a los consejos que tan­
tas veces
se le hablan pedido. « ¡Qué buen vasallo si oviere buen
señor!»,
me comentó en una ocasión el gran polígrafo Francisco
Ellas de Tejada y Spínola refiriéndose
al fervor monárquico de
Gabriel. La otra línea de actuación subrayable fue
la estrechísima y
fiel colaboración incondicional que prestó
al obispo Pildain desde
su llegada en 1937 hasta su muerte. Nadie sabrá nunca
el grado
de amistad y confidencia alcanzado entre Pildain y Gabriel en
las largas y frecuentes entrevistas repartidas entre
el palacio de
la Plaza de Santa
Ana y la magnífica biblioteca de la calle Torres.
Queda el testimonio de un texto que Pildain
-un hombre tan
poco dado al piropo y
la lisonja-escribió para Gabriel en la
dedicatoria de sus discursos parlamentarios: «Al gran orador y
querido amigo don Gabriel de Armas, benemérito defensor de
la Iglesia al serlo tan intrépido de su Jerarquía, bendiciéndole
cordialmente,
el Obispo de Canarias».
* * *
Pero hoy estamos aqul para hablar de poesla. Yo no soy
crítico literario y no me voy a meter en camisa de once varas.
No obstante, varias anécdotas en tomo a sus versos puedo apor­
tar para ilustrar esta modesta intervención.
Estoy seguro de que Gabriel, desde las alturas siderales, es­
tará sonriendo irónicamente al vernos reunidos para celebrar
precisamente
sus versos.
Recuerdo perfectamente que cuando yo, novelero, le llevé,
recién salida de la imprenta
la Antología de 96 poetas canarios
--que él aún desconoda-al ver la portada me comentó: «De­
masiados poetas para Canarias son noventa y seis». Entonces yo
le dije: «Pero tú también estás ahí». No
se lo creyó, y al compro-
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bario me contestó entre ruborizado y violento: «¡Bendito sea
Dios! ¿Pero estos señores saben lo que es poesía?».
Algo hueno, sin embargo, debían de tener sus composiciones
cuando el máximo vate de la Nivaria hermana, un hombre tan
conspicuo, exigente y hasta huraño como don Manuel Verdugo,
accedió a presentar los versos de aquel pipiolo estudiante en el
Ateneo de La Laguna.
Cuando ante mi insistencia me dedicó
-muchísimos años
después,
claro--, un ejemplar de aquel cuadernillo de versos pu­
blicado en su juventud, no dudó en estampar esta dedicatoria:
«Ahí van mis primeros escarceos líricos de los cuales hoy acaso
me avengüenzo».
Sin embargo, Gabriel, con versos y sin ellos era un poeta.
Era un poeta clásico
en la manera de saludar, de vestirse y ges­
ticular y moverse; era un poeta lírico al bastonear en los atarde­
ceres del Paseo de los Poetas de Las Nieves
y elevar su mirada
al querido Tamadaba; poeta galante en el trato con las féminas,
sobre las que solía ejercer, aún involuntariamente, un atractivo
muy especial; poeta fesrivo bailando la Rama en Agaete cada
4 de agosto y en las reuniones
familiares de «Casa de Abuelo»,
donde rompía todos sus moldes humanos para divertir a chicos y
grandes a base de chascarrillos y guasas; poeta satírico incluso
cuando en aquellas mismas reuniones le pedíamos que luciera
sus extraordinarias facultades histriónicas y
se ponía a imitar a
personajes conocidos, desde
el Jefe del Estado, pasando por Fu­
lanita o don Zutano, hasta el bobo de la esquina, o apareciendo
disfrazado de cualquier cosa en el momento más oportuno; poeta
místico o ascético cuando hablaba del Siglo de Oro español; dra­
mático
al discutir de Revolución y Contrartevolución; épico en
los momentos de exaltado patriotismo.
Poeta y hombre total, perfectamente autortetratado en ver­
sos magistrales:
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«Yo soy el epicentro de un concreto dualismo
de equilibrado porte y de fondo enigmático;
la fría interrogante de un hondo escepticismo,
con la inflexible fuerza del creyente dogmático.
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»En todos mis caminos de barroco artificio
compaginé la risa con el fiero dolor;
y junté al misticismo del perfecto novicio,
todas las cualidades del hombre pecador.
»Sentí las emociones de una mañana grave
en la sublime escena
de un Dios en el Altar.
Y por la tarde, extático, ante un boca suave
discipliné mi carne sedienta ·>de pecar.
»Sin escribir mis versos, sintiérame poeta ...
Sólo la ley divina fue obstáculo a mi afán/
porque llevo escondida, bajo un cuerpo de asceta,
enjuto
y vigoroso, un alma de Don Juan».
Recibió Gabriel a través de su vida un montón de anónimos
de toda especie, que están cuidadosamente ordenados en su
ar­
chivo.
Uno de los más feroces y procaces, pero de extraordinaria
calidad literaria (digo calidad literaria
y no otra) acaba de este
tenor:
«Gabriel de Armas y estolas,
Nos te damos un consejo:
Si quieres llegar a viejo
deja que ruede la bola».
Gabriel
·se pasó la vida tratando de frenar las bolas de la
impiedad, la apostasía, de la inmoralidad
y de la desfachatez po­
lítica. Por eso, efectivamente, no pudo llegar a viejo. Dos veces
le había reventado en el pecho la cordialidad. A la tercera, apenas
cumplidos los sesenta años, una fría mañana de otoño le congeló
el corazón, desplomándose en una calle de Madrid.
Al
día siguiente, el gran poeta Vicente Marrero le brindaba
de esta guisa su
ULTIMO ADIOS
Español y radical
perdimos su voz ayer
y es demasiado perder
su buen acento natal.
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Nada más.
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Isleño y universal,
si vivió erguido y se fue
hacia la luz,
yo bien sé
que
es su sino lo que evoco.
Muere
el hombre poco a poco
pero no siempre de pie.
* * *
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