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Número 351-352

Serie XXXVI

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El panegírico postmoderno de la irracionalidad

EL PANEGÍRICO POSTMODERNO
DE
LA IRRACIONALIDAD
POR
MARIO ENRIQUE SACCHI
U na avalancha de ensayos dedicados a eso que se ha dado en
llamar
postmodernidad abarrota en nuestros días los escaparates de
las librerías sin haber llegado a aclarar los alcances del pensamiento
que bulle en las almas de quienes han inventado tal palabra. El
primer engaño en que uno cae cuando se aplica a tratar de desentrañar
la significación de aquello aludido por tal término radica en creer
que con esa voz se intentaría señalar un dato meramente cronológico,
como si la postmodernidad fuese una etapa de la historia que sucedería
temporalmente a la modernidad, lo cual, dicho sea de paso, para ser
debidamente entendido, requeriría que se nos instruyera acerca de
qué cosa es significada con el nombre modernidad.
Es cierto que las menciones ordinarias de algo históricamente
posterior por lo común, indican la precedencia temporal de algo
anterior; pero la postmodernidad no es nombrada sólo ni principal­
mente en este sentido. En verdad, lo que se quiere puntualizar con
el uso del referido vocablo es otra cosa, a saber: el presunto feneci­
miento de los criterios imperantes en la cultura moderna, la crisis
en que esta cultura se halla sumida como resultado de
su colapso y
su reemplazo, cuando menos transitorio, por otros criterios culturales
que, en buena medida, exhibirían una
franca contraposición al espíritu
típico de la modernidad.
Entre las diversas descripciones de la postmodernidad que van
llegando a nuestro conocimiento conviene reparar en aquella que,
en la opinión de quien esto escribe, toca su mismo núcleo: la post­
modernidad
se caracteriza por un rebajam_iento de la racionalidad
Verbo, núm. 351-352 (1997), 71-82 71
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humana a niveles que nunca antes se habían manifestado en la multi­
facética tradición filosófica de Occidente con la degradación que
hoy exhibe ante nuestros ojos. Este rebajamiento de la racionalidad
humana se extiende también a las virtudes que la tradición de la
filosofía y de la teología occidentales habían asignado a la razón del
hombre en su orden al conocimiento de los principios que rigen la
entidad de todas las cosas
del universo y, de un modo peculiar, a
la regulación de nuestra vida en este mundo. Pero si la postmodemidad
acaba de
poner en tela de juicio el poderío de la razón humana para
conocer los principios de todas las cosas y su aptitud para el gobierno
de la praxis ejercida
por el hombre, ello se debe a que se ha negado
a nuestra potencia discursiva todo sustento en principios sólidos y
robustos enderezados al
cumplimiento de la función aprehensiva
y regitiva que otrora se le atribuía.
En este aspecto, los teóricos de la postmodernidad no solamente
están empeñados en
un desmerecimiento de la razón humana;
también,
y antes que nada, sus planteas destilan el rechazo patético
de la existencia de los principios que presiden de un modo permanente
e inmutable el reino de las cosas y la evolución cognoscitiva y directiva
de la misma razón. Por eso no es injusto que la actitud postmoderna
sea calificada como una proclama de la anarquía, mas de una anarquí~,
a fin de cuentas, proclamada a través de un discurso

que se aviene a
cuestionar los principios universales de la totalidad de las cosas y la
misión de nuestra capacidad argumentativa valiéndose de un expe­
diente raciocinante mellado por una debilidad extrema: la razón
del
hombre postmoderno acusa a la razón del hombre de siempre de
haberse consagrado a averiguar qué principios principian todas las
cosas de este mundo principiado, sin excluir a la propia razón humana.
Pero no
es ésta una acusación así como así: en el fondo, es una
impugnación taxativa de la propia existencia de principios universales
inmutables y de la idoneidad de la razón del hombre para conocerlos
y
aun para aplicarlos a la moralidad de nuestro obrar.
Estamos, pues, frente a una paradoja que no ha de reputarse
como algo curioso, sino mejor como algo genuinamente trágico, a
saber: la rebelión contra la más pura esencia del espíritu filosófico
y
religioso de Occidente enderezado a la especulación y a la exaltación
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EL PANEGIRICO POSTMODERNO DE LA IRRACIONALIDAD
de los principios, y sobre todo del primer principio de todas las
cosas, para canjearlo por
la contradicción implícita en la propuesta
de
un principio de la inexistencia de principios, el absurdo de una anarquía
incrustada visceralmente en el universo como
una suerte de principio
constitutivo intrínseco a todos los entes que lo pueblan.
La razón postmoderna lucha contra la racionalidad del hombre
porque
se ha declarado en estado de beligerancia consigo misma y,
por supuesto, con los principios de cuyo principado nada se puede
sustraer.
La cadencia anárquica de este punto de vista es palmaria:
los principios
se habrían esfumado del horizonte cognoscible por
nuestra razón natural. Su afirmación equivaldría a reinstalar en la
historia
y en la civilización la superstición de un universo ordenado y
jerárquico que la razón del
hombre postmoderno ya no estaría dis­
puesta a tolerar. Principios inmutables, orden y jerarquía serían los
emblemas de una
cultura sepultada en un pasado irrepetible que la
racionalidad
humana habría entronizado en una civilización con­
vencida de que el
portento dominador de la razón garantizaba su
perpetuidad inalterable.
La modernidad se habría presentado en la
historia como la encarnación paradigmática de esta ambición vana,
presuntuosa
y, a la larga, impotente para impedir que la misma
racionalidad desembocara en las crueldades desnudadas por la huma­
nidad durante el transcurso del siglo
xx:; una sevicia que habría
arrastrado al hombre a
la desesperación y a la promoción de toda
suerte de calamidades auspiciadas
por una razón soberbia y tiránica.
El panorama recién descrito nos mueve a formularnos esta pre­
gunta:
¿es cierto que la razón del hombre poscmoderno impugna
de ese modo los principios de todas las cosas y aun el valor de la
misma razón humana? Si bien no hay dudas acerca de que tal im­
pugnación está a la orden del día en numerosas manifestaciones del
pensamiento
y de la cultura de la hora presente, no existen motivos
para exagerar su
magnitud. El error de los teóricos de la postmo­
dernidad estriba en que han confundido
la modernidad con una
cultura plasmada durante un período histórico en el cual la raciona­
lidad del hombre habría descubierto su más prístina pureza e incluso
una omnipotencia que, a
la postre, sería responsable de la entroni­
zación de los sistemas políticos despóticos que han pululado en el
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MARIO ENRIQUE SACCHI
siglo XX. Este error desnuda un doble vicio de las teorías de la
postmodernidad: uno
es la sindicación inadmisible de la modernidad
como prototipo de la racionalidad humana; el otro error consiste en
haber tergiversado la naturaleza más profunda de la razón del hombre
reduciéndola a los frutos culturales de una de sus tantas manifesta­
ciones históricas
-la misma modernidad-, que no es, precisamente,
el ejemplo más feliz de las concreciones de dicha racionalidad a lo
largo del devenir temporal de nuestra estirpe de animales racionales.
Sin embargo, más allá de la arbitrariedad encubierta en la antítesis
dialéctica modernidad-postmodernidad que absorbe circunstancial­
mente la atención
de nuestros contemporáneos----aunque no sabemos
por cuánto tiempo, pues no sería raro que el interés por el pensamiento
sobre la
postmodernidad se trate sólo de una moda efímera, como
lo
han sido, por ejemplo, el furor que provocaban algunos años
atrás las obras de Pierre Teilhard de Chardin, los escritos de los
estructuralistas que estimularon y usufructuaron las revueltas uni­
versitarias francesas en mayo de 1968 y la literatura proveniente de
tantos otros movimientos
de fugaz popularidad-, es innegable
que hoy tenemos la obligación de afrontar el inquietante fenómeno
cultural signado por la proclama del
principio de anarquía señalado
renglones arriba. Pero subrayemos que la promoción de este principio
de anarquía es un fenómeno cultural; no una gesta filosófica. Esta
aseveración nos lleva a interponer
un excursus en derredor de la relación
conflictiva
que en nuestro tiempo vincula a aquello que se ha dado
en llamar cultura con la filosofía misma.
Limitándonos al campo
de eso que se suele denominar pensamiento,
podemos decir que una de las manifestaciones del ejercicio de la
capacidad cognoscitiva de
la mente del hombre, en efecto, es su
pensamiento. Este acto es un auténtico producto cultural, de don­
de no extraña que nuestra civilización considere a los pensadores a
la manera de representantes egregios de la
cultura humana. Suce­
de, empero, que la significación del pensamiento posee una vague­
dad amplísima, porque todos los hombres piensan y por ello todos
son agentes
de tal cultura. Para paliar este defecto, la civilización a
la cual pertenecemos, y de
la cual somos protagonistas, ha introdu­
cido una distinción especiosa: si bien todos los hombres piensan, el
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EL PANHGIRICO POSTMODERNO DE LA IRRACIONALIDAD
nombre de pensadores es reservado para designar a unos pocos que
aparentemente piensan, de
un modo más refinado que los demás,
que exponen públicamente sus opiniones y
que en cierta manera
son vistos como próceres del pensamiento que
nutre a la cultura
vigente. No obstante, en nuestros ambientes culturales se ha avanzado
un trecho más en la caracterización del pensamiento y de los hombres
que el lenguaje vulgar cataloga como pensadores: mediante este
avance, el pensamiento
es equiparado a filosofía y de sus expositores
se dice que son filósofos. Así las cosas, difícilmente en nuestra cultura
actual
se pueda apreciar la distinción que reina entre el pensamiento
y la filosofía y, por consiguiente, entre el mero pensador y el auténtico
filósofo. Este dato reviste una importancia digna de destacarse.
La ausencia
de
una convicción en derredor de la distinción expresa que media
entre el pensamiento y la filosofía y entre el pensador y el filósofo
refleja
uno de los síntomas más lamentables del estado en que se
halla sumida nuestra cultura y la misma civilización que se ali~
menta de sus productos. Tanto es así, que la filosofía -la gema
más preciosa del espíritu de Occidente-ha sido expulsada casi
por completo del ámbito de la cultura contemporánea; pero el lu­
gar que antes ocupaba la filosofía en la vida del espíritu no ha
quedado vacío: ese
lugar lo llena hoy un aluvión de pensamientos.
Estos pensamientos, sin embargo, no
pueden hacer las veces de la
filosofía. ¿Por qué? Sencillamente, porque no
tienen naturaleza fi­
losófica alguna. Y
es lógico que así suceda: de la misma manera
que
la misión que cumple la medicina no puede ser suplida por
ningún otro arte, pues no hay más que una sola técnica para curar
las enfermedades corpóreas,
de la misma manera la virtud propia
de la filosofía no
es canjeable por ningún pensamiento que difiera
esencialmente de ella.
La cuestión, luego, es ésta: ¿qué rostro ostenta la cultura que ha
expulsado de sí misma a la filosofía llenando con meros pensamientos
el vacío que ésta ha dejado
una vez conminada a penar el exilio
forzoso a que
la ha condenado el pensamiento privilegiado por esa
misma cultura? Para responder convenientemente esta pregunta es
necesario que comparemos el meollo de los contenidos de la filosofía
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MARIO ENRIQUE SACCHI
y de esos pensamientos escogidos por la cultura reciente para sustituir
a aquella. Esta comparación arroja el siguiente resultado: mientras
la filosofía es la ciencia de la verdad más eminente que la razón
J_iumana ha conquistado a través de la evolución natural de su discurso
racional,
el pensamiento infructuosamente escogido para reemplazarla
está imbuido de ideologías y de elucubraciones gnósticas. El rostro
de la cultura que ha destituido a la filosofía concediendo la presidencia
del espíritu de nuestra civilización a un pensamiento gnóstico e
ideológico
es, pues, deplorable; no sólo a causa de los vicios intrínsecos
que encierra todo pensamiento de esta catadura, sino también porque
el abandono previo de la filosofía significa, ni más ni menos, que
dar las espaldas a la verdad en ella plasmada. Es la tragedia de una
cultura que tan tácita cuan locuazmente, y hasta con una sonrisa
teñida de
un cinismo indisimulado, ha terminado anunciando sin
embozos que la verdad no interesa.
Deprovista de la luz de la filosofía, e incluso contrincante de la
filosofía en cuanto tal, la cultura postmoderna, en nombre del pensa­
miento que la nutre,
se ha entregado a festejar el éxito circunstancial
de sus postulados en
detrimento de aquella razón filosofante en
cuyos principios reposaba la mejor garantía de la racionalidad humana
erróneamente identificada con la quintaesencia de la modernidad.
En tal sentido, cabe inquirir quiénes propulsan y difunden este
criterio definitorio de la cultura postmoderna. Ciertamente, no son
los filósofos: son los voceros de las ideologías, historiadores que
llevan a cabo sus tareas empleando
un método más novelístico que
documental, abogados que instigan a la promulgación de una legisla­
ción cada vez más impregnada de irracionalidad a raíz de
su divorcio
con los principios de la vida moral, periodistas enfrascados en la
concientización de las masas
que constituyen su clientela, artistas
embarcados en la trasmisión del mismo mensaje mediante el recurso
a expedientes estéticos e incluso religiosos convencidos de que la
teología sagrada no pasaría de ser una hermenéutica del aquí y ahora
de nuestra sociedad engalanada con el nombre pomposo de interpreta­
ción de los signos de los tiempos. Pero si esto es así, si la condena de la
racionalidad del hombre es auspiciada por este aparato de marketing
cultural, no es ilícito asegurar que frente a nosotros se yergue una
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EL PANEGIRICO POSTMODERNO DE LA IRRACIONALIDAD
reedición aggiornata de la sofística de siempre, aunque ahora dotada
de
un despliegue a su nivel industrial como nunca antes había
exhibido. Es muy probable que el emblema radicalmente sofístico de la
cultura postmoderna, eso que hemos denominado
principio de la
inexistencia de principios, en ningún momento sea confesado explícita­
mente
por sus adherentes. He aquí un recurso típico de los sofistas
de todas las épocas: dejar siempre abierta la posibilidad de que
aquello que
es como es pueda ser entendido como algo que no es
como es. Toda vez que ni siquiera la verdad absoluta del principio
de no contradicción
es capaz de conmover al alma del sofista, la
sofística postmoderna no encuentra inconvenientes para postular el
principio de
la inexistencia de principios. De ahí el engaño de aquéllos
que creen que esta sofística asumiría una posición filosófica opues­
ta a otras posiciones filosóficas. Nada de eso, pues la sofística no
solamente no
es una posición filosófica, sino que es una antifiloso­
fía engarzada en la afectividad desordenada de alguien a quien no
le interesa la verdad. ¿Qué interés en la verdad puede manifestar
un hombre inmerso en un litigio con el mismo principio de con­
tradicción, el principio supremo de la vida de la razón?
Las conse­
cuencias espirituales que
se siguen de la adopción de esta actitud,
aparte de desnudar concomitantemente el desorden de aquella afec­
tividad renuente a sujetarse a cualquier regulación racional, son
tan impredecibles cuan alarmantes. En efecto, ¿qué esperar de un
hombre en pugna contra la propia razón, lo mejor de su naturaleza
y, subsiguientemente, lanzado a obrar derrochando una pasionali­
dad que rechaza todo control racional, habida cuenta de que cual­
quier regulación racional de sus actos le suena como
un autoritaris­
mo equiparado a una tiranía, a conculcación de
la libertad y a privación
de deleites,
es decir, a la violación de aquello identificado con los
más caros derechos humanos,
tal como hoy se los propugna? Según
la lógica interna de la sofística
--dicho esto sin ironía, pero cons­
cientes de la irreverencia del uso de la palabra
lógica para aludir a
un sistema cabalmente falaz-, el primer atentado contra los dere­
chos humanos, luego, habría que atribuirlo a la creación divina del
animal racional, ya que, habiendo sido producido a su imagen y
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semejanza, Dios le habría infundido un principio por el cual el
animal racional no está autorizado a obrar como le venga en gana.
El principio postmoderno de la inexistencia de principios es el
correlato coherente del pensamiento light esbozado por una razón
que reniega de
sí misma, de manera que este mismo pensamiento,
en cuanto fruto de la impugnación de la racionalidad humana debida
a tal razón, no solamente es débil a causa de la inconsistencia que se
puede detectar a la vista de la precariedad de su propia estructura
noemática: su debilidad deriva sobre todo de la inconsistencia que
exhibe en tanto pensamiento que no tiene más remedio que verificarse
a
sí mismo como el aborto de una razón renuente a admitir la eficacia
de sus actos cognoscitivos. Estrictamente hablando, más que débil,
el pensamiento de
la postmodernidad es medularmente contradictorio
y aun pérfido, pues no pasa de mostrarse al modo del engendro de
una razón cuyo vicio no estriba en otra cosa sino en emitir pensa­
mientos. Pérfido, además,
es este pensamiento en la medida en que
su propia construcción refleja la abominación de
la potencia racio­
nante que lo ha gestado.
A esta altura de nuestra descripción del nudo gordiano del pensa­
miento postmoderno estamos impelidos a interrogamos qué origi­
nalidad tiene este pensamiento que se considera a sí mismo sustitutivo
de la modernidad y que nada quiere saber de ella. Preguntamos
esto porque la perfidia y la contradicción que trasuntan sus pro­
puestas no solamente no son en absoluto novedosas, sino que reiteran
al pie de la letra el desencanto que la inspección de la naturaleza y
de las obras de la razón humana suscitaban en el alma atormentada
de aquel Pascal quien, en nombre del esprit de finesse, de cuando en
cuando ponía entre paréntesis sus inclinaciones jansenistas para
confraternizar con el bando hugonote incurriendo en la osadía de
referirse a la capacidad discursiva del hombre como a «esta bella
razón corrompida que
lo ha corrompido todo» ( 1). Los arduos esfuerzos
de muchos intérpretes del pensamiento pascaliano que han buscado
(1) B. PASCAL, Pensées sur la vérité de la religion chrétienne, par J. Chevaliec,
3e. éd., París
1927 (Les Moralistes Chcétiens. Textes et Commentaires), t. I,
pág. 126.
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salvar su ortodoxia católica al precio que fuere no han podido lidiar
con esta confesión,
emitida en plena Contrarreforma, que reitera el
meollo de la metamorfosis del cristianismo pregonada
por Lutero,
discípulo, a su vez, de las vertientes ocasionalistas del nominalismo
medieval que le habían empujado a sumergirse en el escepticismo
y en el pesimismo con la vehemencia típica de su apasionamiento
incontenible.
La postmodernidad no propone nada nuevo ni tampoco nada
que
se aparte de estos principios definitorios del alma moderna.
Por-este costado,
la postmodernidad necesita persuadirse de que no
es lo que se desea-postmodernidad-, sino apenas un resumidero
de la propia modernidad. Suena demasiado presuntuosa su ambición
de haber superado
la modernidad cuando su fisonomía, a la vista de
la afirmación contradictoria
de los principios en que se asienta,
sobre todo del principio de
la inexistencia de principios, no hace
más que reproducir los mismos principios contradictorios del protes­
tantismo de Lutero
y del consorcio hugonote-jansenista pactado en
la literatura de Pascal
y de un vasto sector del pensamiento moderno.
En efecto,
la razón postmoderna que pretende instituir racionalmente
el principio de la inexistencia de principios no
ha hecho otra cosa
que reavivar la contradicción
que aquellos adalides de la modernidad
nunca han logrado esquivar: ¿cómo es que
una razón totalmente
corrupta podría averiguar la verdad de que ella misma
se halla incursa
en tamaña corrupción?
Si la razón humana estuviera averiada en un
grado tan absoluto, lo más razonable sería asegurar que ni siquiera
estaría en condiciones de percibir su propia corrupción. Luego, en
tanto nuestra razón pueda conocer la supuesta corrupción integral
que
la afectaría, en esa misma medida se pone de manifiesto que
dicha corrupción no llega a impregnarla totalmente.
Una razón
apta para proveer al hombre el conocimiento de su estado aparente­
mente corrupto en su totalidad requiere la posesión de
un grado de
salud que, cuando menos, baste para fundar la esperanza de una
curación de sus dolencias.
La postmodernidad
es la consecuencia de una modernidad que
ha transitado su historia auspiciada
por la contradicción de una
razón impotente para obrar con eficacia su acto propio y, simultánea-
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mente, dotada de la ciencia que le permitiría registrar su impotencia
como potencia cognoscitiva y regitiva. Esta contradicción le impide
emitir otra cosa que no sean pensamientos; pensamientos, sí, que
no poseen un rostro formalmente filosófico, pues
es imponible que
una razón desencantada con la severidad de la filosofía irradie verdades
filosóficamente demostradas.
El pensamiento postmoderno, no obstante, se ha percatado de
un hecho que la propia modernidad no puede dejar de reconocer
como una paradoja desconcertante: mientras la irracionalidad cam­
peante en la cultura hodierna se presenta al modo de una genuina
contrafilosofía, cuya impronta
es celebrada con un entusiasmo inocul­
table, los mentores de aquel pensamiento admiten que la propia
postmodernidad no
ha conseguido derrotar o, al menos, doblegar
la persistencia del espíritu religioso, lo cual, para esta corriente
cultural, sería una de las tareas pendientes que todavía no ha podido
consumar. La paradoja ha sido señalada con frases elocuentes por
uno de los principales autores de la tendencia citada. Así, Jürgen
Habermas ha escrito que el pensamiento postmetafísico se ve obligado
a coexistir «con una praxis religiosa». ¿Qué comporta esta coexistencia
de uno y otra? Habermas estima que «La continuidad de esta co­
existencia ilumina incluso una curiosa dependencia de una filosofía
que ha perdido su contacto con lo extracotidiano. Mientras el lenguaje
religioso siga llevando consigo contenidos semánticos inspiradores,
contenidos semánticos que resultan irrenunciables, pero que se sus­
traen (¿por el momento?) a la capacidad de expresión del lenguaje
filosófico y
que aguardan aún a quedar traducidos al medio de la
argumentación racional, la filosofía, incluso en su forma postmeta­
física, no podrá ni sustituir, ni eliminar a la religión» (2). Dicho
con palabras expurgadas de complejidades: hasta tanto las concep­
ciones religiosas continúen acudiendo a una racionalidad de corte
metafísico para expresar sus referencias a la divinidad, al
primer
principio de todas las cosas del universo, el pensamiento postmoderno
(2) J. HABERMAS, Nachmetaphysisches Denken, Frankfun am Main 1988, trad.
españ. de M. Jiménez Redondo:
Pensamiento postmetafísico, nueva ed., México 1990,
págs. 62-63.
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habrá de encontrar una barrera a sus pretensiones de dar por aca­
bada
la trayectoria de una razón humana que no puede dejar de
insistir perpetuamente en su ordenación
raiga! al conocimiento de
una verdad absolutamente trascendente a este
mundo y al hombre
mismo.
La paradoja denunciada
por Habermas no se detiene allí, ya que
se extiende aún a la insólita actitud de algunos teólogos cristianos
entregados a ensayar
un acoplamiento de aquello que entienden
por cristianismo a los planteos puestos en circulación
por el pensa­
miento postmoderno. Con ello vuelve a desnudarse
la contradicción
que Habermas indica hasta ahora insuperable: que
se busque «post­
modernizar» la religión cuando ésta encierra
un bagaje racional en
abierta colisión con el furor antimetafísico desatado por la postmo­
dernidad. Aunque Habermas no lo haya apuntado, los inrenros de
este tipo van más allá todavía de
una mera contradicción: son ambi­
ciones acomodaticias emprendidas no más que con el ánimo de
congraciarse con una moda cultural, seguramente tan efímera como
toda otra moda.
la filosofía evoluciona confiando prudentemente en las virtudes
de
la razón natural que Dios nos ha obsequiado. El alma cristiana,
a su vez, acata esta verdad: el pecado original no ha corrompido
totalmente la naturaleza humana, según lo ha probado Santo Tomás
de Aquino de un modo irrefutable: «El bien natural que ha sido
disminuido por el pecado
es la inclinación natural a la virtud. Esta
[inclinación] conviene al hombre
por esto mismo que es racional:
por esto [mismo], pues, le concierne obrar conforme a la razón.
Pero por el pecado no puede ser quitado totalmente al hombre el
que sea racional, ya que entonces sería incapaz de pecado.
De ahí
que no sea posible que el predicho bien de la naturaleza se pierda
totalmente»
(3 ). Atendiendo estas dos premisas, el principio de
anarquía universal de
la postmodernidad, el principio absurdo
de la inexistencia de principios, repugna
tanto a la razón humana
cuanto a
la fe cristiana.
(3) Summ. theol. I-II q. 85 a. 2 resp.
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La postmodernidad, por ende, no es más que una de las ya in­
numerables consecuencias del rechazo moderno de la metafísica, de
la revelación bíblica y de la tradición del cristianismo. Su reclamada
originalidad es una pura presunción, porque no hace otra cosa que
reiterar, sin aportar novedad alguna, el
Leit-motiv del ocasionalismo
nominalista que ha actuado como la fragua del pensamiento moderno:
la claudicación de la naturaleza. Nuestra potencia racional estaría
visceralmente frustrada por
su impotencia para cumplir los mandatos
derivados de su esencia y ello, a la larga, culminaría en la imposibilidad
de la ciencia y de la sabiduría. La postmodernidad, por tanto, es la
negación
d_e nosotros mismos. ¿Vale la pena, entonces, seguir ha­
blando de ella? Creemos que no. Es mejor perseverar en la especulación
de las verdades perennes.
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