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Número 353-354

Serie XXXVI

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Los santos, soporte logístico de la evangelización

LOS SANTOS, SOPORTE LOGÍSTICO
DE
LA EVANGELIZACIÓN
POR
FRANCISCO }OSÉ FERNÁNDEZ DE !A CIGOÑA (*)
Un años más debo agradecer a los organizadores de esas Jorna­
das
-ya las séptimas-, la confianza que depositan en mis saberes.
Empeñados en hacer de
mí un sabio sobre el Imperio español,
constato, afio tras año, que mis conocimientos sobre ello no superan
los que cada uno de vosotros podéis tener -sin duda algunos
tendréis muchos más-, y, ciertamente, no dan para una conferen­
cia y ni siquiera para una deslabazada charla. Así que, como año
tras año,
os hablaré de otra cosa.
Perdón, pues, en
primer lugar, a los que hayáis acudido en
espera de
oír hablar de nuestro glorioso Imperio. Pero como todos
sois viejos amigos, seguro estoy de que me perdonaréis.
Y, en
todo caso, las reclamaciones ... , al maestro armero. Que es el que
pone los títulos, tan ajenos a mis supinas e imperdonables igno­
rancias.
¿De qué voy a hablaros entonces? Me sorprendió una palabra
del título primeramente adjudicado ... :
El Imperio español soporte
logístico para la Evangelización. Logístico. ¡Pues qué bien! Si poco
sé de Imperio menos todavía de logística. Perdidas en las brumas
de
los tiempos, desde cuando era alférez de la IPS, parecen sonarme
palabras que entonces me explicaron claramente lo que significa­
ban: táctica, estrategia, logística ...
(*) Conferencia pronunciada en Zaragoza, en las Jornadas de las Uniones
Seglares de 1996.
Verbo, núm. 353-354 (1997), 293-303
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Y he pensado que cambiando alguna palabra casi podía valer
el título que me fue inicialmente adjudicado. Os hablaré, pues
de: Los santos de España, soporte logístico para la Evangelización.
Porque sin santos no
se puede evangelizar. Y España evangelizó
porque España
ha sido una nación de santos.
Los santos de España.
La nación más gloriosa en santidad de
cuentas ha habido y habrá en el mundo.
Y, por tanto, la nación más
evangelizadora de cuantas ha habido y habrá en
el mundo. Y aquí
nos llega
el Imperio español. Esa patria evangelizadora, esa patria
de santos,
ha hecho que una tercera parte de los católicos de hoy
sean hijos de España.
Que de cada tres católicos del mundo, uno re­
ce en español. ¡Si en el cielo el idioma oficial debe ser el de España!
Nuestros dos primeros santos no fueron españoles. Pero quisie­
ron venir a evangelizar España. Santiago y Pablo. Y a uno de ellos
le gustó tanto nuestra tierra, se enamoró tanto de ella, que a España
nos trajo la Virgen, en carne mortal, aquí, a Zaragoza. Para que la
España de Santiago, su tierra amada, desde donde ha querido espe­
rar la resurrección de los muertos, fuera la España de María.
Tampoco debieron ser españoles, o tal vez sí, vayan ustedes a
saber, los siete siguientes santos de España. Pero les debemos
mucho. Y los vamos a nombrar: Torcuato, Tesifonte, Esicio, Inda­
lecio, Segundo, Eu&asio y Cecilio. Fueron nuestros primeros obis­
pos. Nuestros primeros evangelizadores ... Los varones apostólicos.
Lo mismo me da que alguno no hubiera existido. O ninguno. Es
igual. Los siglos han podido confundir nombres y lugares. Lo de
menos
es que fueran obispos de Guadix, de Berja, de Carcesa, de
Almería, de Abla, de Andújar, de Elvira ... ¡Qué más
da! Lo cierto,
lo que está fuera de toda
duda es que hubo unos santos obispos,
unos varones apostólicos que sembraron la
fe de Cristo en España.
Y la cosecha fue inmensa. Bendecida por Dios y por la Virgen.
Y ya los santos españoles. Los santos de la primera hora, los
santos de las persecuciones romanas que, al igual que la primavera
llena los campos de flores, llenaron España y el cielo de santos.
No puedo citarlos a todos. A los seguros, a los probables, a los
dudosos o más que dudosos.
¡Qué hermosísima cosecha de santidad
la de la España romana! Santos obispos, santos sacerdotes, santos
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seglares, santos niños ... Cuando los niños saben ser santos, saben
morir por Cristo,
es que Dios está muy dentro del corazón de sus
hijos. Y yo creo que es imposible un
niño santo sin una madre
santa.
Desde entonces el cielo se acostumbró a ver llegar a sus puertas
filas interminables de espafíoles que llevaban como pasaporte segu­
ro, en su mano, la palma del martirio. Y los coros angélicos canta­
ban el Te Deum laudamus en honor de todos aquellos que venían
con
el alma blanquísima porque estaba recién lavada con su sangre.
Sus cuerpos, mutilados
por el verdugo, esperan en Espafía la
resurrección. Pero sus almas espaiíolas hace ya muchos siglos que
están
junto a Cristo y la Virgen en la gloria de Dios Padre.
Aquí, en Zaragoza, que ciertamente
es la ciudad de María pero
que también es la ciudad de innumerables santos mártires, se
veneran los restos de no pocos de ellos. Las santas masas. Creo
que
en las próximas Jornadas deberíamos acudir a ellas, con piedad,
con agradecimiento, con súplicas por esta España nuestra que fue
también su patria.
Emeterio y Celedonio de Calahorra, las dos Eulalias, o
una
sola venerada en Mérida y en Barcelona, Engracia, Vicente y sus
compañeros zaragozanos, Fructuoso, Augurio y Eulogio de Tarra­
gona, los alcalaínos Justo y Pastor, Vicente, Sabina y Cristeta,
Tecla, Justa y Rufina ... y tantos más, son nuestros primeros santos,
son los primeros que hicieron que a
Dios empezara a sonarle el
nombre de Espafía.
Ya sé que a Dios le suena todo desde la eternidad. Que todo
lo conoce y todo lo
ha valorado antes de que los siglos fueran
siglos. Pero su hijo Jesucristo, que
si es verdadero Dios también
es verdadero hombre, tuvo que sonreír de alegría cuando llegaron
al cielo los primeros santos espafíoles. Y desde entonces, ¡cuántas
sonrisas! ¡cuántas sonrisas de Dios!
Cayó el Imperio y llegaron los siglos godos. Y Espafía siguió
siendo una máquina imparable de hacer santos.
Si con Roma fueron
los santos mártires, ahora serán los santos obispos. También hubo
mártires como Hermenegildo o mujeres
como Florentina, pero Jo
que destaca, lo que llama la atención, es el número de obispos
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santos de la Iglesia visigoda. O, mejor dicho, de la Iglesia de Espafia
en los siglos godos. Ildefonso, Isidoro, Leandro, Millán, Braulio,
Eugenio, Julián, Floresindo, Gregorio, Prudencio, Fructuoso,
Martín, Fulgencio, Justo, Toribio, Masona ... Y más. España fue
una nación de obispos santos. ¡Qué suerte para los hijos tener
unos padres santos! ¡Qué suerte para los fieles, para los sacerdotes
que sean santos sus obispos! ¡Qué envidia! ¡Qué pena!
Y con obispos santos Espafia se convirtió a la fe de Cristo. En
Toledo. En su tercer Concilio. No muchos españoles. Espafia. Y
desde entonces fue la nación católica por antonomasia. La nación
más católica del mundo. Y así por siglos y siglos. ¿ Veis nuestra
Espafia de hoy? ¿Son santos nuestros obispos?
Tal vez ahí esté la
explicación de tantas cosas.
De nuevo la persecución, esta vez la musulmana, y de nuevo
los santos mártires de Espafia que en esta ocasión hicieron a
Córdoba especialmente gloriosa. Pelayo, Eulogio, Flora y María ...
Innumerables mártires de Córdoba. Bellísimas historias de unos
católicos que tenían prisa de cielo. Y querían llegar a
él cuanto
antes. Por el camino más corto: el del martirio. Y también en
otros lugares de Espafia, como en la Huesca de Nunilo y Alodia ...
Los hermosos santos de la primera Reconquista:
el leonés
Froilán, los gallegos Rosendo y Pedro de Mezonzo, que ensefió a
toda la Cristiandad la bellísima oración de la Salve Regina, Ole­
gario de Barcelona, Toribio de Liébana, Millán de la Cogolla, los
Domingos de la Calzada y Silos, Raimundo de Fitero,
los madrile­
fios Isidro Labrador y María
de la Cabeza ...
Conforme avanzan
los siglos los datos son más firmes y seguros.
En el siglo XIII hay ya santos no de gloria inmarcesible, que esa es
la de todos los santos, sino de peso singularísimo en la Iglesia. En
la Iglesia de Espafia y en la Iglesia universal.
San Fernando rey de
Castilla y de León por nacimiento y de
casi toda Espafia porque él la conquistó para la Cruz. ¡Si hermosos
son los días de los obispos santos yo diría que casi lo son
más los
de los reyes san
tos! To dos estamos llamados a la san ti dad pero
parece que los reyes tienel1 más motivos de distracción en el camino
que los obispos. Además, éstos ejemplarizan a una diócesis, aqué-
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llos, a toda una patria. Si al ver a los obispos de hoy, comparándolos
con los de los siglos de los obispos santos, exclamé: ¡Qué pena!
,Qué voy a deciros al ver a los reyes de hoy si los compararnos con
San Fernando
rey?
Hubo muchos reyes santos pero creo que muy pocos resisten
la comparación con nuestro Fernando. Ejemplar en todo. Como
rey y como santo.
Como conquistador y como administrador de
justicia.
El sólo hizo más España -me refiero claro está a la penin­
sular-que casi todos los demás reyes juntos. Fue realmente un
premio de Dios a España.
Y Domingo de Guzmán.
Otro santo que él solo bastaría para
enorgullecer a una patria.
La Orden dominicana es obra suya y
desde entonces las herejías tuvieron
un firme valladar en sus teó­
logos. Por no hacer interminable la lista citemos solamente la
figura inmensa de Tomás de Aquino que,
si no es español por
nacimiento, lo es de algún modo por dominico.
Pero de Domingo de Guzmán quiero señalaros otro aspecto.
Tal vez más importante que los Aquinos y los Báñez, los Canos y
los Vitorias, los Granadas y los Torquemadas. Seguro que más
importante. Los millones y millones de cuentas desgastadas de
amor que millones y millones de católicos de todo
el mundo han
ofrecido a María en
el santo Rosario. Pedro de Mezonzo inventó
la Salve, Domingo de Guzmán
el Rosario. Cierto que es impagable
lo que debemos
á la Virgen y todo cuanto hagamos por ella será
poco. Pero España le ha dado la Salve y
el Rosario. Ninguna otra
nación del mundo, porque
el arcángel Gabriel solo tenía por patria
el cielo, le ha dado tanto. Ni nada parecido.
Pero hubo más santos.
De este siglo fueron también Raimundo
de Peñafort, Martín de Fino josa, Bernardo Calvó, Pedro Nolasco,
Pedro Pascual, María de Cervellón, Pedro Armengol, ] uana de
Aza y Manés de Guzmán, Pedro González (Telmo) ...
Otra hermosísima figura, del siglo siguiente, el XIV, es Santa
Isabel de Portugal, la Rainha Santa, que era Infanta de Aragón y
nació en nuestra patria. Y el mercedario Ramón Nonato ...
Del XV otro santo que parece de leyenda, el dominico Vicente
Ferrer. Y
el franciscano Pedro Regalado, Diego de Alcalá, el agus-
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tino Juan de Sahagún, el hijo de esta tierra aragonesa Pedro de
Arbués, asesinado por los judíos
al igual que el santo Niño de La
Guardia, Beatriz de Silva ...
El siglo
XVI es ya una pasada. El solo bastaría para justificar
más que sobradamente la gloria católica de cualquier patria. Igna­
cio de Loyola, Teresa de Jesús, los tres Juanes, a cual más excelso,
de la Cruz, de Avila y de Dios, los Franciscos, Javier y de Borja,
Pedro de Alcántara ...
Y, por si estos no bastarán, Tomás de Villanueva, Salvador de
Harta, Luis
Bertrán, Catalina Tomás, Toribio de Mogrovejo, Pas­
cual Bailón, los mártires franciscanos del Japón y los mártires
jesuitas del Brasil, Alonso de Orozco, Sebastián Aparicio, Nico­
lás Factor, Marcos Criado, Andrés Hibernón, Alfonso Pacheco ...
En el siglo XVII comenzó nuestra decadencia política pero no
decayó la santidad en España. Figuras egregias fueron
el aragonés
José de Calasanz,
el arzobispo Juan de Ribera, los jesuitas Alfon­
so Rodríguez y Pedro Claver, el franciscano Francisco Solano, el
dominico Martín de Parres, la bellísima figura de la Rosa de Lima,
Miguel de los Santos, María Ana de Jesús Paredes, y aquel ejem­
plar sacerdote barcelonés que fue José Oriol. Y los mártires do­
minicos del Japón y los jesuitas del Río de la Plata. Y Simón de
Rojas, Ana de San Bartolomé, Mariana de Jesús, Gaspar del Bono,
Julián de San Agustín, Juan Bautista de la Concepción, Juan de
Prado, Juan Macias, Francisco Fernández Capillas, Buenaventura
de Barcelona, Josefa de Santa Inés ...
El siglo de Carlos III y de la expulsión de los jesuitas, del
regalismo y de la Ilustración no podía ser un siglo de santos. Y
no lo fue. Aunque encontremos figuras de la talla del Beato Die­
go José de Cádiz, que arrastró a toda España hacia la virtud con el
fuego de su palabra verdaderamente milagrosa. Tal es la fuerza
cuando
se conjugan la palabra de Dios y la santidad del misione­
ro, que no me resisto a leeros los versos con que un autor descreí­
do reflejó la impresión que le produjo aquel santo religioso:
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«Yo vi aquel fervoroso capuchino,
timbre de Cádiz, que
con voz sonora,
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al blasfemo, al ladrón, al asesino,
fulminaba sentencia aterradora.
Vi en sus miradas resplandor divino,
con que angustiaba el alma pecadora,
y diez mil compungidos penitentes
estallaron en lágrimas ardientes.
Le vi clamar perdón al trono augusto,
gritando humilde:
"No lo merecemos",
y temblaron, cual leve flor de arbusto,
ladrones, asesinos
y blasfemos;
y no reinaba más que horror y susto
de
la anchurosa plaza en los extremos,
y en la escena que fue de impuro gozo
sólo
se oía un trémulo sollozo».
Misionero popular también, aunque de menos fama que el P.
Cádiz, fue
el beato dominico Francisco de Posadas y muy notable
asimismo
el jesuita aragonés José de Pignatelli, artífice de la res­
tauración de la Compañía de Jesús. Y para que en
el cielo no se
olvidaran que España seguía siendo una nación de mártires, cinco
dominicos espafioles subieron a los altares como mártires en China.
El estéril siglo
XVIII dio paso al atormentado XIX en el que la
Iglesia española conoció de nuevo la persecución a manos ahora
del liberalismo. Y los sancos
se multiplicaron. En esta ocasión
podríamos decir que estamos en
el siglo de los santos fundadores
y fundadoras de congregaciones religiosas. Hombres y mujeres
de inmensa talla que
se propusieron revitalizar el catolicismo es­
pañol: Antonio María Claret, Joaquina de Vedruna, Micaela del
Santísimo Sacramento, Soledad Torres Acosta, Teresa de Jesús
Jornet, Vicenca María López Vicuña, Francisco Palau y Quer,
Manuel Domingo y Sol, Enrique de Ossó, la madre
Ráfols ...
Y, ¿cómo no?, siempre los mártires de España. Ahora los
franciscanos de Damasco y los dominicos del Tonking.
De estos
últimos quiero hacer una especial mención, pues fueron unos santos
muy especiales. Generalmente, estos misioneros, que sufrían el
martirio en tierras lejanas de Asia o América, sucumbían en una
persecución que se desataba en un determinado momento. Bien
conocían el riesgo y lo asumían por Dios. Y a veces se encontraban
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con la palma del martirio. Pero el caso de los dominicos del
Tonking, martirizados en los siglos
XVIII y XIX era distinto. Allí
no ocurría una persecución. Allí la persecución era permanente.
Iban unos a sustituir a otros compañeros ya martirizados y
con la
seguridad casi matemática de que a ellos les iba a ocurrir lo mismo.
Como así sucedía. Más que vocaci6n de sacerdotes es como si de
lo que verdaderamente tenían vocación era de mártires.
Por eso,
como un homenaje a tantos mártires españoles, como
me ha sido imposible nombrarlos, en testimonio de piedad y grati­
tud, como una oración, os voy a decir los nonibres de estos españoles
que dieron su sangre por la religión en el lejano Tonking, que es,
más o menos, el Vietnam de hoy.
El tortosino Francisco Gil de Federich, degollado
el 22 de
enero de 1745. El vallisoletano, de Nava de Rey, Mateo Alonso
de Liciniana, degollado con
el anterior. El valenciano, de Játiva,
Jacinto Castafieda, también degollado
el 7 de octubre de 1773.
El cordobés, de Baena, Domingo Henares, obispo, decapitado
el
25 de junio de 1838. El vallisoletano, de Ventosa de la Cuesta,
José Fernández, degollado
el 24 de julio de 1838. Clemente Ignacio
Delgado, ejecutado
el 21 de julio de 1838. El gallego José María
Sanjurjo Díaz, obispo, ejecutado en 1857. El asturiano, de Cortes,
Melchor García Sampedro, también obispo, ejecutado
el 28 de
julio de 1858,
al afio siguiente de aquél a quien había sucedido
como sucesor de los Apóstoles. J er6nimo Hermosilla, riojano, de
Santo Domingo de la Calzada, obispo, degollado
el 1 de noviembre
de 1861. Pedro José Almató, de San Feliú Saserra, Barcelona,
degollado con
el anterior. YValentín de Berrio Ochoa, de Elorrio,
Vizcaya, también obispo, degollado asimismo
el 1 de noviembre
de 1861. Verdaderamente podemos decir que
el catolicismo del
Vietnam está regado con
la sangre de los mártires de Espafia.
Y llegamos
al siglo XX. Y continúa la santidad. Santa Rafaela
María del Sagrado Corazón, fundadora de las Esclavas. El beato
Manyanet, fundador de los Hijos de la Sagrada Familia y de las
Misioneras de la Sagrada Familia de Nazaret. Genoveva Torres
Morales, fundadora de
las Angélicas. Angela de la Cruz, fundadora
de las Hermanitas de la Cruz. José María Escrivá de Balaguer,
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fundador del Opus Dei. Pedro Poveda, fundador de las Teresianas,
aunque este último, atajara
por las sendas del martirio. Ezequiel
Moreno, obispo de Pasto,
en Ecuador. Marcelo Spínola, cardenal
arzobispo de Sevilla.
Que pocos obispos llegan ahora a los altares, salvo los obispos
mártires. Desde San Juan de Ribera, muerto en 1611
ha habido
que esperar
al beato Spínola muerto en 1906. Me estoy refiriendo,
claro está, a la España europea pues en América fueron obispos
también San Antonio María Claret y San Ezequiel Moreno.
Y,
¡qué obispo Marcelo Spínola! ¡Cuánto se podría contar de él! Sólo
referiré
una anécdota. Nunca tenía nada porque todo lo daba.
Todo, porque apenas gastaba en vivir. Y no digamos en vestir.
Llega entonces
el hambre a Sevilla tras una sequía prolongada. Y
sus diocesanos se morían, literalmente, de hambre. El arzobispo,
un anciano próximo a la muerte, como
no tenía nada, no podía
socorrerles. Y salió a pedir limosna. A persona que veía, le tendía
la mano abierta. Y, como un pobre, como lo que era, pedía por
amor de
Dios una limosna. Desde primeras horas de la mafiana
hasta la noche. Cargado de años y enfermo. Por las calles, en el
mercado, hasta en el Centro Republicano cuyos miembros odiaban
todos a la Iglesia y pertenecían a la masonería en una buena parte.
Y le dieron tanto, que
pudo atender a todos. Y el hambre desapa­
reció de la ciudad de Sevilla y de su diócesis. Era un obispo santo.
Pero a España aún
le parecía que eran pocos los santos que
había ofrecido al cielo. Y que era necesario más para intentar saldar
la enorme deuda de gratitud que tenía con Cristo y con María. Y
un año trágico y glorioso, el de 1936, dio al cielo más santos que
todos los que había dado a lo largo de su historia.
Aquella epopeya de martirio y de gloria, de heroísmo y santidad
es inenarrable. Cualquier historia que cojáis es emocionante. Y
hay miles y miles de historias.
De obispos, de sacerdotes, de religio­
sos y religiosas, de padres y madres de familia, de jóvenes ... A
cuál más bella. A cuál más santa.
Ya he perdido la cuenta de los que hasta el momento han sido
beatificados. Debemos estar
por los dos centenares. Y vendrán
muchos más. Muchísimos más. En martirios colectivos o indivi-
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duales. En hermosísimas gestas de amor, de amor a Cristo y a
España, todas ellas.
Reconozco que tengo
una cierta obsesión por los obispos. Tal
vez por esa motivaci6n subconsciente de justificar mis miserias y
debilidades con las de mis padres, maestros y pastores. Tal vez
porque mi coraz6n no les encuentra como padres, maestros y pas­
tores. Por eso, siendo todos
los santos egregios, me impresionan
más los santos obispos. Que sin duda, por su altísimo puesto ecle­
sial de sucesores de los Apóstoles, son los más llamados
al ejemplo.
Pues, esa persecución cruelísima, ya ha conseguido que los de
Almerfa, Guadix y Teruel estén en los altares. Y tras Medina,
Ventaja y Polanco llegarán, ciertamente, y pronto, monseñor
lru­
rita, ejemplar obispo de Barcelona. Y el auxiliar de Tarragona, el
doctor Borrás. Y el de Lérida, monseñor Huix. Y el de Barbastro,
que
se presentó en el cielo seguido de todos sus sacerdotes y reli­
giosos en la más impresionante procesión martirial que hayan visto
nunca los ángeles y los santos. Imaginároslo. Porque debió ser
así. Alguien, asomado en una nube, vió que llegaba una fila inmen­
sa, interminable. Corrió la voz y las balconadas del cielo se llenaron
de santos asombrados. Al frente, con ornamentos episcopales, llega­
ba
un anciano que había trocado su báculo por una hermosa palma.
Tras él, su cabildo catedral,
en dos filas que se continuaban con
párrocos, coadjutores y seminaristas. Ciento catorce sacerdotes
marchaban tras el obispo. Ciento catorce. ¿Os dais cuenta de qué
cantidad en
una diócesis mínima en superficie y en población?
Prácticamente no quedó
uno vivo. Seguían los religiosos, con sus
distintos hábitos: claretianos, benedictinos, escolapios ... Los hijos
del P. Claree eran cuarenta y nueve. Y la inmensa mayoría jóvenes
novicios. Fue memorable aquella escena en la que los asesinos,
después de haber ejecutado a los sacerdotes, viendo a aquellos
jóvenes estudiantes claretianos, debieron sentir una leve chispa
de humanidad y por un momento pensaron en salvar a los más
jóvenes. Y
el jefe de aquella horda pidió que se adelantaran los
que tuvieran más de veintiséis años. Y ninguno dio el paso al
frente. No porque tuvieran miedo a morir, que no lo tenían, sino
porque ninguno llegaba a esa edad. Repitió la orden rebajando
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un afio. Los que tengan más de veinticinco. Y tampoco había nin­
guno. Entonces resolvieron matar a todos. Después los seglares.
Y entre ellos uno de indudable raza gitana. Todos con su palma
en la mano. Conforme se aproximaban comenzaron a oirse sus
cánticos y a distinguirse su semblante. Si todo el mundo llega
feliz
al cielo, en aquéllos parecía que la alegría era todavía mayor.
El
Cristus vincit, Cristus regnat, Cristus imperatfue ya nítido y vi­
brante. Y aquel día ocurrió
en el cielo algo muy especial. Cuando
se abrieron las puertas del cielo, no fue San Pedro quien salió a
preguntar al que llegaba quién era y cuáles los méritos que traía.
Aquel día, fue el mismo Cristo quien salió a la puerta, revestido
de la más radiante y hermosa túnica roja, que parecía tefiida de su
Preciosísima Sangre, a recibir a la más heroica, a la más martiri­
zada, de
las diócesis de Espafia que llegaba, tras su obispo, a recibir
el premio de su sangre. Y Cristo abraz6 con inmenso amor al santo
obispo de Barbastro, monsefior Asensio, y, después, uno por uno,
a los sacerdotes, a los religiosos, a los seminaristas y novicios, a
los seglares. Y dicen que cuando llegó al gitano el abrazo fue si
cabe más apretado. Seguramente un teólogo encuentre alguna pega
en el relato. Pero
yo estoy seguro de que debió ocurrir algo muy
parecido a
lo que os he contado.
Y faltan más obispos:
el de Sigüenza, monsefior Nieto, el de
Jaén, monsefior Basulto. El de Cuenca, monsefior Laplana, aquel
que en
el supremo momento en el que le fusilaban bendecía a sus
asesinos. Y esto que
se contaba entre el pueblo pero que los sesudos
historiadores achacaban a leyenda piadosa tuvo exacta confirmación
cuando se exhumaron sus restos mortales y se vió que su mano de­
recha estaba perforada por una bala en posición de bendecir. El de
Segorbe, monsefior Serra. El de Ciudad Real, monsefior Esténaga.
Esta
es la base logística para la evangelización de Espafia. Para
la nueva evangelización
de Espafia. Los santos de nuestra patria.
Los elevados a los altares y los que se van a elevar. Los que ya
gozan de Dios y los que, seguro, en estos días, se están santificando
en este mundo y un día llegará el momento glorioso de su procla­
mación como tales. Porque España va a seguir siendo una inmen­
sa fábrica de santos. Esa es nuestra fe. Esa es nuestra esperanza.
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