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Número 355-356

Serie XXXVI

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Región, nación y federación. Un apunte desde la experiencia española

REGIÓN, NACIÓN Y FEDERACIÓN
UN APUNTE DESDE
LA EXPERIENCIA ESPAÑOLA
POR
MIGUEL A YUSO (*)
l. Se ha escrito que la nueva torre de Babel se distiQgue de
la original en que en el episodio veterotestamentario no se dice
en absoluto que los constructores no comprendieran siquiera su
propia lengua, sino solamente que no se compendían entre ellos.
En nuestros días, la soi-disant unidad planetaria, promovida por
las innumerables instituciones también mundiales, ha llevado a
un resultado indiscutible: la gente no sabe lo que dice, de manera
que para alcanzar su significado hay que atravesar lechos de sig­
nificaciones contradictorias. Así, el que dice raza, desarrollo, au­
todeterminación, etc., es consciente desde que la palabra sale de
su boca o de su pluma que debería volverla a matizar, ya que
otras interpretaciones le dan un sentido totalmente contrario (1).
Si
en la Babel bíblica, pues, fue la confusión de las lenguas la que
precedió a las de las ideas, en la nueva Babel de las ideologías es
el
marasmo ideológico el que impide que nos entendamos aun
usando las mismas palabras (2).
Lo sepan o no
quienes lo usan o estudian, todo vocabulario
político es siempre
tributario de ciertas tradiciones de pensamiento
y,
en última instancia, de una determinada concepción del hom-
(*) Publicamos la comunicación presentada por Miguel Ayuso al XXXV
Convegno del «Institut Internacional d'Etudes Européennes "Antonio Rosmini"»,
(1) Cfr. THOMAS MOLNAR, «Notes sur la confusion des langues», La Pensée
Catholique (París) n.º 259 (1992), pág. 36.
(2) ar. JUAN VALLET DE GoYTISOW, «El bien común», en su vol. Algo
sobre temas de hoy, Madrid, 1972, pág. 105.
Verbo, núm. 355-356 (1997), 511-523 511
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bre y de la realidad. En el caso del lenguaje político de la moder­
nidad, «su indigencia radical no reside
en tal servidumbre sino
en la propia resistencia del saber político a asumir, de modo ple­
no, la condición
limitada y relativa de la palabra». Sin embargo,
la única posibilidad que el lenguaje posee para trascender
el po­
der que le corrompe e
instrumenta radica «en su humildad para
anteponer el rigor de la interrogación filosófica al brillo
de la
forma, y restablecer así significaciones originarias fundadas en
los principios naturales
del orden» (3).
El
tema que rubrica el Convegno del Instituto Rosmini de este
año no
es excepción al fenómeno con que abríamos nuestra comu­
nicación, sino que, antes al contrario,
se nos aparece trágicamen­
te traspasado de consuno
por el confusionismo terminológico al
que subyace
un confusionismo conceptual. En la experiencia es­
pañola, además, vienen a
adquirir contornos especialmente en­
marañados y virulentos.
El profesor Canals, en este sentido, ha
afirmado que «quienes no profesamos el principio de las naciona­
lidades, apoyado en el concepto romántico e idealista de "nación",
ni admitimos el unitarismo rígido implícito en el concepto jaco­
bino de Estado, tenemos
que tratar de hacer comprender a nues­
tros contemporáneos, en medio de la aludida confusión de
térmi­
nos, un lenguaje más tradicional y más respetuoso con la tradición
histórica de España» (4). Porque buena parte de los confusionis­
mos denunciados se esfuman cuando acertamos a devolver a los
términos su significado flexible y analógico, sorteando las tram­
pas de las rigideces jacobinas
y recuperando el legítimo uso plu­
ral de palabras como «pueblo», «nación» o «reino» (5).
(3) ENRIQUE ZULETA, «El principio de subsidiariedad en relación con el
principio de totalidad: la
pauta del bien común», Verbo (Madrid) n.0 199-200
(1981), pág. 1.172.
(4)
FRANCISCO CANALS, «Países, naciones y Estados en nuestro proceso histó­
rico»,
en su vol. Política española: pasado y futuro, Barcelona, 1977, págs. 70 y ss.
(5) Cfr. MIGUEL AYUSO, ¿Después del Leviathan? Sobre el Estado y su signo,
Madrid, 1996, págs. 75 y ss., con referencia a los pensadores más notables del
reciente tradicionalismo hispánico.
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Procuraremos, en lo que sigue, y respetando tal declaración
de principios, aportar alguna precisión al siempre rico acervo de
las reuniones de este
Instituto.
2. En primer lugar, no es la primera vez que recuerdo la
aguda exposición de la que el filósofo Rafael Gambra denomina
«teoría de la superposición y evolución de los vínculos naciona­
les» y
que halla implícita en la obra de Vázquez de Mella (6).
Según
la misma, en la naturaleza de los vínculos que determinan
la existencia de un pueblo se da un progreso en cuanto mayor es
la espiritualización o el alejamiento del factor material, sea ra­
cial, económico o geográfico. Así, de las nacionalidades
primiti­
vas, determinadas generalmente por una estirpe familiar prolon­
gada en sentido racial, se va pasando -por una especie de
depuración progresiva de los
vínculos-a nacionalidades que li­
gan a pueblos de raza, medio o vida diferente. Así -señala Gam­
bra-, se explica que en el seno de una gran nacionalidad actual,
como
la española, en la que ejemplifica la tesis, pervivan y
coexistan en superposición y mutua penetración, regionalidades
de carácter étnico, como
la eúskara; geográfica, como la riojana;
de
antigua nacionalidad política, como la aragonesa o la navarra.
Y de
ahí que en nuestra patria -«que es un conjunto de naciones
que han confundido parte de su vida en una unidad superior (más
espiritual) que se llama España»
(7)-no esté constituido el vín­
culo nacional ni por la geografía, la raza o la lengua, sino por una
causa espiritual, superior o directiva, de carácter predominante­
mente religioso.
Pero este vínculo superior
que hoy nos une -continúa Gam­
bra-no debe proyectarse al futuro como algo sustantivo e inal­
terable, porque entonces
se diseca la tradición que nos ha dado
vida.
Es cierto que el principio de las nacionalidades sin instancia
(6) Cfr. RAFAEL GAMBRA, «Estudio preliminar» al libro Vázquez de Mella,
Madrid, 1953, págs. 31 y SS.
(7) JUAN VÁZQUEZ DE MELLA, Obras Completas, tomo X, Madrid, 1932,
pág. 320.
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superior procede cabalmente de la confusión moderna entre el
Estado
y la nación, y su concepción como una única estructura
superior y racional de la que reciben vida y organización las demás
sociedades. El proceso federativo de
nuestra Edad media cristiana
y la progresiva espiritualización de los vínculos unitivos, por con­
tra, no tiene por qué truncarse, máxime cuando el principio y el
punto de vista nacional conducen siempre a la guerra permanente.
Porque, según la doctrina de la espiritualización y superposición
de los vínculos nacionales, que responde a la práctica de los siglos
cristianos, el proceso
de integración habría de permanecer siem­
pre abierto, hallándose al final, como vínculo de unión para todos
los
hombres, la unidad superior y última de la catolicidad, libre
de toda modalidad humana. Proceso que, en definitiva, supon­
dría no tanto la imposición de una parte, como una libre integra­
ción o federación vista por todos los pueblos como cosa propia y
que para nada mataría las anteriores estructuras nacionales (8).
Es posible,
sin embargo, que un tal proceso de integración,
respetuoso con las instancias sobre las que se va construyendo,
deba limitarse a unos «grandes espacios», sin que en recta doctri­
na deba acceder a la pretensión de trabar una unidad política del
mundo. En este sentido, el profesor Alvado d'Ors, nos ha dejado
una serie de reflexiones orgánicas con varios ejes cardinales. Pri­
meramente, partiendo en una visión teológica del dato de la uni­
versalidad, ha escrito que una visión cristiana no puede ambicio­
nar la derrota de una superpotencia por otra, ni el triunfo de unos
terceros infieles, sino la
reintegración de todos en el unum ovile.
Por ello, todo acto que conduzca a ese fin ha de verse como histó­
ricamente valioso, y toda fuerza que aspire a ser históricamente
valiosa debe aplicarse sin excusa a ese fin (9). Sin embargo, en
(8) Cfr. MIGUEL AYUSO, «O principio de subsidiariedade e os agrupamen­
tos supranacionais»,
Digesto Economico (San Pablo) n.º 342 (1990), págs. 65-70;
Id., «Orden supranacional y doctrina cat6lica», Verbo (Madrid), n.º 303-304
(1992), págs. 305 y ss.
(9) Cfr. ALVARO D'ORS, «Carl Schmitt en Compostela», Arbor (Madrid)
n.º 73 (1952), págs.
46-59, o en su vol. De la guerra y de la paz, Madrid, 1954,
págs. 181-204.
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una segunda consideración, esa concepción en modo alguno se
resuelve
en el Imperio o en alguna forma más o menos leviathá­
nica
de Estado, pues la función histórica del cristianismo no pue­
de reducirse a la producción y conservación de un Imperio, sino
que resplandece en la plenitud gloriosa de la Iglesia. Así pues,
desde el
punto de vista cristiano, la unidad del mundo está incoa­
da en la vocación universal de la Iglesia, por más que desde el
ángulo político resulte un designio pérfido precisamente por con­
trario a la unidad de la Iglesia. Porque la unificación del mundo
ha de entenderse como contrafigura de la Iglesia, lo que abre una
perspectiva de «pluralismo» político -con un significado bien
diferente del hoy acuñado (10)-, que ha bautizado con la expre­
sión
por él mismo acuñada de «regionalismo funcional» (11), y
que evoca ese proceso federativo al que Gambra se refería.
Este
último, desde la imagen de una Cristiandad histórica,
pondera sobre todo la integración que acompaña a una sociedad
de sociedades, en la que, como en la vida, se procede de abajo
hacia arriba, construyéndose
a partir de los e.Scalones inferiores.
En este cuadro, el Estado-nación, concebido según la lógica polí­
tica moderna de la soberanía bodiniana o hobbesiana, la visión
jacobina
de la nación y su corolario que es el principio de las
nacionalidades y el
dogma rousseauniano de la volonté générale, no
puede sino constituir un fenómeno patológico (12). Amén de in­
coherente, si lo contemplamos desde el rigor de los dogmas del
racionalismo político. Quizá pueda decirse en puridad, es cierto,
que el nacionalismo sea una fase menos avanzada que el interna-
(10) Cfr. MIGUEL A ruso, «Pluralismo y pluralidad ante la filosofía jurídi­
ca y política», en Homenaje a juan Berchmans Val/et de Goytisolo, vol. V, Madrid,
1990, págs. 7-29; ID., «En torno al pluralismo político y cultural», en el vol.
Breve diagnóstico de la cultura española, Madrid, 1992, págs. 213 y ss.
(11) Cfr. ALVARO D'ÜRS, Papele.1 de oficio univerJitario, Madrid, 1961,
págs. 210 y SS.
(12) Cfr. MIGUEL AYUSO, «Acerca de la crisis de la nación», Verbo (Madrid)
n.º 309-310 (1992), págs. 1.044 y ss.; ID., «Le temps des nations: les formes
modernes de subversion»,
Permanencu (París) n.0 298-299 (1993), págs. 77 y ss.
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cionalismo en el desenvolvimiento de la ideología revoluciona­
ria. Probablemente,
en cambio, se ajuste más a la realidad de las
cosas reconocer
que nacionalismo y rnundialismo pueden consi­
derarse como los dos brazos de
una misma tenaza cuyo designio
no es otro que es el aprisionamiento y destrucción de
la constitu­
ción cristiana de los pueblos (13).
Por lo mismo, es bueno retener cómo el complejo político
dominante
se articula sobre desorientados postulados de filosofía
política y de derecho
público, de los que, en su operatividad, no
puede sino generarse confusión. Por un lado, el nacionalismo se
sitúa simplemente en un «yoísmo» colectivo, ajeno al amor pa­
trio y a la fidelidad a las tradiciones, y puro destilado de insince­
ridad. Mientras que,
por el otro, el mundialismo militante que
paradojalmente
también signa nuestros tiempos, según acabamos
de ver, resulta
simplemente de la profundización en el designio
racionalista de
la modernidad, en cuyo discurrir el Estado nacio­
nal y todas sus derivaciones no
han sido sino una incoherencia. El
«pluralismo», en su
sentido hoy campante, alejado de la «plura­
lidad»
que se resuelve en la «unidad» y, no obstante, motor de
una unificación igualitaria y desmedulada que permite su frag­
mentación en unidades
tan pequeñas como se quiera, así como su
absorción
por cualquier poder babélico, se convierte en el ele­
mento unificador de la táctica bicéfala. Una vez más, la versión
racional y cristiana
se sitúa en otro plano de errores sólo opuestos
en
una visión ingenua (14).
En un cuadro como el recién trazado se comprenderá fácil­
mente que las fórmulas jurídicas apenas sean armas arrojadizas
en
un combate, en lo que toca a los nacionalismos, presidido por
la desmesura y desnaturalizado por el idealismo romántico, y en
lo
que respecta a los mundialismos, instrumentado por los inte-
(13) Cfr. ID., ¿ DeJpuéJ del Leviathan? Sobre el Estado y su 1igno, cit. págs. 75
y SS.
(14) Cfr. ID., «Pluralidad y unidad», Verbo (Madrid), pendiente de
publicación.
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reses de la fortuna anónima y vagabunda. Permítaseme dejar al­
gunas palabras para cada uno
de ambos problemas.
3.
Si abordamos el primero, concretándolo inicialmente a
la experiencia española,
es cierto que nuestra historia contempo­
ránea proporciona motivos
para el resentimiento, y que en psico­
logía colectiva los pueblos no perdonan.
¿Habrá que recordar el
significado de la instauración borbónica en España tras la guerra
de Sucesión, y las funestas consecuencias
que produjo en los pue­
blos de
la Corona de Aragón y singularmente en Cataluña la in­
tención
-dicha por Felipe V-de «castellanización», en puri­
dad de «afrancesamiento», de los Decretos de Nueva Planta? O
más cerca de nosotros, ¿no será preciso traer a las mientes la desem­
bocadura de las guerras carlistas respecto de
la cuestión foral en
los
distintos territorios vascos? Por lo mismo, no puede escindir­
se el tecnicismo jurídico del Estado de las Autonomías
-con su
indefinición tantas veces señalada y
la consecuencia del carácter
abierto del «proceso»
autonómico-del complejo de factores his­
tóricos, culturales, sociológicos, políticos y hasta psicológicos en
que aquél ha de insertarse.
Que un Estado descentralizado es mejor en abstracto que otro
centralizado no ofrece dudas desde la salvaguarda de
la libertad y
la responsabilidad a que debe atender el poder con más cuidado
que a la propia eficacia, ya que la política --dentro de la celebra­
da distinción chestertoniana-se sitúa no entre las cosas que debe
hacer
quien mejor saber hacerlas (arreglar unos zapatos o curar
un dolor de muelas), sino entre aquéllas que debe hacerlas quien
tiene que hacerlas (sonarse la nariz o elegir esposa) (15). Que,
más allá, un Estado regional sea preferible a otro unitario, en idén­
ticas condiciones y desde idéntico ángulo,
puede incluso merecer
la
misma respuesta. Podría incluso admitirse que un Estado fede-
{15) Cfr. GILBERT KruTH CHESTERTON, Ortodoxia, en Ohra.r completas, Barce­
lona, 1967, pág. 541; ALVARO n'ORS, «El principio de subsidiariedad», en el
vol.
Escritos varios sobre el derecho en crisis, Roma-Madrid, 1973, págs. 109 y ss.
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ral o federalizable pueda ajustarse mejor a la estructura histórica
profunda de la hispanidad que uno simplemente regional, pese a
la
virtualidad ascendente hacia la unidad y no descendente desde
ella a
que viene unida la fórmula técnico-jurídica federal. En es­
tos
términos, no sería absurdo que el respeto a los «hechos dife­
renciales»,
allí donde existan, condujera a un nivel de autonomía
diferente del de otros territorios tradicionalmente de derecho co­
mún. Al igual que la idea de la «administración única» debiera
imponerse para impedir gravosas y costosas duplicaciones buro­
cráticas.
Pero, ¿no es menos cierto
que la mayor parte de esas proposi­
ciones se sostienen
provisionalmente como paso previo a la inde­
pendencia y a la voladura de España, que no es un simple Estado,
sino
una gran e irrevocable nación de naciones (16)? Esto último
me parece nuclear. Decir que España es un Estado de naciones es
tan sólo sentar la premisa menor que, subsumida en la mayor del
principio de las nacionalidades y el concepto jacobino de nación,
permita concluir que «Euzkadi>> o Catalunya son naciones inte­
gradas en el Estado español, pero que podrían integrarse en otro,
o
autodeterminarse en un Estado vasco o catalán (17). Pero este
es un planteamiento fruto de la ideología, que los hechos des­
mienten en un complejo entramado de pueblos según fórmulas
variadas
y plurales. Y es que Estado de naciones en puridad lo ha
sido tan sólo Yugoslavia, y así ha terminado. Mientras que los
Estados U nidos
de América, por contra, son una nación de Esta­
dos.
Como Gran Bretaña -Inglaterra, Escocia y País de Gales­
y Suiza son naciones de naciones. En esta última cada cantón es
un Estado-nación y la Confederación Helvética es, a la par, una
nación de naciones y un Estado de Estados. Combinaciones que la
historia confirma con usura, pues el Imperio alemán fue a la vez
(16) Cfr. JUAN VALLET DE GoYTISOLO, «Estados de naciones, nación de Es­
tados, nación
de naciones», Verbo (Madrid) n.º 305-306 (1992), págs. 589 y ss.
(17) Cfr.
ALVARO n'ORS, «El nacionalismo, entre la patria y el Estado»,
Verbo (Mad,id) n.° 341-342 (1996), págs. 25 y ss.
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un Estado de Estados y una hación de naciones, aunque a veces el
Estado de Estados rebasaba la nación de naciones alemana, como
ocurría cuando en aquél se integraban checos, serbios, húngaros,
eslovacos, etc. Y la España de los Austrias fue un Estado de Esta­
dos -latamente, pues en sentido estricto el Estado fue descono­
cido en España hasta muy recientemente-, más bien Reino de
Reinos, y nación de naciones: las Españas (18).
4. Tampoco es la primera vez que acudo a una síntesis, ejem­
plar en su brevedad y en su concisión, con la que el profesor Alva­
ro
d'Ors pone ante nuestros ojos el segundo centro de operaciones
desde
le que se dirige la guerra contra el Estado. Pues, la previsi­
ble superación de la estructura estatal no sólo opera por la vía
interna del autonomismo regional, sino también por la exterior
de la integración supranacional. De nuevo también, es dado en­
contrar en este estrato los rastros de los signos contradictorios
que presiden todas las situaciones de crisis y contribuyen a difi­
cultar, con su fluidez, la formulación del diagnóstico y el señala­
miento -al menos teórico-de la terapéutica (19).
Si
tomamos como punto de referencia la integración europea,
que es a la que en concreto se contrae la rúbrica de nuestra re­
unión, primeramente se impone la evidencia de una organización
del poder que supera el monismo estatal, que da lugar al naci­
miento de una comunidad superpuesta a las anteriores y que pre­
tende explicar el encaje técnico de la integración por medio de la
subsidiariedad. (Bien es verdad que sabemos hasta qué punto se
trata -hemos insistido, por más que levemente, en ello muchas
veces-de una versión desnaturalizada y administrativizada). En
segundo lugar, a continuación, no se hace menos palmaria la rea­
lidad de un modelo institucional ajeno al decadente y verbalista
(18) Cfr. MIGUEL A ruso, «La filosofía jurídica y política de Francisco Elía.s de
Tejada», Madrid, 1994, págs. 243 y ss; con un extenso desarrollo de la cuestión.
(19) Cfr.
ALVARO o'ORS, «Tres aporías capitales», Razón Española (Madrid)
n.º
2 (1984), pág. 213.
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del constitucionalismo democrático clásico. Tanto que también
conocemos las variadas protestas a que ha dado lugar a cuenta del
«déficit democrático» de sus instituciones y que, en lo que a

hace, me preocupa más por la propensión dirigista y tecnocrática
que exhiben,
muy contrarias al recto orden social y político, q.ue
por la irreverencia que muestran hacia el sufragio y la voluntad
mayoritaria. Con todo, la deficiencia más grave me parece hallar­
la en el espíritu laicista y profundamente anticristiano, todavía
bastantes leguas más adelante del que late
en los Estados nacio­
nales, que,
por lo menos el español, conserva aún una base moral
muy superior (20). De alguna manera, cada vez más diluida, si se
quiere, pero aún real, sigue conservando sus razones últimas la
oposición del pensamiento tradicional
y católico español a la Eu­
ropa que encarna el pluralismo disolvente (21).
Desde luego que
-permítaseme ayuntar los dos últimos pa­
lenques en
una reflexión conjunta-la coincidencia del agregado
ideológico
y cultural nacionalista, sobre el que descansa el proce­
so jurídico-político autonómico, con el otro proceso jurídico-po­
lítico, tampoco carente de implicaciones, el de la integración eu­
ropea, ha
podido contribuir por una parte a quitar mordiente
agresiva a algunos nacionalismos, que ven sus reivindicaciones
satisfechas a corto plazo
por medio de esa nueva instancia, pero
por otra, en su combinación no ha dejado de tributar al desfonda­
miento de las grandes naciones históricas. Nuestra España, por
su contextura única, si por un lado estaba más preparada para una
estructura territorial de regionalismo funcional,
por lo que había
(20) Cfr. MIGUEL AYUSO, «Identidad cultural e institucionalización en la
integración europea», en el vol.
de DANIW CASTELLANO (ed.), Al di ta di Occi­
dente e Oriente: Europa, Nápoles, 1993, págs. 141 y ss.; JUAN MANUEL ROZAS,
«El principio de subsidiariedad en el Tratado de Mastrique y en la doctrina
social de la Iglesia»,
Verbo (Madrid) n.º 313-314 (1993), págs. 255 y ss.; ID.,
recensión a
ANDRÉS ORTEGA, La razón de Europa, Madrid, 1994, en Verbo (Ma­
drid) n.º 327-328 (1994), págs. 875 y ss.
(21) Cfr. MIGUEL AYUSO~ «España y Europa: casticismo y europeísmo»,
Aporte, (Madrid) n.º 17 (1991), págs. 65 y ss.
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de rechinar menos el cambio en marcha, por otro padece más que
ninguna otra nación el proceso disolutorio por falta de reservas.
En esta tesitura trágica parece como si nuestro país, desgastado
y
sin otra vitalidad que la puramente extrovertida, hubiese perdido
su identidad y
su sentido. Parece difícil no evocar las graves pala­
bras de Menéndez Pelayo en el
Epílogo a su polémica Historia 4e
los heterodoxos españoles.
5. En todo este cuadro, que no es la primera vez que embo­
rrono, aparece con frecuencia, dotado de poderes casi mágicos, el
término «federalismo». Por ello, para concluir, no estará de más,
dentro del conjunto ya delineado, añadir una pincelada que
lo
abocete. El federalismo es, en efecto, primariamente, una fórmu­
la constitucional
-inserta, por tanto, en el dominio del tecnicis­
mo
jurídico--concreta de unir jurídicamente Estados, y que se
opone dialécticamente a la confederación. Es sabido que en la fe­
deración el Estado resultante asume las notas esenciales de la so­
beranía política, diversamente
de lo que ocurre en la confedera­
ción,
en la que la soberanía sigue siendo ostentada por los Estados
federados, quienes delegan algunos atributos parciales
y secun­
darios de ella en el Estado confederado. Como puede apreciarse
sin dificultad, la distinción es prácticamente cuantitativa, lo que
determina que se haya especificado en casi tantas formas como
ensayos históricos
ha habido. Por lo que se han forjado finalmen­
te como paradigmas ideales.
De ahí que, a continuación, haya de
añadirse una segunda acepción, el federalismo como valor políti­
co -perteneciente, en consecuencia, al acervo filosófico-políti­
co-, que especifica un modo de querer realizar la unión de gru­
pos sociales en general (22).
De lo anterior pueden extraerse directamente algunas conse­
cuencias aplicables
tanto a su consideración de instrumento para
(22) Cfr. CARL )OACHIM FRIEDRICH, Man and his Government. An Empirica/
Theory of Politics, Nueva York, 1963; ID.,Federal Constitutiona/Theory and Emer­
gent Proposa/s in Federalism: Mature and Emergent, Nueva York, 1955.
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realizar la unión jurídica de los pueblos españoles, cuanto a su
función viabilizadora de la integración de los pueblos europeos.
En primer lugar, parece claro que la primera de las acepciones
del federalismo no es la más importante para nuestro objetivo.
Sobre todo cuando se divisa desde la propia evolución de las fór­
mulas jurídicas, que han hecho desaparecer las confederaciones
y
han sustituido el federalismo «dual» por el «cooperativo» (23).
Pero, incluso
aunque se mantuviera la pureza de los términos,
habríamos de concluir que en general los problemas de delimi­
tación y distribución de competencias son menores. Acto segui­
do, no obstante, debemos introducir una distinción en la segun­
da acepción vista. Pues a poco que nos entretengamos en seguir
la pista del federalismo en la historia, aparecen entre nosotros
un federalismo que podríamos llamar tradicional y otro que de­
nominaremos revolucionario. Que es importante separar, no sólo
porque son distintos, sino porque -más allá de las coinciden­
cias que garantiza la técnica jurídica-uno viene a ser cabal­
mente la negación del otro. Y la diferencia radical que entre
ellos se extiende toca al papel que atribuyen a los cuerpos socia­
les básicos
-los no muy correctamente llamados cuerpos inter­
medios-, que son los enmarcados en un extremo por el hombre
y en el otro por la propugnada asociación supracomprensiva. Desde
un tal ángulo, deben ser recusados como federalismos perversos
e irrealizables los
que por una u otra causa desvirtúan o desa­
tienden en su construcción a los cuerpos intermedios que son el
tejido orgánico que riega la vida de la sociedad; mientras que
deben ser propugnados aquéllos en que tales organismos apare­
cen potenciados, fortificados y correctamente limitados. Podría
parecer quizá que los primeros revelan una contradictio in re et in
terminis, y no andaríamos muy descaminados si así concluyéra­
mos,
por la razón -tan sencilla de aceptar en la práctica como
difícil de reconocer en teoría-de que tras un término univer-
(23) Cfr. ANTONIO LA PERGOLA, Los nuevos senderos del federalismo, Ma­
drid, 1994.
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REGIÓN, NACIÓN Y FEDERACIÓN. UN APUNTE DESDE LA EXPERIENCIA ESPA'&OLA
salmente aceptado como el de federalismo existe mucho contra­
bando intelectual y político (24).
La vieja
sabiduría que líneas atrás, por boca de los profesores
Gambra y d'Ors, acogíamos, tiene mucho que decirnos del fede­
ralismo tradicional, asentado sobre el
auténtico proceso federati­
vo
de los siglos cristianos y depurado teóricamente por el princi­
pio de subsidiariedad de la doctrina social católica. El federalismo
revolucionario, en cambio,
se nos muestra como una pura fórmu­
la jurídica que las más de las veces recubre conflictos de variada
naturaleza y cuya solución reside
por lo mismo en otros estratos,
de manera que o bien estamos ante un maquillaje técnico o ante
un instrumento de desnacionalización, ambos buscados -lo veía­
mos
en este mismo papel-por razones estratégicas y muchas
veces inconfesables, aunque casi siempre indisimulables. Pues un
federalismo que disuelve los Estados nacionales -la mayor de las
veces asentados sobre
un surco de siglos de convivencia-, como
si fueran quistes que deben ser extirpados, permite la convergen­
cia
de los nacionalismos larvada o explícitamente secesionistas
con los supranacionalismos las más de las veces sinárquicos.
(24) Cfr. FRANCISCO PUY, «Federalismo histórico tradicional, federalismo
revolucionario
y cuerpos intermedios», en el vol. CQntribución al estudiQ de los
cuerpos intermedios, Madrid, 1968, págs. 133 y ss.
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