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Número 355-356

Serie XXXVI

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Responsabilidad del hombre ante el problema de la Fe

RESPONSABILIDAD DEL HOMBRE
ANTE
EL PROBLEMA DE LA FE
POR
BALTASAR PÉREZ ARGOS, S. J.
1
1. Nos referimos al hombre, a todo hombre con capacidad de
entender y decidir libremente. Aun el «ateo» pues ni él es indife­
rente ante el problema de la fe. Los «Sin Dios» han sido tan sen­
sibles,
tan poco indiferentes, que han sido agresivos en grado sumo.
Ni siquiera han entendido la libertad religiosa. Y si la aceptan es
para imponer su ateísmo. Libertad religiosa equivale a que nadie
manifieste en público su fe; sólo se tiene derecho a no manifestar­
se creyente. ¿No es esto ateísmo? Excesivamente sensible respec­
to de la fe en Dios. El ateo no es indiferente. Pero quien admite,
al menos por la razón, la existencia de Dios ¿puede ser indiferen­
te ante el problema de la fe? ¿En concreto de la fe católica? ¿Cuál
es su responsabilidad, si es consecuente?
Comencemos por precisar el lenguaje. La palabra fe y su co­
rrespondiente verbo creer, como sabemos, puede tener diversos
significados y usos. Aquí los tomamos en el sentido de conocer,
conocer algo por el testimonio de otro, que lo conoce y nos lo
comunica. Son tres y sólo tres los modos que tenemos de cono­
cer una cosa: 1) inmediatamente por propia experiencia; 2) o
mediatamente por medio de un argumento sacado de la misma
entraña de la cosa, o 3) por medio del testimonio de otro. N ues­
tros conocimientos son empíricos, discursivos o conocimientos
de fe. Por ejemplo: esta figura que está en la pizarra es un trián­
gulo, la suma de sus ángulos equivale a dos rectos, un alumno
Verbo, núm. 355-356 (1997), 543-562 543
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BALTASAR PÉRBZ ARGOS, S.].
me dice que la pintó el profesor. Tres tipos de conocimientos; y
héte aquí que la mayoría, la inmensa mayoría de los conocimientos
que tenemos y de que nos valemos en la vida son conocimientos
de fe, obtenidos por el testimonio de otros. No sólo conocimientos
históricos o científicos,
sino conocimientos sociales, de la vida
cotidiana; cuando acudimos al médico, al abogado, todos son
conocimientos de fe. «Si desapareciera la fe en las humanas co­
sas,
¿quién no ve cuanta sería la perturbacion?, ¿qué horrenda
confusión se produciría?» (S. Agustín, De la fe en lo que no se ve,
II, 4). «Sin fe en la palabra de otro, el género humano perece­
ría» (Balmes, Filosofía fundamental, 32). Sin
fe es imposible el
progreso. Los medios de comunicación social, la prueba más con­
tundente de lo que decimos. Vivimos de la fe.
Primera conclusión. El hombre no es, no puede ser indiferen­
te ante el problema de la fe. La postura de quien dice, no creo, no
acepto sino lo
que yo veo, es insostenible. El racionalista que «nos
menosprecia
porque creemos lo que no vemos, se ve forzado tam­
bién a creer muchas cosas por la fama o por la historia o referen­
tes a lugares
donde nunca estuvieron. No digan «no creemos lo
que no vimos». Si lo dicen, se verán obligados a confesar que no
saben quienes son sus padres»
(S. Agustín, 1.c. ). Un racionalismo
a
ultranza es estúpido.
2. El problema se plantea especialmente en el terreno religioso res­
pecto de la fe divina. Porque la fe es divina o humana, según sea
Dios o el hombre el testigo, quien nos certifique de la verdad de
una cosa. Pues bien, en el terreno religioso el hombre que admite
a Dios ¿cuál puede ser su actitud responsable ante la fe divina? Si
es coherente consigo mismo, si actúa con responsabilidad, no puede
tener problema. Le es evidente que Dios puede hablar y comuni­
carse con su criatura y hacerle llegar su mensaje. Medios no le
faltan. No puede dudar de ello.
Segunda conclusión. El hombre puede tener conocimientos
de fe divina. No sólo puede, sino que debe aceptar esa fe, esos
conocimientos con
absoluta certeza, una vez que le conste que
Dios ha hablado y lo que en concreto Dios ha hablado.
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3. Hecho importante. Dios efectivamente ha hablado. « Dios en otros
tiempos habló a nuestros padres en diferentes ocasiones y de mu­
chas maneras por los profetas; últimamente en estos días nos habló
por medio de su hijo, a quien constituyó heredero universal de
todas las cosas, por quien creó
también los siglos» (Heb. 1, 1-2).
La existencia de esta revelación divina, en concreto de la revela­
ción cristiana hecha
por Dios a través de Cristo, su legado, es un
hecho histórico de excepcional importancia por venir de Dios y con
una preparación sapientísima sobre toda ponderación. Este hecho
se
puede conocer como cualquier hecho histórico. ¿Qué actitud
responsable puede tomar el hombre, que acepta y afirma la existen­
cia de Dios? Primero acercarse a conocer este hecho histórico, no
sólo por su importancia clamorosa en la historia de la humanidad,
sino porque si Dios ha hablado, es no sólo prudente sino obligado
escucharle. Segundo, estar persuadido que no puede ser tan incóg­
nito, que sea difícil comprobarlo con la investigación histórica.
Si Dios
en efecto quiere comunicarse a los hombres, ha de hacer.
fácilmente cognoscible esa revelación, de modo que produzca certe­
za histórica, a
quien con sinceridad la busque. Tercero, la revela­
ción
divina tiene que acreditarse que es divina por el milagro. No
hay otra prueba. Lo mismo el profeta, tiene que acreditar su lega­
ción divina por el milagro y la profecía, que se reduce al milagro.
4. Cristo confirma abundantemente su legación divina y la consi­
guiente credibilidad de su revelación, como revelación divina por los mi­
lagros. Desde el principio tiene buen cuidado de afirmarlo. A
Natanael que le confiesa hijo de Dios y Rey
de Israel, le dice:
«Porque te dije que te ví debajo de la higuera ¿crees? Mayores
cosas verás» (Jn. 1,50). Una de esas «cosas mayores» será el asom­
broso hecho
de su resurrección de entre los muertos. Hecho cuya
fotografía
auténtica y más que auténtica la tenemos en la Santa
Sábana de Turín.
5. Cristo transmite a todos los hombres la revelación del Padre.
«Hablamos lo que sabemos»
{ln. 3, 11). «Quien me envió dice
verdad y
yo digo lo que le oí» (In. 8,26). «El que cree en mí, no
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cree en mí (solamente) sino en aquel que me envió» (Jn. 12, 44).
Los apóstoles,
entre otros muchos en Palestina, oyeron inmedia­
tamente de sus labios esta revelación. Cristo con suma sabiduría
instituye con ellos un colegio -Los Doce--para que fueran ellos
los
que recogieran toda su revelación, fueran sus depositarios, los
intérpretes de su verdadero sentido y finalmente los transmisores
a todas las
gentes de la revelación cistiana. Cristo les promete,
consciente de sus plenos poderes, asistirles para que no yerren en
esta importantísima misión (Mt. 28, 18-20). Así mediante los
Doce y sus sucesores
en el tiempo, la iglesia docente, llega intacta
la revelación cristiana hasta nosotros.
Esta revelación hecha por Cristo a los hombres en nombre del Padre
que le envió, la completa el Espíritu Santo, tercera Persona de la San­
tísima Trinidad, al que Cristo enviará para que la complete. «Mu­
chas cosas
tengo todavía que deciros, pero no podéis ahora reci­
birlas. Pero
cuando venga el Espíritu de verdad os enseñará toda
la verdad» (Jn. 16, 12; 15, 26). La revelación cristiana completa,
hecha por Cristo y terminada por el Espíritu Santo en su nombre,
se acaba en los Doce, a ellos solos como depositarios y transmisores
de la misma se les comunica. Termina, por consiguiente, con la
muerte del último de los apóstoles, San Juan. Cualquier otra re­
velación divina,
que Dios puede hacer y es muy dueño de hacerla,
ya no
es la revelación cristiana, de la que es depositaria la Iglesia,
depositaria y transmisora, con todas las garantías dadas por Cris­
to de no equivocarse en su misión.
6. La iglesia, depositaria y trasmisora de la revelación divina, he­
cha por Cristo, no sólo nos ofrece garantías por ser instituida por
Cristo y asistida para que no yerre en su importante misión, sino
que ella «por sí misma, es decir, por su admirable propagación,
eximia
santidad, e inexhausta fecundidad en toda suerte de bie­
nes,
por su unidad católica y su invicta estabilidad, es un grande y
perpetuo motivo de credibilidad y testimonio irrefragable de su divi­
na legación» (Dz. 1794).
7. Esto
supuesto, a saber, que Dios no sólo puede, sino que
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de hecho ha hablado a los hombres por medio de su Cristo; y
que esta revelación cristiana, que tuvo lugar hace veinte siglos
llega a nosotros con plena garantía de autenticidad a través de la
iglesia docente,
instituida por Cristo y asistida por él para el
cumplimiento de esta misión; esto supuesto, el problema de la
fe religiosa se plantea al hombre de hoy y de cualquier otro tiempo,
que admite la existencia de Dios, de la siguiente manera: ¿qué
actitud debe tomar ante la propuesta que la iglesia católica hace y pre­
dica
de la revelación cristiana? ¿De indiferencia? ¿De ·rechazo? ¿O
de obligada aceptación? Si el hombre admite la existencia de
Dios y es coherente consigo mismo, la respuesta es evidente. Ni
de indiferencia y menos de rechazo. La única actitud lógica
y responsable
es la de aceptación. Motivos para hacerlo no le
faltan.
Tercera conclusión. El hombre, que admite la existencia de
Dios, puede conocer-con certeza 1) el hecho histórico de la revela­
ción
divina hecha por Cristo, fundado en suficientes motivos de
credibilidad que la acreditan; y 2) la existencia de la iglesia cató­
lica docente -los Doce-única depositaria y trasmisora de toda
la revelación cristiana. Por consiguiente, que puede y debe creer
lo
que la iglesia católica docente le proponga como revelación
cristiana. El
hombre que admite la existencia de Dios, si es consecuente
no encontrará
dificultad en llegar al_ conocimiento de la revela­
ción
cristiana con toda certeza. Es un proceso lógico al alcance de
cualquier entendimiento normal en circunstancias normales; pro­
ceso que se puede ver favorecido u obstaculizado por diversas cau­
sas. Y obstaculizado
de tal manera que pueden hacerlo moral­
mente imposible. Piénsese en países católicos o po.r el contrario
en países agresivamente ateos o anticristianos, en familias cris­
tianas o descreídas
en ambientes escolares pervertidos por mil
agentes, etc. No obstante éstas y otras dificultades, no podemos
olvidar lo
que el mismo Dios nos ha revelado: «Dios nuestro Sal­
vador quiere
que todos los hombres se salven y lleguen al conoci­
miento de la verdad» (1 Tim.2,4). Si hay buena voluntad en el
hombre y no pone dificultad, Dios no le faltará.
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II
Al llegar aquí, el hombre responsable ante el problema de la
fe religiosa sabe de una parte con certeza 1) la existencia de la
revelación cristiana; 2) que puede conocer y la conoce con certeza
por la predicación y propuesta de la misma que hace la iglesia
católica docente, instituida por Cristo para ello. Pero también
sabe 3) que Dios puede hacer otras revelaciones a quien quiera y
como quiera; y 4) conoce por la historia la existencia de otras
revelaciones;
que reclaman para sí en concreto el judaísmo y el islam.
En esta situación, ¿cuál ha de ser la actitud responsable del hom­
bre ante el problema de la fe religiosa que así se le plantea? ¿En
concreto
ante el judaísmo y el islam? ¿De rechazo? ¿De aceptación?
¿De rechazo?
A priori, no. Porque no se puede negar la posibi­
lidad de esas y de otras revelaciones distintas de la cristiana.
¿ De aceptación? Para aceptar esas o cualquier otra revelación
divina es necesario que haya pruebas de que en efecto Dios ha
hablado y ha revelado lo que sea. Aparte de su contenido intrín­
seco, la prueba es el milagro.
Al hablar del judaísmo nos referimos no al judaísmo del An­
tiguo Testamento, cuya revelación queda absorbida e incorpora­
da a la revelación cristiana, sino al judaísmo que no se incorpora
al cristianismo y se mantiene desde entonces en paralelo y en com­
petencia con él. La pregunta previa que el hombre responsable
ante este problema tiene que hacerse es si hay milagros a favor de
judaísmo y del islam. ¿ Hay milagros que acrediten esas revela­
ciones? ¿Apelan tanto el judaísmo como el islam a esta prueba? A
lo
que sabemos, parece que no. No nos costa.
Pero demos por supuesto la existencia del milagro a favor de
esas revelaciones divinas, distintas de la revelación cristiana. Pri­
mero su contenido evidentemente no puede contradecir al con­
tenido de la revelación cristiana. Si Dios habla por una y por
otra revelación no puede contradecirse a sí mismo. Segundo, en
lo que esas revelaciones tengan de común con la revelación cris­
tiana, lo lógico, lo acertado, lo más seguro, es recibir ese conte­
nido no por los actuales representantes del judaísmo o del islam,
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por respetables que sean, sino a través y de manos de la iglesia
católica docente,
que nos merece todas las garantías de infalibi­
lidad en la trasmisión del mensaje divino. Por ejemplo, yo creo
y acepto como revelado
por Dios, que es omnipotente y tiene
providencia de todas las cosas, con
toda la certeza de que Dios lo
ha revelado, no
porque me lo diga el judaísmo y el islam, que
efectivamente me lo dicen, sino porque me lo dice la iglesia ca­
tólica. El
contenido de este mensaje revelado es el mismo y co­
mún a todas esas religiones, pero el hombre consciente y respon­
sable, ¿a quién
y con más seguridad prestará atención? La respuesta
no tiene duda.
Para
terminar esta reflexión hagámonos una pregunta que hoy
agita bastante a los espíritus creyentes:
¿el Dios de los judíos y de
los musulmanes es el mismo Dios cristiano? e" Las tres religiones mono­
teístas adoramos
al mismo Dios? Nos parece que la respuesta exacta
se puede formular, distinguiendo entre el Dios de la fe y el Dios de
los filósofos. El Dios que conocemos por la razón evidentemente es
el
mismo para las tres religiones; pero el dios que conocemos por
la revelación, el Dios revelado no es el mismo. Para judíos y mu­
sulmanes el Dios revelado es un Dios unipersonal; para nosotros,
los cristianos
es un Dios uno y trino, el Dios vivo y verdadero,
que dice San Pablo.
Cuarta conclusión. El hombre consciente de la existencia de
Dios y conocedor de
la revelación cristiana, ante el problema que
le plantea la encrucijada de judaísmo, cristianismo e islam, como
revelaciones de Dios, no tiene
por qué dudar; si es consecuente
consigo mismo
y con lo que conoce ciertamente en este proceso
lógico, con el
que elabora su conocimiento de fe divina.
111
El hombre responsable ante el problema de la fe religiosa lle­
ga por un proceso lógico normal sin dificultad ninguna al cono­
cimiento de
la revelación cristiana. Dios ha hablado a los hom­
bres y nos ha hablado por medio de Jesucristo nuestro Señor y esa
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revelación llega a nosotros a través y a propuesta de la iglesia
católica. Consecuentemente la acepta. Pero inmediatamente surge
de nuevo el problema de fe éPara qué nos sirve la fe? {Para qué este
esfuerzo? ¿Para qué convocar a todos a que crean? c·Qué necesidad tene­
mos de la fe? En definitiva se pregunta sobre el valor religioso del acto
de fe. U namuno, planteaba perfectamente el problema:
«Hacer depender la consecución de la felicidad eterna de que
se
c;rea o no, que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo y
no sólo de Aquel; o
de que Jesús fue Dios y todo lo de la unión
hipostática, o hasta siquiera que era Dios; resulta a poco que se­
piense en ello una monstruosidad.
Un Dios humano -el único
que podemos
concebir-no rechazaría nunca al que no pudiese
creer en Él con la cabeza» («Del sentimiento trágico de la vida»,
cap.
II. Emayos, II pág. 898. 1942).
En otro lugar refiriéndose a qui ex Patre Filioque procedit co­
menta:
«Este Filioque costó mares de tinta y supremos esfuerzos de
ingenio
y legiones de silogismos y enormidad de invectivas. Y
bien, ¿en qué vivifica la vida del que lo repite hoy? ... ¿En qué le
hace más divino, mejor, al que lo canta u oye cantar? ¿En qué le
levanta el corazón? ¿Qué luz le da ese
Filioque para ascender al
Amor?
(«La fe». Ensayos, I, pág. 254, Aguilar 1942).
Resumiendo. Un acto de fe, es un conocimiento intelectual,
la afirmación de una verdad revelada por Dios. Ahora bien, un
acto intelectual no tiene categoría moral; y si no tiene categoría
moral no puede santificar ni justificar al pecador, pues de eso se
trata. La fe no puede ser un acto intelectual, ha de ser un acto de
voluntad, que es la sede de la responsabilidad, del mérito y del
demérito del hombre. Este problema sobre la
fe lo plantearon ya
en el siglo XVI los protestantes, para quienes la fe que justifica no es
un acto intelectual, sino fiducial, nacido de la voluntad.
Distinguen, en efecto, varios tipos de fe que entran en juego
en la aceptación de la revelación cristiana. Una/e histórica, por la
que creemos los hechos de la Sagrada Escritura. Es fe intelectual.
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Una/e de los milagros, por la que conocemos y creemos los hechos
sobrenaturales que nos narran las Escrituras. Es fe intelectual. Una
fe de las promesas, por la que creemos que Dios ha prometido la
salvación a rodos los hombres que creen en Cristo. Es también fe
intelectual, que fundamenta la fe fiducial, la más importante. Una
fe fiducial es el acto por el que el pecador confía firmísima y abso­
lutamente que Dios le perdona los pecados
por la imputación de
la justicia de Cristo, de los méritos de Cristo. No es un acto inte­
lectual, sino volitivo, de plena confianza, que brota del corazón y
tiene por objeto la propia justificación por los méritos de Cristo.
Este
sentimiento de absoluta confianza, esta confianza firmí­
sima en la misericordia de Dios, sin dudar lo más mínimo, es lo
que justifica y salva. De aquí aquella frase de Lutero: Crede fortiter
et pee ca fortiter.
La fe fiducial la explican con diversos matices los protestantes
antiguos y modernos. Para los primeros entre los que contamos a
Lutero,
Melanchthon, Calvino, es una compleja experiencia reli­
giosa personal; se afirma la religión,
de lo que se sigue esa con­
fianza
en la misericordia de Dios, que nos imputa los mereci­
mientos de Cristo.
Casi dos siglos después,
el luterano Manuel Kant se encarga
de dar forma y consistencia filosófica a esta fe fiducial, que tiene
su sede en la voluntad. Kant niega que la Razón pura o entendi­
miento humano sea capaz de conocer el orden noumenal; por con­
siguiente no puede conocer ni a Dios, ni al alma, ni la libertad, ni
el orden moral y religioso. Para Kant Dios, la inmortalidad del
alma, la libertad son conocidos como postulados de la Razón prác­
tica o voluntad. Por consiguiente la fe no puede ser un conoci­
miento intelectual, sino un postulado de la Razón práctica.
El llamado protestantismo liberal se ve influenciado por este
subjetivismo voluntarista kantiano. Así Schleiermacher niega la
posibilidad de conocer a Dios por vía intelectiva. Por consiguien­
te la fe no es sino un sentimiento de dependencia con respecto al
Absoluto. Cosa parecida dice Rischl (1889) para quien la fe es
cierta aprehensión de una realidad extramundana, nacida de una
experiencia subjetiva de Cristo. Pero lo importante es esta expe-
551
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BALTASAR P11REZ ARGOS, S.].
riencia religiosa personal. Se insiste, como se ve, en explicar la fe
fiducial por el sentimiento religioso. Esto explica el desarrollo de
la espiritualidad religiosa,
que fomenta el protestantismo. Cristo
fue el
hombre en quien esta experiencia alcanzó un grado extraor­
dinario. El cristianismo, su espiritualidad, será participar, fomentar
esa experiencia en nosotros.
Harnack y Bultmann siguen la mis­
ma orientación, eliminar todo elemento doctrinal y dogmático.
«Según Harnack el cristianismo
es adogmático; es confianza en
el Padre Dios
y amor a los hermanos; a este Padre Dios le concibe
al final apenas como personal»
(J. P. Junglas).
Actualmente el más
importante representante del protestan­
tismo es
K. Barth en su Teología dialéctica. Se opone a la experien­
cia religiosa.
Al no admitir la analogía del ser, se ve obligado a
afirmar que no podemos conocer a Dios. Dios queda fuera del
alcance de nuestros conocimientos.
Por consiguiente la fe no es
otra cosa que la reverencia ante el Dios desconocido. Es intere­
sante recoger lo
que dice -y repite más de una vez-acerca de la
analogía del ser: «Tengo
la analogía del ser por la invención del
Anticristo
y pienso que a causa de ella no se puede ser católico»
(K. Barth,
Dogmatik, l. Prólogo, Zürich 1955, pág. VIII).
En esta línea subjetiva a priori, iniciada por Kant, aparece en
la ola del evolucionismo hegeliano el Modernismo, definido por
San Pío X como «el conjunto de todas las herejías». Para el mo­
dernismo la fe es algo puramente subjetivo, un sentimiento ín­
timo nacido en nosotros de la indigencia de lo divino. Este a
priori es el que configura los contenidos de fe y los racionaliza.
«Los dogmas
-afirma-que la iglesia propone como revelados
no son verdades bajadas del cielo, sino una interpretación de hechos
religiosos,
que la mente humana se elaboró con trabajoso esfuer­
zo»
(Dz. 2022). «El sentimiento religioso que por medio de la
inmanencia vital brota de los escondrijos de la subconsciencia es
el
germen de toda religión y juntamente la razón de cuanto
ha habido o habrá en cualquier religión ... He aquí el origen de
toda religión, aun de la sobrenatural; todas son mero desen­
volvimiento del sentimiento religioso» (S. Pío X, Ene. Pascendi,
Dz. 2077).
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A tener muy en cuenta especialmente hoy esta visión de con;.
junto de la fe fiducial protestante, fundamento de su espiritualidad.
Razones a favor de la fe fiducial. Aparte de la razón a priori que
hemos indicado, que
un acto intelectual no puede fundamentar
un efecto moral y santificador, como todos exigimos del acto ·de
fe religiosa, por consiguiente este acto de fe ha de ser un acto de
la voluntad, la
fe fiducial, explicada de una manera o de otra como
la explica el protestantismo; aparte de esta razón, los protestan­
tes acuden
también primero a la Sagrada Escritura, único funda­
mento de su teología. Aportan textos, como por ejemplo: Corde
creditur ad justificationem (Rom. 10,1 O): para la justificación se cree
con el corazón. Segundo, dado el principio protestante del libre
examen aplicado a la lectura
de la Sagrada Escritura, arguyen así:
al interpretar cada cual
libremente la Sagrada Escritura, la fe in­
telectual que de esa lectura se derive, será variadísima y aun con­
tradictoria. Ahora bien, una
fe intelectual tan varia y aun contra­
dictoria no puede ser causa de
un mismo efecto, la justificación;
por consiguiente hay que buscar otra causa, que sea común la fe
fiducial, ese sentimiento de confianza, el mismo específicamente
para todos, puede ser provocado
por diversos actos de fe intelec­
tual
en la interpretación de la Escritura.
IV
La postura católica. Frente a esta postura protestante, que abo­
ga por una fe fiducial, la teología católica sostiene que la fe que
salva, la
fe de la que habla la Sagrada Escritura y nos exige Cristo,
es una fe intelectual, un acto del entendimiento que afirma la
verdad revelada
por Cristo y propuesta a nosotros por Los Doce y
sus sucesores en el tiempo, la Iglesia católica docente. Lo fun­
damenta en todos los textos
en que Cristo o los hagiógrafos ha­
blan de la
fe que salva. El texto más solemne y significativo, por
el momento en que se pronuncia es aquel Cuando Cristo se dirige
a los Doce y les conmina: «Id al
mundo entero y predicad el evan­
gelio a toda la creación. El que creyere y fuere bautizado,
se sal-
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vará; pero el que no creyere, será condenado» (Me. 16,15). Creye­
re, acto intelectual y salvífica,
por el que se acepta una doctrina,
el evangelio que predican los apóstoles. Ahora bien, aceptar una
doctrina es afirmarla. Evidente. Otro texto: «Si creyeres en tu
corazón que Dios resucitó a Jesús el Señor de entre los muertos,
serás salvo» (Rom. 10,9). Creer la verdad de un hecho es un acto
intelectivo; y si ese hecho se conoce no directamente, sino por
referencia de otros, es un acto de fe intelectual. Y salvífico, por­
que tiene por objeto el hecho de la resurrección de Cristo, como
aquí se afirma. Por fin, el conocido e importante texto de la carta
a los Hebreos: «La fe es una convicción de las cosas que se espe­
ran,
argumento de las que no se ven» (11.1). Un argumento de lo
que no se ve y que produce esa convicción es evidentemente el
argumento de un acto de fe intelectual. Más claro no lo puede
definir el texto sagrado. Los términos fe y creer no iban a tener en
boca de Cristo un uso significado distinto y tan distinto como el
uso vulgar que de ellos hacemos.
* * *
Aceptada esta comprobación escriturística queda no obstante
en pie el problema que de acuerdo con los protestantes, planteaba
tan agudamente nuestro Unamuno. No se ve porqué y cómo un acto
de fe intelectual, la afirmación, por ejemplo, de que Cristo es Dios pueda
santificarnos,
que un acto de fe intelectual, tenga valor religioso y
santificador. Importante problema que es conveniente, más aún
necesario, abordar. Entre otras cosas porque podemos correr el ries­
go de hacer actos de fe intelectual que no santifiquen, que no sean
auténticos actos
de fe. Porque la fe auténtica santifica, como damos
por supuesto y aclararemos al final. Para abordar este problema es
necesario ante todo una importante distinción, un análisis en pro­
fundidad del acto de fe intelectual. No por eso difícil, sino patente.
Importante distinción: fe testimonial o científica y fe de autoridad u
obsequiosa. La fe intelectual hemos dicho es el conocimiento asevera­
tivo de una cosa, que el entendimiento hace ante la evidencia del
testimonio de otro, que nos consta conoce ciertamente la cosa y
no nos engaña.
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Se requiere, pues, un testimonio válido, que tenga autoridad.
Tiene autoridad, si el testigo que da el testimonio la tiene, cono­
ce
ciertamente la cosa y es verídico, ni se engaña ni nos engaña.
En esto consiste
la autoridad, en la ciencia y en la veracidad sobre
el
objeto o cosa que se testifica. Y luego que esa autoridad nos
conste, sea evidente al
entendimiento.
La fe intelectual se apoya, pues, en la evidencia de la autori­
dad del testimonio y/o del testigo. Lo cual da lugar a dos proce­
sos distintos: el entendimiento se apoya sólo en la evidencia de la
autoridad del testimonio o sólo en la evidencia de la autoridad
del testigo. Si lo primero, la fe es testimonial; si lo segundo, la fe
es de autoridad.
Fe testimonial. El entendimiento se apoya y se mueve para emitir
el acto de fe sólo en la evidencia de la autoridad del testimonio.
Ve que el testimonio es válido, que dice la verdad y no engaña.
Ante esta evidencia afirma la cosa que se le propone, sin atender
a la autoridad del testigo. Le basta conocer con evidencia que el
testimonio tiene autoridad, es válido, es autorizado. Sea quien
sea el testigo, sea o no sea persona fidedigna; basta que sea fide­
digno su testimonio. Por ejemplo, el juez que acepta como válido
el
testimonio del ladrón que testifica contra su propio interés. O
el historiador que después de aplicar la crítica histórica, se queda
con un documento como testimonio válido. Lo que interesa y se
purifica es la autoridad del testimonio. Sea quien sea el testigo de
quien procede. Esta fe testimonial se denomina científica, porque
su estructura es un perfecto silogismo. También/e histórica, por­
que sobre ella se construye la Historia.
Fe de autoridad. El entendimiento emite el acto de fe ante la
evidencia de la autoridad del testigo. Pero esta evidencia de la
autoridad del testigo no le mueve inmediatamente, como sucede
en
la fe testimonial en que la evidencia del testimonio mueve
inmediatamente al entendimiento a emitir el acto de fe. La evi­
dencia
de la autoridad del testigo no mueve inmediatamente al
entendimiento para que afirme el objeto porque la autoridad del
testigo no conecta con el objeto; por consiguiente no puede·mo­
verle a que afirme el objeto. Su testimonio sí conecta. El objeto
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BALT ASAR P~REZ ARGOS, S.].
que presenta el testimonio es el mismo objeto que tiene que afir­
mar el acto de fe. La autoridad del testigo mueve al entendimien­
to mediatamente de la siguiente manera. Conocida la autoridad
del testigo mueve a la
voluntad a su estima como tal autoridad.
Y la voluntad estimando la autoridad del testigo, cuando más la
estime, mejor, mueve al
entendimiento a que afirme con una se­
guridad y certeza de acuerdo con la autoridad del testigo, el obje­
to que propone el testimonio. El entendimiento afirma ese obje­
to no por la autoridad del testimonio, sino por la autoridad del
testigo a través de
la voluntad que le impulsa a ello.
Oigamos a Santo Tomás:
«El entendimiento del creyente afir­
ma la cosa, no porque la vea en sí ni por la resolución a los prime­
ros principios; sino por el imperio de la voluntad, que mueve al
entendimiento» (Suma Teológica, II-II, q.5, a.2).
«En el conocimiento de la fe la voluntad tiene la principali­
dad; porque el
entendimiento asiente por la fe a lo que se le pro­
pone,
porque quiere; no atraído necesariamente por la misma evi­
dencia de la verdad»
(Suma contra gentiles, III, 40).
El acto de fe de autoridad es un acto de conocimiento emitido
por el entendimiento, no movido por ninguna evidencia, sino
imperado
por la voluntad; movida esta por la autoridad del testi­
go.
Por consiguiente es un acto esencialmente oscuro, pues no pro­
cede
por la evidencia; esencialmente libre, pues es imperado por
la voluntad, que es potencia libre; y esencialmente cierto con una
certeza y seguridad emitido por el entendimiento de acuerdo con
la estima que la voluntad hace de la autoridad del testigo.
La
fe de autoridad se denomina también y con mucho acierto
fe obsequiosa porque el entendimiento afirmando la verdad que
se le propone apoyado no en la autoridad del testimonio, sino
sólo en
la del testigo, le hace el obsequio de estimar tanto su
autoridad que no necesita averiguar las razones de su testimonio,
aunque pudiera hacerlo, aunque las tenga. Estimar su autoridad
y estimarla como se merece y buscar las razones que autoricen su
testimonio sería no sólo contradictorio, sino hasta injurioso.
De­
cir, por ejemplo, «creo que esto es verdad, porque tú lo dices,
porque me basta que tú lo digas» es todo un obsequio y homena-
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RESPONSABILIDAD DEL HOMBRE ANTE EL PROBLEMA DE LA FE
je al testigo. Fe obsequiosa. Decir de esta manera: Creo que esto
es verdad, porque veo, he averiguado que tú dices la verdad, que
tu testimonio es verdadero», es una conclusión científica. Tiene
toda la certeza de una conclusión científica. Fe científica.
La fe de autoridad no es algo raro y difícil. La explicación que
acabamos de hacer de su mecanismo psicológico puede parecer
algo complicada, pero necesaria para apreciar las características
esenciales del acto de
fe obsequiosa, su oscuridad, su libertad y su
certeza. Importantes características.
Fe de autoridad
es la del niño que cree una cosa porque «lo ha
dicho su madre». O la del discípulo que conoce y estima la compe­
tencia
y veracidad de su maestro y cuanto más competente, con
más seguridad
se atiene y acepta lo que «el maestro dice» --ma­
gister dixit-. Y todos en la vida cotidiana distinguimos perfecta­
mente la fe testimonial de la fe de autoridad. Si la información
viene de Fulano,
hombre serio y competente, aceptamos su dicho
sin más averiguaciones apoyados en su autoridad
que nós consta y
le
es connatural. No así si lo dice Zutano; aceptamos su testimo­
nio
una vez comprobado que está fundado su testimonio; no nos
basta su autoridad en la materia. Esta distinción
entre aceptar
una cosa con fe testimonial o de autoridad· nos lleva a ·buscar al
médico, al abogado, al moralista más
competente y honesto. Nos
apoyamos para aceptar su dicho con seguridad en su reconocida
ciencia y honestidad.
Cuanto mayor sea su autoridad, más seguri­
dad. Fe de autoridad u obsequiosa.
* * *
Recogiendo el análisis que precede podemos comprender fá­
cilmente qué es la fe católica, tal como la entiende la Iglesia
católica
y no puede ser de otra manera. Un acto de fe obsequiosa
o de
autoridad en la revelación .divina promulgada por Cristo,
su legado.
Este acto intelectual de
fe tiene por objeto material lo que Dios
ha revelado por su Cristo y antiguamente por los profetas, como
se dice en
la carta a los Hebreos (1, 1-4). Este objeto material se
llama
también fo, pero en un sentido objetivo, fe cristiana, lo que
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BALTASAR PiREZ ARGOS, S.).
creemos. Y por objeto formal o motivo, la autoridad de Dios reve­
lante, en la forma explicada.
Es
exactamente lo que el Concilio Vaticano I nos enseña acer­
ca
de la fe con que tenemos que creer en Dios, cuando Dios nos
revela algo. «Esta
fe es una virtud por la cual creemos que es
verdad lo que Dios nos ha revelado, no por la verdad intrínseca
de las cosas, percibida por la luz de la razón, sino por la autoridad
del mismo Dios que lo revela y no puede engañarnos» (Dz. 1789).
V
Valor religioso y santificador del acto de fe católica. El acto de fe
que afirma la verdad de la revelación cristiana por la autoridad de
Dios revelante,
tiene un altísimo valor religioso y santificador.
Trento nos dice que el hombre se prepara para la justifica­
ción por la fe creyendo que es verdad lo que Dios ha revelado y
prometido (Dz. 798). A esta preparación sigue la justificación
que no es sólo remisión de los pecados sino también santifica­
ción y renovación del hombre interior (Dz. 799). Justificación
que se hace por la fe. «La fe es el principio de la salvación del
hombre, fundamento y raíz de toda justificación, sin la cual es
imposible agradar a Dios y participar de la suerte de los que
son hijos suyos» (Dz. 801).
Por lo que el adulto no bautizado, que quiere acercarse a Dios
y busca su salvación, necesita actos de fe, «creer que Dios existe y
que es remunerador de los que le buscan». La fe es necesaria para
agradar a Dios; ahora bien, sin agradar a Dios, imposible salvarse
(Heb. 11,6). Sin fe nadie alcanzará la salvación eterna y si no per­
severare en ella hasta el fin (Dz. 179). Tan importante es el valor
religioso
y santificador de la fe, que la fe es necesaria para salvar­
se
de necesidad de medio», es decir por su propia estructura in­
trínseca. Pues
bien, independientemente de lo que el Concilio de
Tremo y el Vaticano I nos dicen puesto que hablan al que ya
tiene fe, nos interesa y mucho, comprender el valor religioso y
santificador del acto de fe católica desde el punto de vista de su
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RESPONSABILIDAD DEL HOMBRE ANTE EL PROBLEMA DE LA FE
estructura intrínseca. Nos será fácil recordando las características
propias del acto de fe católica.
1) Es un acto libre que «tiene relación con la vida eterna, por
el cual el hombre obedece libremente a Dios» (Dz. 1791, 1814).
Un acto así es moral, virtuoso, meritorio, con una libertad no
sólo
de ejercicio, sino de especificación. Ante la propuesta de co­
sas
de fe el hombre puede creerlas, prescindir de creerlas o recha­
zarlas. Lo más fácil es rechazarlas,
pusto que la fe es de cosas os­
curas
generalmente y en el terreno de las costumbres, molestas y
contracorriente; además es más incómodo a la razón admitirlas
por la autoridad de Dios que las revela. El acto de creer sólo por
esta libertad es sumamente meritorio. Esto explica porqué mu­
chos no creen aun oyendo la misma exposición y predicación de
las mismas verdades que otros que creen. Es que la fe es libre.
Cierto que Dios interviene de manera especial atrayendo con
su gracia, iluminando los entendimientos y excitando las volun­
tades a creer, interesado en que todos lleguen al conocimiento de
la verdad; pero supuesta esa gracia e intervención de Dios, el hom­
bre debe cooperar libremente a la inspiración divina. Creer en
definitiva
es responsabilidad del hombre.
Este es el gran mérito del acto de fe, ser un acto libre; libre
pero no absurdo e irresponsable. Totalmente razonable. Antes de
creer, el hombre ha de estar seguro y convencido ciertamente que
aquella verdad es creíble y credenda. Sobre este fundamento y co­
nocida la infalible autoridad de Dios que revela,
se lanza libre­
mente a creer. Es un acto del entendimiento, perfectamente razo­
nable, imperado por la voluntad libre.
2)
Es un acto especialmente cultual por el que el hombre reco­
noce la inefable autoridad de Dios, su sabiduría y veracidad, la
reconoce
y la reverencia haciéndole el obsequio de someter a su
autoridad lo más íntimo y específico que tiene, su propio juicio y
en materia que tanto le atañe como es la religión y la moral.
3) Es un acto de honda humildad por el que el hombre recono­
ce que Dios le puede enseñar y le enseña mucho. La incredulidad
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BALTASAR PÉREZ ARGOS, S.].
en el fondo es soberbia, piensa que la razón lo alcanza todo y que
lo que no alcanza la razón no existe y hay que despreciarlo.
4)
Es un acto de amor de Dios. Aun el más incipiente acto de fe
lleva en germen un acto de amor de Dios, es un acto de amor de
Dios. Sólo
por amor y con amor se hace a Dios el obsequio de
someter lo más íntimo y propio que tenemos, nuestra inteligencia
a su autoridad para aceptar sin más lo que el diga y disponga.
Amor que irá creciendo a medida que vivamos y ejercitemos la fe.
5) Es un acto teologal, plenamente teologal tanto por su obje­
to material como por su objeto formal. Su objeto material, lo que
conoce y da a conocer al alma es Dios, su vida, sus misterios, sus
planes sobre el
hombre; riqueza incomparable de conocimientos
de orden moral y religioso, conocidos con suma certeza y sin mezcla
de error alguno. Este tesoro de conocimientos vividos, con esa
certeza explica el
alto comportamiento moral de los santos y de
los mártires, comportamiento que no puede menos de santificar­
les y salir de un espíritu moralmente honestísimo y perfecto.
6) Por último, el acto de fe es un acto entitativamente sobrena­
tural.
El acto de fe está ordenado, como dijimos, a la justificación
y santificación. Ahora bien, sabemos por la revelación que la jus­
tificación y santificación es una realidad de orden sobrenatural,
es decir, es una realidad que se acerca tanto a lo divino, que supe­
ra todas las fuerzas
y exigencias de la naturaleza; por consiguien­
te el acto de fe ha de ser también una realidad sobrenatural, que
supera todas las fuerzas y exigencias de la naturaleza.
Esto
implica que no sólo el acto de fe, sino todo lo que lleva a
él, desde
su inicio, no puede ser sólo el resultado de las fuerzas de
nuestra naturaleza, en concreto de nuestra inteligencia y volun­
tad, sino que necesita de la cooperación de un auxilio divino su­
perior a la naturaleza, es decir, la gracia actual, necesaria para ini­
ciarse en la fe y para perseverar en ella. (Dz. 797).
Ahora bien, un acto libre honestísimo, especialmente cultual,
que implica una humildad radical ante la infinita sabiduría de
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Dios y un acto de amor a Dios, a quien se entrega -scio cui credi­
di, (2 Tim 1,12)-y sobre todo de riquísimo valor teologal, que
enriquece la mente del creyente con un acervo moral y religioso
extraordinario y con
una certeza suma, que le dirigen y disponen
para
un comportamiento moral y virtuoso que no tiene parangón
posible;
es un acto de un valor religioso y santificador extraordi­
nario, más no cabe.
Tal es el acto de fe católica.
VI
El acto de fe, diálogo del hombre con Dios. El acto de fe es la
respuesta del hombre a la revelación de Dios. Exacto. Dios se ade­
lanta
y viene a hablar con el hombre, con todo hombre que viene
a este
mundo Dios viene a hablar, quiere hablar con el hombre,
de su vida, de sus secretos, de sus planes, sobre todo de sus planes
amorosos con el hombre.
La revelación es esto, un diálogo que
abre Dios con el hombre. La iniciativa es de Dios, sólo de Dios
y
el contenido de ese diálogo, lo que ni el hombre podía ni imagi­
nar, la vida de Dios, los secretos de Dios, los planes de Dios.
Diálogo de verdadera amistad. El
mismo nos lo dice: « Voso­
tros sois mis amigos, porque
todo lo que oí a mi Padre os lo di a
conocer» (Jn. 15,15).
No tiene secreto con nosotros. Lo más ínti­
mo de Dios, lo más inefable, su Trinidad, que es la vida misma
de Dios, todo amor. Y de eso nos habla. ¿Caemos en la
cuenta lo
que esto significa
en sí mismo, de riqueza, de sabiduría, de cono­
cimiento de cosas, de cosas
que nos atañaen de manera importan­
sísima a nosotros mismos, nuestro origen, nuestro destino, lo que
es bueno y malo para nosotros? ¿Caemos en la cuenta de dignidad
y benevolencia de parte de Dios para con nosotros los hombres, a
quienes viene Él en persona,
por su Cristo, a contárnoslo? Esto es,
ni más ni menos,
la revelación cristiana.
Nuestra respuesta a Dios, en este diálogo de amistad que el
nos ofrece,
es la fe, la fe católica, creer, aceptar lo que el nos dice,
no sólo oírlo,
-fides ex auditu-, sino aceptar su verdad lo que el
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BALTASAR PÉREZ ARGOS, S.}.
nos dice. Jamás dudar lo más mínimo de su infinita ciencia y
veracidad.
Quien de esta manera se nos muestra tan amante, no
nos puede engañar. Tan cogidos estamos de su infinita ciencia y
veracidad,
que ni pensamos en ella. El auténtico creyente se en­
trega sin más al diálogo con Dios, a oir, comprender y saborear lo
que nos dice.
Le bastan las Escrituras, sobre todo el Nuevo Testamento, que
rebosan de amor. A medida que ese diálogo con Dios se hace más
frecuente y familiar sus resultados
de santificación y de amor para
el creyente son imprevisibles. ¿La prueba? Tantas almas santas.
Los místicos. Y a este
diálogo todos somos llamados. Ahora se
entiende que quien vive ese diálogo con Dios, exclame y desee
«que se
rompa pronto la tela de este dulce encuentro». La fe por
su esencial oscuridad es esa tela. Que se rompa y dé lugar a la
visión, prolongación en la eternidad de este diálogo divino, al
que Dios nos invita elevándonos a la categoría de hijos suyos de
adopción. (Gaudium et spes 19).
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