Índice de contenidos

Número 375-376

Serie XXXVIII

Volver
  • Índice

Homilía del P. Agustín Arredondo [San Fernando 1999]

CRÓNICAS
HOMILÍA DEL P. AGUSTÍN ARREDONDO, S. J.
Ya hacia el final del Libro del Eclesiástico, que es de los últi­
mos del Antiguo Testamento, prorrumpe su autor en alabanzas de
Aquél que es causa de las obras de la Naturaleza, "creadas por su
palabra'; que "de su voluntad reciben su tarea'; "sin que a nin­
guna baya
hecho inútil"; 'y eso que no vemoi más que una chis­
pa" (Ecdi. 43).
Sabemos que el orden de los agentes naturales no encuentra
explicación sino
en la existencia del Ser Supremo.
Pero también sabemos que el orden no existe solamente en el
entorno determinista de los seres carentes de libertad. También
los seres libres tenemos unas pautas indecltnables, de lo bueno y
lo malo, sigamos/as o no, que nos hacen conscientes de un poder
decisorio, de unas exigencias en el uso de nuestra libertad, de
una imputabilidad de .nuestros actos libres, de una consiguiente
aprobación o condenación
real de nuestro proceder, e incluso de
consecuencias materiales, agradables o aflictivas, dependientes
de nuestro comportamiento. También en todo esto hay un orden,
distinto pero verdadero, un orden moral, que nos expltcamos por
la existencia de su Autor.
A la alabanza, pues, de ese mundo moral se vuelve a conti­
nuación
el hijo de Sirac, autor del libro sagrado, concretado en
las buenas obras que hicieron en su vida próceres varones del
pueblo de Dios, desde Moisés basta el Sumo Sacerdote Simeón.
• • •
A decir verdad, parte de ese pueblo de Dios nos sentimos aquí
nosotros una vez más, a veintidós siglos del cantor de aquellos
campeones; y vemos también la obra del Autor de todo bien en
nuestra parcela que no por estimarla humilde dejamos de tenerla
por valiosa y acertada. Aun con nuestra insignificante autoridad,
continuemos a nuestro
modo el Libro sagrado "elogiando a los
hombres de bien, de la serle de nuestros antepasados; . . . su espe­
ranza no se acabó, sus bienes perduran en su descendencia, su
542
Fundaci\363n Speiro

CRÓNICAS
heredad pasa de hijos a nietos. Sus hijos siguen fieles a la alian­
za ... Su ·recuerdo dura por siempre, su merecimiento no se olvi­
dará"
(Eccli. 44).
No somos de ayer. Tenemos historia ya también nosotros.
Alabamos a
Dios los amigos de la Ciudad Católica por ese cimien­
to
de ideales, esos muros de realizaciones orientadoras, y esos
arquitectos de ideario y de sana luminotecnia que se nos fueron ya,
dejando en nuestras manos
los higos de esta higuera que Cristo,
lejos de maldecir, como antaiio, enriqueció con vida abundante,
con que saciar el hambre que hace desfallecer a tantas inteligen­
cias
estériles por puro raquitismo e inanición (Me. 11, 11-26).
¡Cuántas mesas de cambistas y cuántos puestos de palomas,
traficantes todos de ideas, conscientes o inconscientes, nos que­
dan por volcar! ¡Cuánto traer y llevar hay de profano en la
vida, cuya
consecratio mundi es nuestra vocación dentro de ese
templo del Universo
que sólo a Él pertenece! Violencia mostró
Cristo ante tal situación; y violenta es también por necesidad
nuestra actitud.
¿Es que no ha sido más violenta que las perse­
cuciones
seculares anticristianas la tenaz actitud de una
Iglesia convencida, firme, invencible y vencedora con las ar­
mas de la verdad?
La verdad, por su parte, es intransigente e invencible. Si dos y
dos son cuatro, ni a cañonazos logrará nadie que sean cinco.
Ahora bien, incluso para
a.firmar que Jesús es el Señor nece­
sitamos del
Espíritu Santo (I Cor. 12, 3) y se hace necesaria
nuestra oración. Más
difícil que pescar peces es pescar hombres.
Y el que nos acaba de enseñar que si decimos a
un monte
"Quítate de
ahí y tírate al mar''. no con dudas, sino con Je, lo
conseguiremos, dice en general a continuación: "Cualquier cosa
que pidáis en la oración, creed que la
obtendrél<". La oración es
el arma de nuestra violencia, la que dio el éxito a los llamados
hombres de bien que nos precedieron; y
lo que aquf nos reúne
en
pro de la misma ciudad católica por ellos concebida. Como
aquí lo pedimos, Dios los tenga en su gloria, y desde allf nos
bendigan.
• • •
543
Fundaci\363n Speiro

CRÓNICAS
Y a ellos aquí preside en nuestro común afán, el que también
aquí
celebramos como digno titular de nuestra celeste presiden­
cia, el único Rey nuestro al que llamamos el Santo; al que nues­
tra liturgia bemos oído que llama defensor de la Iglesia, al que
la floreciente cristiandad del siglo XIII reconoce como uno de
sus sobresalientes campeones, y en quien nosotros, lejanos ému­
los, admiramos esos carismas que los Libros Sagrados boy nos
enseñan.
Porque, en efecto, no puede explicarse sin el protagonista infi­
nito
de todo bien la pródiga fecundidad de esta biguera bumana
que
fue Fernando. En medio siglo de vida un poco prolongado,
vive en su adolescencia el triunfo de las Navas de Tolosa logrado
por su abuelo, casa muy pronto con Beatriz su primera esposa, le
eligen las Coites de úón como beredero de Alfonso IX, le bace Rey
de Castilla la sagacidad de su madre Berenguela, eventual Reina
que
acepta el cetro para dárselo enseguida a Fernando, con la
amarga disensión del Rey leonés, que a su muerte desbereda en
vano a su btjo que es ya Rey de Castilla. Pronto, pues, empieza su
gran gesta que no parará nf con su muerte: "su esperanza no se
acabó", como bemos oído de los béroes bíblicos; porque deja en
esta vida a los trece btjos de sus dos matrimonios, que presididos
por Alfonso
el Sabio, cuentan asimismo con doña Berenguela que
profesa en
el Real Monasterio de las Huelgas de Burgos, y con don
Sancbo, que llegará a ser aizobispo de Toledo.
Su esperanza no se acabó, repetimos, desde que en 1219, tres
días antes de su primer matrimonio, con dieciocbo o veinte años
que
contará, vela una nocbe las armas en las Huelgas y se arma
caballero de Cristo por su propta mano basta morir en el 52
soñando
en pasar el estrecbo de Gibraltar, tras la primera expe­
dición castellana que ya babia entrado en África, merced a la
marina de guerra de Castilla creada por el mismo Rey.
Tal biguera, a decir verdad, no tuvo tiempo para dar bojas sin
frutos, para sufrir alternancias estacionales o periodos, aun bre­
ves, de sequía. Nt podían ser espaciosas las boras dedicadas a la
música o al ajedrez, a la amenidad cortesana o a la poesía; cosas
que no le eran ajenas, cuando le reclamaba la guerra, el gobier­
no y colonización de la paz, la administración de la justicia, la
544
Fundaci\363n Speiro

CRÓNICAS
construcción de las grandes catedrales o la vitalización de las
universidades
de Palencia y Salamanca.
Las exigencias de su numerosa familia, la atención al mismo
estado de su salud tuvieron también que experimentar
en ocasio­
nes la prevalencia de la ciudad católica que el
Rey se esforzaba
por troquelar. Guardando luto está en Benavente por la muerte de
su esposa Beatriz, cuando
se entera mientras comía del novelesco
asalto nocturno de
un grupo de sus caballeros al arrabal de
Córdoba; acto seguido se levanta de la mesa, manda ensillar el
caballo y desde
allf se va a ponerse al frente de caballeros y mes­
nadas que
se enardecen basta el éxito al sentir su presencia. Ni se
dice que abandonara el campamento para asistir a la boda de su
heredero
ni al conocer la muerte de su madre.
"No conoció el vicio ni el ocio'; dirá su hijo el Sabio. Y quien
sabía
vivtr familiarmente con Dios tiene por rentable la inacción
exigida en
Toledo por ineludible enfermedad. Velaba entonces de
noche para implorar la bendición de Dios sobre
su pueblo. "Si yo
no velo -replicó a los que aconsejaban su descanso-¿cómo
podréis vosotros dormir tranquilos?".
Así se es capaz basta de coger los montes y tirarlos al mar.
Así se puede decir como dijo: "No temo a mis enemigos mien­
tras tenga de
mi parte a mí Dios y Señor; venza yo mis pasio­
nes, que ellos serán vencidos".
Así puede contestarse, según el
abispo de Palencia, a quienes
le preguntaban cómo había
extendido
su reino como nadie, y recobrando incluso tierras
que sus progenitores
habían perdido: "Pudo ser que los otros
tuviesen otros intentos y fines de ensanchar
su reino más que
lo fue. Tú, Señor-añadió fijando los ojos en el cielo-que ves
mi corazón, como el de todos, sabes que no busco mi honra,
sino la tuya; no la
grandeza del reino perecedero, sino la del
tuyo cristiano".
• • •
''Su heredad pasa de hijos a nietos'; leemos en el Eclesiástico.
Valiente fantasía para quien quisiere perder el tiempo, el pensar lo
que hoy sería de cada uno de nosotros si no hubiera existido este
545
Fundaci\363n Speiro

CRÓNICAS
gigante hace ocho siglos. Podíamos no haber venido nunca a la
vida algunos, o ninguno, sin el impacto que marca Fernando en
numerosÍSimas de las variables de nuestra secular historia; en lo
social y en lo político, en el saber y en el progreso, en su honesti­
dad ejemplar y en su piedad religiosa. Y, sobre todo, después de
haber recorrido en todos los sentidos este suelo patrio que por su
eficacia tenemos hoy, por su Intercesión ante el Aliliimo desde el
momento en que se va de nuestra vida pidiendo perdón y exhor­
tándonos al bien.
Gloria sea para él que sus hijos y nietos "seguimos su alianza"
gracias a
él, como bien dice Ben Sirac. Alegría para nosotros afir­
mación
como la presente de que queremos lo que él quiso, y de ser
objeto de su complacencia. Y esperanza de conseguir al fin lo que
la Iglesia misma nos bacía formular hace minutos ante el Padre:
que el que se llamaba a sí mismo caballero de Cristo, siervo de
Santa María, y alférez de Santiago, siga siendo siempre para
nosotros esforzado valedor.
DISCURSO DE JOSÉ JOAQUÍN JEREZ
En primer lugar, y antes de nada, quiero daros las gracias por
estar
aquí, un año más, con motivo de la festividad de San
Fernando. Sin embargo, este no es una año cualquiera, pues den­
tro de unos meses entraremos en el año dos mil, el último antes
del tercer milenio. No es, pues, una exageración afirmar que nos
encontramos ante una encrucijada en la que nos compete, sin
duda, una misión
de extraordinaria importancia, cual es la ins­
tauración
de la ciudad de Dios. Una leve ojeada histórica pone de
manifiesto, stn necesidad de ninguna otra aclaración, la rele­
vancia de esta misión.
Durante buena parte de este mtlenio, el hombre, incluso el
más incrédulo, era temeroso de Dios. En aquellos tiempos, y con
independencia de que los hombres, individualmente considera­
dos, faeran más o menos rectos en la fe, lo cierto es que lo reli­
gioso impregnaba profandamente la costumbre colectiva. Esta
546
Fundaci\363n Speiro