Índice de contenidos

Número 379-380

Serie XXXVIII

Volver
  • Índice

Los enemigos del progreso

 

La idea del progreso

Podemos rastrear el origen de la idea del-progreso y remontamos, a través de una serie de Mediaciones más o menos seguras, hasta los mitos griegos de los Titanes y su acción positiva en la transformación de la situación terrena del hombre. Este esfuerzo de erudición nos llevaría muy lejos de las condiciones concretas en que esta idea nació y se desarrolló en el seno de nuestra civilización hasta formar parte, como un constitutivo intrínseco, de la visión ideológica que posee del universo el hombre de nuestra cultura.

El hombre arcaico, formado en la nostalgia del Paraíso y con una pronunciada disposición a considerar desfavorablemente el curso del tiempo histórico, no conoció algo semejante a nuestra idea del progreso y, por muy optimista que fuera temperamentalmente, no veía en el futuro –tomado en su sentido total y no en las dispersas líneas de las expectativas inmediatas– nada más que la promesa de la corrupción, el deterioro y la muerte al final del periplo.

Una conmoción muy honda en el fundamento de su conciencia religiosa debió sufrir el hombre para cambiar decididamente su radical relación con el tiempo histórico. La promesa mesiánica modificó la conciencia del pueblo hebreo y provocó en él el nacimiento de la esperanza en la historia, condicionada por un suceso que debía acontecer en el tiempo de su existencia terrena y modificar las condiciones de su situación en el mundo. En este sentido muy preciso el hombre hebreo se opone al pagano y encarna esa fuerte tensión de expectativa histórica que constituye la fuerza de su espiritualidad.

En el cristianismo el acontecimiento histórico fundamental es el advenimiento del Reino de Dios, suceso que se inicia con la presencia de Cristo y que culmina más allá del tiempo histórico en una suerte de inserción de nuestro presente en la presencia eterna del Espíritu de Dios. Es una esperanza esjatológica que no aparece diferida a ninguna situación futura, está aquí y ahora, en la fugacidad del momento que transcurre y que el hombre tiene que coger cuando el espíritu se la ofrece.

El cristianismo modificó la relación con la historia. No hay nada que esperar, a no ser el fin catastrófico del tiempo precario. La esperanza de Israel se ha cumplido y el porvenir del hombre sobre la tierra no tiene que añadir más nada a lo que se dio en el Hombre Dios y en su proyección que es la Iglesia Católica.

La transfiguración del hombre cristiano se incoa en la tierra y progresivamente configura una situación espiritual, cuya perfección supone el tránsito de la muerte y el triunfo final sobre las tentaciones ligadas a la caducidad y las miserias de la naturaleza caída.

En su acentuación fuerte, el cristianismo es el camino de la verdad y de la vida y una saludable invitación a convertir nuestra respuesta espiritual en una solidaria participación con la energía transfiguradora de la Gracia Santificante. Ver en la Gracia una dádiva que no exige de nuestra parte un movimiento de generoso vigor, es una idea introducida por el protestantismo y luego de provocar un laxo abandono a la generosidad divina, suscitó el titanismo de los super hombres que parecían dispuestos a construir el paraíso en la tierra con medios exclusivamente humanos y en el lapso de nuestra peregrinación terrestre.

En la doctrina tradicional de la fe no se sostiene ni una ni otra actitud, sino aquella de matizada humildad en la que Dios espera del hombre una respuesta libre, pero plena de consentimiento, a la invitación hecha por la Gracia y la merecida solamente por el sacrificio de Cristo.

Buscar en la esperanza cristiana la filiación original del progresismo moderno es olvidar que este último aparece para negarla en su más profunda orientación esjatológica. Pero si se acepta en toda su hondura la paradoja esencial del cristianismo, se comprenderá que a partir de Cristo nada significativo puede ocurrir en la historia que no lo tenga a Él como centro y clave de su realidad. Sólo en este sentido y teniendo muy presente que la negación se nutre de aquello que niega, se puede considerar la idea del progreso, en un sentido iluminista y revolucionario, como una idea cristiana salida de su quicio sobrenatural o como solía decir Chesterton, que se ha vuelto loca.

Hemos dicho que el hombre antiguo no conoció la idea de un progreso en la historia. La tensión espiritual que supone un acontecimiento futuro cargado de importancia religiosa es la esperanza judía. El cristianismo incoa en este mundo el Reino de Dios, pero éste es un acontecimiento interior que supone la transfiguración del alma creyente por el doble concurso de la gracia y la buena voluntad, de ningún modo significa el advenimiento de una plenitud en el seno del tiempo que pasa, porque éste siempre será algo precario y condenado a desaparecer. Con todo existe un progreso medido por el grado de santificación alcanzado por cada cristiano. Este perfeccionamiento progresivo supone un ascenso en la línea de las facultades superiores del hombre: la inteligencia y la voluntad que se abren, por la fe, la esperanza y la caridad, a una unión más plena con la vida secreta de Dios.

La figura del Anti-Cristo, con toda la constelación socio-cultural que la explica y la rodea, se cumple y adquiere su fuerza en un ámbito espiritual transido de principios cristianos secularizados y como arrancados de su marco religioso por la voluntad que trata de ponerlos al servicio de la caducidad y la muerte.

Primero es la voluntad de Dios la que se convierte en motor de la historia. Ella es la que mueve al hombre a un destino feliz sin que la voluntad libre tenga nada que decir en el tránsito de la vida temporal. El hombre sufre el impulso de su destino que lo lleva a la salvación o a la condenación eterna sin consultar su arbitrio. Esta suerte de impulso que arrastra al hombre hacia su fin, pierde poco a poco su carácter personal y va adquiriendo una fisonomía entre lógica y biológica que recibirá el nombre de historia y de quien se encargarán los distintos pensadores ilustrados de iluminar sus rasgos con las notas de sus preferencias valorativas como en la gnosis de Hegel, o simplemente en el saber provisto por las ciencias positivas como en Comte, sin hablar de la solución dada por Marx en su apoteosis del hombre genérico, cuyo progreso esencial parece estar señalado por una pérdida de las facultades personales en beneficio de una colectivización de los apetitos sensibles.

La esperanza cristiana habÍa roto el círculo de la existencia clausurada en los límites del tiempo histórico y había lanzado al hombre más allá de las fronteras terrenales para sumergirlo en el seno del amor increado. Allí logrará definitivamente el fruto de su esfuerzo y recibirá la recompensa de sus afirmaciones en la contemplación de Dios. La idea revolucionaria que sostiene el impulso iluminista, crea una suerte de sustituto laico de esa realidad sobrenatural y lanza al hombre a una apetencia de infinito que parece alimentada con una imagen de un futuro inaccesible en la promesa de una perfección que se dará en el horizonte, siempre en retroceso, del tiempo histórico.

La noción del progreso, tal como se configuró en la Edad Moderna y alcanzó su punto culminante en los siglos XVIII y XIX tuvo su punto de apoyo en la esjatologia cristiana, porque fue el cristianismo quien dio al hombre el impulso espiritual, para esperar, en un futuro supra histórico, sucesos que debían dar a su existencia una respuesta redentora definitiva.

Como advierte juiciosamente John Bury: «La creencia en la Providencia podría compartirse, como de hecho aconteció en un tiempo posterior, con la creencia en el progreso dentro de un mismo espíritu. Pero los postulados fundamentales de ambas eran incongruentes y la idea del progreso no podía germinar, mientras la doctrina de la Providencia se hallase en una supremacía indiscutida»[1].

Si entendemos «por doctrina de la Providencia» la fe católica en sentido estricto, la reflexión de Bury es perfectamente aceptable y podemos comprender, para explicamos el paso de una a otra situación espiritual, que el cambio de la visión de un cosmos viviente, sostenido por la inteligencia y la voluntad divina en acto, a un cosmos puramente mecánico y rigurosamente encuadrado en un rígido sistema de leyes matemáticas, animó la transformación de una a otra concepción del progreso.

Un mundo sostenido por Dios como la recitación «aquí y ahora» de un poema hacía inevitable la idea de una Providencia que se ocupara del destino de cada una de las palabras de su discurso divino. En el segundo caso, el universo como mecanismo reemplazaba con sus reglas mecánicas la preocupación personal de Dios. La ley natural actuaba en su lugar y conducía la vida de los hombres por el sendero de su perfecto equilibrio.

Cuando se disuelva a su vez el universo concebido como mecanismo, habrá caído el último baluarte del creacionismo cristiano y sólo subsistirá la idea de una providencia puramente humana sostenida por la idea del progreso de la organización social. En los límites de un léxico más afín al pensamiento tradicional, diremos que la esperanza cristiana no puede alimentar la idea del progreso entendida en sentido moderno, mientras conserve su orientación sobrenatural y no aliente con su vigor religioso las expectativas meramente carnales del hombre.

En nuestro idioma no hay más que una sola palabra para señalar el estado por el cual alguien espera algo beneficioso de un acontecimiento futuro y esa es la palabra esperanza. Tomada en esa latitud no es de extrañar que en la vida concreta de un cristiano convivan las esperanzas terrenas con las esperanzas teológicas, sin que ello suponga una contradicción en la conducta. La incongruencia señalada por Bury estalla cuando la esperanza puesta en la obtención de un bien terrenal y pasajero, se convierte en la parodia de la esperanza religiosa y adquiere, en virtud de su indefinida postergación en el tiempo, una suerte de infinitud potencial. Esta transposición no se hubiera dado sin la presencia viva de la esperanza teologal corrompida en sus raíces, por una versión laicista del cristianismo.

El pensamiento tradicional, de inspiración clásica o cristiana, no niega la existencia de un progreso y lo interpreta como el resultado de un esfuerzo que se continúa sin desfallecimiento en una misma tarea a través de varias generaciones. Este progreso puede ser científico, técnico o simplemente laboral, pero en tanto dependiente del esfuerzo humano puede mermar, aumentar o desaparecer totalmente en cuanto se debilite la voluntad que lo sostiene en su ascenso. Lo propio de la idea moderna del progreso es su enfática convicción de obedecer a un proceso irresistible que, más allá de las voluntades individuales, está inscrito en una dimensión social y casi mítica de la historia. Aparece como obedeciendo a un conato que excede generosamente a nuestra voluntad de avanzar o retroceder en una faena determinada.

 

Inspiración economicista de la idea del progreso

Si se contempla el mundo como a un artefacto movido por fuerzas cuyas leyes podemos conocer y dominar, surge también la idea de una instalación humana que se hace cada día más perfecta y conveniente, conforme al ritmo de ese conocimiento posesivo de las cosas.

Esta concepción de la realidad, que por su oposición a la actitud fundamentalmente teórica de la filosofía griega y de la teología cristiana, podemos llamar poiética, se abre paso durante el siglo XVII y alcanza en los siglos XVIII y XIX, su plena madurez. En el sistema de Hegel tiene su expresión mejor lograda y en el marxismo una versión ad usum populi que la hace extensiva hasta los intelectualmente menos dotados. El «Iluminismo» preservó siempre una actitud «elitista» con respecto al conocimiento y si fue partidario de una transformación revolucionaria la prefería proveniente del gobierno y no de las bases como se usa decir hoy.

El pensamiento tradicional veía en el orden cósmico una íntima textura inteligible que dependía del pensamiento divino y cuyo conocimiento era mediación indispensable para que el hombre tomara contacto con Dios. El destino del hombre era teórico, contemplativo y casaba admirablemente con aquella función que lo distinguía de los animales.

Conviene considerar que la primacía concedida por la filosofía tradicional a la teoría sobre la poiésis, no era una excelencia que respondía a una actitud asumida por el sujeto, como si se pensara que quien observa sin obrar es superior al que obra. La prelacía depende de la naturaleza misma del objeto contemplado quien, por su excelencia, está por encima de nuestras manipulaciones. El que ve a Dios en las cosas creadas espera verlo un día cara a cara y participar así, vivamente, de su misterio en ese rapto que las realidades más excelsas provocan en quien las contempla. En el acto en que se conoce un orden contemplable nos ponemos en contacto con la inteligencia divina. Nuestra acción sobre las cosas y sobre nosotros mismos carecería de verdad, en la misma medida que no tuviéramos un conocimiento acabado de eso que las cosas son y de lo que somos nosotros en el concierto del orden creado. El hombre formado en la primada del Logos no podía desvincular su praxis y su poiésis del ordenamiento establecido por Dios de una vez para siempre.

Para el hombre moderno estas verdades fundamentales pierden peso en tanto la creación se le aparece como un mecanismo. La idea de poder ajustarlo a sus designios se abre paso en su mente y modifica su relación con las cosas. En el siglo XVIII todavía persiste la noción de un Gran Mecánico o de un Sumo Arquitecto como gustaba decirse en las sectas masónicas animadoras del progreso. En cuanto se descubra que ese orden legal de estirpe matemática sobre el que reposa el movimiento del mundo, es un sistema nacido de exigencias racionales y no del comportamiento de los entes físicos, la idea de un cosmos creado comenzará a borrarse de la inteligencia humana y nacerá, convocada por el vacío y cada día con más seguridad, la convicción de un conocimiento que construye el objeto del saber conforme a improntas subjetivas.

Bury, que indudablemente no tiene la culpa de nuestras conclusiones, nos advierte en su libro dedicado a la idea del progreso que la «teoría mecánica de Descartes y su doctrina de la inmutabilidad de la ley natural, llevadas hasta sus últimas consecuencias, excluían la doctrina de la Providencia. Esta doctrina corría ya un serio peligro y quizá ningún artículo de fe haya sido más insistentemente atacado por los escépticos del siglo XVII y quizá ninguno era tan vital. El socavamiento de la idea de Providencia está íntimamente ligado con nuestro tema, ya que justamente la teoría de una Providencia activa era eso que la teoría del progreso venía a reemplazar. Los hombres no pudieron formular una teoría del progreso hasta que no se sintieron independientes de la Providencia»[2].

En un plano accesible a la observación inmediata, el progreso notado en la transformación de un espacio geográfico es el que impresiona más rápidamente la imaginación de cualquiera. El cuño eminentemente activista de la mentalidad burguesa tenía que animar criterios de este tipo, casi todos ellos fundados en observaciones superficiales y sumarias. El hombre se sentía con fuerzas para transformar el mundo y el éxito de su conquista del «hábitat» terrestre le sumaba una pretensión redentora que había quedado relegada en su fondo religioso de antiguo servidor cristiano. Si se quería avanzar en la conquista cósmica era menester cambiar la mentalidad de la gente y liberarla de una fantasía asediada por la idea de un poder omnipotente ante el cual se debía rendir cuenta del espíritu con que se hacía nuestra tarea. Se comenzó a sospechar que esta idea no era más que el fruto de una proyección psicológica, con el cual se quería compensar una situación de desmedro frente a las inclemencias de la realidad. Si se comenzaba a dominar seriamente los factores físicos que podían obrar en contra de nuestros proyectos, convenía hacer desaparecer las cortapisas que la propia imaginación les oponía.

La relación de Dios con la creación fue vista en el siglo XVIII de un modo análogo a la de un inventor con su aparato. Construida la máquina, el inventor fuera de ella y el beneficiario del artilugio se las arregla a solas con él. El hombre formado a la luz de la tradición religiosa no veía en el mundo una máquina. Lo consideraba más bien un signo, un sacramentum, una manifestación sensible de la inteligencia y el poder divinos que se expresaban en ese signo y al que sostenían en toda su realidad en el acto de su eterna presencia. La coherencia viva de la «divina comedia» podía recibir en cualquier momento un toque de perfección imprevisible dado por la mano creadora, sea para hacer más clara y luminosa su comunicación o para manifestar mejor el carácter personal de su voluntad.

El que observa una máquina no espera iluminaciones de esa naturaleza y tiene toda su confianza puesta en la regularidad de los mecanismos, porque para comprender la intención del inventor le basta la perfección del aparato. El milagro es una disonancia, una falta y si se quiere una suerte de toque de locura o el signo de la arbitrariedad más desalentadora en la intimidad de un orden perfecto.

Fue un tópico durante el periodo iluminista comparar la vida de la humanidad con la de un hombre y ver reproducida en ella las edades que jalonan el paso de la infancia a la madurez. Se tenía la impresión de haber ingresado en la edad de la razón, en esa plenitud en la que el hombre abandona la costumbre de tomar sus sueños por realidades e inaugura su dominio intelectual sobre los hechos.

El curso de la historia no tiene la figura de un silogismo, no termina como si fuera una conclusión extraída de premisas indiscutibles. Conviene recordar esta observación de buen sentido cuando se estudia una época determinada y se advierte en ella el predominio de cierta mentalidad. Se corre el riesgo de creer que durante ese tiempo todo el mundo pensaba de la misma manera y esto nunca ha sido cierto, especialmente en un tiempo que, como el iluminista, los grupos afectados por la ilustración eran una minoría, muy significativa y ruidosa, pero poco abundante.

Lo económico adquiría proporciones dominantes, pero todavía no había llegado al pueblo, y entre las clases dirigentes existían modos de valorar la realidad que dependían ya de formas nobles de vivir y de sentir, o de una mentalidad todavía cristiana. Muchos hombres significativos de la época volvían sus miradas a un pasado que suponían lleno de encantos desaparecidos. No olvidemos que la «Ilustración» puso de moda al buen salvaje y a un «estado de naturaleza» que la pluma de Juan Jacobo adornó con todos los colores del paraíso.

En su relación con la Edad Media, el «Iluminismo» fue una acentuada continuación del «Renacimiento» y salvo quizá en algunos oscuros precursores del romanticismo, cualquier vituperio estaba justificado cuando se trataba de fustigar la ignorancia de los monjes, la abusiva tutoría de la Iglesia o el contrato inicuo de los señores feudales contra la libertad de los pueblos.

El cuño económico de la idea de progreso se impone con facilidad cuando examinamos sus características. Noción típicamente burguesa, nace con el espíritu capitalista y sigue su desarrollo al ritmo creciente de las fuerzas financieras que tienden su dominio sobre el antiguo régimen. El contraste, marcado a fuego, de todo cuanto se opone a su triunfo es una muestra clara del ingenio de sus ideólogos. Las barreras religiosas, morales y políticas que imponían sus preceptos al crecimiento de la economía de lucro, fueron acusadas de oponerse al avance del progreso y de estancar la vida social en la inmovilidad de un cuadro dogmático. Bajo el oprobio de estos denuestos caen las obligaciones, las regalías y los gravámenes que la sociedad imponía a las propiedades y maniataba así su libertad absoluta. Caen también aquellas dignidades y honores con que se marcaba el comportamiento de los nobles y los notables y los hacían servir el bien común por encima de sus intereses privados.

Una gama variadísima de derechos, inventados por el genio social del viejo catolicismo, fueron abandonados por obsoletos y los detentadores del dinero vieron crecer sus fuerzas a expensas de las solidaridades intermedias que caían volteadas por la crítica. Estamentos, familias, corporaciones abandonaban sus componentes bajo la presión del individualismo y con el crecimiento de la noción providencial del Estado, se ensanchaba el auge de los especuladores, los banqueros y los agiotistas.

A la desigualdad sin deberes, a la propiedad sin obligaciones, a la potestad sin nobleza, a la paternidad sin autoridad las iba suplantando un poder sin restricciones, absoluto y omnímodo, litigante y minucioso que seria, de a ratos, el instrumento de las finanzas cuando no el de la subversión pagada por esas mismas finanzas para lograr objetivos determinados.

Pero no nos apuremos, todo se andará, como dicen los españoles. El siglo XVIII enderezó su proa hacia la estatolatría y si no entró íntegramente en ella se debió a la persistencia de algunas instituciones que habían quedado como para impedir la aceleración excesiva del tiempo histórico. Estas instituciones fueron las enemigas naturales del progreso según el espíritu de la revolución.

 

La Tradición, enemiga del Progreso

En su sentido estricto la palabra tradición se refiere a las verdades reveladas por Dios y que han sido conservadas por la Iglesia Católica a lo largo de su historia. En tanto guardiana del misterio manifiesto en la persona de Cristo, la Iglesia fue la autoridad espiritual más alta del Antiguo Régimen y su oposición al progreso nacía del carácter paradigmático y sobrenatural de su sabiduría y de las exigencias impuestas a la santificación de sus fieles. Por el primero ponía un límite a las pretensiones de un conocimiento que quería prescindir de la revelación divina y, por el segundo, se erigía en custodia de un sistema de valores que ponía por encima de cualquier otro bien la posibilidad de salvar el alma.

Una ciencia de origen divino, necesariamente y por la lógica gravitación de su procedencia, se colocaba por encima de cualquier otro conocimiento humano y se sentía también, divinamente autorizada, a regular la conducta del hombre tanto en su fuero íntimo como en su comportamiento social y político.

Frenar la curiosidad de la inteligencia en los justos límites en que la relación con la verdad puede extraviarse es, indudablemente una presión que la soberbia científica no podía soportar. Limitar el poder político para que éste se detenga en los confines del alma y deje a la Iglesia la responsabilidad de dirigir las potencias espirituales era algo que los príncipes protestantes habían superado, pero que los católicos todavía respetaban y fue menester una cruenta revolución para que el Estado surgido de ella adquiera proyecciones eclesiásticas sobre el cuerpo social. Detener la avidez de las riquezas en los umbrales de una sana economía y convertir el arte en una oración al Ser Absoluto, eran prerrogativas del espíritu de santidad que animaba la vida de la Iglesia y que el mundo moderno trató de aniquilar aduciendo que se trataba de privilegios estamentales destinados a desaparecer para dar nacimiento a un reino de iguales.

Lutero y Calvino fueron los arietes más poderosos contra la institución de la Iglesia. Probablemente ambos creyeron, acaso de buena fe, que el cristianismo en su sentido más puro, era una cuestión que debía resolverse en el fuero de la conciencia personal y que sacándolo del quicio de la Iglesia Católica, le devolvían para siempre su prístina pureza. Este individualismo religioso encontró en su camino el individualismo económico del burgués. La historia moderna, en la profundidad de su espíritu, narra las peripecias de este encuentro con sus enlaces, sus separaciones, sus francos connubios y sus tristes decepciones.

El siglo de las luces superó, en gran parte, la época de la crítica hecha a la religión desde un punto de mira todavía teológico. Con los ataques de Bayle, Pontenelle, Voltaire y Diderot nos encontramos en el terreno de una guerra emprendida en nombre de la razón y de la ciencia contra el oscurantismo y la ignorancia. La espiritualidad burguesa se cerraba ante el misterio y limitaba el campo de su saber a las cosas que podían servir para una cómoda instalación del hombre en la tierra.

No se reprochaba al sacerdote una errónea interpretación del Evangelio o un uso abusivo de su poder sacerdotal. No se trataba ya de desenmascararlo en el discutido terreno de la autenticidad cristiana. Se atacaba directamente las fuentes mismas del cristianismo y se ponía en tela de juicio el valor total de la tradición revelada en sus veneros esenciales: la Iglesia y las Sagradas Escrituras.

El primero en iniciar en Francia esta obra de destrucción sistemática fue Pierre Bayle y aunque su importancia en el terreno de la crítica histórica no alcanzó un alto nivel científico, su ingenio, su facilidad, su audacia y la chispeante claridad de su estilo le permitieron una rápida difusión y en especial el acceso a la clase lectora del país galo que gustaba leer irreverencias cuando estaban sazonadas con ingenio.

Nacido en el seno de una familia protestante, tuvo una conversión al catolicismo cuando todavía no había llegado a la edad de los cambios definitivos. Estudió un tiempo con los jesuitas y aprendió con ellos la técnica de las rigurosas discusiones escolásticas. Acaso el abuso de tales discusiones le hizo perder la fe en sus nuevos patrones y retomó al protestantismo, donde se retuvo el tiempo suficiente para comprender que no le quedaba ninguna especie de fe, ni objetiva, ni subjetiva, pero sí un deseo incontenible de mandarlas todas juntas al canasto de los papeles rotos.

«En esa época sabía discutir muy bien –le confiesa a Basnage–, salía de una escuela donde se me enseñó la chicanería escolástica y puedo decir sin vanidad, que aprendí a usarla con bastante éxito».

Tenía la alegre vitalidad de los hombres del sur de Francia y una forma muy fácil de presentar los asuntos más serios. En 1682 se sintió llamado a combatir en todos los terrenos los malos efectos de la superstición religiosa en la fantasía de los hombres. Después de haber enseñado un tiempo en la Academia de Sedán, halló su tranquilidad y su paz en la segura ciudad de Rotterdam, en donde la falta de prejuicios religiosos le hizo la vida más fácil y llevadera que en cualquier otro lugar de la vieja Europa. La sombra de Erasmo parecía defenderlo contra las agresiones del fanatismo y le permitía respirar a sus anchas en un clima de amable escepticismo.

Pontífice sin curia de una religión sin dogmas, Bayle comenzó su carrera proselitista desparramando escritos por todas las capitales de Occidente. Era un periodista nato y como correspondía con todos los espíritus libres de su época, su información de la situación política era tan vasta como minuciosa y unilateral, porque no escuchaba más que la campana de las nuevas ideas cuyas ondas sonoras conmovían las potestades tradicionales.

Su condición de escritor y pensador estaba dominada por su espíritu crítico. No dejó asunto sin pasarlo por la criba de un examen implacable y tanto sus cartas como sus libros rebosan en un placentero juego de masacre contra todo cuanto se había escrito en materia de historia sobre la antigüedad y la Edad Media.

Esta actitud le valió numerosas adhesiones, pero le impidió salir de Rotterdam por temor de encontrarse frente a un tribunal con orden y autoridad como para juzgarlo por hereje redomado. No tenía ánimo para aceptar ninguna doctrina por heterodoxa que fuera. El mismo ateísmo le parecía una exageración de mal gusto y no lograba entender los motivos que impulsaban a ciertos hombres a negar la existencia de Dios. Un ateo que se cree obligado a difundir su ateísmo contra la creencia en un Ser Supremo le parecía un fanático de la peor especie. Acusado por Jurieu de «sociniano», se defendió en un largo comentario que descubría su propia posición frente a la religión revelada.

«No quiera Dios que yo desee extender, como hacen los socinianos, la jurisdicción de la luz natural y de los principios metafísicos sobre todas las verdades de la Escritura, porque pretenden que todo sentido dado a la Biblia que no está conforme con la luz de esos principios debe rechazarse y, en virtud de esta máxima, se niegan a creer en la Trinidad o en la Encarnación. No es ésto lo que pretendo. Sé que hay axiomas contra los cuales las palabras mejor expresadas de la Escritura no podrían hacer nada, como ése de que el todo es mayor que la parte, o ese otro que, si de dos cosas iguales se extraen dos porciones iguales, los restos son iguales, o que es imposible que dos juicios contradictorios sean verdaderos al mismo tiempo, o que la esencia de una substancia subsiste realmente después de la destrucción de esa substancia. Aunque se mostrara cien veces en la Escritura lo contrario de estas proposiciones; aunque se hicieran mil milagros más de los hechos por Moisés y los Apóstoles para establecer una doctrina opuesta a estas máximas de sentido común; el hombre, hecho como está no creería nada y más bien se convencería que la Escritura habla por metáforas y por contra verdades, o que tales milagros vendrían del demonio […]».

«[…] Repito una vez más, quiera Dios que yo desee extender esos principios como lo hacen los socinianos, pero si puede haber algunas limitaciones con respecto a ciertas verdades especulativas, no pienso que deba haber ninguna con respecto a los principios y prácticas generales que se refieren a las costumbres. Quiero decir que, sin excepción, deben someterse todas las leyes morales a esta idea natural de equidad que tanto como la luz metafísica ilumina a todo hombre que viene a este mundo […]».

«[…] Se debe llegar necesariamente a ésto, que todo dogma particular, ya se lo diga contenido en la Escritura o se lo proponga de otra manera, es falso cuando es rechazado por las nociones claras y distintas de la luz natural, especialmente en todo cuanto respecta a la mora […]»[3].

Hemos citado con alguna amplitud porque el fragmento pone de manifiesto características de la manera habitual que tenía Bayle en su crítica contra la religión. No hace negaciones rotundas y apela más bien a un avieso rodeo para deslizar, bajo la apariencia del buen sentido, la idea de que la religión no lo toma en cuenta o lo contraría directamente en muchas de sus afirmaciones.

En el año 1690 se le ocurrió confeccionar un diccionario crítico que bajo la apariencia de una suerte de «Lexicon» amplio y detallado, le permitiera decir todo lo que pensaba acerca de cualquier cosa. Cassirer, en su Filosofía de la ilustración, rinde un homenaje al historiador que supo destruir tantas falsas leyendas y enseñó a observar los hechos sin los anteojos deformadores de la fantasía religiosa. Desgraciadamente –añade el ilustre historiador de la filosofía– su gusto por combatir era superior a su amor por la verdad y el espíritu crítico se imponía a la severidad del historiador. Nos falta de él un libro de historia donde hubiese aplicado con rigor sus principios metódicos. Por lo demás, muchas de las leyendas que desvirtuó no eran tan falsas como él suponía, ni los hombres de la antigüedad o de la edad media tan imbéciles como requerían sus prejuicios progresistas.

Unos pasos más en el interior del siglo XVIII encontramos una cohorte de pensadores que abundan en esta lucha denodada contra la superstición, que si bien se encarna en la Iglesia Católica, conviene atacarla en aquellas demasías que impone el culto de los ídolos. Nadie mejor pertrechado que Helvecio (1715-1771) para ilustrar el sesgo de esta ataque contra la tradición.

En su famoso Système de la Nature aboga con elocuencia en favor de la causa filosófica y trata de extirpar "los fantasmas y los monstruos que hace tantos siglos exigen un tributo cruel de mortales espantos". Porque la desdicha de los hombres viene del temor a esos ídolos que hacen temblar y cierran la inteligencia a la luz de las ciencias. Un retomo a las fuentes naturales conducirá, inevitablemente, a una recuperación de la libertad que el Minotauro de las idolatrías nos hace perder con sus pavores sobrenaturales: «Sed justos, sed buenos y virtuosos... en una palabra, sed hombres; sed un hombre sensible y razonable, un esposo fiel, un padre tierno, un maestro equitativo, un celoso ciudadano; trabajad para servir vuestro país con tus fuerzas, tus talentos, tus industrias, tus virtudes. De este modo no temeréis la muerte, porque una vida que esté marcada a cada momento por la paz de tu alma y la afección de los que te rodean, te conducirá apaciblemente al fin de tus días. Sobrevivirás en la memoria de tus amigos».

No sé lo que diría don Miguel de Unamuno de esta pálida sobrevivencia en el recuerdo de algunos agradecidos, pero indudablemente no contaría con su aplauso vital que esperaba algo más fuerte y personal.

Como nos ocuparemos de Voltaire, Diderot y Rousseau en sendos apartados, conviene decir dos palabras sobre el Barón d'Holbach (1723-1789) que llevó su crítica contra la superstición hasta las últimas consecuencias de un materialismo que el mismo Marx encontraría un poco grosero. Su Christianisme dévoilé publicado casi contemporáneamente a la Enciclopedia tiene la pretensión de acentuar algunas reflexiones de Diderot. Su decidido ateísmo enojó mucho a Juan Jacabo que nunca dejó de creer en Dios y que tenía de la naturaleza una idea más bucólica que brutal. Voltaire tampoco lo aprobó y como se notaba en su estilo el enorme trabajo que le costaba escribir y hacer gala de ingenioso, dijo refiriéndose a sus «bromas laboriosas» y a sus pesados razonamientos «que era el ateísmo puesto al alcance de las mucamas y los peluqueros».

Estaba bien combatir a la Iglesia, pero había que hacerlo con mejor estilo y cuidándose especialmente del ridículo, arma que cuando cae sobre el que critica, favorece la causa del combate.

 

Otro enemigo del progreso: la monarquía hereditaria

Es verdad histórica que la monarquía absoluta, cuya figura más representativa fue en el siglo XVII y comienzos del XVIII, Luis XIV, creció y aumentó su poder sostenida por la burguesía y a expensas de los poderes regionales constituidos por la antigua nobleza feudal. También es cierto que en su desarrollo alimentó las fuentes de la riqueza nacional y muchos financieros vieron crecer sus fortunas al compás de las guerras, el comercio ultramarino y las conquistas territoriales que toda gran empresa política supone. Pero al mismo tiempo y en tanto el desarrollo del reino exigía un presupuesto en relación con su poderío, los poseedores del dinero veían disminuir sus entradas en beneficio de una grandeza y un prestigio nacional que suponía más gastos que ganancias.

En pocas palabras: los intereses políticos del monarca no siempre coincidían con el de sus financieros y, para estos últimos, estaba el riesgo supletorio de que un día cualquiera el monarca podía desconocer sus legítimos derechos y pedirles cuentas de sus ganancias ofreciéndoles un gracioso hospedaje en la Bastilla o en alguna otra prisión de Estado hecha especialmente para esos casos. El recuerdo de Fouquet no se había borrado de las memorias y pendía, como la espada de Damocles, sobre las empolvadas pelucas de estos súbditos algo inquietantes.

Los amigos de las luces quieren que las causas de la revolución burguesa sean otras, más nobles y desinteresadas. Hablan de la mayaría de edad de los pueblos, del avance de las luces, del crecimiento demográfico y de la inevitable expresión de las ideas democráticas. En verdad todas estas consignas brotaron como hongos durante ese tiempo y junto con el mejor aprovechamiento de los recursos económicos y los nuevos criterios comerciales, configuran una atmósfera espiritual que se extiende a toda la burguesía culta de ese momento y a gran parte de la nobleza.

El estallido revolucionario fue preparado por el concurso evidente de estos pretextos, pero ninguno de ellos hubiera podido actuar por sí solo sin la influencia efectiva del dinero que unió los esfuerzos, sufragó los libelos, los libros y las obras de teatro, pagó a los agitadores y mantuvo en vilo el espíritu de protesta interviniendo aquí y allá, para crear, mediante maniobras económicas, las condiciones de miseria que servían para atizar el fuego.

Señalamos en su oportunidad que la mayor parte de los cambios históricos provocados a lo largo del siglo XVIII y que pueden considerarse revolucionarios, tienen por causa dos fuertes potencias espirituales: la «libido dominandi» encarnada vivamente en el desarrollo del aparato estatal y los nuevos criterios económicos que transformaron todas las actividades de la cultura bajo la presión de su economicismo.

Si se piensa con rigor, ambos fenómenos son concomitantes y sinérgicos: el desarrollo económico necesita el crecimiento del aparato estatal y éste se apoya, cada vez más, en el poder de las finanzas. No obstante esta aparente sincronía encierra una íntima contradicción que tiende, necesariamente, a resolverse en favor de las finanzas, porque, mientras el aparato estatal esté en manos de un monarca independiente de los altos intereses económicos, éstos pueden ser obligados a presentar sus libros de cuentas.

La razón secreta de esta contradicción reside en el hecho de que ninguna de estas dos potencias puede recabar para sí el poder absoluto, si no reclama, al mismo tiempo una potestad de linaje religioso. El monarca puede hacerlo y en ese caso se trataría de una monarquía de derecho divino, tal como la que podía alegar Catalina de Rusia o Federico II. Las finanzas no pueden recurrir a este tipo de pretexto y se les impone la necesidad de crear un gobierno subrepticio que dependiendo directamente de ellas, indirectamente alegue una dependencia de esa incontrolable voluntad general que había inventado Juan Jacobo Rousseau y que podía reemplazar la voluntad divina con algunas ventajas aleatorias para quienes pagan su promoción.

Las dos actitudes están sostenidas por el predominio de criterios unilaterales y exclusivos con tendencias a convertirse en único norte del destino humano. Ni el poder político, ni el poder económico pueden convertirse en fines últimos de la existencia sin recabar las prerrogativas de una falsa religión. Por esa razón al polarizar las energías espirituales del hombre dejan de moverse en el cuadro sinérgico de la armonía impuesta por la fe verdadera y tienden a romper los quicios de las normas tradicionales en la hipertrofia de sus propios crecimientos.

En una civilización todavía transitada por motivaciones religiosas católicas, el influjo determinante de una de estas preferencias valorativas tenía en su contra algunas de las influencias espirituales del Antiguo Régimen y esto impedía, tanto al poder político como a los poderes económicos, salirse de un cierto marco de normalidad.

Testigos de las dimensiones alcanzadas por el Estado en algunas naciones o por el poder del dinero en otras, podemos advertir sus conatos en la monarquía absoluta y en la primera explosión industrial del siglo XVIII, pero los hombres que vivían en ese preciso momento histórico no las veían como síntomas de futuros peligros, sino más bien como algo que debía contarse a favor de las alegres perspectivas del progreso.

Por ahora nos toca examinar la actitud del progresismo frente al fenómeno de la monarquía hereditaria, que no era un poder químicamente puro, porque guardaba, en razón de su regulado equilibrio frente a la tradición y al orden moral cristiano, una posición de respeto y reconocimiento. Era, para decirlo con palabras que solía usar Maurras, un poder que componía con otros poderes intermedios y sin tratar de fagocitarlos, los alentaba en lo que tenían de más auténtico y social.

Fuerza animada por el espíritu de la vieja caballería, conservaba una serie de usos e instituciones inmunes a la influencia del dinero y que por esa misma razón mantenía, en la sociedad europea, muchos prestigios que no debían su situación a los azares del comercio y las especulaciones financieras. El carácter hereditario y familiar de la institución regia la substraía al soborno electoral y la convertía en la mejor garantía para proteger las comunidades orgánicas que le prestaban apoyo y recibían de ella un positivo influjo vital.

El sentido de continuidad fundado en la sangre, escapaba al cerco de las intrigas partidarias y de las presiones que podían ejercer las finanzas en pro de algún candidato eventual. El heredero al trono no necesita publicidad para llegar al poder y, por lo tanto, no estaba atado ni a quienes sufragaban la propaganda, ni a las expectativas de las grandes promesas plebiscitarias.

Los financieros que pagaron los gastos de la revolución, se hicieron muy duchos, durante los años que duró el asedio a la monarquía, en suscitar caudillos populares capaces de defender sus intereses y mantener la adhesión de las masas, tan necesarias para crear situaciones de violencia. No siempre la docilidad de los agitadores, respondió fielmente a la voluntad de sus amos y los hubo que, convencidos más allá de toda prudencia, de sus lucubraciones ideológicas o tal vez con la ambición de jugar la gran partida por su cuenta, trataron de prescindir de quienes los habían lanzado a la arena política sacándolos de sus anonimatos mezquinos. Napoleón fue un caso aleccionador que las logias registraron con gran cuidado. Poco faltó para que este antiguo jacobino, usado por los beneficiarios de la revolución para que impusiera orden en las calles, implantara en Europa un régimen imperial que tenía la pretensión de resucitar, si no el Sacro Romano Imperio Germánico de Occidente, ese que creyó posible Luis XIV cuando, en sus últimos años, trató de unir sus fuerzas a las de la Casa de los Austrias.

Un poder que escapara totalmente al control de las logias financieras era excesivo y tanto los grandes banqueros, como los comerciantes, no estaban dispuestos a apoyarlo, a no ser que un régimen parlamentario bicameral pusiera en sus manos el gobierno efectivo de la nación. El precedente inglés jugaba un papel de primera importancia en ese tiempo en que las finanzas tenían todavía nombre y apellido y los financieros aspiraban a gozar de sus dominios en el decoro prestigiado por una monarquía de relumbrón.

A través de las sociedades internacionales de obediencia masónica y de los numerosos «clubes» de opinión, se comenzó la faena de zapar los fundamentos de la monarquía, mediante la promoción de ideas en las que el concepto de progreso y otras consignas revolucionarias de la misma estirpe cumplían su papel destructivo.

El progreso, convertido en una suerte de entidad mítica, exigía la desaparición de los últimos reyes absolutos y con ellos el sistema de familias, baluarte de una concepción orgánica y plural del cuerpo político.

 

La nobleza

El concepto de nobleza implica la existencia de principios axiológicos que conviene examinar con cierto rigor antes de estudiar su papel en el seno de una sociedad civil. En primer lugar hay un fundamento biológico que supone también una disposición valorativa: noble es aquél que tiene un talante físico y moral apto para el combate. Pero esto es apenas un punto de partida y sin la existencia de un orden social capaz de acoger estas excelencias en un cuadro marcado por la idea del servicio y la lealtad personal, no excede el nivel que puede darse en una horda guerrera.

La disposición noble supone también el ejercicio de ciertas virtudes de lujo que hay que cultivar para merecer el honor de ciertas prerrogativas. Cuando del privilegio que acompaña el hecho de ser noble se quitan las obligaciones que implica, la nobleza ha perdido su sentido timocrático y todo el valor de su prestigio. Los nobles forman los cuadros de un ejército que, de esta manera, queda ligado al régimen de familias y a la solidaridad del Rey con respecto a los más antiguos apellidos de la nación. Estos hombres mantienen con su jefe una relación libre, porque si bien comprometen con él su hacienda y su vida, el honor de la estirpe queda incólume y un oficial que se degrada por una razón mercenaria, pierde entre sus pares el prestigio de su dignidad.

La formación del noble exige la existencia de un clima familiar donde se cultiven las virtudes del coraje, el honor, el comando y esa soberbia vital que hace a la presentación, a la actitud, a la arrogancia y a los modales propiamente nobles. Sin esa atmósfera vivida en el seno de un prestigio nobiliario, no hay auténtica nobleza. Esta no puede ser nunca el resultado de una improvisación o de un decreto. Es fruto de una larga decantación favorecida por una serie de deberes destinados a fomentar los hábitos que exige la vida militar.

El noble es un soldado pero lleva al mundo de las armas un apellido con raíces en la historia de un pueblo y, en ese preciso sentido representa una solidaridad social que no se puede exigir del mercenario. Por esa razón su obediencia está condicionada, en primer lugar, por el honor de la familia a la que debe rendir cuentas de su conducta frente al enemigo, pero también en el plano de su subordinación a los jefes que nunca puede ser servil y deshonrosa.

Cuando se vive, como vivimos nosotros, en el seno de una sociedad transida de racionalismo economicista, resulta difícil comprender las motivaciones profundas y casi instintivas que llevan a una sociedad a favorecer el cultivo de una minoría noble. Sin lugar a dudas las comunidades tradicionales se mueven en el ámbito de intereses orgánicos y no solamente económicos como los nuestros, por eso se tiende a rodear el poder con todos los recaudos de una educación que contemple aspectos biológicos sociales y religiosos que para nosotros han desaparecido o entran solamente a título de elementos útiles para un propósito determinado.

La publicidad revolucionaria ha hecho del privilegio nobiliario un puro usufructo de un beneficio inmerecido. Somos incapaces de apreciar las cualidades que el antiguo régimen cultivaba para evitar los abusos del nudo poder. Juan Jacobo Rousseau, pese a la crispada susceptibilidad con que se enfrentó los favores recibidos de las mejores familias de Francia siempre fue tratado por los nobles con cuidadosa delicadeza y salvo en los casos en que se hizo acreedor a un merecido reproche, se lo ayudó sin esperar de él nada que afectara su dignidad de escritor. Los privilegios, como las pompas religiosas que acompañaban la coronación de un monarca, imponían obligaciones, señalaban límites, establecían requisitos, determinaban delicadezas.

Cuando los dirigentes de un pueblo nazcan del comercio electoral, del tráfico económico, de la publicidad ruidosa y desvergonzada se verá cuánta razón tenía Daniel Halévy cuando, en su Ensayo de Historia Contemporánea, afirmaba que Francia estaba gobernada por un grupo de financieros que manejaban, desde sus escritorios, a una banda de intelectuales reclutados en la hez de las universidades. Lo había anticipado Burke en sus Reflexiones sobre la Revolución Francesa cuando denunciaba que la nueva constitución pondría a Francia en las manos «de los agitadores, de las sociedades mercantiles, de los directores de cooperativas urbanas, fideicomisarios, agentes de negocios, especuladores y aventureros. Esa innoble oligarquía nacida de la destrucción de la corona, la Iglesia, la nobleza y el pueblo».

Concluía su párrafo con una frase que requiere, para ser comprendida en toda su belleza, la voz y la prestancia de ese gran orador que fue Burke: «Here end all the deceitful dreams and visions of the equality and rights of man. In “the Serbornian bog” of this base oligarchy, they are all absorbed sunk and lost far ever».

Sería una ingenuidad absoluta pensar que un título de nobleza inmunizaba contra el soborno y menos todavía en un tiempo en que los titulos se compraban como cualquier otra mercancía, pero tampoco es cuerdo desdeñar el valor de la designación honorífica cuando está constituida por el respeto general, la educación y las costumbres.

Cuando se examina con sentido crítico los cargos hechos por la revolución contra los estamentos nobles, se advierte que la mayor parte de ellos, no solamente resultan injustificados, sino que además parecen alentados por el deseo de destruir cualquier excelencia que supere el nivel de las desigualdades impuestas por la posesión del dinero. Dos aspectos, en apariencia contrarios, llaman la atención del observador: la adulación sin tapujos a las inclinaciones individualistas de la burguesía y el deseo de los nuevos aspirantes a dirigir la sociedad en posiciones de comando que no exijan la incomodidad de tener que pagar tal privilegio con obligaciones onerosas.

No se puede descuidar tampoco otro aspecto del problema que no ha sido examinado con la pulcritud que exige. La nobleza estaba íntimamente contagiada por el espíritu de lucro de la burguesía. Los nuevos criterios económicos se imponían como conclusiones indiscutibles, y muchos de los llamados privilegios feudales eran verdaderas hipotecas que pesaban sobre las propiedades e impedían una explotación beneficiosa. Renunciar a ellos no fue una violencia para el estamento nobiliario y lo hizo con todos los aspavientos que la época imponía en una memorable sesión de la Asamblea Nacional.

 

El Pueblo

En las sociedades tradicionales no se da entre los cuerpos privilegiados y el pueblo una separación tan tajante como la que se dio entre la burguesía y el proletariado luego de las revoluciones del siglo XVIII. Los principios religiosos a que se adherían unos y otros eran los mismos. Las verdades transmitidas por el párroco de la aldea en sus homilías dominicales a sus rudos feligreses son substancialmente las mismas que enseñan en sus tratados o en sus sumas los grandes teólogos de la Iglesia. La moral que, mal o bien, viven los grandes señores es la misma que tiene vigencia en el hombre común. El arte que se exhibe en las grandes catedrales o en las simples iglesias de campaña, cualesquiera fueran las diferencias en su presentación externa, están inspiradas en las mismas fuentes de sabiduría sagrada.

Hay en la cultura cristiana tradicional diferentes niveles de penetración y profundidad en la comprensión de los dogmas y los misterios de la fe, pero estos son exactamente los mismos expuestos en simples manuales para catecúmenos o en los sabios tratados para perfección de los teólogos.

Lo que llama más la atención de aquellos que estudian la vida urbana en el Antiguo Régimen: no había barrios de pobres y barrios de ricos y, en muchas oportunidades una casa de varios pisos albergaba en la planta baja a un señor, en los pisos medios a simples burgueses y los pisos más altos a menestrales y personal de servicio.

La idea de una formación espiritual para aristócratas de la inteligencia entra con el Renacimiento y se expande en el período de las luces y con ella la noción de que hay un arte fabricado especialmente para una minoría de exquisitos y otro para la diversión del pueblo común.

Cuando la inteligencia se aparta de la fe tradicional; se aparta al mismo tiempo de las creencias comunes, de los hábitos seculares, de los usos probados en el curso de los siglos. Los déspotas ilustrados y las nuevas repúblicas mandarán sus maestros a las aldeas para transmitir, junto con el silabario, los principios del progreso y luchar contra la influencia del párroco y todo lo que dejó el cristianismo como trasfondo de auténtica sabiduría.

La nueva consigna es educar al soberano y convertir a la gente del pueblo en pequeños burgueses libre pensadores. Es decir, independientes de la disciplina dominical que los ataba a la misa y a los diez mandamientos. Muy cerca de las iglesias los tratantes de vinos ponen sus tabernas y mientras los hombres discuten política entre uno y otro trago, las mujeres escuchan el sermón dominical cargado con los reproches de un sacerdote superado por las ideas en boga.

El asedio a las clases populares para destruir los fundamentos del cristianismo conoce durante la «Ilustración» dos modelos: el propiamente revolucionario que hemos expuesto en nuestro sucinto resumen y que será ejecutado por las sucesivas repúblicas francesas y otro, paternalista y aristocrático, que cree bueno mantener entre los humildes los fundamentos de una superstición que los contiene en el temor a las penas infernales. Napoleón hizo una síntesis de ambos modelos y mientras dejaba la enseñanza primaria en manos de los curas, ponía la universitaria en las de las logias liberales y masónicas.

El nuevo credo que reemplaza al antiguo, adolece de una sutil ambigüedad, mientras los encargados de enseñarlo y transmitirlo a las clases populares creen en él, los que manejan el proceso, ponen el dinero y pagan la publicidad lo admiten solamente por su valor pragmático, por el uso práctico que hacen de él pero, indudablemente, creen en la soberanía popular como podía creer el mismo Burke.

La destrucción del saber tradicional y la imposibilidad, por falta de medios intelectuales adecuados de acceder a los fundamentos científicos y filosóficos de las ideologías, sembrará el desarraigo, la inquietud y la desesperación, sin crear en su lugar nada que reemplace la antigua fe. Socavadas las bases religiosas de la vida moral, de las costumbres ancestrales, de la obediencia y de la vida interior, desaparecen los fundamentos del orden social. Lo que queda ya no es un pueblo en el sentido propio del término, sino un conjunto de individuos sostenidos en sus faenas por los intereses individuales, por las presiones relacionadas con esos mismos intereses o por las consignas revolucionarias que pueden congregar superficialmente gracias a la envidia o al odio común despertado y sostenido por una propaganda adecuada.

Esta masa, para decirlo con el término correspondiente a la nueva realidad social, carece de organicidad en su comportamiento; no está unida por el espíritu de la fe común, sólo puede estarlo por los lazos coactivos de las organizaciones sindicales o estatales.

Lo vio con claridad don Juan Donoso Cortés en su famosa parábola de los dos termómetros: la caída del termómetro religioso provoca necesariamente el aumento de la presión policial. Cuando se ha quebrantado el orden interior sostenido por la autoridad de Dios presente en la intimidad del sujeto, sólo queda el temor al vigilante pero, se puede decir, como los viejos romanos, ¿quién cuida al que me custodia?

La vida popular se anemia espiritualmente y el vado dejado por las creencias se llena con el humo de las falsas expectativas desatadas por las utopías revolucionarias. Donde hubo iglesias habrá tabernas o alguna agencia turística para enseñar a los viajeros los tesoros producidos por el genio de la raza. Donde hubo bailes, música y fiestas populares, habrá folkloristas profesionales, fabricadores de cacofonías, payasos mercenarios para combatir el tedio que brota, inevitablemente, de una vida sin contenido espiritual.

En una sociedad donde el individualismo crece a expensas de todas las comunidades intermedias nacidas en la convivencia histórica de un pueblo, solamente los más ricos pueden enfrentar con algún éxito la orfandad de cuadros defensivos. A los pobres les queda la esperanza del «boom» si están dotados para ello o tienen la suerte de alguna inesperada lotería. Los otros pueden ser la carne de cañón necesaria en los partidos que explotan el filón de los rencores y los fracasos.

No se precisa ser un filósofo profesional para comprender que la idea de progreso requiere, para ser aceptada en toda su plenitud optimista, una situación económica que permita al creyente disfrutar de algunas de sus ventajas más inmediatas. Es una idea que hace cuerpo con la revolución y si bien forma parte de la sociedad de consumo en el sistema capitalista, se calienta prospectivamente en el fuego ilusorio de las promesas socialistas que dejan entrever un acceso fácil al paraíso técnico.

Los «Ilustrados» del siglo XVIII no creían en las masas y desconfiaban del pueblo todavía bajo la influencia del cura. Suponían, con justa razón, que allí se incubaban todos los defectos de la superstición católica. Tenían su confianza puesta en la eficacia de «Las luces», pero comprendían que sólo desde el gobierno y en forma despótica se podían imponer sus saludables efectos.

Voltaire, uno de los portavoces mejor escuchados del iluminismo, consideraba necesario mantener al pueblo bajo el encanto de las viejas creencias. Temía por su vida y por sus bienes el día en que los pobres dejaran de creer en el infierno. La divulgación de las luces no le resultaba muy convincente y le parecía que educar al soberano en la perspectiva descubierta por las ciencias positivas, era una operación inútil y costosa. Napoleón, como ya vimos, fue de la misma opinión y cuando devolvió a los obispos el monopolio en la vigilancia de las braguetas francesas, lo hizo movido por un pensamiento muy parecido al de Voltaire: no convenía sacar al hombre común del quicio cristiano.

En general, la «Ilustración» confiaba en hacer del hombre de pueblo un pequeño burgués. Era su deseo implícito y si bien comprendía las dificultades económicas que planteaba la imposición de ese modelo, luchaba por su realización espiritual. El burgués es el hombre desligado de toda solidaridad estamental y aferrado únicamente a sus intereses individuales. Aburguesar al pueblo es destruirlo como tal, inculcándole el virus individualista de la burguesia sin la compensación de la fortuna. Así nacieron las masas que alimentarán las protestas sociales del siglo XIX y se convertirán, cuando hayan desaparecido los notables, en la única realidad, llamémosla social, del siglo XX.

 

El sentido orgánico de la vida

La idea del progreso, lo hemos dicho, nace con la prioridad espiritual de los criterios económicos y se desarrolla al ritmo de los adelantos técnicos que permiten al hombre un dominio, cada día más perfecto, de las realidades físicas del mundo.

Por todas estas razones depende, en su raíz más honda, de una visión del universo que permita y sustente la existencia de ese único propósito: hacer del mundo la casa del hombre, su única casa.

Newton había descubierto la ley aplicada a la mecánica celeste, daba cuenta y razón de sus movimientos como si el cosmos fuera, efectivamente, un artilugio mecánico. Teóricamente un artefacto puede perfeccionarse indefinidamente y hasta hace relativamente poco tiempo la gente creía en los saludables beneficios de la competencia en la construcción de automotores cada vez más veloces. Desgraciadamente este tipo de optimismo tropieza con un límite natural que aparece de repente en medio de la euforia creadora y pone término al desarrollo de determinada técnica.

La idea moderna del progreso tropieza en su carrera triunfal con las condiciones orgánicas del mundo, sea aquella que inspira a los ecólogos o la que se apoya simplemente en el buen sentido del hombre. Limitándonos a lo que se podía observar en el siglo XVIII, se vio aparecer junto a los cultores del progresismo, influidos por el auge de la producción industrial, una filosofía económica nacida en el seno de la pequeña burguesía campesina, que auspiciaba un retorno idílico a un tipo de producción regulada por las necesidades y sabiamente contenida en los límites de la naturaleza. Juan Jacobo, que por muchos aspectos de su personalidad, puede figurar entre los progresistas, era un reaccionario consecuente en cuanto su corazón entraba en trances bucólicos y soñaba con su viejo jardín «des Charmettes», o de «l'Ermitage».

Marx, que cuando hablaba de revoluciones sabía muy bien de qué se trataba, ha colocado a la burguesía en el centro del interés político como al estamento revolucionario por antonomasia. Por supuesto el burgués no es solamente el detentor de una determinada fortuna o el simple habitante de la ciudad como se entendía en el Antiguo Régimen. Es eso que los economistas suelen llamar el «homo oeconomicus», no porque sea un denodado defensor del «oicos», sino porque sus motivaciones espirituales están signadas por una preferencia exclusivamente económica en el sentido moderno del término.

En la medida en que esta disposición espiritual se impone decididamente sobre los representantes de los estamentos tradicionales, todo el orden sobre el que posa para la sociedad antigua se ve arrancado de sus raíces y vulnerado en aquellos principios que hacían a la estabilidad orgánica de la vida humana. Cambia la relación del hombre con Dios, con la naturaleza de las cosas y también con los otros hombres, como una inevitable consecuencia del rumbo economicista tomado por sus preferencias axiológicas. Por supuesto esto destruye los lazos naturales que ligan a todas esas realidades con el hombre y con ellos se corrompen también los sobrenaturales, en la misma medida en que el economicismo impone sus decisiones hasta en los nuevos criterios apostólicos. Jesús ya no es el Redentor del género humano sino el que viene a resolver un problema de justicia social planteado en términos económicos.

Este proceso tiene su ritmo en el tiempo y su compás se acelera en la misma medida en que se atrofian los otros valores y se anemia el repertorio existencial de la vida humana. A don José Ortega y Gasset le llamó la atención el empuje tremendo que cobró la vida en nuestra civilización durante los siglos XIX y XX y estuvo siempre dispuesto a atribuirlo a la positiva influencia del liberalismo, cuya variedad inglesa admiraba con toda la nostalgia de un español signado por la decadencia. No obstante vio con singular penetración el camino desastroso que tomaba la cultura como consecuencia del advenimiento al poder de las masas. Siguió creyendo, con obstinada contumacia, en el valor de la receta liberal, seguro de que la ruptura con Dios Creador, fundamento metafísico del orden real, no tenía repercusiones catastróficas en la economía general de nuestra naturaleza.

La vieja cristiandad sobrevivía aún en los campos y en las aldeas y esto se verá en toda su plenitud en los levantamientos campesinos durante la Revolución. La nueva economía llevó hasta las ciudades la vieja paisanería europea y el ritmo mecánico de las máquinas suplantó para siempre el compás cósmico de la vida aldeana. Pero no solamente lo reemplazó en la modalidad del trabajo, lo sustituyó también en la relación íntima con el fruto de ese trabajo: no se dependía más de las estaciones, ni del sol, ni del frío, ni de la lluvia. No se esperaba las viejas campanas de los conventos para rezar el «ángelus», ni la homilía del buen sacerdote que recordaba nuestros deberes. No había otra compensación que el salario, ni otro sermón que la ferviente oratoria del socialista de turno que reclama el reconocimiento de la condición humana, que parecía perdida para siempre en la aldea donde quedaron los recursos y las tumbas.

 

[1] John Bury, La idea del progreso, Madrid, Alianza, 1971, p. 30.

[2] Ibid., p. 73.

[3] Paul Hazard, La Crise de la Conscience Européenne, París, Boivin, 1935, citación.