Índice de contenidos
Número 389-390
Serie XXXIX
- Textos Pontificios
-
Estudios
-
El estado «de las autonomías»: profecía cumplida
-
El problema de los derechos humanos
-
Los católicos y el estado democrático
-
El martirio
-
Libertad de enseñanza, ¿para qué?
-
La sociedad para la que se educa y la sociedad que queremos
-
Una historia con alas: Saint Exupéry en la Argentina
-
La metodología de la ciencia expositiva y explicativa del derecho de Vallet de Goytisolo
-
La «agonía del Estado» en el pensamiento de Cruz Martínez Esteruelas
-
-
Información bibliográfica
-
José Antonio Ferrer Benimeli (coord): Masonería y periodismo en la España contemporánea
-
Jean Dumont: Proceso contradictorio a la Inquisición española
-
José Benavides Checa: Prelados placentinos. Notas para sus biografías y para la historia documental de la Santa Iglesia Catedral y ciudad de Plasencia
-
Julio Ponce Alberca y Diego Lagares García: Honor de oficiales. Los tribunales de honor en el ejército de la España contemporánea (siglos XIX y XX)
-
Federico Suárez Verdaguer: Manuel Azaña y la guerra de 1936
-
Ángel Fernández Collado: Obispos de la provincia de Toledo: 1500-2000
-
Giovanni Cantoni: Aspetti in ombra della legge sociale dell'Islam. Per una critica della vulgata «islamicamente corretta»
-
- Verbo
Autores
2000
Los católicos y el estado democrático
LOS CATÓLICOS Y EL ESTADO
DEMOCRÁTICO
POR
HENRI RAM!ERE, S. J.'"
A) Sobre la actitud pública de los católicos ante
el Estado moderno
No hay persona que al sólo enunciado de esta cuestión no
caiga en la cuenta de su importancia. Si llegamos a resolverla,
habremos dejado a
un lado toda razón de ser de los deplorables
malentendidos que, desde hace medio siglo, dividen el frente
(*) El titulo con el que damos a conocer este manuscrito inédito es nuestro,
pues se conserva un borrador que contiene tres títulos, que designamos AJ, B) y
C}, incluyendo cada uno tres folios, a los que sigue un texto com11n desde el folio
4 hasta
el 32. Por Vallin se señaló en marzo de 1969, y en apunte mecanográfico
sobre el folio añadido como cabecera en el archivo, una posible datación en el
año de 1878 o posterior. Por nuestra parte, pensamos que se puede precisar más
y dar como fecha 1882, sobre lo indiscutible de Vallin, que nunca será anterior a
1878, puesto que .Ramiere trabaja con Magisterio de León XIII. Lo que nos indu
ce a ello
es la lectura del mismo trabajo en el que RamieI"e menciona en C-1 las
actas de una reunión mantenida acerca de una cuestión semejante y que vieron
la luz en la Revue Catholique des Jnstitutions et du Droit Dichas actas, puede pen
sarse con certeza más que probable, que sean las recogidas en dicha revista y que
se refieren al 6e.Congres de ]uriscansultes Catholiques, celebrado en Lyon en
1881, bajo el título general L 'Église et J'État En dicho Congreso participó Ramiere
con la ponencia Les liberMs de J'Égli.se, au point de vue de la mimon et des int~r~ts
de J'État, que se recoge, junto a los aportaciones en el mismo número de la pri
mera y segunda comisión de la segunda parte del Congreso dedicada al estudio
de la doctrina -las correspondientes a la tercera comisióñ se recogeñan en el
siguiente-, en la revista de noviembre de 1881, págs. 372-380 (Nota de Evaristo
Palomar).
Verbo,
núm. 389-390 (2000), 727-758. 727
Fundaci\363n Speiro
HENRI RAMIÉRE
católico en dos campos hostiles, restándole la mayor parte de
sus fuerzas. Es en esta cuestión, en efecto, en la que los católi
cos liberales han abandonado el camino mantenido por los pas
tores y los defensores de la Iglesia. Han
pensado que las nuevas
condiciones de la sociedad humana
imponían a la sociedad divi
na
una actitud nueva y una nueva táctica. Uno de los jefes del
partido
decfa, hace pocos años a un amigo nuestro: "puede ser
que estemos equivocados, pero puedo afirmar que al compro
meternos en el camino que se nos reprocha haber seguido, no
teníamos otro deseo que el de servir a la Iglesia". Creemos en la
sinceridad de este deseo, y únicamente rechazamos
que se haya
olvidado el consultar a la Iglesia acerca del
modo en que pre
tende ser servida. Pero, tanto más superflua aparecía esta con
sulta, cuanto evidente que se trabajaba
en interés de la Iglesia,
facilitando su reconciliación
con la sociedad moderna. Se decfa:
la Iglesia pertenece a todos los tiempos y su divina constitución
puede adaptarse a [2] todas las formas que sucesivamente revis
te la sociedad humana. No
ha dudado en modificar mediante los
Concordatos sus relaciones
con la monarquía francesa cuando
ésta, haciéndose absoluta
en el orden político, ha reivindicado
una mayor independencia en el orden religioso. ¿Cómo no sufri
ñan sus relaciones con la sociedad moderna una modificación
mucho más profunda, cuando esta sociedad
ha sido transforma
da
por completo al sustituir el gobierno democrático al absolu
tismo real?
¿No seña injuriarla creer que la Iglesia es incapaz de
acomodarse a este nuevo régimen? Encargada
por su divino fun
dador de instruir, guiar, salvar todas las naciones, ¿serian las
sociedades democráticas las únicas en las que se haña imposi
ble cumplir esta misión?
Siendo inadmisible esta suposición, se
ha convertido en
deber plantear las bases del tratado de paz que debía reconciliar
la Iglesia con la sociedad moderna, estimándose
poder reducirlas
a dos: la Iglesia aceptará las bases
de la sociedad moderna, y
ésta,
por su parte, concederá una plena libertad a la Iglesia.
Por desgracia, este tratado cerrado sin
poder de las partes
contratantes
no ha sido aceptado ni por una ni por otra. La Iglesia
se
ha negado a reconocer, en principio, las pretendidas liberta-
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Fundaci\363n Speiro
LOS CATÓLICOS Y EL ESTADO DEMOCRÁTICO
des modernas; y el Estado moderno no ha cesado de forjar cade
nas con las que destruir prácticamente
la libertad de la Iglesia.
El problema está, pues, sin resolver, y se presenta aún entre
nosotros con su persistente obscuridad y con una urgencia siem
pre creciente. No podemos, es verdad, renunciar a resolverlo.
Todos nosotros pertenecemos, como ciudadanos, a la sociedad
moderna, y como cristianos a la Iglesia; y puesto que el Estado
moderno es
un Estado democrático no hay ninguno de entre
nosotros que
por su parte no pueda decir: El Estado soy yo. [31
Es, pues, indispensable que conozcamos no sólo cómo deben ser
las relaciones entre la Iglesia y el Estado en te01ia, sino en la
práctica, y qué actitud nos impone nuestra fe de cristianos ante
la sociedad, cuyos destinos
son inseparables de los nuestros.
Importante para todos, esta cuestión ofrece un interés del
todo particular para aquellos que dedicados por elección o por
obligación a la vida pública, están llamados a influir, sea por su
palabra sea
por su acción, en las relaciones del Estado con la
Iglesia. Incapaces lo más a menudo de obtener de la sociedad
temporal el pleno reconocimiento
de los derechos de la autori
dad espiritual, ¿en qué medida pueden y deben transigir para sal
vaguardar
al menos una parte? Si el catolicismo liberal se ha equi
vocado
al sacrificar los principios a los intereses, ¿estaña conde
nado el catolicismo puro, para permanecer en la ortodoxia, a
sacrificar los intereses a los principios, de modo que para
no ser
infiel a la teoría se deba renunciar a ser hombres prácticos?
No, este sacrificio no se nos impone; y no es imposible
encontrar un terreno sólido para defender frente al Estado
moderno los intereses de la Iglesia, sin comprometer
en nada sus
absolutos derechos.
Para demostrarlo vamos primero a presentar, bajo la consi
deración de la tesis católica acerca de la misión y los derechos
del Estado, las dos teorfas opuestas de la escuela liberal
(1) y de
(1) La oposición que establecemos aquí entre la escuela liberal y la cesarista
determina el sentido
en que tomamos la palabra liberal. Tiene aquí para nosotros
la misma significación que en los escritos de Ecf. Laboulaye, que es en Francia el
intérprete más inteligente y ardiente defensor de esta doctrina. Los doctores más
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HENRI RAMIÉRE
la escuela cesarista. Para deducir sin esfuerzo de esta exposición
la actitud que nos sefiala la doctrina católica respecto a esta doble
forma del Estado moderno.
B) La unión conservadora en el momento presente
La crisis presente, tan dolorosa desde diferentes considera
ciones, nos ofrece
al menos una ventaja: al romper las bases del
orden religioso
y social, aproxima por el temor de un común
peligro a todos aquellos
que no han abdicado por completo de
su
fe religiosa, todos aquellos en los que el egoísmo no ha apa
gado
por completo el sentimiento del interés social.
Es ahora como nunca cuando los verdaderos conservadores de
ben unirse; y si la derrota que se han atraído por sus divisiones
puede tener por resultado suprimir
la causa que la ha producido, no
podria faltar el que llegara a ser para ellos un anuncio de triunfo.
No nos equivoquemos, sin embargo: el interés presente
no
podrfa ofrecer a nuestra unión una base suficientemente sólida.
En la naturaleza del hombre, la voluntad lo es de
tal manera que
no deja constantemente de dirigirse sino por los principios esta
blecidos
en la inteligencia. No podemos, pues, llegar a una posi
ción común sobre la acción para un tiempo más o menos exten
so, mientras nuestras convicciones estén en desacuerdo, y aun
que una alianza momentánea eliminara el peligro actual, ¿qué
habríamos ganado si nuestras renacientes divisiones debieran
pronto exponernos a los 1nismos peligros?
No podemos, pues, luchar con ventaja contra los principios y
las tendencias de la Revolución en tanto que podamos oponerle
no solo tendencias, sino principios contrarios a los suyos.
autoritarios de la escuela cesarista se dicen también liberales; y lo son en el senti
do de que sostienen el gran principio del liberalismo, la independencia de la socie
dad humana respecto a la autoridad divina; pero cuanto con mayor ardor se entre
gan a liberar al Estado de Dios, tanto mayor celo despliegan por extender su poder
a expensas de la libertad individual. Por el contrario, la escuela sinceramente libe
ral, que recibe también el nombre de escuela americana, tiende a disminuir las atri
buciones del Estado para salvaguardar
las libertades individuales y locales.
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LOS CATÓLICOS Y EL ESTADO DEMOCRÁTICO
Pero no es así desgraciadamente; y [2] es en esta ausencia de
principios comunes donde estriba el principal peligro
de nuestra
situación. Este parece el principal e insuperable obstáculo a la
formación
de una verdadera unión conservadora. Los principios
del orden social cristiano, atacados simultáneamente
por el cesa
rismo y
el liberalismo, son, para la mayoría de los hombres que
se dicen conservadores, objeto de tal repulsión que no se podría
esperar hacer sobre ellos
en el presente momento el vínculo de
la unión anti-revolucionaria. Por otro lado, los cristianos no pue
den y no deben bajo ningún precio abandonar estos principios,
puesto que este abandono equivaldría a renegar
de su fe.
¿Qué hacer entonces? ¿Esperar que la Revolución, sacando
las últimas consecuencias del principio anticristiano, haya
demostrado a los más ciegos la necesidad del principio contra
rio? Pero, estas consecuencias extremas del principio revolucio
nario
no son sino la destrucción de la sociedad; y en tanto que
Dios no nos haya investido de todo su poder, no nos estará per
mitido esperar la ruina completa de la sociedad para trabajar
en
su salvación.
Hay una solución más práctica e inmediata al problema. Es
necesario buscar en el orden doctrinal un terreno sobre el cual
todos los hombres deseosos de escapar a la tiranía revoluciona
ria puedan, desde hoy, unirse, esperando que la luz de la expe
riencia,
al disipar poco a poco los prejuicios que nos dividen,
haga posible
una unión más completa.
Lo que Le Play ha llevado a cabo en el orden social, es nece
sario
que nos esforcemos por realizarlo en el orden político: bus
car
una verdad que pueda ser admitida a un tiempo por los cris
tianos resueltos a
no sacrificar nada de la integridad de sus prin
cipios, y
por aquellos que, en tanto que rechazan [3] las conse
cuencias del principio revolucionario, no han llegado aún a con
siderar toda la fecundidad del principio cristiano.
El simple enunciado de nuestra intención muestra cómo difie
re la investigación
que emprendemos de aquella en la que se ha
comprometido el liberalismo católico.
Si el fin es el mismo, los
medios son bien diferentes. Invitando a los cristianos a conseguir
por el sacrificio o disimulo de sus principios la alianza de los hom-
731
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HENR/ RAMIÉRE
bres que no comparten nuestra fe, el liberalismo católico, en lugar
de establecer la unión deseada, no ha conseguido más que intro
ducir la desunión
en nuestras. filas. Para llegar al fin, tomamos un
camino del todo opuesto. Lejos de disimular nada, constataremos
primero las diferencias esenciales que distinguen la doctrina cató
lica
de los dos sistemas sostenidos por los máximos representan
tes del Estado moderno, la
teoría liberal y la teoría cesarista (2).
Tras haber trazado claramente los límites
de cada una de
estas doctrinas, podremos fijar la frontera común en la que, sin
abandonar nuestro terreno, podemos encontrarnos con los
defensores sinceros de la libertad.
C) Sobre la actitud pública de los cristianos ante
el Estado no-cristiano
En el estudio de las relaciones de la Iglesia con el Estado,
como
en otras cuestiones que está llamado a resolver, el juris
consulto católico
debe ante todo establecer el derecho absoluto,
puesto que sólo
en él puede encontrar la regla según la cual
podrá moverse con seguridad en medio de las variaciones pro
ducidas
por la diversidad de hechos. En la cuestión que nos
ocupa, el derecho absoluto es la alianza
de la Iglesia con el
Estado cristiano; alianza cuyas condiciones están determinadas
por la subordinación del fin temporal del Estado al eterno de la
Iglesia. Antes de
nada hemos debido dedicarnos a definir de
modo claro las condicionesi y esta parte de nuestro trabajo nos
(2) -La oposición que establecemos aquí entre la escuela liberal y la ce.sarista
determina el sentido en que tomamos la palabra liberal. Tiene aquí para nosotros
la misma significación que en los escritos de Ed. Laboulaye, que es en Francia el
intérprete más inteligente
y ardiente defensor de esta doctrina. Los doctores más
autoritarios de la escuela cesarista se dicen también liberales; y lo son en el senti
do de que sostienen el gran principio del liberalismo, la independencia de la socie
dad humana respecto a la autoridad divina; pero cuanto con mayor ardor se entre
gan a liberar al Estado de Dios, tanto mayor celo despliegan por extender su poder
a expensas de la libertad individual. Por el contrario, la escuela sinceramente libe
ral, que recibe también el nombre de escuela americana, tiende a disminuir las atri
buciones del Estado para salvaguardar las libertades individuales
y locales.
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LOS CATÓLICOS Y EL ESTADO DEMOCRÁTICO
ha sido facilitada de manera singular por los luminosos escritos
precedentemente publicados
en la Revue Catholique des Insti
tutions et du Droit.
Pero, Señores, no habremos obtenido por completo la meta
de nuestra reunión
si, tras haber establecido sólidamente los
principios, no consideráramos la aplicación a las circunstancias
en medio de las cuales vivimos. No habríamos cubierto más que
la mitad de nuestros deberes para con la verdad si nos limitára
mos a darle, frente a los errores dominantes,
un testimonio pura
mente especulativo. Debemos trabajar en restaurar su imperio en
las instituciones así como en las inteligencias, ahorrándole los
nuevos ultrajes con los que
[2] diariamente está amenazada.
Para realizar con cierto éxito este aspecto práctico de nuestra
misión, debemos unimos
al movimiento de los espfritus, buscar
en los errores hoy en curso la parte de verdad que todo error
contiene, para hacer de ello
un arma contra los errores más per
niciosos; sin abandonar nunca el terreno sólido de los principios,
es necesario examinar bajo qué aspecto podremos llegar con
mayor facilidad a los espíritus
que han tenido la desgracia de
apartarse de ellos;
en una palabra, tras haber planteado la tesis,
es necesario
que nos planteemos la hipótesis, de modo que
adoptemos una actitud bien definida frente a ella.
Esta no es1 Señores, la parte menos importante1 ni la menos
difícil de la tarea que incumbe a los publicistas cristianos. Es
necesario, en efecto, que se haya dicho todo cuando se ha enun
ciado la célebre distinción
que se acaba de declarar. Destinada a
confundir el liberalismo católico, esta distinción de la tesis y la
hipótesis ha acabado por ofrecerle
un refugio. Se ha admitido
especulativamente la tesis del derecho cristiano, pero se la
ha res
petuosamente relegado a
la esfera de las utopías irrealizables. En
cuanto a la hipótesis del derecho moderno, se la considera como
la única realidad
en relación con Ja sociedad progresiva del futu
ro; y
en la manera de defenderla, se concuerda perfectamente
con aquellos que la consideran como el derecho absoluto.
Tal
no deberá ser la conducta del jurisconsulto cristiano. Es,
pues, muy importante examinar cuál [3] deba ser nuestra actitud
frente a las diferentes escuelas
que sostienen los principios del
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HENRI RAMIÉRE
derecho moderno; y cómo podemos nosotros sin desviarnos de
nuestros principios establecer un acuerdo con algunos de ellos
en ciertas conclusiones.
Para hacer con Uds. este examen, no tendré1 Señores, más
que desarrollar la segunda parte de un trabajo que les presenté
el último año y del que sólo la primera parte ha sido publicada
en la recensión. Las obsetvaciones benevolentes que me han sido
dirigidas
por varios de Uds. me han empujado a completar y
esclarecer aquello que la primera redacción encierra de obscuro
e incompleto;
y espero que, bajo la forma presente, responderá
de modo menos imperfecto al fin que me propuse al escribirlo.
Para fijar la actitud
que deben tomar los publicistas cristianos
ante el Estado
no cristiano, es necesario primero poner bajo la
consideración de la doctrina católica acerca
de los derechos y
deberes del Estado las
teorías opuestas de las dos escuelas en las
que se sitúan los campeones del Estado moderno; a saber, la
escuela liberal (3)
y la escuela cesarista o autoritaria. Esta expo
sición nos obligará a ver
en una de ellas nuestro enemigo irre
conciliable, y nos permitirá establecer la medida
en la que pode
mos conseguir un útil aliado de la otra.
[4]
l.
Heredero de las tradiciones germánicas, que la raza anglosa
jona
ha importado más allá de los mares, la escuela que se apro
pia el
nombre de liberal se compromete a mantener en su inte-
(3) La oposición que establecemos aquí entre la escuela liberal y la cesarista
determina
el sentido en que tomamos la palabra liberal. Tiene aquí para nosotros
la misma significación que en los escritos de Ed. Laboulaye, que es en Francia el
intérprete más inteligente y ardiente defensor de esta doctrina. Los doctores más
autoritarios de la escuela cesarista se dicen también liberales; y lo son en el senti
do de que sostienen el gran principio del liberalismo, la independencia de la socie
dad humana respecto a la autoridad divina; pero cuanto con mayor ardor se entre
gan a liberar al Estado de Dios, tanto mayor celo despliegan por extender su poder
a expensas de la libertad individual. Por el contrario, la escuela sinceramente libe
ral, que recibe también el nombre de escuela americana, tiende a disminuir las atri
buciones del Estado para
salvaguardar las libertades individuales y locales.
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LOS CATÓLICOS Y EL ESTADO DEMOCRÁTICO
gridad los derechos individuales y reducir a su más simple expre
sión las atribuciones del Estado.
En este sistema, el poder públi
co1 instituido únicamente para mantener el orden exterior, sale de
su esfera propia desde el momento en que emplea para otros
propósitos la fuerza de que dispone.
Los intereses intelectuales,
morales, comerciales, industriales no los considera: es asunto de
los ciudadanos y de las asociaciones que éstos
pueden libre
mente formar para atenderlos debidamente. Todo lo
más que se
permitirá el Estado será el prestar su apoyo cuando se le solicite,
para conseguir los fines que
en manera alguna resultarían acce
sibles a las fuerzas individuales; pero en tesis generál, no se debe,
según esta escuela, pedir al Estado sino lo que no puede ser con
seguido
por los individuos.
Se observa enseguida, cuáles deben ser en este sistema las
relaciones entre la Iglesia y
el Estado. Mucho más aún que la
ciencia y la industria, la Religión
es extraña a la competencia del
[5] poder civil. Las verdades que enseña y los deberes que impo
ne se dirigen a la conciencia
de cada hombre. Constituyen cues
tiones del foro interno
en las que ningún tribunal humano puede
inmiscuirse sin usurpación. Los depositarios del poder pueden
tener su religión como hombres; pero como reyes, presidentes o
ministros,
no tienen más deber que el de mantener el orden. Si
cumplen este deber con negligencia de sus deberes religiosos,
podrá ser que tengan que dar cuenta a Dios
de dicha negligen-·
cia, pero nada tendrá que reprocharles la sociedad. Lo mismo
que no pregunto a mi sastre si va a misa, sino si confecciona bien
mis trajes, y qué es lo que busco cuando debo vestirme, un mal
cristiano que me vista como es conveniente, o un devoto que no
entiende nada de su oficio; lo mismo cuando se trata de velar por
mi seguridad, no tengo que inquietarme por los sentimientos reli
giosos del hombre al que se le
ha confiado esta función, sino tan
solo de su aptitud y celo en cumplirla.
No es necesario reflexionar mucho para establecer el error
que se mezcla
en la parte de verdad contenida en este sistema.
Que el poder civil tenga por fin propio la defensa de los dere
chos,
no se podrá negar; y en ello tiene la escuela liberal plena
razón contra la escuela cesarista. Pero se equivoca gravemente
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Fundaci\363n Speiro
HENRI RAMlPRE
cuando limita al orden puramente exterior y material los dere
chos de los
que el Estado es custodio. El hombre es por encima
de todo
un ser racional; su perfección consiste, pues, principal
mente
en el desarrollo de sus facultades racionales, mediante el
conocimiento y amor del verdadero bien; y
por tanto su primer
derecho es el de
no ser obstaculizado en el legitimo ejercicio de
estas facultades. Este derecho capital
no se arriesga menos que
aquellos cuyo objeto es material y sensible, de ser oprimido y
lesionado
por la tiranía de las malas pasiones. Reclama pues muy
justamente la protección del poder instituido [6] para defender
todos los derechos.
Esta consideración cuya fuerza nadie
puede desconocer,
incluso
en lo relativo a lo puramente racional, deviene mucho
más perentoria
aun en la hipótesis felizmente realizada por la que
Dios viene en ayuda de esta primera necesidad de su criatura
racional y suple a
su naturaleza impotente, al revelarle las verda
des indispensables para
su vida moral. El conocimiento de esta
revelación es evidentemente el más precioso de todos los dere
chos del hombre; y de todas las injusticias
que el poder civil debe
garantizar,
la más grave, sin objeción, es el atentado por el que
el sofisma y la impostura
la colocan fuera del. alcance de ser la
única luz posible de conducirle a su fin.
Hay, en efecto, entre los derechos temporales del hombre y
sus eternos destinos una conexión necesaria. Teniendo su exis
tencia terrena por fin la adquisición de la felicidad futura, la con
secución de este
fin es el interés máximo al cual se hayan subor
dinados todos los intereses presentes de los que es responsable
el
poder civil. Faltaña, pues, a su más esencial deber si, no
teniendo en cuenta en manera alguna este fin superior, hiciera
dicha consecución imposible a aquellos cuya libertad debe sal
vaguardar.
Aunque se limitara la misión del Estado a la protección de los
intereses materiales y temporales,
no podría todavía permanecer
ajeno a las cuestiones de doctrina: porque estos intereses
no
están amenazados únicamente por la violencia exterior. El hom
bre está constituido de
tal modo que en él la acción de los miem
bros está gobernada
por la voluntad y ésta por la inteligencia. De
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Fundaci\363n Speiro
LOS CATÓLICOS Y EL ESTADO DEMOCRÁTICO
donde se sigue con evidencia que de todos los ataques llevados
a cabo contra los derechos sociales, sean los que fueren, los más
funestos
son los que destruyen en los espíritus y en los corazo
nes el respeto de estos derechos, y las convicciones sobre las
que
se funda dicho respeto.
[71 Por último, para poder salvaguardar los otros derechos, el
poder civil debe ante todo hacerse respetar a sí mismo: este res
peto, como las restantes disposiciones de la voluntad humana,
ha
de basarse sobre convicciones. ¿Qué valdrán sus leyes si a los
que se les impone
no reconocen obligación de obedecerlas? La
idea de obligación implica el reconocimiento de un poder supe
rior al hombre,
que reviste con su sanción las prescripciones legí
timas de las autoridades humanas. A menos, pues, de consentir
en su propia destrucción, el poder civil debe mantener intacto
este fundamento esencial de todo orden social.
Admitimos, pues, el principio proclamado
por la escuela
liberal según el cual la misión del
poder civil se limita a la defen
sa
de los derechos; pero cuando se concluye desde dicho prin
cipio
que el Estado debe permanecer ajeno a las cuestiones doc
trinales observamos una triple contradicción, puesto
que es su
mismo carácter de defensor de los derechos el que obliga al
Estado a velar
por los derechos doctrinales y a defender su base
intelectual, incluso
de los derechos puramente materiales, y el
fundamento esencialmente doctrinal y religioso de sus propios
derechos. No debo, es verdad, preguntarme hasta qué punto el deposi
tario del
poder es fiel, por su propia cuenta, a sus deberes reli
giosos. Bajo este aspecto, hay paridad perfecta entre el magistra
do y
el artesano. Pero mientras que el trabajo del artesano está
por si mismo fuera de la esfera religiosa, las funciones del magis
trado tiene con ella puntos
de contacto inevitables; y si en estas
cuestiones el magistrado rechaza
la verdad religiosa, es imposi
ble
que no comprometa los derechos por los que tiene obliga
ción de velar.
Tales
son los puntos principales por los que los principios en
los que descansa la teoria liberal están en oposición con la fe y
la razón del cristiano.
737
Fundaci\363n Speiro
HENRI RAMIÉRE
[8] IL
Examinemos ahora la teotía cesarista.
Aunque profesada
en el momento presente por las universi
dades alemanas
con tanto fervor como entre las naciones latinas,
esta doctrina
es diametralmente opuesta a las tendencias que se
atribuyen comúnmente a la raza germánica, para, por el contra
rio, enraizarse en la tradición greco-romana.
Su tendencia caractetística es la absorción de los derechos
del individuo en los del Estado. Que el poder público esté en
manos de uno sólo, que lo detente o pertenezca nominalmente
a
la multitud, no es más que algo accesorio en la teotía: lo que
radica en el fondo es que el Estado, sea monárquico, oligárqui
co o democrático,
posee de igual manera todo el derecho y todo
el poder.
No
hay acuerdo sobre el origen ni sobre la forma de esta
supremacía. Los legistas romanos la hacían derivar del consenti
miento del pueblo; y
con la ayuda de esta ficción hacían del
absolutismo
de los emperadores la legítima continuidad de la
república.
Quod prindpi placuit legis habet vigorem: quum Jege
regia qua de tifus imperio Jata est, popules ei et in eum omne
imperium suum potestatem concedat
(Instit. L. !, cit. 2, § 6). Esta
teoría se aproxima, según se ve, a la de Rousseau, quien hace
igualmente nacer el poder civil del consentimiento de la multitud.
En cuanto a la ciencia alemana,
adoptando el fondo del sistema,
no ha podido dispensarse el imprimirle un sello de idealismo
místico. Para Hegel y sus discípulos, el Estado
es la idea misma
llegada a su completo desarrollo. Y siendo la
humanidad perfec
ta,
se concluye que concentra en él todos los derechos humanos,
y
que a sus prerrogativas soberanas, el individuo, que no es más
que una manifestación de esta misma [91 idea, no puede jamás
oponer sus intereses a sus pretensiones.
Estas diferencias,
como se observa, son puramente especula
tivas. Pero sea la que fuere la fuente de donde hagan derivar los
defensores del cesarismo
la supremacía, todos concuerdan en la
práctica en extender su jurisdicción a todas las esferas de la acti
vidad humana. En lugar
de limitarse, como quema la escuela
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Fundaci\363n Speiro
LOS CATÓLICOS Y EL ESTADO DEMOCRÁTICO
liberal, al papel de gran comisario de policía, lo hacen primer
padre de familia para todo el conjunto de la nación; y es a él a
quien atribuyen la gestión de todos los intereses, sean materiales
o morales.
Su poder sobre los miembros de la sociedad es más
absoluto e ilimitado
que el de un padre sobre sus hijos. El texto
de derecho romano que acabamos de citar se completa
con una
glosa tornada a Teófilo: No solo de nuestros bienes, sino induso
de nuestros cuerpos es el prfndpe dueño; non solum nostrorum
bonorum, sed et nostrorum corporum dominus
est. Rousseau no
tiene un lenguaje menos claro y absoluto cuando quiere indicar
la extensión del poder que posee el Estado democrático frente a
los ciudadanos
(Contrat. social, L. 1, c. 6). Las cláusulas del
pacto social se reducen,
según él, a una sola: la alienación total
de cada asociado, con todos sus derechos, a la
comunidad ... por
que,
añade, si quedara algún derecho en manos particulares,
como
no habría ningún superior que pudiera pronunciarse entre
ellos, siendo cada uno en algún aspecto su propio juez, pronto
pretendería serlo de todos.
No nos extrañemos que los partidarios de esta doctrina, lo
más opuesto en todo lo demás, como Bismarck en Alemania o
Gambetta en Francia, coincidan en su hostilidad contra la inde
pendencia de la Iglesia. Según ellos, esta independencia es la
negación de la
[10] soberanía y por lo tanto de la misma idea del
Estado. Admitir
al lado del poder civil una autoridad que se atri
buya el derecho de juzgar la legitimidad de sus actos y que, lle
gado el caso, autorice a los ciudadanos a rechazar su obediencia
a unas leyes injustas, es precisamente lo que se llama Teocracia
y que se declara absolutamente incompatible con el espiritu
moderno. Este espíritu quiere
que el Estado, independiente de la
forma
que adopte, sea el dueño absoluto de la conciencia de los
ciudadanos y de sus propiedades. Soberano
en el orden moral y
en el material, es el único juez de la legitimidad de sus actos y
sólo
él puede señalar los límites en los que considera que debe
guardar el ejercicio de su supremacía.
Esta doctrina, según se ve, es la negación manifiesta no solo
de la autoridad divina de la Iglesia, sino incluso de la libertad de
la conciencia humana.
Es la más degradante tiranía erigida en sis-
739
Fundaci\363n Speiro
HENRI RAMIÉRE
tema. Por ella, el ciudadano de nuestros Estados democráticos
queda reducido a una esclavitud incomparablemente
más dura
que el siervo de las sociedades feudales: porque el feudalismo
cristiano, ligando el siervo a la gleba, salvaguardaba la libertad de
su
alma y le reconocía el derecho de sustraerse a las exigencias
injustas. Este derecho, la teoría cesarista nos lo rehúsa. Desde el
momento
en que por intriga o violencia, la iniquidad haya obte
nido la sanción de la mayoría
en un parlamento, ¡deberíamos
sometemos y proclamar justa la misma injusticia! ¿Quién
no ve a
qué extremos puede llevarnos semejante teoría' ¿ Y cómo es que
todos los hombres que tienen todavía algún resto de dignidad no
se unen a los cristianos para combatirla?
m.
Es la Iglesia, en efecto, es ella sola, la que, tras haber libera
do una primera vez la conciencia humana del [11] espantoso yugo
que pesaba sobre ella
por el cesarismo pagano, puede preservar
la
de la tirarúa iguahnente degradante del cesarismo moderno.
Su doctrina lleva el poder civil a su verdadera misión, sin
reducirlo, sin embargo, al
papel en exceso restringido que le asig
na la teoría liberal.
Instituido para mantener el orden y la paz
en la sociedad
humana,
ut quietam et tranquilam vitam agamus (! Timoteo 2,
2), este poder que designa justamente la teología católica con el
nombre de temporal,
no puede ejercer por si mismo su jurisdic
ción
más que sobre las cosas del orden temporal. En este orden
es soberano, y por consiguiente nada tiene que temer de esta teo
cracia a la que tan espantoso caracter se le ha dado. La Teocracia,
en efecto, es aquel estado de cosas en el que los depositarios del
poder civil estarían sujetos, en el ejercicio de sus funciones a un
soberano elegido de Dios. Este tipo de gobierno ha existido en el
pueblo de Dios, pero
en absoluto existe en el seno de las nacio
nes cristianas.
El Verbo encarnado que posee tanto la plenitud del
poder temporal como del espiritual ha encontrado conforme que
estas dos soberarúas tuvieran
en la tierra representantes distintos.
740
Fundaci\363n Speiro
LOS CATÓLICOS Y EL ESTADO DEMOCRÁTICO
A los jefes de su Iglesia ha delegado su soberanía espiritual, y a
los de los Estados
la temporal. La primera de ellas es verdadera y
estrictamente divina, ya que
es Dios quien ha regulado su forma
y quien directamente la confiere al sujeto que
la ejerce; la segun
da, divina
en su fuente, es humana en la investidura del sujeto y
en la determinación de su forma. Pero una vez legítimamente ins
tituida, impera en nombre de Dios; y en tanto sus prescripciones
no son contrarias a la ley divina, los miembros de la sociedad civil
no pueden desobedecer sin desobedecer a Dios.
[12] Hasta ah! nada más simple que la doctrina católica. Pero
he
aquí dónde nace la dificultad. Este orden temporal, que es la
esfera propia del
poder civil, roza en más de un punto al orden
espiritual.
Los derechos por los que este poder debe velar no se
refieren únicamente a los intereses temporales; existen, según se
ha visto, y son los más preciosos, los que se refieren a la eterni
dad.
El primero de todos los derechos de la criatura racional es
el derecho a la verdad: y, si al error está permitido expandirse
con toda libertad,
no son sólo los destinos eternos de las almas
los que se encontrarán gravemente amenazados, sino incluso los
de carácter temporal, cuya protección corresponde al Estado. Es
bajo este aspecto, como hemos podido comprender, que la teo
ría liberal presenta graves deficiencias y que, para prevenir las
usurpaciones del poder civil, lo coloca fuera de la posibilidad de
llevar a cabo su misión.
¿Cómo escapar a este doble peligro? No se puede, según
parece, dar
al Estado el poder necesario para velar por los inte
reses espirituales de los ciudadanos, sin atribuirle,
en este orden,
una jurisdicción que
no le pertenece. Bajo cualquier considera
ción que se examine aparecen inconvenientes igualmente graves.
Si la libertad del error pone en peligro el derecho de las inteli
gencias a la verdad, este preciado derecho
no es menos grave
mente amenazado
por la jurisdicción doctrinal que parece indis
pensable atribuir
al poder civil si se considera obligado el inter
venir
en las cuestiones de doctrina.
Nos encontramos aquí
en presencia del problema del que
expusimos en otra parte su insoluble dificultad. Sólo la doctrina
católica
puede ofrecernos la solución. Esta autoridad espiritual,
741
Fundaci\363n Speiro
HENRI RAMIÉRE
que se nos muestra establecida por Jesucristo al lado de las sobe
ranías temporales, suple a su impotencia y les ofrece
el apoyo
doctrinal que les es indispensable.
[13] La misión, en efecto, es
ante todo doctrinal. Ha recibido el encargo de
enseñar a todas
las naciones a observar
Jo que Jesucristo ha mandado; ley evan
gélica que es el código completo tanto de la moral pública como
del derecho privado. Por
su unión con la Iglesia, el Estado cris
tiano
no tiene problema para defender estas verdades funda
mentales sobre las
que descansa el entero orden social de los ata
ques del error. Hará más incluso: poseyendo
en virtud de esta
unión un cuerpo co1npleto de doctrina, podrá salir, en cuanto a
la enseñanza, de los lúnites en los que lo encierra su natural
incompetencia. Para enseñar,
en efecto, es decir, para propagar
la verdad, es necesario lo primero de todo poseerla, y poseerla
con certeza. Separado de la Iglesia, el Estado carece de toda
garantía para la posesión de la verdad moral y de todo control
eficaz sobre los que enseñan en su nombre; por consiguiente es
radicalmente incapaz de enseñar, cuyo primer objeto debe ser la
verdad; pero desde el momento en que el apoyo de la Iglesia le
garantiza la posesión de
la verdad, nada le impide favorecer su
difusión con los inmensos recursos de que dispone.
Lo mismo
que en el hombre el cuerpo, material por sí mismo, deviene, por
su unión con el alma, capaz de operaciones espirituales, así,
aliándose al poder divino de la Iglesia, el poder estatal, pura
mente temporal en sí mismo, puede· ser admitido a cooperar, en
una cierta medida, en las funciones del orden espiritual.
IV.
Pero estas prerrogativas del Estado cristiano son repudiadas
por nuestras modernas sociedades. Han rechazado la solución
divina dada
por el Verbo encarnado al insoluble problema del
poder
civil. Tenemos hoy ante nosotros Estados sin Dios; Estados,
por consiguiente, cuya [14] constitución es aún más opuesta, en
principio, a la doctrina católica que la del Estado pagano.
No hay necesidad de decir que
no podemos aceptar en
manera alguna este principio, que no es más que el ateísmo
742
Fundaci\363n Speiro
LOS CATÓLICOS Y EL ESTADO DEMOCRÁTICO
social. No podemos dispensamos de declarar el principio contra
rio y clamar con toda nuestra alma por la restauración del reino
social de Jesucristo.
Pero esperando
que este deseo se cumpla por aquel para
quien nada es imposible, es necesario defender contra el Estado
sin Dios, los derechos de Dios y
de su Iglesia; y es aquí donde
se plantea el difícil y delicado problema de la posición a tomar
para
que esta defensa sea eficaz. En la carta recientemente diri
gida al episcopado belga, León
XIII impone como deber a los
católicos llamados a la acción pública el resolver este problema
práctico y tomar la solución
en la conducta seguida por la
misma Iglesia.
La Iglesia, dice el Papa, mantiene y defiende en
su integridad
y con una firmeza inviolable las santas doctrinas
y principios del derecho; y se entrega con toda su fuerza a regu
lar según
estos principios las instituciones y costumbres tanto
del orden público como
de los actos privados ... Pero ella se ve en
ocasiones obligada a tolerar desórdenes que
Je sería imposible
impedir sin exponerse a calamidades y turbulencias todavía
más dañosas. De donde concluye el Pontífice que los defenso
res esforzados de la Iglesia
no deben contentarse con proclamar
estos principios y reclamar
su restauración, sino que si desean
hacer verdaderamente provechosa su acción para
el bien co
mún, deben poner ante su mirada e imitar fielmente la con
ducta prudente que
la misma Iglesia adopta en este tipo de
materias.
Estudiemos, pues, para obtener una regla de conducta, las
relaciones que mantiene
la Iglesia con los Estados constituidos
según
[15] el principio moderno.
Estos Estados se constituyen de dos maneras: aquellos
que Jo
hacen según la teoña liberal, y aquellos otros que han conserva
do y aumentado, bajo la forma democrática, las tradiciones cesa
ristas del antiguo régimen.
Al considerar las relaciones de los pastores de la Iglesia con
estos dos géneros de gobierno, impresiona
un sorprendente con
traste:
en tanto bajo las constituciones para las que la religión es
del todo extraña encuentra el sagrado ministerio facilidades para
su ejercicio, sufre este ministerio vejaciones y obstáculos en los
743
Fundaci\363n Speiro
HENRI RAMlERE
Estados que han mantenido vestigios del orden cristiano.
Tomemos
por tipos de estas dos situaciones a los Estados Unidos
y a Francia.
Es sabido qué circunstancias han llevado a los
Estados que componen la gran federación americana a renunciar
a las exclusiones religiosas ·que en un principio encerraban sus
constituciones para unirse. Al presente, el gobierno federal, como
los
de los diversos Estados, hace todavía profesión de cristianis
mo, pero permaneciendo neutro respecto a las diferentes comu-
.
niones cristianas, y garantizando
incluso la libertad de los restan
tes cultos en tanto no violen1 como lo hacen los Mormones, las
condiciones esenciales del orden social. La verdadera Iglesia no
goza en esta gran república de ventaja alguna que no comparta
el error con ella.
Está sujeta al derecho común; pero este dere
cho común no· es, como en Francia, la común sujeción a una
burocracia despótica y quisquillosa; es la común libertad garanti
zada por el poder público a todas las instituciones y asociaciones
que
no turben en absoluto el orden del que es depositario.
Seguramente
no es el ideal: y para aquellos, tentados de admirar
bajo otra perspectiva este modelo de la Iglesia libre
en el Estado
libre, harán bien leyendo
en Les États-Unis contemporains de
Claudis Janet los testimonios de los escritores americanos más
[16] acreditados. Por esta lectura podrá convencerse que tras una
cara de aspecto tan saludable se oculta
un revés de no menor
vileza, y que allí como
en todas partes la libertad del error es el
enemigo de la libertad de las inteligencias. Mientras que la ver
dad atrae los espfritus con suficiente fuerza como para dominar
la corriente de los prejuicios, millones de almas débiles, a las
que
su instinto religioso les habría ligado a ella si la hubieran podido
conocer, cegadas
por el sofisma y la impostura, se dejan arrastrar
por las más groseras supersticiones o agitar perpetuamente por
las fluctuaciones de la duda. Encargada por el divino Salvador del
cuidado de todas estas almas, la Iglesia
no puede verlas arranca
das a su seno maternal sino
con imnenso dolor. Pero a estas
angustias, que seguramente
no le son ahorradas en nuestro país,
existe para ella una dulcificación
en América que se le niega
entre nosotros.
Es libre: libre de expandir su doctrina, y de gober
narse a su voluntad; de elegir sus pastores, de construir templos,
744
Fundaci\363n Speiro
LOS CATÓLICOS Y EL ESTADO DEMOCRÁTICO
fundar universidades, escuelas de cualquier grado, obras de
beneficencia.
Lejos de obstaculizar la creación y el desarrollo de
· estos diversos géneros de instituciones, el Estado le concede bajo
las más sencillas condiciones, el beneficio de la incorporación o
personalidad
civil. También se ve multiplicar con maravillosa
rapidez estas grandes obras
que testimonian la inagotable fecun
didad del catolicismo
y que admiran a los mismos protestantes.
¿Cómo extrañarse que los ministros de la Iglesia concedan su pre
ferencia a
un régimen que favorece de este modo la libre expan
sión de su celo; y
que aquellos a los que las circunstancias llevan
al continente europeo
no puedan acostumbrarse a los obstáculos
a los
que está sujeto entre nosotros el ministerio sagrado?
Ved, en efecto, cuán diferente es en Francia la situación de
los miembros
de la .jerarquía. Desde lo alto a lo más bajo de la
escala, todos los grados están engarzados
en las cadenas [17) del
Cesarismo.
La Revolución, que no ha dejado piedra sobre piedra
del antiguo régimen, sólo
ha permitido subsistir los obstáculos
dispuestos contra la libertad de la Iglesia
por los legistas. Todas
las funciones de la vida de
la Iglesia, todas las relaciones de sus
miembros están sujetas
al control del Estado. Ni el Papa es libre
de promulgar sus bulas, ni los Obispos de publicar sus mandatos
o
de celebrar concilios, ni los sacerdotes de ejercer su ministerio
de enseñanza, ni los simples fieles de fundar las obras más úti
les;
en todo, el control celoso del Estado; en todo, una molesta
administración;
en todo, las exigencias insaciables del fisco: pero
la libertad, por ninguna parte.
La Iglesia sin embargo no ha sido avara de concesiones hacia
el
poder civil; y en retorno de la protección que le prometía, ha
realizado los sacrificios más costosos. Entre otras cosas le
ha con
cedido el derecho de presentar los candidatos a las más altas
fun,
ciones del sacerdocio. Pero, ¿qué ha hecho el Estado cesarista?
Apenas se
ha concluido el pacto, que, sin la participación de la
Iglesia,
ha cambiado por completo su naturaleza. La protección
se
ha transformado en opresión; y las concesiones hechas para
obtenerlo se han convertido,
en las manos de un poder hostil, en
armas mortales. Conocemos ya el rechazo sistemático a las nomi
naciones presentadas por los Obispos cuando recaen sobre los
745
Fundaci\363n Speiro
HENRI RAMIÉRE
más dignos sacerdotes: y quien no sabe las dificultades creadas a
la Santa Sede por el poder de presentar candidatos al episcopa
do,
poder reservado de derecho a un soberano católico, pero de
hecho ejercido
al presente por ministros masones.
v.
Este contraste indica de manera suficiente a los cristianos la
posición que deben tomar en las alianzas que puedan pactarse.
El gran enemigo de la Iglesia, en este momento, es el [18]
Cesarismo democrático, cien veces más opresivo que el Cesa
rismo monárquico de los siglos pasados. Por despóticas que fue
ran las pretensiones de los Felipe y los Federico Barbarroja, el
Evangelio,
al que estos monarcas hacían profesión de obedecer,
porúa un freno a sus caprichos y les imporua un cierto respeto
por las ahnas de sus súbditos. Este freno ha sido roto por el
ate[smo que informa la base doctrinal de nuestras constituciones
revolucionarias. Los poderes que crean, dependiendo únicamen
te de las avatares por las que alternativamente son elevados o
postergados, pueden planteárselo todo durante el tiempo
en que
' el viento de la opinión pública les es favorable. Como no reco
nocen
por encima de ellos ninguna autoridad a la que estén obli
gados a obedecer,
no quieren considerar bajo ellos ningún dere
cho
que deban respetar. No existe pues en absoluto ni en el
municipio, ni en la familia, ni en la misma conciencia individual
dominio alguno reservado y al que el Estado no extienda su juris
dicción.
He aquí, insistimos, el gran enemigo; y es contra él contra
quien los cristianos deben sobre todo dirigir sus ataques.
Desgraciadamente, aquellos
que nos han precedido en el campo
de batalla
no han comprendido lo suficiente el peligro que
les amenazaba bajo este aspecto. En tanto que el cesarismo
ha
portado una · corona, en tanto que se ha hecho sinceramente el
protector de los intereses religiosos de los
que se constitufa indu
dablemente el árbitro, sólo Roma ha luchado constantemente
contra sus exorbitantes pretensiones;
y ha sido bien débilmente
746
Fundaci\363n Speiro
LOS CATÓLICOS Y EL ESTADO DEMOCRÁTICO
sostenida en esta lucha por aquellos cuya libertad defendía. Sin
excusar esta debilidad, no podemos rehusarle el beneficio de cir
cunstancias atenuantes. Pero no tendría hoy más excusa, cuando
en lugar de la protección que el cesarismo monárquico concedía
a nuestros padres,
no podemos esperar del democrático más que
la persecución y la opresión.
[19] Es necesario pues desplegar resueltamente ante esta
odiosa tiranía la bandera del derecho y de
la verdadera libertad,
· Como nuestros predecesores
en la fe romp!an intrépidamente los
ídolos que se les intimaba a adorar, es necesario, que nosotros
también rechacemos con teda resolución este !dolo del Estado
Dios, ante el que se doblan estúpidamente las masas ignorantes
y los mismos letrados. Tenemos que rehacer bajo este aspecto la
educación de la conciencia pública. Gran número de inteligen
cias, muy rectas por lo demás, se hacen del Estado, de su misión,
de sus prerrogativas, ideas falsas que es importante rectificar. A
ello llegaremos sujetando la noción de Estado
al análisis al que
hoy nada escapa. Para despojar a este ser fantástico de las pre
rrogativas con las
que lo revisten los que niegan al Dios del cielo
sus más esenciales atributos, bastará con ascender
al origen lógi
co del
poder civil, y buscar su razón de ser en la naturaleza
misma de las cosas. No tendremos esfuerzo en comprender y
probar que este poder no ha sido establecido para crear los dere
chos individuales, ni los de
la familia, ni aquellos de la propie
dad, sino para defender estos derechos, que, por naturaleza, son
anteriores a los suyos. Que pueda determinarlos en lo que ten
gan de impreciso, que en caso de conflicto haga prevalecer los
intereses generales encomendados especialtnente a su custodia,
nadie lo discute; pero lo que seguramente es menos incontesta
ble es que el Estado se
pone en abierta contradicción con su
esencial misión cuando suprime arbitrariamente los derechos
que
está llamado a proteger.
Es sobre todo con respecto a la enseñanza que importa situar
en sus Hmites precisos la intervención del Estado.
De todas las pretensiones del Estado moderno, la más con
tradictoria con seguridad y
al mismo tiempo la más tiránica [20] y
funesta es aquella
por la que se establece a si mismo como maes-
747
Fundaci\363n Speiro
HENRI RAMIÉRE
tro de escuela de toda la nación. Extraña por esencia al poder
civil, que tiene por completo otra misión, esta función se encuen
tra principalmente
en oposición manifiesta con la indiferencia
doctrinal
de que hacen gala nuestros modernos gobiernos. Que
el Estado se crea con derecho a dar la enseñanza cuando tenía
una creencia, se concibe} aunque en esto mismo no se puede
admitir que este derecho le pertenezca como propio. También,
no vemos sino que nunca haya hecho más que el favorecer esta
blecimientos
de instrucción dirigidos por una autoridad superior.
Cosa extraña y sin embargo incontestable: el Estado
no ha
comenzado a enseñar más que a partir del día
en que no tuvo
doctrina alguna que enseñar.
El primero y más esencial objeto de
la enseñanza es con seguridad el del destino y los deberes de los
hombres; sobre este punto, el Estado cristiano tenía
una doctrina
precisa; los Estados protestantes, musulmanes, idólatras tienen
también una doctrina.
Lo que éstos admiten como verdadero es
falso, pero
al creerlo verdad, no se contradicen a si mismos al bus
car inculcarlo a las nuevas generaciones. Ahora bien, sobre este
punto tan crucial, el Estado moderno no profesa ninguna doctri
na; a los funcionarios encargados de enseñar en su nombre les
permite profesar todos los errores; ¡manifestando al mismo tiem
po que los jóvenes ciudadanos reciban de él esta enseñanza que
declara de si mismo incapaz de dar!
¡No permite a los padres que
transmitan a sus hijos
la herencia de su fe, arrancándolos de su
seno sin piedad alguna para inculcarles su indiferencia!
No, en
verdad, no puede concebirse una contradicción más manifiesta ni
tiranía más abominable.
Es por aqui, sin embargo, que el contagio del cesarismo ha
venido a introducirse en las mismas sociedades que hasta hoy
más lo hablan alejado de sus fronteras. Las dos grandes fami
lias anglosajonas,
que se [21] muestran en todo lo demás tan
celosas de encerrar
en sus justos límites las atribuciones del
Estado, le han concedido
con respecto a la enseñanza un poder
cuyas funestas consecuencias comienzan a hacerse sentir. Han
creldo garantizarle en manera suficiente la libertad de los indi
viduos, de las asociaciones religiosas y de los municipios, de
jándoles la facultad de crear establecimientos de instrucción e
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Fundaci\363n Speiro
LOS CATÓLICOS Y EL ESTADO DEMOCRÁTICO
imponiendo a las escuelas estatales una completa neutralidad
en cuanto a las creencias religiosas. Pero esta misma neutrali
dad es un atentado al mismo tiempo contra los niños que fre
cuentan estas escuelas; y la facultad de crear a sus
expensas
una enseñanza conforme a su fe no es para los creyentes más
que una atenuación muy insuficiente de la injusta obligación
que se les impone de contribuir por su parte a la difusión de
la enseñanza atea.
No
es1 pues, únicamente en nuestro continente europeo,
devorado desde hace tiempo por la lepra del cesarismo, sino al
otro lado de la Mancha y más
allá del Atlántico donde los católi
cos
deben luchar en la acción pública con todas sus fuerzas con
tra la invasión de esta plaga.
Es entre sus filas donde todas las
verdaderas libertades
deben encontrar contra las continuas inva
siones del poder sus más enérgicos y constantes defensores.
Libertades del individuo sometidas al tiránico capricho
de la
administración; libertades del padre de familia, obstaculizadas
por las leyes de sucesión y de enseñanza; libertades de la pro
piedad, violadas
por la rapacidad siempre creciente del fisco y
por las expropiaciones sin motivo serio de pública utilidad; liber
tades de los municipios, que
no tienen derecho de atender sus
propios intereses; libertad de la enseñanza, sustraída a la verdad
y únicamente permitida
al error; libertad de la caridad y de la
devoción, perseguida con encarnizamiento
por el poder, del que
es el más útil auxiliar; libertad del bien bajo todas sus formas; he
aqui el objetivo inmediato que los católicos deben constante
mente tener como
mira en sus [22] luchas; la posición cuya con
quista será la mejor garantia del triunfo completo de la verdad.
Es necesario que se comprenda bien que, para defenderse con
tra el más espantoso despotismo que nunca haya amenazado a la
sociedad, la verdadera libertad
no tiene auxiliares más reconoci
dos
que nosotros.
VI.
Este magnifico programa nos ofrece la ventaja de atraernos,
sin sacrificar ninguno de los derechos de
la verdad, todos los par-
749
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HENRI RAMIÉRE
tidarios sinceros de la libertad. Lejos de favorecer la ilusión de los
católicos liberales, constituye el mejor antídoto, ofreciéndoles el
medio de realizar sus legítimas aspiraciones sin caer
en los erro
res que ha comprometido su causa.
¿Cuál ha sido el error del
liberalismo católico? Dicho error
no ha consistido evidentemente
en reclamar con demasiada energía la libertad de la Iglesia. No
hubieran incurrido
en censura alguna si, en el estado presente de
la sociedad humana, hubieran limitado a ese punto sus reclama
ciones, y
si a los poderes que no admiten ninguna doctrina les
hubieran pedido que permanecieran fuera
de las cuestiones de
doctrina. Por desgrada,
no se han detenido alú: del hecho se ha
querido hacer
un derecho. Esta indiferencia doctrinal del poder
civil, que es evidentemente incompatible con los derechos sobe
ranos de
la Verdad, en lugar de ser presentada como el desgra
dado resultado de las divisiones doctrinales que desgarran las
sociedades modernas, se
ha preconizado como el estado normal
de las sociedades progresivas. Reivindicar para la Verdad los
derechos atribuidos
al error no era más que justicia; pero donde
se equivocaron gravemente es cuando, para hacer más aceptable
esta reivindicación,
se ha concedido al error, en principio, igua
les derechos a los de la Verdad.
Todos los católicos liberales
no han llegado, es verdad, [23]
tan lejos en la negación del derecho social cristiano. Varios han
reconocido
que la condición actual de la sociedad no es la per
fección ideal, y
que el Evangelio deberla, en principio, ser la
regla soberana tanto de los actos del
poder público como de las
relaciones individuales. Pero
en la manera como se habla de
este ideal, cuando se le hace el
honor de mencionarlo, es fácil
ver que se Je considera como absolutamente irrealizable. Se
persuaden que siendo el hombre lo qu,; es, no podrá la verdad
pretender el ejercer
sobre la sociedad un imperio perdurable,
debiendo limitar su ambición a luchar contra el_ error bajo armas
iguales.
Tal es la parte del programa liberal que
ha atraído sobre sus
defensores las severas censuras de los más eminentes doctores
de nuestra edad y que tan altamente repudiada ha sido por el
inmortal Pío
IX. No es desde .Juego bajo esta perspectiva por la
750
Fundaci\363n Speiro
LOS CATÓLICOS Y El ESTADO DEMOCRÁTICO
que su programa se aproxima al nuestro. Dios nos guarde de
relegar al campo de las utopías irrealizables la restauración del
orden social aistiano. Seña no solo temerario sino impío e
insensato pretender atar las manos del Omnipotente e impedir
le glorificar la realeza terrestre con que ha investido a so Hijo
único, haciéndole triunfar de la conspiración urdida contra ella
por la secta masónica.
Debemos hacer algo más que esperar esta restauración; es
necesario prepararla, trabajando con todas nuestras fuerzas en
cristianizar la sociedad: porque hay motivos para creer que el
Estado
no podrá volver a ser cristiano sino en tanto que la ente
ra sociedad haya recibido de la divina bondad secundada
por
nuestra fiel cooperación une nueva infusión de espíritu cristiano.
Una cosa es, en efecto, reconocer la necesidad de una inter
vención especial de la Providencia para la restauración dél orden
social cristiano, y otra creerse dispensado de prestar
al Todo
poderoso el concurso
que solicita a sus criaturas cuando [24] se
dispone a hacer maravillas en su favor. Para llevar a cabo su
pesca milagrosa Pedro debe echar la red, a pesar de que una
larga noche consumida en esfuerzos inútiles le habla convencido
de
so impotencia.
No compartimos, pues, el error del liberalismo católico
que
ve un motivo de silenciar los derechos de Jesucristo en la apa
rente imposibilidad de obtener su restauración. Seremos
por el
contrario más felices y tanto más tenaces en confesarlo con más
alto clamor cuanto son hoy más universal y criminalmente des
conocidos. Si somos cristianos, debemos reconocer a Jesucristo
como el único salvador de las sociedades como lo es de los indi
viduos; y
por consiguiente debemos ver en la restauración de su
realeza social la condición esencial de salvación para la sociedad
moderna. Esta condición es suficiente para determinamos a
actuar. Trabajemos con todas nuestras fuerzas en esta restaura
ción puesto que es indispensable; y dejemos a Dios el cuidado
de determinar hasta qué punto es posible. Cuando hagamos lo
que esté a nuestro alcance, nos será permitido contar con la
omnipotencia divina para hacer lo que
por nuestra cuenta no
podemos.
751
Fundaci\363n Speiro
HENRI RAMlERE
Como se ve, nuestro programa está en oposición con el
liberal en todos los puntos en los que éste lo está con la ono
doxia. ¿En qué coincidimos? Sobre una regla de conducta inme
diata,
que el liberalismo deduce de sus falsos principios y que
para nosotros es consecuencia de los principios verdaderos.
Cuando excluimos al Estado del campo de
las doctrinas, no es
que hagamos de la indiferencia doctrinal una prerrogativa del
Estado perfecto, sino únicamente
que el Estado no cristiano es
esencialmente incompetente de hecho en materia doctrinal.
Desde el momento
en que no tiene el Evangelio para guiarle en
la resolución de los intereses morales, no puede más que abu
sar del poder que le sería concedido en este orden de cosas; y
nada mejor
puede hacer que [25] limitarse a la esfera que le
corresponde como derecho propio,
en la defensa del orden
exterior.
Es bajo este aspecto en el que nos encontramos de acuerdo
con la escuela que, colocándose únicamente
en el punto de vista
de las libenades individuales, lucha
con nosotros contra las inva
siones del poder. Desde el momento
en que se ofrece a comba
tir al gran enemigo de la Iglesia, el cesarismo, no tenemos moti
vo alguno para rechazar el concurso
que nos ofrece.
Esta alianza, fundada únicamente sobre la verdad
y la justi
cia,
no nos expondrá a ninguno de los peligros que entraña la
falsa conciliación de la verdad con el error. No hará más
que apli
car a las presentes necesidades de la causa de Dios la regla que
constantemente han seguido los defensores más celosos e inteli
gentes de esta santa causa y que consiste en apoyarse, para lle
var las inteligencias a la verdad total, que niegan o que ignoran,
en las verdades parciales que reconocen. Lejos de estar obligados
a renunciar a nuestros principios, para reivindicar, de concierto
con la escuela sinceramente liberal, la completa libenad de la
Iglesia frente al Estado, podemos, por el contr~rio, en la situación
presente de la sociedad humana, reivindicarla
en vinud de nues
tros propios principios.
Es imponante iluminar por completo este punto, cuya
demostración acabará
por disipar los malentendidos que tan
funestas consecuencias
han tenido para nuestra causa.
752
Fundaci\363n Speiro
LOS CATÓLICOS Y EL ESTADO DEMOCRÁTICO
vn.
Recordemos lo que hemos demostrado anteriormente: la doc
trina católica
no difiere en absoluto de la teoña liberal respecto a
la esfera propia y el
fin inmediato del poder civil. Por ambas se
admite que este poder es puramente temporal y que por sí
mismo
no tiene competencia alguna en las cuestiones de religión
y doctrina. Si, en una sociedad organizada cristianamente, la
autoridad civil
[26] puede y debe intervenir en estas cuestiones
para proteger la verdad,
no es sino siguiendo la dirección de la
autoridad establecida
por Dios para regir el orden doctrinal y
religioso. De
alú se sigue evidentemente que, en un estado social
que no permite esperar que los depositarios del poder civil acep
ten la autoridad de la Iglesia y sigan su dirección, nuestros prin
cipios
nos obligan a rechazar toda injerencia de su parte en las
cuestiones religiosas y a proclamar
con la escuela liberal la
incompetencia del Estado. No le dispensaremos sin
duda el impe
dir
que no se arruinen las verdades fundamentales sobre las que
descansa todo el orden moral. El liberalismo, que llevará hasta la
indiferencia
de estas bases esenciales de la sociedad la neutrali
dad
que impone al Estado, no hará más que demostrar por el
absurdo la falsedad
de su principio. Pero fuera de este deber que
impone esencialmente al poder civil· el .fin por el que ha sido ins
tituido, le prohibiremos el mezclarse en las cuestiones doctrina
les
que escapan a su competencia, y penetrar en el dominio de
la Religión.
Es erróneo que se opongan a esta regla de conducta los
concordatos pactados
por la Iglesia con varios gobiernos moder
nos y la paciencia con que sufre las más crueles vejaciones antes
que romperlos. Hallamos,
por el contrario, un argumento decisi
vo a favor
de nuestra tesis en el indigno abuso que han hecho de
los concordatos nuestros gobiernos revolucionarios. Mientras que
estos tratados
tan religiosamente observados por la Iglesia han
sido arbitrariamente despedazados en Italia, Austria, España, se
dice pronto, Francia, donde
no se mantiene el concordato de 1801
sino
con el fin de servirse de él, con la ayuda de los artículos
orgánicos, para esclavizar al clero.
Ya hemos visto resucitar diver-
753
Fundaci\363n Speiro
HENRI RAMIÉRE
sas medidas opresivas que el déspota por quienes hablan sido
promulgadas
no había osado nunca poner por obra; y no se pre
senta
[27] el futuro con perspectivas más halagüeñas. Para com
prender la paciencia que
la Iglesia opone a estas vejaciones y
amenazas basta
con reflexionar sobre las funestas consecuencias
que entrañaría una ruptura. No se trata para la Iglesia de tomar,
en Francia, por la denuncia del concordato, una posición seme
jante a la
que tiene en Inglaterra y América. No sueña de ningún
modo con conservar los subsidios que son, como todos saben, no
una gratuita concesión del Estado, sino una muy insuficiente com
pensación
por el rico patrimonio del que en el pasado siglo fue
despojado el clero. Solo los liberales
de la escuela americana
entienden
de este modo la separación de la Iglesia y del Estado;
pero
esta escuela es con
mucho la menos numerosa.
Para el más
amplio número que hacen
de esta separación su grito de guerra,
dicha separación
no es sino la expoliación de la Iglesia por el
Estado.
La consecuencia inmediata de esta amenaza sería la supre
sión del culto y
de la enseñanza católica en ciertos lugares de
Francia. Miles, quizás millones de almas, se verían privadas de
todo auxilio religioso; y la Iglesia, la tierna madre de las ahnas,
ama más sufrirlo todo que tomar la iniciativa en semejante des
gracia. No es
por ella por lo que teme, ni se espanta por los sub
sidios del clero, sino
por el abandono de estas pobres almas. Pero
si los planes del radicalismo extremo llegaran a realizarse; si, por
un acto de verdadero pillaje, se encontrara reducido el Clero a la
miseria y los católicos franceses, expulsados
de las iglesias cons
truidas
por sus padres, se vieran obligados a celebrar el culto en
los graneros, obtendríamos de esta enorme injusticia una com
pensación que el clero italiano nos enseña a estimar
en su justo
valor:
la elección de nuestros pastores no dependería en adelan
te
de ninguna manera de los lobos que no aspiran más que a
devastar el rebaño
de Jesucristo; nuestros obispos más venerados
entonces
en sus modestas habitaciones que lo son hoy en sus
palacios,
no tendrían que sufrir más las humillantes [28] exigencias
de un prefecto hostil y un ministro masón. Regenerada por la per
secución, libre
de los mercenarios que con miras profanas pueden
tender hoy a abrazar el santo ministerio, más fuerte por su inde-
754
Fundaci\363n Speiro
LOS CATÓLICOS Y EL ESTADO DEMOCRÁTICO
pendencia, mejor apreciada como consecuencia del vacío que tra
erla consigo su ausencia, no tardarla la Iglesia en reconquistar el
terreno primeramente perdido;
y todo nos hace creer que no aspi
rarla más en Francia que en Inglaterra o en América a cambiar su
libertad tan cariñosamente reconquistada
en favor de las peligro
sas protecciones de un Estado no cristiano.
No debemos, en esto como en las restantes cosas, sino con
formar nuestra conducta con la de la Iglesia. Puesto que en los
pafses
aún regidos por concordatos la Iglesia no pide su abroga
ción,
no la pediremos más que ella. Pero puesto que en los paf
ses en los que el Estado se contenta con proteger su libertad la
vemos cumplir su divina misión con mayor soltura y éxito, es esta
libertad la que ambicionamos para ella y que nos esforzaremos en
asegurarle si la Providencia permite que, por la injusta abrogación
del concordato, sus mismos enemigos rompan sus ataduras.
Perfectamente de acuerdo con
la doctrina de la Iglesia, esta
actirud es eminentemente favorable a sus intereses. Fundamos la
reivindicación
de su libertad, primera necesidad y condición
indispensable del éxito de su divina misión, sobre motivos
que la
autoridad civil no podría rehusar, atendidos su más esencial
deber y sus más graves intereses.
Esta la consecuencia que se desprende manifiestamente de
los principios precedentemente expuestos.
¿Cuál es el más esencial deber del poder civil sino el de
poner la fuerza al servicio del derecho? Este derecho que la auto
ridad civil está llamado a defender, comprende todo aquello
que
el hombre, como ser racional y libre, puede y debe hacer para
conseguir la perfección propia de su naruraleza, sin molestar el
desarrollo de las facultades ajenas. En el primer lugar de estos
medios de
[29] perfección ofrecidos e impuestos al hombre por
su naturaleza se encuentra -la unión con sus semejantes de cara a
conocer
y cumplir mejor su eterno destino; en otras palabras, la
asociación religiosa.
Es ese un derecho esencial, primordial, inalienable de todo
ser libre e inmortal; derecho preexistente a la sociedad civil
y que
ésta tiene el deber de defender, sin poder obstaculizar jamás su
ejercicio.
755
Fundaci\363n Speiro
HENRI RAMlERE
La Iglesia católica no es sino la organización sobrenatural de
este derecho natural. Ella dice a los hombres y les prueba por
signos indubitables lo que tienen que hacer como respuesta al
pensamiento
de su creador y para conseguir el fin por el que
éste les dio el ser. El Estado no puede, pues, sin faltar a su más
esencial
deber obstaculizar la libre obediencia de aquellos que
reconocen en la autoridad de la Iglesia la delegación de la auto
ridad
divina. Semejante conducta constituiría la más criminal
tiranía;
seria la violación del más sagrado de todos los derechos
por un poder instituido única y precisamente para la defensa de
estos derechos.
Seria también, por parte de los depositarios del poder civil,
un acto insensato, tan ruinoso para sus más graves intereses
como contrario a sus más santos deberes.
Por poco creyentes que los queramos suponer, admitamos
que por propia voluntad no reconocen la misión divina de la
Iglesia; existe al
menos un doble hecho que no pueden dejar de
reconocer: por un lado, es cierto que la autoridad de la Iglesia
mantiene
en el espíritu y el corazón de sus fieles el principio de
la obligación, que es la base esencial de todo orden moral y
social. No
es sólo su propia autoridad la que sólidamente esta
blece sobre este principio,
sino la de todas las autoridades legfü
mas, comprendidas [30] la de los gobiernos que la persiguen.
Mientras
que Nerón abusa de su poder para violentar la concien
cia
de los cristianos, San Pablo les ordena a éstos reconocer, en
el orden civil, el poder de Nerón como emanado del poder de
Dios y obedecerle no por temor sino por obligación en concien
cia.
¿Y no vemos hoy mismo, en presencia de poderes hostiles
frente a la
mayoría, a León XIII volver sobre esta doctrina del
Apóstol, y
oponer a las violencias de la Revolución la única fuer
za capaz
de desarmar los brazos de los sicarios?
Pretender romper esta fuerza,
impedir que la Iglesia realice su
misión tutelar, ¿no es,
por parte de los depositarios del poder, una
auténtica demencia, cuando sobre todo no existe ninguna otra ins
titución que reemplace a la Iglesia
en el ejercicio de esta misión?
Si el libre pensamiento pudiera sustituir con otra sanción
moral la
que nos ofrece el Evangelio, extrañarla menos ver a los
756
Fundaci\363n Speiro
LOS CATÓLICOS Y EL ESTADO DEMOCRÁTICO
constructores del nuevo edificio social sustituir la piedra que la
mano de Dios ha dispuesto
por el fundamento que han inventa
do. Pero
no existe otro: fuera del Cielo y del Infierno del
Evangelio,
no existe sanción superior posible; todas las antiguas
ficciones están irremediablemente desacreditadas; frente a la
Verdad
no hay ni tan siquiera el mismo error, sino la nada. Sí,
nada de sanción moral; he aquí lo que queda a la autoridad civil
fuera de la creencia cristiana. Y sin embargo, los
no creyentes
mismos proclaman la necesidad de esta sanción. Todos aquellos
a los que la incredulidad
no ha obscurecido por completo la inte
ligencia concuerdan con el número
uno de los libre-pensadores
ingleses, Herbert Spencer,
en declarar completamente quimérica
la esperanza de ver arribar a la humanidad a una edad de razón
imaginaria
y libre de toda creencia sobrenatural, encontrar una
regla de [31] conducta sufidente en un código de moral basado
tan sólo sobre razones de utilidad (
4).
Los poderes que persiguen a la Iglesia y obstaculizan su liber
tad, actúan como
si esta esperanza quimérica fuera una realidad
demostrada.
Ven lo que permanece aún de verdadera moralidad,
de respeto del derecho y del deber, de orden verdadero
en el seno
de las sociedades que gobiernan, apoyarse exclusivamente
en las
creencias; y este apoyo único y último, se empeñan encarnizada
mente en destruirlo; combatiendo como a su mayor enemigo la
autoridad divina que los retiene sobre
la pendiente del abismo.
No hay,
en efecto, duda posible respecto a esta cuestión. El
designio de destruir esta autoridad tutelar es la única explicación
posible de la guerra hecha al
poder sea temporal, sea espiritual,
del vicario de Jesucristo.
Cualesquiera otros motivos presentados para justificar esta
guerra parricida
no son más que pretextos hipócritas. Al apode
rarse de Roma, a la Revolución
no le ha preocupado de ningún
modo el buscar para la Italia unificada una capital; establecer su
imperio
en la capital del reino terrestre de Jesucristo y echar
abajo la clave
de bóveda de la sociedad cristiana es lo único que
ha tenido como punto de mira.
(4) HERBERT SPENCER, Introducttan a la Science Sodale, c. 12.
757
Fundaci\363n Speiro
HENRI RAMltRE
Ha tenido éxito: la clave de bóveda se ha quebrado; ved tam
bién cómo cruje todo el edificio; cómo todos los poderes huma
nos sufren la sacudida de los ataques librados, a su instigación o
con su connivencia, contra el único poder que es verdadera y
estrictamente de derecho divino. Ved cómo la autoridad, impu
nemente ultrajada
en la persona del vicario de Jesucristo, es res
petada ¡en la persona de los soberanos temporales! No hay
uno
solo cuyo trono no se balancee y cuya misma cabeza [321 esté al
abrigo del hierro de los asesinos. Para defenderse disponen de
ejércitos innumerables y
de una fonnidable artillerla. Pero ni los
grandes batallones ni los cañones de largo alcance
pueden nada
contra el inaprehensible enemigo que echa
por tierra la base de
su autoridad. Este enemigo
es el error; y no existe más que un
poder capaz de vencer el error: la Verdad divina encarnada en
Jesucristo y manifestada al mundo por la Iglesia.
758
Fundaci\363n Speiro
DEMOCRÁTICO
POR
HENRI RAM!ERE, S. J.'"
A) Sobre la actitud pública de los católicos ante
el Estado moderno
No hay persona que al sólo enunciado de esta cuestión no
caiga en la cuenta de su importancia. Si llegamos a resolverla,
habremos dejado a
un lado toda razón de ser de los deplorables
malentendidos que, desde hace medio siglo, dividen el frente
(*) El titulo con el que damos a conocer este manuscrito inédito es nuestro,
pues se conserva un borrador que contiene tres títulos, que designamos AJ, B) y
C}, incluyendo cada uno tres folios, a los que sigue un texto com11n desde el folio
4 hasta
el 32. Por Vallin se señaló en marzo de 1969, y en apunte mecanográfico
sobre el folio añadido como cabecera en el archivo, una posible datación en el
año de 1878 o posterior. Por nuestra parte, pensamos que se puede precisar más
y dar como fecha 1882, sobre lo indiscutible de Vallin, que nunca será anterior a
1878, puesto que .Ramiere trabaja con Magisterio de León XIII. Lo que nos indu
ce a ello
es la lectura del mismo trabajo en el que RamieI"e menciona en C-1 las
actas de una reunión mantenida acerca de una cuestión semejante y que vieron
la luz en la Revue Catholique des Jnstitutions et du Droit Dichas actas, puede pen
sarse con certeza más que probable, que sean las recogidas en dicha revista y que
se refieren al 6e.Congres de ]uriscansultes Catholiques, celebrado en Lyon en
1881, bajo el título general L 'Église et J'État En dicho Congreso participó Ramiere
con la ponencia Les liberMs de J'Égli.se, au point de vue de la mimon et des int~r~ts
de J'État, que se recoge, junto a los aportaciones en el mismo número de la pri
mera y segunda comisión de la segunda parte del Congreso dedicada al estudio
de la doctrina -las correspondientes a la tercera comisióñ se recogeñan en el
siguiente-, en la revista de noviembre de 1881, págs. 372-380 (Nota de Evaristo
Palomar).
Verbo,
núm. 389-390 (2000), 727-758. 727
Fundaci\363n Speiro
HENRI RAMIÉRE
católico en dos campos hostiles, restándole la mayor parte de
sus fuerzas. Es en esta cuestión, en efecto, en la que los católi
cos liberales han abandonado el camino mantenido por los pas
tores y los defensores de la Iglesia. Han
pensado que las nuevas
condiciones de la sociedad humana
imponían a la sociedad divi
na
una actitud nueva y una nueva táctica. Uno de los jefes del
partido
decfa, hace pocos años a un amigo nuestro: "puede ser
que estemos equivocados, pero puedo afirmar que al compro
meternos en el camino que se nos reprocha haber seguido, no
teníamos otro deseo que el de servir a la Iglesia". Creemos en la
sinceridad de este deseo, y únicamente rechazamos
que se haya
olvidado el consultar a la Iglesia acerca del
modo en que pre
tende ser servida. Pero, tanto más superflua aparecía esta con
sulta, cuanto evidente que se trabajaba
en interés de la Iglesia,
facilitando su reconciliación
con la sociedad moderna. Se decfa:
la Iglesia pertenece a todos los tiempos y su divina constitución
puede adaptarse a [2] todas las formas que sucesivamente revis
te la sociedad humana. No
ha dudado en modificar mediante los
Concordatos sus relaciones
con la monarquía francesa cuando
ésta, haciéndose absoluta
en el orden político, ha reivindicado
una mayor independencia en el orden religioso. ¿Cómo no sufri
ñan sus relaciones con la sociedad moderna una modificación
mucho más profunda, cuando esta sociedad
ha sido transforma
da
por completo al sustituir el gobierno democrático al absolu
tismo real?
¿No seña injuriarla creer que la Iglesia es incapaz de
acomodarse a este nuevo régimen? Encargada
por su divino fun
dador de instruir, guiar, salvar todas las naciones, ¿serian las
sociedades democráticas las únicas en las que se haña imposi
ble cumplir esta misión?
Siendo inadmisible esta suposición, se
ha convertido en
deber plantear las bases del tratado de paz que debía reconciliar
la Iglesia con la sociedad moderna, estimándose
poder reducirlas
a dos: la Iglesia aceptará las bases
de la sociedad moderna, y
ésta,
por su parte, concederá una plena libertad a la Iglesia.
Por desgracia, este tratado cerrado sin
poder de las partes
contratantes
no ha sido aceptado ni por una ni por otra. La Iglesia
se
ha negado a reconocer, en principio, las pretendidas liberta-
728
Fundaci\363n Speiro
LOS CATÓLICOS Y EL ESTADO DEMOCRÁTICO
des modernas; y el Estado moderno no ha cesado de forjar cade
nas con las que destruir prácticamente
la libertad de la Iglesia.
El problema está, pues, sin resolver, y se presenta aún entre
nosotros con su persistente obscuridad y con una urgencia siem
pre creciente. No podemos, es verdad, renunciar a resolverlo.
Todos nosotros pertenecemos, como ciudadanos, a la sociedad
moderna, y como cristianos a la Iglesia; y puesto que el Estado
moderno es
un Estado democrático no hay ninguno de entre
nosotros que
por su parte no pueda decir: El Estado soy yo. [31
Es, pues, indispensable que conozcamos no sólo cómo deben ser
las relaciones entre la Iglesia y el Estado en te01ia, sino en la
práctica, y qué actitud nos impone nuestra fe de cristianos ante
la sociedad, cuyos destinos
son inseparables de los nuestros.
Importante para todos, esta cuestión ofrece un interés del
todo particular para aquellos que dedicados por elección o por
obligación a la vida pública, están llamados a influir, sea por su
palabra sea
por su acción, en las relaciones del Estado con la
Iglesia. Incapaces lo más a menudo de obtener de la sociedad
temporal el pleno reconocimiento
de los derechos de la autori
dad espiritual, ¿en qué medida pueden y deben transigir para sal
vaguardar
al menos una parte? Si el catolicismo liberal se ha equi
vocado
al sacrificar los principios a los intereses, ¿estaña conde
nado el catolicismo puro, para permanecer en la ortodoxia, a
sacrificar los intereses a los principios, de modo que para
no ser
infiel a la teoría se deba renunciar a ser hombres prácticos?
No, este sacrificio no se nos impone; y no es imposible
encontrar un terreno sólido para defender frente al Estado
moderno los intereses de la Iglesia, sin comprometer
en nada sus
absolutos derechos.
Para demostrarlo vamos primero a presentar, bajo la consi
deración de la tesis católica acerca de la misión y los derechos
del Estado, las dos teorfas opuestas de la escuela liberal
(1) y de
(1) La oposición que establecemos aquí entre la escuela liberal y la cesarista
determina el sentido
en que tomamos la palabra liberal. Tiene aquí para nosotros
la misma significación que en los escritos de Ecf. Laboulaye, que es en Francia el
intérprete más inteligente y ardiente defensor de esta doctrina. Los doctores más
729
Fundaci\363n Speiro
HENRI RAMIÉRE
la escuela cesarista. Para deducir sin esfuerzo de esta exposición
la actitud que nos sefiala la doctrina católica respecto a esta doble
forma del Estado moderno.
B) La unión conservadora en el momento presente
La crisis presente, tan dolorosa desde diferentes considera
ciones, nos ofrece
al menos una ventaja: al romper las bases del
orden religioso
y social, aproxima por el temor de un común
peligro a todos aquellos
que no han abdicado por completo de
su
fe religiosa, todos aquellos en los que el egoísmo no ha apa
gado
por completo el sentimiento del interés social.
Es ahora como nunca cuando los verdaderos conservadores de
ben unirse; y si la derrota que se han atraído por sus divisiones
puede tener por resultado suprimir
la causa que la ha producido, no
podria faltar el que llegara a ser para ellos un anuncio de triunfo.
No nos equivoquemos, sin embargo: el interés presente
no
podrfa ofrecer a nuestra unión una base suficientemente sólida.
En la naturaleza del hombre, la voluntad lo es de
tal manera que
no deja constantemente de dirigirse sino por los principios esta
blecidos
en la inteligencia. No podemos, pues, llegar a una posi
ción común sobre la acción para un tiempo más o menos exten
so, mientras nuestras convicciones estén en desacuerdo, y aun
que una alianza momentánea eliminara el peligro actual, ¿qué
habríamos ganado si nuestras renacientes divisiones debieran
pronto exponernos a los 1nismos peligros?
No podemos, pues, luchar con ventaja contra los principios y
las tendencias de la Revolución en tanto que podamos oponerle
no solo tendencias, sino principios contrarios a los suyos.
autoritarios de la escuela cesarista se dicen también liberales; y lo son en el senti
do de que sostienen el gran principio del liberalismo, la independencia de la socie
dad humana respecto a la autoridad divina; pero cuanto con mayor ardor se entre
gan a liberar al Estado de Dios, tanto mayor celo despliegan por extender su poder
a expensas de la libertad individual. Por el contrario, la escuela sinceramente libe
ral, que recibe también el nombre de escuela americana, tiende a disminuir las atri
buciones del Estado para salvaguardar
las libertades individuales y locales.
730
Fundaci\363n Speiro
LOS CATÓLICOS Y EL ESTADO DEMOCRÁTICO
Pero no es así desgraciadamente; y [2] es en esta ausencia de
principios comunes donde estriba el principal peligro
de nuestra
situación. Este parece el principal e insuperable obstáculo a la
formación
de una verdadera unión conservadora. Los principios
del orden social cristiano, atacados simultáneamente
por el cesa
rismo y
el liberalismo, son, para la mayoría de los hombres que
se dicen conservadores, objeto de tal repulsión que no se podría
esperar hacer sobre ellos
en el presente momento el vínculo de
la unión anti-revolucionaria. Por otro lado, los cristianos no pue
den y no deben bajo ningún precio abandonar estos principios,
puesto que este abandono equivaldría a renegar
de su fe.
¿Qué hacer entonces? ¿Esperar que la Revolución, sacando
las últimas consecuencias del principio anticristiano, haya
demostrado a los más ciegos la necesidad del principio contra
rio? Pero, estas consecuencias extremas del principio revolucio
nario
no son sino la destrucción de la sociedad; y en tanto que
Dios no nos haya investido de todo su poder, no nos estará per
mitido esperar la ruina completa de la sociedad para trabajar
en
su salvación.
Hay una solución más práctica e inmediata al problema. Es
necesario buscar en el orden doctrinal un terreno sobre el cual
todos los hombres deseosos de escapar a la tiranía revoluciona
ria puedan, desde hoy, unirse, esperando que la luz de la expe
riencia,
al disipar poco a poco los prejuicios que nos dividen,
haga posible
una unión más completa.
Lo que Le Play ha llevado a cabo en el orden social, es nece
sario
que nos esforcemos por realizarlo en el orden político: bus
car
una verdad que pueda ser admitida a un tiempo por los cris
tianos resueltos a
no sacrificar nada de la integridad de sus prin
cipios, y
por aquellos que, en tanto que rechazan [3] las conse
cuencias del principio revolucionario, no han llegado aún a con
siderar toda la fecundidad del principio cristiano.
El simple enunciado de nuestra intención muestra cómo difie
re la investigación
que emprendemos de aquella en la que se ha
comprometido el liberalismo católico.
Si el fin es el mismo, los
medios son bien diferentes. Invitando a los cristianos a conseguir
por el sacrificio o disimulo de sus principios la alianza de los hom-
731
Fundaci\363n Speiro
HENR/ RAMIÉRE
bres que no comparten nuestra fe, el liberalismo católico, en lugar
de establecer la unión deseada, no ha conseguido más que intro
ducir la desunión
en nuestras. filas. Para llegar al fin, tomamos un
camino del todo opuesto. Lejos de disimular nada, constataremos
primero las diferencias esenciales que distinguen la doctrina cató
lica
de los dos sistemas sostenidos por los máximos representan
tes del Estado moderno, la
teoría liberal y la teoría cesarista (2).
Tras haber trazado claramente los límites
de cada una de
estas doctrinas, podremos fijar la frontera común en la que, sin
abandonar nuestro terreno, podemos encontrarnos con los
defensores sinceros de la libertad.
C) Sobre la actitud pública de los cristianos ante
el Estado no-cristiano
En el estudio de las relaciones de la Iglesia con el Estado,
como
en otras cuestiones que está llamado a resolver, el juris
consulto católico
debe ante todo establecer el derecho absoluto,
puesto que sólo
en él puede encontrar la regla según la cual
podrá moverse con seguridad en medio de las variaciones pro
ducidas
por la diversidad de hechos. En la cuestión que nos
ocupa, el derecho absoluto es la alianza
de la Iglesia con el
Estado cristiano; alianza cuyas condiciones están determinadas
por la subordinación del fin temporal del Estado al eterno de la
Iglesia. Antes de
nada hemos debido dedicarnos a definir de
modo claro las condicionesi y esta parte de nuestro trabajo nos
(2) -La oposición que establecemos aquí entre la escuela liberal y la ce.sarista
determina el sentido en que tomamos la palabra liberal. Tiene aquí para nosotros
la misma significación que en los escritos de Ed. Laboulaye, que es en Francia el
intérprete más inteligente
y ardiente defensor de esta doctrina. Los doctores más
autoritarios de la escuela cesarista se dicen también liberales; y lo son en el senti
do de que sostienen el gran principio del liberalismo, la independencia de la socie
dad humana respecto a la autoridad divina; pero cuanto con mayor ardor se entre
gan a liberar al Estado de Dios, tanto mayor celo despliegan por extender su poder
a expensas de la libertad individual. Por el contrario, la escuela sinceramente libe
ral, que recibe también el nombre de escuela americana, tiende a disminuir las atri
buciones del Estado para salvaguardar las libertades individuales
y locales.
732
Fundaci\363n Speiro
LOS CATÓLICOS Y EL ESTADO DEMOCRÁTICO
ha sido facilitada de manera singular por los luminosos escritos
precedentemente publicados
en la Revue Catholique des Insti
tutions et du Droit.
Pero, Señores, no habremos obtenido por completo la meta
de nuestra reunión
si, tras haber establecido sólidamente los
principios, no consideráramos la aplicación a las circunstancias
en medio de las cuales vivimos. No habríamos cubierto más que
la mitad de nuestros deberes para con la verdad si nos limitára
mos a darle, frente a los errores dominantes,
un testimonio pura
mente especulativo. Debemos trabajar en restaurar su imperio en
las instituciones así como en las inteligencias, ahorrándole los
nuevos ultrajes con los que
[2] diariamente está amenazada.
Para realizar con cierto éxito este aspecto práctico de nuestra
misión, debemos unimos
al movimiento de los espfritus, buscar
en los errores hoy en curso la parte de verdad que todo error
contiene, para hacer de ello
un arma contra los errores más per
niciosos; sin abandonar nunca el terreno sólido de los principios,
es necesario examinar bajo qué aspecto podremos llegar con
mayor facilidad a los espíritus
que han tenido la desgracia de
apartarse de ellos;
en una palabra, tras haber planteado la tesis,
es necesario
que nos planteemos la hipótesis, de modo que
adoptemos una actitud bien definida frente a ella.
Esta no es1 Señores, la parte menos importante1 ni la menos
difícil de la tarea que incumbe a los publicistas cristianos. Es
necesario, en efecto, que se haya dicho todo cuando se ha enun
ciado la célebre distinción
que se acaba de declarar. Destinada a
confundir el liberalismo católico, esta distinción de la tesis y la
hipótesis ha acabado por ofrecerle
un refugio. Se ha admitido
especulativamente la tesis del derecho cristiano, pero se la
ha res
petuosamente relegado a
la esfera de las utopías irrealizables. En
cuanto a la hipótesis del derecho moderno, se la considera como
la única realidad
en relación con Ja sociedad progresiva del futu
ro; y
en la manera de defenderla, se concuerda perfectamente
con aquellos que la consideran como el derecho absoluto.
Tal
no deberá ser la conducta del jurisconsulto cristiano. Es,
pues, muy importante examinar cuál [3] deba ser nuestra actitud
frente a las diferentes escuelas
que sostienen los principios del
733
Fundaci\363n Speiro
HENRI RAMIÉRE
derecho moderno; y cómo podemos nosotros sin desviarnos de
nuestros principios establecer un acuerdo con algunos de ellos
en ciertas conclusiones.
Para hacer con Uds. este examen, no tendré1 Señores, más
que desarrollar la segunda parte de un trabajo que les presenté
el último año y del que sólo la primera parte ha sido publicada
en la recensión. Las obsetvaciones benevolentes que me han sido
dirigidas
por varios de Uds. me han empujado a completar y
esclarecer aquello que la primera redacción encierra de obscuro
e incompleto;
y espero que, bajo la forma presente, responderá
de modo menos imperfecto al fin que me propuse al escribirlo.
Para fijar la actitud
que deben tomar los publicistas cristianos
ante el Estado
no cristiano, es necesario primero poner bajo la
consideración de la doctrina católica acerca
de los derechos y
deberes del Estado las
teorías opuestas de las dos escuelas en las
que se sitúan los campeones del Estado moderno; a saber, la
escuela liberal (3)
y la escuela cesarista o autoritaria. Esta expo
sición nos obligará a ver
en una de ellas nuestro enemigo irre
conciliable, y nos permitirá establecer la medida
en la que pode
mos conseguir un útil aliado de la otra.
[4]
l.
Heredero de las tradiciones germánicas, que la raza anglosa
jona
ha importado más allá de los mares, la escuela que se apro
pia el
nombre de liberal se compromete a mantener en su inte-
(3) La oposición que establecemos aquí entre la escuela liberal y la cesarista
determina
el sentido en que tomamos la palabra liberal. Tiene aquí para nosotros
la misma significación que en los escritos de Ed. Laboulaye, que es en Francia el
intérprete más inteligente y ardiente defensor de esta doctrina. Los doctores más
autoritarios de la escuela cesarista se dicen también liberales; y lo son en el senti
do de que sostienen el gran principio del liberalismo, la independencia de la socie
dad humana respecto a la autoridad divina; pero cuanto con mayor ardor se entre
gan a liberar al Estado de Dios, tanto mayor celo despliegan por extender su poder
a expensas de la libertad individual. Por el contrario, la escuela sinceramente libe
ral, que recibe también el nombre de escuela americana, tiende a disminuir las atri
buciones del Estado para
salvaguardar las libertades individuales y locales.
734
Fundaci\363n Speiro
LOS CATÓLICOS Y EL ESTADO DEMOCRÁTICO
gridad los derechos individuales y reducir a su más simple expre
sión las atribuciones del Estado.
En este sistema, el poder públi
co1 instituido únicamente para mantener el orden exterior, sale de
su esfera propia desde el momento en que emplea para otros
propósitos la fuerza de que dispone.
Los intereses intelectuales,
morales, comerciales, industriales no los considera: es asunto de
los ciudadanos y de las asociaciones que éstos
pueden libre
mente formar para atenderlos debidamente. Todo lo
más que se
permitirá el Estado será el prestar su apoyo cuando se le solicite,
para conseguir los fines que
en manera alguna resultarían acce
sibles a las fuerzas individuales; pero en tesis generál, no se debe,
según esta escuela, pedir al Estado sino lo que no puede ser con
seguido
por los individuos.
Se observa enseguida, cuáles deben ser en este sistema las
relaciones entre la Iglesia y
el Estado. Mucho más aún que la
ciencia y la industria, la Religión
es extraña a la competencia del
[5] poder civil. Las verdades que enseña y los deberes que impo
ne se dirigen a la conciencia
de cada hombre. Constituyen cues
tiones del foro interno
en las que ningún tribunal humano puede
inmiscuirse sin usurpación. Los depositarios del poder pueden
tener su religión como hombres; pero como reyes, presidentes o
ministros,
no tienen más deber que el de mantener el orden. Si
cumplen este deber con negligencia de sus deberes religiosos,
podrá ser que tengan que dar cuenta a Dios
de dicha negligen-·
cia, pero nada tendrá que reprocharles la sociedad. Lo mismo
que no pregunto a mi sastre si va a misa, sino si confecciona bien
mis trajes, y qué es lo que busco cuando debo vestirme, un mal
cristiano que me vista como es conveniente, o un devoto que no
entiende nada de su oficio; lo mismo cuando se trata de velar por
mi seguridad, no tengo que inquietarme por los sentimientos reli
giosos del hombre al que se le
ha confiado esta función, sino tan
solo de su aptitud y celo en cumplirla.
No es necesario reflexionar mucho para establecer el error
que se mezcla
en la parte de verdad contenida en este sistema.
Que el poder civil tenga por fin propio la defensa de los dere
chos,
no se podrá negar; y en ello tiene la escuela liberal plena
razón contra la escuela cesarista. Pero se equivoca gravemente
735
Fundaci\363n Speiro
HENRI RAMlPRE
cuando limita al orden puramente exterior y material los dere
chos de los
que el Estado es custodio. El hombre es por encima
de todo
un ser racional; su perfección consiste, pues, principal
mente
en el desarrollo de sus facultades racionales, mediante el
conocimiento y amor del verdadero bien; y
por tanto su primer
derecho es el de
no ser obstaculizado en el legitimo ejercicio de
estas facultades. Este derecho capital
no se arriesga menos que
aquellos cuyo objeto es material y sensible, de ser oprimido y
lesionado
por la tiranía de las malas pasiones. Reclama pues muy
justamente la protección del poder instituido [6] para defender
todos los derechos.
Esta consideración cuya fuerza nadie
puede desconocer,
incluso
en lo relativo a lo puramente racional, deviene mucho
más perentoria
aun en la hipótesis felizmente realizada por la que
Dios viene en ayuda de esta primera necesidad de su criatura
racional y suple a
su naturaleza impotente, al revelarle las verda
des indispensables para
su vida moral. El conocimiento de esta
revelación es evidentemente el más precioso de todos los dere
chos del hombre; y de todas las injusticias
que el poder civil debe
garantizar,
la más grave, sin objeción, es el atentado por el que
el sofisma y la impostura
la colocan fuera del. alcance de ser la
única luz posible de conducirle a su fin.
Hay, en efecto, entre los derechos temporales del hombre y
sus eternos destinos una conexión necesaria. Teniendo su exis
tencia terrena por fin la adquisición de la felicidad futura, la con
secución de este
fin es el interés máximo al cual se hayan subor
dinados todos los intereses presentes de los que es responsable
el
poder civil. Faltaña, pues, a su más esencial deber si, no
teniendo en cuenta en manera alguna este fin superior, hiciera
dicha consecución imposible a aquellos cuya libertad debe sal
vaguardar.
Aunque se limitara la misión del Estado a la protección de los
intereses materiales y temporales,
no podría todavía permanecer
ajeno a las cuestiones de doctrina: porque estos intereses
no
están amenazados únicamente por la violencia exterior. El hom
bre está constituido de
tal modo que en él la acción de los miem
bros está gobernada
por la voluntad y ésta por la inteligencia. De
736
Fundaci\363n Speiro
LOS CATÓLICOS Y EL ESTADO DEMOCRÁTICO
donde se sigue con evidencia que de todos los ataques llevados
a cabo contra los derechos sociales, sean los que fueren, los más
funestos
son los que destruyen en los espíritus y en los corazo
nes el respeto de estos derechos, y las convicciones sobre las
que
se funda dicho respeto.
[71 Por último, para poder salvaguardar los otros derechos, el
poder civil debe ante todo hacerse respetar a sí mismo: este res
peto, como las restantes disposiciones de la voluntad humana,
ha
de basarse sobre convicciones. ¿Qué valdrán sus leyes si a los
que se les impone
no reconocen obligación de obedecerlas? La
idea de obligación implica el reconocimiento de un poder supe
rior al hombre,
que reviste con su sanción las prescripciones legí
timas de las autoridades humanas. A menos, pues, de consentir
en su propia destrucción, el poder civil debe mantener intacto
este fundamento esencial de todo orden social.
Admitimos, pues, el principio proclamado
por la escuela
liberal según el cual la misión del
poder civil se limita a la defen
sa
de los derechos; pero cuando se concluye desde dicho prin
cipio
que el Estado debe permanecer ajeno a las cuestiones doc
trinales observamos una triple contradicción, puesto
que es su
mismo carácter de defensor de los derechos el que obliga al
Estado a velar
por los derechos doctrinales y a defender su base
intelectual, incluso
de los derechos puramente materiales, y el
fundamento esencialmente doctrinal y religioso de sus propios
derechos. No debo, es verdad, preguntarme hasta qué punto el deposi
tario del
poder es fiel, por su propia cuenta, a sus deberes reli
giosos. Bajo este aspecto, hay paridad perfecta entre el magistra
do y
el artesano. Pero mientras que el trabajo del artesano está
por si mismo fuera de la esfera religiosa, las funciones del magis
trado tiene con ella puntos
de contacto inevitables; y si en estas
cuestiones el magistrado rechaza
la verdad religiosa, es imposi
ble
que no comprometa los derechos por los que tiene obliga
ción de velar.
Tales
son los puntos principales por los que los principios en
los que descansa la teoria liberal están en oposición con la fe y
la razón del cristiano.
737
Fundaci\363n Speiro
HENRI RAMIÉRE
[8] IL
Examinemos ahora la teotía cesarista.
Aunque profesada
en el momento presente por las universi
dades alemanas
con tanto fervor como entre las naciones latinas,
esta doctrina
es diametralmente opuesta a las tendencias que se
atribuyen comúnmente a la raza germánica, para, por el contra
rio, enraizarse en la tradición greco-romana.
Su tendencia caractetística es la absorción de los derechos
del individuo en los del Estado. Que el poder público esté en
manos de uno sólo, que lo detente o pertenezca nominalmente
a
la multitud, no es más que algo accesorio en la teotía: lo que
radica en el fondo es que el Estado, sea monárquico, oligárqui
co o democrático,
posee de igual manera todo el derecho y todo
el poder.
No
hay acuerdo sobre el origen ni sobre la forma de esta
supremacía. Los legistas romanos la hacían derivar del consenti
miento del pueblo; y
con la ayuda de esta ficción hacían del
absolutismo
de los emperadores la legítima continuidad de la
república.
Quod prindpi placuit legis habet vigorem: quum Jege
regia qua de tifus imperio Jata est, popules ei et in eum omne
imperium suum potestatem concedat
(Instit. L. !, cit. 2, § 6). Esta
teoría se aproxima, según se ve, a la de Rousseau, quien hace
igualmente nacer el poder civil del consentimiento de la multitud.
En cuanto a la ciencia alemana,
adoptando el fondo del sistema,
no ha podido dispensarse el imprimirle un sello de idealismo
místico. Para Hegel y sus discípulos, el Estado
es la idea misma
llegada a su completo desarrollo. Y siendo la
humanidad perfec
ta,
se concluye que concentra en él todos los derechos humanos,
y
que a sus prerrogativas soberanas, el individuo, que no es más
que una manifestación de esta misma [91 idea, no puede jamás
oponer sus intereses a sus pretensiones.
Estas diferencias,
como se observa, son puramente especula
tivas. Pero sea la que fuere la fuente de donde hagan derivar los
defensores del cesarismo
la supremacía, todos concuerdan en la
práctica en extender su jurisdicción a todas las esferas de la acti
vidad humana. En lugar
de limitarse, como quema la escuela
738
Fundaci\363n Speiro
LOS CATÓLICOS Y EL ESTADO DEMOCRÁTICO
liberal, al papel de gran comisario de policía, lo hacen primer
padre de familia para todo el conjunto de la nación; y es a él a
quien atribuyen la gestión de todos los intereses, sean materiales
o morales.
Su poder sobre los miembros de la sociedad es más
absoluto e ilimitado
que el de un padre sobre sus hijos. El texto
de derecho romano que acabamos de citar se completa
con una
glosa tornada a Teófilo: No solo de nuestros bienes, sino induso
de nuestros cuerpos es el prfndpe dueño; non solum nostrorum
bonorum, sed et nostrorum corporum dominus
est. Rousseau no
tiene un lenguaje menos claro y absoluto cuando quiere indicar
la extensión del poder que posee el Estado democrático frente a
los ciudadanos
(Contrat. social, L. 1, c. 6). Las cláusulas del
pacto social se reducen,
según él, a una sola: la alienación total
de cada asociado, con todos sus derechos, a la
comunidad ... por
que,
añade, si quedara algún derecho en manos particulares,
como
no habría ningún superior que pudiera pronunciarse entre
ellos, siendo cada uno en algún aspecto su propio juez, pronto
pretendería serlo de todos.
No nos extrañemos que los partidarios de esta doctrina, lo
más opuesto en todo lo demás, como Bismarck en Alemania o
Gambetta en Francia, coincidan en su hostilidad contra la inde
pendencia de la Iglesia. Según ellos, esta independencia es la
negación de la
[10] soberanía y por lo tanto de la misma idea del
Estado. Admitir
al lado del poder civil una autoridad que se atri
buya el derecho de juzgar la legitimidad de sus actos y que, lle
gado el caso, autorice a los ciudadanos a rechazar su obediencia
a unas leyes injustas, es precisamente lo que se llama Teocracia
y que se declara absolutamente incompatible con el espiritu
moderno. Este espíritu quiere
que el Estado, independiente de la
forma
que adopte, sea el dueño absoluto de la conciencia de los
ciudadanos y de sus propiedades. Soberano
en el orden moral y
en el material, es el único juez de la legitimidad de sus actos y
sólo
él puede señalar los límites en los que considera que debe
guardar el ejercicio de su supremacía.
Esta doctrina, según se ve, es la negación manifiesta no solo
de la autoridad divina de la Iglesia, sino incluso de la libertad de
la conciencia humana.
Es la más degradante tiranía erigida en sis-
739
Fundaci\363n Speiro
HENRI RAMIÉRE
tema. Por ella, el ciudadano de nuestros Estados democráticos
queda reducido a una esclavitud incomparablemente
más dura
que el siervo de las sociedades feudales: porque el feudalismo
cristiano, ligando el siervo a la gleba, salvaguardaba la libertad de
su
alma y le reconocía el derecho de sustraerse a las exigencias
injustas. Este derecho, la teoría cesarista nos lo rehúsa. Desde el
momento
en que por intriga o violencia, la iniquidad haya obte
nido la sanción de la mayoría
en un parlamento, ¡deberíamos
sometemos y proclamar justa la misma injusticia! ¿Quién
no ve a
qué extremos puede llevarnos semejante teoría' ¿ Y cómo es que
todos los hombres que tienen todavía algún resto de dignidad no
se unen a los cristianos para combatirla?
m.
Es la Iglesia, en efecto, es ella sola, la que, tras haber libera
do una primera vez la conciencia humana del [11] espantoso yugo
que pesaba sobre ella
por el cesarismo pagano, puede preservar
la
de la tirarúa iguahnente degradante del cesarismo moderno.
Su doctrina lleva el poder civil a su verdadera misión, sin
reducirlo, sin embargo, al
papel en exceso restringido que le asig
na la teoría liberal.
Instituido para mantener el orden y la paz
en la sociedad
humana,
ut quietam et tranquilam vitam agamus (! Timoteo 2,
2), este poder que designa justamente la teología católica con el
nombre de temporal,
no puede ejercer por si mismo su jurisdic
ción
más que sobre las cosas del orden temporal. En este orden
es soberano, y por consiguiente nada tiene que temer de esta teo
cracia a la que tan espantoso caracter se le ha dado. La Teocracia,
en efecto, es aquel estado de cosas en el que los depositarios del
poder civil estarían sujetos, en el ejercicio de sus funciones a un
soberano elegido de Dios. Este tipo de gobierno ha existido en el
pueblo de Dios, pero
en absoluto existe en el seno de las nacio
nes cristianas.
El Verbo encarnado que posee tanto la plenitud del
poder temporal como del espiritual ha encontrado conforme que
estas dos soberarúas tuvieran
en la tierra representantes distintos.
740
Fundaci\363n Speiro
LOS CATÓLICOS Y EL ESTADO DEMOCRÁTICO
A los jefes de su Iglesia ha delegado su soberanía espiritual, y a
los de los Estados
la temporal. La primera de ellas es verdadera y
estrictamente divina, ya que
es Dios quien ha regulado su forma
y quien directamente la confiere al sujeto que
la ejerce; la segun
da, divina
en su fuente, es humana en la investidura del sujeto y
en la determinación de su forma. Pero una vez legítimamente ins
tituida, impera en nombre de Dios; y en tanto sus prescripciones
no son contrarias a la ley divina, los miembros de la sociedad civil
no pueden desobedecer sin desobedecer a Dios.
[12] Hasta ah! nada más simple que la doctrina católica. Pero
he
aquí dónde nace la dificultad. Este orden temporal, que es la
esfera propia del
poder civil, roza en más de un punto al orden
espiritual.
Los derechos por los que este poder debe velar no se
refieren únicamente a los intereses temporales; existen, según se
ha visto, y son los más preciosos, los que se refieren a la eterni
dad.
El primero de todos los derechos de la criatura racional es
el derecho a la verdad: y, si al error está permitido expandirse
con toda libertad,
no son sólo los destinos eternos de las almas
los que se encontrarán gravemente amenazados, sino incluso los
de carácter temporal, cuya protección corresponde al Estado. Es
bajo este aspecto, como hemos podido comprender, que la teo
ría liberal presenta graves deficiencias y que, para prevenir las
usurpaciones del poder civil, lo coloca fuera de la posibilidad de
llevar a cabo su misión.
¿Cómo escapar a este doble peligro? No se puede, según
parece, dar
al Estado el poder necesario para velar por los inte
reses espirituales de los ciudadanos, sin atribuirle,
en este orden,
una jurisdicción que
no le pertenece. Bajo cualquier considera
ción que se examine aparecen inconvenientes igualmente graves.
Si la libertad del error pone en peligro el derecho de las inteli
gencias a la verdad, este preciado derecho
no es menos grave
mente amenazado
por la jurisdicción doctrinal que parece indis
pensable atribuir
al poder civil si se considera obligado el inter
venir
en las cuestiones de doctrina.
Nos encontramos aquí
en presencia del problema del que
expusimos en otra parte su insoluble dificultad. Sólo la doctrina
católica
puede ofrecernos la solución. Esta autoridad espiritual,
741
Fundaci\363n Speiro
HENRI RAMIÉRE
que se nos muestra establecida por Jesucristo al lado de las sobe
ranías temporales, suple a su impotencia y les ofrece
el apoyo
doctrinal que les es indispensable.
[13] La misión, en efecto, es
ante todo doctrinal. Ha recibido el encargo de
enseñar a todas
las naciones a observar
Jo que Jesucristo ha mandado; ley evan
gélica que es el código completo tanto de la moral pública como
del derecho privado. Por
su unión con la Iglesia, el Estado cris
tiano
no tiene problema para defender estas verdades funda
mentales sobre las
que descansa el entero orden social de los ata
ques del error. Hará más incluso: poseyendo
en virtud de esta
unión un cuerpo co1npleto de doctrina, podrá salir, en cuanto a
la enseñanza, de los lúnites en los que lo encierra su natural
incompetencia. Para enseñar,
en efecto, es decir, para propagar
la verdad, es necesario lo primero de todo poseerla, y poseerla
con certeza. Separado de la Iglesia, el Estado carece de toda
garantía para la posesión de la verdad moral y de todo control
eficaz sobre los que enseñan en su nombre; por consiguiente es
radicalmente incapaz de enseñar, cuyo primer objeto debe ser la
verdad; pero desde el momento en que el apoyo de la Iglesia le
garantiza la posesión de
la verdad, nada le impide favorecer su
difusión con los inmensos recursos de que dispone.
Lo mismo
que en el hombre el cuerpo, material por sí mismo, deviene, por
su unión con el alma, capaz de operaciones espirituales, así,
aliándose al poder divino de la Iglesia, el poder estatal, pura
mente temporal en sí mismo, puede· ser admitido a cooperar, en
una cierta medida, en las funciones del orden espiritual.
IV.
Pero estas prerrogativas del Estado cristiano son repudiadas
por nuestras modernas sociedades. Han rechazado la solución
divina dada
por el Verbo encarnado al insoluble problema del
poder
civil. Tenemos hoy ante nosotros Estados sin Dios; Estados,
por consiguiente, cuya [14] constitución es aún más opuesta, en
principio, a la doctrina católica que la del Estado pagano.
No hay necesidad de decir que
no podemos aceptar en
manera alguna este principio, que no es más que el ateísmo
742
Fundaci\363n Speiro
LOS CATÓLICOS Y EL ESTADO DEMOCRÁTICO
social. No podemos dispensamos de declarar el principio contra
rio y clamar con toda nuestra alma por la restauración del reino
social de Jesucristo.
Pero esperando
que este deseo se cumpla por aquel para
quien nada es imposible, es necesario defender contra el Estado
sin Dios, los derechos de Dios y
de su Iglesia; y es aquí donde
se plantea el difícil y delicado problema de la posición a tomar
para
que esta defensa sea eficaz. En la carta recientemente diri
gida al episcopado belga, León
XIII impone como deber a los
católicos llamados a la acción pública el resolver este problema
práctico y tomar la solución
en la conducta seguida por la
misma Iglesia.
La Iglesia, dice el Papa, mantiene y defiende en
su integridad
y con una firmeza inviolable las santas doctrinas
y principios del derecho; y se entrega con toda su fuerza a regu
lar según
estos principios las instituciones y costumbres tanto
del orden público como
de los actos privados ... Pero ella se ve en
ocasiones obligada a tolerar desórdenes que
Je sería imposible
impedir sin exponerse a calamidades y turbulencias todavía
más dañosas. De donde concluye el Pontífice que los defenso
res esforzados de la Iglesia
no deben contentarse con proclamar
estos principios y reclamar
su restauración, sino que si desean
hacer verdaderamente provechosa su acción para
el bien co
mún, deben poner ante su mirada e imitar fielmente la con
ducta prudente que
la misma Iglesia adopta en este tipo de
materias.
Estudiemos, pues, para obtener una regla de conducta, las
relaciones que mantiene
la Iglesia con los Estados constituidos
según
[15] el principio moderno.
Estos Estados se constituyen de dos maneras: aquellos
que Jo
hacen según la teoña liberal, y aquellos otros que han conserva
do y aumentado, bajo la forma democrática, las tradiciones cesa
ristas del antiguo régimen.
Al considerar las relaciones de los pastores de la Iglesia con
estos dos géneros de gobierno, impresiona
un sorprendente con
traste:
en tanto bajo las constituciones para las que la religión es
del todo extraña encuentra el sagrado ministerio facilidades para
su ejercicio, sufre este ministerio vejaciones y obstáculos en los
743
Fundaci\363n Speiro
HENRI RAMlERE
Estados que han mantenido vestigios del orden cristiano.
Tomemos
por tipos de estas dos situaciones a los Estados Unidos
y a Francia.
Es sabido qué circunstancias han llevado a los
Estados que componen la gran federación americana a renunciar
a las exclusiones religiosas ·que en un principio encerraban sus
constituciones para unirse. Al presente, el gobierno federal, como
los
de los diversos Estados, hace todavía profesión de cristianis
mo, pero permaneciendo neutro respecto a las diferentes comu-
.
niones cristianas, y garantizando
incluso la libertad de los restan
tes cultos en tanto no violen1 como lo hacen los Mormones, las
condiciones esenciales del orden social. La verdadera Iglesia no
goza en esta gran república de ventaja alguna que no comparta
el error con ella.
Está sujeta al derecho común; pero este dere
cho común no· es, como en Francia, la común sujeción a una
burocracia despótica y quisquillosa; es la común libertad garanti
zada por el poder público a todas las instituciones y asociaciones
que
no turben en absoluto el orden del que es depositario.
Seguramente
no es el ideal: y para aquellos, tentados de admirar
bajo otra perspectiva este modelo de la Iglesia libre
en el Estado
libre, harán bien leyendo
en Les États-Unis contemporains de
Claudis Janet los testimonios de los escritores americanos más
[16] acreditados. Por esta lectura podrá convencerse que tras una
cara de aspecto tan saludable se oculta
un revés de no menor
vileza, y que allí como
en todas partes la libertad del error es el
enemigo de la libertad de las inteligencias. Mientras que la ver
dad atrae los espfritus con suficiente fuerza como para dominar
la corriente de los prejuicios, millones de almas débiles, a las
que
su instinto religioso les habría ligado a ella si la hubieran podido
conocer, cegadas
por el sofisma y la impostura, se dejan arrastrar
por las más groseras supersticiones o agitar perpetuamente por
las fluctuaciones de la duda. Encargada por el divino Salvador del
cuidado de todas estas almas, la Iglesia
no puede verlas arranca
das a su seno maternal sino
con imnenso dolor. Pero a estas
angustias, que seguramente
no le son ahorradas en nuestro país,
existe para ella una dulcificación
en América que se le niega
entre nosotros.
Es libre: libre de expandir su doctrina, y de gober
narse a su voluntad; de elegir sus pastores, de construir templos,
744
Fundaci\363n Speiro
LOS CATÓLICOS Y EL ESTADO DEMOCRÁTICO
fundar universidades, escuelas de cualquier grado, obras de
beneficencia.
Lejos de obstaculizar la creación y el desarrollo de
· estos diversos géneros de instituciones, el Estado le concede bajo
las más sencillas condiciones, el beneficio de la incorporación o
personalidad
civil. También se ve multiplicar con maravillosa
rapidez estas grandes obras
que testimonian la inagotable fecun
didad del catolicismo
y que admiran a los mismos protestantes.
¿Cómo extrañarse que los ministros de la Iglesia concedan su pre
ferencia a
un régimen que favorece de este modo la libre expan
sión de su celo; y
que aquellos a los que las circunstancias llevan
al continente europeo
no puedan acostumbrarse a los obstáculos
a los
que está sujeto entre nosotros el ministerio sagrado?
Ved, en efecto, cuán diferente es en Francia la situación de
los miembros
de la .jerarquía. Desde lo alto a lo más bajo de la
escala, todos los grados están engarzados
en las cadenas [17) del
Cesarismo.
La Revolución, que no ha dejado piedra sobre piedra
del antiguo régimen, sólo
ha permitido subsistir los obstáculos
dispuestos contra la libertad de la Iglesia
por los legistas. Todas
las funciones de la vida de
la Iglesia, todas las relaciones de sus
miembros están sujetas
al control del Estado. Ni el Papa es libre
de promulgar sus bulas, ni los Obispos de publicar sus mandatos
o
de celebrar concilios, ni los sacerdotes de ejercer su ministerio
de enseñanza, ni los simples fieles de fundar las obras más úti
les;
en todo, el control celoso del Estado; en todo, una molesta
administración;
en todo, las exigencias insaciables del fisco: pero
la libertad, por ninguna parte.
La Iglesia sin embargo no ha sido avara de concesiones hacia
el
poder civil; y en retorno de la protección que le prometía, ha
realizado los sacrificios más costosos. Entre otras cosas le
ha con
cedido el derecho de presentar los candidatos a las más altas
fun,
ciones del sacerdocio. Pero, ¿qué ha hecho el Estado cesarista?
Apenas se
ha concluido el pacto, que, sin la participación de la
Iglesia,
ha cambiado por completo su naturaleza. La protección
se
ha transformado en opresión; y las concesiones hechas para
obtenerlo se han convertido,
en las manos de un poder hostil, en
armas mortales. Conocemos ya el rechazo sistemático a las nomi
naciones presentadas por los Obispos cuando recaen sobre los
745
Fundaci\363n Speiro
HENRI RAMIÉRE
más dignos sacerdotes: y quien no sabe las dificultades creadas a
la Santa Sede por el poder de presentar candidatos al episcopa
do,
poder reservado de derecho a un soberano católico, pero de
hecho ejercido
al presente por ministros masones.
v.
Este contraste indica de manera suficiente a los cristianos la
posición que deben tomar en las alianzas que puedan pactarse.
El gran enemigo de la Iglesia, en este momento, es el [18]
Cesarismo democrático, cien veces más opresivo que el Cesa
rismo monárquico de los siglos pasados. Por despóticas que fue
ran las pretensiones de los Felipe y los Federico Barbarroja, el
Evangelio,
al que estos monarcas hacían profesión de obedecer,
porúa un freno a sus caprichos y les imporua un cierto respeto
por las ahnas de sus súbditos. Este freno ha sido roto por el
ate[smo que informa la base doctrinal de nuestras constituciones
revolucionarias. Los poderes que crean, dependiendo únicamen
te de las avatares por las que alternativamente son elevados o
postergados, pueden planteárselo todo durante el tiempo
en que
' el viento de la opinión pública les es favorable. Como no reco
nocen
por encima de ellos ninguna autoridad a la que estén obli
gados a obedecer,
no quieren considerar bajo ellos ningún dere
cho
que deban respetar. No existe pues en absoluto ni en el
municipio, ni en la familia, ni en la misma conciencia individual
dominio alguno reservado y al que el Estado no extienda su juris
dicción.
He aquí, insistimos, el gran enemigo; y es contra él contra
quien los cristianos deben sobre todo dirigir sus ataques.
Desgraciadamente, aquellos
que nos han precedido en el campo
de batalla
no han comprendido lo suficiente el peligro que
les amenazaba bajo este aspecto. En tanto que el cesarismo
ha
portado una · corona, en tanto que se ha hecho sinceramente el
protector de los intereses religiosos de los
que se constitufa indu
dablemente el árbitro, sólo Roma ha luchado constantemente
contra sus exorbitantes pretensiones;
y ha sido bien débilmente
746
Fundaci\363n Speiro
LOS CATÓLICOS Y EL ESTADO DEMOCRÁTICO
sostenida en esta lucha por aquellos cuya libertad defendía. Sin
excusar esta debilidad, no podemos rehusarle el beneficio de cir
cunstancias atenuantes. Pero no tendría hoy más excusa, cuando
en lugar de la protección que el cesarismo monárquico concedía
a nuestros padres,
no podemos esperar del democrático más que
la persecución y la opresión.
[19] Es necesario pues desplegar resueltamente ante esta
odiosa tiranía la bandera del derecho y de
la verdadera libertad,
· Como nuestros predecesores
en la fe romp!an intrépidamente los
ídolos que se les intimaba a adorar, es necesario, que nosotros
también rechacemos con teda resolución este !dolo del Estado
Dios, ante el que se doblan estúpidamente las masas ignorantes
y los mismos letrados. Tenemos que rehacer bajo este aspecto la
educación de la conciencia pública. Gran número de inteligen
cias, muy rectas por lo demás, se hacen del Estado, de su misión,
de sus prerrogativas, ideas falsas que es importante rectificar. A
ello llegaremos sujetando la noción de Estado
al análisis al que
hoy nada escapa. Para despojar a este ser fantástico de las pre
rrogativas con las
que lo revisten los que niegan al Dios del cielo
sus más esenciales atributos, bastará con ascender
al origen lógi
co del
poder civil, y buscar su razón de ser en la naturaleza
misma de las cosas. No tendremos esfuerzo en comprender y
probar que este poder no ha sido establecido para crear los dere
chos individuales, ni los de
la familia, ni aquellos de la propie
dad, sino para defender estos derechos, que, por naturaleza, son
anteriores a los suyos. Que pueda determinarlos en lo que ten
gan de impreciso, que en caso de conflicto haga prevalecer los
intereses generales encomendados especialtnente a su custodia,
nadie lo discute; pero lo que seguramente es menos incontesta
ble es que el Estado se
pone en abierta contradicción con su
esencial misión cuando suprime arbitrariamente los derechos
que
está llamado a proteger.
Es sobre todo con respecto a la enseñanza que importa situar
en sus Hmites precisos la intervención del Estado.
De todas las pretensiones del Estado moderno, la más con
tradictoria con seguridad y
al mismo tiempo la más tiránica [20] y
funesta es aquella
por la que se establece a si mismo como maes-
747
Fundaci\363n Speiro
HENRI RAMIÉRE
tro de escuela de toda la nación. Extraña por esencia al poder
civil, que tiene por completo otra misión, esta función se encuen
tra principalmente
en oposición manifiesta con la indiferencia
doctrinal
de que hacen gala nuestros modernos gobiernos. Que
el Estado se crea con derecho a dar la enseñanza cuando tenía
una creencia, se concibe} aunque en esto mismo no se puede
admitir que este derecho le pertenezca como propio. También,
no vemos sino que nunca haya hecho más que el favorecer esta
blecimientos
de instrucción dirigidos por una autoridad superior.
Cosa extraña y sin embargo incontestable: el Estado
no ha
comenzado a enseñar más que a partir del día
en que no tuvo
doctrina alguna que enseñar.
El primero y más esencial objeto de
la enseñanza es con seguridad el del destino y los deberes de los
hombres; sobre este punto, el Estado cristiano tenía
una doctrina
precisa; los Estados protestantes, musulmanes, idólatras tienen
también una doctrina.
Lo que éstos admiten como verdadero es
falso, pero
al creerlo verdad, no se contradicen a si mismos al bus
car inculcarlo a las nuevas generaciones. Ahora bien, sobre este
punto tan crucial, el Estado moderno no profesa ninguna doctri
na; a los funcionarios encargados de enseñar en su nombre les
permite profesar todos los errores; ¡manifestando al mismo tiem
po que los jóvenes ciudadanos reciban de él esta enseñanza que
declara de si mismo incapaz de dar!
¡No permite a los padres que
transmitan a sus hijos
la herencia de su fe, arrancándolos de su
seno sin piedad alguna para inculcarles su indiferencia!
No, en
verdad, no puede concebirse una contradicción más manifiesta ni
tiranía más abominable.
Es por aqui, sin embargo, que el contagio del cesarismo ha
venido a introducirse en las mismas sociedades que hasta hoy
más lo hablan alejado de sus fronteras. Las dos grandes fami
lias anglosajonas,
que se [21] muestran en todo lo demás tan
celosas de encerrar
en sus justos límites las atribuciones del
Estado, le han concedido
con respecto a la enseñanza un poder
cuyas funestas consecuencias comienzan a hacerse sentir. Han
creldo garantizarle en manera suficiente la libertad de los indi
viduos, de las asociaciones religiosas y de los municipios, de
jándoles la facultad de crear establecimientos de instrucción e
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Fundaci\363n Speiro
LOS CATÓLICOS Y EL ESTADO DEMOCRÁTICO
imponiendo a las escuelas estatales una completa neutralidad
en cuanto a las creencias religiosas. Pero esta misma neutrali
dad es un atentado al mismo tiempo contra los niños que fre
cuentan estas escuelas; y la facultad de crear a sus
expensas
una enseñanza conforme a su fe no es para los creyentes más
que una atenuación muy insuficiente de la injusta obligación
que se les impone de contribuir por su parte a la difusión de
la enseñanza atea.
No
es1 pues, únicamente en nuestro continente europeo,
devorado desde hace tiempo por la lepra del cesarismo, sino al
otro lado de la Mancha y más
allá del Atlántico donde los católi
cos
deben luchar en la acción pública con todas sus fuerzas con
tra la invasión de esta plaga.
Es entre sus filas donde todas las
verdaderas libertades
deben encontrar contra las continuas inva
siones del poder sus más enérgicos y constantes defensores.
Libertades del individuo sometidas al tiránico capricho
de la
administración; libertades del padre de familia, obstaculizadas
por las leyes de sucesión y de enseñanza; libertades de la pro
piedad, violadas
por la rapacidad siempre creciente del fisco y
por las expropiaciones sin motivo serio de pública utilidad; liber
tades de los municipios, que
no tienen derecho de atender sus
propios intereses; libertad de la enseñanza, sustraída a la verdad
y únicamente permitida
al error; libertad de la caridad y de la
devoción, perseguida con encarnizamiento
por el poder, del que
es el más útil auxiliar; libertad del bien bajo todas sus formas; he
aqui el objetivo inmediato que los católicos deben constante
mente tener como
mira en sus [22] luchas; la posición cuya con
quista será la mejor garantia del triunfo completo de la verdad.
Es necesario que se comprenda bien que, para defenderse con
tra el más espantoso despotismo que nunca haya amenazado a la
sociedad, la verdadera libertad
no tiene auxiliares más reconoci
dos
que nosotros.
VI.
Este magnifico programa nos ofrece la ventaja de atraernos,
sin sacrificar ninguno de los derechos de
la verdad, todos los par-
749
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HENRI RAMIÉRE
tidarios sinceros de la libertad. Lejos de favorecer la ilusión de los
católicos liberales, constituye el mejor antídoto, ofreciéndoles el
medio de realizar sus legítimas aspiraciones sin caer
en los erro
res que ha comprometido su causa.
¿Cuál ha sido el error del
liberalismo católico? Dicho error
no ha consistido evidentemente
en reclamar con demasiada energía la libertad de la Iglesia. No
hubieran incurrido
en censura alguna si, en el estado presente de
la sociedad humana, hubieran limitado a ese punto sus reclama
ciones, y
si a los poderes que no admiten ninguna doctrina les
hubieran pedido que permanecieran fuera
de las cuestiones de
doctrina. Por desgrada,
no se han detenido alú: del hecho se ha
querido hacer
un derecho. Esta indiferencia doctrinal del poder
civil, que es evidentemente incompatible con los derechos sobe
ranos de
la Verdad, en lugar de ser presentada como el desgra
dado resultado de las divisiones doctrinales que desgarran las
sociedades modernas, se
ha preconizado como el estado normal
de las sociedades progresivas. Reivindicar para la Verdad los
derechos atribuidos
al error no era más que justicia; pero donde
se equivocaron gravemente es cuando, para hacer más aceptable
esta reivindicación,
se ha concedido al error, en principio, igua
les derechos a los de la Verdad.
Todos los católicos liberales
no han llegado, es verdad, [23]
tan lejos en la negación del derecho social cristiano. Varios han
reconocido
que la condición actual de la sociedad no es la per
fección ideal, y
que el Evangelio deberla, en principio, ser la
regla soberana tanto de los actos del
poder público como de las
relaciones individuales. Pero
en la manera como se habla de
este ideal, cuando se le hace el
honor de mencionarlo, es fácil
ver que se Je considera como absolutamente irrealizable. Se
persuaden que siendo el hombre lo qu,; es, no podrá la verdad
pretender el ejercer
sobre la sociedad un imperio perdurable,
debiendo limitar su ambición a luchar contra el_ error bajo armas
iguales.
Tal es la parte del programa liberal que
ha atraído sobre sus
defensores las severas censuras de los más eminentes doctores
de nuestra edad y que tan altamente repudiada ha sido por el
inmortal Pío
IX. No es desde .Juego bajo esta perspectiva por la
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LOS CATÓLICOS Y El ESTADO DEMOCRÁTICO
que su programa se aproxima al nuestro. Dios nos guarde de
relegar al campo de las utopías irrealizables la restauración del
orden social aistiano. Seña no solo temerario sino impío e
insensato pretender atar las manos del Omnipotente e impedir
le glorificar la realeza terrestre con que ha investido a so Hijo
único, haciéndole triunfar de la conspiración urdida contra ella
por la secta masónica.
Debemos hacer algo más que esperar esta restauración; es
necesario prepararla, trabajando con todas nuestras fuerzas en
cristianizar la sociedad: porque hay motivos para creer que el
Estado
no podrá volver a ser cristiano sino en tanto que la ente
ra sociedad haya recibido de la divina bondad secundada
por
nuestra fiel cooperación une nueva infusión de espíritu cristiano.
Una cosa es, en efecto, reconocer la necesidad de una inter
vención especial de la Providencia para la restauración dél orden
social cristiano, y otra creerse dispensado de prestar
al Todo
poderoso el concurso
que solicita a sus criaturas cuando [24] se
dispone a hacer maravillas en su favor. Para llevar a cabo su
pesca milagrosa Pedro debe echar la red, a pesar de que una
larga noche consumida en esfuerzos inútiles le habla convencido
de
so impotencia.
No compartimos, pues, el error del liberalismo católico
que
ve un motivo de silenciar los derechos de Jesucristo en la apa
rente imposibilidad de obtener su restauración. Seremos
por el
contrario más felices y tanto más tenaces en confesarlo con más
alto clamor cuanto son hoy más universal y criminalmente des
conocidos. Si somos cristianos, debemos reconocer a Jesucristo
como el único salvador de las sociedades como lo es de los indi
viduos; y
por consiguiente debemos ver en la restauración de su
realeza social la condición esencial de salvación para la sociedad
moderna. Esta condición es suficiente para determinamos a
actuar. Trabajemos con todas nuestras fuerzas en esta restaura
ción puesto que es indispensable; y dejemos a Dios el cuidado
de determinar hasta qué punto es posible. Cuando hagamos lo
que esté a nuestro alcance, nos será permitido contar con la
omnipotencia divina para hacer lo que
por nuestra cuenta no
podemos.
751
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HENRI RAMlERE
Como se ve, nuestro programa está en oposición con el
liberal en todos los puntos en los que éste lo está con la ono
doxia. ¿En qué coincidimos? Sobre una regla de conducta inme
diata,
que el liberalismo deduce de sus falsos principios y que
para nosotros es consecuencia de los principios verdaderos.
Cuando excluimos al Estado del campo de
las doctrinas, no es
que hagamos de la indiferencia doctrinal una prerrogativa del
Estado perfecto, sino únicamente
que el Estado no cristiano es
esencialmente incompetente de hecho en materia doctrinal.
Desde el momento
en que no tiene el Evangelio para guiarle en
la resolución de los intereses morales, no puede más que abu
sar del poder que le sería concedido en este orden de cosas; y
nada mejor
puede hacer que [25] limitarse a la esfera que le
corresponde como derecho propio,
en la defensa del orden
exterior.
Es bajo este aspecto en el que nos encontramos de acuerdo
con la escuela que, colocándose únicamente
en el punto de vista
de las libenades individuales, lucha
con nosotros contra las inva
siones del poder. Desde el momento
en que se ofrece a comba
tir al gran enemigo de la Iglesia, el cesarismo, no tenemos moti
vo alguno para rechazar el concurso
que nos ofrece.
Esta alianza, fundada únicamente sobre la verdad
y la justi
cia,
no nos expondrá a ninguno de los peligros que entraña la
falsa conciliación de la verdad con el error. No hará más
que apli
car a las presentes necesidades de la causa de Dios la regla que
constantemente han seguido los defensores más celosos e inteli
gentes de esta santa causa y que consiste en apoyarse, para lle
var las inteligencias a la verdad total, que niegan o que ignoran,
en las verdades parciales que reconocen. Lejos de estar obligados
a renunciar a nuestros principios, para reivindicar, de concierto
con la escuela sinceramente liberal, la completa libenad de la
Iglesia frente al Estado, podemos, por el contr~rio, en la situación
presente de la sociedad humana, reivindicarla
en vinud de nues
tros propios principios.
Es imponante iluminar por completo este punto, cuya
demostración acabará
por disipar los malentendidos que tan
funestas consecuencias
han tenido para nuestra causa.
752
Fundaci\363n Speiro
LOS CATÓLICOS Y EL ESTADO DEMOCRÁTICO
vn.
Recordemos lo que hemos demostrado anteriormente: la doc
trina católica
no difiere en absoluto de la teoña liberal respecto a
la esfera propia y el
fin inmediato del poder civil. Por ambas se
admite que este poder es puramente temporal y que por sí
mismo
no tiene competencia alguna en las cuestiones de religión
y doctrina. Si, en una sociedad organizada cristianamente, la
autoridad civil
[26] puede y debe intervenir en estas cuestiones
para proteger la verdad,
no es sino siguiendo la dirección de la
autoridad establecida
por Dios para regir el orden doctrinal y
religioso. De
alú se sigue evidentemente que, en un estado social
que no permite esperar que los depositarios del poder civil acep
ten la autoridad de la Iglesia y sigan su dirección, nuestros prin
cipios
nos obligan a rechazar toda injerencia de su parte en las
cuestiones religiosas y a proclamar
con la escuela liberal la
incompetencia del Estado. No le dispensaremos sin
duda el impe
dir
que no se arruinen las verdades fundamentales sobre las que
descansa todo el orden moral. El liberalismo, que llevará hasta la
indiferencia
de estas bases esenciales de la sociedad la neutrali
dad
que impone al Estado, no hará más que demostrar por el
absurdo la falsedad
de su principio. Pero fuera de este deber que
impone esencialmente al poder civil· el .fin por el que ha sido ins
tituido, le prohibiremos el mezclarse en las cuestiones doctrina
les
que escapan a su competencia, y penetrar en el dominio de
la Religión.
Es erróneo que se opongan a esta regla de conducta los
concordatos pactados
por la Iglesia con varios gobiernos moder
nos y la paciencia con que sufre las más crueles vejaciones antes
que romperlos. Hallamos,
por el contrario, un argumento decisi
vo a favor
de nuestra tesis en el indigno abuso que han hecho de
los concordatos nuestros gobiernos revolucionarios. Mientras que
estos tratados
tan religiosamente observados por la Iglesia han
sido arbitrariamente despedazados en Italia, Austria, España, se
dice pronto, Francia, donde
no se mantiene el concordato de 1801
sino
con el fin de servirse de él, con la ayuda de los artículos
orgánicos, para esclavizar al clero.
Ya hemos visto resucitar diver-
753
Fundaci\363n Speiro
HENRI RAMIÉRE
sas medidas opresivas que el déspota por quienes hablan sido
promulgadas
no había osado nunca poner por obra; y no se pre
senta
[27] el futuro con perspectivas más halagüeñas. Para com
prender la paciencia que
la Iglesia opone a estas vejaciones y
amenazas basta
con reflexionar sobre las funestas consecuencias
que entrañaría una ruptura. No se trata para la Iglesia de tomar,
en Francia, por la denuncia del concordato, una posición seme
jante a la
que tiene en Inglaterra y América. No sueña de ningún
modo con conservar los subsidios que son, como todos saben, no
una gratuita concesión del Estado, sino una muy insuficiente com
pensación
por el rico patrimonio del que en el pasado siglo fue
despojado el clero. Solo los liberales
de la escuela americana
entienden
de este modo la separación de la Iglesia y del Estado;
pero
esta escuela es con
mucho la menos numerosa.
Para el más
amplio número que hacen
de esta separación su grito de guerra,
dicha separación
no es sino la expoliación de la Iglesia por el
Estado.
La consecuencia inmediata de esta amenaza sería la supre
sión del culto y
de la enseñanza católica en ciertos lugares de
Francia. Miles, quizás millones de almas, se verían privadas de
todo auxilio religioso; y la Iglesia, la tierna madre de las ahnas,
ama más sufrirlo todo que tomar la iniciativa en semejante des
gracia. No es
por ella por lo que teme, ni se espanta por los sub
sidios del clero, sino
por el abandono de estas pobres almas. Pero
si los planes del radicalismo extremo llegaran a realizarse; si, por
un acto de verdadero pillaje, se encontrara reducido el Clero a la
miseria y los católicos franceses, expulsados
de las iglesias cons
truidas
por sus padres, se vieran obligados a celebrar el culto en
los graneros, obtendríamos de esta enorme injusticia una com
pensación que el clero italiano nos enseña a estimar
en su justo
valor:
la elección de nuestros pastores no dependería en adelan
te
de ninguna manera de los lobos que no aspiran más que a
devastar el rebaño
de Jesucristo; nuestros obispos más venerados
entonces
en sus modestas habitaciones que lo son hoy en sus
palacios,
no tendrían que sufrir más las humillantes [28] exigencias
de un prefecto hostil y un ministro masón. Regenerada por la per
secución, libre
de los mercenarios que con miras profanas pueden
tender hoy a abrazar el santo ministerio, más fuerte por su inde-
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LOS CATÓLICOS Y EL ESTADO DEMOCRÁTICO
pendencia, mejor apreciada como consecuencia del vacío que tra
erla consigo su ausencia, no tardarla la Iglesia en reconquistar el
terreno primeramente perdido;
y todo nos hace creer que no aspi
rarla más en Francia que en Inglaterra o en América a cambiar su
libertad tan cariñosamente reconquistada
en favor de las peligro
sas protecciones de un Estado no cristiano.
No debemos, en esto como en las restantes cosas, sino con
formar nuestra conducta con la de la Iglesia. Puesto que en los
pafses
aún regidos por concordatos la Iglesia no pide su abroga
ción,
no la pediremos más que ella. Pero puesto que en los paf
ses en los que el Estado se contenta con proteger su libertad la
vemos cumplir su divina misión con mayor soltura y éxito, es esta
libertad la que ambicionamos para ella y que nos esforzaremos en
asegurarle si la Providencia permite que, por la injusta abrogación
del concordato, sus mismos enemigos rompan sus ataduras.
Perfectamente de acuerdo con
la doctrina de la Iglesia, esta
actirud es eminentemente favorable a sus intereses. Fundamos la
reivindicación
de su libertad, primera necesidad y condición
indispensable del éxito de su divina misión, sobre motivos
que la
autoridad civil no podría rehusar, atendidos su más esencial
deber y sus más graves intereses.
Esta la consecuencia que se desprende manifiestamente de
los principios precedentemente expuestos.
¿Cuál es el más esencial deber del poder civil sino el de
poner la fuerza al servicio del derecho? Este derecho que la auto
ridad civil está llamado a defender, comprende todo aquello
que
el hombre, como ser racional y libre, puede y debe hacer para
conseguir la perfección propia de su naruraleza, sin molestar el
desarrollo de las facultades ajenas. En el primer lugar de estos
medios de
[29] perfección ofrecidos e impuestos al hombre por
su naturaleza se encuentra -la unión con sus semejantes de cara a
conocer
y cumplir mejor su eterno destino; en otras palabras, la
asociación religiosa.
Es ese un derecho esencial, primordial, inalienable de todo
ser libre e inmortal; derecho preexistente a la sociedad civil
y que
ésta tiene el deber de defender, sin poder obstaculizar jamás su
ejercicio.
755
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HENRI RAMlERE
La Iglesia católica no es sino la organización sobrenatural de
este derecho natural. Ella dice a los hombres y les prueba por
signos indubitables lo que tienen que hacer como respuesta al
pensamiento
de su creador y para conseguir el fin por el que
éste les dio el ser. El Estado no puede, pues, sin faltar a su más
esencial
deber obstaculizar la libre obediencia de aquellos que
reconocen en la autoridad de la Iglesia la delegación de la auto
ridad
divina. Semejante conducta constituiría la más criminal
tiranía;
seria la violación del más sagrado de todos los derechos
por un poder instituido única y precisamente para la defensa de
estos derechos.
Seria también, por parte de los depositarios del poder civil,
un acto insensato, tan ruinoso para sus más graves intereses
como contrario a sus más santos deberes.
Por poco creyentes que los queramos suponer, admitamos
que por propia voluntad no reconocen la misión divina de la
Iglesia; existe al
menos un doble hecho que no pueden dejar de
reconocer: por un lado, es cierto que la autoridad de la Iglesia
mantiene
en el espíritu y el corazón de sus fieles el principio de
la obligación, que es la base esencial de todo orden moral y
social. No
es sólo su propia autoridad la que sólidamente esta
blece sobre este principio,
sino la de todas las autoridades legfü
mas, comprendidas [30] la de los gobiernos que la persiguen.
Mientras
que Nerón abusa de su poder para violentar la concien
cia
de los cristianos, San Pablo les ordena a éstos reconocer, en
el orden civil, el poder de Nerón como emanado del poder de
Dios y obedecerle no por temor sino por obligación en concien
cia.
¿Y no vemos hoy mismo, en presencia de poderes hostiles
frente a la
mayoría, a León XIII volver sobre esta doctrina del
Apóstol, y
oponer a las violencias de la Revolución la única fuer
za capaz
de desarmar los brazos de los sicarios?
Pretender romper esta fuerza,
impedir que la Iglesia realice su
misión tutelar, ¿no es,
por parte de los depositarios del poder, una
auténtica demencia, cuando sobre todo no existe ninguna otra ins
titución que reemplace a la Iglesia
en el ejercicio de esta misión?
Si el libre pensamiento pudiera sustituir con otra sanción
moral la
que nos ofrece el Evangelio, extrañarla menos ver a los
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LOS CATÓLICOS Y EL ESTADO DEMOCRÁTICO
constructores del nuevo edificio social sustituir la piedra que la
mano de Dios ha dispuesto
por el fundamento que han inventa
do. Pero
no existe otro: fuera del Cielo y del Infierno del
Evangelio,
no existe sanción superior posible; todas las antiguas
ficciones están irremediablemente desacreditadas; frente a la
Verdad
no hay ni tan siquiera el mismo error, sino la nada. Sí,
nada de sanción moral; he aquí lo que queda a la autoridad civil
fuera de la creencia cristiana. Y sin embargo, los
no creyentes
mismos proclaman la necesidad de esta sanción. Todos aquellos
a los que la incredulidad
no ha obscurecido por completo la inte
ligencia concuerdan con el número
uno de los libre-pensadores
ingleses, Herbert Spencer,
en declarar completamente quimérica
la esperanza de ver arribar a la humanidad a una edad de razón
imaginaria
y libre de toda creencia sobrenatural, encontrar una
regla de [31] conducta sufidente en un código de moral basado
tan sólo sobre razones de utilidad (
4).
Los poderes que persiguen a la Iglesia y obstaculizan su liber
tad, actúan como
si esta esperanza quimérica fuera una realidad
demostrada.
Ven lo que permanece aún de verdadera moralidad,
de respeto del derecho y del deber, de orden verdadero
en el seno
de las sociedades que gobiernan, apoyarse exclusivamente
en las
creencias; y este apoyo único y último, se empeñan encarnizada
mente en destruirlo; combatiendo como a su mayor enemigo la
autoridad divina que los retiene sobre
la pendiente del abismo.
No hay,
en efecto, duda posible respecto a esta cuestión. El
designio de destruir esta autoridad tutelar es la única explicación
posible de la guerra hecha al
poder sea temporal, sea espiritual,
del vicario de Jesucristo.
Cualesquiera otros motivos presentados para justificar esta
guerra parricida
no son más que pretextos hipócritas. Al apode
rarse de Roma, a la Revolución
no le ha preocupado de ningún
modo el buscar para la Italia unificada una capital; establecer su
imperio
en la capital del reino terrestre de Jesucristo y echar
abajo la clave
de bóveda de la sociedad cristiana es lo único que
ha tenido como punto de mira.
(4) HERBERT SPENCER, Introducttan a la Science Sodale, c. 12.
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HENRI RAMltRE
Ha tenido éxito: la clave de bóveda se ha quebrado; ved tam
bién cómo cruje todo el edificio; cómo todos los poderes huma
nos sufren la sacudida de los ataques librados, a su instigación o
con su connivencia, contra el único poder que es verdadera y
estrictamente de derecho divino. Ved cómo la autoridad, impu
nemente ultrajada
en la persona del vicario de Jesucristo, es res
petada ¡en la persona de los soberanos temporales! No hay
uno
solo cuyo trono no se balancee y cuya misma cabeza [321 esté al
abrigo del hierro de los asesinos. Para defenderse disponen de
ejércitos innumerables y
de una fonnidable artillerla. Pero ni los
grandes batallones ni los cañones de largo alcance
pueden nada
contra el inaprehensible enemigo que echa
por tierra la base de
su autoridad. Este enemigo
es el error; y no existe más que un
poder capaz de vencer el error: la Verdad divina encarnada en
Jesucristo y manifestada al mundo por la Iglesia.
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