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Número 393-394

Serie XL

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La hipoteca social (sobre la propiedad privada)

El principio
LA HIPOTECA SOCIAL
(SOBRE LA PROPIEDAD PRIVADA)
POR
SILVANO BORRUSO
Se sabe que el Magisterio de la Iglesia, a partir de la Rerum
Novarum, afirma que existe una hipoteca social que naturalmen­
te grava
la propiedad privada. Citando a Santo Tomás, dice la encí­
clica de León
XIII que "no se han de considerar las posesiones
como propias, sino como comunes a todos, de modo que se pue­
dan repartir con los demás según sus necesidades" y sigue "es un
deber el dar al indigente lo que a uno le sobra" (n. 24). Que el
susodicho principio deba extenderse a la propiedad de la tierra
la encíclica
no lo afirma expresamente, pero tampoco lo niega.
Centesimus
Annus detalla: "La propiedad de los medios de
producción, sean
agrícolas o industriales, es justa y legítima si es
en función de un trabajo eficaz. Pero llega a ser ilegítima, bien
cuando queda sin utilizarse, o bien cuando sirve de impedimen­
to al trabajo ajeno debido a
un esfuerzo para enriquecerse no por
la expansión del trabajo y riqueza de la sociedad sino por su
donúnio, explotación ilícita, especulación o
por el romperse de
la solidaridad entre los
que trabajan" (n. 43). No hay duda de que
se habla aquí también de la propiedad de la tierra.
Precedentes históricos
Se desconoce con frecuencia que el principio de la hipoteca
social estuvo vigente
en la Cristiandad, tanto para la Iglesia como
Verbo, núm. 393-394 (2001), 359-376. 359
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SILVANO BORRUSO
para el poder civil, a lo largo de los siete siglos del feudalismo.
El señor feudal, hacendado por el rey, cargaba con los costes de
administración y de defensa.
La Iglesia, hacendada por la misma
consideración (que se creía empezase con
la dudosa donación de
Constantino),
· cargaba con los servicios sociales: salud, educa­
ción, hostelería, etc.
El pueblo llano, agdcola en su mayada, pagaba un impuesto
anual en productos alimenticios al señor de quien era vasallo,
equivalente a unas cuatro semanas de trabajo. Para vivir, el agri­
cultor medio y su familia necesitaban de otras
14 semanas. Para
los lujos (cualquiera
que estos pudieran haber sido por aquel
entonces) necesitaba de otras
10, y los 150 y tantos días que que­
daban
de año eran días de ocio creativo, durante los cuales se
construyeron, entre otras cosas, aquellas magníficas catedrales
góticas que todavía suscitan la admiración de quienes se asoman
al paisaje del noroeste europeo.
El primer golpe al sistema lo infligieron los barones ingleses
por medio de la famosa Magna Charta. Los libros escolares ala­
ban el documento como conquista libertaria, dejando en el tinte­
ro las correcciones exigidas
por Papa Inocencio III antes de
levantar su sentencia de condenación.
Los barones quedan liber­
tad,
pero no para el pueblo: ellos quedan quedar libres de los
deberes de defensa y administración, o sea de la hipoteca social
que gravaba la propiedad de
la tierra. Desde Inglaterra, la irres­
ponsabilidad de los barones fue extendiéndose como mancha de
aceite
por toda la Cristiandad.
Implacablemente, la responsabilidad de los costes de admi­
nistración y defensa fue transfiriéndose más y más de la nobleza
a los reyes,
que ahora tenían que cargar al pueblo con los
impuestos necesarios para mantener burócratas y soldados.
Los
servicios sociales quedaron en manos de la burocracia eclesiásti­
ca, pero
no por mucho tiempo. Los beneficios de la incautación
de los bienes eclesiásticos, desde Enrique
VIII de Inglaterra hasta
Mendizábal
en España y Cavour en Italia, lejos de llenar los era­
rios regios iba a llenar los bolsillos de los ya enriquecidos terra­
tenientes. Estos, cada vez más libres de toda obligación, acosa­
ban más y más a sus arrendatarios con rentas que les dejaban con
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LA HIPOTECA SOCIAL
lo justo para mantenerse en vida. A las rentas se sumaron los
impuestos indirectos, inventados
por los terratenientes en el
poder para librarse de la responsabilidad que les quedaba, y
transferirla al pueblo.
La esclavitud, echada por la puerta durante el primer milenio,
volvía
por las ventanas en el segundo. Existen de hecho dos
maneras de apropiarse injustamente del trabajo ajeno: bien con­
siderando el ser humano mismo como propiedad privada, o bien
negándole el uso de
la tierra como suya. Esta segunda manera le
fuerza a trabajar para los que
han monopolizado la propiedad de
la tierra. Filosóficamente es posible distinguir las dos, como dos
esclavitudes de especie distinta; pero se trata de la misma distin­
ción entre los dos lados de
una espada de doble filo: a los heri­
dos
no les importa mucho cual de los dos filos los haga sangrar.
Y ocurrió que los expulsados de las tierras que sus padres
habían cultivado
por generaciones se refugiaron en los commons,
las zonas tradicionales de pastoreo de la comunidad. Pero tam­
bién estos, hacia finales del siglo
XVIII, fueron deslindados y sus
ocupantes expulsados.
Lo que salvó a estos desdichados de morir
de inanición fue la Revolución Industrial, que lejos de
causar su
pobreza, palió sus consecuencias más duras, aun sin ellos darse
cuenta.
Por si fuera poco, se le ocurrió al reverendo Malthus inter­
pretar el crecimiento de población alrededor de las ciudades
industriales como
sobrepoblaci6n, y achacarle la culpa (¡!) a los
sin tierra. Este embuste infame sobrevive aún hoy en no pocos
libros de lo que pasa por historia en los colegios.
Unos pocos se dieron cuenta. Quesnay (1694-1774), el "Con­
fucio europeo" como
Je apodaban, se había dado cuenta. Por eso
recomendaba
J'impót unique sobre la tierra como medio moderno
para restaurar
la vieja hipoteca social de manera distinta. Otro
consciente de
la situación fue Turgot (1727-81), ministro de hacien­
da de
Luis XVI. Este intentó derrumbar la inmunidad fiscal de las
clases con privilegios pero sin ya deberes, pero
éstas, demasiado
poderosas, se vengaron de él tramando su ruina.
Hasta Adam Smith (1723-90) se percató del problema, pero la
pensión
que le pasaba el duque escocés de Buccleuch no le per-
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SILVANO BORRUSO
mitió morder la mano de su 1'benefactor". Y, por fin, también se
dio cuenta el profesor Thorold Rogers de Oxford (1823-90) que
tuvo que pagar la osadía de haber expuesto la causa verdadera
de la pobreza devastadora del pueblo británico (y del resto de
Europa) con su expulsión
de la cátedra en 1867.
Hacía siglos
que síntomas aparentemente deligados se iban
acumulando. Mientras millares de alemanes sin tierra amotinados perecían
masacrados
por los caballeros alemanes incitados por Lutero,
millares de sin tierra españoles y portugueses
saltaban el charco
del Atlántico como "Conquistadores". Estos no tardaron mucho
en transformarse de sin tierra europeos en latifundistas america­
nos, y cuando los Jesuitas les impidieron esclavizar a los indios
guaraníes protegiendo a éstos dentro
de las Reducciones, los
terratenientes les declararon guerra.
La ganaron en unos dos
siglos y destruyeron las Reducciones.
Cuando los nobles franceses, reunidos
en Paris por Luis XIV
para evitar una nueva Fronde, dejaban sus tierras en manos de
burócratas estatales para vivir
de pura renta en la capital, surg!a
· la Mafia
en Sicilia, bajo el empuje del mismo fenómeno de mono­
polización de tierras
por unos pocos privilegiados, heredad de un
feudalismo ya muerto.
Asi el latifundismo se convertía en causa determinante de la
ruina de
la Cristiandad. Ya Plinio en la Antigüedad habla señala­
do el mismo fenómeno como causa de la destrucción de Roma:
los esclavos, elemento necesario del sistema, no tenían el más
mínimo interés en defender lo que no era suyo.
En Europa la creación de latifundios contribuyó a mantener
el grupo social de siervos de la gleba;
en América fue una de las
causas de la esclavitud. Se obtenian esclavos de África,
con la
ayuda de africanos pertenecientes a tribus costeras, a bajo precio.
Su destino eran las plantaciones americanas. El comercio de
negros
no podía dirigirse hacia el Viejo Mundo, ya lleno de escla­
vos, pero blancos.
Más aún, el gobierno británico se desembara­
zaba de población "sobrante" deportando sistemáticamente milla­
res de ladronzuelos a Australia, recién descubierta y con mucha
tierra fácilmente expropiable a los aborigenes.
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LA HIPOTECA SOCIAL
Mientras San Juan Bosco empezaba a recoger golfos en las
aceras de
Tutin, arrojados a la calle por la misma política de
expropiación, el añublo devastaba
la patata, única cosecha en
Irlanda de los sin tierra. Ocho millones de ellos, expulsados de
sus granjas
en beneficio de un par de centenares de latifundistas,
se
velan forzados a crear su propio suelo, mezclando tepe con
algas marinas y echando la mezcla entre los pedregales
que les
dejaban (¡bondad suya!) los dueños.
Ahi cosechaban patatas. Al
mismo tiempo, los propietarios exportaban productos alimenti­
cios, para no sólo vivir en Londres, París u otra capital europea,
sino también pagar lo que podfan de sus deudas hacia los ban­
queros, que paulatinamente desposefan a los viejos propietarios
con las garras
de la usura. El hambre de los arrendatarios no era
asunto ni de unos ni de otros.
Quien
no morfa de hambre emigraba (a causa de la sobre­
población, siguen mintiendo los libros de texto).
Los irlandeses,
y más tarde los italianos, pueblos militarmente débiles, fueron a
parar a América, enriqueciéndola a expensas
de. sus paises. Los
ingleses, militarmente fuertes, y expulsados de América tres gene­
raciones antes, se fueron a buscar oportunidades
en África, donde
se apoderaron de cuanta más tierra pudieron, forzando a los
indi­
genas a trabajar para ellos. Cualquier sin tierra no tiene otra sali­
da si quiere sobrevivir.
La diferencia entre las dos formas de esclavitud saltó dramá­
ticamente a la vista al terminar la guerra de Secesión
en América
(1861-65). Quienes la ganaron económicamente fueron los culti­
vadores
ex esclavistas derrotados militarmente. Se dieron cuenta
en seguida de que el trabajo asalariado era muchfsimo más bara­
to que tener que dar de comer, cobijar, vestir y cuidar de la salud
a sus esclavos.
Henry George (1839-97)
El 27 de enero de 1865 un tipógrafo de 26 años en el paro
abordaba un señor bien vestido en una calle de San Francisco,
pidiéndole cinco dólares.
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SILVANO BORRUSO
-¿Para qué los quiere?
-Mi mujer acaba de dar a la luz y no tengo de qué darle de
comer.
El desconocido le dio los cinco dólares. "Si no lo hubiese
hecho" comentaba el
ex tipógrafo años después, "estaba tan de­
sesperado
que no hubiera vacilado en matarle".
El joven era Henry George, a cuya muerte escribieron
ToLSTOY (1828-1910} No se discute con las enseñanzas de George,
simplemente se las ignora. Y no es posible hacer otra cosa, por­
que quien se topa con ellas no puede sino estar de acuerdo.
FRANK LwYD WRIGHT (1869-1959} Henry George nos ha propor­
cionado la sola solución de la cuestión de la tierra.
ALBERT EINSTEIN (1879-1955): Lamentablemente, hombres como
Heruy George son excepcionales. Es imposible imaginar una
combinación más acertada de perspicacia intelectual, forma artís­
tica y ferviente amor a la justicia.
HELEN KEI.LER (1880-1968} El lector encontrará en la filosof'ta de
Henry George una unidad rara de belleza y de poder de inspira­
ción, y una fe espléndida en la dignidad esencial de la naturale­
za. humana.
SoN-YAT-SEN (1866-1925), Las enseñanzas de Henry George servi­
rán como base de nuestro programa de reforma.
ALDoos HUXLEY (1894-1963} Si tuviera que re-escribir Brave New
World, ofr~ería una tercera alternativa ... de sentido común ... una
economía descentralizada y georgista.
Quien quiere documentarse más no tiene sino consultar In­
ternet. Encontrará
ah! más de veinte sitios dedicados a Henry
George
y a sus enseñanzas.
La doctrina: Progress and Poverty
Henry George nació en Philadelphia, Pennsylvania, en una
familia de Episcopalianos, cuya recia piedad Jo marcaría durante
toda la vida.
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LA HIPOTECA SOCIAL
Al ternlinar la enseñanza primaria se embarcó como mozo de
trinquete
en un velero que le llevarla a través del Pacifico hasta
Australia
y la India. Ya por aquel entonces se manifestaba su faci­
lidad para escribir (le habfa
dado clases su madre, maestra de
escuela),
en un diario que todavía se conserva.
De vuelta a Philadelphia aprendió el oficio
de tipógrafo cajis­
ta, pero el paro allí reinante le forzó a transladarse a San Fran­
cisco,
en plena fiebre del oro que se había iniciado en 1849. Dos
expediciones sin éxito le hicieron conocer el hambre
y la adver­
sidad hasta el punto de vivir como
un vagabundo.
Intentó la tipografía otra vez,
pero trabajo y paro se alterna­
ban incontrolablemente, sin que el joven Henry pudiera hacer
nada para obtener
un empleo estable y bien remunerado.
En
1861 conoció a Annie Corsina Fox, huérfana de 17 años,
católica. Durante una enésima crisis económica, sin ahorros y -sin
trabajo, le propuso el matrimonio. Sacó una moneda de 50 cen­
tavos:
-Annie, es todo lo que tengo. ¿Te casarlas comnigo?
-Si las obligaciones matrimoniales no te amedrentan, sí.
A una temporada de prosperidad mediana siguió la banca­
rrota de la
pequeña empresa que había montado con unos ami­
gos tipógrafos, hacia finales
de 1864. Fue esta miseria, que le
obligó a pordiosear los cinco dólares con los que dar de comer
a Annie,
que acababa de dar a la luz su segundo hijo.
Hada tiempo que una idea le inquietaba: ¿Por qué en terri­
torios recién poblados los salarios
son siempre más altos que en
territorios de viejo asiento? ¿Por qué prosperidad y pobreza no
sólo aparecen juntas, sino siguen rumbos siempre más divergen­
tes? ¿Por qué la caridad, sea pública sea privada, no logra elimi­
nar males sociales como el vagabundeo, el pordioseo,
la prosti­
tución?
Si en San Francisco habfa visto como crecían progreso y
pobreza, en 1869 en Nueva York verla la madurez del proceso
durante el intento, vano, de suscribir a la agencia
de prensa
Associated Press el San Francisco Herald para el cual trabaja­
ba como cronista.
El contraste chocante entre la opulencia más
descarada
y la miseria más degradante transformó en obsesión
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SILVANO BORRUSO
el deseo de encontrar una respuesta a las cuestiones que le
inquietaban.
Pero la respuesta
no vino en Nueva York, sino en San Fran­
cisco
unos meses más tarde. Durante una excursión a caballo por
las colinas del este de la ciudad, desmontó y preguntó a un arrie­
ro transeúnte,
para entablar conversación, el precio de la tierra
en aquellos parajes. "No sé", contestó el arriero, "pero un poco
más allá hay un hombre que pide 1000 dólares por un acre".
¿Qué
ocurr!a "un poco más allá" para que un acre de tierra
rural valiese
una fortuna en la California de 1869?
Estaba por llegar el ferrocarril transcontinental. El valor de las
propiedades
en los alrededores de Oakland llegaba hasta las
estrellas
con las peleas de los especuladores que se aseguraban
la posesión
de tierras antes de que llegaran los que la necesita­
rían para vivir y para trabajar.
George entendió. Con el aumento
de la población, el valor
de la tierra también aumenta, y quienes la necesitan deben pagar
por el privilegio de usarla. Pero la tierra es esencial para satisfa­
cer las más básicas necesidades del hombre.
Si existe un derecho
a la vida igual para todos, también existe
un derecho al uso de
aquellos dones de la naturaleza que sirven para sostenerla, tam­
bién igual para todos. Pennitir a un grupo restringido adueñarse
de la tierra es lo mismo que permitir al mismo grupo adueñarse
del resto
de la población. El republicanismo, por no decir nada
de la democracia, se convierten en palabras sin sentido.
El remedio es obvio. Para devolver el control de la tierra a
quienes la usan, es suficiente cargarla
con una hipoteca social
que sostenga
el gasto público del Estado. Quienquiera que ocupe
tierra, que pague en proporción a la cantidad y calidad de valor
sustraído de los recursos naturales pertenecientes a la comuni­
dad, y reciba parte
de aquel valor bajo forma de servicios públi­
cos. Nadie se vería despojado
de los frutos de su trabajo, y la
carga fiscal no caería más sobre la producción.
No había nada nuevo en la visión de Henry George. Se trataba
de la misma conclusión a la que habían llegado el sistema feudal y
hombres como Quesnay y
Turgo~ de cuya existencia por otro lado
George no estaba al tanto. Y empezó a documentarse, y a escribir.
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LA HIPOTECA SOCIAL
En 1879, a sus 40 años, terminó el manuscrito de Progress
and Poverty. Cuatro años después escribirla al padre Thomas
Dawson,
Al terminar la última página, en el corazón de la noche, com­
pletamente solo. caí de rodillas y lloré como un niño. Dejé todo
lo demás en las manos del Maestro ...
Georg e sabía que había escrito una obra importante. Envió
una de las primeras copias a su padre, que vivía en Philadelphia.
En la carta
que acompañaba el libro escribió:
Estoy agradecido de haberlo podido escribir, y que vos estéis
en vida para leerlo ... Al principio, y quiZá durante una tempora­
da no se le dará el debido reconocimiento, pero acabará siendo
considerado como un gran libro. Se publicará en los dos hemis­
ferios
y será traducido en varios idiomas. Lo sé, aunque ninguno
de nosotros dos lo verá en esta tierra.
Todas las profecías se verificaron. En 1905 Progress and
Poverty había vendido dos millones de copias, y en 1920 estaba
ya traducido
en 24 idiomas. Hoy, el número de ejemplares supe­
ra al de el total
de las publicaciones de Carlos Marx. La Funda­
ción Schalkenbach sigue publicándolo
en Nueva York. Porqué
sigue siendo proscrito
en todas las facultades de economía es
problema del que nos ocuparemos más adelante.
El tercer paradigma
Para un lector avisado debería ya estar claro que el geor­
gismo constituye el tercer paradigma económico sobresaliendo a
los tópicos capitalistas y marxistas. En palabras del mismo Henry
George
El error socialista consiste en considerar el capital y el traba­
jo como únicos factores de producción y de distribución. En efec­
to,
en nuestro sistema industrial altamente desarrollado existen
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SILVANO BORRUSO
tres factores _de producción, y luego un cuarto, y generalmente
hablando,
un quinto, de distribución. Además del capitalista A
y el trabajador B, se encuentran el terrateniente C, el .recaudador
de impuestos D y el representante de monopolios injustificados
(además del de la tierra) E. Lo que A y B se dividen entre sí
no es el producto de su esfuerzo conjunto, sino lo que les dejan
C, DyE.
El marxismo diagnostica el problema equivocadamente, y
propone un remedio necesariamente defectuoso. Si existen
sólo capital y trabajo, la tierra es parte del capital. La solución
marxista es la nacionalización de la tierra junto a todos los
demás medios de producción. Resultado: todos acaban despo­
seídos
de tierra, y todos son forzados a trabajar para el estado,
único terrateniente. En los términos del párrafo superior,
C, O
y E
se funden en el único Moloch estatal del cual setenta años
de experimentos en esta dirección han conducido a la ban­
carrota.
El georgismo propone dirigir la atención del recaudador O
hacia el terrateniente C y
el monopolista injusto E, en vez de fijar­
la en los frutos del trabajo del capitalista A y del trabajador B. El
fundamento lógico del razonamiento está en que los frutos del
no-trabajo de C
y E los producen los esfuerzos de A y de B, no
los del propios e y E.
Resultado: a nadie convendría ser terrateniente C o mono­
polista E
sin ser al mismo tiempo o bien capitalista A, o bien
trabajador
B, o las dos cosas. Dicho de otra manera, todos goza­
rían del
100% de los frutos del trabajo propio, más los frutos
de la hipoteca social bajo forma de servicios públicos. Nadie
viviría a costa del trabajo ajeno.
El Estado no tendría porque
cargarse. con los servicios sociales, ya que todos gozarían de
ingresos suficientes como para hacer frente a cualquier gasto de
educación, sanidad, etc.
La burocracia se reduciría a una pro­
porción ínfima de la desmesura
en la que capitalismo y marxis­
mo la han hecho llegar... No sigo. Que el lector siga sacando
por su cuenta las. consecuencias prácticas de la restauración de
la hipoteca social.
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LA HIPOTECA SOCIAL
Un malentendido de origen semántico
Invitado por la National Land League irlandesa, que luchaba
por la eliminación de la explotación inicua de los arrendatarios
por los propietarios absentistas que vivían en Londres, Pañs u
otras capitales europeas, George pasó
un año en Irlanda como
corresponsal del periódico neoyorquino
The Irish World. Alli se
sorprendió al constatar que los obispos de Clonfert y de Meatli
sostenfan la misma tesis de Progress and Poverty. aun en contra
de la opinión mayoritaria del resto del episcopado, tenaz
en su
soporte a la propiedad
de la tierra monopolista (y por tanto sin
hipoteca social).
120 años más tarde
puede uno ver cómo se tratara de un pro­
blema más bien semántico. George
se expresaba en términos de
"confiscación de la renta", lo
que se parecía mucho a "confisca­
ción de la propiedad privada" patrocinada
por los socialistas de
corte marxista
que ya entonces se hacían oir. El malentendido
provocó
una crisis que está todavfa a la raiz del fracaso práctico
de la doctrina social del Magisterio durante todo el siglo
xx.
El reverendo McGlynn
Al volver a América en el otoño de 1882, precedido por la
fama de centenares
de discursos y conferencias, Henry George
tuvo
la grata sorpresa de encontrar un activista, sostenedor incon­
dicional de su doctrina,
en la persona del Dr. Edward McGlynn,
rector de la parroquia de San Esteban de Nueva York. Sólo dos
años mayor que George,
Me Glynn habla recibido la ordenación
sacerdotal
en San Juan de Letrán el 8 de marzo de 1860.
Progress and Poverty le
habla causado tan profunda impre­
sión que le ªconvirtió" y le lanzó a la "conversión" de muchos
más con una actividad incansable.
Era
por aquel entonces arzobispo de Nueva York el Dr.
Michael Augustine Corrigan, ayudado por el vicario general
Mons. Thomas Prestan.
Ya que América era todavfa pais de
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SILVANO BORRUSO
misión, gobernado eclesiásticamente por la Congregación de
Propaganda Fide, Nueva York no habla tenido más que tres obis­
pos. Corrigan y McGlynn,
que habían sido compañeros de estu­
dios, se encontraron
pronto en rumbo de colisión.
George, a
quien no le interesaba la política, había pedido un
aval de 30 mil firmas para presentarse como candidato en las
elecciones municipales para alcalde
de Nueva York en 1886. Las
firmas fueron recaudadas sin dificultad. McGlynn presentó
George a Corrigan. Este,
aun recibiéndole cortésmente, se negó
en absoluto escucharle. Además prohibió a McGlynn apoyar a
George bajo
pena de suspensión a divinis. Fue inútil tanto que
George le regalara un ejemplar de todos sus libros, como que le
proporcionase prueba de
que el obispo irlandés de Meath sostu­
viera su misma tesis. McGlynn fue suspendido.
El candidato de
Tammany Hall, Hewitt, estaba tan aterrado de un posible éxito
electoral de los advenedizos George-McGlynn que pidió el sopor­
te
de Corrigan. El arzobispo condenó la doctrina de George como
"errónea, peligrosa y contraria a las enseñanzas de la Iglesia", al
mismo tiempo intrigando
para que Roma excomulgara McGlynn
y pusiera
Progress and Poverty en el Index.
Una mezcla de corrupción, intimidación y escrutinios fraudu­
lentos contribuyeron para
que Hewitt derrotase a George por 90
mil a 60 mil votos. El 14 de enero de 1887 el Cardenal Simeoni,
prefecto
de Propaganda, ordenaba a McGlynn repudiar pública­
mente las teorías de George y presentarse
en Roma. McGlynn se
negó, aduciendo su salud precaria. Era verdad¡ pero la razón más
determinante era la falta de una específica acusa, además de la
ausencia de un proceso canónico que justificara el decreto epis­
copal
de suspensión. El Cardenal Gibbons de Baltimore, amigo
de McGlynn y que se encontraba en Roma en aquellos días, inter­
cedió ante el Vaticano
para que no pusiera Progress and Poverty
en el lndex.
Los asuntos se precipitaron. El 4 de julio de 1887, al vencer
los 40
dias de prórroga de Roma, se impuso la excomunión a
McGlynn. En esta situación permanecería durante cinco años.
La condición de excomulgado, aunque dolorosa, le permi­
tió denunciar aquellos abusos
de poder eclesiástico que como
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LA HIPOTECA SOCIAL
sacerdote no-excomulgado no hubiera podido. El caso más cla­
moroso fue
la denegación de sepultura cristiana al trabajador
John McGuire, muerto de infarto durante una reunión de la
Anti-Poverty Society el
17 de febrero de 1887. Durante dos
largos años el hermano del difunto, sin tribunal eclesiástico al
cual acudir, había llevado el pleito a los tribunales civiles,
que
no podían sino declararse incompetentes en el asunto. Cuando
al principe Rodolfo
de Habsburgo, suicidado en Mayerling en
febrero de 1889, le fue concedido un funeral religioso en ple­
na regla, McGlynn hizo suya la opción preferencial para los
pobres.
¡Se niega sepultura cristiana a John McGuire! ¿Por qué?
Porque John McGuire no murió por su propia mano, sino ¡por la
mano de Dios en una de las reuniones de la Anti-Poverty
Society.. .. El príncipe Rodolfo era hijo de emperador, John
McGuire un pobre trabajador. Y así al Vicario General le pareció
bien negar a éste sepultura cristiana sin gran peligro
de ofender
a la facción de los poderosos, mejor dicho con su visto bueno ...
El cesar en las obligaciones del cargo le permitió asumir
otro cargo, también doloroso pero necesario: hacer de padre de
los cuatro niños, huérfanos de su hermana, fallecida unas sema­
nas después de su marido.
"Santidad": Carta abierta de Henry George a León XIII
En mayo 1891 Henry George estaba redactando su gran obra
The Science o! Political Economy, cuando salió la Rerum Nova­
rum. Interrumpió su trabajo
(que quedaria sin acabar) para escri­
bir
una carta abierta de más de 100 páginas al Papa.
George creyó ver
en la enáclica una condenación de sus
doctrinas. Empieza:
Santidad: he leído con extrema atención Vuestra encíclica ...
Ya que la condenación más sorprendente está dirigida en contra
de una teoría cuyos defensores sabemos que tendría que recibir
Vuestro apoyo, pido licencia
para exponer delante de Vuestra
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SILVANO BORRUSO
Santidad las bases de nuestras convicciones, y de presentar de
modo claro y ordenado algunas consideraciones desafortunada­
mente pasadas por alto por Vuestra Santidad.
Parangonando las dos doctrinas, no puede uno pasar por alto
que
la del Papa desafía al socialismo en los términos y según la
estrategia escogidos por éste, o sea considerando capital y trabajo
como los únicos factores
de producción y de distribución. Se
sigue que los remedios no pueden ir más allá de una caridad cris­
tiana entre el capitalista A
y el trabajador B, más una intervención
estatal para regular posibles abusos,
pero se dejan intactos los
privilegios injustos del terrateniente C
y del monopolista E, por
lo cual el recaudador D no puede sino seguir acosando a A y B
como antes. George
no titubea en profetizar las conseaiencias de
tal laguna:
La regla de oro (del cristianismo) es no hacer a los demás lo
que uno no querría se le hiciera a él. Pero el sistema que grava de
impuestos los productos y procesos del trabajo, y que por tanto
aumenta los precios de artículos de compraventa, ha hecho surgir
el proteccionismo ... Una tal teoría sanciona los odios nacionales,
provocando una
guerra universal de aranceles; enseña a un pue­
blo que su prosperidad yace
en imponer restricciones a la pro­
ducción ajena; restricciones que no se quieren para la propia; y
pisotear' los derechos de los forasteros se transforma en virtud ciu­
dadana en lugar de la doctrina cristiana de la fraternidad universal.
Era la politica que conducirla al mundo a la hecatombe de la
Gran Guerra.
Cuando una vocación específica requiere un aprendizaje espe­
cial, o el acceso a un oficio está restringido artificiahnente, la com­
petición, impedida, hace que aumente de alguna manera el nivel
de los sueldos. Pero en cuanto el progreso técnico se desprende
de
ciertas habilidades manuales, o en cuanto se abaten las barre­
ras artificiales, los sueldos bajan otra vez al nivel más lnfüno.
Esto es lo que está haciendo delante de nuestros ojos la
politica de globalización, especialmente con la translados de
plantas industriales a países de bajo nivel salarial como China.
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LA HIPOTECA SOCIAL
El progreso intelectual y material necesita un correspondien­
te progreso moral. El conocimiento y el poder no son ni buenos
ni malos. No son fines sino medios, capaces de desarrollar fuer­
zas que fuera de control de unas relaciones ordenadas, necesa­
riamente
toman formas de desorden y de destrucción... mucho
más rápidas y terribles de las que ya han dado al traste con civi­
lizaciones anteriores.
Sin
comentar.
Vuestra encíclica da el Evangelio a los trabajadores y la tie­
rra a los latifundistas. ¿Puede uno maravillarse de los que con
desdén dicen "los curas se apresuran a dar a los pobres cantida­
des iguales de lo que no se ve, pero se guardan bien de hacer
aflojar a los ricos las garras sobre todo lo que se ve"? Esta es la
razón por la cual las masas de los trabajadores se alejan cada vez
más de la religión cristiana.
En la Antigüedad quien se sentía amenazado o perplejo por
algún que otro desastre recorría al oráculo preguntando, "¿en qué
hemos ofendido a los dioses"? Hoy los hombres, amenazados por
males crecientes que se ciernen sobre la sociedad y conscientes
de que hay algo que no va, hacen la misma pregunta a los minis­
tros de religión. ¿Y qué se le contesta? Pues lamentablemente,
con pocas excepciones las respuestas son tan vacías e inadecua­
das como las de los oráculos paganos.
Sin duda hay otras razones detrás del abandono de la prácti­
ca religiosa, pero las citadas
por George se encuentran entre las
más relevantes.
El tono de la carta no es evidentemente el que hubiera usado
un católico, pero George unió a una indudable severidad, un res­
peto poco común.
La carta termina diciendo:
¡Siervo de los Siervos de Dios! Me dirijo a Vos con el más
fuerte y dulce de Vuestros títulos... Deseándoos los días y las
fuerzas
que puedan ... hacer de Vuestro Pontificado uno de los
más gloriosos de todas las épocas; y con el más profundo respe­
to debido a Vuestro carácter personal y cargo nobilísimo, since­
ramente me digo Vuestro Henry George. Nueva York 11 de sep­
tiembre de 1891.
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SILVANO BORRUSO
También este saludo final tuvo carácter de profecía. León XIII
sobreviviria a Heruy George seis años y a McGlynn, tres.
El Papa recibió una copia, traducida al italiano y ricamente
encuadernada,
de las manos del prefecto de la Biblioteca
Vaticana. No contestó a George, pero actuó. Era evidente
que el
telecontrol de los asuntos eclesiásticos de
EE.UU. fuera el primer
anacronismo
que poner al día y la primera anomalía que corre­
gir. En 1892 llegó a EE.UU. el arzobispo (más tarde cardenal)
Francesco Satolli, con el encargo preciso de quedarse como pri­
mer Delegado Apostólico y de resolver todas las disputas entre
obispos y sacerdotes empezando
por el caso McGlynn.
Satolli convocó a McGlynn
en la sede de la Universidad
Católica de Washington. Una comisión de expertos, de la cual
quedaba excluido todo amigo o simpatizante del sacerdote exco­
mulgado, pidió a McGlynn
que presentase un resumen escrito lo
más conciso posible de la doctrina georgista.
Los expertos dicta­
minaron que
no había error alguno, y así McGlynn tuvo la dicha
de celebrar la Misa de Navidad. Moriria
en la parroquia de
Newburgh (Nueva York) el 7 de enero de 1900. George le había
precedido
en la tumba, abatido por un infarto cuatro días antes
de las elecciones de 1897 para alcalde de Nueva York.
Marx defrauda a George del siglo xx
¿Como hubiera sido el siglo xx si, en lugar de seguir las doc­
trinas funestas del
"prmcipe de los atolondrados" (así llamaba
George a Carlos Marx),
se hubiese conducido de acuerdo con los
principios georgistas?
No hay qué achacarle a la
Rerum Novarum haber causado el
socialismo del siglo xx por auspiciar la intervención estatal. Pero
no hay duda de que el socialismo imperó durante todo el siglo y
lo sigue haciendo.
Tampoco
puede uno negar el fracaso clamoroso de todas las
doctrinas económicas propuestas entre 1900 y 2000.
Los premios
Nóbel concedidos a los gurús de la "ciencia ruin" desde
1969
recuerdan a grandes olas rompiéndose en la orilla una tras otra
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LA HIPOTECA SOCIAL
con continuidad puramente cronológica pero de ninguna mane­
ra lógica ni
a fortiori metafisica.
Sobre la corrupción de las ciencias económicas desde 1900
hasta la fecha
puede leerse la obra de los profesores Mason
Gaffney y Fred Harrison
(1).
Quien se ocupa seriamente de asuntos corrientes sabe que las
masas de trabajadores americanos no son socialistas, sino conser­
vadoras. Los multimillonarios son socialistas y colectivistas, y cuan­
to más multimillonarios tanto más socialistas tienden a
ser. Marx es
el oráculo imperante
en las universidades más importantes del
país.
En Gran Bretaña la London School oí Economics, fundada por
el matrimonio Webb en los años 1930, tiene la tarea precisa de
difundir el evangelio del socialismo fabiano, o sea, a plazos. Todos
o casi los líderes tercermundistas educados
en las universidades
anglosajonas son marxistas,
de nombre, de hecho o ambas cosas.
¿Qué les ofrece el marxismo a estos señores? En
una palabra,
poder. Quien desea poder, y tiene dinero para comprarlo, no
necesita más que capturar los centros de formación intelectual,
que es exactamente lo que hicieron los que financiaron las uni­
versidades a principios del siglo
xx. De ahí que a la pregunta
"¿Has oído hablar alguna vez de Henry George?" cualquier estu­
diante universitario contesta negativamente.
Cuando
no es el marxismo, el paradigma reinante en la ense­
ñanza de la econornia es el neo-clasicismo. ¿Qué enseña?
Que el
terrateniente
C, el capitalista A y el monopolista E son una y la
misma realidad. Sólo al recaudador D se le permite acosar inde­
pendientemente a los trabajadores B y capitalistas
(no en cuanto
terratenientes)
A. La diferencia con el marxismo no es tanta.
Siglo XXI Jneunte
La economía moderna acertadamente incluye, en la defini­
ción
de tierra, todos los recursos naturales añadidos por el pro-
(1) The Corruption oí Economics, Shepheard-Walwyn (Publishers) Ltd.
Londres, 1994.
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SILVANO BORRUSO
greso tecnológico durante los siglos XIX y xx. Se puede empezar
por el espectro electromagnético, para continuar con la capaci­
dad del medio ambiente para absorber sustancias contaminantes,
la extracción de energía en sus varias formas, el espacio aéreo
y cósmico además del terrestre y acuático, etc.
Si los que sus­
traen valor a estos recursos pagaran la hipoteca social para los
gastos públicos,
el valor añadido por el sudor de su frente se le
quedaría entero
en el bolsillo. Y la reforma sería verdadera y per­
manente,
poniendo punto final a una anomalia de siglos causa
de tantos males.
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