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La política cristiana: Teoría y práctica

Si nos planteamos la pregunta ¿qué debemos a Cristo en lo referente al problema político?, debemos responder que, en este como en otros sectores, a Cristo se lo debemos todo. Debemos todo a Cristo, ante todo porque, como nos recuerda el prólogo del Evangelio de San Juan, «todas las cosas fueron hechas por Él y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho». Esta afirmación del prólogo de San Juan tiene también un significado político; un significado anterior a la Encarnación de Cristo, es decir, aplicable a las «cosas» que preceden a la Encarnación de Cristo precisamente porque todo fue hecho, es decir, creado, por medio de Él. Lo que fue hecho por la creación, que no es lo informe, es decir el caos, ni la materia o el espíritu genérico que no tiene una individualidad, sino el orden de las «cosas», en particular el orden de todo ente y, más concretamente, el orden del ente que es la persona humana.

Lo que quiere decir que lo finito, que es lo creado, cada ente creado, es «positivo», es decir, es (metafísicamente) bueno: no es la falta de algo, no aspira a retornar a la nada sino que, más bien, tiende a la plenitud del ser. Esto es fundamental para comprender, en mi opinión, el pensamiento político de la antigüedad que presentaba tantos defectos, tantas insuficiencias, tantas limitaciones precisamente porque le faltó a la genialidad de los pensadores griegos la capacidad de llegar a la creación, como se nos ha recordado durante los trabajos de esta reunión, muy brillantemente, por el profesor Petit. Pero los pensadores clásicos intuyeron que no podía haber política sino en el orden de lo «dado», en la contemplación de lo que constituye la experiencia social y política.

Por lo tanto, debemos decir que los pensadores griegos, sobre todo los que destacan sobre los demás (entre ellos Platón pero, en mi opinión, sobre todo Aristóteles), vislumbraron, en parte, lo que después dirá la Revelación; lo que recogerá San Juan es lo que nuestra experiencia plantea a la inteligencia de cada uno de nosotros como problema: la cuestión debe ser resuelta en el sentido en que fue dirigida a su solución por los pensadores clásicos; es decir, contemplando el dato, esto es, lo que nosotros podemos y debemos explicar con nuestra inteligencia, llegar a determinar la naturaleza y, por lo tanto, el fin de la comunidad política. Muy oportunamente la profesora Consuelo Martínez-Sicluna ha recordado que el pensamiento griego, especialmente Platón y Aristóteles, considera que el elemento que caracteriza al Estado es la justicia; el Estado en el sentido de comunidad política, no como ha sido concebido por la «modernidad» sobre lo que ha intervenido magistralmente Miguel Ayuso.

La justicia es el elemento (como dirán después también los pensadores cristianos comenzando por San Agustín) que ofrece el criterio para juzgar cuándo existe una comunidad que pueda llamarse política, esto es caracterizada por la regalità[1], no simplemente por el poder; por una regalità del hombre y sobre el hombre a la vez, pero la regalità –repito– no es sólo el ejercicio de una superioridad, sino que es el servicio para cada hombre y para toda la comunidad, para que cada hombre pueda llegar a ser plenamente lo que es virtualmente –para utilizar un lenguaje aristotélico–, es decir, aquello que es potencia (potencia que es ya acto), porque la virtualidad no es el paso del no ser al ser sino desarrollo del ser que ya es.

Pensar que la justicia es el elemento que caracteriza a la comunidad política significa pensar que el orden debe ser el propio de la comunidad política; en cuanto tal no puede venir más que del Creador, es decir, viene de Aquél que precisamente es el artífice de todo lo que está caracterizado por la contingencia y que debe tener inscrito necesariamente su fin en su propio ser, en su propia naturaleza.

Para los pensadores que no han conocido la Revelación cristiana, la comunidad política se convierte en el lugar y en el medio en el cual y con el cual se puede y se debe garantizar la posibilidad de desarrollo de la persona humana, no como lo concibe el moderno pensamiento político (que cree que el desarrollo de la persona humana viene dado por la garantía dada a cada uno de que pueda hacer lo que quiera), sino más bien entendido como crecimiento orgánico de su propia naturaleza para conseguir el fin intrínseco de la misma. Nos lo recuerdan los pensadores antiguos, particularmente Platón, Aristóteles y, más tarde, Cicerón.

Por lo tanto, nosotros debemos necesariamente reconocer que la realeza de Cristo está ya inscrita en las cosas: ciertamente el hombre puede desconocerla, puede rechazarla, puede rebelarse ante esa realeza; pero la regalità está en las cosas y Cristo puede decir (nos lo recuerda San Juan): yo soy rey, yo soy quien rige el universo y, sobre todo, soy quien rige al hombre. Como rey, Cristo ha sido adorado por los Magos aunque su reino jamás encontrará su cumplimiento en la historia. Esto no significa que no esté en la historia; el hecho de que esté en la historia, aun no encontrando su cumplimiento en ella, ¿acaso significa que no debemos empeñarnos en que su reino se realice incluso política y socialmente? ¿Significa, acaso, que no debamos empeñarnos para que la realeza de Cristo, que es benéfica, triunfe también en lo temporal y no solo en la intimidad de la conciencia? ¿Significa, acaso, que estando en el evangelio la afirmación de Cristo según la cual su reino no es de este mundo, nosotros debamos abandonar el mundo a su destino? ¿Acaso debemos entender por «mundo» algo negativo, algo que está contra Cristo y contra su realeza? Creo que la afirmación de Jesús debe ser interpretada como lo hace Dante Alighieri quien dice que en esta afirmación debemos entender la enseñanza de que lo temporal tiene su autonomía (que no es independencia porque la autonomía no implica que lo temporal tenga el derecho de gobernarse con criterios deducidos sólo de la voluntad, pues tiene el deber de gobernarse según las reglas de aquel orden natural y cristiano expresado por la creación y que está impreso en cada uno de nosotros).

La explicación de Dante Alighieri no debe ser entendida en el sentido de que Cristo no es señor de lo temporal. Cristo es señor también de lo temporal aunque no asuma, como modelo de la Iglesia, directamente su cuidado. Por lo tanto, autonomía de lo temporal no significa reivindicación de la libertad luciferina, es decir, la libertad de la «rebelión» contra el orden querido por Dios e inscrito en cada uno de nosotros. No solo eso. Mi reino no es de este mundo creo que debe ser interpretado no en el sentido de abandono –repito– del mundo sino en el sentido de que en el mundo y, por lo tanto, en la historia, están presentes a la vez necesariamente la libertad y el riesgo de la libertad; efectivamente, la historia es también el «lugar» donde cada individuo se juega su destino, es decir, expresa sus elecciones; digo «elecciones» y no «determinaciones» como alguno quisiera hoy que fuese la libertad, o más bien el resultado de la libertad; el campo de trigo y de la cizaña de la parábola evangélica quiere decir que ciertamente no toda la historia puede y debe ser sagrada.

La necesaria libertad del hombre, requerida por su misma naturaleza y por su mismo gran destino comporta que el hombre puede servirse de su libertad incluso de forma incorrecta en un sentido no bueno sino malvado, por lo cual debemos ciertamente, aunque dolorosamente, admitir que no todo lo que ocurre en la historia es conforme con el reinado de Cristo. Sin embargo, la realeza de Cristo sigue siendo el criterio para juzgar lo que se debe admitir y lo que debe ser rechazado; lo que debe ser aprobado y lo que debe ser condenado, sea lo que practica cada hombre o lo que practica la comunidad de los hombres en su conjunto.

Precisamente porque existe el riesgo de la libertad los laicos deben, a la luz de las enseñanzas evangélicas, comprometerse para establecer en lo social y sobre todo en lo político las premisas para que se puedan crear las condiciones que ayudan a los hombres a llegar a ser mejores. También es esta la enseñanza de filósofos precristianos, como por ejemplo Platón, quien se pregunta si hay algo más hermoso para el hombre que llegar a ser mejor. Por lo tanto, el laico debe comprometerse a fin de que existan las condiciones para que el hombre pueda llegar a ser mejor.

Esto comporta que el ordenamiento jurídico de la comunidad política, precisamente porque es ordenamiento jurídico, debe rechazar el indiferentismo, debe rechazar el neutralismo que es la máscara bajo la cual se esconde el desafío a Dios, el rechazo de su realeza y la pretensión del hombre de ser como Dios o más que Dios. Por tanto, la afirmación de Cristo según la cual «mi reino no es de este mundo» se convierte en una fuerte invitación para comprometerse, para realizar no simplemente las condiciones para la convivencia de los arbitrios (Kant) o para garantizar a todos poder «narrarse» a sí mismos como dice parte de la moderna filosofía norteamericana, que vuelve a Europa después de haber nacido en ella. Por el contrario, el ordenamiento jurídico –repito– en armonía con la naturaleza humana debe ayudar a los hombres a conseguir el bien que es el bien común; el bien de cada individuo y, en consecuencia, el bien de la comunidad política.

Por lo tanto, debe ser reconocida la autonomía de lo temporal, la bondad de lo temporal; pero debe tomarse nota de la ambigüedad de lo temporal que brota de la condición existencial humana. Esta ambigüedad no debe llevar a reconocer el derecho de afirmar determinados errores: más bien es bueno que se prevean aquéllos y que si es posible sean rechazados desde su nacimiento porque, como dice Cristo, nadie puede servir a dos señores: nadie puede en su intimidad ser cristiano y ser no cristiano hacia fuera hasta el punto de alinearse con el anticristo para «rechazar» la realeza del Señor. Necesariamente hay que elegir incluso políticamente, es preciso buscar la justicia, el reino de Dios, que es condición de la comunidad política y también la condición para que lo demás venga dado por añadidura, para que venga como corolario: esta es la primera reflexión que quería presentar.

Pero en el Evangelio hay, a propósito de la política, una afirmación que me ha hecho reflexionar mucho. En Mateo 12, 25 está escrito que «todo reino en sí dividido será desolado, y toda la ciudad o casa en sí dividida no subsistirá». Es una afirmación que Mateo parece «lanzar ahí» casi incidentalmente, es decir, por casualidad. En cambio, creo que aquí hay un significado filosófico-político muy profundo y muy interesante, especialmente para la llamada cultura política contemporánea. Efectivamente, hoy, todos, de hecho o de derecho, es decir, en la práctica, comparten la tesis de la politología, es decir aquella concepción de la política según la cual la comunidad política no tiene una naturaleza, no tiene un fin y un orden propio, es decir, natural. Al contrario, se sostiene que aquélla tiene aquel fin y solamente aquel fin que las fuerzas políticas prevalentes en la sociedad logran, de cuándo en cuándo, atribuir a la comunidad y al Estado. Esto no es solo la enseñanza de algunos que se dicen juristas sino también la de quienes comparten la tesis del llamado Estado como proceso.

De ello se sigue que en gran parte de las comunidades políticas las leyes se hacen teniendo presentes los intereses de las «corporaciones» (entendiendo «corporaciones» no en su sentido noble sino en sentido negativo), que logran condicionar a quien tiene el poder; mejor aún, se debería decir que las «corporaciones» logran llevar al poder a personas que persiguen los intereses de aquéllas. Esto es clarísimo, sobre todo en los Estados Unidos de América donde, detrás de los dos grandes partidos, hay únicamente distintos intereses, no una visión política alternativa. También ha sido esta la experiencia de la primera república en Italia. Incluso actualmente toda coalición de partidos se hace portadora de los deseos de determinados sectores y se compromete a impedir que se hagan leyes que sean, desde un punto de vista utilitario, dañosas para los intereses de los sectores representados.

Esta es una posición que se deduce de una teoría política según la cual no existe desde su origen la ciudad, la comunidad política: la lucha, el conflicto, la guerra civil (aunque librada con medios que no sean las armas), es el elemento que caracteriza a la «política». Así la comunidad política está destinada a no poder subsistir, como dice el Evangelio: una comunidad política dividida contra sí misma no puede subsistir porque el conflicto le impide hasta nacer. Pues todo reino dividido contra sí mismo debe arruinarse necesariamente. Se experimenta sobre todo en las comunidades que en nombre de la defensa de estos intereses de parte terminan por secundar un ideal de vida cómoda que Aristóteles nos recuerda no es la vida feliz: efectivamente, la vida feliz, incluso para un pagano como Aristóteles, es la que lleva al hombre a la independencia y a la autonomía (entendidas no en el sentido de hacer lo que se quiere sino más bien en el sentido ser capaces de reconocer por sí mismos las normas que se deben seguir en tanto que inscritas en las cosas y en el ser humano). Toda comunidad política dividida contra sí misma está destinada a arruinarse precisamente porque le es necesariamente ajeno el concepto y la exigencia del bien y, por tanto, del bien común.

La politología, por un conjunto de factores, se ve obligada de hecho a identificar el bien común con la riqueza, lo que no puede ser el fin de la comunidad política. La riqueza, efectivamente, está destinada a ser un medio de supervivencia, no el fin del hombre. El hombre no puede situar su propio fin en algo exterior a él porque haciéndolo terminaría por rebajarse. Pero eligiendo el bienestar animal como fin de la comunidad política se termina no sólo por instaurar el conflicto sino incluso por rebajar el hombre a un nivel inferior al de las bestias porque, como observó Aristóteles, el hombre no puede dejar de utilizar las armas con las que le ha dotado la naturaleza, es decir, la inteligencia y la razón. Este es otro punto sobre el que es bueno reflexionar a fondo.

A propósito, el Evangelio representa la desautorización de la "política" practicada incluso por aquellos que decían (o dicen) inspirarse en la doctrina social de la Iglesia ignorando todo de ella. Es síntoma de ello el continuo llamamiento que, sobre todo desde León XIII hasta Juan Pablo II, se ha visto obligada a hacer la Iglesia recordando continuamente a los hombres no solo las exigencias de la coherencia con respecto a la fe, sino sobre todo, la necesidad de respetar la racionalidad que es característica de la naturaleza humana.

Por eso es necesario volver a meditar algunas páginas del Evangelio o de la enseñanza del Nuevo Testamento. Ante todo debemos reconocer que no se debe dar a los peños lo que es santo, como dice el Evangelio (Mateo 7, 6). Después debemos tratar de convencer a nuestros semejantes de que es necesario buscar la verdad incluso en el campo político situándolos ante las dificultades teoréticas en las que se encuentran: la naturaleza tiene sus exigencias y la naturaleza humana está «abierta» a lo sobrenatural. También debemos volver a meditar sobre el hecho de que no podemos nada contra la verdad: los hombres han sufrido la ilusión de que podían prescindir de ella; es más, han creído que podían pisotearla. El profesor Petit ha recordado a este propósito algo muy profundo: la verdad no es solo el resultado de pensar sino que es la condición del pensar. Esto es muy verdadero. Vale también para lo político, es decir, no podemos ni siquiera pensar lo político si no pensamos, precisamente en la verdad. La prueba viene dada por el hecho de que los hombres, cuando han creído que podían construir contra la verdad, se han encontrado siempre frente a lo absurdo y a lo atroz.

Bastaría pensar en las tragedias del pasado siglo que acaba de terminar. El «no pensamiento» hegeliano o el rusoniano, por ejemplo, han llevado a las atrocidades del totalitarismo moderno olvidando, aunque con la intención de explicarlo de forma racionalista, que todo (por tanto, también todo individuo humano) ha sido hecho por medio de Él, es decir, por medio del Verbo (y que, por tanto, tiene una consistencia ontológica), y nos hemos encontrado frente a los campos de exterminio. El «no pensamiento» fuerte de Hegel para quien el ciudadano está en función del Estado (con todas las consecuencias que hoy debemos registrar), como el «no pensamiento» débil de la llamada filosofía de la narración contemporánea (que atribuye a todo individuo, entendido únicamente como fenomenología de la libertad, el derecho a hacer cualquier cosa) son la negación del orden de la creación. En el plano político significan el rechazo de la metafísica, premisa necesaria para la auténtica actividad de gobierno. Estamos en presencia de una locura colectiva que pretende construir destruyendo. Esto no es la política. La política no puede admitir que no existe el bien, que el orden sea cualquier orden racionalista, que no existe la normalidad y que la libertad se identifique con la libertad negativa de la que no goza ni siquiera Dios (Dios, que es la libertad, no puede suicidarse mientras que el hombre suicida cree que puede poner en la nada su propia subjetividad y ser).

Sobre estas cuestiones es necesario reflexionar a fondo. Sobre todo no es posible aplazar un nuevo pensamiento sobre el problema de la libertad, ya que es una cuestión de fondo: como no es posible pensar sino en la verdad, así debemos comprender, como enseña el Evangelio, que no es posible ser libres sino en la verdad.

 

 

[1] El autor contrapone regalità (literalmente «realeza») con sovranità (o soberanía). El primero de los términos significa, en el sentido que le da el autor, «gobierno de los hombres según las leyes morales objetivas y el derecho natural». Por eso, en un primer momento, mejor que repetir la perífrasis anterior, hemos preferido dejar el original regalità. Luego, con el discurrir del texto, al referirse la regalità a Cristo, hemos traducido por «realeza», ya que la expresión «realeza de Cristo», según la intención de Pío XI en Quas primas, es común en castellano (nota del traductor).

 

(N. de la R.) Este texto procede de la traducción de la conferencia dada por el autor en las jornadas de amigos de la Ciudad Católica, y conserva el estilo de la lengua hablada.