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Número 425-426

Serie XLII

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La persecución religiosa en España entre 1819 y 1891

LA PERSECUCIÓN RELIGIOSA EN ESPAÑA
ENTRE 1819 Y 1891
POR
FRANCISCO JOSÉ FllRNÁNDEZ DE LA C!GOJ'!A e;
Las fechas que acotan esta conferencia son las que señalan el
nacimiento y muerte de
un español insigne y de un católico
ejemplar:
Luis de Trelles Nogueral. Ubicado en una patria y en
una Iglesia a las que sirvió y amó ejemplarmente, qué duda cabe
que las circunstancias de la una y de la otra marcaron su exis­
tencia. Y de modo muy notable.
Es lo que nos proponemos
exponer
en estas palabras que tienen mucho más el propósito de
señalar las coordenadas entre las
que Trelles se movió que refe­
rirme a su persona, tarea sin .
duda. mucho más grata dada . la
excelsitud de sus virtudes, que sin duda desarrollarán, con
mucho más lucimiento que yo, los doctos conferenciantes que
me acompañan en este ya XIV Curso de verano sobre tan nota­
ble español y sobre tan ferviente católico.
Las fechas que marcan la. venida a este mundo y la marcha
de
él de cualquier mortal suelen ser ajenas a los hitos de la his­
toria y por ello voy a anticipar en once años el plazc¡ de mi estu­
dio,
que abriré en aquel año trágico y glorioso para nuestra patria
que fue el de 1808. Pero antes de ocuparme de él son necesarias
unas consideraciones previas que remontan los siglos.
(•) Reproduc;:imos, con mucho gusto, la conferencia pronunc~da por nues­
tro querido colaborador Francis(:o José Férnández de la Cigoña en ~1 XIV Curso
de Verano _de la "Fundaéión Luis de Trelles", publicada en las· actas de dicho
curso, La herencia espirftual de don Luis de .Trelles en ÁVÍ!a, Francisco Puy (ed.),
Fundación Brañas, Santiago de Compostela, 2004, págs. 25...64 (N. de la R).
Verbo, nllm. 425-426 (2004), 451-482. 451
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FRANCISCO JOSÉ FERNÁNDEZ DE LA CJGONA
No podríamos especificar cuándo España y la religión católi­
ca fueron algo indisoluble. Pongan ustedes las fechas que quie­
ran. Pablo, Santiago, la Virgen del Pilar, Recaredo y el tercer
Concilio Toledano, Covadonga,
Femando III el Santo ... Las más
hermosas leyendas se entremezclan y se confunden
con las más
hermosas historias conform~do, con sangre y con or3.ciones,
con guerreros y con monjes, con reyes y con artistas, un 1nodo
de ser y de estar en el mundo: el español. Y ello fue así. Pese a
quien pese. Duela a quien duela. Basta simplemente
con pasear
por España para comprobarlo.
Las espléndidas catedrales, las miles y miles de iglesias, gran­
diosas muchas, hu1nildes más, que cantan por toda nuestra tie­
rra el nombre de Cristo, el de su Madre en miles de invocacio­
nes, el de sus santos ... Y cuántas 'son las imágenes que desde el
pincel, el cincel o la gubia de nuestros artistas movieron la devo­
ción
de;, nuestros mayores. Y las Semanas Santas andaluzas o cas­
tellanas.
El Corpus de Toledo, de Sevilla o de Granada. El Ca­
mino jacobeo.,.
Se me dirá que catedrales las hay también en Europa. Y artis­
tas excelsos
que acercaron la belleza infinita de Dios a sus obras
magistrales. Y reyes y reinas santos.
Sí, es cierto. Pero Lutero
rompió el catolicismo. alemán y Enrique
VIII el inglés. Y, la Revo­
lución por antoriomasía, el francés, minado desde hacía tiempo
por el galicanismo, el jansenismo y el protestantismo. Ya apenas
quedaba España como nación abrazada a su religión. Y hacien­
do verdad aquellas palabras de Menéndez Pelayo: dándole mil
pueblos
por cada uno que le arrebataba la herejía. Son hechos
que conocéis
todos y no me voy a extender sobre ello. Sólo decir
que así, aunque exhausta, aunque á.ffiliriada, aunque derrotada
ya en los campos de batalla, llegó España a 1808.
En
esa fecha España comenzó a cambiar. Lo que no habían
conseguido el Turco, Inglaterra o Richelieu pareció que iba a
lograrse
por aquel genio de la guerra e hijo de la Revolución que
fue Napoleón Bona parte. Las bayonetas de sus soldados . arro­
jaron a nuestros reyes
de su trono, a los monjes y a los frailes de
sus monasterios y conventos, y a la InquiSición, ya muy decaída,
de la atalaya desde la que velaba por la pureza de la fe de los
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LA PERSECUCIÓN RELIGIOSA EN ESPANA ENTRE IBI9 Y'l89I
españoles. Y digámoslo, porque es verdad, en trabajo que reali­
zaba el Tribunal del Santo Oficio a total satisfacción del pueblo
español.
Y
ese pueblo español, movido por el amor a sus reyes y a
su religión, se levantó unánime, desde Cataluña, Aragón
y· Nava­
rra hasta
Andalucía, desde Galicia a Levante, como un solo hom­
bre,
en una guerra verdaderamente religiosa, predicada desde
los púlpitos y las pastorales de los obispos, con tan escasas
excepciones
que el dictado de afrancesado fue un verdadero
baldón en quienes lo sufrieron. Como un auténtico sambenito
inquisitotial. Fue mínimo el
número de los que siguieron a José
Bonaparte y
no pocos de ellos tomaron ese partido porque no
les quedó otro remedio. Unos porque, funcionarios en Madrid o
en otras capitales dominadas por-las armas francesas, Con· una
familia a su cargo, tuvieron que prestar
un acatamiento externo
que
no sentían en su corazón. Otros, porque creyeron que quien
ya era el amo de Europa era invencible. Y, en verdad; lo pare­
cía. Estaban, por fin, los verdaderos afrancesados, los que, como
Llorente, queñan acabar con los frailes y la Inquisición y apo­
derarse de sus bienes y para ello
no velan mejor medio que el
triunfo francés.
Pero
en la España heroica que resistía y moña por su rey y
su religión surgió,
por primera vez en muchos siglos, en realidad
desde los focos protestantes de Sevilla
y Valladolid ·y desde la
expulsión de los moriscos, ·un grupo insolidario con quienes
arriesgaban vidas y haciendas en los campos de batalla y cuyo
pensamiento era muy próximo al napoleónico salvo
en lo refe­
rente a la independencia patria.
Y
en el Cádiz sitiado por las tropas napoleónicas un grupo de
dip11tados, ciertamente mayoritario én el· inicio de las Cortes,
emprendió una labor legislativa que, pése al dishnulo, no conse­
gufa ocultar su animosidad contra la Iglesia. Una hábil maniobra
consiguió que las Cortes convocadas, en -vez de ser estamentales,
como correspondía a
la tradición española, se reunieran en un
solo cuerpo con exclusión de la nobleza y la Iglesia como esta­
mentos. Y como
en la muchas de las provincias, ocupadas por el
francés o
por la lejarifa ultramarina, no podía realizarse la elec-
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FRANCISCO JOSÉ FERNÁNDiiZ DE LA CIGONA
ción de diputados, se eligieron en Cádiz suplentes que en buena
parte integraron la mayoría liberal.
Dos maniobras destinadas abiertamente a controlar las futu­
ras Cortes y que, entonces, pasaron desapercibidas
en su tras­
cendencia para la
inmensa mayoría del pueblo español, que no
era contrario a que se reuniera esa vieja institución política de
nuestras .tradiciones patrias. La circunstancia no podía ser más cri­
tica. La familia real prisionera en Francia, casi todo el territorio
patrio ocupado
por las tropas francesas ... El 24 de septiembre de
1810 comenzaron
en el Cá.diz sitiado, o, mejor, en la Real Isla
de León, hoy San Fernando, su andadura.
Y, desde el primer
momento, dos 1nedidas entonces revolucionarias. La proclama­
ción de la soberania popular y de la libertad de imprenta.
No podemos juzgar
con criterios de hoy los hechos del pasa­
do.
Si el pueblo soberano y la libertad de escribir son hoy patri­
monio de las democracias occidentales, entonces supusieron una
grave quiebra en el régimen político imperante. Y no creamos
que
son dos medidas políticas que nada tienen que ver con la
religión. Porque, seguramente
en ellas está la clave de la trage­
dia,
en muchas ocasiones sangrienta, que vivió España en los dos
últimos siglos.
La Iglesia hoy convive, bastante pacificarnente, con las demo­
cracias occidentales e incluso piensa
que es el mejor de los sis­
temas polfticos posibles
en el día. Con una reserva que apenas
incidiría
en el normal funcionamiento de esas democracias. Sea
el pueblo soberano quien decida el gobierno de los Estados en
buena hora, pero_ existen _algunas-cuestiones que no pueden
someterse a la voluntad del pueblo. Porque esa voluntad no hace
bueno lo malo ni justo lo injusto. Aquelki que los monarcas abso­
lutos españoles
no podían legislar, por contravenir altos princi­
pios a los que incluso ellos debian someterse, tampoco
podfa
quedar sujeto a la voluntad soberana del pueblo. Y aun hoy, con
la Iglesia partidaria de la democracia, sigue rechinando en oca­
siones el entendimiento ante cuestiones como,
por ejemplo, el
aborto. Ciertamente
ha variado la expresión oral de la justifica­
ción
de esos posibles desencuentros. Antes se decia que no se
podía legislar contra la expresa voluntad de Dios,
en este caso
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LA PERSECUCIÓN RELIGIOSA EN ESPANA ENTRE 1819 Y 1891
manifestada por el no matarás, Hoy parece que por prudencia, o
seguramente
por núedo a no pasar por fundamentalistas, aunque
en algunas ocasiones al católico no le queda más remedio que
serlo, se acude a expresiones menos comprometidas como el
orden moral objetivo o lo
que atente a la dignidad de la persona
humana. Pero a nada
que se analicen se comprenderá que se está
diciendo lo
núsmo.
Se había _abierto ya la brecha por la que se podría someter la
Iglesia
al Estado. Bastaba con que fuera esa la voluntad popular.
Y, no entramos ahora en lo que era esa voluntad popular que no
era ciertamente la del pueblo .español sino la de unas núnorlas
que supieron hacerse con el poder político. El camino· estaba
expedito,
no quedaba más que andarlo.
No vale decir
que en el régimen absoluto también estaba la
Iglesia supeditada al Estado. Porque la situación era muy
distin'
ta. En primer lugar voluntaria por parte de la Iglesia, y:en segun­
do lugar respetuosa por parte . del Estado. Para medidas graves
como la desamortización de Godoy o
fa sujeción de los regulares
a prelados españoles se buscó, y se logró, el consentimiento del
Papa. Veremos enseguida cuál fue la conducta de los liberales.
El decreto sobre la libertad de imprenta, que acababa con mil
trabas no pocas de ellas absurdas, segurame;,nte no hubiera pasa­
do sin una restricción que nos atrevemos a calificar de hipócrita.
No
en todos los diputados que la votaron, pero si ciertamente en
algunos que seguramente eran los más influyentes. Los libros que
se refirieran a la Religión quedaban sometidos a la previa censu­
ra
de los ordinarios eclesiásticos. Con lo que parecfa que la
Iglesia podía quedar tranquila. Evidentemente esa censura que­
darla en agua de borrajas.
En menos
de una semana se había abierto la puerta de lo que
fue nuestro siglo XIX, el más trágico para la Iglesia española desde
la invasión musulmana, sólo superado
por el siguiente que fue su
hijo y continuador.
No faltaron voces
que protestaran de lo que se estaba hacien­
do.
Los diputados tradicionales en las Cortes, los obispos en sus
actuaciones, escritores
en periódicos, .libros y folletos, entre los
que el dominico Alvarado, más conocido por El Filósofo Rancio,
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FRANCISCO JOSÉ FERNÁNDEZ DE LA CIGONA
y el capuchino fray Rafael de Vélez lograron enorme populari­
dad, intentaron oponerse a estas medidas con escaso resultado.
Y es preciso decir que, conforme se iban liberando las provincias
y llegando a Cádiz los diputados verdaderamente elegidos para
sustituir a los suplentes, la minorfa tradicional iba dejando de ser
tal para prácticamente equilibrarse en los últimos días de las
Cortes extraordinarias. Y cuando a fines de 1813 se reunieron las
ordinarias eran ya mayoria los representantes del pueblo
que sos­
tenían las tesis tradicionales. Y si
no hubiera el lastre. de los
suplentes a1nericanos, alineados en su mayoría con los liberales,
la diferencia hubi<¡ra sido mucho mayor. Curiosamente la demo­
cracia parlamentaria estaba
con la España tradicional. Y no diga­
mos de
la democracia popular que por toda nuestra España com­
batía al invasor.
Es un hecho inconcuso que admite hasta la his­
toriografia liberal aunque naturalmente lo achaque a
la ignoran­
cia y a la superstición
de un pueblo dominado por los frailes.
No me extenderé
en el análisis de las Cortes de Cádiz. No
hace muchos años publiqué
un libro sobre las mismas y su per­
secución a
la Iglesia al que me remito. Solamente algunas pince­
ladas sobre sus hechos más not.ables
en relación con la Iglesia.
Es preciso citar a la más egregia figura eclesial de la época.
El obispo de Orense, Pedro de Quevedo y Quintana,· más tarde
cardenal de la Santa Romana Iglesia desde su humilde .diócesis
galaica, que nunca quiso abandonar aunque las ofertas
eran de
importantísimos arzobispados. Presidente
ele la Regencia del
Reino cuando se inauguraron
en Cádiz las Cortes se niega a pres­
tar
el juramento prescrito por entender que era coutrario a la fide­
lidad que tenía jurada
al rey y a la misma religión. Dejemos que
sea él quien hable:
"Si se exige una ciega obediencia a cua11to
resuelvan y quieran establecer los representantes por sola la plu­
ralidad de votos,
no podrá hacer este juramento el Obispo". Su
firmeza le supuso prisión que no consiguió doblegarle. Se abria
as! un triste camino que los liberales agotaron. El de la prisión o
el destierro de los obispos. Daremos cumplida cuenta de este bal­
dón del liberalismo.
Desde los primeros días gaditanos se observaron dos hechos
que, si _bien distintos} iban en la misma dirección antieclesial: la
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LA PERSECUCIÓN RELIGIOSA EN ESPAflA ENTRE l 819 Y 1891
persecución a los religiosos y la ambición de los bienes de la
Iglesia.
Y, como muchos de estos últimos pertenecian a los .regu­
lares, acabando con éstos, se lograban los otros.
Ya lo habla
hecho Bonaparte extinguiendo las Ordenes regulares y desde
Cádiz,
con más cautelas impuestas por la opinión pública, se
intentarla algo semejante. Y en esa campaña de descrédito de los
religiosos militó, desde el primer momento,
el caudillo de las
huestes liberales, el asturiano Agustín Argüelles.
El escándalo que
intentó montar contra los frailes por la existencia de un pobre
dominico loco
en un convento gaditano dice no poco de sus pre­
supuestos ideológicos y de sus prejuicios.
También es necesario hacer mención
de la existencia de un
sector jansenista en el clero español -y damos a este calificativo
el sentido a nuestro parecer
euctísimo que le dio Menéndez
Pelayo
en sus Heterodoxos--, con lucida representación en las
Cortes gaditanas.
Su corifeo fue el clérigo setabiense Joaquín
Lorenzo Villariueva, pero con ·él estuvieron Serra, Rovira, Gordi­
llo, Llarena, Ruiz de Padrón, Espiga, Muñoz Torrero, Oliveros,
Gallego y algún americano. Esta corriente muy minoritaria del
clero español sobrevivirá
con penosos resultados eclesiales hasta
la
primera caida de Espartero en 1843 y de ella se nullirá todo el
intmsismo
que azotó a numerosas diócesis españolas llevándolas
a
una situación insoportable de cisma canónico. },unque después
hablaremos de ello, este
es el momento de_ nombrar-a sus padres
ideológicos.
El debate sobre la Inquisición requiere al menos unas pala­
bras.
Es otra de las cuestiones imposible de juzgar imparcial­
mente
con criterios de hoy. Y menos todavía si la leyenda negra
que la acompañaba enturbia todavía más nuestros juicios. A
comienzos del siglo
)(IX no se quemaba a los herejes en la plaza
pública
-hacia ya muchos años que España no presenciaba nin­
guno de aquellos famosos Autos de
Fe-, e incluso presos comu­
nes se inventaban delitos religiosos
por ser mejor la vida en las
prisiones inquisitoriales
que en las cárceles de la Corona. Juzgaba
ciertamente cuestiones religiosas pero
en sus últimos tiempos se
ocupaba incluso más de desviaciones
politicas en aquella unión
demasiado intima que entonces se vivía entre el Altar y el Trono.
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FRANCISCO JOS!l FERNÁNDEZ DE LA C!GOfilA
El pueblo espafiol se sentia identificado con ella y, teniendo
horror
a
la herejía, la miraba como la mejor garantia de la fe. Los
obispos, que podtian sentirse disminuidos en sus facultades por
las del Tribunal, también parecían encantados con· su existencia.
Pero los liberales se habían propuesto su extinción y lo lograron.
No tiene sentido que hablemos aquí de las discusiones
en las
Cortes sobre
el asunto. Solamente decir que, una vez aprobado
el decreto de extinción hicieron pasar a la Iglesia por el trágala
de que fuera leído
en las misas dominicales. Y con severas penas
si se desobedecía. El obispo de Orense, que ya se había negado
a jurar la Constitución sin explicar el sentido
en el que la jurarla
prohibe su lectura en las iglesias. Lo mismo hace el arzobispo de
Santiago, Múzquiz, el obispo de Oviedo, Herrnida y el de Astor­
ga,
Martinez Jiménez. Los de Orense, Santiago y Astorga se refu­
gian
en Portugal, El de Oviedo es recluido en un convento y
buena parte del cabildo de Cádiz conoce la prisión. El nuncio
es desterrado
en otra medida que se va a repetir en numerosas
ocasiones.
La libertad de imprenta pronto manifestó que la restricción a
las cuestiones religiosas era
una mera cláusula de estilo. El perió­
dico La Triple
Alianza negaba ya a comienzos de 1811 la inmor­
talidad del alma.
El Diccionario critico•burlesco de Gallardo es
un abierto ataque a la Iglesia. La Instrucción Pastoral de los obis­
pos refugiados
en Mallorca, que eran los de Lérida, Tortosa,
Barcelona, Urgel, Teruel y Pamplona es
una abierta denuncia de
todos los ataques
que sufría la Iglesia. La reacción liberal fue vio­
lentisima y los obispos firmantes
son expulsados de la isla en la
que su patriotismo había encontrado refugio ...
Tenemos ya diseñado el plan del liberalismo contra la Iglesia.
Después
no hará más que repetirse. Sólo faltó en el plan gadita­
no el derramamiento de sangre. Por aquellos dfas, los sacerdotes
asesinados, encabezados
por el anciano obispo de Corla, Alvarez
de Castro, lo fueron
por los franceses. Pero pronto seguirian los
liberales el ejemplo.
Lo hemos de ver.
Restaurado Fernando VII en su trono absoluto volvieron las
cosas al estado
de comienzos de 1808. Y en ese periodo, cono­
cido como el sexenio absolutista o, según los liberales,
por "los
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LA PERSECUCIÓN RELIGIOSA EN ES PANA ENTRE 1819 Y 1891
mal llamados alios", nació en Vivero, el 20 de agosto de 1819,
Luis de Trelles. Verúa pues al mundo bajo la monarquia absoluta
del
Deseado, tutelada eclesial e incluso políticamente por la
Inquisición,
con la Compañía de Jesús regresadá a nuestra patria
después de la expulsión de 1767 y la extinción de 1774, siendo
su obispo diocesano el asturiano Bartolomé de Cienfuegos,
que
regia la diócesis mindoniense desde 1816.
Sin que aquel niño gallego se enterara de nada pues
no habla
cumplido ni un afio, volvió a España el liberalismo a consecuen­
cia de la sublevación
de Riego y de la incompetencia guberna­
mental para hacerse
con la situación. Casi podriamos ahorrarnos
la descripción del Trienio
Liberal con decir que se repitió la situa­
ción gaditana corregida y aumentada.
La figura opaca y triste del
cardenal Borbón, presidente
de la última regencia del destierro
francés de Fernando
VII presidirá la Junta Consultiva Provisional
de 1820. Y los prohombres del liberalismo gaditano: Argüelles,
Toreno, Martínez. de
la Rosa ... serán los dueños de la situación
hasta que, desbordados
por su izquierda, den paso a los éxaltados;
Se restauró la Constitución de 1812, se expulsó a los jesuitas,
se abolió de nuevo la Inquisición, se desterraron obispos, se per­
siguió a los religiosos y se vendieron sus bienes, se desató. la
prensa anticatólica
con figuras tan representativas como Marche­
na, Clara Rosa, Llorente y
el ya mencionado Villanueva, se qui­
sieron nombrar obispos inaceptables para Roma, se expulsó
al
nuncio ... Hasta un obispo, Félix Amat, antes afrancesado, verá
sus obras
en el Indice romano. Otros dos obispos, el de Mallorca,
González Vallejo y el de Cartagena, Posada Rubfn de Celis, nom­
bres
que se repetirán para desgracia de la Iglesia hispana en años
sucesivos, se colocan abiertamente
al. lado de la nueva situación
mientras sus hermanos son asesinados, desterrados o impedidos
en su ejercicio episcopal.
Una vez más el clero jansenista respaldó el liberalismo ins­
taurado desde su escaño
en .las Cortes. Citemos entre ellos a
González de Navas, López Castrillo, obispo auxiliar de Toledo,
Muñoz Torrero, López Cepero, Vicente Ramos, Abad y Queipo,
Martinez Marina, el famoso historiador, Ruiz de Padrón, Espiga,
Villanueva, Bernabeu, Antonio Cuesta, Martel...
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FRANCISCO JOSÉ FERNÁNDEZ DE LA CIGOÑA
Las medidas contra los religiosos fueron drásticas. Se supri­
men todas las casas de las Ordenes monacales: benedictinos, ber­
nardos o cistercienses, jerónimos, cartujos y basilios, los Conven­
tos y colegios de las Ordenes militares, y los hospitalarios en
general, con especial incidencia en los hermanos de San Juan de
Dios. Respecto a los demás religiosos se suprimirán los conven­
tos
que no tengan doce ordenados in sacris y sólo podrá haber
uno ·de cada orden en los pueblos o ciudades. Los bienes de
todos los monasterios o conventos suprimidos y los sobrantes
de
las comunidades subsistentes serán aplicados al Crédito Público.
Mendizábal, tres lustros después,
no iba a ser una sorpresa sino
la
cuhninadón de lo que se iba preparando.
El diezmo, del que vivía la Iglesia pero también, en buena
parte, el Estado, sin graves objeciones de quienes tenían que
pagarlo
-no quiero decir con esto que fueran justas las exen­
ciones existentes ni el sistema de recaudación-, comenzó a ser
discutido y debatido. Con dos sensibles consecuencias. La pri­
mera que, lo
que no era objetado, pasaba a serlo si se ponía eri
cuestión. La segunda era la propia supervivencia del clero. Si se
amenazaban sus bienes y se discutía el diezmo, ¿de
qué iban a
vivir? La solución que se iba a arbitrar era la peor para la inde­
pendencia
de -la Iglesia. Unos ministros pagados por el Estado
coman el riesgo de ser más fieles a quienes le pagaban que a sus
superiores naturales. Esto vendría más tarde,
pero ya ahora pode­
mos consignar la fidelidad del clero español a sus pastores
por
encima de la escasez ·y, en no pocas ocasiones, de la miseria.
Quienes pensaron que iban a tener así pastores mercenarios al
servicio del-Gobierno se equivocaron. Pero la cuestión tenía tanta
trascendencia
que aun hoy, la famosa cruz en las declaraciones
sobre la renta,· tiene su remoto origen
en la abolición del diezmo
y
en la desamortización de los bienes de la Iglesia.
Otra cuestión capital del Trienio fue la de la secularización
de
los regulares en la que el Gobierno liberal fue verdaderamente
beligerante. No se trataba
de dar salida a algunos religiosos des­
contentos con la obediencia a sus superiores. Era más
bien el
propósito de abrir
las, puertas de los conventos a quienes consi­
deraban estériles para la sociedad
y, además, el conseguir que
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LA PERSECUCIÓN RELIGIOSA EN ESPANA ENTRE 1819 Y 1891
muchos conventos no tuvieran los doce profesos necesarios para
su supervivencia, con lo que, -consiguientemente, se consegq.ia
apropiarse de sus bienes. Se intentarla lo mismo con las monjas
pero el logro fue tan escaso que apenas se dieron defecciones.
Ejemplo admirable
.el de esas mujeres que, desde entonces, y
después
por muchos años, se mantuvieron .fidelísimas a los votos
que en su día profesaron. "Si votos, ¿para qué rejas? / Si rejas,
¿para
qué votos?" Las monjas de España dieron un· testimonio
excelso
de que sus votos eran lo principal y de que las rejas no
les molestaban en absoluto.
Los obispos, con las exi:,epciones consignadas y alguna .otra
1nás, man~vieron una actitud heroica que en no pocas ocasiones
les ocasionó el destierro. Protestaron de las medidas contra la
Iglesia, se negaron a asumir la .jurisdicción sobre
los regulares
hasta
no recibir facultades de Roma, reclamaron contra la difu­
sión de libros contrarios a
la Iglesia... El arzobispo de Valencia,
fray Veremundo Arias Teijeiro,
que había sido el alma de la
Instrw;ción Pastoral de los Obispos refugiados en Mallorca a la
que ya nos hemos referido, fue el campeón de los derechos de
la Iglesia y la cabeza moral de nuestro episcopado de entonces
dado el entreguismo del arzobispo primado, cardenal Borbón.
Muerto
el cardenal Quevedo, obispo de Orense, él asumió el
liderazgo del episcopado hispano,
no desmereciendo de su egre­
gio antecesor. A su muerte, volvió esa primacía moral a donde
nunca debió
de dejar de estar, ejerciéndola, también ejemplar­
mente, el arzobispo toledano Inguanzo. Y
a la muerte de éste, en
los días más calamitosos de la Iglesia hispana en todo el siglo,
ante la larga vacancia de la sede primada, donde se intrusaron los
eclesiásticos más lamentables de nuestra. Iglesia, volvió esa pri­
macía moral a
una de las más humildes sedes episcopales de
España, la de Ibiza, donde otra figura áurea de nuestro episco­
.pado, Basilio Antonio Carrasco, fue la referencia moral de nues­
tro episcopado disperso y desterrado. Pobre, ciego, aislado,
pero
de una categoría intelectual y moral ewaordinaria, sus hermanos
en el episcopado, titulares de sillas mucho más importantes aun­
que casi todos ellos inicuamente despojados de las mismas, mira­
ban al ebusitano como al faro doctrinal que afirmara la inseguri-
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FRANCISCO JOSÉ FERNÁNDEZ DE LA CIGOÑA
dad en que se vivía. A su muerte pasó a Barcelona .la primada
episcopal de Espafia, con el vinarocense Costa y Borrás, sin duda
el gran obispo barcelonés. dé los últimos siglos. Y a su muerte, ya
en la arzobispal Tarragona, a Santiago de Compostela con el sal­
mantino
García Cuesta. Tras él, Moreno Maisonave, ya desde la
primada Toledo, reclamó para la imperial ciudad lo que la
apatfa
de los últimos años de Alameda y Brea habla abandonado .. Con ·
Payá, el coloso de nuestro episcopado en el Concilio primero
Vaticano, controvertido y autoritario
en Santiago, y ya acabado en
Toledo, se mantuvo en la archidiócesis primada la antorcha del
liderazgo.
En 1891 se extinguen las vidas del arzobispo valencia­
no y de Trelles. Cerremos pues, con ambos, esta memoria de
grandes obispos que,
por la inveterada desidia de los nuestros,
están esperando
aun las biografías que se merecen.
Volviendo a la época,
al arzobispo de Tarragona, Creus, se le
impidió tomar posesión de su sede, se expulsó a Francia al vene­
rable arzobispo de Valencia, Arias Teijeiro, octogenario, y se des­
tierra al obispo
de Orihuela y a los prelados que firmaron el
famoso
Mantflesto de los Persas, que eran los obispos de León,
Oviedo, Tarazana y Salamanca, aunque este último tras manifies­
tas adhesiones
al· nuevo régímen, consigue eludir la · medida, en
Valencia, Orihuela y Oviedo designó el Gobierno gobernadores
intrusos que colocaron
a· las diócesis en una situación anticanó­
rúca, con grave perjuicio para las cOncienciás al ser nulos los
actos de gobierno de esas sedicentes autoridades. Y, por si todo
ello
fuera poco, presenta el Ejecutivo para las mitras de Sevilla y
Guadix a los más que sospechosos clérigos, Espiga y Muñoz
Torrero. Aceptó Roma, a regañadientes,
pero por no parecer
cerrada a cualquier propuesta, a Posada Rubin de Celis para
Cartagena, el traslado de
García Benito de Tuy a Santiago y el
nombramiento para Seg orbe
de García Ramos. Y el Gobierno
insiste
con propuestas tanto o más inaceptables: Abad y Queipo
para Tortosa, Sedeño paria Corla, Torres Amat, el sobrino de Félix
Amat, ambos de infausta memoria para Barcelona, que se impe­
día regir a su obispo Sichar por lo que, a instancias del Gobierno,
presentó la renuncia, y
Umbrfa para Valladolid. Pero lo. que
colmó el vaso de la indignación romana fue el nombramiento de
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LA PERSECUCIÓN RELIGIOSA EN ESPAÑA ENTRE l 8 l 9 Y 1891
embajador ante el Santo Padre del ultrajansenista Villanueva.
Roma
no le aceptó y ello supuso el despido del Nuncio en
Madrid, Giustiniani. Aun serian presos los obispos de Lérida y
Vich, Renteria y Strauch.
Pero
en esta ocasión todos estos sucesos van ya acompafia­
do todo. con derramamiento de sangre. Fueron bastantes los
sacerdotes asesinados
en Cataluña por los liberales y, con ellos,
el obispo de Vich, fray
· Raimundo Strauch. El balance de Barce­
lona
que nos da Revuelta González es estremecedor: "fueron ase­
sinados 54 eclesiásticos, presos y maltratados 105, deportados 78,
obligados a fugarse
122". En Madrid alcanzó notable eco el ase­
sinato en la cárcel del cura Vinuesa, declarado realista. Y en La
Coruña la muerte de los presos en el castillo de San Antón, entre
los que babia varios eclesiásticos,
en un acto especialmente mise­
rable. Dar cuenta de todo sacerdote asesinado
alargarla demasia-
do estas lfneas. ·
Buena parte del pueblo español tomó las armas. otra vez para
defender a su rey y

a la Religión.
Era esto tan evidente que sus
columnas se llamaron
lfjército de la Fe. Aunque esta vez el enemi­
go eran los liberales. Y
en esta ocasión las tropas francesas, los Cien
Mil Hijos de San Luis, que no eran tantos, cruzaron la península,
desde los Pirineos a Cádiz, entre aclamaciones y

arcos de triunfo.
El arzobispo electo de Tarragona, Creus, uno de los diputa­
dos tradicionales
.de las Cortes de Cádiz, presidió la Regencia de
Urge!.
El Obispo de Osma, Juan de Cavia, formará parte de la
Regencia
que preside el Duque del Infantado.
Entramos ya
en la que los liberales llamaron ominosa déca­
da,
que fueron los últimos años de Fernando VIL La restauración
de 1823 no supuso la restauración total de la situación anterior.
La !Iiquisición, por oposición del Duque de Angulema, a. quien
Fernando
VII debía su liberación, no fue restaurada. Y la perse­
cución a los liberales
no fue tan dura como los triunfadores qui­
sieran. Al principio fueron los franceses quienes impusieron
moderación. Pero tampoco
el rey quiso echarse en manos de los
voluntarios realistas.
Cierto que, como en 1814, hubo liberales encarcelados, o
que, para evitar la prisión, huyeron al extranjero. Y Riego fue
eje-
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FRANCISCO ]OSÉ FERNÁNDEZ DE LA CIGONA
cutado. Pero la Iglesia no sintió como agravio las prisiones o el
exilio
de sus núembros liberales, fufima minoría entre el total de
sus núembros, o
que se obligara a la renuncia de sus sedes a los
dos obispos que más se habían significado con
el sistema: el de
Mallorca, González Vallejo, y el _de Cartagena, Posada: La opor­
tuna muerte del cardenal
. Borbón antes de la restauración del
monarca
en sus poderes absolutos ahorró a la Iglesia y al Estado
un conflicto que habría tenido más trascendencia que la sustitu­
ción de dos obispos periféricos.
La satisfacción eclesial por la
vuelta a la situación anterior al juramento de
la Constitución por
el rey podemos decir que fue general salvo en las excepciones
que hemos apuntado. Aunque también fue general la decepción
eclesiástica
por el no restableciniiento de la Inquisición.
La progresiva entrega del rey a políticos moderados que no
secundaban los deseos de los denominados realistas, con la
excepción de Calomarde, fue haciendo que el descontento esta­
llara
en algunas ocasiones como en la conspiración de Capapé o
en las ya insurrecciones armadas de Bessieres o de los agraviats
de Cataluña, reprimidas estas últimas en sangre de los subleva­
dos. No faltaban,
por el otro extremo, conspiraciones liberales
que también se liquidaban
en ejecuciones sumarísimas. Si en el
sexenio absolutista, los .nombres de Porlier, Lacy o Vida! pasaron
a engrosar el panteón de los "héroes
de la libertad", en la
"Década ominosa",
por utilizar la terminología liberal, no faltaron
quienes les iban a acompañar
en las conmemoraciones del nuevo
régimen y hasta
en la literatura: El Empecinado, Chapalangarra,
Torrijos, Mariana Pineda
...
El cuarto 1natrirnonio de Femando VII y el na\'Ínúento de una
hija, y posteriormente de otra, que, según la Ley Sálica imperan­
te
no tendrían derecho al trono, llevaron al rey a la modificación
de la
núsma en beneficio de su hija primogénita Isabel. Cae fuera
del objeto de esta exposición estudiar detenidamente
el· naci­
núento del carlismo y de la cierta o presunta legitinúdad de los
derechos de
Don Carlos Maria Isidro de Borbón, hermano del
rey, que, sin la derogación
de la Ley Sálica, seria el rey de España
a la muerte de Fernando si éste no dejaba un heredero varón.
Pero
es imposible no referimos a él pues el carlismo condicionó
Fundaci\363n Speiro

LA PERSECUCIÓN RELIGIOSA EN ESPANA ENTRE I8I9 Y 189I
la suerte de la Iglesia durante todo un siglo, o más tiempo si se
quiere
dado su influjo cierto, al menos de buena parte de su
ideología,
en el régimen del general Franco.
Apenas mencionaré los "sucesos de
La Granja", el alejamien­
to del entorno del rey de importantes figuras eclesiásticas de
indudables simpatías
por el infante Don Carlos, como el famoso
Padre Alameda, al
que se mandó a Cuba, como arzobispo de
Santiago, o del obispo
de León, Abarca, devuelto a su diócesis. Y
hasta del mismo Don Carlos, que marcha con su mujer a Portu­
gal, donde reinaba su cuñado
Don Miguel l.
¿Cómo
un pleito sucesorio, en principio ajeno a los intereses
de
la Iglesia, pudo condicionar, y de tal modo, el presente y el
futuro de ésta? Porque,
en esta ocasión, no ocurrió como en 1700;
con motivo de la sucesión
de Carlos II, que provocó una larga y
cruel guerra
en la que triunfó Felipe V, o como más. de doscien­
tos años antes cuan.do la sucesión
de Enrique IV ocasionó el plei­
to entre Isabel
la Católica y la que se dio en llamar La Beltraneja.
Entonces pudo haber eclesiásticos que, habiendo tomado
el par­
tido del perdedor,
· sufrieron en slis personas o en sus rentas el
desvío o la venganza de
qtüen habla logrado la victoria. Fueron
episodios personales que
en nada _alteraron_ la vida de la Iglesia.
No ocurrió igual con la muerte de Fernando
VII. Porque no se
dilucidó que persona iba a gobernar
en España sino que sistema
iba a regirla.
Qué sistema politico pero también, qué sistema _reli­
gioso. Lo de menos eran las personas. Lo que importaban eran
las ideas. Don Carlos sostenía el statu qua imperante hasta enton­
ces de
urüón entre la Iglesia y el Estado y de respeto y colabo­
ración del
uno por la otra y de la otra por el uno.' Era, además,
de hondas convicciones católicas y notable piedad.
La niña
Isabel, de apenas tres años,
no se puede decir que fuera nada
porque nada
podla ser, dada su. edad. Después seria también reli­
giosa, dentro de
una desordenada vida personal, y afectísima al
Papa Pío IX. Su Madre, María Cristina, fue también declarada
católica. Pero, para sostener
los derechos de su hija, negados por
su tío Don Carlos, tuvo que recurrir al apoyo de los liberales,
cuyas principales figuras
estaban en el exilio francés o inglés. Y
ya hemos visto lo que el liberalismo habla supuesto para la
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FRANCISCO ]OSE FERNÁNDEZ DE LA C/GONA
Iglesia. Su triunfo iba a ser más de lo mismo. Porque todo se repi­
tió, corregido y aumentado.
La Reina gobernadora no quena eso. Le parecfa muy bien el
Estatuto Real,
uná Cárta otorgada que permitirla una cierta libe­
ralización del régimen y
que fuera Cea Bermúdez, el primer
ministro de su difunto marido, quien llevara las riendas del poder.
Incluso dio
garantías a la Iglesia de que todo iba a seguir igual.
Pero los liberales
no querian a Cea, ni al Estatuto, ni a la Iglesia
del Antiguo Régimen. En vez de Cea,
uno de ellos, en vez de
Estatuto,
la Constitución de 1812 y la Iglesia que admitían era una
supeditada al Estado, con la minima vinculación a Roma, sin
monjes
ni frailes y sin bienes propios. Llegarla incluso un minis­
tro a quererla independiente de
· Roma. Una Iglesia cismática
nacional. Sus colegas no se atrevieron a tanto. Y, en medio, una
guerra cruelisima y larga que lanzó a la vida pftblica una serie de
generales victoriosos
que condicionarian medio siglo de historia
de España. Generales de escasas creencias religiosas personales
que, según donde cayeron
y donde encontraron apoyos, fueron
amigos o enemigos
de la Iglesia. Hubieran podido caer en otro
lado y hubieran sido lo contrario. Quiero decir
que Narváez pudo
ser O'Donnell, Prim, Serrano y cualquiera de ellos Espartero.
Todo comenzó
con la matanza de frailes en Madrid. Ya habla
caldo
Cea y presidía el Gobierno Martfnez de la Rosa. Con el bulo
de
que los frailes hablan envenenado las fuentes fueron asaltadas
las casas de jesuitas, dominicos, mercedarios calzados y francis­
canos desencadenándose
una orgia de sangre que resulta difícil
describir. A alguno
J:e arrancaron los ojos, a otros sus partes, la
cabeza de otro servia para jugar a la pelota y parece que de algu­
no se cocinaron y comieron los sesos en alguna taberna de
suburbio. Dieciséis jesuitas,
no sé cuantos dominicos, ocho mer­
cedarios y
un donado, y cincuenta franciscanos perecieron aquel
día de julio. Y
al año siguiente se repetían las matanzas en
Zaragoza, Reus, Murcia y con más encarnizamiento en Barcelona.
Se expulsó a los jesuitas y al nuncio. Mendizábal acabará con los
regulares que dejan de existir y consuma aquel
gran latrocinio de
sus bienes que se. llamó desamortización y que sólo sirvió para
enriquecer a algún burgués y a algún aristócrata con su adquisi-
466
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LA PERSECUCIÓN RELIGIOSA EN ESPANA ENTRE 1819 Y /891
ción a bajo precio sin preocuparse de las censuras canónicas en
que incunian. De nada sirvió tal medida a los arrendatarios de los
frailes,
que cambiaron unos dueños benévolos por otros impla­
cables
que sólo buscaban su beneficio. El arte perdió monumen­
tos excelsos que se arruinaron
en el abandono. Y la Iglesia gran
parte
de sus bienes en aquella socalifia general. Se queña una
Iglesia pobre para
poder dominarla. Lo primero, se consiguió, lo
segundo, hemos de verlo.
Preciso es ahora ver cual fue la posición
de la Iglesia ante el
carlismo
que tenía en pie de guerra a buena parte del norte de
España y
que en sus correrlas llegó no solo a las puertas de
Madrid sino a las del mismo Gibraltar. Porque
ese fue ciertamen­
te el pretexto de muchas de las medidas contra la Iglesia y del
primer cierre de conventos
en lo que Toreno se adelantó a
Mendizábal unos meses al decretar
el cierre de aquellos en los
que algún miembro del mismo se hubiera pasado a la facción.
Bien
que en muchos casos ya no fue necesaria la medida pues el
puñal de los asesinos se había encargado
de la expulsión por el
terror
de los frailes.
Y hemos
de ·distinguir dos tipos de actitudes. La de aquellos
clérigos, incluso obisj.Jos, que, o bien se encontraron felices de
estar en territorio de Don Carlos, o se pasaron a él, o incluso
levantaron guerrillas carlistas
en territorios bajo el dominio libe­
ral. De entre los primeros podemos suponer
que estaba la inmen­
sa mayoña del clero de los territorios de las Vascongadas, Nava­
rra, Cataluña, Aragón y Valencia
que estaban bajo el dominio de
Don Carlos. De estas dos últimas regiones me refiero natural­
mente al Maestrazgo de Cabrera.
Allí el clero era honrado y res­
petado, subsistían
los conventos y monasterios, la religión se
practicaba con toda libertad y
con la pompa con que hasta enton­
ces se hablan celebrado las funciones religiosas
en· la España. del
Antiguo Régimen.
¿Cabfa que fueran tan masoquistas que prefi­
rieran el puñal a la
honra y la vida? Cuando hoy escuchamos cri­
ticas a una actitud similar, aunque en circunstancias todavía más
trágicas, pues ser sacerdote suponía
el asesinato cierto} que vivió
la Iglesia de España cien años después, en 1936, no podemos evi­
tar la perplejidad. ¿Con quien iba a estar la Iglesia? ¿Con sus ase-
467
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FRANCISCO JOSÉ FERNÁNDEZ DE LA C/GONA
sinos o con sus salvadores? Pues, mutatis mutandi -y la situa­
ción
de. la Iglesia fue mucho mejor en la España liberal del dece­
nio 1833-1843
que en la España roja de 1936-cabe decir lo
mismo.
Estuvieron después los clérigos, obispos incluidos que, con
riesgo cierto de sus vidas, se pasaron al dominio de Don Carlos.
Entre la
jerarquía podemos señalar al arzobispo de Santiago de
Cuba, Alameda, y a los obispos de León, Abarca; Mondoñedo,
López Borricón y Orihuela, Herrero Valverde. Una verdadera
minoña entre todo
el episcopado español. De la inmensa mayo­
ña de sus restantes hermanos cabe pensar que desearían de todo
corazón el triunfo del pretendiente pero
por prudencia, miedo o
imposibilidad
no hicieron pública su postura salvo en algunos
casos
que pueden contarse con los dedos de una mano, como la
resistencia del cardenal primado
Inguanro a jurar a Isabel 11, o la
adhesión a Carlos V de los obispos de Lérida y Solsona, Alonso
Vecino y Tejada,
que reciben gozosos en la sede de este último
al Pretendiente cuando llegó a la ciudad catalana la expedición
real. Expediciones carlistas reahnente espectaculares, sobre todo
la de Gómez,
pero que llevaban la desgracia y la prisión a quie­
nes les recibían
con júbilo desbordado y que veían, con desola­
ción, como, muchas veces al día siguiente, abandonaban los sol­
dados carlistas la ciudad
en la que habían entrado, dejando a sus
partidarios a merced del enemigo. También hay que contar entre
los prelados carlistas al obispo
de Urge!, Simón de Guardiola,
aunque éste era el
que mejor cubierta tenia su retaguardia pues
Andorra, sobre la -que también ejercía jurisdicción eclesiástica,
además de ser copñncipe, estaba a diez kilómetros de su sede
episcopal.
Los demás no estaban en situación de manifestarse, la ma­
yoña de ellos expulsados de sus sedes, en prisión· no pocos y
bastantes en el extranjero. Podemos, sin temor a .equivocamos,
conjeturar donde estañan sus simpatías. Queda por último un
pequeño grupo de obispos fieles a Isabel 11 de todo corazón. La
mayor parte de ellos fueron la hez de la Iglesia hispana, insoli­
darios
con sus hermanos desterrados, apoyando las medidas anti­
eclesiásticas del Gobierno o,
en el mejor de los casos, guardan-
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LA PERSECUCIÓN RELIGIOSA EN ESPAÑA ENTRE 1819 Y 1891
do ·un vergonzoso silencio ante _las mismas, intrusándose al~os
en diócesis ajenas y produciendo por tanto una auténtica situa­
ción
de cisma, publicando alguno, el asturicense Torres Amat,
pastorales que Roma lleva al Indice
de Libros prohibidos ... En
este cuadro de
honor de la ignominia hay que citar al arzobispo
de Méjico, Ponte, a los ya mencionados obispos dimisionarios de
Cartagena y Mallorca, Posada y González Vallejo,
al franciscano
Sánchez Rangel, obispo de Lugo, al ya mencionado Torres Amat,
obispo de Astorga, digno sobrino
de aquel otro obispo afrance­
sado y
poco ortodoxo que fue Félix Amat, entonces ya fallecido,
el segontino Fraile, el cordobés Bonel, posiblemente el más dig­
no de este lamentable grupo, el santanderino González Abarca,
el salmantino Varela Temes, el barcelonés Martínez
de San Martín,
el oscense y escolapio Ramo de San Bias y el titular de Cinna, in
partibus, Jiménez. Hubo algún otro obispo que, sin atentar con­
tra su
honor episcopal, fue decidido partidario de la hija de
Femando
VII. Como el burgalés Rives, el valenciano López
Sicilia, el vallisoletano Rivadeneira, el canario Romo o el tudense
García Casarrubios.
De los restantes, e incluso entre
lós que acabamos de men­
cionar, el obispo
de Canarias Judas José Romo, la mayoría esta­
ban impedidos de gobernar sus diócesis, en prisión, o en el des­
tierro, o, si permanecían en ellas,_ los menos, tuvieron que acep­
tar vicarios generales o gobernadores eclesiásticos no deseados,
hacer verdaderos alardes
de pmdencia y disimulo, y sufrir en
silencio la violencia que padecía la Iglesia de España.
Sé que es lo más contrario a la amenidad de una conferencia
pero,
me vais a permitir un recorrido por las diócesis. españolas
que mostrará 1neridianamente cuál era la situación eclesial bajo
el liberalismo triunfante. El arzobispo de Santiago de Compostela,
el famoso capuchino fray Rafael
de Vélez estaba confinado en las
Baleares,
al igual que su obispo auxiliar, fray Manuel Maria de
Sanlúcar de Barrarneda que,
· tras sufrir prisión en el castillo de
San Antón de
La Coruña, fue desterrado al Puerto de Santa Maria.
De sus
sufragáneos, los obispos de Lugo y Astorga eran de los
entregados
en cuerpo y alma al Gobierno. El de Avila, el antiguo
persa Adurriaga, de . indudables y firmísimas convicciones ecle-
469
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FRANCISCO JOSÉ FERNÁNDEZ DE LA C/GOflA
siales, erá ya un anciano ·octogenario -y hay que tener ·en cuen­
ta que eran años de entonces y no de hoy-fue expulsado de su
palacio, convertido
en bastión militar, pero pudo permanecer en
la capital de su diócesis, gobernándola como podía, sin salir del
alojamiento
en que se habla encerrado. Falleció en 1841, en
plena persecución esparterista, dejando vacante la diócesis en
dificilísimas circunstancias. El de Badajoz, Mateo Delgado More­
no, notable obispo de aquella diócesis
por casi cuarenta años,
octogenario también y asimismo de nada sospechosa doctrina,
fue desterrado a dos puebios perdidos de su obispado, Valverde
de Leganés y Torre de Miguel Sesmero, falleciendo
en este últi­
mo en 1841, "entregado a la oración, al catecismo de niños y
adultos y a socorrer con sus escasas rentas a los pobres y mon­
jas de clausura". Ciudad Rodrigo estaba vacante desde 1835,
por
fallecimiento de su titular Pedro Manuel Ramírez de· la Piscina
que
la habla regido·desde .1814. Dado lo temprano de su muer­
te
no debió padecer especiales agravios pero en la situación del
obispado de sede vacante, se intrusó
en él el ya mencionado
Pedro de Alcántara Jiménez,
con el escaso e insuficiente título de
obispo electo
por el Gobierno, abocando a la mitra a una situa­
ción de cisma con sus actuaciones, no sólo ilícitas sino, lo que
era mucho peor, inválidas. En Corla pudo mantenerse, aunque
con destierros y prisiones temporales, el excelente prelado Ra­
món Montero. El obispo de Mondoñedo, López Borricón, se
habla pasado a las filas de Don Carlos. En Orense, Iglesias Lago,
consiguió permanecer al frente
de la diócesis hasta su muerte en
1840 pero no sin sufrir insultos y vejaciones como ver apedrea­
do su palacio o desterrados a varios de sus sacerdotes. El de
Plasencia, Sánchez Varela (1826-1848) fue confinado en Cádiz. El
de Salamanca, Varela Temes (1824-1849), fue de los obispos cola­
boracionistas.
El de Tuy, García Casarrubios (182'>-1855), perma­
neció
al frente de su diócesis tal vez con un exceso de pruden­
cia. Para Zamora,
que estaba vacante desde .1834, el Gobierno
presentó a
uno de los más distinguidos sacerdotes liberales; cier­
tamente del ala más moderada
de los mismos. Pero Manuel
Joaquín Tarancón
y· Morón tuvo. una conducta prudente y canó­
nica lo
que sin duda sirvió para que, regularizadas las relaciones
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LA PERSECUCIÓN RELIGIOSA EN ESPAÑA ENTRE 18!9 Y 189!
con la Santa Sede, pudiera ser nombrado obispo de Córdoba
(1847-1857), arzobispo de Sevilla (1857-1862) y cardenal (1862).
Burgos
nivo, si cabe, peor suerte. Si su arzobispo, Ignacio
Ribes Mayor, de declarada fidelidad isabelina,
pudo mantenerse,
dignamente,
al frente de la archidiócesis hasta su fallecimiento en
1840, no faltó quien atribuyera la causa de su muerte a la dispo­
sición gubernativa de suprimir el seminario conciliar,
con la con­
siguiente expulsión de profesores, estudiantes y dependientes y
la incautación de sus efectos, enseres y rentas.
El arzobispo, que
tenía especial predilección por su seminario, no pudo superar tan
dolorosa noticia. De entre sus sufragáneos, destacaba el obispo
de Calahorra, Pablo García Abella (1833-1848),
uno de los más
notables prelados de la
época que terminarla sus días como arzo­
bispo
.de Valencia (1848-1860). Confinado en Segovia en 1835
será después desterrado a Mallorca hasta
1844. Tenía Pamplona
también otro excelente obispo, Severo
Andriani (1830-1861). Con
notable valentfa se atrevió a impugnar las doctrinas cismáticas del
intruso
en la mitra toledana González Vallejo con una obra que
tuvo extraordinaria resonancia, que tituló ]uido analítico sobre el
discurso canónico-legal que dio a luz el Excmo. e Ilmo .. Sr. D.
Pedro González Vall,yo, arzobispo presentado para Toledo (Ma­
drid, 1839) y que tuvo el aplauso de todo el episcopado español
con las excepciones progubernamentales que hemos menciona­
do. Fue confinado
en casa de una hermana suya que vivía en
Ariza, encarcelado después en Logroño y desterrado a Soria.
Peor suerte,
si cabe, le cupo al obispo de Palencia, Carlos Labor­
da (1832-1853), encarcelado
en Madrid y desterrado después a
Ibiza.
El santanderino González Abarca fue de los pocos e indig­
nos obispos entrégados al Gobierno perseguidor. Ramón Azpei­
tia, obispo de Tudela (1819-1844), hermano del obispo de Carta­
gena, residió
en la diócesis pero en condiciones tan precarias que
llegó a pedir al Papa autorización para abandonarla pues no tenía
ni para comer.
La metropolitana granatense estaba regida por un anciano
obispo, Bias Joaquín Alvarez de Palma (1814-1837), de larga tra­
yectoria eclesiástica pues antes
había sido obispo auxiliar de
Sigüenza, y titular de Albarracin y de Teruel, entonces separadas.
471
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FRANCISCO ]OSI! FERNÁNDEZ DE lA CIGONA
Octogenario y, muerto en los primeros tiempos de. la persecución
liberal,
no tenemos noticia de especiales incidentes con él. Tras
su muerte, el Gobierno quiso intrusar
en el arzobispado al pre­
lado cordobés Bonel y Orbe,
pero su conducta fue prudente.
La metropolitana tenía entonces sólo dos diócesis sufragáneas:
Ahneria y
Guadix. La primera estaba vacante desde 1833 por la
muerte de
su. titular Pérez Minayo. El Gobierno quiso nombrar
para la misma al viejo liberal Ramos Garcia, a quien ya Roma
había aceptado a regañadientes
en el Trienio como obispo de
Segorbe pero que nunca había sido consagrado. En esta ocasión
no fue reconocido. Prácticamente no gobernó la diócesis, ocupa­
do en Madrid por encargos politicos. Guadix estaba regida por
un anciano obispo; que había sido secretario del egregio obispo
de Orense, cardenal Quevedo, José
de Uraga (1828-1840), en
aquel perdido rincón de la geografía hispana, pese a ser de ine­
qu!vocas ideas tradicionales, tuvo
que refugiarse en la localidad
diocesana
de La Peza, desde donde, procurando pasar inadverti­
do y derrochando prudencia, rigió la diócesis como pudo.
El cardenal de Sevilla, Cienfuegos, fue desterrado al Levante
donde murió en 1847. Sus achaques y su edad no le permitieron
regresar a su sede aunque los obstáculos se hubieran levantado
en 1844. De entre sus sufragáneos, la confesa adhesión a Isabel
II del canario Romo, no le evitó el destierro a Sevilla donde pro­
curó desempeñar las funciones que a
su desterrado cardenal
Cienfuegos le eran imposibles. Siempre dentro
de la más absolu­
ta canonicidad.
El gaditano Domingo de Silos Moreno, un santo
obispo
-la diócesis de Cádiz tuvo tres sucesivos excelentes pre­
lados, Moreno, Arboli y
Arriele---", pudo capear el temporal sin
dejar el gobierno diocesano. Y lo mismo cabe decir del
ceulí
Sánchez Barragán (1830-1846). Málaga, vacante por la muerte de
Gómez Navas, tuvo una de las intrusiones más lamentables del
periodo
en la que el impresentable Valenlín Ortigosa, derrochó
alardes anticanónicos.
El tinerfeño Folgueras (1824-1848) no fue
molestado.
El arzobispo de Tarragona, Echánove (1826-1854), un digno
metropolitano,
pudo huir a Mahón, ante el asalto a su palacio y
el incendio de conventos,
y, de alli, a Francia, dejando a la archi-
472
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LA PERSECUCIÓN RELIGIOSA EN ESPAÍVA ENTRE 1819 Y 1891
diócesis huérfana de pastor. La suerte de sus sufragáneos fue
penosa salvo la del gubernamental Martlnez de San Martín (1833-
1849), que,
en verdad, fue un penoso obispo de Barcelona.
Gerona estaba
en sede vacante por el fallecimiento en 1834 de
Dionisia Castaño y conoció una lamentable situación canónica de
cuasi cisma
por ser benévolos. Ibiza fue la excepción metropoli­
tana
pues el extraordinario obispo ebusense Basilio Antonio Ca­
rrasco.
Remando (1831-1852) pudo permanecer durante todo el
período
al frente de su diócesis. La pequeñez de la misma y su
aislamiento insular explican sin duda ese
hecho extraordinario
con
un obispo no entregado en absoluto a los perseguidores de
la Iglesia. El obispo de Lérida Julián Alonso Vecino (1833-1844),
exgeneral
de los Premostratenses, se refugió primero en Francia
y luego
en el Piamonte, donde murió. Mejor Suerte le cupo al cel­
sonense, el mercedario
Juan José de Tejada (1832-1838), pero por
dos circunstancias que
no se debieron a la benevolencia liberal.
Estuvo
en territorio carlista y mudó en Solsona antes de la derro­
ta
de los partidarios de Don Carlos. Si hubiera vivido más muy
otra hubiera sido su suerte.
El tortosino Víctor Damián Sáez
(1824-1839),
que había sido ministro universal de Femando VII y
antiliberal declarado, fue convocado a
Madlid y, temiéndose lo
peor, camino
de la capital se ocultó en Sigüenza, y tan bien lo
hizo que. nunca fue encontrado. El problema se ocasionó para
quienes le ocultaban cuando murió el prelado
y, al no saber que
hacer con tan comprometido cadáver, optaron por introdt1cirlo en
una gran cuba llena de. vino. El urgelense Simón de Guardiola
(1827-1851), otro
buen obispo, experimentó el destierro francés.
Y si el
de Vich, Pablo de Jesús Corcuera y Caserta (1825-1835),
también excelente prelado, con fatna de santidad, no sufrió suer­
te análoga se debió solamente a su prematura muerte en 1835.
A
la muerte de Fernando VII era arzobispo de Toledo el car­
denal Inguanzo (1824-1836).
Ya en vida del rey se había negado
a jurar a Isabel como princesa heredera y se ausentó, con el pre0
texto de to1nar baños, no oficiando, por tanto, el solemne ·ponti­
fical preparado para la ceremonia. Muerto el monarca, tras no
pocos intentos y amenazas, se consiguió del primado un recono­
cimiento matizado. El fallecimiento del cardenal le ahorró diS'
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Fundaci\363n Speiro

FRANCISCO JOSÉ FERNÁNDEZ DE LA C/GOÑA
gustos posteriores que con certeza hubieran sobrevenido. Y el
exobispo
de Mallorca, González Vallejo, se. intrusó en la archi­
diócesis primada· ocasionando, con la protección del Gobierno,
una confusisima situación canónica. Era obispo de Cartagena,
sufragánea
de Toledo, José Antonio Azpeitia (1825-1840) que vió
como
era asaltado su palacio ,en 1835 y ya no pudo regresar
jamás a
su capital viviendo mucho tiempo refugiado en Hellin.
Córdoba contaba
con un obispo colaboracionista, Bonel, que no
tuvo ningún problema con sus· amigos aunque prácticamente no
pisó la diócesis retenido en Madrid. pot diversos encargos . del
Gobierno y por sus tareas parlamentarias. El conquense Rodrí­
guez Rico. (1827-1841), antiguo diputado persa, fue de los esca­
sos obispos
no liberales que pudo pennanecer hasta su muerte
al frente de la diócesis. El de Jaén, Martínez Carlón (1832-1836),
fue encarcelado y desterrado, muriendo enseguida lejos de su
diócesis. Osma permaneció vacante todo el decenio. El segovia­
no, Briz
(1832-1837) no fue especialmente molestado pero murió
pronto.
El de Sigüenza, Fraile (1819· 1837), fue uno de los obispos
más progubernamentales. Y
el vallisoletano Rivadeneira (1831-
1856),
de simpatías isabelinas, navegó con cautela galaica por
aquellas procelosas aguas, sin identificarse demasiado y estando
siempre al frente de la diócesis.
La importante archidiócesis de Valen.cía estaba gobernada, a
la muerte de Fernando VII por un prelado mediocre, Joaquín
López Sicilia (1832-1838), simpatizante de la reina niña. No tuvo
especiales dificultades.
El mallorquín Pérez de Hirias (1825-1842),
pese a su notorio anti.liberalismo, pudo mantenerse en la dióce­
sis, si bier¡ en ocasiones se vio obligado a dejar la capital de su
sede para buscar refugio en algún pueblo del obispado. El
menorquín Díaz Merino (1831-1844) fue desterrado a Cádiz,
expulsado
después a Francia y murió en ·Marsella. Al oriolano,
Herrero Valverde
ya nos hemos referido entre los obispos pasa­
dos a las
filas carlistas. El segobricense Sanz Palanco (1825-1837)
también falleció pronto y al frente de su diócesis si bien en 1834,
el Jefe político de Castellón pedía fuera destituido.
El arzobispo zaragozano, Bernardo Francés Caballero (1824-
1843),
notabilísimo prelado, murió en el exilio francés. La intru-
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Fundaci\363n Speiro

LA PERSECUCIÓN RELIGIOSA EN ESPANA ENTRE 1819 Y 1891
sión en el gobierno de la archidiócesis del canónigo La Rica fue
de las más hirientes de todas las que ocurrieron. El obispo de
Albarraán, Talayero (1829-Ul39) estuvo desterrado en Madrid. El
de Barbastro, Jaime Fort (182~ 1855) fue desterrado a Francia. El
de Jaca, Gómez de las Rivas (1832-1847), uno de los prelados
más grises
de la época, no fue molestado. El de Huesca, Ramo
de San Bias (1833-1845), era de los obispos colaboracionistas. El
de Tarazona, Jerónimo Castrillón (1815-1835), · eludió con su tetn­
prana muerte, en abril de 1835, un futuro nada prometedor. Ex­
inquisidor general, diputado
persa, perseguido en el Trienio libe­
ral
... , era de los candidatos seguros al destierro. Teruel. estaba
vacante
por el fallecimiento en 1833 de Asensio de Ocón.
De las dos diócesis exentas, León y Oviedo, el obispo de la
primera, Abarca (1824-1844), estaba
en la corte de Don Carlos y,
después, en el destierro, y el ovetense Gregorio Ceruelo (1815-
1836), otro
persa y destacado antiliberal, salvó con la muerte una
persecución segura.
Cuando cae Espartero
en 1843, bien por la muerte o a causa
de destierros, apenas quedaban obispos al frente de las diócesis
españolas.
Debemos mencionar ahora, aunque sólo sea como anécdota,
la participación de algunos clérigos en el campo de batalla al
frente
de partidas carlistas. Jerónimo Merino, el héroe de la gue­
rra
de la Independencia, fue el más famoso, pero hubo otros
como Tristany, el arcediano de Mellid ....
Expulsados los jesuitas antes de la extinción general de las
Ordenes religiosas masculinas, puesto el nuncio
en la frontera
por negarse al Papa a reconocer a Isabel II, como tampoco reco­
noáa _a Carlos V, mientras -no se decidiera la suerte de _las armas,
hay que dar cuenta también de la constitución de la Real Junta
Eclesiástica creada
para lo que se llamó "reforma del clero" y de
la que formaban parte los obispos más favorables a la situación
y que mereció la expresa reprobación de Gregorio
XVI. Fue uno
de los actos más vergonzosos e indignos d,e aquellos obispos
insoli-darios con sus hermanos desterrados, con su clero perse­
guido, con sus religiosos exclaustrados, con el Papa y con sus.
más. sagrados juramentos.
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Fundaci\363n Speiro

FRANCISCO JOSÉ FERNÁNDEZ DE LA C/GORA
En el consistorio secreto de 1 de febrero de 1836 el Santo
Padre denunció la política anticatólica
de los gobiernos de
España y Portugal. Los gabinetes Ofalia, Frías y Pérez de Castro,
sobre todo este último, aliviaron algo la tensión
con la Iglesia
pero se trataba sólo de
un paréntesis. Los días de la reina gober­
nadora, que había llegado a negar su firma a alguna ley espe­
cialmente hiriente para con la Iglesiá, estaban contados y
con
Espartero se recrudecería la persecución.
Un grupo
de 25 obispos, 18 de los cuales estaban ausentes de
sus diócesis por los destierros liberales, se dirigieron en 1839 al
Papa exponiéndole la trágica situación de
la Iglesia española.
Veinte diócesis estaban ya vacantes
por fallecimiento de sus pre­
lados. Y otros
15 obispos no firmaron el documento por distintas
razones.
Los colaboracionistas por su identificación con el Go­
bierno perseguidor. Eran entonces seis: Torres Amat (Astorga),
Martínez de San Mar1ín (Barcelona), Bonel (Córdoba), Ramo
(Huesca), Varela (Salamanca) y González Abarca (Santander). De
otros cinco
(Avila, Badajoz, Guadix, Orense y Tudela) podemos
pensar, dada
la total coincidencia

ideológica con los firmantes,
que pudieron ser razones
de edad o de lejanía -Delgado estaba
confinado
en un pueblo perdido de la raya de Portugal, Guadix
no tenía buena comunicación ... , además tenían Adurriaga 84 años,
Delgado, 85, Iglesias Lago, 71-, lasque hicieron que no se con­
tara con ellos.
La ausencia de los dos canarios también se puede
explicar por lo aislado de las islá.s. 4 ausencia entre los firmantes
de los obispos
de Jaca y Tuy, Gómez de las Rivas y García
Casarrubios puede atribuirse a
un exceso de prudencia, proverbial
del carácter de ambos. Los· que estaban expatriados
no tenían
nada que temer del Gobierno que ya nada podía hacer por em­
peorar su situación.
Los desterrados y confinados en algún lugar de
la península o islas adyacentes
eran susceptibles de padecer toda­
vía
peor trato por lo que prestar su nombre al documento fue más
meritorio. Y ya de laureada fue el caso de los escasísimos obispos
que
aún estaban al frente de sus diócesis y que corrieron riesgo
cierto de perderlas. Fueron estos el arzobispo
de Burgos, Ribes, el
obispo
de Cádiz, Domingo de Silos Moreno, el de Mallorca, Pérez
de Hirias, el
de Corla, Montero, el de Ceuta, Sánchez Barragán, el
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Fundaci\363n Speiro

LA PERSECUCIÓN RELIGIOSA EN ESPA!vA ENTRE 1819 Y 1891
de Valladolid, Rivadeneira y el de Ibiza, Carrasco, que fue el
redactor del escrito.
La respuesta del Papa fue la alocución
ADlictas Jn Hlspania religionis res pronunciada el 1 de marzo de
1841 que indignó al gobierno esparterista y llev6 al ministro
Alonso a intentar nn cisma, c~mino que no se atrevieron-a seguir
ni el regente Espartero ni sus demás compañeros de Gobierno.
Espafia prácticamente sin obispos, desaparecido el diezmo,
desamortizados los bienes eclesiásticos,
con prohibición de con­
ferir órdenes sagradas, rotas las relaciones
con Roma ... , estaba al
borde del abismo eclesial del que la salvó la caída del regente y
la llegada
de los moderados al poder .. Los obispos desterrados
que no habían muerto o que sus achaques no se lo impedían
comenzaron a regresar a sus diócesis, pudieron ordenirse nue­
vos sacerdotes, hasta que al fin, en 1847 pudieron nombrase pas­
tores para tantas sedes vacantes.
La Constitución de 1845 satisfi­
zo los deseos
de la Iglesia y en 1851 se selló definitivamente la
relación Madrid-Roma con
la firma de un nuevo Concordato para
lo
que Roma derrochó generosidades respecto al ingente patri­
monio que se había arrebatado a la Iglesia
de España.
Hasta que
en 1854 vuelve Espartero al poder y de nuevo se
abre la caja de los truenos antieclesiales. A la desamortización de
Mendizábal sucede la de Madoz para arrebatarle a la Iglesia lo
poco que le quedaba. Alonso vuelve a ser ministro y su sucesor,
Aguirre,
no le mejora mucho. Se quiere dar paso a la tolerancia
de cultos en la Constitución que se prepara, se prohibe a los obis­
pos condenar libros sin ofr a sus -autores, no se autoriza a los
seminarios que tengan alumnos externos, se suspende
la provi­
sión de prebendas, se destierra a los obispos de Barcelona, Costa
y Borrás y
de Osrna, Horcos, y, naturalmente, porque no habria
revolución si ello, se expulsa al nuncio y a los jesuitas y, para
vergüenza del Gobierno de la nación má.s inmaculista del mundo,
se retiene la bula que proclama la Inmaculada Concepción de la
Virgen. Afortunadamente ya
no quedaba en. el episcopado nin·
gún prelado colaboracionista. Bonel, que era entonces cardenal
primado, ya nada tenía
que ver con debilidades anteriores. No
hubo ahora excepciones en la resistencia y en la protesta. Todo
era unanimidad.
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Fundaci\363n Speiro

FRANCISCO JOSÉ FERNÁNDEZ DE LA C/GONA
Vuelve Espartero a perder el poder y ahora ya definitiva­
mente. La estrella emergente era Leopoldo O'Donnell que fue
totalmente respaldado por la Iglesia en su aventura en Marruecos,
saldada victoriosamente. Cuando
P!o IX publicó la Quar¡ta cura
y el Syllabus los obispos ya no se prestaron a la exigencia rega­
lista
del pase regio. Y el poder comprendió que esa era ya una
partida perdida para él. Fue el reconocimiento del Reino de Italia,
contra
el sentir unánime del catolicismo español y de la misma
reina, el que agrió unas relaciones que se habían recompuesto.
Y un notable grupo de católicos -neocatólicos se les llamó-, se
alejaron progresivamente de un régimen que reconocia a quien
se había apoderado de los Estados Pontificios, salvo aun de su
capital amenazada. Y otro Carlos, nieto del anterior, volvía a ser
esperanza
de muchos católicos españoles. Junto a la reina, en el
dificilísimo papel de confesor, el arzobispo Claret desempeñaba
un papel que iba mucho más allá que el de dirigir la regia y com­
plicada conciencia.
El episcopado español era obra suya pues fue
el
gran hacedor de obispos de la época. Y de excelentes obispos.
El reconocimiento de Víctor Manuel le llevó a alejarse de Palacio,
con enorme desconsuelo de la Reina, y sólo regresó por manda­
to expreso de Roma. La presencia en el entorno de la Reina de
otro personaje eclesial, Sor Patrocinio, la monja
de las llagas, fue
mucho más anecdótica que categorial.
Y
hay que hacer mención de un fenómeno, éste no politico,
pero importantísimo para la vida de la Iglesia, que fue el de la
impresionante eclosión
de santos que· se produjo en el XIX espa­
ñol. La nómina no.está cerrada, ni muchísimo menos, se me olvi­
darán unos cuantos
en esta rememoraciOn a vuelapluma, pero
basten estos nombres para dejar constancia de que en medio de
tanta prueba, de tanta sangre, de tanta ruina, la gracia de Dios
seguía actuando. Y
de que el pueblo que tantos santos produ­
cia era un pueblo hondamente católico. Antonio María Claret,
Joaquina Vedruna, Micaela del Santísimo Sacramento, Soledad
Torres Acosta, los mártires del Tonkín, los mártires franciscanos
de Damasco, Teresa de Jesús Jornet, Vicenta Maria López Vicuña,
la madre Magas, la madre Molas, la madre Monta!, Enrique de
Ossó, el P. Coll, el P. Mañanet, el P. Palau, el cardenal Spinola,
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LA PERSECUClóN RELIGIOSA EN ESPAfiiÁ ENTRE I 8/9 Y I 891
Manuel Domingo y Sol, la madre Ráfols, Maria Josefa Sancho
de Guerra, la madre Sallés, Dolores
Roc/riguez Sopeña, Juana
Condesa
... En esta santa compañía, con estos hombres y mujeres
de los
que conocería a no pocos, esperemos en Dios y pidámo­
selo confiadamente, que
en breve pueda estar Luis de Trelles
Noguerol.
El reinado de Isabel II tocaba a su fin. Aquella reina de los
tristes destinos,
buena de corazón y débil de voluntad, fue derro­
cada, como tantos otros gobiernos
del siglo, por un golpe de
generales. Y la Revolución
de 1868, la Gloriosa como la llamaron
los suyos con absoluta impropiedad pues
su gloria no fue ya
escasa sino nula, volvió a desatar todos los fantasmas anteriores.
Exactamente los mismos. Y, por supuesto, el nuncio se fue de
Madrid y los jesuitas de sus casas.
Romero Ortiz, al
que los católicos llamaron Lutero Ortiz, se
descolgó a los pocos días
de ocupar el poder con una serie de
decretos que descubñan
el rostro de la nueva situación. Las
Juntas previas a la constitución del Gobierno provisional demos­
traron palpablemente
por donde iban a ir los tiros. Unas expul­
saban a los jesuitas, otros establecían el matrimonio civil, la de
Huesca expulsó a su obispo, otras arremetieron contra las
mon­
jas, cerraron los seminarios ... Varias de ellas, Sevilla, Bárcelona,
Madrid, batieron el record
de la demolición. De la demolición de
iglesias
y conventos.
El Gobierno provisional, que presidía el general bonito, el
mis1no Serrano que había sido favorito_ de la reina, en un· mes,
suprimió la Compañia de Jesús, derogó el decreto que autoriza­
ba a las comunidades religiosas a poseer y adquirir bienes, extin­
guió todos los monasterios, conventos, colegios, congregaciones
y demás casas de religiosos de anibos sexos . fundados en la
Península e
isbs adyacentes .desde el 29 de julio de 1837. Es
decir, todos los de varones, salvo las casas de misioneros de
illtramar, y multitud de los de mujeres, nacidos de los afanes
apostólicos de los institutos de
· nueva creación que se habían
multiplicado
en España fruto de la actividad de tantos fundado­
res y fundadoras, varios de · los cuales hemos relacionado
en la
lista
de santos que he referido tres párrafos arriba. A los semina-
479
Fundaci\363n Speiro

FRANCISCO ]OSE FERNÁNDEZ DE LA CIGONA
rios se les privó de la dotación estatal. Y, una medida novedosa,
pues todo lo demás es verdaderamente repetitivo. Aquellos ada­
lides del progreso, de la libertad y de la fraternidad decidieron
suprimir
una institución benemérita que llevaba el consuelo y la
ayuda a miles de hogares necesitados de España.
Las Conferen­
cias de San Vicente de Paúl.
Después...
La protesta de todo el episcopado español; la
libertad de cultos, con la protesta de millones de católicos, en la
Constitución; la retirada del nuncio; las blasfemias
en el Parla­
mento; el
no nombramiento de obispos para las sedes que iban
quedando vacantes
por la muerte de sus titulares; las memorables
intervenciones
en el Congreso del arzobispo de Santiago, carde­
nal García Cuesta, del obispo de Jaén, Monescillo y del canónigo
Manterola, a quienes el
pueblo católico votó por diputados; la
unión de los católicos en la primera asociación constituida para
defender a la Iglesia, la Asociación de Católicos, que presidió el
marqués de Viluma y de
-la que, naturahnente, formó parte Luis
de Trelles; la introducción del matrimonio civil; la declaración de
hijos naturales de aquellos
que nacieran de solo matrimonio
canónico; la actuación judicial contra el cardenal de Santiago,
García Cuesta,
y el obispo de Urge!, Cabra!, a los que se prohibe
asistir al Concilio Vaticano
-por cierto que el segundo, hacien­
do caso omiso de la prohibición, se presentó
en Roma-; la par­
ticipación de nuestro episcopado en el Concilio, con la 1nemora­
ble intervención del conquense, Payá, que cerró con su discurso
infalibilista y definitivo la controvertida cuestión; la ejemplar
negativa del clero a jurar
la Constitución aun a costa de que su
habitual pobreza
se convirtiera en miseria y hambre; el intento
fallido
por parte de los protestantes de aprovecharse de la situa­
ción; la imposición de un rey extranjero que, si irritaba a los
monárquicos afectos a la casa de Borbón, lo hada más a los cató­
licos, al ser hijo de quien había despojado al Papa de su
poder
temporal sobre los Estados Pontificios; situaciones cismáticas en
Ultramar donde el Gobierno designó obispos que, además de
indeseables,
no eran admitidos por Roma y actuaban al margen
del derecho canónico; situaciones también cismáticas
en la
penfnsula
por el apoyo gubernamental a los clérigos que se
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LA PERSECUCIÓN RELIGIOSA EN ESPAflA ENTRE 1819 Y 1891
opusieron a la integración de las disueltas jurisdicciones de las
Ordenes militares
en los correspondientes obispados... Y, de
nuevo, la guerra carlista, en la que tantas connotaciones religio­
sas había entre los soldados de Don Carlos ...
La restauración borbónica en la persona de Alfonso XII tras
el golpe de Sagunto del general Martínez Campos supuso la
derrota del carlismo
en los campos de batalla. Muchos católicos
creyeron que habia suficientes garantías
con el hijo de Isabel ll.
Las generales hostilidades hacia Amadeo de Sabaya y hacia una
República caótica se desvanecieron. Y, tras el golpe monárquico,
la híbrida situación del general Serrano que, satisfacer, sólo satis­
facfa a él, a su mujer, que estaba encantada, y

a sus inmedia­
tos colaboradores, también dejó de ser
un callejón sin salida.
Canovas se esforzó, desde el primer momento, en dar garantía's
a la Iglesia. Y, si el artículo 11 de la Constitución de 1876, que
establecia un régimen de tolerancia de cultos, puso de nuevo en
pie de guerra al catolicismo hispano, acaudillado por sus obispos,
que fueron en esta ocasión incluso más papistas que el Papa,
pronto se disolvió la tormenta al comprobarse
que la amenaza
protestante era apenas
un fantasma que sólo lograba inisorios
resultados y
al ver, por otra parte, que la Iglesia tetúa un lugar,
un respeto y, sobre todo, una vida floreciente en la nueva 1110-
narquía.
Terminó la hostilidad gubernamental a la institución edesial
e, incluso cuando los liberales de Sagasta o Posada Herrera lle­
gaban al poder, la situación, aunque algo peor, era plácida. Proli­
feraron las nuevas congregaciones religiosas, sobre todo femeni­
nas, dedicadas principalmente a la enseñanza y a la caridad. Pero
entonces se vivió un curioso fenómeno que esterilizó la actuación
católica en lo que a la vida pública se refiere. Y fue el fenómeno
de la división
de los católicos que Trelles conoció en los _últimos
años de su vida. Dinásticos, Carlistas y, tras la escisión de estos
últimos, también integristas, dedicaron todo su celo a combatirse
entre si
en vez de hacerlo a los verdaderos enemigos de la
Iglesia. Eran ya los últimos tiempos de este egregio católico y sus
ojos miraban ya muchisimo más a Jesucristo Eucaristía
que a las
pequeñeces y debilidades
de los hombres. Pemútaseme, pues,
481
Fundaci\363n Speiro

FRANCISCO JOSÉ FERNÁNDQ{ DE LA CIGONA
que apenas mencione el fenómeno, muy imponante cienamente
para la Iglesia y para España, pero ya marginal para un hombre
que estaba ya en el cielo y no en el suelo.
Esta fue
la España y la Iglesia que vivió Trelles. Que amó
Trelles. Doliéndole hondamente todo lo
que dalia a Jesucristo, ya
su único Señor. Disculpadme lo largo del relato.
Me fue imposi­
ble resumirlo más y que, al mismo tiempo, fuera inteligible. Una
Iglesia perseguida, una patria desgraciada y un hombre que creyó
que lo mejor que podía hacer por la una y por la otra, i las que
tanto amaba, era poner al mayor número de españoles en ado­
ración a Jesús Sacramentado. "¿Qué sabemos nosotros del
peso
de las cosas que Dios mide en sus altas balanzas de cristal?" Pero
si podemos pensar
que el camino elegido por Luis de Trelles
Noguerol fue el mejor camino.
El Jesús de sus amores ya se lo ha
pagado. Con infinitas creces. Pidámosle
al mismo Jesús, en su
presencia eucarística, que tan buen vasallo pueda ser hoy, para
los españoles de hoy que andan tan equivocados caminos, ejem­
plo a seguir para ir a
Él, para que nuestra España vuelva a Él.
Que así sea.
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