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Número 433-434

Serie XLIII

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Bernabé Bartolomé Martínez (coord.) : Historia de las diócesis españolas, 20. Iglesias de Burgos, Osma-Soria y Santander

INFORMACIÓN BIBLIOGRÁFICA
Bernabé Bartolomé Martínez (coord.): HISTORIA
DE LAS DIÓCESIS ESPAÑOLAS, 20.
IGLESIAS DE BURGOS, OSMA-SORIA Y SANTANDER<')
Nos ocupamos de un cuarto volumen de la Historia de las
diócesis españolas
que nos está ofreciendo la BAC, hasta. el mo­
mento con tan lamentables resultados. Más bien vergonzosos,
cabría decir. Como hemos hecho al ocupamos de los anterio­
res tomos aparecidos: Santiago, Tuy, Lugo, Mondoñe_do-Ferrol,
Orense, Palencia, Valladolid y Segovia, repetimos que no nos
ocuparemos de las Edades Antigua y Media y ni casi de la Mo­
derna. Confesamos paladina1nente
que no nos encontramos con
conocimientos para ello y que tampoco hemos leído los textos
referentes a las 1nis1nas. Serán buenos, malos o pésimos. No
entran1os en ello ni extrapolamos por los que· vamos a juzgar.
Otros opinarán de ellos. O no. Nosotros los descartamos.
La adjudicación de los distintos trabajos a diversos historia­
dores es,
en _este caso, intermedia a la que se dio en las diócesis
gallegas,
con muchas colaboraciones, y en las de Palencia, Valla­
dolid y Segovia
que fueron, con alguna excepción, adjudicadas a
un solo autor. Lo que, de entrada, no parece buena metodología
pues desconfia1nos 1nucho de quienes tienen tan universales
conocitnientos que abarcan dos 1nil años. O poco menos.
En este volu1nen, práctica1nente redactado por clérigos, pues
el único colaborador del que se dice es seglar, o laico, tiene un
(') BAC, Madrid, 2004. 660 págs.
Verbo, núm. 433-434 (2005), 327-359. 327
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tremendo tufo a secularizado, aunque, por supuesto, nos pode­
mos equivocar en el olfato, se ocupan de Burgos el jesuita
Martínez Díez, el carmelita descalzo Pacho Polvorinos y el sacer­
dote secular Ángel Gonzalo;
de la de Osma.-Soria, en exclusiva,
el sacerdote secular
Bemabé Bartolomé; y de la de Santander, el
sacerdote Cuesta Bedoya. y el "laico" Gutiérrez Martínez-Conde.
Todos, salvo el "laico", ya entrados
en años. Bartolomé cum­
ple en este año 2005, setenta y cuatro años. Cuesta, setenta y
cinco. Gonzalo1 de los niás jóvenes, sesenta y tres. Gutié11ez, la
excepcióñ., cincuenta. Martínez Díez, ochenta y uno. y-Pacho,
setenta y siete. Salvo dos, están jubila.dos, y algunos muy jubila­
dos.
Lo que debelia ser acreditación de saberes.
De Pacho Polvorines nos encontran1os enseguida con 11na
perplejidad. Nos dice que Mayáns, a quien llama Ma.yans (pág.
135), sin acento, o con grafía catalana, cuando todo el
mundo le
nombra en pronunciación aguda y no llana, ló qt1e tan1bién repe­
tirá Bartolomé (pág. 326), tuvo influencia reformadora "en Casti­
lla a través
de obispos como Bertrán y Climent, Tavira y Loren­
zana" (pág. 135).
El notable obispo de Salamanca, e Inquisidor
General, Felipe Bertrán, creen1os que tenía por segundo apellido
el de Casanova
y no el de Clilnent. Por lo que la conjunción
cop1llativa, que creemos sobraba, no se refiere a 11n obispo, - a
quien todo el mundo cita por Bertrán, sino a dos. A él y al cono­
cidísimo y sospechosisimo obispo de Barcelona, José Climent
que1 ciertamente influido por Nlayáns, .no sabe1nos que }Jito toca
en Castilla. Aunque tocara muchos en la Corona de Aragón.
Nos parece, y no queren1os ser hipercñticos por lo que no
diremos estúpido, ponga el lector cualquier eufemismo más edul­
corado,
que constatar que en aquellos años de la Edad Moderna,
"el clero, muy en pa1tictllar el diocesano, continuaba siendo una
presencia
itnportantísüna dentro del cuadro sociológico cultural
de la diócesis" (pág. 147) es una obvieda.d absoluta universal­
mente. También nos
podría haber dicho que el Rey era muy
respetado,
la piedad manifiesta y el cumplimiento pascual gene­
ralizado. Y ahora
una inmensa laguna, responsabilidad de Pacho. No
existen los obispos de la Edad Moderna. Apenas
un par de li-
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neas, cuatro en los más significados, en el Apéndice, que segu­
ramente
no fue redactado por él. Y alguno, por ejemplo Rodri­
guez de Arellano, · con toda su militancia antijesuftica, la reclama­
ban a gritos. Pues, no existen los obispos burgaleses de fines de
la Edad Moderna.
La Contemporánea es responsabilidad de Angel Gonzalo. Y a
los primeros obispos del siglo
XIX, siete y un administrador apos­
tólico, los liquida
en menos de una página (págs. 190-191). Lo
que nos parece totalinente insuficiente. Sobre todo cuando a los
de la última mitad del siglo les dedica cuatro (págs.
211-215).
Cierto que fueron pontificados efuneros no pocos pero era nece­
sario algo 111ás. De Vélez, así como se dice que 111archó a Santiago
también se debió decir que venía· de Ceuta. De López Sicilia
debió decirse
que partió a Valencia. Sobre Rives y su complica­
dísüno pontificado, silencio absoluto, aunque su non1bre aparez­
ca después, con el de otros con1pañeros, en u1estiones puntua­
les. Y ni mencionar que había sido obispo de Calahon·a. De
Ramón Montero se omite que venía de Coria. Y de Cid Monroy,
con todo lo
que significó su pontificado, primero bajo los fran­
ceses y después en el Trienio liberal, apenas 1nencionados an1bos
acontecimientos de primer orden. Más extraño es que al hablar
de la ad1ninistración apostólica de
Don Severo Andriani nos diga
que gobierna la mitra de Burgos
"a través de los capitulares bur­
galeses Joaquín Barbajero y
Juan Nepomuceno" (pág. 191). Cómo
nos resistin1os a a·eer que un sacerdote, 11or ignorante que pueda
ser, tenga a Nepo1nuceno por un apellido1 pues, tma vez 1nás,
desidia en el redactor y en el coordinador. Y ya de traca en·quien
confeccionó el Indice onomástico. Que se cree que el canónigo
burgalés, desapellidado, era
nada.n1enos que San Juan Nepo­
muceno (pág. 654). Pues no,
don Ángel Gonzalo, culpable del
error del redactor del Indice, aunque también hay que reconocer
que ese sujeto era ta1nbién un genio porque, ¿qué pintaría el
Nepomuceno en el siglo XIX burgalés?, se trataba del canónigo
Juan Nepon1uceno García Gó1nez, años después obispo de Coria.
Algo así co1no si
yo dijera que la historia de la diócesis de Burgos
se había encargado a Gonzalo Martínez, a Alberto Pacho y a
Ángel. Pues, igual, don Ángel.
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Es también curioso el que en una misma página (pág. 196),
con apenas ocho lffieas de diferencia, se· nos diga "que el núme­
ro
de religiosos exClaustrados ~n la dióCesis, según el citado_ autor
(que es nada menos que uno de los redactores de esta obra,
Alberto Pacho) es de
232" para después. decirnos que "en el pe­
ríodo 1838-1858 hasta un total de 400 exclaustrados fueron colo­
cados
en servicios del arzobispado". Como la cifra de exclaustra­
dos es
fija y se produjo de golpe, entre 1835 y 1837, o no fueron
232 o no hubo 400 que colocar. Salvo que acudieran a riadas a
Burgos de otras provincias, cosa· que no parece normal.
También en el clérigo Gonzalo encontramos alguna otra de­
claración sorprendente. Como esta atribuida al arzobispo burga­
lés Alámeda y Brea y después cardenal primado,
"Se permite
(Alameda) incluso rebelarse a los proyectos gubernamentales
sobre el arreglo parroquial
que suplanta, según él, las competen­
cias
de la Iglesia" (pág. 212). ¿Según él? ¿Y según usted? ¿O es que
cree que el arreglo parroquial es competencia del Estado y no de
la Iglesia? Aunque tuviera
que intervenir el Estado, mediante el
presupuesto
de culto y clero, por haber privado a la Iglesia de
sus bienes. Pero el sostener que lo relativo a las pan·oquias no.
era competencia del Estado sino. de los obispos no es rebelarse
contra
nada sino defender la doctrina canónica y tema toda la
razón eclesial al considerar que en ocasiones el Estado suplanta­
ba competencias de la Iglesia.
Tampoco
me parece afortunado achacar al "pesimismo y al
temor" (pág. 214) del arzobispo Femández de Castro sus conde­
nas y prohibiciones
de peliódicos y revistas. Eran medidas muy
comunes entre los obispos
de España y aquel excelente obispo,
a quien todos llaman Fernández
de Castro y no Fernández Castro
como hace Gonzalo,
no hacía más que cumplir con lo que creía
su deber para preservar a sus fieles
de doctrinas impías por lo
que no 1ne parece que sea justo calificar esa actuación co1no con­
secuencia de su pesimis1no y sus te1nores.
Nos extraña-, asimismo, la afirmación de que cuestiones trata­
das en el Concilio Provincial de Burgos, de 1898, como "unión
de los católicos, usura, adulterio, diversiones, son cuestiones que
poco tienen que ver con la piedad" (pág. 234). Pues nos parece
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INFORMACIÓN BIBLIOGRÁFICA
que tienen que ver bastante. Y encontramos que escamotea la
realidad al silenciar por completo lo que el Congreso Católico de
Burgos de 1899 significó
en el candente problema de la división
de los católicos. Seguramente mucho más
por desconocimiento
del autor
que por voluntad deliberada de hacerlo (págs. 234-235).
La caractelización del episcopado de don Segundo García de
Sierra (págs.
269-271) nos parece parcial. No tanto por parciali:
dad del autor sino por haberse dejado influenciar por la tremen­
da crisis posconciliar que tuvo que vivir en sus carnes. Ct1ando
hoy podemos ver el inmenso fracaso de aquel clero o, mejor, de
aquella parte del clero, ilusionada
en estériles caminos que le lle­
varon al
matlimonio, al comunismo y al abandono de la Iglesia,
y, a no pocos de los que no la abandonaron, a una manifiesta
insolidalidad eclesial, se hace más manifiesta. la coherencia y la
inteligencia de
don Segundo.
También nos parece cicatero con el nuevo arzobispo burga­
lés don Teodoro Cardenal. Que tuvo que regir la archidiócesis en
días muy complicados y nos parece que con notable dignidad.
Con Martínez Acebes, el penúltimo pastor burgalés hasta el
moniento, es mucho más comprensivo. Tal vez pcir razones per­
sonales de colaboración. Yo no voy a prortuncian11e. contra su
figura pues creo que fue un buen pastor de la grey burgalesa.
Pero su personalidad es desde luego mucho más opaca que la de
don Segundo y también, aunque menos, de la de don Teodoro.
Pese a todo lo dicho, y a
una clara descompensación de épo:
cas, los dos últimos siglos ocupan casi tanto espacio como los
catorce
anteliores y el xx casi el doble que el xrx, estamos ante
un notable trabajo sobre la Iglesia burgalesa. Contiene informa­
ción y solidalidad eclesial
y, sobre todo; carece de los garrafales
errores
que hemos encontrado en otros trabajos de esta Histolia
de las diócesis españolas de los que hemos dado cuenta en otros
comentarios.
Es apenas, junto con el de Miguel Angel González
Garcia sobre Orense, lo único
bueno que hasta el momento
hemos encontrado. Y no vacilamos en afirmar que si toda la obra
fuera así sería rm instru1nento utilísimo para conocer la historia
de nuestras Iglesias particulares. Lamentablemente, hasta el mo­
mento, son dos excepciones.
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De la diócesis de Osma, hoy Osma Soria, se encarga el coor­
dinador del volumen Bernabé Bartolomé. Y ya de entrada hemos
de decir
que realizó una faena de alivio que no se mereáa la his­
tórica diócesis.
Si la de Burgos, cuatro siglos más joven, ocupa
320 páginas y la de Santander, que es del siglo xvm, 150, Osma
es despachada
en 170 páginas. La desproporción es manifiesta.
Y, enseguida, me refiero a las páginas del trabajo que me
ocuparon, apenas algo más
de cincuenta, pues de las de los tiem­
pos antiguos, medios y parte de los modernos he prescindido,
una manifestación chocante:
"el también catedrático y magistral
de

Osma y Sevilla, el afrancesado
y, de buena fe, masón, Andrés
Muriel" (pág.
395). Hace falta optimismo, buena fe, ¿candor di­
namos?,
en Bartolomé con la buena fe. El gran historiador de
Carlos IV tuvo relevantes méritos pero esos no fueron ni eclesia­
les ni patrióticos.
No vamos a hacer tampoco de esto cuestión fundamental,
porque
no lo es, pero si en la archidiócesis de Burgos protesta­
mos
de que un clérigo tomara el Nepomuceno por apellido,
Bartolomé lo .hace ahora
con el de los Santos del obispo oxo­
mense
Dfaz y Gómara (pág. 434). A

los obispos,
por su nombre
de pila sólo se les nombra
en el canon de la misa. Cuando ya han
sido citados con su apellido cabe también nombrarles por el
nombre, después del
don .. Lo hemos hecho aqui con don
Segundo o don Teodoro. Cabe también que algunos obispos, por
condiciones personales espedalísi~as, éstas hicieran que fueran
conocidos sólo por su nombre. Aunque siempre después del
don. Son casos muy contados y d~ personali?ades excepciona­
les. Don Marcelo en Sevilla. Don Marcelo en Toledo y en toda
España.
Don Manuel en Málaga y Palencia. Pero jamás vi 'en un
libro de historia llamar Francisco a Cisneros o Vicente a Taran­
cón. Sin que el unir en la mención a ambos cardenales suponga
establecer el menor parangón entre ellos, salvo el del cardenala­
to. Como para pensar que Bartolomé ignoraba quien
fi1e aquel
gran santo de Vich
que dio nombre a no pocas personas. Pues lo
repite dos veces
en la misma página.
Tampoco entendemos
lo que qui~re decir con el nomadismo
que achaca a Garnica, a Múgica y a Díaz de Gómara. No puede
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INFORMACIÓN BIBl;IOGRÁFICA .
entenderse co1Iio tal es traslado a otra diócesis pues eso ocurrió
con
muchós 1nás que no nombra: Sánchez · Rubio, Guisasolai
Lago, Gutiérrez Diez, Cardenal, Diéguez, Rodñguez Plaza, Pérez
González. Estos no eran nómadas y los otros si. .Pues vayan uste­
des a saber por qué. Y Garriica no murió perseguido en Murcia
sino refugiado alli al huir de los franceses.
Impresentable,
por su desconocimiento de la historia, es el
siguiente párrafo: "Repasando los tiempos del episcopologio de
esta etapa, se observa que
se dan dos tramos de sede vacante de
cierta largura entre la muerte del obispo Garnica y la llegada de
Cavia (cinco años)
y entre la muerte de Cavia y la llegada de
Sánchez Rubio
[podia haber dicho de Gregario], una vez frustra­
da la nueva posesión,
por la muerte de Sabau [Pepe para los
amigos], tras su nombramiento (15 años): Distintos historiado­
res achacan a voluntades politicas estas situaciones de espera"
(pág. 434). No distintos historiadores. Todos los historiadores
achacan,
no a voluntades politicas sino a la situación politica, la
espera. Porque ni con
Pio Vil prisionero de Napoleón, ni con las
relaciones c.on Roma rotas a la muerte de Femando VII° cabía
nombrar obispos. Esto lo saben todos los historiadores aunque lo
ignore Bartolomé.
Estamos de acuerdo, sin embargo, con el historiador de la
diócesis oxomense cuando dice
que Lagüera y Rubio Montiel fue­
ron,
"a nuestro juicio, los dos más fecundos prelados oxqmenses
de los dos últimos siglos" (pág. 435).
Le faltó añadir, tal vez por­
que no fuera politicamente correcto, que el primero fue el obis­
po más ultraintegrista de la España de entonces. Clama al cielo,
y revuelve las tripas,
un Derecho "Canónigo" (pág. 439), que
queremos _ achacar más a error en la redacción que a ignorancia
del autor porque no podría ser tanta. También es un error fácil­
mente salvable el decir que el Sínodo de 1906, del obispo García
Escudero, "ha orientado a la diócesis
en su sector legislativo du­
rante casi todo el siglo
XIX" (pág. 473).
El trabajo de Bartolomé es, sobre todo, insuficiente. Los obis­
pos quedan cuasi inéditos. Pero también
es. de agradecer el que
no haya en su escueto trabajo la cantidad de errores, de desco­
nocimiento de la historia e incluso. de barbaridades que hemos
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encontrado en otros volúmenes de esta historia. La diócesis de
Osma-Soria se merecia más.pero al menos lo que se dice, cOn los
defectos señalados, es presentable.
Jesús Cuesta Bedoya
es la persona encargada de darnos
cuenta de la diócesis santanderina. Diócesis rec;:iente, pues fue
crea.da en 1754, las páginas dedicadas a la misma (págs. 497-645)
serían
en principio suficientes para damos cuenta del nuevo _obis­
pado. Comienza Cuesta por exponemos las razones para la crea­
ción
de la mitra: extensión de la de Burgos, dificil orograña, desa­
tención de Cantabria, reclamaciones
de sus hijos ... Y ya desde el
comienzo algo que nos sorprende, aunque posiblemente por
desconocimiento nuestro: "la diócesis de Burgos se contaba entre
las máS éxtensas de ESpaña. A su extensión se sumaba, en el caso
del partido de Peñas al Mar, una orograña sumamente complica­
da formada por altas montañas y profundos _valles" (pág. 497).
Jamás había oído nombrar a la montaña santanderina, otras mon­
tañas había también
en la archidiócesis burgalesa, como el parti­
do de Peñas al Mar, Y lo que me ocurre a mí le ocurrirá al noven­
ta y nueve
por ciento de los lectores.
Al mismo tiempo encontra1nos algunos errores de· poca· 1non­
ta que no podemos asegurar sean atribuibles a Cuesta. Así, Gui­
tarte y Catholic-Hierarchy
nos dicen que el Obispo González
Abarca murió el 18
de marzo de 1842 mientras que Cuesta y S.
Díez anticipan en seis días el fallecimiento (pág. 557). Respecto
al primer óbispo santanderino, Francisco Javier Arriaza ta1nbién
discrepan los autores en cuanto al día de su óbito que para
Catholic Hierarchy fue el
10 de octubre, para Guitarte y S. Díez
el
18 de ese mismo mes y para Cuesta el 18 de noviembre del
mismo año de 1761 (pág. 519). También pequeñas diferencias
sobre la muerte
de Menéndez de Luarca, ocurrida según Cuesta
el 19 de junio
de 1819 (pág. 550) y, según Guitarte, Catholic
Hierarchyy
S. Díez, al día siguiente. Asimismo discrepancias sobre
la muerte del obispo Arias Teijeiro, que para Guitarte,
bíez y
Catholic-Hierarchy ocurrió
el _18 de diciembre de 1863 y para
Cuesta al día siguiente (pág. 561).
Carencias
en el tratamiento de algunos obispos: Menéndez de
Luarca; _González Abarca, CUyo liberalis1no, insolidario con sus
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INFORMACIÓN BIBLIOGRÁFICA
hermanos perseguidos, requerla más precisiones y más critica;
Calvo, que salió de Santander desacreditado y acusado de. des­
pilfarrador sin que encontremos la menor alusión a ello¡ las diver­
gencias de Sánchez de Castro con los jesuitas y con el integris­
mo, desde sus presupuestos carlistas
... Y un epígrafe bastante
penoso dedicado a aquella gloria de la Iglesia, de España y de la
Montaña que fue Marcelino Menéndez Pelayo (págs. 584-585).
Por cicatero. Una diócesis relativamente reciente tiene pocas glo­
rias.
La más nacional de Santander fue sin duda el ilustre polí­
grafo montañés
que ha merecido los honores de ser enterrado en
su catedral. · No digo yo que no tuviera otras. Ciertamente ese
obispo con merecida
fama de santo, nadie le discute la de bueno,
que fue don José Eguino. Pero de mucho menor eco nacional. Y
don Ángel Herrera, por supuesto. Pero me parece que ambos
palidecen ante
don Marcelino.
Tampoco nos parece lo más acertado el que
para comentar
la guerra civil y las consecuencias tremendas que
tuvÓ en la dió­
cesis santanderina -con setenta y siete sacerdotes seculares ase­
sinados-se siga al muy parcial Álvarez Bolado. Pero, aun así,
queda constancia de la tragedia y de la masacre.
Los hombres del obispo Pucho! para adoctrinar a su nueva
diócesis fueron Estepa, muy distinto entonces a lo
que sería des­
pués como arzobispo castrense, Gil Peláez,
Martín Patino, des­
pués alter ego de Tarancón, y José Chao, que seguramente será
el Chao Espina gallego, pronto secularizado y casado o amance­
bado, pues desconozco el iter de su secularización.
Le vi este año
en Santiago y era ya una ruina fisica. Eclesial lo fue desde hace
muchos años.
Alguna frase es pintoresca por su obviedad. Y da a entender
como si
en el fondo lamentara que fuera así. Entristecerse de que
la lluvia moje o la noche sea oscura es utopía o infantilismo: "La
Acción Católica general se vio implicada primero y condicionada
después
por el enfrentamiento bélico entre españoles" (pág. 604
Pues, claro. Y el señor obispo, y el cabildo catedral, y el clero
secular y reguiar, y hasta la tía Eufrasia. Eso implicó y condicio­
nó a todos. Y a ello se debe añadir, en el párrafo siguiente, esta
otra frase de antología:
"El curso 1943 a 1944 trae un nuevo pre-
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INFORMACIÓN BIBLIOGRÁFICA
sidente diocesano de la juventud de Acción Católica: Eduardo
Obregón, que es el séptimo
de los presidentes diocesanos y el
segundo de los añoi, diffciles. Resulta curioso que a comienzos
de los
50 se utilice esta denominación en los ámbitos del apos­
tolado seglar para referirse a la posguerra
en lugar de a los años
de
la Segunda República" (pág. 604). Yo .no sé quien es J. Ortiz,
autor
al parecer de tal estupidez. Tampoco pretendo beatificar al
régimen franquista que tuvo las imperfecciones o los defectos
que tuviere.
Pero llamar años dificiles a ese periodo después de
haber pasado la diócesis
por lo que pasó, entre otras cosas por
que ·asesinaran, como hemos dicho, a setenta y siete sacerdotes
de su clero diocesano, me parece impresentable. En el tal Ortiz
por decirlo y en Cuesta por recogerlo. Y máJtime cuando en el
mismo párrafo se dice que "durante varios años la Acción Cató­
lica aprovechó la nueva coyuntura política" (pág. 604). No
serian
tan dificiles esos días. Y como se dice también que Obregón era
miembro destacado de la Asociación Católica Nacional de Propa­
gandistas
en la que tanto influjo tenía el entonces sacerdote dio­
cesano Ángel Herrera,
que había sido presidente de la misma
antes de decidir cursar sus estudios sacerdotales, expresamente
citado
por Cuesta, creo recordar que fue el mismo don Ángel
quien ya como obispo de Málaga, tal vez inclusb cardenal,. se refi­
rió a Franco como "ministro de Dios". O juga1nos con todas las
cartas o .estamos haciendo trampas,
La crisis dé 1953 está apenas apuntada y no sabemos bien en
que consistió (pág. 605). Hablar a esta.s alturas de la HOAC y de
la JOC, después de su inmenso fracaso, pues su éxito fue llevar al
marxismo, comunista o socialista, a buena parte de Sus militantes
y de sus consiliarios y, por supuesto, al abandono del catolicis­
mo, no pare·ce como para echar las campanas al vuelo. Sin negar
buenísimas intenciones iniciales en militantes. y consiliarios que
seguro que se dieron. Pero en Cuesta está el mejor resumen de
aquella ilusión mal enfocada. En
1972 tras crisis, escisiones y
demás apenas quedaban en la HOAC sesenta militantes. El éxito
de la pastoral obrera en la diócesis no podfa ser más ridículo.
Del breve pontificado
de Cirarda aporta un dato, que yo
había olvidado,
pero que me parece significativo y definitivo.
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INFORMACIÓN BIBLIOGRÁFICA
Puso al frente de la Vicaría de Pastoral a José María Setién. Sí, al
que después fue obispo auxiliar y residencial de San Sebastián.
Yo no creo que haya habido obispo más odiado por los católicos
españoles que este prelado
que tuvo incluso que renunciar a su
diócesis
porque ya era imposible sostenerle al frente de la misma.
Si en los tiempos modernos se dio en España la figura del odium
plebis fue con el prelado donostiarra .. Hijo putativo de José María
Cirarda: Dios los cría y ellos se juntan.
¿A dónde ha lle.vado este desbarajuste posconciliar, respon­
sabilidad directa
de los obispos Beitia, Pucho!, Cirarda, del Val y
Vilaplana Blasco?
Los datos de Cuesta son suficientemente elo­
cuerites: A comienzos de los setenta eran 517 los sacerdOtes dio­
cesanos, en 1974, 488 y a finales de 2003, 297. Los religios,;,s, sin
embargo aumentar.on, fueron, respectivamente,
268, 225 y 284. Si
bien en 1962 llegaron a ser 350. Lástima que no se diga la .edad
,nedia de cada -uno de los años, porque no creemos equivocar­
nos al decir que la de 2003 es muy elevada.
Las experiencias en el Seminario de Puchol, por lo que cuen­
ta Cuesta, parecen suicidas. Idénticas a las que Tarancón experi­
mentó en Toledo y que llevaron a la desaparición de aquel Semi­
nario.
La crisis provocada obliga a Cirarda a tornar nuevas medi­
das que tampoco resuelven
nada (pág. 615), aunque a él parece
consolarle aquello
de mal de muchos... Llegamos incluso a la
desaparición del seminario
mayor con sus escasos alumnos dis­
persados entre los de otras
diócesis. ¡Vaya éxito! Por lo menos,
del
Val ha recuperado el Seminario y Vilaplana lo mantiene. En
estos momentos hay
parroquias atendidas habitualmente por reli­
giosas o laicos a las
que periódicamente acude un sacerdote pero
no todos los domingos.
La caracterización muy optimista de Vicente Pucho! no ocul­
ta la evidente realidad
de la división que había llevado a la dió­
cesis. Previa, ciertamente, en no pocos aspectos pero que él agu­
dizó al colocarse como amparador del sector progresista aunque
no pudiera pasar por los extremos más radicales. El vicario capi­
tular, sede vacante, tras el acc_idente auto1novilístico que segó la
vida de Pucho!, representaba la línea tradicional, lo que dice no
poco de la opinión que tenía el cabildo sobre la actuación del
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INFORMACIÓN BIBLIOGRÁFICA
obispo fallecido. Los sacerdotes progresistas se desataron contra
él
en cartas a la nunciatura. Es curioso que entre los que se mani­
festaron contra su linea estuviera el sacerdote Juan
Antonio del
Val Gallo, más tarde obispo de Santander (pág. 621).
No es cierto
que Cirarda llegase como un pacificador. Porque
se. alineó claramente con uno de los sectores enfrentados. Cierto
que al encargarle la administración apostólica de Bilbao desaten­
dió casi totalmente su diócesis residencial
pero sus simpatías y su
linea pastoral, disimuladas algo
con su carácter afable, fueron
manifiestas desde el primer momento.
En
una de esa.s medidas hoy incomprensibles pero que ve­
nian impuestas por el Patronato al no aceptar Franco los obispos
que queria imponerle el Vaticano,
en vez de nombrarse a Cirarda
obispo de Bilbao y a Torija
de Santander, tuvimos al primero tres
años obispo de Santander y, al segundo, dos como obispo auxi­
liar.
El primero no estaba y fue el segundo quien gobernó en
su nombre la diócesis. Era un hombre mediocre y progresista.
Enviado a Ciudad Real nadie pensó ya nunca más en promocio­
narle a
una diócesis más importante. Y en aquella urbe manche­
ga estuvo nada menos que veinti,siete años. En paralelo con los
otros .dós toledanos, íntilnoS amigos los tres, que parecían· desti­
nados a los más altos destinos de la Iglesia hispana pero que se
quedaron en el camino. Diaz Merchán, cuatro .años obispo de
Guadix y treinta y tres arzobispo
de. Oviedo. Y el más inteligen­
te del
grupo, Antonio Dorado, tres años obispo de Guadix, vein­
te
de Cádiz, y, desde 1993 obispo de Málaga, a donde se le tras­
ladó para
no darle un arzobispado, diócesis a la que presentará
su renuncia
en 2006 al cumplir los setenta y cinco años. El más
opaco de la cuadrilla era sin duda Torija.
Le sucedió Juan Antonio del Val. Un pobre hombre de esca­
s!sima taifa que sufrió en sus carnes de obispo lo que eran los
sacerdotes progresistas como él lo
habla sido. Pero hay que reco­
nocer que la suerte le acompañó
en dos. cuestiones importantes.
Depositó su confianza
en un joven sacerdote, hoy arzobispo de
Oviedo y antes obispo de Orense, Carlos Osoro, que· introdujo
progresivamente
en la diócesis y en el seminario la sensatez que
habla faltado en años anteriores. Luego, el pontificado de Juan
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INFORMACIÓN BIBLIOGRÁFICA
Pablo II consiguió, también con esfuerzo y con años, una paz
eclesial como no la habían conocido sus predecesores. Y este
hombre apagado,
opaco le definiría mejor, tuvo días más tran­
quilos
en Santander. También hay que añadir que lo peor de la
diócesis se habia secularizado.
Le sucedió, en 1991, José Vilaplana Blasco. No es un genio
pero ha sido un excelente obispo de Santander. Querido de sus
fieles y
de sus sacerdotes. No es un don José Eguino pero es el
que más se le aproxima desde que murió . el obispo .bueno. Se
habla en estos días de que quieren promoverle. Pienso que sería
un error. Perdería él, perdería Santander y tal vez no ganaría nadie.
El trabajo de Cuesta, a quien se le notan sus filias y su res­
peto. jerárquico es sin embargo muy interesante y per1nite collo­
cer, en ocasiOnes sólo adivinar, la crisi_s de una ·diócesis españo'.'"
la en los últimos años. Es un estudio trabajado, por supuesto,
mejorable
pero muy digno de leerse.
Hemos leído,
y analizado, ya cuatro volúmenes de esta Histo­
ria de las diócesis de España. Tres, absolutamente lamentables.
Este
ya es otra cosa muy distinta. Esperemos que suponga una
rectificación de los errores anteriores. Con todo lo dicho, mi valo­
ración es positiva.
FRANCISCO JOSÉ FERNÁNDEZ DE LA CIGOJS!A
DICCIONARI D'HISTORIA ECLESIÁSTICA
DE CATALUNYA r•i
Don Albert Manent, uno de los colaboradores de la _obra que
comentamos, en carta particular a quien estas líneas es~ribe, res-:­
pondiendo a una crítica que había hecho de un libro suyo, que
no le gllstó, 1ne ¿retaba? a ver que errores encontraba en el
Diccionario en cuestión, obra que sin .. duda estima magnífíca,
(*) 3-vols. Barcelona, Generalitat de Catalunya y Editorial Claret, 1998; 2000
y 2001, 667, 773 y 749 págs.
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