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Las cuatro dimensiones del Espíritu Santo

«Teniendo presente el testimonio de la Escritura y de la Tradición, en el tema del "Espíritu Santo" se reconocen fácilmente cuatro dimensiones.

1. Ante todo, está la afirmación que encontramos ya desde el inicio del relato de la creación. Allí se habla del Espíritu creador que aletea sobre las aguas, crea el mundo y lo renueva sin cesar. La fe en el Espíritu creador es un contenido esencial del Credocristiano. El dato de que la materia lleva consigo una estructura matemática, de que está llena de espíritu, es el fundamento en el que se apoyan las ciencias modernas de la naturaleza. Nuestro espíritu sólo es capaz de interpretarla y de modificarla activamente porque la materia está estructurada de modo inteligente.

El hecho de que esta estructura inteligente procede del mismo Espíritu creador que nos dio el espíritu también a nosotros, implica a la vez una tarea y una responsabilidad. En la fe sobre la creación está el fundamento último de nuestra responsabilidad con respecto a la tierra, la cual no es simplemente propiedad nuestra, que podemos explotar según nuestros intereses y deseos. Más bien, es don del Creador que trazó sus ordenamientos intrínsecos y de ese modo nos dio las señales de orientación a las que debemos atenernos como administradores de su creación. El hecho de que la tierra, el cosmos, reflejan el Espíritu creador significa también que sus estructuras racionales —que, más allá del orden matemático, se hacen casi palpables en el experimento— llevan en sí también una orientación ética. El Espíritu que los ha plasmado es más que matemática, es el Bien en persona, el cual, mediante el lenguaje de la creación, nos señala el camino de la vida recta.

Dado que la fe en el Creador es parte esencial del Credo cristiano, la Iglesia no puede y no debe limitarse a transmitir a sus fieles sólo el mensaje de la salvación. Tiene una responsabilidad con respecto a la creación y debe cumplir esta responsabilidad también en público. Al hacerlo, no sólo debe defender la tierra, el agua y el aire como dones de la creación que pertenecen a todos. También debe proteger al hombre contra la destrucción de sí mismo. Es necesario que haya algo como una ecología del hombre, entendida correctamente. Cuando la Iglesia habla de la naturaleza del ser humano como hombre y mujer, y pide que se respete este orden de la creación, no es una metafísica superada. Aquí, de hecho, se trata de la fe en el Creador y de escuchar el lenguaje de la creación, cuyo desprecio sería una autodestrucción del hombre y, por tanto, una destrucción de la obra misma de Dios.

Lo que con frecuencia se expresa y entiende con el término "gender", se reduce en definitiva a la auto-emancipación del hombre de la creación y del Creador. El hombre quiere hacerse por sí solo y disponer siempre y exclusivamente por sí solo de lo que le atañe. Pero de este modo vive contra la verdad, vive contra el Espíritu creador. Ciertamente, los bosques tropicales merecen nuestra protección, pero también la merece el hombre como criatura, en la que está inscrito un mensaje que no significa contradicción de nuestra libertad, sino su condición. Grandes teólogos de la Escolástica calificaron el matrimonio, es decir, la unión de un hombre y una mujer para toda la vida, como sacramento de la creación, que el Creador mismo instituyó y que Cristo, sin modificar el mensaje de la creación, acogió después en la historia de la salvación como sacramento de la nueva alianza. El testimonio en favor del Espíritu creador presente en la naturaleza en su conjunto y de modo especial en la naturaleza del hombre, creado a imagen de Dios, forma parte del anuncio que la Iglesia debe transmitir. Partiendo de esta perspectiva, sería conveniente releer la encíclica Humanae vitae: el Papa Pablo VI tenía la intención de defender el amor contra la sexualidad como consumo, el futuro contra la pretensión exclusiva del presente y la naturaleza del hombre contra su manipulación.

2. Sólo voy a hacer una breve alusión a las demás dimensiones de la pneumatología. Si el Espíritu creador se manifiesta ante todo en la grandeza silenciosa del universo, en su estructura inteligente, la fe, además de eso, nos dice algo inesperado, o sea, que este Espíritu también habla, por decirlo así, con palabras humanas; ha entrado en la historia y, como fuerza que forja la historia, es también un Espíritu que habla, más aún, es la Palabra que sale a nuestro encuentro en los escritos del Antiguo y del Nuevo Testamento.

San Ambrosio, en una de sus cartas, explica de modo admirable lo que significa esto para nosotros: "También ahora, mientras leo las divinas Escrituras, Dios pasea por el paraíso" (Ep. 49, 3). En cierto modo, al leer la Escritura, podemos también hoy andar en el jardín del paraíso y encontrarnos con Dios que pasea por allí: entre el tema de la Jornada mundial de la juventud en Australia y el del Sínodo de los obispos existe una profunda conexión interior. Los dos temas: "Espíritu Santo" y "Palabra de Dios" están unidos. Sin embargo, al leer la Escritura aprendemos también que Cristo y el Espíritu Santo son inseparables entre sí. Si san Pablo, con desconcertante síntesis, afirma: "El Señor es el Espíritu" (2 Co 3, 17), en el fondo no sólo aparece la unidad trinitaria entre el Hijo y el Espíritu Santo, sino sobre todo su unidad respecto de la historia de la salvación: en la pasión y resurrección de Cristo se rasgan los velos del sentido meramente literal y se hace visible la presencia del Dios que está hablando. Al leer la Escritura juntamente con Cristo, aprendemos a escuchar en las palabras humanas la voz del Espíritu Santo y descubrimos la unidad de la Biblia.

3. Así hemos llegado ya a la tercera dimensión de la pneumatología, que consiste precisamente en la inseparabilidad de Cristo y del Espíritu Santo. Tal vez se manifiesta del modo más hermoso en el relato de san Juan sobre la primera aparición del Resucitado ante los discípulos: el Señor sopla sobre los discípulos y así les infunde el Espíritu Santo. El Espíritu Santo es el soplo de Cristo. Y del mismo modo que el soplo de Dios en la mañana de la creación había transformado el polvo de la tierra en el hombre viviente, así el soplo de Cristo nos acoge en la comunión ontológica con el Hijo, nos hace nueva creación. Por eso, es el Espíritu Santo quien nos hace decir, juntamente con el Hijo: "Abbá, Padre" (cf. Jn 20, 22; Rm 8, 15).

4. Así, como cuarta dimensión, emerge espontáneamente la conexión entre Espíritu e Iglesia. San Pablo, en el capítulo 12 de la primera carta a los Corintios y en el capítulo 12 de la carta a los Romanos, ilustró la Iglesia como Cuerpo de Cristo y precisamente así como organismo del Espíritu Santo, en el que los dones del Espíritu Santo funden a los individuos en una unidad viva. El Espíritu Santo es el Espíritu del Cuerpo de Cristo. En el conjunto de este Cuerpo encontramos nuestra tarea, vivimos los unos para los otros y los unos en dependencia de los otros, viviendo en profundidad de Aquel que vivió y sufrió por todos nosotros y que mediante su Espíritu nos atrae a sí en la unidad de todos los hijos de Dios. "¿Quieres vivir también tú del Espíritu de Cristo? Entonces, permanece en el Cuerpo de Cristo", dice san Agustín a este respecto (Tr. in Jo. 26, 13)».

(S.S. Benedicto XVI, Discurso a la Curia romana con ocasión del intercambio de felicitaciones por la Navidad, lunes 22 de diciembre de 2008).