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Darwin y «El origen de las especies», ciento cincuenta años después

 

Al morir Charles Darwin (19 de abril de 1882), las autoridades británicas deciden que sea enterrado en la Abadía de Westminster, junto a los restos de Sir Isaac Newton. No cabía mayor honor.

No es ocioso traer aquí a colación algunos datos biográficos relevantes acerca del principal promotor del evolucionismo contemporáneo.

El padre de Charles Darwin (1808-1882) decide en su momento enviarle a estudiar Medicina a Edimburgo. Al poco tiempo, al ver su poco interés (según el Biographical Dictionary of Scientists parece que Charles se había dedicado a coleccionar ostras y otros animales marinos), le propone con cierta aspereza, estudiar para clérigo, lo que Charles hace, y empieza su nueva carrera en Cambridge. Poco después, deja sus estudios eclesiásticos, y se empieza a interesar por la entomología, y en particular por los escarabajos. Pronto publica su primer trabajo en Illustration of British Insects. Al poco, se embarca en el Beagle y viaja por los mares del Sur, acompañado por los Principios de Geología de Lyell. Por entonces anota las relaciones entre los animales del continente y los de las islas adyacentes. Y hace lo mismo con los fósiles. Aquel viaje habría desarrollado en él hábitos de laboriosidad y concentración, con gran satisfacción por parte de su progenitor. Vuelve a Londres y empieza su frecuente relación con Lyell, Hooker y otros hombres de ciencia ingleses de la época. Se casa y, por su mala salud, se traslada al campo, donde vive hasta muerte, en 1882.

Darwin se dedicó durante años a coleccionar material sobre plantas y animales domésticos, y llegó pronto a la conclusión de que la “selección natural” era la clave para describir la evolución de los seres vivos. “Por largo tiempo”, dice, “el cómo se producía esa selección natural siguió siendo para mí algo misterioso...”. Un día, leyendo a Malthus sobre Población, se le ocurrió la solución: “En la lucha por la existencia... los que sobreviven son los mejor dotados...”.

En 1858 publica –al mismo tiempo que Alfred Wallace– los primeros resultados de sus investigaciones. Pronto publica El origen de las especies (1859), y doce años después La ascendencia del hombre y su relación con el sexo (1871). Al salir a la luz su segundo libro, Darwin ya se había hecho famoso.

Una cosa es el hecho o no de la ascendencia común de los s e res vivos y otra el mecanismo (propuesto por Darwin) de pequeños cambios graduales al azar para “explicar” el árbol de la vida. De hecho, en tiempo de Darwin los granjeros ingleses ya llevaban más de un siglo de experimentación en inseminación artificial de vacas, caballos, ovejas, etc. Una cosa es el papel que juega indudablemente la selección natural (y la artificial) y otra, bien distinta, la negación de un Creador Todopoderoso, Inteligente y Sabio como autor del universo, la vida y el hombre.

Dados los presupuestos materialistas de Charles Darwin, resultaba inaceptable que pensamiento, inteligencia y conciencia fueran algo distinto del instinto animal (¿por qué no también del instinto vegetal?). La libertad y la dignidad humana carecen totalmente de base en esa perspectiva.

Charles Darwin vivió toda su vida con el curioso propósito de demostrar que la vida carece de propósito (Whithead).

Es un hecho incuestionable que las ideas de Darwin han ido adquiriendo cada vez más peso cultural a lo largo de estos últimos ciento cincuenta años. Y han empujado a nuestra cultura contemporánea en una dirección cada vez más relativista y más materialista, y por tanto cada vez más proclive al ateísmo. Intentos bien intencionados –pero claramente descaminados– de compatibilizar el evolucionismo darwiniano con la revelación cristiana (Teilhard) estaban condenados desde el principio a terminar en rotundos fracasos.

Objetivamente considerada, la tesis de Darwin incluye dos proposiciones distintas: (1) la ascendencia común de los seres vivos, el famoso “árbol de la vida”, y (2) la propuesta de un mecanismo de cambio evolutivo en los seres vivos, consistente en pequeños cambios graduales hereditarios (posteriormente identificados con las mutaciones) seguidos de selección natural, es decir, de la supervivencia de los mejores dotados al cabo de sucesivas generaciones.

La primera proposición (1) es hoy en día aceptada por numerosos biólogos que no comparten con Darwin la perspectiva materialista y atea. La bioquímica moderna, que ha descodificado ya buen número de genomas de seres vivos (del ratón al hombre), identificando la secuencia de nucleótidos en el DNA de sus células, apoya en términos generales la tesis de una ascendencia común en el árbol de la vida a nivel molecular. Por otra parte, mucho antes de Darwin –podríamos remontarnos hasta Aristóteles– eran patentes las homologías observables en los seres vivos. Por ejemplo: peces, anfibios, reptiles, aves y mamíferos tienen todos la misma estructura fundamental, cabeza (con dos ojos), cuerpo y extremidades superiores e inferiores, más o menos diferenciadas. Más: el orangután, el gorila y el chimpancé tienen bastante en común entre sí, y bastante en común con el “homo sapiens”. El hombre tiene muchísimo que lo diferencia de los primates. Posee evidentemente inteligencia, voluntad y libertad, de las que estrictamente aquellos carecen. Bien es cierto que la transición de una especie a otra no ha sido comprobada hasta hoy en el laboratorio y probablemente no lo sea nunca.

La segunda proposición darwiniana (2) tuvo desde el primer momento detractores destacados. Y los sigue teniendo hoy. Es oportuno poner esta segunda proposición en una perspectiva histórica: El origen de las especies está escrito mucho antes de que se diera a conocer al gran público la obra de Johann Gregor Mendel (1822-1884), agustino austriaco, pionero de la genética. Parece ser que entre los papeles y los libros de Charles Darwin se encontraba una copia de los trabajos de Mendel sin abrir. Según Richard G. Lewontin, biólogo agnóstico contemporáneo: “Mendel fue el primero en captar la naturaleza dual de los organismos, la dicotomía entre genotipo y fenotipo. Lo esencial del mendelismo fue el percatarse de la ruptura entre el proceso de herencia y el proceso de desarrollo, nunca antes clara”.

Silvano Borruso, en su libro El evolucionismo en apuros (Criterio Libros: Madrid 2001), comentando The Origin of Species dice lo siguiente: “Creo ser uno de los pocos que ha tenido la paciencia de leer el mazacote de Darwin de cabo a rabo. Es tarea muy cuesta arriba: descripciones claras y a veces amenas se entremezclan con explicaciones, insinuaciones y saltos de posibilidades a probabilidades y de probabilidades a certezas que no conducen a nada. Pocos saben que en cada edición Darwin aportó cambios muy notables: en la primera edición se había atrevido a declarar que no veía ninguna dificultad en ‘que la selección natural pudiera dotar a una raza de osos con hábitos cada vez más acuáticos, con bocas cada vez más grandes, hasta llegar a una criatura tan monstruosa como una ballena’. Esta frase no aparece en la edición citada (Everyman’s Library, 1963) pero podría bien ser la que hizo descuajeringarse de risa al Prof. Sedgwick”.

La obra de Darwin es anterior, por otra parte, a la aceptación general en los medios científicos (físicos, químicos, biólogos) del carácter atómico-molecular de la materia, aceptación que se produjo gradualmente en la transición del siglo XIX al siglo XX. Y es anterior, sobre todo, al descubrimiento de la estructura molecular del DNA, realizada mediante la difracción de rayos X, por D. M. S. Watson y F. Crick, en los primeros años de la década de 1950. Me rece la pena subrayar que la inserción y puesta a punto de la técnica de difracción de rayos X fue debida a Von Lane, yerno de Max Planck, y a los Bragg, padre e hijo, los tres premios Nobel de Física, y que, en consecuencia, la disponibilidad de la difracción de rayos X, fue condición sine qua non del descubrimiento de la estructura del DNA, que revolucionó por completo la bioquímica en la segunda mitad del siglo XX.

En años recientes se han publicado una serie de libros notables, la mayoría críticos con el “darwinismo ortodoxo”, entre los cuales cabe destacar:

Michael Denton, Evolution: A Theory in crisis (Adler & Adler: Bethesda, Maryland, 1985).

Philip E. Johnson, Darwin on Trial (Regnery Gateway: Washington D C, 1991).

Michael J. Behe, Darwin’s Black Box (The Free Press: Nueva York, 1995).

Phillip E. Johnson: Reason in the balance (Intervarsity: Illinois, 1995).

William Dembski: The Design inference: eliminating chance through small Probabilities (Cambridge U. Press: Cambridge, 1998).

Michael Denton: Nature’s Destiny (The Free Press: Nueva York, 1998).

John C. Sanford: Genetic Entropy (Elion Publ.: Lima, N Y, 2005).

Werner Gitt: In the beginning was Information (Master Books: Green Forest, AR, 2006).

Thomas Woodward: Darwin’s strikes back (Baker Books: Michigan, 2007).

Francisco Ayala: Darwin’s Gift (Joseph Henry Press: Washington DC, 2007).

Michael J. Behe: The edge of Evolution (Free Press: Nueva York, 2007).

Norman Geisler: Creation and the Court s (Crossway Books: Illinois, 2007).

Los lectores de Verbo, predominantemente juristas, estarán especialmente interesados probablemente, en el último de estos libros, que trata minuciosa y sistemáticamente de los vaivenes de la confrontación ante los Tribunales de los EE. UU. entre “creacionistas” (partidarios de la necesidad de un Creador para justificar la existencia de seres vivos en la tierra) y “evolucionistas” (partidarios de una evolución gradual, ciega y al azar –de corte darwiniano– para explicar la existencia de las especies).

En este libro se analizan sistemática y minuciosamente las principales confrontaciones legales entre “creacionistas” y “evolucionistas” ante los tribunales americanos durante los ciento cincuenta años transcurridos desde la publicación de El origen de las especies. Son las siguientes:

– El famosísimo juicio Scopes (Tennessee, 1925), en el que el tribunal competente de Dayton, Tennessee, declaró ilegal enseñar el evolucionismo en las escuelas públicas del Estado. John Scopes fue condenado a pagar $100, sentencia que más tarde fue anulada por un detalle técnico. Solo el jurado, y no el juez, tenía autoridad para establecer la cuantía de la multa.

– La decisión Epperson (Washington, 1968) del Tribunal Supremo de los EE. UU. En t re 1921 y 1929 veinte Estados, además de Tennessee, incluyendo Oklahoma, Florida y Texas, había introducido legislación leyes anti-evolucionistas. La ley de Tennessee había permanecido en vigor hasta 1967. Arkansas era el último Estado que mantenía una ley anti-evolucionista, y el Tribunal Supremo, en su decisión sobre Epperson vs. Arkansas, suprimió esta última ley, diciendo que violaba la primera enmienda al prohibir la enseñanza de la evolución en las escuelas públicas.

– La decisión Mc Lean (Arkansas, 1982), tomada por ese Tribunal de Distrito, abordó la cuestión de si era legal o no por parte del Estado ordenar que siempre que la teoría evolucionista fuera enseñada en las escuelas públicas, la teoría rival, creacionista, fuera enseñada también, buscando una presentación equilibrada. El tribunal decidió que la ley entonces vigente en Arkansas constituía “un acto confesional de ‘establecimiento’ de la religión, prohibido por la primera enmienda a la Constitución que se hace aplicable a los Estados por la decimocuarta enmienda”. Según Norman Geisler la decisión de la defensa en el juicio de Arkansas de no apelar esta decisión constituyó un mal precedente para la tesis creacionista de cara a futuras decisiones.

– La decisión Edwards (Washington, 1987) del Tribunal Supremo de los EE. UU. Cuando la ley de Luisiana que mandaba que la doctrina creacionista se enseñara junto a la evolucionista en las escuelas públicas, fue sometida a prueba ante el más alto Tribunal, los jueces decidieron, 7 a 2, en Edwards vs. Aguillard, que constituía una violación de la primera enmienda. En palabras del Tribunal Supremo “el Acta (Ley de Luisiana) apoya a la religión de forma impermisible al sostener la creencia religiosa de que un ser sobrenatural ha creado la humanidad”. (Aparte de otras consideraciones, nótese la inconsistencia de un Tribunal Su p remo que ignora aquello de “Todos los hombres son creados iguales ante Dios, y tienen derecho a la libertad y a la búsqueda de la felicidad”, que se lee Declaración de Independencia de los EE. UU de América).

– La decisión en el Caso Dover (Pensilvania, 2005) ante el juez John Jones III, del Tribunal de Distrito. La escuela Dover, de Harrisburg (Pennsylvania) había adoptado una decisión requiriendo que los estudiantes leyeran un escrito en el que se decía que “... porque la teoría de Darwin es una teoría (...) la teoría no es un hecho... El ‘diseño inteligente’ es una explicación del origen de la vida que difiere del punto de vista de Darwin. El libro de referencia Of Pandas and People (que apoya el diseño inteligente) está disponible para los estudiantes que pudieran estar interesados en obtener información de lo que el diseño inteligente lleva consigo”. El juez decidió: (1) que la normativa de la Escuela de Distrito Dover era inconstitucional; (2) que “diseño inteligente” y su progenitor “creacionismo” no eran ciencia y no debían ser enseñados en las clases de ciencia de la Escuela Dover (3); y que el “diseño inteligente” y otras formas de creacionismo eran esencialmente puntos de vista religiosos, y violaban la cláusula de “establecimiento” de la primera enmienda.

El juicio Scopes (1925) fue el tema de una famosísima película de los años 60, Inherit the Wind, protagonizada por Spencer Tracy, en el papel de Clarence Darrow, famoso abogado agnóstico de la ACLU, defensor de John Thomas Scopes, un joven profesor que se había presentado voluntario ante un anuncio en la prensa de la ACLU (American Civil Li berties Union), dispuesta a litigar con el Estado de Tennessee por causa de la ley que prohibía la enseñanza de la teoría de la evolución en sus escuelas públicas. Ni que decir tiene quiénes son los “buenos” y los “malos” de la película. Lo que es quizá menos conocido es que pocos años después del juicio Scopes, Clarence Darrow desafió a Gilbert K. Chesterton, de gira entonces por los EE. UU., a debatir en público el tema de la evolución en el Madison Square Garden de Nueva York. Cherterton aceptó y, según la prensa de entonces, ganó en el público por dos a uno a su oponente.

Al margen de otras consideraciones es justo reconocer que las teorías de Darwin recogidas en El origen de las especies despojadas de su crudo materialismo, contienen valiosas intuiciones y aportaciones descriptivas, aplicables a lo que se ha llamado “microevolución” y a la eventual aparición de nuevas especies y variedades de seres vivos, pero es absolutamente insuficiente para describir correctamente las grandes etapas del árbol de la vida desde los microorganismos unicelulares al hombre.

En particular (en mi modesta opinión, que no es más que la opinión de un físico relativamente profano en cuestiones bioquímicas), hay por lo menos un hecho biológico muy importante al cual las teorías darwinistas y neodarwinistas han sido hasta hoy incapaces de dar una respuesta satisfactoria. Si en todos los componentes de todos los seres vivos, es decir, en los ácidos nucleicos constitutivos de las proteínas y en los correspondientes nucleótidos constitutivos de los DNA de las distintas especies, se puede constatar que solo se dan estructuras levógiras y no destrógiras, a diferencia de lo que sucede en la síntesis de las mismas sustancias hechas en los laboratorios, ¿cómo se explica que a lo largo de más de tres mil quinientos millones de años no se hayan producido más que una vez condiciones idóneas para que se produzca vida? Si todos esos primeros componentes tienen siempre simetría levógira, y nunca destrógira, ello es coherente con un único origen común. Pero si han surgido espontáneamente y al azar, lo han podido hacer multitud de veces. Entonces ¿por qué no se presentan en los seres vivos estructuras tanto levógiras como destrógiras, como en la síntesis artificial de esos mismos componentes realizadas en el laboratorio?

Hace algunos años el cardenal Ratzinger, en un libro titulado En el comienzo: un entendimiento católico de la historia de la Creación y de la Caída, escribió:

“Vayamos directamente al asunto de la evolución y sus mecanismos. La microbiología y la bioquímica nos han traído penetraciones revolucionarias (…). Es cometido de las ciencias naturales explicar cómo el árbol de la vida en concreto continúa creciendo y cómo surgen de él nuevas ramas. Ello no tiene que ver con la fe. Pero por nuestra parte debemos tener la audacia de decir que los grandes proyectos de la creación viviente no son producto de azar y del error (...). [Ellos] apuntan a una Razón creadora y nos ponen de manifiesto una Inteligencia creadora, y lo hacen de modo más luminoso y radiante hoy que lo hicieron antes. Por tanto podemos decir hoy con certidumbre y gozo nuevos que el ser humano es ciertamente un proyecto divino, que solo la Inteligencia creadora, fuerte, grande y audaz, ha sido capaz de concebir. Los seres humanos no son un error sino algo querido”.

(Citado por Michael Behe en un artículo suyo sobre “Evidencias del diseño en los fundamentos de la vida”).

La posibilidad de que por azar solo hayan surgido proto-células con moléculas levógiras (L) en los últimos 3.800 millones de años de existencia del planeta Tierra (es decir, unas doce veces más tiempo que el que transcurrió antes de que según los paleontólogos aparecieran los primeros protoorganismos unicelulares), es de (1/2) elevado a 12, es decir p (L)@2.44 x 10-4.

El puro azar está, por tanto, muy lejos de hacer plausible el origen de la vida y, por tanto, el origen de las especies.