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Festum saeculare adveniente

 

El 2009 nos prepara nada menos que dos centenarios conectados con la vexata quaestio del evolucionismo: el segundo del nacimiento de Darwin y los 150 años desde la publicación de The Origin of Species, uno de los muchos libros que nadie lee pero que todos citan.

Pero, ¿qué, exactamente, podemos celebrar? Me limitaré a cuatro cosas: el pensamiento débil, el libro de Darwin, la tozudez de las leyes de la naturaleza y el fraude. No se encontrarán las cuatro en otros medios de comunicación, pero es mi intención celebrarlas juntos a los lectores de Verbo, tras dar las gracias a Miguel Ayuso que me ha invitado a escribir lo que sigue.

 

El pensamiento débil

Lo primero que vamos a celebrar es la (casi) universal tendencia por debatir la cuestión en disyuntivas impertinentes, sin que nadie se percate de que cuando dos proposiciones no son ni contradictorias, ni siquiera contrarias, sino blandamente subcontrarias, debatirlas es una pura pérdida de tiempo.

El contradictorio de ‘blanco’ es ‘no-blanco’. Esto es pensamiento fuerte. Uno es necesariamente verdadero, el otro falso, y viceversa. No es así con las ideas ‘blanco’ y ‘negro’. Las dos no pueden ser verdaderas a la vez, pero sí falsas, por ejemplo si el objeto es verde. El pensamiento es menos fuerte, ya que es fácil confundir contrarios con contradictorios.

Pero si uno de los que debaten sostiene que el objeto es blanco y el otro que es redondo, y los dos no ven lo absurdo de un debate acerca de posiciones perfectamente compatibles, he aquí el “pensamiento débil” que vamos a celebrar.

Me explico: ni los evolucionistas, ni los creacionistas que de vez en cuando se enfrentan en debate, se toman la pena de definir lo que defienden y lo que atacan. Vamos a ver lo que ocurriría si lo hicieran.

Detrás de toda idea de evolución está el concepto de cambio. Los seres vivientes han cambiado a partir de otros, y siguen haciéndolo. Tendría que ser evidente que la proposición contradictoria, de pensamiento fuerte, es que los seres vivientes no cambian: ni hoy, ni ayer, ni mañana.

Paralelamente, se define creación como el origen de todos los seres, no sólo los vivientes, que reciben el ser a partir de la nada. Tendría que ser evidente que su contradictorio es que los seres, vivientes o no, son eternos, sin que nadie haya intervenido para darles el ser. Eternidad de la materia versus creación es entonces pensamiento fuerte. De hecho así pensaban Lucrecio, Demócrito, Tales y toda una estela de cosmólogos antiguos.

De este pensamiento fuerte se desprende que una evolución es compatible sea con un acto de creación, sea con la eternidad de los seres. Y si no hubo cambio evolutivo, los seres vivientes son hoy lo que siempre fueron, sin que importe su creación o su eternidad.

Aquí hay que admitir que la cantidad de gente que cae en el susodicho pensamiento débil, debatiendo dos proposiciones sub-contrarias, es enorme. Pues enhorabuena; no intervendremos en sus debates; los celebraremos, si es que tenemos tiempo, y ganas, a lo largo del fatídico 2009: reflexionando, sonriendo o carcajeando según nuestro temperamento.

 

El libro

El año 1959 marcó el centenario de The Origin of Species, y los 150 años del nacimiento de Darwin. La editorial británica Everyman decidió publicar una edición conmemorativa, y se le ocurrió pedir a Sir W.R.Thompson, F.R.S.[1], que escribiera una nueva introducción.

Pero Sir William (1887-1972) no era un científico cualquiera. Fino tomista[2], además de entomólogo, aceptó, aunque de mala gana. Así comienza:

Cuando los editores de esta nueva edición de The Origin of Species me pidieron escribir una introducción que reemplazara la del distinguido darwinista Sir Arthur Keith de hace un cuarto de siglo, titubeé mucho en aceptar. Admiro, como todo biólogo, los inmensos trabajos científicos de Charles Darwin, así como su devoción de toda una vida a su teoría de la evolución […] Pero no estoy de acuerdo en que Darwin haya probado su tesis, o que su influencia en el pensamiento científico o en el del gran público haya sido beneficiosa.

Por lo tanto me vi obligado a notificar a los editores de Everyman’s Library que mi introducción iba a ser muy diferente de la de Sir Arthur Keith, ya que no podía contentarme con simples variaciones sobre el himno a Darwin que se leen en tantos libros de texto, y que pudieran esperarse en una nueva edición del libro. Ellos no objetaron, y así mi primera dificultad desaparecía. Estoy perfectamente al tanto de que muchos biólogos considerarán mis ideas heréticas y reaccionarias. Pero es mi considerada opinión que en ciencia la herejía es virtud y la reacción a menudo una necesidad, y que en ningún campo científico las dos son más deseables que en materia de evolución. He escrito lo que pienso que debía ser escrito […].

Tras leer la introducción de Thompson, hace muchos años, me tomé la molestia de leer las 463 torturadas páginas del libro, no sin darme cuenta de que podía alardear de ser unas de las poquísimas personas que habían tenido la paciencia, por llamarla así, de haberlo leído. O sea, que estoy en condiciones de ofrecer una reseña a los lectores de Verbo, muy diferente de las que aparecerán en otras publicaciones, si es que van a aparecer.

Puedo adelantar que el único sitio donde aparece el origen de las especies es el título. En ninguna de las páginas que siguen se puede encontrar, o deducir, cómo efectivamente las especies se hubieran podido originar. Entonces, ¿qué aparece en tantas páginas? Vamos a verlo.

El libro tiene 15 capítulos: los primeros nueve son biológicos; los X y XI tratan del record geológico; XII y XIII, de la distribución geográfica de las especies; el XIV, de afinidades recíprocas de los seres vivientes, embriología y órganos rudimentarios; el XV y último es una recapitulación y conclusión del argumento.

En el primer capítulo, que describe muchos casos de selección artificial, contiene pasajes como:

Algunas variaciones útiles para el hombre ocurrieron con toda probabilidad bruscamente, de un paso; muchos botánicos creen, por ejemplo, que la cardencha, con sus ganchitos, que no tienen rivales en ningún artefacto mecánico, sea una simple variedad de la cardencha agreste[3]; y este cambio haya podido surgir bruscamente en una planta joven.

Nótense los tres condicionales: “con toda probabilidad”, “sea una simple variedad”, “haya podido”. Dicho de otra manera, no sabemos en absoluto el origen de los ganchitos en una planta de cardencha, y el capítulo sigue repleto de condicionales que al final nos dejan tan ignorantes del origen de estas variaciones como al principio.

Pero sigamos: el segundo capítulo trata de variaciones entre los seres vivientes. Empieza con la dificultad de definir lo que es una especie, afirmando que no hay definición que satisfaga a todos los naturalistas. Esto era cierto en tiempos de Darwin y sigue siendo cierto hoy. El Concise Oxford Dictionary define la especie como:

Grupo de animales o plantas subordinados en clasificación al género, cuyos miembros pueden entre cruzarse, y cuyas diferencias son nimias.

La razón, entonces, es práctica: para definir una especie con certeza científica se necesitaría verificar si sus representantes se han cruzado durante varias generaciones. Con todos los millones de seres vivientes, no bastarían mil vidas para hacerlo. Describir una especie presumiendo que efectivamente se trate de una especie, y no de una variedad, es mucho más sencillo. Al fin y al cabo es el taxónomo quien decide, como también decide qué es un género, una familia, una orden, etc. Así que diferencias, dudas, variaciones tanto más notables cuanto más larga su distribución geográfica, y observaciones por el estilo, quedan en observaciones.

La conclusión del capítulo, sin embargo, es ésta:

Las especies de géneros numerosos presentan fuertes analogías con variedades. Pero es posible entender claramente estas analogías, si las especies existieron como variedades en tiempos remotos, y así se originaron; mientras que estas mismas analogías no se pueden explicar de modo alguno si las especies son creaciones independientes.

O sea, nuestra manera de entender determina lo que ocurrió. Se trata de una consecuencia inevitable del cogito cartesiano con sus variadísimos ejemplos de pensamiento borroso.

El segundo capítulo no hace luz acerca del origen de las especies. Vamos a ver si lo hace el tercero.

Trata Darwin la cuestión de la lucha por la existencia. Dice:

Es la doctrina de Malthus aplicada con fuerza múltiple a todo el reino vegetal y animal, donde no puede haber ni un incremento artificial de alimentos, ni una prudente abstención de juntarse.

Sigue el texto verificando que las especies se multiplican en progresión geométrica, y que la mayor parte de la descendencia no llega a reproducirse por causas variadísimas. Concluye:

Se puede decir que cada ser orgánico hace el esfuerzo máximo para incrementar su número de descendientes; que cada uno de ellos vive luchando en varios periodos de su vida; que una destrucción severa afecta bien las crías o bien los viejos, en la misma generación o a intervalos recurrentes. Aligerando, o eliminando, los controles, el número de descendientes se dispararía hacia cualquier nivel.

No se puede negar que los centenares de ejemplos tienen un gran interés, especialmente para los naturalistas, profesionales o no. Que los más aptos sobre v i van, como asegura Darwin a lo largo del capítulo cuarto, no hay duda. Los ejemplos, todos interesantes, lo demuestran. Pero, ¿por qué sobre viven? En 150 años La única respuesta ha sido: porque son los más aptos. Sigue faltando un criterio independiente de supervivencia. Por eso nadie hoy en día sostiene la selección natural como causa de cambios cualquiera en una especie.

En el cuarto capítulo produce Darwin el ‘Árbol de la Vida’. El diagrama:

Ilustra los grados según los cuales las pequeñas diferencias que distinguen las variedades crecen para llegar a diferencias más grandes que distinguen especies. El mismo proceso, continuado tras muchas generaciones, puede obtener ocho especies [en diez mil generaciones]. […] En el diagrama he supuesto que una segunda especie haya podido producir, análogamente, tras diez mil generaciones, bien dos variedades bien marcadas, o dos especies, según la cantidad de cambios que se suponen haber ocurrido entre dos líneas contiguas.

Y así sigue. Las especies muestran variaciones. Estas pueden ser tan grandes como para justificar clasificarlas como variedades. Y siguiendo el mismo derrotero, un buen día llegarán a ser especies por derecho propio.

Las ‘Leyes de Variaciones’ tratadas en el quinto capítulo, son, más bien que leyes, observaciones. Darwin mismo se ve en la necesidad de concluir que:

Nuestra ignorancia de las leyes que afectan a las variaciones es profunda. No hay ni un caso sobre cien que nos permita afirmar por qué tal parte o tal otra hayan variado. Pero si comparamos bien, parece que las mismas leyes hayan actuado en producir diferencias mínimas entre variedades de la misma especie, y máximas entre especies del mismo género.

Aquí hay que destacar que Darwin, como sus contemporáneos, no conocía las leyes de la herencia. Mientras él escribía, Gregor Mendel cruzaba plantas de guisantes en su monasterio de Brünn. Fue el primero en descubrir que los tratos hereditarios no se transmiten con continuidad, sino en unidades discretas, ‘quanta’ como se dice en física. Publicó los resultados en 1866, pero nadie se enteró hasta 1900.

Las leyes de Mendel dan al traste con el entero capítulo quinto del libro de Darwin. Las leyes que gobiernan la diferencia entre variedades no son en absoluto las mismas de las que gobiernan aquella entre especies. Las variaciones continuas de las primeras se heredan según una distribución a campana (ley de Gauss); las discontinuas de las segundas, según un aut-aut: o se dan o no.

En el capítulo sexto expone Darwin algunas dificultades de su teoría, empezando por preguntarse:

¿Por qué, si las especies han descendido de otras por medio de variaciones sutiles, no encontramos la naturaleza en confusión total, en vez de ver las especies, como las vemos, bien definidas?

Sigue una larga divagación, según la cual las especies llegarían a ser ‘objetos tolerablemente definidos’ primero acumulando variaciones en espacios donde “especies representativas se encuentran y se entrelazan (no dice ‘cruzan’ que es lo que tendría que decir)”, y luego apareciendo como especies en cuanto se impongan los caracteres de una respecto a otra.

Como mecanismo es muy cómodo. Pero Darwin fue un biólogo naturalista, y todo cambio que navegara en su imaginación se limitaba a las formas externas de los seres vivientes. Y por debajo de estas formas yacen anatomías, fisiologías, y por debajo del todo reacciones químicas, donde el transformismo es de muchos órdenes de magnitud más difícil que uno de formas externas. Estas son las trasformaciones que ocuparán la tercera parte de este artículo. Las señalo ahora para que el lector se prepare para las dificultades venideras.

La segunda dificultad que señala Darwin es si sería posible

que un animal con la estructura y hábitos, pongamos, de un murciélago, pudiera ser formado modificando otro con estructura y hábitos muy diferentes.

La tercera dificultad es ¿cómo pueden instintos muy varios haberse originado por selección natural?, y la cuarta, ¿por qué si se entrecruzan dos especies la cría es estéril y si se trata de variedades es fértil?

Ya hemos visto la respuesta a la primera. Para la segunda, muestra Darwin una gran variedad de estructuras y hábitos comunes a pares de especies, pero la observación no demuestra que el origen de las dos especies se deba necesariamente a un antepasado común. Podría ser, si la evolución realmente ocurrió. La misma observación sería válida si las especies hubieran existido sin cambio desde la eternidad. Las dos posibilidades no se contradicen.

La tercera y cuarta dificultad promete Darwin tratarlas en los capítulos ocho y nueve. En el séptimo sigue con una larguísima lista de hábitos de plantas y animales que tanto él como otros naturalistas aducen como dificultades para una selección natural. Concluye diciendo que “hoy en día la mayoría de naturalistas admiten la evolución en una forma u otra”, pero no refuta las objeciones una tras otra. Darwin se olvida de que un consenso general no forma parte del método científico.

El contenido de los capítulos ocho y nueve son los instintos y el hibridismo. El método es el mismo que en todos los capítulos anteriores: una larga lista de ejemplos, concluyendo que no es posible entender estas diferencias sino admitiendo que haya ocurrido su evolución a partir de seres diferentes de los que observamos hoy en día.

No me ocuparé de los capítulos 10-13, que tratan del record geológico y de la distribución geográfica de las especies, pero sí del 14, que trata de morfología y de embriología. ¿Cuál es la argumentación? Pues que la clasificación natural de grupos por debajo de otros no puede ser explicada sino con la hipótesis de que estos grupos hayan descendido de un antepasado común modificándose durante el proceso. Y, añade Darwin, la embriología sugiere este descenso común, ya que se observa que embriones de un grupo, pongamos, de crustáceos, se asemejan tanto que parecen uno solo.

Ha llegado el tiempo de hacer el punto de la situación. Sin ninguna duda, los seres vivientes han descendido de otros. Pero, ¿y las especies? ¿Se han modificado, durante ese descenso, no sólo su forma exterior, sino su anatomía, fisiología, ecología? Si en vez de enumerar centenares de ejemplos de variaciones, se hubiera tomado Darwin la pena de mostrar cómo una sola modificación podría haber ocurrido aun hipotéticamente, el poder probatorio de su argumento sería mucho más fuerte.

Pero este reto, lanzado repetidas veces a evolucionistas de todos los colores durante estos 150 años, no ha sido nunca aceptado. Nadie que se pregunte, ¿cómo ha podido este órgano (tejido, célula, ciclo fisiológico, ecológico, etc.) evolucionar paulatinamente a partir de algo que no es lo que es hoy?, puede contestar ni siquiera a sí mismo. Sería lo mismo que preguntarse, ¿cómo puede un automóvil (bicicleta, tostador, artilugio cualquiera) funcionar sin tener cada una de sus piezas en su sitio, conectadas además según la intención del ingeniero que la diseñó?

Este es el gran problema de la evolución, que el libro ni siquiera se plantea, y mucho menos resuelve.

 

Sentido común y sentido científico

La observación de nosotros mismos, en un mundo que contiene otros seres, vivientes o no, nos permite distinguir claramente entre cuatro niveles del ser:

– El humano, que comprende materia, vida, sentidos externos/internos y conciencia de si o reflexión;
– El animal, que comprende los tres primeros pero no el último;
– El vegetal, con sólo los dos primeros;
– Y el material, sin ninguno de los tres últimos.

Nos dice también la observación que es posible destruir uno por uno los niveles superiores a la materia, pero no crearlos. Se trata de los llamados ‘cambios sustanciales’ de los filósofos escolásticos.

Este proceso en sentido único, nunca desmentido ni siquiera por las ciencias más avanzadas, indica que hay discontinuidades ontológicas infranqueables entre un nivel del ser y el siguiente.

Darwin, hijo de su tiempo, se mueve entre millares de observaciones de apariencias, pero no de lo que subyace a ellas. Y da rienda suelta a ilusiones, intentando convencernos de que el mundo de los seres vivientes no sólo puede, sino que rutinariamente franquea aquellos intervalos entre niveles, en sentido contrario al natural, sólo con disponer de millones de años para hacerlo.

No pudiendo explicar cómo, él simplemente niega la existencia de los niveles, no explícitamente, sino con la estratagema de nunca nombrarlos.

Vamos ahora a considerar los supuestos cambios, empezando por el nivel más bajo, el de la materia, y por el siguiente, el de la vida.

Los libros de química tratan de cambios químicos, es decir entre trozos de materia inanimada; y los de bioquímica hacen lo mismo con células, tejidos, órganos, etc., pero animados. Los filósofos, que deberían investigar lo que realmente separa las dos químicas, se abstienen de pronunciarse.

En su base, la evolución pone problemas químicos. El más básico de todos es el siguiente:

Los compuestos inorgánicos son en su gran mayoría óxidos, es decir elementos que han formado enlaces estables con el oxígeno. Los compuestos orgánicos, de otro lado, son en su totalidad compuestos reducidos, o sea que no contienen todo el oxígeno que su estructura permitiría, ya que si lo hicieran, se desintegrarían en agua y óxidos, de carbono, nitrógeno y pocos elementos más.

Aquí surge una pregunta: ¿Cómo puede sintetizarse espontáneamente un compuesto orgánico cualquiera?

La respuesta depende de si hay oxígeno en donde va a ocurrir la síntesis o no. Si lo hay, cualquier síntesis está prohibida por la termodinámica de las reacciones químicas. Los enlaces que este elemento forma con carbono e hidrógeno son más fuertes que los que forman carbono e hidrógeno, bien con sí mismos o bien entre sí. Solo en ausencia de oxígeno es posible la síntesis. El oxígeno, dicho de otra manera, es enemigo de síntesis orgánicas en cualquier forma. Porque si entra, es la muerte. Los compuestos inorgánicos son compuestos muertos a todos los efectos.

El oxígeno, empero, es indispensable a la vida, pero introducido de fuera y en medidas controladas. Para estar vivos, los compuestos orgánicos, reducidos, necesitan oxígeno para funcionar.

Lo que pone a Darwin en un atolladero es esto: tras de una síntesis necesariamente anaeróbica, ¿cómo puede el indispensable oxígeno llegar en el momento justo para que el producto de la síntesis siga viviendo?

Que contesten los químicos si es que pueden. Si no, está claro que sería una pérdida de tiempo discutir acerca de cualquier cambio a niveles superiores a este: histológicos, anatómicos, fisiológicos o los que sean. Para que cambien las formas externas, se necesita primero cambiar las estructuras que subyacen a ellas. En todo el libro de Darwin no hay ni un somero intento de descender a estos niveles, que son los que importan.

Además, el problema mencionado hacia el final de la sección p recedente queda intacto en cualquiera de los niveles orgánicos. Cualquier estructura orgánica es un todo formado de partes. Para que funcione una célula, un tejido u otra estructura todavía más compleja, todas sus partes necesitan estar cada una en su sitio sin que falte ninguna. ¿Están dispuestos los evolucionistas a describir (aun sin prueba de que lo que dicen haya realmente ocurrido) la evolución paulatina de una estructura cualquiera, elegida a su antojo? Hasta que no hagan esto, el onus probandi sigue colgando de sus espaldas, no de las nuestras.

 

Fraudes

Si hay algo que celebrar, en este fatídico 2009, son los fraudes que han caracterizado, y siguen haciéndolo, la historia de la teoría de la evolución desde sus inicios.

El más venerable (se me permita la irreverencia) lo constituyen los dibujos de Haeckel. Este naturalista alemán (1834-1919) entusiasta de la evolución, tenía el dibujo fácil, así que ni corto ni perezoso se dedicó a pintar embriones, añadiendo rasgos que no tenían, suprimiendo otros que tenían pero que no se acomodaban a la sentencia aceptada según la cual “la ortogenia recapitula la filogenia”, cambiando la escala de los dibujos sin hacerlo notar, y extendiendo indebidamente a toda una clase, familia, género, etc., lo que había observado (o decía haber observado) en un solo individuo.

Lo más asombroso de dichos dibujos es su persistencia en libros de textos y artículos supuestamente ‘científicos’ más de 100 años después de haber sido expuestos como fraude, y sin ni siquiera mencionar cómo el propio Haeckel había sido objeto de medidas disciplinares concernientes el asunto por un comité de investigación de su propia facultad de la Universidad de Jena.

En 1999 el bioquímico Michael Behe envió una carta al New York Times lamentando que el fraude de Haeckel seguía gozando de buena salud en umbrales del siglo XXI. El darwinista de

Harvard, Stephen Jay Gould (1945-2002) contestó diciendo que estaba enterado del fraude desde hacía decenios, pero que Behe era un ‘creacionista’ por airearlo en la prensa. Sin comentario.

En 1885 se le ocurrió al sabio médico militar holandés Dr. Eugène Dubois (1858-1940) que el origen del hombre tenía que haber ocurrido en los trópicos. Se alistó entonces en el ejército de ultramar con destino a Java, donde durante seis años se dedicó a buscar fósiles.

Y como quien busca, encuentra, así ocurrió con Dubois. Algunos dientes, un casquete de cráneo, y un par de fémures fueron presentados por él al Congreso de antropología que tuvo lugar en Leyden en 1895, como si se tratara de huesos pertenecientes a un mismo individuo.

Pero los científicos no estuvieron de acuerdo. No estaba nada claro que dos fémures, que no presentaban traza alguna de erosión, pertenecieran al propietario del medio cráneo, que por el contrario estaba muy erosionado.

De todas formas, Dubois siguió insistiendo que lo que había llevado al congreso era todo lo que había hallado en las estribaciones del río Solo en Java.

Pasaron 30 años. La señora Selenka organizó una segunda expedición a Java para confirmar –o contradecir en su caso– los hallazgos de Dubois. A su vuelta, la señora se entrevistó con Dubois, que a regañadientes tuvo que enseñar una gran cantidad de fósiles que hasta entonces había ocultado bajo el entarimado de una habitación.

Entre ellos había dos cráneos inconfundiblemente humanos, que admitió haber encontrado junto con los fémures. El intento de confundir los restos de un mono con los de un hombre había fracasado.

A manipulaciones como éstas se les llama estafas, pero no en cuestiones de evolución. A pesar de la confesión de Dubois, se ha orgullosamente pro movido su Pithecanthropus erectus a Homo erectus, y el cráneo hallado por Dubois sigue apareciendo en libros de texto desde donde una tradición basada en la ignorancia se perpetúa de generación en generación.

Es curioso cómo un fraude empalma con otro con el pasar de los años. Vivían tanto Haeckel como Dubois en 1912, cuando apareció el ‘Hombre de Piltdown’. Se trataba de una calavera nunca vista: la parte superior era inconfundiblemente humana, pero la inferior era igual de inconfundiblemente simia. ¿Qué había ocurrido? Lo iba a revelar nada menos que Sir Arthur Keith (1866-1955) en su erudito tomo The Antiquity of Man, publicado en 1915. Dice así Sir Arthur:

Con estos fragmentos de cráneo y restos de animales asociados con ellos y herramientas varias, el Dr. Smith Woodward volvió a su taller de trabajo en el British Museum (Natural History) a principios del verano de 1912, y se propuso estudiar su carácter y significado […]. El hallazgo se hizo público […] el 18 de diciembre de 1912 […] en una asamblea muy concurrida de la Geological Society (donde) el Sr. Charles Dawson y el Dr. Smith Woodward relataron clara y completamente uno de los más notables descubrimientos del siglo XX”.

No todos los científicos de la asamblea de 1912 concurrieron. Notaron que, como dice Keith:

El cráneo reconstruido por el Dr. Smith Woodward era una extraña mezcla de hombre y de simio.

El subrayado es mío. Queriéndolo o no, Keith había revelado quién había reconstruido el mejunje, pero nadie le hizo caso en aquel entonces, ni sigue haciéndole caso hoy en día. Sea como fuera, la autoridad del ‘Curator’ del British Museum se impuso, y el ‘Hombre de Piltdown’ quedó en muestra durante 41 años.

El fraude se descubrió en 1953, nueve años después de la muerte de Smith Woodward y quedándole dos años de vida a Sir Arthur. No se trataba de juego de niños: la mandíbula simia había sido teñida con óxido de hierro, para que aparentara una antigüedad que no tenía; un colmillo había sido pintado; otro, que no pertenecía al mono, incrustado en otro alvéolo de la misma mandíbula; todos los dientes tenían traza de haber sido raspados para hacerlos coincidir con los de la mandíbula humana superior; y el cóndilo del mono había sido roto adrede, ya que no había manera de hacerlo coincidir con la fosa glenoide del cráneo humano.

En cuanto se descubrió el fraude se intentó descubrir su autor. Se inculpó a Charles Dawson, a Teilhardde Chardin (que merodeaba por su cuenta en los alrededores de Piltdown en los años de la ‘descubierta’), a Sollas, eminente geólogo de Oxford, y hasta a Sir Arthur Conan Doyle, que al parecer fue el que plantara un hueso de elefante tallado como bate de cricket para burlarse de Smith Woodward. A pesar de todo, nadie hasta hoy ha creído oportuno repetir lo que Sir Arthur Keith tenía publicado desde 1915. También aquí cualquier comentario sobra.

Desde merodear en los alrededores de Piltdown, Sussex, Inglaterra, se había trasladado Teilhard de Chardin a merodear en los de Pekín (hoy Beijing) en la década siguiente. Y curiosamente fue Pekín de donde otro fraude, el de Sinanthropus pekinensis, no salió a la luz al impedírselo la segunda guerra mundial.

Los hallazgos empezaron en 1921, con un diente. Siguieron otros, hasta que en 1926 la Rockefeller Foundation otorgó una subvención de 20.000 dólares anuales para una excavación en toda regla. El jefe del proyecto fue el canadiense Dr. Davidson Black. Fue él que con la evidencia de dos o tres muelas escribió el artículo que iba a lanzar el hombre de Pekín en la prensa mundial en 1927.

Pero los hallazgos seguían, hasta aclarar lo que había ocurrido en la cantera de Chou-kou-tien siglos atrás. Su nivel superior, socavado, se había hundido, matando a todos los ocupantes del nivel inferior. En este nivel había un enorme montón de cenizas mezcladas a cráneos de mono y de otros animales, todos con un agujero en el centro. Aparte del montón de ceniza estaban piezas de cuarzo, cubiertas todas de hollín por un lado, indicando que habían servido para construir hornos donde se quemaba caliza para obtener cal.

Los excavadores se habían topado primero con este montón de cenizas 100 x 30 x 6 metros, y hurgando en ello habían encontrado restos de monos y otros animales que el Dr. Black y otros entusiastas de la evolución habían tomado por ‘eslabones perdidos’, pero que en realidad habían servido de comida a los productores de cal.

Estos no tardaron en aparecer. En 1934 cinco cráneos humanos fueron hallados y llevados en seguida al Dr. Black.

Y decretaron su muerte por infarto. El pobre se desplomó entre fósiles, probetas y otros cachivaches de laboratorio al darse cuenta de… ¿de qué? No lo sabremos nunca, pero sabemos que su sucesor, el Dr. Weidenreich, ocultó los cinco cráneos, que se escabulleron en cuanto estallara la segunda guerra mundial. Son todos acontecimientos que vale la pena celebrar.

No se crea que los fraudes sean todos de carácter biológico. Los hay también químicos. En 1953, el mismo año en que fue descubierto el fraude de Piltdown, se fraguó otro, obra de dos científicos transformistas llamados Stanley Miller y Harold Urey. Habían logrado, los dos, obtener los componentes básicos de la vida, es decir aminoácidos, metiendo una chispa a través de la que según ellos era la ‘atmósfera primitiva’ de la Tierra.

Y los aminoácidos, como cualquiera que estudie biología sabe, son los componentes de las proteínas.

Pero el paso de unos a otras es harina de otro costal. Juntar aminoácidos para formar proteínas requiere eliminar el agua que se forma en cuanto se forma, sin tardar, ya que la reacción espontánea se mueve hacia el análisis y no la síntesis. Así que durante 30 años se intentó vanamente subir este segundo pero insuperable peldaño.

El mazazo final a la teoría Urey-Miller llegó en los años 1970, cuando se averiguó que la ‘atmósfera primitiva’ hipotizada por los dos no contenía gases emitidos por volcanes que sí habían estado muy activos en aquel entonces.

Lo de arriba, en sí, no constituye estafa. Es un error, corregido después de un tiempo largo, pero razonable. Lo que constituye estafa, y sigue constituyéndola, es que la teoría Urey-Miller sigue siendo propuesta como ‘piedra angular’ de las teorías acerca de origen de la vida, cuatro décadas después de haber sido matada con el mazazo mencionado arriba.

Hasta ahora nos hemos ocupado de fraudes perpetrados por evolucionistas. Con esto no quiero en absoluto afirmar que todos estos señores (con alguna que otra señora) sean embusteros. Muchísimos escriben, dan clases, hablan, defendiendo su tesis con ahínco, en buenísima fe.

Pero esto quiere decir que se les puede engañar a ellos –y a ellas– simplemente con tener la pericia y la cara suficiente para hacerlo.

Así que vamos a celebrar el fraude que eclipsa a todos los fraudes, perpetrado con éxito en umbrales del siglo XXI, a expensas de los transformistas, claro está.

El National Geographic Magazine, en su número de noviembre de 1999, publicó un artículo radiante de felicidad: ¿Plumas para T. Rex?[4] Por fin habían salido a la luz “hallazgos que probaban cómo las plumas estuvieran más generalizadas entre los dinosaurios de cuanto se creía hasta ahora”. En las páginas 100 y 101 hay una foto del hallazgo, proveniente de la provincia china de Liaoning. Está indicada la posición de la cabeza del ‘ave primitiva’ la ‘cola de dinosaurio’, y ‘plumas’. La leyenda dice, entre otras cosas:

Con miembros de ave primitiva y cola de dinosaurio, esta criatura es un verdadero eslabón perdido en la compleja cadena que conecta los dinosaurios a las aves. Científicos financiados por el National Geographic han estudiado el animal, nombrándolo Archaeoraptor liaoningensis. Han hecho uso de luz ultravioleta y de escanógrafo CT para observar partes del animal obscurecidas por el mineral […]. Esta mezcla de facciones primitivas y avanzadas es exactamente lo que los científicos habrían esperado encontrar en dinosaurios que experimentaran el vuelo […].

En un recuadro se ve un magnífico dibujo de un dinosaurio volando, ‘reconstruido’, como dice la leyenda, por el líder del grupo de investigación, un tal Stephen Czerkas.

En la página siguiente se lee:

Podemos ahora afirmar que las aves son teropodios con la misma confidencia con la cual podemos afirmar que el hombre es un mamífero.

Y así por el estilo. Dinosaurios que “se preparan para el despegue” aparecen en la parte superior de la misma página en que el mismísimo Stephen Czerkas “añade plumaje a un modelo anterior de dromosaurio llamado Deinonychus”.

Según unos cálculos, el año 1999 cerró el segundo milenio. La carta del Dr. Xu Xing, del Instituto de Paleontología de Pekín y miembro de la Academia de Ciencias China, abrió el tercero. En el número de marzo de 2000 escuetamente escribe:

Tras observar el espécimen de dinosaurio plumado […] y parangonarlo con el fósil de Archaeoraptor (pp. 100-101) he concluido que Archaeoraptor es un compuesto (el original decía “una falsificación”).

Aquí enumera algunas diferencias, y concluye:

Me resisto a creerlo, pero Archaeoraptor aparenta ser un compuesto de una cola de dromosaurio y del cuerpo de un ave.

Menuda ducha fría que se les cayó encima a los transformistas. Lo único que les quedaba era tragar el sapo y soltar la verdad. Se hizo en el número de octubre del mismo año 2000. El tercer párrafo dice:

El pasado noviembre la revista anunció a bombo y platillo el hallazgo […], felicitándose de haber financiado la investigación. Dos meses más tarde, cuando resultó que el fósil había sido astutamente armado a partir de partes pertenecientes a varias criaturas, o sea era un fraude, Allen (el editor del NG) pasó en sucesión rápida desde sorprendido a humillado y en fin a furioso.

Tras calmarse, me pidió que averiguara lo que había ocurrido, concluyendo: “caiga quien caiga”.

Simons viajó por lo largo y lo ancho de China y de EEUU, entrevistando:

Campesinos, doctores con Ph.D., buhoneros, periodistas, fanáticos y maniáticos.

Además de mirar detenidamente a través de microscopios y otros instrumentos más o menos científicos.

A la historia reconstruida por Simons le falta un verdadero eslabón: la identidad del campesino de la provincia de Liaoning que un día de julio de 1997 rompió accidentalmente el esquisto con el fósil de ave en un hoyo donde habitualmente se dedicaba a buscar fósiles. Más allá había encontrado otro esquisto, esta vez con cola, un cráneo, una pata y otras piezas dispares.

La conocida frase “trabajo de chinos” es exactamente lo que ocurrió en la casita de nuestro no tan ingenuo campesino.

El cual sabía, o se le hizo saber, que le hubiera gustado mucho a los transformistas encontrar ‘eslabones perdidos’, especialmente entre los reptiles y las aves, que se suponen haber descendido unas de otros.

Visto de su lado, el ‘hallazgo’ es una verdadera obra de arte: no menos de 88 piezas, algunas pequeñísimas, aparentan una unidad que en realidad no tienen.

Hay que tener en cuenta que intentar exportar fósiles importantes desde China al extranjero puede acarrear la pena de muerte, así que nuestro hombre no tenía interés alguno en que se le conociera. Simons no logró siquiera que la gente del lugar admitiese su existencia.

Sea como fuera, la pieza llegó a EEUU, donde Mr. Stephen Czerkas la compró por 80 mil dólares.

Cómo se repartieron esta suma los indudablemente numerosos cómplices del ex Celeste Imperio, no nos es dado saber. Pero es seguro que haya contribuido su granito de arena a la economía de aquel inmenso país. Enhorabuena como preparación a las celebraciones del 2009 que nos esperan.

 

[1] Fellow of the Royal Society. Es la mayor sociedad científica de Inglaterra, fundada en 1660. Thompson fue admitido en 1933. L.S.B. Leakey, famoso evolucionista sostenido por el National Geographic Magazine, no logró la admisión a pesar de sus intentos.

[2] Su Science and Common Sense, de 1937, es un análisis filosófico clásico del pensamiento científico.

[3] Género Dipsacus.

[4] T. Rex” es el diminutivo afectuoso con que los aficionados llaman al dinosaurio Tyrannosaurus rex, cuyo nombre es difícil de pronunciar.