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Libertad y Derecho natural

 

1. Dos aclaraciones preliminares

1a. El tema de la ponencia que se me ha asignado es tan vasto y complejo que, para su planteamiento adecuado, requeriría un amplio tratado. Debo por fuerza elegir, por lo que centraré mi intervención solamente en dos aspectos (uno “positivo” y otro “negativo”) , teniendo presente sobre todo el contexto cultural de la civilización occidental contemporánea desde el ángulo político y jurídico.

1b. Segunda aclaración preliminar: no me propongo hacer la historia –siquiera a grandes trazos– de las definiciones de “libertad” y de “derecho natural”. Ir a la busca de los varios modos de representar la “libertad” y el “derecho natural” es curiosidad noble, pero de pura erudición, si las representaciones no se discuten con la intención de llegar al “concepto” de “libertad” y de “derecho natural”. Quiero decir que, contrariamente a cuanto sostienen los sofistas de todo tiempo y vuelve a proponer hoy la llamada “filosofía analítica” contemporánea, el “concepto” no puede ser controvertido, ya que no es –como sostiene por ejemplo John Rawls– la teoría de las concepciones o de las interpretaciones, sino la acogida de lo que es en sí y por sí. Esto excluye también que el derecho natural pueda ser identificado con el mero “complejo de reglas que en la elaboración del espíritu humano (...) se consideran surgidas de la intrínseca naturaleza de las relaciones de coexistencia, sin ser maduradas en la voluntad de un legislador”: el derecho natural ciertamente se “elabora” por el espíritu humano, pero –como su naturaleza reside en la justicia– es sobre todo “acogida” del id quod semper aequum ac bonum est. De otro modo no se entendería porqué desde la antigüedad se han podido re velar contradicciones entre ius gentium y ius naturale, una de las cuales viene representada por el instituto de la esclavitud que, ya antes del cristianismo, se consideraba de ius gentium, pero contraria al ius naturale.

 

2. La libertad como condición del derecho

La experiencia jurídica no sería posible sin la libertad del sujeto, cuya característica peculiar consiste en ser por naturaleza un ser racional (y social). Digo esto no en el sentido subjetivista según el que la experiencia jurídica lo sería solo en cuanto “advertida” y elaborada por el sujeto o por éste considerada útil: esto es, la tesis de toda teoría constructivista, que considera fuente del derecho sea la voluntad del Estado o del pueblo, o de un conjunto de Estados o de pueblos. Más bien lo hago en el sentido objetivo, es decir, que sin el sujeto humano ni el derecho sería necesario ni emergería su naturaleza: el ser y la justicia brotan, en verdad, en el pensamiento sobre todo porque son. Non ex regula, enim, ius sumatur sed ex iure quod est est regula fiat.

Los ordenamientos jurídicos positivos dan por evidente y descontada una verdad esencial de la que derivan: todo hombre nacido vivo y a veces antes de nacer (en ocasiones desde la concepción, otras a partir de una fecha de su existencia) es sujeto jurídico. Por tanto tiene la capacidad jurídica, que se convertirá después, esto es al término de un proceso natural que lleva normalmente a la habilidad para realizar actos humanos (en el sentido sustancial y formal según el cual se usan estos términos en moral, a saber, como sinónimos de actos libres), en capacidad de obrar. Ésta, por su parte, se basa en el logro, necesariamente reconocido, de la responsabilidad (civil) y de la imputabilidad (penal). Ambas requieren la capacidad de entender y querer, aun presentando aspectos peculiares, y en ocasiones (por ejemplo en lo que respecta a la responsabilidad civil) casos discutibles como por ejemplo la previsión de la responsabilidad objetiva. Como quiera que sea la imputabilidad exige y reenvía a la capacidad. Un penalista contemporáneo (Bettiol) escribe fundadamente que “capacidad es sinónimo de imputabilidad, entendida como complejo de determinadas condiciones psíquicas que hacen posible referir un hecho a un individuo como su autor consciente y voluntario. Debe subrayarse, así, el hecho de que el sujeto humano y él solo está llamado a obrar ejercitando el libre arbitrio: los animales obran, pero su obrar está determinado por su instinto (a veces llamado naturaleza); pero no son libres y, por eso, aun siendo entes, no son sujetos. No siendo sujetos no son ni titulares ni destinatarios de derechos. El derecho les es absolutamente extraño porque les falta la libertad. No se puede aceptar, por ello, la definición (demasiado extensa) que Ulpiano da del derecho natural como “quod natura omnia animalia docet”, fundamento (presunto) de la tesis según la cual también los animales tienen derechos y, por ello, son sujetos. Es indispensable distinguir, a este propósito, entre naturaleza y naturaleza: la humana es una esencia radicalmente diversa de la solo animal. El hombre, en efecto, es de naturaleza racional y por naturaleza es libre o, mejor, destinado a ser libre, esto es, dueño de sí mismo, al término del proceso natural que lo lleva a la llamada madurez. Esto lo hace sujeto y, en cuanto sujeto, necesariamente sujeto jurídico. La racionalidad y la libertad, por tanto, son condiciones del derecho, sea el positivo o el natural.

Pero, ¿de qué libertad hablamos? De la libertad como libre arbitrio, esto es, de la posibilidad/capacidad de elección que no se identifica con el poder de autodeterminación. La capacidad de elección es la posibilidad de decidirse frente a la alternativa entre el bien y el mal, entre lo justo y lo injusto y, más en general, entre una o más alternativas que pone el obrar del sujeto mismo o las circunstancias en que se encuentra. La autodeterminación, en cambio, es la posibilidad, que depende en último término exclusivamente del poder, de realizar la propia voluntad: Hegel, por ejemplo, escribe que “la libertad del querer (...) está determinada en sí y por sí porque no es otra cosa que el autodeterminarse”. En esta segunda perspectiva no existen, pues, alternativas frente a las que el sujeto viene a encontrarse, sobre todo al obrar. Su obrar es libre si y solamente si puede realizar su propia voluntad sin referencia a la naturaleza real del acto y a las reglas que de él surgen.

El derecho natural (clásico) impone escoger; no permite la autodeterminación. Se reconoce que, desde el ángulo civilístico (esto es, por lo que respecta a la justicia conmutativa), se encierra en la fórmula según la cual el quod semper aequm ac bonum est concierne el honeste vivere, el alterum no laedere y el suum cuique tribuere.

Los juristas modernos consideran general y coherentemente (aunque también absurdamente) que el honeste vivere es únicamente un precepto moral, sin relevancia jurídica. Reconocen, sin embargo, significación jurídica al alterum non laedere y al suum cuique tribuere, si bien con frecuencia creen poder darles legítimamente el contenido instituido y determinado del ordenamiento jurídico singular, cometiendo así al menos dos erro res: el primero deriva del contenido variable de la justicia (rebajada a flatus vocis o a mera voluntad del poder); mientras que el segundo consiste en la reducción de la experiencia jurídica que conduce a la imposibilidad de una “lectura” profunda e integral del mismo ordenamiento jurídico. Incluso los ordenamientos jurídicos liberales, de hecho, no pueden ignorar (y no ignoran) elementos que guardan una estrecha relación con el honeste vivere. Basten, a este respecto, solo dos ejemplos tomados del ordenamiento jurídico italiano. En primer lugar, no está permitido disponer absolutamente del propio cuerpo (art. 5 del Código civil) ni ofrecerlo para la experimentación farmacológica y clínica (Decreto de la Presidencia de la República n.º 211/2003). Todos los ordenamientos jurídicos consideran, en segundo término, y necesariamente, el elemento de la buena fe. La buena fe es requisito y/o condición previsto y/o puesta por el Código civil italiano vigente para la validez del matrimonio putativo (art. 128 Cc), para la posesión de los bienes hereditarios (art. 525 Cc), para la posesión de buena fe (art. 1147 Cc), para la retención de las cosas poseídas (art. 1152 Cc), para la adquisición de buena fe (art. 1155 Cc), para la usucapión de la universalidad de muebles (art. 1160 Cc), para la usucapión abreviada de bienes muebles (art. 1161 Cc) y de bienes muebles inscritos en los registros públicos (art. 1162), para la solicitud de resolución del contrato por parte del comprador de buena fe (art. 1479 Cc), etc. El honeste vive re, por tanto, no es un precepto únicamente moral. Al contrario, también tiene relevancia jurídica y concierne un aspecto importante de la justicia y la libertad. Sobre todo de la libertad considerada bajo el aspecto de la elección autónoma del orden justo, que es la realización más alta de la libertad, esto es, de la libertad como liberación de toda injusticia y de toda iniquidad y, por tanto, conformidad con las exigencias más profundas de la humanidad. Esta libertad no es absoluta, ya que está reglada por la justicia; esto es, libertad en cuanto elección dentro del orden objetivo del bien y, por ello, elección del bien. Libertad y derecho natural, por tanto, están estrechamente ligados sobre todo desde este ángulo. Están estrechamente ligados, además, bajo otro aspecto, el del reconocimiento de la libertad como bien natural del hombre al que nadie puede renunciar sin perder la propia dignidad y pisotear la propia humanidad: el sujeto no puede hacerse objeto y, por tanto, ha de considerarse antijurídica toda forma de esclavitud (incluso la voluntaria que, en cambio, Kelsen consideraba plenamente legítima), como toda forma de instrumentalización del hombre, aun la propia instrumentalización personal, esto es, la autorreducción a “cosa”.

Sigue de ahí que libertad y derecho no son en verdad “conflictivos”: el derecho potencia la libertad y la libertad encuentra en el derecho su justificación. De hecho, como libre arbitrio, es un derecho natural fundamental e inalienable y, como elección del bien, esto es ejercitada en el respeto de la justicia, es la plena realización de sí misma. Esto se evidencia también por el sentido común, que (en italiano) define “cattivo”, esto es, cautivo, prisionero, al hombre vicioso, el que incluso “elige” el mal, y considera verdaderamente libre al hombre virtuoso por haber elegido el bien. El lenguaje del sentido común implica y revela a un tiempo la existencia de la justicia en sí y por sí: ésta no puede ser el producto del poder ni el resultado de la teoría de los ordenamientos (definidos) jurídicos, porque en este caso tendríamos una desconcertante, injustificable y contradictoria pluralidad de concepciones de la justicia y, consiguientemente, del derecho y de la libertad, pero también porque nos encontraríamos en presencia de un sustancial nihilismo que, en último término, impediría legítimamente hablar de derecho y de libertad.

 

3. El derecho como límite/negación de la libertad

La tesis hasta ahora sostenida no es –como es sabido– aceptada pacíficamente. Más aún, toda la modernidad (incluso la que, y quizá particularmente esa, sostiene el derecho natural racionalista) se orienta en sentido opuesto. La libertad de la modernidad no es la libertad del orden justo y en el orden justo. Al contrario, se considera tal solamente en ausencia de derecho y de reglas. Hobbes, por ejemplo, afirma claramente que “el derecho natural (...) es la libertad que todo hombre tiene de usar el propio poder como desea”; aunque precisa, sosteniendo así un criterio (al menos funcional) del ejercicio del poder, que lo hace siempre en vista de la conservación de la propia vida. La libertad, por otra parte, depende a su juicio del “silencio” de la ley: donde hay ley no hay libertad y viceversa. No vale objetar que entre los padres de la modernidad hay autores que sostienen que la libertad está en la ley. El republicanismo, sea en contextos históricos diversos y con modalidades y finalidades no idénticas, de hecho, resulta prisionero de la concepción “negativa” de la libertad (esto es, de aquella libertad que para ser tal debe ser ejercitada con el solo criterio de la libertad, es decir, con ningún criterio), para cuyo ejercicio, a veces, se puede invocar la garantía de la ley. Y esto en distintas perspectivas. Ha y, así, doctrinas que invocan la tutela de la ley como garantía de la libertad respecto de terceros, y doctrinas (por ejemplo el liberalismo en sentido estricto) que invocan la misma garantía respecto del Estado: las primeras invocan al Estado considerándolo “liberador”; las segundas desconfían del Estado considerándolo (al menos virtualmente) opresor. Sin embargo, el modo de entender la libertad en unas y otras doctrinas es el mismo, pues ya se invoque el Estado y su ley como garantía de la libertad (y de los derechos), ya se pongan límites al Estado (necesariamente con las leyes; generalmente incluso con las leyes superiores a las ordinarias, esto es, con las Constituciones), se propugna en todo caso la ausencia de leyes para el reconocimiento y afirmación de la libertad, que se hace consistir siempre en el poder de hacer lo que se desea dentro de esferas más o menos grandes: en el primer caso haciendo depender la ley de la voluntad del Estado, considerado como la única realidad que puede pensar y querer en nombre y por cuenta de los ciudadanos; en el segundo, reivindicando el “derecho” de ser libres del mismo modo en que son libres los animales, esto es, pretendiendo poder obrar irresponsablemente o, por usar una expresión rousseauniana, de manera inocente.

El mismo Kant, que buscó el “principio universal del derecho” y de la “libertad positiva”, no abandona finalmente la doctrina de la “libertad negativa”. Pues considerar que el obrar sea “conforme al derecho cuando, por medio del mismo (...), la libertad del arbitrio de cada uno puede coexistir con la libertad de todos los demás según una ley universal, significa contentarse con una fórmula de convivencia sobre la base de que la libertad sea arbitrio y que el derecho derive de las reglas en lugar de ser su condición. El derecho se identifica, así, con la legislación, que es y permanece –según Kant– un acto (bajo cierto aspecto necesitado) de la voluntad: “La libertad y la legislación (...), escribe en El fundamento de la metafísica de las costumbres, son ambas autonomía y, consiguientemente, conceptos idénticos”.

El formalismo sería el presupuesto de la universalidad en cuanto en la generalidad de la ley se individuaría el “principio universal del derecho”. La generalidad, por esto, se convertiría en la esencia del derecho, ya sea ésta acto de la voluntad con la cual el cuerpo político delibera considerando todo él mismo (Rousseau), ya sea la fórmula racionalista elaborada para permitir la convivencia y que impone límites puramente geográficos a la pura libertad (Kant), ya sea el momento de la objetividad del espíritu que –de ese modo– hace efectiva su libertad y manifiesta su misma conciencia al tiempo (Hegel). No se trata de esconder la existencia de diferencias entre las doctrinas citadas. No hay duda, de hecho, de que nos hallamos en presencia de teorías que han conducido a desarrollos diversos. Entre el totalitarismo de la democracia rousseauniana y el liberalismo knatiano, por ejemplo, hay evidentemente diferencias y diferencias notables. Estas doctrinas, sin embargo, tienen un mínimo común denominador, representado por la “libertad negativa” (considerada la única forma de libertad verdadera), cuyo ejercicio se permite en ocasiones o al Estado o al individuo. La “cosa” no es ciertamente insignificante. Ya que reconocer al Estado o al individuo el ejercicio de la “libertad negativa” en lo que toca, por ejemplo, a la vida, supone que la vida dependa de la voluntad del Estado o de la voluntad del individuo. Lo que, no obstante, debe subrayarse es que tanto el Estado como el individuo no reivindican el derecho a la vida sino el derecho sobre la vida: el derecho, por tanto, vendría a depender en cualquier caso de la sola voluntad/poder que pretende ser legisladora.

 

4. El cuidado paliativo inútil y la heterogénesis de los fines de la “modernidad”

El esfuerzo de Hegel por superar definitivamente tanto la posición rousseauniana (todavía abierta, aunque en parte y sólo ficticiamente, al derecho natural racionalista) como la kantiana (contradictoriamente suspendida entre la libertad como puro arbitrio y la libertad como legislación) es al mismo tiempo signo de una necesidad y de una dificultad: de la necesidad de conciliar derecho y libertad y de la dificultad levantada por la “libertad negativa” sobre todo cuando se considera la relación entre individuo y Estado. Hegel quisiera resolver la cuestión eliminando el derecho natural (quizás, sobre todo, el racionalista), en el que no ve otra cosa que la existencia de la fuerza y el hacerse valer de la violencia. Para salir de esta condición hace falta abandonar, en su opinión, sea la libertad “natural” (esto es, la propia del estado de naturaleza, entendida al modo de Hobbes y de Rousseau), sea la teoría político-jurídica según la cual el fin del Estado es la tutela de la propiedad y de la libertad personal (residuos del estado de naturaleza conservados en la sociedad política). En otras palabras, es necesario considerar que la libertad alcanza su derecho supremo solamente en la unidad de la voluntad sustancial, o sea en el Estado. Por donde derecho positivo y libertad (como quería también Rousseau) vienen a coincidir en cuanto el derecho es el producto de la voluntad sustancial y libre del Estado que, por ello, como sostuvo posteriormente también Benedetto Croce, nunca se equivoca. La libertad, por tanto, también es para Hegel condición del derecho, pero sobre la base del presupuesto que sea libremente (o sea “negativamente”) ejercitada por el Estado, que –así– sería la condición del derecho. De derecho se puede hablar, por tanto, solo en términos positivistas, esto es, legislación y derecho serían la misma cosa. El derecho dependería del ordenamiento jurídico, que sería la fuente (y la condición) del orden: orden y orden público coincidirían. Los derechos, por lo mismo, no serían (como sostiene la doctrina de los derechos reflejos) sino los derechos propios de la ciudadanía (los llamados “derechos civiles”), cuya existencia y cuya naturaleza están totalmente en las manos del Estado, que –según la definición hegeliana– es “la realidad de la voluntad sustancial”, esto es, “lo racional en sí y por sí”.

La racionalidad como pura efectividad conduce coherentemente a la conclusión según la cual el derecho está en la sola norma; mejor, a la tesis según la cual la norma es el derecho y, por eso, éste debe buscarse en el solo ordenamiento, se defina éste como conjunto de normas (normativismo) o como institución (Santi Romano). El derecho positivo (es decir, el único derecho posible, según Hegel) es producto de la libertad; de una libertad que en último término es racional porque logra convertirse en “real”, esto es, imponerse absolutamente y, en cuanto poder impuesto, hacer efectivo el querer. La libertad es causa y condición de la racionalidad que, bien pensado, es la misma efectividad, es decir, la determinación del poder. La universalidad de la racionalidad viene dada por el autodeterminarse de la voluntad del espíritu: universal y real serían, por tanto, la misma cosa. La disolución de la justicia en la norma positiva es así un hecho. Esto representa la premisa del iuspositivismo absoluto y del nihilismo jurídico contemporáneo.

Contra factum non valet argumentum. Como el hecho es el más irrefutable de los argumentos, puede observarse: a) que la libertad del espíritu hegeliana ha llevado al totalitarismo “fuerte”, que se ha hecho añicos con la segunda guerra mundial; b) que para Hegel, como precedentemente para Rousseau, el derecho es epifanía e instrumento de la libertad en cuanto objetivación de la voluntad/ poder del Estado; c) que el derecho, dependiendo de la voluntad/poder, tiene como contenido el querido contingentemente por la misma libertad/ poder; d) que el derecho no es límite de la libertad sino su instrumento; e) que la libertad del Estado anula tanto la libertad individual como ella misma. De hecho, siendo pura autodeterminación, no es libertad: faltándole la posibilidad de elección se reduce, finalmente, a determinación (a un “hacerse”) sin posibilidad de alternativas. El derecho, historia e instrumento del proceso del espíritu, está privado de justificación intrínseca y de razones. Su justificación y su razón, pues, se buscan sólo en el poder del Estado. Esta es la consecuencia inevitable de esta doctrina, que puede llevar (como de hecho ha llevado) a la violación del derecho por la ley: lo prueban los campos de concentración y exterminio nazis.

La solución del problema sugerida y seguida por Hegel lleva, por tanto, sea a la negación del derecho natural (tanto clásico como racionalista), sea a la negación del derecho positivo; lleva, además, al suicidio de la libertad. Lo que queda es el poder del espíritu. ¿Puede el poder, sin embargo, en sí y por sí, identificarse con la libertad y el derecho? Parece que Hegel se haya metido en el camino que no quería seguir y, así, haya terminado por admitir el “derecho natural racionalista”, aunque reconozca que sólo compete al Estado y solamente pueda ser ejercitado por él. Haciendo así, no obstante, viene obligado a reconocer también la emergencia de la fuerza y el imponerse de la violencia, aunque sea en el Estado y ejercitada por el Estado. Cosa que admitirán, sucesivamente, incluso quienes (como Max Weber, Norberto Bobbio, etc.) definen el Estado de derecho como el que detenta el monopolio de la fuerza.

 

5. ¿Qué retorno y qué renacimiento?

No hay duda de que después del fracaso de la doctrina hegeliana se haya dado un “retorno” (por usar la expresión de Rommen) al derecho natural. Sobre todo después de la trágica experiencia de la segunda guerra mundial se advirtió la necesidad de volver a pensar la cuestión derecho/libertad; de codificar en solemnes Declaraciones los derechos del hombre; de “recuperar” viejas doctrinas para fundar la libertad y el derecho; de encontrar un punto arquimedeo sobre el que basar el “nuevo” orden jurídico y político.

Todo quedó incierto, indefinido. Autores, como por ejemplo Maritain, declararon la imposibilidad de llegar a individuar un mínimo común denominador, por ejemplo, para la problemática de los derechos humanos. Señal, ésta, de una opción (al menos escondida) en favor de la “libertad negativa” respecto de los derechos humanos.

El notable esfuerzo desplegado en Europa a favor del derecho natural (clásico) por autores como, por ejemplo, Rommen, Graneris, Olgiatti, Elías de Tejada, Composta, Ambrosetti, Vallet de Goytisolo, Waldstein, etc., no alcanzó el resultado de hacer del derecho natural (clásico) el fundamento de los ordenamientos jurídicos y de las instituciones. Prevaleció la línea lato sensu “liberal” que asumía la libertad como indiferencia garantizada por el ordenamiento jurídico positivo. Se impuso, pues, una nueva forma de republicanismo (la libertad garantizada por la ley). En otras palabras, el “retorno” representó un “renacimiento” de las doctrinas liberales (a veces demócrata-radicales) que condujeron gradualmente en la segunda mitad del siglo XX a definir la “libertad” en términos avalorativos, como por ejemplo “la relación social por la cual una determinada conducta de algunos agentes sociales no se hace ni imposible ni punible por otros agentes”, y a relegar el problema de la verdad del derecho en la esfera privada, pues en sede pública se considera políticamente incorrecto que prevalezca el relativismo, el cual puede encontrar una limitación (considerada a veces necesaria, pero como quiera que sea siempre un mal) solamente por razones estrictamente ligadas a la convivencia. Rorty, por ejemplo, es claro sobre el asunto: cuando la filosofía (que él reduce a mera opinión individual) entra en conflicto con la democracia (entendida no como forma de gobierno sino como fundamento del gobierno y del orden público), es esta última (esto es, la democracia) la que prima sobre aquélla (la filosofía), puesto que la “libertad negativa” se considera el bien supremo al que todo debe ser sacrificado o por lo menos pospuesto (incluidos el bien y lo justo). En este contexto se piensa que el derecho a la libertad (entendida como “libertad negativa”) constituya propiamente el derecho a la liberación. A la liberación de todo límite, de toda necesidad, de todo deseo, hasta de la propia naturaleza y de la propia existencia (el “suicidio asistido”, que el ordenamiento jurídico de Holanda considera un derecho subjetivo, es un ejemplo). Por ello la igualdad ilustrada se ha convertido para muchos ordenamientos actualmente vigentes la condición de la libertad (señalando, así, el paso del liberalismo al socialismo) y por esto diversos ordenamientos jurídicos contemporáneos se han hecho servidores de la voluntad, de cualquier voluntad, del ciudadano singular (paso del liberalismo al radicalismo). La liberación, en ocasiones, ha pretendido ser absoluta, ser reconocida sin “si ni pero”, hasta frente a las obligaciones naturales: la facultad de dar a luz de incógnito, por ejemplo, que el ordenamiento jurídico italiano vigente reconoce a la gestante es un ejemplo. El De c reto de la Presidencia de la República nº 396/2000, de 3 de noviembre, en efecto, reconoce a la madre el poder (¿jurídico?) de liberarse de cualquier obligación consiguiente al parto: uno se obliga solamente si quiere y en la medida que quiere incluso en presencia de hechos (como la concepción y el parto) de los que nace necesariamente un derecho y un deber correspondiente.

El derecho natural estaría, por consiguiente, en el derecho a la realización de toda y cualquier decisión personal. El derecho ya no sería límite de la libertad sino instrumento para su plena actualización. Evidentemente se trata de la realización de la “libertad negativa”, esto es, de aquella libertad del querer que toda doctrina gnóstica debe identificar coherentemente con la autodeterminación y reivindicar como derecho a la autodeterminación absoluta. El modo de entender la libertad es, pues, el luciferino, que atraviesa toda la historia pero que hare aparecido fuertemente tras la Reforma protestante y a la doctrina de la secularización que plantó en ella sus raíces.

A lo largo de este camino se pierden la libertad el derecho (natural y positivo), ya que la libertad se convierte en licencia y el derecho en mera regla de la que está absolutamente ausente la justicia. Lo evidencia, por ejemplo, la doctrina/praxis de la libertad de mercado que –se afirma– no debe estar sujeto a reglas, puesto que él las da. Con el resultado que está a los ojos de todos: la grave crisis económica, que actualmente pesa a nivel mundial, y las ganancias de los especuladores en perjuicio de sus acreedores son, de hecho, el resultado de la regla del provecho (regla económica), no guiado por la justicia y realizado usando la libertad irresponsable, esto es, la libertad del estado de naturaleza.

 

6. Conclusión

Un jurista contemporáneo (Gustavo Zabrebelsky), que fue magistrado y presidente del Tribunal Constitucional italiano, haciéndose intérprete de un modo de pensar relativamente difundido, ha escrito que evocar hoy el derecho natural significa lanzar un grito de guerra civil. La verdad y la justicia dividirían; el relativismo, en cambio, permitiendo a cada uno hacer lo que desea, no crearía problemas a la convivencia. En otras palabras, la sociedad pluralista contemporánea no podría ni admitir ni comprender la llamada al derecho natural, porque en aquélla conviven de hecho y de derecho (si se acepta la identificación de la libertad con la “libertad negativa”) valores y concepciones de la vida y del bien diversos. En una sociedad como la actual no sería posible siquiera investigar “el principio del derecho”; como máximo se pueden registrar “opciones compartidas”. La verdad sería el producto momentáneo de las identidades sociológicas, o de las comunidades tal y como generalmente las entiende el comunitarismo político contemporáneo: surgiría del y en el lenguaje, siendo pura convención o mero convencimiento. Todo debería “leerse” en plural, también los términos derecho, naturaleza y libertad. Sólo sería legítima, en suma, una situación babélica de la que los hombres nunca habrían salido y de la que ni siquiera actualmente logran liberarse.

Si así fuera, el discurso habría de cerrarse antes de comenzarlo. ¿Cómo es posible sostener esta (presunta) verdad negando que sea posible la verdad? ¿Cómo es posible hablar de derecho identificándolo con la legislación sin plantearse después el problema de la legitimidad del mando? ¿Cómo es posible afirmar, como hace también Zagrebelsky, que debe buscarse lo que es bueno y justo si el bien y la justicia no existen en sí y por sí? Se cae en estas contradicciones (incluso Kant y repetidamente) cada vez que se rechaza a priori la posibilidad de conocer (por lo menos en parte) la verdad, la naturaleza de las “cosas”, por tanto también la juridicidad, que no brota del “mando” sino de lo que es justo en sí y por sí.

Ahora bien, para negar la existencia de la naturaleza humana y del derecho natural, debiera probarse que el hombre no tiene esencia; que ésta dependería de los modos variados de entenderla, esto es, de las convenciones. Pero la carga de la prueba de que, por ejemplo, el hombre –el hombre de carne y hueso, como suele decirse–, no es en sí y por sí hombre (que, por tanto, podría ser otra “cosa” cualquiera o, mejor, que sería la nada), corresponde a quien sostiene esta tesis tan singular. Onus probandi incumbit ei qui dicit. Tanto más si se considera que incluso autores como Zagrebelsky afirman, en contracción con las premisas asumidas, que en la indagación de lo que es bueno y justo “consiste la naturaleza humana”.

Que el derecho, además, sea sólo procedimiento interpretativo de una “cultura jurídica” que, en último análisis, sería la evolución histórica de los varios modos de representarse la justicia, también es tesis que debiera ser probada, ya que levanta muchos más problemas de los que resuelve.

Negar que el hombre sea en su esencia un ser racional (y social) y, por ello, un ser responsablemente libre, significa negar la posibilidad de la experiencia jurídica, para seguir la utopía de la moderna libertad, que coherente pero absurdamente postula la inexistencia del derecho natural, esto es, del derecho en sí y por sí. El nihilismo absoluto que está en la base de esta afirmación se autor refuta no sólo en el plano teorético sino también en el práctico, cuando debe transformar la experiencia jurídica en una experiencia cualquiera del poder formalmente ejercido pero nunca verdaderamente justificado y fundado.

 

[*] En el pasado mes de noviembre, organizadas por el Consejo de Estudios Hispánicos “Felipe II” en colaboración con la Universidad Autónoma de Guadalajara (Méjico), tuvieron lugar las III Jornadas Hispánicas de Derecho Natural, de las que nuestros lectores ya tienen noticia. A la espera de la inmediata publicación de las actas, ofrecemos como primicia el texto (sin notas) de la ponencia de nuestro ilustre colaborador el profesor Danilo Castellano, de la Universidad de Udine, director del Centro de Estudios Políticos del Consejo Felipe II (N. de la R.).