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Saint-Exupéry: La filosofía del arraigo

 

A los escribanos y escribanas participantes asiduos, puntuales y activos del Curso de Argumentación Jurídica del Colegio de Escribanos de la Ciudad de Buenos Aires, gracias a los cuales, el mismo se ha transformado en un ámbito propicio para crear lazos de afabilidad y de amistad.

"Los lazos afectivos que unen al hombre de hoy con los seres y las cosas, son tan poco sensibles, tan poco densos, que no se siente la ausencia como antes.”

Saint-Exupéry, “Carta a un rehén”.

 

I. La necesidad de “crear lazos”

 

La obra más difundida del Saint-Exupéry es “El Principito”. En ella, habla ese hombre pequeño que el aviador lleva en su corazón y dibuja en cualquier papel; ella es un paradigma de una larga deliberación interior, de un diálogo consigo mismo, en la que se desdoblan y confrontan dos etapas de su vida, de la vida de una misma persona. Es el niño quien inquiere y apura al adulto; es incluso quien lo conduce al recuerdo de sus raíces existenciales que parecen perder vigor.

Una de las lecciones que el protagonista recibe del zorro sabio, apunta a la necesidad de “crear lazos”, de anudar vínculos, en un tiempo signado por una hosca soledad, no la del desierto, sino la soledad en medio de la multitud, la que el hombre siente y padece a pesar de estar amontonado sin estar unido[1], la soledad que resulta del individualismo y de la masificación.

El zorro, el diminuto “fenech” de las arenas, que el aviador había conocido en el Sahara, en su puesto de Cabo Juby, invita al hombrecito a domesticarlo, a crear lazos de amistad. Esta empresa requiere tiempo, paciencia y amor, engendra responsabilidades y exige el respeto por los “ritos”, algo hoy “demasiado olvidado”.

Pero ¿qué es un rito? pregunta el niño siempre inquisidor. Un rito “es lo que hace que un día sea diferente de los otros días; una hora, de las otras horas”. Así son los ritos los que jerarquizan los días y nos permiten distinguir los días festivos de los comunes.

Hoy la amistad está en crisis porque, como señala con agudeza el zorro, los hombres viven apurados, “compran las cosas manufacturadas a los mercaderes. Pero como no existen los mercaderes de amigos, los hombres no tienen amigos. Si quieres un amigo, domestícame”[2].

Porque la amistad es don recíproco gratuito, se encuentra fuera del mercado y aparece como algo extraño en un mundo, que como señalaba Charles Péguy, se ha vuelto prostibulario, al extender el ámbito de lo negociable, a muchos ámbitos que en otros tiempos estaban fuera del comercio[3]. Ese poeta murió heroicamente en la Primera Guerra Mundial, y si hoy resucitara ¿qué diría al enterarse que hasta los vientres se alquilan o ciertos órganos se negocian?

En “Ciudadela”, obra póstuma e inconclusa, aparece reiterada esta “filosofía del arraigo”, de las raíces, que al vincular al hombre a su familia, a su oficio, a su patria, lo protegen contra el abismo del espacio, en tanto que los ritos y las tradiciones, al permitirle ubicarse en el suceder temporal, lo protegen contra la erosión del tiempo.

 

II. “Soy de mi infancia, como de un país”

 

Esa filosofía, Saint-Exupéry la aprende en su infancia y la practica durante toda su vida. Como señala su madre, cuando era un chiquillo, subía a los abetos para amansar a las tórtolas. En el desierto amansaba a los moros[4]. Y aun hoy, después de tantos años de silencio, sigue anudando relaciones entre los hombres[5].

El testimonio materno interesa, porque Saint-Exupéry no fue “un huérfano criado por una tía”, como afirma algún tonto ignorante, sino un hijo que tuvo la desgracia de perder muy pronto a su padre, pero que tuvo la bendición de tener a su madre hasta el fin de sus días. Y no una madre cualquiera, sino una madre y maestra[6], “un ángel guardián”, siempre solícita y desvelada por sus cinco hijos.

La primera pertenencia del escritor es al tiempo más hermoso de su vida; por eso escribe: “soy de mi infancia, como de un país”. Ella le permite “atesorar “provisiones de dulzura” y se manifiesta, viva y consoladora, en los momentos más difíciles, pero también más fecundos de su existencia: en el desierto, en el exilio y durante la guerra.

Cerca de uno de los castillos familiares se encuentra el campo de aviación de Ambérieu, en el cual a los doce años, Saint-Exupéry recibe su bautismo de vuelo; allí comenzaron a forjarse los vínculos con un noble instrumento: el avión, al cual acaricia como si fuera un caballo.

 

III. Las alas se abren

 

Pasaron los años y un día, después de múltiples frustraciones, las alas se abren y como novel piloto se incorpora a “La Línea”, cuyos aviones primero conocerá en su mecánica, para luego surcar los cielos de Francia, España, África y América, todo bajo la dirección severa de Didier Daurat[7], quien incorpora a sus hombres a una empresa heroica, que a la vez constituye una escuela de prudencia, energía, humildad, camaradería y responsabilidad[8]. Jefe de explotación de la Aeroposta Argentina, realiza en nuestro país, en breve tiempo y siendo muy joven, una obra extraordinaria; tanto que con estricta justicia apareció hace años, en una serie de un matutino, como una figura de nuestra tierra.

A él se debe la fundación de la Línea en la Patagonia que unía a Bahía Blanca con Río Gallegos, pues compró los terrenos y construyó los aeródromos. En ellos, a veces aterrizaban los aviones compitiendo con un viento que superaba su velocidad, y si era de noche, alumbrada la pista con fuegos precarios. Esta gesta apa rece en “Vuelo nocturno”. Pero no sólo dirige y administra, sino que también auxilia a los camaradas accidentados[9].

 

IV. El “oso y el pajarito de las islas”

 

En Buenos Aires conoce a su mujer y comienza el romance entre “el oso y el pajarito de las islas”, según expresión de ella, el cual concluirá en un matrimonio lleno de dificultades, pero afianzado por un vínculo eterno e indisoluble. La Rosa que germina en el planeta de “El Principito” no es otra que su mujer[10], la salvadoreña Consuelo Suncin de Sandoval, viuda de Enrique Gómez Carrillo, que había venido a la “Reina del Plata” para tramitar una pensión. Pero esta mujer tiene todas las características de la Rosa, es muy coqueta, es linda y atractiva, pero también es posesiva[11], complicada y mentirosa. Respecto de la última nota, se encuentra en “Ciudadela” una referencia inequívoca: “Dios me envió aquella que mentía tan lindamente… Y me inclinaba sobre ella como el viento fresco del mar… Me callaba delante de sus mentiras, sin oír el ruido de la palabra en el silencio de mi amor… Porque la habían enseñado mal… y me venía el deseo de liberarla. Sí, Señor, he faltado a mi papel”(XL).

Es raro encontrar en la obra póstuma, palabras tan tiernas, por otro lado tan concordantes con la confesión que el Pequeño Príncipe hace al aviador: “No debía haberla escuchado. Jamás hay que escuchar a las flores. Es preciso contemplarlas y aspirar su a roma. La mía perfumaba mi planeta… No supe entonces comprender nada. Debía haberla juzgado por sus actos y no por sus palabras… ¡No debía haber huido jamás! Debería haber adivinado su ternura detrás de sus pobres astucias. Pero era muy joven para saber amarla”(IX).

Tenía que aprender a quererla poniendo en práctica las enseñanzas del zorro, tenía que saber distinguirla de las cinco mil rosas que encuentra en su camino, esas rosas que estaban vacías, porque nadie las había domesticado ni ellas habían domesticado a nadie.

Por último, su versión acerca del enamoramiento en un vuelo sobre el Río de la Plata, no es del todo convincente, como otros relatos más o menos inverosímiles que aparecen en su libro[12]. Según cuenta el piloto le pidió que lo besara y como se negó, porque no eran novios, enfiló el avión hacia las aguas; sólo el beso solucionó el problema.

 

V. La guerra

 

Los años de la guerra lo convocan para servir a un gran prójimo: la patria, esa Francia, a la que quiere como “una carne”. En t re los camaradas de su Escuadrilla vuelve a encontrar el mismo espíritu que le hizo anudar tantos lazos en los tiempos de “La Línea”. Se convierte en el decano de los pilotos de guerra del mundo y constituye para sus nuevos compañeros el aviador más querido, el gran ejemplo de una vida que avala el pensamiento.

Este hombre pacífico, aunque no pacifista, se despide de su mujer, en una carta emocionante de abril de 1943: “Consuelo… Parto para la guerra. No puedo soportar estar lejos de aquellos que tienen hambre, no conozco más que un medio de estar en paz con mi conciencia y es sufrir lo más posible… No parto para morir. Parto para sufrir y así comunicarme con los míos… No deseo hacerme matar, pero acepto bien voluntariamente adormecerme así[13].

Es el lenguaje de un héroe contemporáneo, que ofrenda su existencia temporal para que su patria viva, en su cuerpo y en su espíritu.

Exiliado en los Estados Unidos trata de lograr la unidad de los franceses para liberar a “cuarenta millones de rehenes” y le parece que “un francés en el extranjero debe ser testigo de descargo y no de cargo de su país, cuya salud no reside en una depuración sangrienta”. Un anticipo de lo que luego sucedería.

Calumniado, difamado como “fascista” quiere combatir hasta el final, para después de la guerra, poder hablar. Y por eso escribe: “No puedo más que volver a entrar en el silencio si no hago la guerra”[14].

 

VI. La muerte

 

Una semana antes de su misteriosa desaparición recibe el bautismo Christian Gavoille, hijo del jefe de la Escuadrilla. El padrino es Saint-Exupéry y la madrina, la mujer del General Mast, es quien relata la ceremonia[15].

Como se encuentra un poco alejado de la práctica religiosa, el aviador le pide a la madrina una clase de catecismo, porque quiere asumir con seriedad su papel. Leen juntos el ritual y toda su infancia sube a la superficie. Es la fe de la infancia, que lo religa de nuevo a Dios, después de años de infructuosas búsquedas, de plegarias sin respuesta. Es la restauración del vínculo sagrado a la luz del cual alcanzan su plenitud todos los lazos verdaderos y honestos establecidos entre los hombres.

En el Diario del grupo 2/33, del 31 de julio de 1944, así lo recordaban sus compañeros: “Perdemos con él, no sólo a nuestro camarada más querido, sino también quien era para todos nosotros un gran ejemplo de fe… Saint-Exupéry es de esos hombres que son grandes delante de la vida, porque saben respetarse a sí mismos”[16]. Es una respuesta a quienes hablan de su suicidio.

Y así lo recuerda un poeta nuestro, con versos de hondo simbolismo:

“Nunca más han dormido, están despiertos
– marciales como fieles centinelas–
los que sabían que echarías velas
con las alas al mar de los desiertos.
Todavía hay dibujos encubiertos
y templos a la luz de las candelas,
Imperios que parecen ciudadelas
y ojos claros del alma bien abiertos.
 
El niño con el trigo entre las sienes
el zorro y el aljibe y la roldana,
el planeta, la flor y hasta el cordero
 
se han quedado a esperarte porque vienes
de tu vuelo nocturno una mañana
a enseñarnos la cifra del lucero”[17].

 

[1] Como señala Saturnino Alvarez Turienzo, “la afección de la soledad es propia de las sociedades urbanas. Es en el anonimato de la ciudad donde el hombre sufre de vida solitaria”. Es interesante también lo que afirma del socialismo, que ha reforzado un “colectivismo de soledades”, en El hombre y su soledad, Sígueme, Salamanca, 1983, pág. 153.

[2]El Principito” XXI. El tema se encuentra desarrollado en nuestro libro “Aproximación al Principito”, Ediciones de la Universidad Católica Argentina, 2ª. Ed., Buenos Aires, 1999, págs. 175 y sigs.

[3]Nota conjunta sobre Descartes y la filosofía cartesiana”, Emecé, Buenos Aires, 1945, pág. 240.

[4] En el desierto, Saint-Exupéry era el único que penetraba sin armas en el misterio de las arenas. Poco a poco, esos hombres azules empezaron a valorarlo y a tomarle confianza; a invitarlo a tomar té en sus tiendas y hasta a consultarlo acerca de sus problemas. Un día, uno de ellos hace una increíble comparación tratándose de un mahometano: “El Dios de ustedes en más bueno que el nuestro”. ¿Por qué? preguntó sorprendido Saint-Exupéry, más bien acostumbrado a los desprecios de los hombres del desierto respecto a los cristianos. “Porque les da el agua”, fue la original respuesta.

[5] En los tiempos terribles de la guerra, en 1943, se preocupa por el porvenir de los hombres. En primer lugar, se queja de su época, en su carta al general X: “Estoy triste por mi generación, que está vacía de toda sustancia humana… Siglo de la publicidad, de los regímenes totalitarios y de los ejércitos sin clarines ni banderas, sin misas por los muertos. Odio mi época con todas mis épocas. En ella el hombre se muere de sed. ¡Ah general!, no hay más que un problema, uno solo en el mundo: devolver a los hombres una significación espiritual… Hacer llover sobre ellos una cosa parecida a un canto gregoriano… No se puede vivir sin poesía, color ni amor… Los hombres han ensayado los valores cartesianos: fuera de las ciencias naturales no han servido para nada… ¿Para qué servirá ganar la guerra si tenemos para cien años de crisis de epilepsia revolucionaria?” en “Écrits de guerre”, Gallimard, Paris, 1982, págs. 376/377.

[6] Este culto de piedad filial hacia su madre dura hasta el fin de su vida; así en una carta del 5 de enero de 1944, le expresa: “Espero estar entre tus brazos en algunos meses, mi pequeña mamá, mi vieja mamá, mi tierna mamá… escucharte hablarme, tu que has tenido razón en todas las cosas de la vida” (“Écrits…”, ed. cit., pág. 475).

[7] Daurat era un veterano de la Primera Guerra Mundial, el único que volvió de su escuadrilla, herido, con un brazo fuera del avión para que la sangre se coagulara. El ingreso a “La Línea” era muy exigente; un día un aspirante se accidenta en un vuelo de prueba. El jefe lo despide y el hombre se queja: “Tuve mala suerte”. Pero Daurat insiste: “Necesito pilotos con buena suerte”; porque así los protegía del miedo y de la muerte. En otra ocasión, el examinado fue Jean Mermoz, ya conocido como gran piloto. Después de una serie de piruetas, un aterrizaje impecable. Pero Daurat lo reprueba: “¡Váyase al circo! No necesito payasos. Esto es un trabajo”. Al final lo toma, pero para amansarlo lo manda unos meses para trabajar con los mecánicos.

El “Correo” debía salir y llegar puntualmente, pues los pilotos conocían “las consignas”; pero un día los se declaran en huelga debido al mal tiempo. La reacción del jefe fue inmediata: ordenó que alistaran el avión, pues él llevaría el correo. Ante la fuerza del ejemplo, de inmediato se levantó la huelga. A ese hombre, duro en las apariencias, que quería a los pilotos, sin decírselo, Saint-Exupéry le dedica “Vuelo nocturno”, con lacónicas y respetuosas palabras: “al Sr. Didier Daurat”.

[8] Un ejemplo del carácter y la honradez de los pilotos, lo tenemos en un aviador llamado Joly, de la línea que unía Orán con Fez. Un misterioso pasajero, tal vez portador de una misteriosa valija, le propone un aterrizaje clandestino. La respuesta de Joly fue contundente: ¡Con quién se cree que está hablando! Ingresé a la Línea porque es una escuela de energía y voluntad. Cuento con la confianza de mis superiores. Además soy millonario porque no tengo deseos. ¡Guárdese su dinero!

[9] Un día, su gran amigo Henri Guillaumet, responsable de unir Chile con Mendoza, tiene un accidente en la Cordillera de los Andes. El tiempo era malo, unos aviones norteamericanos volvieron, pero el Correo” debía llegar a destino y Guillaumet partió igual.

En medio de una tormenta de nieve, el avión cae en Laguna Diamante. Enterado su jefe y amigo parte de Buenos Aires para ir a buscarlo. Vuela a Chile y los carabineros no dejan resquicio para la esperanza: “Si su camarada no murió en la caída, lo mató la noche, que en esta época y ese lugar, todo lo que toca lo convierte en hielo”.

Pero a pesar de todo, Saint-Exupéry lo busca, vuela muy bajo y sin embargo escribe luego: en realidad más que buscarte “velaba tu cuerpo en una catedral de hielo”. Pasaban los días y el presagio parecía cumplirse; Saint-Exupéry almorzaba en un restaurante cuando un vendedor de diarios grita ¡Guillaumet vive!

Casi milagrosamente, el aviador sobrevive a la caída. Amainada la tormenta, lanza unas bengalas a los aviones que lo buscan, pero no es advertido porque el color del avión se confundía con la nieve.

Entonces decide partir, pero antes se despide de su mujer con unas palabras escritas en fuselaje del avión y marca su rumbo. Camina durante cinco días y cuatro noches; va perdiendo en cuotas sus pertenencias, se desgarra y lastima; el instinto lo mueve a dormir, pero sabe que ese sueño será eterno. Y es entonces cuando los recuerdos lo persuaden y se dice a sí mismo: “Si mi mujer cree que vivo, cree que camino; si mis camaradas creen que vivo, creen que camino; y soy un puerco si no camino”.

Encuentra un arroyo, se arrastra y sigue su curso, hasta que transformado en un espectro es encontrado a su orilla por un paisano y su mujer. Mientras la segunda lo atiende, con los pocos medios que tenían, el marido avisa la novedad.

Saint-Exupéry no pierde un minuto, toma el avión y sale buscarlo. Encuentra en el camino al auto que lo transportaba a Mendoza y cuando en medio de la ruta se abrazan, Guillaumet le confiesa: ¡Esto que he hecho, ningún animal podría haberlo hecho! Cuando un tiempo después, Saint-Exupéry relata la hazaña en “Tierra de hombres”, afirma: “Con esto Guillaumet restaura las jerarquías humanas”. A él dedica esa obra: “Henri Guillaumet, mi camarada, te dedico este libro”.

[10] El tema de los avatares matrimoniales del aviador y su volcánica mujer, nativa del Salvador, tierra de volcanes, se estudia en la obra citada, pág.195 y sigs.

[11] Cuando Saint-Exupéry estaba preparando el raid París-Saigón tuvo que huir de su casa y alquilar unas habitaciones en un hotel, donde trabajó con su amigo Jean Lucas. Pero hasta ahí llega Consuelo para quitarle la tranquilidad; hasta que discute con el colaborador quien la levanta –era muy liviana–, la pone sobre sus rodillas y la castiga en el trasero. ¡Éste por los menos es un hombre!, le dice la mujer al piloto, quien recibe también el consejo de su amigo: Es el remedio, tienes que hacer lo mismo. A lo que Saint-Exupéry responde resignado: No puedo, soy el marido. En otra ocasión comentaba: “Es mi cruz, cargo con ella”. El resultado fue que salió con su mecánico, Prévot, pésimamente preparado y su avión se accidentó en el desierto de Libia.

Pero como todo lo de Saint-Exupéry es bastante insólito, a la peripecia le debemos un magnífico capítulo de “Tierra de hombres” titulado: “En medio del desierto”, y su final, cuando están a punto de morir de sed y son salvados por un beduino de Libia.

Ese final incluye, un canto al agua: “tú no posees ni color, ni sabor, ni aroma. No se te puede definir. Se te bebe sin conocerte. No eres necesaria para la vida. ¡Eres la vida! Contigo penetran en nosotros todos los poderes a los que habíamos renunciado. Por tu gracia, se abren en nosotros las fuentes agotadas de nuestro corazón” y la gratitud expresada al nómada pobre que los había socorrido: “Respecto a ti que nos salvas, beduino de Libia, te borrarás para siempre de mi memoria. No me acordaré nunca más de tu rostro. Tú eres el Hombre y te me apareces con el rostro de todos los hombres. Nos miraste de hito en hito y enseguida nos reconociste. Tú eres el hermano bienamado. Y yo, a mi vez, te reconoceré en todos los hombres. Te me apareces bañado de nobleza y de bondad, gran señor que posees el poder de dar de beber”.

[12] Consuelo de Saint-Exupéry, “Memorias de la Rosa”, B.S.A., Barcelona, 2000.

[13]Écrits…”, ed. cit., pág. 353.

[14] Carta al consejero R. Murphy, enviado de Roosevelt a África del Norte del 17 de junio de 1943, en “Écrits…”, ed. cit., págs. 383/384.

[15] Marie-Madeleine Mast, “Le baptême de Christian”, en “Icare”, n.° 96, París, 1981, págs. 141/142.

[16]Écrits…”, ed. cit., pág. 519.

[17] Caponnetto, Antonio, “Campanas de tierra y cielo”, Nueva Hispanidad, Buenos aires, 2002, pág. 107.