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La emergencia educativa: causas y problemas

 

1. La emergencia educativa es un problema que se impone a la experiencia individual y social de la cultura occidental hodierna. Llamamos cultura occidental a la nacida en el mundo griego antiguo como descubrimiento/individuación del ente humano, que sobre todo después de la filosofía aristotélica deja de ser aniquilable. La que ha sido impregnada por la Revelación cristiana. La que ha vivido la experiencia del iusnaturalismo, sea el clásico o sea el racionalista de la modernidad. La que ha teorizado el subjetivismo sobre la base de una asunción que encuentra justificación, en último análisis, en la gnosis “aggiornada” del luteranismo y de sus diversas, y a veces innovadoras, versiones. En esa cultura occidental contemporánea la emergencia educativa es un problema al menos desde dos perspectivas: a) desde el ángulo de la legitimidad de la educación, que distintas doctrinas, aun no explicitando la cuestión, deben (o deberían) negar por coherencia intrínseca[1]; b) desde el ángulo de la impracticabilidad de la educación, ya que la familia, la sociedad, la escuela y la misma Iglesia al menos de hecho se han convertido en lugares de incomunicabilidad[2].

Los dos modos de situarse frente al problema educativo evidencian, por una parte, la premisa ideológica del racionalismo de nuestro tiempo a propósito de la educación y el absurdo de la utopía de la “libertad negativa”[3]; por otra que la educación impone tematizar algunas cuestiones metafísicas, que sólo cuando se afrontan hacen posible legitimar la intervención educativa, recorriendo en la praxis vías que lleven a educere lo que debe ser considerado –como observó por ejemplo Quintiliano– institutio; y dar fundamento y justificación a la tradición que, sólo así, no queda prisionera de la costumbre, sociológicamente considerada, y permite abandonar la moral provisional que Descartes[4] teorizó en el intento de dar solución a un problema insoluble a la luz de las premisas por él asumidas, como insoluble sigue siendo, por ejemplo, en el liberalismo conservador de las identidades tales como se proponen por el comunitarismo norteamericano contemporáneo, que individúa en la tradición el criterio de la racionalidad (piénsese en MacIntyre), en lugar de hacer de ésta el criterio de aquélla[5].

 

2. Vayamos por partes. Debe observarse, antes de nada, que el racionalismo no ha conseguido (y no lo conseguirá jamás) eliminar la necesidad del proceso educativo. En otras palabras, la gnosis no ha podido (y no podrá nunca) realizarse completamente. Se han sucedido a lo largo de la historia, sobre todo de la moderna y contemporánea, distintos intentos de teorizar el proceso del m e ro “autodesarrollo” como “educación”. El educere ha pretendido sustituir la institutio, es decir, se ha identificado y reducido la educación al desarrollo espontáneo, naturalista, animalesco, vitalista del ser humano. La racionalidad humana se ha considerado un mero instrumento operativo para el completamiento de este proceso, en lugar de constituir su guía. Por ello el vitalismo se ha considerado y se considera fin que alcanzar. El vitalismo es (y debe ser) “narración” del hacerse del sujeto, que por tanto no tiene consistencia ontológica, sino que se identifica con su historia: como sostenía Sartre, por ejemplo, el hombre es su proyecto, que no se ha elaborado a priori sino que revela a posteriori[6]. En otras palabras, el sujeto no está en el origen de la educación y no es su fin: como es el producto de un hacerse, viene a coincidir con el “llegar a ser” contingente de un devenir permanente que no determina y dirige sino por el que es determinado y dirigido. El sujeto, pues, sólo es aparentemente tal porque, bien pensado, es objeto del propio devenir y, en último término, del solo devenir, o bien (como sostiene Marx y aún más radicalmente Gramsci) es el producto de un bloque histórico-social-económico[7].

Se hace así incomprensible cómo pueda hablarse de primado del sujeto y cómo pueda ayudársele a convertirse en lo que es por naturaleza: si, en todo caso, estamos ante un “producto” no puede regir el proceso educativo, sino ser regido; si no “es”, no puede ser causa del “proceso” y no podrá siquiera llegar a ser lo que es por naturaleza, sino en todo caso, de cuándo en cuándo,  lo que el “deviniente” le haga ser ocasionalmente. El sujeto dependería así de la “cultura” determinada históricamente, que sería el “lugar” de la manifestación del Devenir y el “rostro” del Devenir. Los sujetos desaparecerían de la historia, que sería la epifanía de un único sujeto sin identidad y sin rostroo, incluso, de ningún sujeto; de un sujeto o de ningún sujeto del que dependería todo, incluida la legitimación de toda la efectividad, ya que en ésta se reflejarían la voluntad y el poder del único sujeto y del devenir a-subjetivo.

La educación, a la luz de una tal comprensión, se vendría a identificar con el proceso histórico: el individuo humano debería ser “educado” a conformarse con el devenir y a no ponerse al “progreso”, considerando tal las modas de pensamiento que se va n afirmando, la evolución/disolución de las instituciones, instrumentos precarios y contingentes que no deben poner frenos al devenir sino secundarlo, etc. El individuo no tendría título para “resistir” a las determinaciones asumidas por el Devenir, llámese Estado o conjunto de individuos (identidades colectivas) que tienen representación institucional o representatividad sociohistórica. Lo que cuenta es que el Devenir reclama y pretende “respeto”, esto es, reclama y pretende que se acepte lo que se ha hecho efectivo. El totalitarismo, que Volkoff define con razón como la pretensión de que el individuo piense y quiera lo que piensa y quiere el Estado[8], se esconde (o puede esconderse) también en la democracia entendida como fundamento del gobierno (Rousseau) o, mejor, como fundamento de las imposiciones de quien o quienes tienen el poder efectivo para hacerlo por la fuerza, o incluso por la fuerza de la “persuasión” obtenida con los medios a veces engañosos de la manipulación de la opinión pública o con las ficciones que llevan a concluir que –agotada la fase de la discusión pública– las decisiones de los órganos electivos representen la expresión “concreta” de la voluntad del cuerpo representado.

Sobre estos temas el programa de la reunión prevé intervenciones específicas. Así pues, otros ponentes considerarán atentamente la cuestión. Aquí se hace oportuno notar que la educación vitalista para el vitalismo lleva consigo coherente aunque absurdamente el rechazo de todo orden que no sea convencional y, por lo mismo, elaborado e impuesto contradictoriamente. Bastará un solo ejemplo para hacerlo entender. El vitalismo, después de haber favorecido la instauración de los regímenes totalitarios “fuertes”, ha llevado al rechazo de la legitimación de la comunidad política. Hoy se afirma que es inaceptable toda ley que, por ejemplo, regule y limite el llamado “derecho de autodeterminación”, ya que se basaría sobre una forma de “Estado ético”[9]. En otras palabras, el Estado no debe impedir con el propio ordenamiento jurídico la realización de la voluntad, de cualquier voluntad o decisión personal. No debiera regular nada: por ejemplo, debiera dejar libertad absoluta en materia de matrimonio, disponibilidad del propio cuerpo, sustancias estupefacientes, etc. No debiera impedir el aborto procurado, la eutanasia, el homicidio consentido, etc. Al confundir el Estado ético de derivación hegeliana con el Estado subordinado a la ética, puesto que como observó Aristóteles el derecho es elemento ordenador del Estado y por ello anterior al mismo, se sostiene que todos tendrían el derecho a aquellos derechos que el individuo considera tales. El vitalismo lleva, por eso, al nihilismo absoluto. La educación vitalista se liga con frecuencia en nuestro tiempo al personalismo, versión comunitarista del individualismo vitalista al modo como lo interpreta, por ejemplo, Hobhouse[10].

Debe considerarse que, desde el plano estrictamente pedagógico, la educación vitalista, difundida masivamente en la praxis llamada educativa (familia, sociedad, escuela, Iglesia) sobre todo después del 68, o sea, tras el hecho de la “contestación”, es una tentación vieja y siempre actual. Bastaría pensar en las tesis de Giovanni Gentile[11] (uno de los teóricos del fascismo italiano) o a las de Neil Postman[12] (autor que en la segunda mitad del siglo XX intentó desarrollar y aplicar hasta el fondo la doctrina de la democracia estadounidense según la interpretación principalmente individualista hasta hacer de la educación un proceso subversivo).

 

3. Incluso quienes no consideran la gnosis como categoría para “leer” la experiencia y criterio operativo, han sufrido su hipoteca en los últimos decenios. Las últimas tres generaciones, de hecho, han acogido generalmente la weltanschauung racionalista. De ahí ha derivado no sólo la disolución del sujeto, reducido a un haz de pulsiones no filtradas por la racionalidad, sino incluso el hundimiento de la moral, condición ésta para dejar espacio a la “libertad negativa” luciferina, esto es a la libertad ejercida con el único criterio de la libertad, esto es, con ningún criterio. Se ha negado, pues, la existencia de todo criterio intrínseco al obrar humano: el obrar sería libre solamente a condición de ser absolutamente espontáneo y no debería tener ni criterios intrínsecos ni límites extrínsecos. Por eso algunos teólogos modernistas han sostenido (y sostienen) que no existe la moral natural y que los mismos Diez Mandamientos constituyen diques inaceptables para la libertad[13]. Posición ésta que ha generado, o al menos alimentado, por ejemplo, la teología de la liberación, y que ha inducido a diversos católicos a defender (erróneamente) que la Iglesia, siendo –como dicen– el espacio de la libertad, no puede ser ni institución ni tener un ordenamiento jurídico propio: la ley sería, así, la negación de la libertad.

Por ello la familia moderna (y más aún la contemporánea) ha destronado toda autoridad, esto es, poder que hace crecer a los sujetos según su intrínseco fin objetivo. Los padres se han convertido en “compañeros” de unos hijos de los que buscan la simpatía, para lograr la cual deben satisfacer sus deseos, todos sus deseos, haciéndoles así esclavos en lugar de señores de sí mismos[14]. Esto se refuerza por la aceptación de la doctrina según la cual la vida y la libertad (esto es, vitalismo y “libertad negativa”, que se exigen recíprocamente) y por la praxis de vida consumista que es un obstáculo para la educación, sobre todo de la voluntad.

La familia moderna, además, ha sido coherentemente desinstitucionalizada por el vitalismo. El vitalismo, de hecho, puede admitir solamente la pareja (entendida románticamente), pero no el matrimonio indisoluble, monógamo y heterosexual. La familia y el matrimonio, en su concepción tradicional, se consideran jaulas de la libertad, al exigir vínculos respecto al orden de los fines (matrimonio según la naturaleza) y respecto a la responsabilidad que se considera inconciliable con la autenticidad (entendida heideggerianamente) y con la espontaneidad vitalista[15]. Contrariamente, la pareja que “vive” hic et nunc enamorada, constituiría la epifanía del vitalismo. Incluso la institución del divorcio, como antes evidentemente el matrimonio, debería abolirse, puesto que conserva un residuo de legalidad y no permite el ejercicio pleno de la “libertad negativa”.

Por ello el Estado, entendido como comunidad política, es decir, como res publica, no debe prescribir nada. Su ordenamiento jurídico debería ser “neutral”, esto es, simplemente al servicio de las decisiones, de cualquier decisión, de la persona. Un ordenamiento jurídico que prescribiese el bien y prohibiese el mal (como por su naturaleza debe hacer) sería expresión de un Estado ético inaceptable, que no sería garante de la libertad, considerada como “negativa”, sino “represivo”, intolerante, totalitario. La verdad, como la justicia y el orden ético, no tendrían derecho de ciudadanía: aunque se admita que existen, no serían cognoscibles (como, por ejemplo, afirmó Rousseau)[16] y, en todo caso, si se conocieran, deberían ser “rechazados”, puesto que la democracia debe prevalecer (según algunas doctrinas hegemónicas, como ejemplo Rorty)[17] sobre la filosofía.  No es por casualidad que la doctrina política platónica se haya definido en su conjunto como totalitaria por quienes (por ejemplo Popper), por ello mismo, demuestran no haber leído entera y atentamente a Platón: el liberal no puede sino declarar apriorísticamente y por ello dogmáticamente su opción en favor de la sociedad “abierta”, esto es, en favor de una sociedad relativista y, en último término, nihilista.

 

4. Las observaciones hechas hasta ahora, aunque sean breves apuntes, permiten comprender que el vitalismo tiene una fuerza destructiva en 360º y que en él reside el alma más escondida (es decir, que representa la radicalidad) de la revolución gnóstica; de una revolución llevada al extremo y a la que todavía se permite afirmarse sin negarse a sí misma al mismo tiempo.

El vitalismo, por una parte, ha intentado (y gran parte lo ha conseguido) afirmarse transformando el significado mismo de la educación (esto es, afirmando que ésta solamente es tal cuando se identifica con la espontaneidad) y, por otra, haciendo de la educación un instrumento eficaz de instauración/expansión del mismo vitalismo. Así, ejemplo, los métodos pedagógicos elaborados sobre la base de las doctrinas de los ya citados Giovanni Gentile y Neil Postman son camino para un activismo/espontaneísmo que ha alcanzado su triunfo en la sociedad de nuestro tiempo. De ahí ha derivado el permisivismo absoluto como liberación de todo límite, criterio, forma y, sobre todo, de toda regla dictada por el orden ético y por la naturaleza del ser humano. De ahí ha derivado, consiguientemente, el primado de la voluntad sobre la racionalidad (entendida en sentido clásico). Y también el relativismo cultural, a la luz del cual es imposible, en último término, legitimar la misma educación y justificar la existencia de reglas sociales, incluso de las convencionales. Solamente el consentimiento (entendido como adhesión espontánea y no argumentada a un proyecto cualquiera) permitiría la acción educativa, hasta el punto de que algunos autores sostienen desde hace tiempo de modo absurdo que la patria potestad se ejerce sobre los hijos menores sobre la base de un implícito acto de delegación de éstos. Solamente este consentimiento consentiría el ejercicio del poder político, hasta el punto de que se ha afirmado que, puesto que la ley no es casi nunca compartida por la totalidad del cuerpo legislativo, quien disiente tendría el derecho de no cumplir el mandato de la misma ley, acogiendo así el nihilismo jurídico y poniendo las premisas para la anarquía. Sólo este consentimiento permitiría el ejercicio sea de la auctoritas (magisterio) que de la potestas (autoridad) en el interior de la Iglesia, puesto que ésta no sería una institución/fundación sino una simple asociación, rectius, una asociación elástica, esto es, sin reglas, y por lo mismo una asociación continuamente in fieri, permanentemente cambiante, sujeta a la sola y contingente voluntad de quienes se adhieren a ella en un determinado momento.

Aquí está la raíz, me parece, de muchas dificultades, conflictos diversos y tantas aporías de nuestro tiempo. Aquí se hallan también las causas de la fragmentación del hombre contemporáneo, engendrado por familias sin padres; de la decadencia de la sociedad occidental, cerrada a la pregunta por la verdad y, por ello, a la auténtica cultura; del intento de suicidio de la comunidad política capaz sólo, tras haber reclamado el poder de “crear” los valores (los valores de la modernidad), de garantizar la eutanasia de los valores verdaderos y las reglas justas; del asalto a la ciudadela de Dios (la Iglesia), considerada (y no sólo por los laicistas, sino también por diversos hombres de Iglesia) un residuo anacrónico de una civilización oscura condenada a desaparecer.

 

5. Las causas de un hecho son casi siempre múltiples y generalmente no simplificables. Puede ser un error, por tanto, reducirlas a un único factor. Sin embargo, en el caso de la actual emergencia educativa, que se presenta en la civilización occidental con características muy distintas respecto de las emergencias producidas en otros tiempos en contextos socioculturales circunscritos (piénsese, por ejemplo, en la crisis estadounidense de los años treinta del siglo pasado), puede afirmarse sin temor a ser desmentidos que ha sido causada principalmente por la Weltanschauung gnóstico-vitalista que está en el origen de muchas de las reformas sociales e institucionales contemporáneas, que a su vez han favorecido la difusión tanto de la gnosis como del vitalismo. La actual emergencia educativa es signo de una crisis epocal. Por eso impone una profundización radical de sus causas y el abandono del racionalismo y, en particular, de la gnosis vitalista.

El problema, por tanto, es sobre todo intelectual. Debe pensarse de nuevo sobre la cuestión filosófica del comienzo: es necesario, en otras palabras, reconsiderar si el hombre tiene el poder de “crear” las cosas y de ordenarlas a su gusto o si las cosas y su orden se imponen al pensamiento de aquél. En este contexto deben afrontarse después de modo particular las cuestiones de la naturaleza y del fin del hombre, de su vocación a la verdad y a la felicidad, de su orden ético por el que la libertad es indispensable aunque en lo atinente a su esencia no dependa de la libertad, de la educación necesariamente ordenada a la conquista (no nunca alcanzable del todo) de la perfección humana según finalidades objetivas y no opciones subjetivas.

El problema es, además, moral. Debe considerarse, de hecho, que la ética, por una parte, no se identifica con la autenticidad heideggeriana (a la que se refieren en general las doctrinas morales contemporáneas) y, por otra, que aquélla impone la educación de la voluntad. El hombre, para ser verdaderamente libre, no debe depender de sus pulsiones y deseos, sino que debe ser dueño de sí mismo y señor de sus propios instintos, sentimientos y actos.

El problema es, también, político-social. Debe considerarse, así, que la sociedad (en el sentido más amplio del término, esto es, las sociedades en plural) desempeña un papel fundamental en el proceso educativo. A tal fin debe considerarse, sobre todo, el puesto fundamental de la familia, que debe ser ayudada en esta tarea y sobre todo debe ser ayudada a reencontrarse a sí misma. Para ello es indispensable el ordenamiento jurídico (más aún, son indispensables los ordenamientos jurídicos), que ejerce también una función pedagógica.

El problema, finalmente, es también eclesial. Si la Iglesia es madre y maestra debe ejercer estos dos papeles conjuntamente: no puede ser madre sin ser maestra y, en cuanto maestra, es también madre. Sin embargo, es necesario ponerse de acuerdo sobre el significado de las palabras: el maestro no es tal si y en tanto que intérprete de las decisiones, de los deseos, de las elecciones de sus alumnos, sino en cuanto sabe hacerlos crecer en el saber y en el bien. Por tanto, también la Iglesia no es maestra en tanto que intérprete de las opiniones de las llamadas comunidades de base o porque eleve a síntesis unitaria la voluntad de las Iglesias particulares. Al contrario, son éstas las que alcanzan verdad y gracia de la única Iglesia fundada por Cristo. La madre, además, no es la que, porque comprende todo, concede y promueve todo, como ocurre hoy ante la promoción humana “leída” a la luz del vitalismo sobre el que se ha insistido. Al contrario, la madre es titular de una potestas que ejerce para el bien de los hijos y en vista del bien natural y objetivo de éstos. Por tanto, incluso en el interior de la Iglesia debe volver a pensarse el papel de la jerarquía y de la tarea de los fieles, según se interpretan y viven hoy generalmente, para poder afrontar la emergencia educativa.

 

6. Concluyendo, puede decirse en síntesis que la “creatividad” que se reclama en el pensamiento, las finanzas, la moral o la educación, y que ha llevado al rechazo absoluto de la individuación de toda certeza (incluso de la adquirida críticamente), ha conducido también al rechazo de la tradición: no hay nada que entregar, enseñar o aprender. En ningún campo. El educador contemporáneo, consciente o inconscientemente “hijo” de la cultura de la “contestación”, considera que tiene sólo la tarea de hacer preguntas (que nunca encontrarán respuesta), de estimular curiosidades (que no podrán apagarse), de favorecer la libre circulación de ideas (confundidas erróneamente con “representaciones” fantásticas y, por ello, con representaciones falsas de la realidad). La educación “creativa” debe rechazar la verdad, toda verdad, cuya conquista (aunque parcial) se considera integrismo, esto es, con las palabras de un director de un Liceo italiano, barbarie. Los mitos del mundo “nuevo”, denunciados por ejemplo, por Voegelin[18], continúan cultivándose.

Los resultados están a la vista de todos. La experiencia y la historia, sin embargo, no son siempre maestras de la vida: para tener experiencia y para aprender la historia es necesario poder ver, entender y atesorar las conquistas y los errores del pasado y del presente. Cosa imposible a quienes, como los locos, rechazan a priori la realidad.

 

[1] La autenticidad, entendida como epifanía del vitalismo, impondría –de hecho– abstenerse de toda intervención directa (por ejemplo, de presentar como un deber un determinado comportamiento) o indirecta (también la “presión” social o la costumbre representarían una modalidad “represiva”). El espontaneísmo, además, requeriría el rechazo de la mediación racional. En otras palabras, instintos y pulsiones deberían afirmarse sin la valoración racional del sujeto.

[2] Estas realidades, consideradas sociológicamente, son consideradas “espacios” del conflicto que comporta necesariamente el vitalismo y, por eso, no son ni comunidades naturales ni instituciones legitimadas a educar. Serían, más bien, “obstáculos” a la (llamada) “educación vitalista”, que –como quiera que sea– es por una parte prueba de una necesidad y por otra de una contradicción. Algunos autores se han ocupado de transformarlas a fin de hacerlas funcionales a la ideología irracionalista del vitalismo. La Iglesia, por ejemplo, ha sido reducida por algunos biblistas o teólogos contemporáneos a “movimiento”, cuya misión sería la de hacer surgir hombres libres dentro de su experiencia cultural y étnica. Para tales consideraciones, a este propósito, se remite a AA.VV., Eutanasia del Cattolicesimo?, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 1990, particularmente las págs. 75 y sigs.

[3] Entendiendo por tal lo que Hegel define magistralmente como libertad del querer “determinada en sí y por sí, porque no es otra cosa que el autodeterminarse (G.W.F. Hegel, Verlesungen über die Philosophie der Geschichte, trad. it. de G. Calogero y C. Facta, Florencia, La Nuova Italia, 1941, 1967 (V), vol. IV, págs. 197-198.

[4] La moral provisional de Descartes representa la vía de la disolución de la moral y, por tanto, de la premisa fundante de la educación. Para Descartes, en efecto, la decisión es (quizá) posible al fin de la vida. La vida, sin embargo, impone decidir primero y la condición de la educación reside en la posibilidad/legitimidad de esta decisión para la vida, no al término de la vida.

[5] McIntyre, como es sabido, haciendo de la tradición el criterio de la racionalidad, confunde la tradición con la costumbre y con la conservación y hace irracional la misma racionalidad (cfr. A. MacIntyre, Whose Justice? Which Rationaliy?, trad. it. de C. Calabi, vol. II, Milán, Anabasi, 1995, en particular págs. 173 y sigs.).

[6] Cfr. J.P. Sartre, L’être et le néant, trad. it. de G. Del Bo, Milán, Il Saggiatore, 1975, pág. 532. El pensamiento sartriano está gravado por una hipoteca idealista que aparece con toda evidencia si se considera la Fenomenología del Espíritu de Hegel y el Sumario de pedagogía come ciencia filosófica de Giovanni Gentile: para uno y otro el ser es sujeto y el sujeto es hacerse y su hacerse es el ser.

[7] Coherentemente la izquierda hegeliana hace vano al sujeto/individuo (ya sacrificado por Hegel, que lo había reducido a sujeto empírico producto del devenir histórico del sujeto), negándole la consistencia óntica.

[8] Cfr. V. Volkoff, Du Roi, trad. it., Nápoles, Guida, 1989, pág. 41.

[9] Según una hoy difundida y errónea opinión se considera que el Estado ético sea el creador de la ética (como sostuvieron, por ejemplo, aunque con explicaciones parcialmente diversas Rousseau y Hegel). No se entiende que el Estado deba ser ético en cuanto subordinado a la ética natural que él no crea sino que debe obedecer. Sobre el argumento, entre una vasta literatura, puede verse F. Olgiatti, Il concetto di giuridicità in San Tommaso d’Aquino, Milán, Vita e Pensiero, 1943, 1956 (IV), págs. 108 ss. No solo. Hoy está difundida la convicción de que el Estado ético, también el subordinado a la ética y no creador de la misma, representa la negación del Estado de derecho. Mejor: el Estado de derecho –se sostiene– estaría necesariamente en oposición a todo ordenamiento jurídico y a todo Estado que se inspirasen en la ética, en cuanto que el Estado de derecho coincidiría con el Estado garante del derecho a la absoluta autodeterminación. La tesis depende estrictamente de un modo ideológico de entender la libertad, la cual a su vez sería incompatible con el derecho.

[10] Remito para tales cuestiones a mi L’ordine politico-giuridico “modulare” del personalismo contemporaneo, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2007.

[11] Es fundamental para la comprensión del “sistema” gentiliano el ya citado Sommario di pedagogia come scienza filosofica, Bari, Laterza, 1912.

[12] Entre las obras de Neil Postman véase, a este propósito, el volumen N. Postman-Ch. Weingartner, Teaching as a Subversive Activity, trad. it. de D. Manno, Florencia, La Nuova Italia, 1973.

[13] En tal sentido algunos biblistas de nuestro tiempo sostienen que no existe una moral individual en el Decálogo, sino sólo una moral de relación con los demás.

[14] Cfr. D. Composta, La famiglia nella tempesta, Roma, Pontificia Università Urbaniana, 1987.

[15] Para la cuestión remito a mi ensayo “Della famiglia. Brevi considerazioni sulla sua essenza, sulle sue finalità e sulla principale causa della sua attuale decadenza”, en Dalla geometria legale-statualistica alla riscoperta del diritto e della politica, a cura di M. Ayuso, Madrid, Marcial Pons, 2006, págs. 207 y sigs.

[16] Cfr., J.J. Rousseau, Del contrato social, particularmente  libro II, capítulo V I.

[17] Cfr. R. Rorty, “La priorità della democrazia sulla filosofia”, en Filosofia ’86, G. Vattimo (ed.), Roma-Bari, Laterza, 1987.

[18] Cfr. E. Voegelin, Il mito del mondo nuovo, Milán, Rusconi, 1970.