Volver
  • Índice

La comunidad política, educadora. La educación política en la emergencia educativa

 

«II n’y aura jamais de bonne et solide constitution que celle ou
la Loi régnera sur les codeurs des citoyens : tant que la force
législative n’ira pas jusque-là, les lois seront toujours éludées.
Mais comment arriver aux cœurs?» J. J. Rousseau,
Considérations sur le gouvernement de Pologne, 1771, c. I

 

I.- La emergencia educativa y la doctrina católica: presentación

La emergencia educativa

1. Ha dicho Benedicto XVI, hace algo más de un año, que asistimos a “una gran ‘emergencia educativa’, confirmada por los fracasos que encuentran con demasiada frecuencia nuestros esfuerzos por formar persona sólidas, capaces de colaborar con los demás, y de dar un sentido a la propia vida”[1]. No es la emergencia de un sistema ni el defecto de una política estatal, sino un padecimiento que pone en aprietos al hombre en su más íntima naturaleza. No es la educación pública, tampoco la privada, las que se encuentran en situación de emergencia, sino la educación toda, la educación en cuanto formadora del ser humano. Vivimos una catástrofe que amenaza con la pérdida de la propia y misma humanitas.

¿Cuál es el papel que toca a la comunidad política en esta crisis? Éste será el tema de mi comunicación. Pero hay una pregunta previa que hacerse. ¿Qué podemos afirmar de lo que quepa a la comunidad política en esta crisis de la educación, desde la filosofía política católica?

La emergencia educativa y el catolicismo

2. Al decir “católica”, se afirma una concepción de la vida que difiere de la mundana, de las ideologías en boga y de las corrientes históricas de los siglos[2]. San Pablo es firme testigo de esa concepción: “Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado”[3]. Según explicó Benedicto XVI al presentar este texto, en el pensamiento paulino hay que partir“ del esquema de contraposición entre la sabiduría humana y la sabiduría divina”, contraposición que reclama de una superación del espíritu del mundo, pues “para conocer y comprender las cosas espirituales es preciso ser hombres y mujeres espirituales, porque si se es carnal, se recae inevitablemente en la necedad” . Esto es, y volviendo a San Pablo, por la carne no se es más que “docto” y “sutil razonador de este mundo”[4].

La directiva paulina es clara: a quienes se creen sabios según los criterios del mundo les manda “hacerse necios”, para llegar a ser verdaderamente sabios ante Dios[5]. En palabras de Benedicto XVI, “esta no es una actitud anti-intelectual, no es oposición a la ‘recta ratio’. San Pablo, siguiendo a Jesús, se opone a un tipo de soberbia intelectual en la que el hombre, aunque sepa mucho, pierde la sensibilidad por la verdad y la disponibilidad a abrirse a la novedad del obrar divino”[6].

No hay en la visión católica desprecio por el conocimiento humano, sino una elevación de éste a otro plano: “A San Pablo le interesa subrayar –y lo hace con claridad– qué es lo que vale realmente para la salvación y qué, en cambio, puede ocasionar división y ruina. El Apóstol –dice Benedicto XVI–, por tanto, denuncia el veneno de la falsa sabiduría, que es el orgullo humano. En efecto, no es el conocimiento en sí lo que puede hacer daño, sino la presunción, el ‘vanagloriarse’ de lo que se ha llegado –o se presume haber llegado– a conocer”[7].

3. Pues bien, está dicho ya: como católicos no podemos juzgar la emergencia educativa con las luces de la falsa sabiduría mundana, sino intentar exponerla a la luz de lo que Dios quiere de nosotros. Ha sido éste el fundamento –teológico y metafísico– de la doctrina católica según la enseñan sus padres, doctores y santos, la tradición y el magisterio[8].

Y como católicos hemos de apreciar también el papel educador de la comunidad política, pues, volviendo nuevamente a aquella carta en la que Benedicto XVI nos advierte sobre la emergencia educativa, el Santo Padre decía: “Ahora bien, la sociedad no es algo abstracto; al final, somos nosotros mismos, todos juntos, con las orientaciones, las reglas y los representantes que elegimos, aunque los papeles y las responsabilidades de cada uno sean diversos. Por tanto, se necesita la contribución de cada uno de nosotros, de cada persona, familia o grupo social, para que la sociedad, (…), llegue a crear un ambiente más favorable a la educación”[9].

Itinerario

4. En este pórtico a la cuestión que he de tratar, me queda únicamente presentar el itinerario que propongo seguir. Consideraré, en primer lugar y brevemente, lo que puede darse en llamar tarea educadora de la comunidad política en perspectiva tomista. En segundo lugar, escudriñaré las causas de la emergencia educativa en lo que atañe a la comunidad política; trataré de explicar por qué y cómo esa emergencia tiene su raíz en la educación política liberal, o, más extensamente, en la cultura política de la modernidad, que es la del Estado, el rey de los orgullosos, como le llama Hobbes[10]. Luego, me internaré en la recta comprensión de la comunidad política en su misión educadora, que es la clásica incrementada y mejorada por el catolicismo. Dejaré para el final algunas conclusiones.

 

II.- La comunidad política, educadora. Perspectiva tomista

Educación y virtud

5. Santo Tomás afirma que la educación consiste en la “conducción y promoción [de la prole] al estado perfecto de hombre en cuanto hombre, que es el estado de virtud”[11]. El concepto, conciso, expone que por educación debe entenderse hacer virtuoso al hombre, tanto en lo que tiene de natural como de sobre natural; es decir, tanto en lo que hace al fin próximo, la formación de hábitos morales e intelectuales, como en lo relativo a su fin último, la perfección del alma y del cuerpo en vistas a la vida bien aventurada[12].

La doctrina tradicional, de la que el magisterio pontificio es exponente fiel[13], enseña que por derecho natural la familia constituye la primera comunidad educadora; y que por derecho sobrenatural, es la Iglesia a la que compete la educación en la fe y las buenas costumbres[14]. Luego, la comunidad política no tiene, en principio, misión educadora alguna por derecho propio sino subsidiariamente, y en un doble alcance: primero, como auxilio, promoción, socorro, fomento y protección de aquellas sociedades natural o sobrenaturalmente llamadas a educar; y, ulteriormente, como sustitución o suplencia de estas sociedades –específicamente, de la familia– cuando ellas no puedan por sus propios medios cumplir con el fin al que están ordenadas[15]. Y lo mismo cabe decir de las sociedades intermedias en su plural diversidad: su papel es subsidiario también, no correspondiéndoles la educación como deber y función propios. Y esto vale inclusive para la educación política.

La educación política

6. Sin embargo, la afirmación tiene algunos matices. No se equivoca Kuhn cuando asegura que el modo como la comunidad política educa no es propiamente a través de prescripciones o instrucciones, sino por medio del ejemplo, pues “dejarse educar es tanto como imitar o seguir”[16]; y que en esta puesta del ejemplo como modelo, el Estado –nombre que él da a toda forma histórica de la comunidad política– suele jugar un papel más importante que la propia familia. Pues la comunidad política persigue como fin propio el bien común y éste incluye la vida virtuosa[17], además de una tarea que le compete casi exclusivamente: la paz, como condición o estado virtuoso de la comunidad política en la que se logra el bien común. Recuerda Santo Tomás que para que un pueblo viva bien se requieren tres cosas: que se constituya “en conformidad de paz”; que así unidos los hombres “sean encaminados al bien obrar”; y que para el buen vivir haya suficiencia de bienes[18].

Es cierto que el Aquinate se concentra en la virtud del gobernante político y que se refiere a las virtudes de la comunidad política como una consecuencia del obrar virtuoso del gobernante, pues la virtud posee una capacidad transitiva del agente al acto, perfecciona a quien la obra y a lo que éste obra. Tratar de la educación política como formación virtuosa de la comunidad política es considerar ambos extremos de la relación; cómo obra el gobernante y lo que así se conforma.

Además, por cierto, la comunidad política es comunidad de comunidades, pues ella se asienta en la vocación social y política de los hombres y en el entramado de comunidades naturales e históricas, universales y peculiares, en las que se comienza a formar a los h o m b res en las virtudes y sanas costumbres de la vida política[19], pero que no se acaba o completa, no se perfecciona sino en la comunidad política[20].

El bien común, virtud de virtudes

7. De la lectura del opúsculo del Doctor Angélico, Del gobierno de los príncipes, compuesto entre 1265 y 1267, dedicado al Rey de Chipre, se puede extraer una provechosa lección de lo que es la educación política, es decir, la misión de la comunidad política en tanto educadora.

La primera lección es que el bien común es, si vale la expresión, “virtud de virtudes”, pues como por él la comunidad política se ordena a la vida buena o virtuosa[21], la persecución del bien común promueve de modo ejemplar las virtudes en los ciudadanos. Afirma Santo Tomás que “si es propio de la virtud hacer que las obras del hombre sean buenas, bien se muestra que es mayor virtud aquella por la cual se hacen mayo res buenas obras. Mayor cosa es, pues, y más divina, el bien común que el bien particular”[22]. En este sentido el bien común es tanto la condición de la vida virtuosa cuanto su concreción, y, consiguientemente, una comunidad política ordenada al bien común es condición y realización de la ordenación de cada uno a su propio bien.

La ordenación al bien común es la suma de las virtudes, tanto de las morales como de las intelectuales, ya de la ciudad ya de los ciudadanos[23]. Entonces la segunda lección es que no hay vida buena, en lo que perfecta temporalmente pueda ser ésta, sino en la comunidad política, como ya había advertido Aristóteles contra Platón al comienzo de la Política: si los hombres se unen en la ciudad es para alcanzar “el extremo de toda suficiencia”, de modo que la comunidad política existe para “vivir bien”, no exclusivamente para vivir[24]. Fuera de la sociedad política, en las diversas sociedades humanas, el hombre puede adquirir muchas y variadas virtudes, pero éstas no se hacen plenas sino conviviendo políticamente. Y a ésta condición podríase llamar propiamente «libertad política», en sentido amplio, no estricto. Si el hombre es por naturaleza un animal político y si es libre en tanto cuanto puede decirse que es dueño de sus actos y causa de sí y se pertenece a sí mismo[25]; luego el hombre únicamente puede ser libre en la comunidad política que, tendiendo al bien común, hace posible la vida buena, la adquisición de las virtudes que nos hacen dueños de nosotros mismos y responsables de nuestros actos.

Plenitud política de las virtudes: justicia y amistad

8. Una tercera lección se extrae de la anterior: la comunidad política eleva y perfecciona ciertas virtudes que, no siendo estrictamente políticas, únicamente viviendo de modo político se vuelven plenas. Siguiendo a Santo Tomás pondré dos casos[26]. Uno es el de la justicia: no tan sólo porque el gobierno justo difiere sustancialmente del tiránico, dado que lo justo es lo opuesto a la voluntad o el capricho[27], sino en virtud de “la juridicidad”. Corresponde que la comunidad política “con sus leyes y preceptos, penas y premios, aparte de la maldad a sus súbditos y los mueva a las obras virtuosas”[28]. Que es lo mismo que afirmar que las leyes humanas han de promover la justicia y, por el ejemplo de ésta, mover prudentemente a los ciudadanos a la justicia y a las demás virtudes[29]. La justicia política es causa ejemplar de la vida virtuosa, pues procura y premia la vida buena y castiga y corrige el vicio y la maldad[30].

Otro caso es el de la amistad. Es cierto que esta virtud anida en la misma naturaleza social del hombre, como tendencia al bien del otro, pero esa natural amistad se sublima y perfecciona en la ciudad en tanto y cuanto somos llamados a perseguir y amar el bien del conjunto[31]. La tiranía se funda en el temor, mas el lazo de la comunidad política es el amor de amistad, que según Santo Tomás es la virtud que “junta y aúna los virtuosos y conserva y levanta la virtud, y es de quien todos tienen necesidad en cualquiera negocio que hayan de tratar, y la que oportunamente entra en las cosas prósperas y en las adversas no desampara a los hombres”[32]. Es decir, la amistad que nos permite compartir la dicha y la desdicha, se hace más perfecta en la comunidad política, es su mayor bien, afirma Aristóteles[33], y posibilita la concordia política, esto es, el acuerdo sobre aquellas cosas que constituyen los bienes e intereses comunes necesarios para la vida buena[34].

Las virtudes políticas: paz, unidad, patriotismo

9. En el texto del Aquinate hallo una cuarta lección: hay virtudes propiamente políticas, que solamente se alcanzan en la comunidad política, ya no en el sentido de que ésta haga posible la vida virtuosa de los ciudadanos, sino en el de que la comunidad política que tiende y logra el bien común, posee virtudes estrictamente políticas que redundan en beneficio de la misma comunidad y en provecho de los ciudadanos. Todas estas virtudes, que son como el corolario del recto gobierno y de la vida buena, se podrían reunir en una sola: la paz, según se dijo. Es que de acuerdo a Santo Tomás el bien y la salud de la muchedumbre consisten en “conservarse conforme y unido, que es lo que llamamos paz, y si ésta falta se pierde la utilidad de vivir en compañía”[35]. Luego, todo bien que mana de la comunidad política proviene de que en ella reina la paz.

La paz, como virtud política que enseña a ser pacífico a quienes gozan de una ciudad pacífica, puede ser mentada bajo el concepto de unidad. En efecto, Santo Tomás en el texto que continúa al pasaje citado dice que la principal intención del gobernante ha de ser ésta: “Procurar la unión que nace de la paz”[36]. La unidad es fruto de la paz y la mejor ciudad es la más unida[37], en el sentido de que reina la concordia y la amistad entre los ciudadanos. Por cierto que no se trata de la unidad platónica como comunidad plena, sino de una unidad en el sentido aristotélico, en la que se respeta la condición de parte de cada persona y la multiplicidad de bienes complementarios[38]; esto es, una unidad moral o unidad de orden como la llama Santo Tomás[39].

Pues ésta es la índole de la unidad política: es un orden porque, ordenados los ciudadanos al bien común, se ordenan también al bien particular. Pero el orden puede predicarse también en alguno de sus analogados, en primer lugar como “estabilidad” o “conservación” de la ciudad, ya que Santo Tomás dice –con un acento aristotélico irreprochable– que en la ciudad en la que reina la amistad “el Reino de los buenos Reyes es estable y permanente”, pues será difícil “que se perturbe el dominio del Príncipe, a quien el pueblo ama con tan común voluntad”[40].

Orden, además, en el sentido de “justa disposición y distribución”, “pues al bien común del pueblo se ordenan como a su fin cualesquiera bienes particulares que los hombres procuran, ahora sean riquezas, ahora ganancias, salud, facundia [elocuencia] o erudición”, de modo que el gobernante recto preside todos los oficios humanos y los ordena al bien común[41]. Lo que hace de la política la más digna de las ciencias prácticas, la ciencia arquitectónica a la que están ordenadas todas las demás ciencias “en cuanto al bien último y perfecto en las cosas humanas”[42]. Finalmente, orden en cuanto “seguridad” de los ciudadanos frente a los peligros interiores y exteriores[43].

10. Virtud política es el patriotismo, el amor a la patria como consumación de la amistad política y de la concordia, pero además como fruto de la virtud de la fortaleza y de la justicia que ordena todas las conductas humanas[44]. Y así, Tolomeo de Luca, en el opúsculo de Santo Tomás que estoy espigando, encuentra en el patriotismo un fundamento de justicia, porque el amor a la patria tiene “efectos que son para todos y se emplea en acciones útiles al pueblo, como Dios, que es causa útil de las cosas”; al igual que de amistad o caridad, “que antepone las cosas comunes a las propias y no las propias a las comunes”[45].

Finalmente no debe descartarse la riqueza material o, mejor dicho, la suficiencia de bienes, que para Santo Tomás es una condición necesaria y auxiliar a la buena vida y elemento indispensable del bien común. Sólo en la comunidad política los hombres aprenden a ser industriosos en la medida necesaria, justa, para la común subsistencia; por ello el Aquinate insiste que el bien común “requiere que por industria del gobierno haya suficiente copia [acopio] de las cosas que son necesarias para el buen vivir”[46].

Bien común y bienaventuranza eterna

11. Una quinta lección del opúsculo de Santo Tomás es que una comunidad política fundada en el bien común es, por añadidura, auxiliar precioso a la virtud de la bienaventuranza celestial. Si el fin último y supremo al que se ordena toda la vida humana es la bienaventuranza, la visión beatífica de Dios una vez pasemos de la existencia temporal, la comunidad política subsidiariamente colabora con la Iglesia a ello. “Porque la vida buena que en este siglo hacemos, tiene por fin la bienaventuranza celestial, le toca al oficio del Rey –afirma el Santo– procurar la vida buena de sus súbditos por los medios que más convengan, para que alcancen la celestial bienaventuranza”[47]. Bien entendido que a la comunidad política corresponde ordenar, por derecho propio, lo que sea conforme al vivir virtuoso; mas, en la medida que este virtuoso vivir es el camino al fin último del hombre, la comunidad política educa incluso religiosamente cuando dispone todo de tal manera que el hombre encuentre despejado el transitar temporal hacia su fin último: la fruición divina[48]. De otro modo la sociedad política frustraría la razón de existir de los hombres y haría imposible la felicidad, que sólo se sacia en Dios[49].

La prudencia política

12. No he mencionado hasta aquí, sino ocasionalmente, a la prudencia, de la que dijera Aristóteles es la virtud específica de la política, por la que se distingue al hombre bueno del buen ciudadano[50]. Al igual que el Filósofo, el Angélico afirma que la forma más perfecta y específica de la prudencia se da en la persona que, además de gobernarse a sí misma, tiene la función de regir a la comunidad política[51]. Luego, siendo el buen gobernante el ejemplo a imitar por los gobernados, éstos deben aprender la prudencia que corresponde a su condición, que no es otra que la obediencia a las leyes justas, no por el temor a la represión o castigo, sino por asunción de lo correcto, es decir, como acto moralmente libre de elección y decisión del bien[52].

Sostiene Santo Tomás la existencia de un nexo entre la prudencia y las virtudes en general: la prudencia política, para decidir el camino correcto, es preparada por las virtudes cardinales –justicia, templanza, fortaleza– que establecen las predisposiciones favorables al bien y la verdad, la rectitud del apetito; mas la prudencia política, recíprocamente, permea las virtudes, especialmente las cardinales, a las que les da su forma interior, proponiéndole el medio adecuado para que cumplan sus fines[53]. Con este alcance, la prudencia política es principal en la educación de los ciudadanos, porque ella conecta interiormente todas las virtudes, de modo tal que el desarrollo del discernimiento racional de la persona en orden al bien común, “sólo puede conseguirse, dada la conexión de las virtudes éticas, por una sólida educación moral”[54]. Y esto es obra de la prudencia, que impregna y satura de interés por el bien de la comunidad a las demás virtudes.

 

III.- La educación política en el Estado liberal

El Estado y la auctoritas docendi

13. El montaje del Estado liberal constituye literalmente el desmantelamiento de la comunidad política, el pasaje de lo natural a lo artificial, una desnaturalización que es presentada como verdadero acceso a lo humano. Lo primero que cambia es la misma comunidad política que adquiere la forma histórica del Estado, que por definición es poder de dominación constituido por los individuos[55]. La época del Estado subvierte la doctrina católica respecto de la comunidad política en todas y cada una de sus afirmaciones. Y en el tema que nos toca, según la precisa síntesis de Dalmacio Negro, usurpa la autoridad docente a sus propietarios: “El nuevo Estado se arrogó la auctoritas docendi, que correspondía tradicionalmente a la Iglesia, como parte esencial de la plenitudo iurisdictionis[56].

No poco de responsabilidad cabe al protestantismo en esta revolución. Heinrich von Trietschke, por caso, en su clásico libro sobre la política y el Estado, pone los derechos de éste a educar en pie de igualdad con la Iglesia y la familia, paridad que tiene que ver, por cierto, con la importancia que la Reforma protestante concedió al poder político por sobre la Iglesia: “Lutero declaró que el Estado y las comunidades seculares –asegura Trietschke– tenían el derecho y el deber de tomar a su cargo la educación popular.” Por este motivo la educación primaria o elemental se vuelve obligatoria, compulsiva, y el Estado puede recurrir a la fuerza para hacernos libres, “using force indeed, but to enforce freedom”[57]. Concepto que reproduce uno similar de Rousseau: la voluntad general, al forzarme a obedecerla, no hace sino obligarme a ser libre[58].

Individuo y Estado

14. Este poder docente apropiado por el Estado, substraído a las sociedades que natural o sobrenaturalmente están encargadas de educar, tiene en principio una orientación individualista. No se dirige a la formación del hombre (constituirlo en la virtud) sino a proporcionarle los medios para que se forme a sí mismo de manera libre y del modo como lo desee. John Stuart Mill en el ensayo Sobre la libertad argüía que “la única libertad que merece este nombre es la de buscar nuestro propio bien, por nuestro camino propio, en tanto no privemos a los demás del suyo o les pidamos esforzarse por conseguirlo”[59]. La consecuencia inmediata es la desaparición del bien común, de la virtud de las virtudes, entronizando en su lugar la libertad individual, que ya no dice de la virtud sino del deseo individual o, en palabras de Popper, “que cada uno disponga, si lo desea, del derecho a modelar su propia vida, en la medida que no interfiera con los deseos de los demás”[60].

Como intentaré demostrar, en este mismo propósito está la causa de las inevitables tensiones que desgarran al Estado, de su tolerancia y su intolerancia, su poderío y su flaqueza, su arrogancia totalitaria y su bonachona solidaridad. Y, en lo que nuestro tema se refiere, es la tensión entre la educación política para el individuo y una educación política para el Estado nación; es decir, la tensión entre dos todos.

Libertad liberal y libertad totalitaria

15. El paisaje de la educación política en la modernidad, por un lado, se simplifica, pues sólo el Estado se encarga formalmente de la formación del hombre en libertad; mas, por el otro, se dificulta y complica en extremo porque un entramado de hombres independientes y sin más norte que el que les fija su particular apetito, no constituye ya una sociedad, sino una anarquía andante. No existe, en tal supuesto, principio de ordenación como no sea el Estado mismo, al que los liberales deben recurrir indefectiblemente para modelar los futuros hombres libres haciéndolos compatibles con el nuevo desorden político y moral. De ello se dio cuenta el propio Mill que acabó señalando no sólo la conveniencia de que los electores fueran letrados sino también de que el Estado brindara una educación “liberal” compensatoria a los desfavorecidos para que accedieran a la plena ciudadanía[61].

¿Qué otra cosa quieren los Estados totalitarios? Desde la óptica de la educación política, y más allá de las modalidades históricas, el Estado liberal se distingue del totalitario por una cuestión de grado, pues el primero confía en los ilustrados y se ocupa de que los inferiores reciban de su mano las luces de que carecen, formando sus almas en las escuelas públicas, mientras que el segundo tiene como propósito expreso formar a todos en la ideología dominante con todos los medios de que dispone. Owen definía al socialismo del siguiente modo: “Un sistema nacional para la formación racional del carácter de la gran masa de la población”[62]. Unos y otros, liberales y socialistas, asumen que el hombre tiene una naturaleza maleable y que la libertad no es más que el aprendizaje de las reglas de la organización estatal, se basen en los derechos del individuo o en las relaciones mecánicas del sistema. El propósito no ha variado, ese aprendizaje político en el socialismo tiende finalmente a la libertad, el paso del reino de la necesidad al reino de la libertad, como aseguraban Marx y Lukács[63].

El eclipse de la virtud moral

16. Sea que la vida política tenga por objeto promover la libertad individual, sea que persiga una organización colectiva en la que la libertad será parida ulteriormente, el bien común ha desaparecido y con él el principal componente de la comunidad política, la vida buena o virtuosa. ¿Cómo apurar la virtud del ciudadano si el orden es ahora “una cuestión de procedimientos, de procesos”?[64]. Los procesos pueden ser virtuosos en un sentido análogo, por referencia al primer analogado: Dios, suma de toda virtud; o al segundo, el hombre virtuoso. ¿Cómo predicar la virtud del procedimiento cuando se ha renunciado a la virtud moral y a la bienaventuranza? No interesa ya que sean procesos sostenidos por hombres libres que están haciéndose en libertad o mantenidos a fuerza de la vigilancia policial estatal de la que brotará la libertad del conjunto, porque al proceso le es indiferente la virtud.

En Maquiavelo la virtud se ha reducido a virtù, a la capacidad del príncipe para la eficacia[65], para conseguir los objetivos políticos que necesariamente se deben alcanzar: la grandeza del Estado, que es la del mismo príncipe, que se logra por la conquista, el mantenimiento y el ensanchamiento del poder[66]. Maquiavelo señala el despegue de la política de la moral hasta el extremo de que la política engendra su propia moralidad centrada en los intereses del Estado; luego una educación política debe serlo en la verità effetuale della cosa, una verdad que carece de raíz en el ser, una verdad que se deja aprehender en el peso de la realidad inmediata e inmanente de los asuntos de Estado.

Habrá una educación para el príncipe o gobernante y otra para los gobernados, pero desprendidas de toda virtud, porque la virtù del político consiste en servir los intereses del Estado y la del ciudadano en amar el Estado, sus leyes y su constitución con independencia de que sus fines sean buenos o malos. Así, Montesquieu exalta la virtud republicana como el amor a la patria o a la igualdad, siendo virtud propiamente política, “no es virtud moral ni cristiana”[67]. La virtud política que las leyes enseñan es la frugalidad que implica la medianía de la fortuna lo mismo que la “mediocridad” de los talentos[68].

Hoy, estas indicaciones sobre el patriotismo florentino o el civismo republicano[69] parecen reliquias antropológicas frente a la ética humanitaria de la democracia, una ética vacía de virtudes, confinada a precisar un esquema de organización del poder que deje a los individuos en libertad de perseguir sus propios fines. Popper ha enseñado que esta ética requiere de tres cosas: la igualdad, es decir, la tolerancia con los tolerantes; el individualismo, que no es sino la supresión del dolor todo lo que sea posible; y la protección de la libertad, esto es, la lucha contra la tiranía[70]. La vida virtuosa no incumbe sino a quien quiera buscarla.

La nación y el nacionalismo

17. Ahora bien, todas estas teorías necesariamente confluyen en la afirmación de la neutralidad del Estado: establecido lo inmodificable, porque es constitutivo del Estado mismo (el viejo agreement on fundamentals), el Estado puede cobijar las más variadas concepciones de lo que significa lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto. Es como el caballo de Troya campando en el corazón del Estado. El conflicto ya había sido previsto por Rousseau con una condena de todo interés privado o sectorial en nombre de la voluntad general, es decir, de la voluntad del todo sobrepuesta y dominadora de las particularidades hasta su anulación. Al momento de dar una constitución, aconsejaba el ginebrino, “la primera regla a seguir es el carácter nacional”; luego, “hay que formar la nación para el gobierno”[71]. De modo que cada Estado inventa su nación[72].

En la imaginación de los seguidores de Rousseau, se trata de confiar al Estado la misión de crear lazos de obediencia e identidad con él, y a ello tiende la educación política. “La formación política –escribe Gablentz– debe ayudar a politizar a los hombres, a construir una nación de una masa de habitantes”[73]. El peligro que encierra es la xenofobia, incluso en la versión más individualista de un Estado creador de una autarquía pasional[74]; y la xenofobia es una educación política descentrada, porque pone el bien particular (el interés y la grandeza de la nación) por sobre el bien común. Está claro aquí que no hablamos de la nación en sentido tradicional[75], sino de la moderna nación política que se forma desde el Estado y para fines estatales, la nación revolucionaria que, por la educación estatal, cultiva ciudadanos comprometidos con los intereses del Estado (el interés nacional). Y no es raro que esta ideología haya sido la promotora del ciudadano armado, de la nación en armas y del ejército permanente. El Estado nacional suele verse arrastrado por el veneno del nacionalismo, al que indefectiblemente conduce la idea de soberanía.

La soberanía y el nacionalismo son factores determinantes del lugar prominente concedido al Estado en la educación ciudadana y de la derivación hacia una ética política como ética estatal[76]. El Estado todo lo puede en educación, la ley regula la materia, el orden y la forma de los estudios, según afirmaba Rousseau. “La educación es la que debe dar a las almas la forma nacional y dirigir de tal manera sus opiniones y sus gustos que lleguen a ser patriotas por inclinación, por pasión, por necesidad”[77].

Pluralismo y neutralidad

18. Sin embargo, la neutralidad de la democracia se ve acosada hoy día por un “pluralismo cosmovisivo” –como le llaman Habermas y Vattimo, entre otros– que pone en jaque la capacidad estatal de preservar el orden, de mantener la organización estatal incólume en el reino de la diversidad individual. En otros términos, la demanda de neutralidad exige del Estado tomar distancia de cada creencia, de cada sistema valorativo, de cada ideología, de cada concepción moral, de cada forma de vida, pero sin despegarse por completo de ellas, pues conforman el suelo nutricio en el que nacen los valores que sostienen el sistema[78]. Hoy no es posible volver a la solución de Rousseau, no sólo porque las naciones se han desintegrado a la par del Estado sino porque el principio nacional se vuelve exclusivo, fundamentalista. Luego, hay que buscar otros remedios.

Para algunos, se trata de dejar las cosas como están, porque la civilización ha alcanzado un estado tal que “ofrece la chance de realizar el reino del espíritu entendido como aligeramiento y ‘poetización’ de lo real”[79]; es decir, hemos llegado al fin de la historia, pero no en sentido económico-político, ni siquiera filosófico, sino espiritual, religioso. Para otros, en cambio, el peligro que representa la revolución de las identidades, las exigencias del comunitarismo y las demandas del multiculturalismo, reclama de una consolidación de las democracias a un nivel supraestatal, de una democracia cosmopolita que se afirme en el “patriotismo constitucional”[80] y de ese modo confirme la neutralidad del derecho a escala planetaria, el carácter abstracto (y por lo tanto flexible) de la ciudadanía. “La integración ética de grupos y subculturas con sus propias identidades colectivas –afirma Habermas– debe encontrarse, pues, desvinculada del nivel de la integración política, de carácter abstracto, que abarca a todos los ciudadanos en igual medida”[81]. Tanto a escala nacional-estatal como en el rango cosmopolita, la educación política es un vértice abstracto unitivo que cobija y fomenta diversidades integradas.

En el primer caso (Vattimo) no se trata sino de una indiferencia para con el bien humano agravada por una supina ignorancia sobre las religiones, a las que se quiere humillar secularizándolas, haciéndolas terrenales. En el segundo (Habermas), no se busca más que prolongar la ficción de un Estado como mero “continente” político en el cabe cualquier contenido[82]. Tanto uno como otro no hacen más que confirmar el carácter relativista de la educación política estatal.

Pluralismo y relativismo

19. Lo que enfrentamos, por el vacío que deja la virtud política, es el eterno relativismo ético y político. Friedrich lo pone en estos términos: “sabemos empíricamente que [la vida honesta] se trata de la vida de un tipo particular de comunidad en una época determinada”, es decir, una experiencia feliz del pasado, irrepetible. Hoy debemos contar con el pluralismo de creencias y de intereses; y en este contexto la educación política ha de tender a conseguir el “consenso” por el cual se legitiman los gobiernos[83]. Esto manda que “cualquiera que sea la encarnación particular de los valores humanos, cualesquiera que sean los principios racionales, los ritos, las preferencias o las costumbres mayo res, todas ellas han de ser tenidas en cuenta por la auténtica educación (formación)”[84]. Luego, la educación política debe ser pluralista, es decir, relativista.

La prescripción de Friedrich encierra una doble dificultad. La más evidente, de la que estoy tratando, es el relativismo: todo modo de vida es admisible a los ojos del Estado, toda opinión o creencia es tolerada por la legislación estatal; aún más, toda la diversidad en la que se manifiesta el pluralismo constituye la materia prima de la educación política, porque si la legitimidad del Estado se alimenta de ella, ningún diferente o diverso puede quedar fuera. Es como querer armar un rompecabezas con piezas proveniente de distintos juegos o descubrir formas reales en una pintura cubista. La otra dificultad que parece encubierta no es menos peligrosa: se trata de la confusión entre lo que legítimamente corresponde a las sociedades inferiores y a la Iglesia con lo que el Estado puede y debe procurar por medio de la educación. Cuando se legitima y autoriza que cualquier cosa trascienda de lo particular o social y se vuelque al ruedo del Estado, éste de inmediato despoja del derecho a educar a los cuerpos que por naturaleza poseen ese derecho. Luego, en el desgobierno de la educación pluralista gobierna el Estado en nombre del pluralismo radical, gobiernan la arbitrariedad y el totalitarismo[85].

El conformismo exegético

20. Tras este velo se esconde el verdadero entuerto, que Miguel Ayuso ha formulado bajo el concepto de “conformismo exegético”, que tomo prestado del derecho público a la filosofía política[86]. Es evidente que los Estados liberales viven fomentando una exégesis conformista, que aguza la defensa y protección del pluralismo y la heterogeneidad de los fines. Y ese fomento es riguroso e informal: hay una educación pública –que discurre por los carriles de la enseñanza digitada– que sólo gira en torno a los principios del régimen y a la práctica de los practicones –la escolarización para la ciudadanía democrática–, tanto como hay una opinión pública que no se aparta de lo políticamente correcto –unos medios democráticos que forman en la democracia–. Así, el conformismo exegético discurre paralelo a la “información deformante”, de la que hablase Marcel De Corte, que la opinión pública mediática crea y sostiene[87]. Y esto lo hace el propio Estado, al que se ha confiado la educación de los niños, los jóvenes y los hombres.

El resultado del conformismo exegético es el indiferentismo, es decir, la relevancia pública de cualquier opción subjetiva y de cualquiera demanda de reconocimiento de los valores subjetivos[88]; ese indiferentismo se traduce en la “mediocridad”, como explicó hace tiempo Tocqueville, de la que se enorgullecía Rousseau[89] y también, ya vimos, Montesquieu. Es la política del atontamiento, del adormecimiento de las inteligencias y de la quiebra de las voluntades, que esteriliza la oposición teórica y prácticamente: la política democrática contemporánea sólo permite la divergencia intestina, la que se da entre los demócratas, una oposición intrasistémica. Y esto responde a la lógica estatal y a una educación política separada de la educación moral. Dice Gablentz que el ciudadano democrático debe aprender a distinguir el mundo de la política del mundo del trabajo, el conflicto y la competencia de la cooperación. La política es el reino de los partidos y sin éstos no hay democracia. Más aún, la educación política está concebida para que los hombres se vuelvan miembros de un partido y aprovechen “toda oportunidad para actuar en la administración”[90]. Si se me apura, leyendo entre líneas, se diría que la educación política estatal forma partisanos con espíritu de burócratas, cortesanos[91].

La educación democrática

21. En cuanto a esta “educación democrática”, bueno es decirlo, en los hechos se reduce a una memoria constitucional que funciona como concreción normativa de la ideología y sirve de propedéutica a la “responsabilidad electoral”. En los últimos años esa “memoria” de la constitución estatal ha sido inflada con la repetición monocorde de un catálogo de derechos del hombre universal, que no es sino una propedéutica a la “responsabilidad cívica”. Es, como señala Cantero, una educación necesariamente laica[92], que se centra en lo que divide a una nación de otra, en la especificidad del orden político constitucional de cada Estado, aunque estas fronteras –en aras de una democracia cosmopolita– se vayan desdibujando cada vez más. A grandes trazos históricos, la educación democrática ha pasado de la confianza en la Ilustración a la confianza en el sistema. De la fe en el burgués, en los hombres bien formados, capaces de hacer la opinión y conducir el Estado con las luces de su saber exclusivo –que tiene mucho de masón, como ha demostrado Koselleck[93]–, hemos venido a la fe en el hombre común, el ciudadano raso y llano, servil al sistema, del que no puede escapar.

Nuevamente aquí hay ciertos pliegues, ya que esa democracia cacareada por el Estado puede unas veces concebirse como el epicentro de toda virtud –así en Rousseau– o bien como un marco para el desarrollo de la moralidad individual. Es cierto que en uno y otro caso el papel del Estado es capital –pues acaba finalmente creando los valores de los que la comunidad política vive–, pero mientras en el primero se afirma positivamente su rol ético, en el segundo suele concedérsele sólo una misión tuitiva de aquello que los individuos crean y piensan espontánea y libremente. Popper estaría dispuesto a decir que el diseño de Rousseau se asemeja más a una sociedad cerrada que a una sociedad abierta. En su lugar, preconiza Popper una sociedad en la que los hombres y sus pensamientos se hallan liberados de la tutela de la autoridad y del prejuicio, que “rechaza la autoridad absoluta de lo establecido” –mero hábito, tradición– y que se afirma en los valores “de la libertad, del sentimiento de humanidad y de la crítica racional”[94]. Es decir, volviendo a Friedrich, una sociedad que, en política, educa en el pensar por uno mismo, buscar nuevos caminos y discutir la autoridad[95].

La cuestión tiene asidero: la vertiente liberal totalitaria, al estilo de Rousseau, persigue una comunidad inventada a través de rituales y reglamentaciones que legitiman éticamente el poder absoluto del Estado; la vertiente liberal racionalista y crítica confía en la ética individualista e igualitaria como potencia legitimadora del poder estatal, que da lugar a una sociedad no menos inventada[96]. Mientras que Rousseau contiene la creación y la circulación del saber dentro de las regulaciones estatales en nombre de la nación, el liberalismo racionalista crítico apunta a la independencia de la ciencia, sin advertir que tiene su contracara: el Estado impondrá su control a la ciencia, de acuerdo a Hegel, cada vez que ésta pretenda contradecir las bases estatales de la legitimidad[97].

Del pluralismo a la inutilidad del Estado

22. Retomando el hilo del relativismo y del indiferentismo, pocos han advertido con la agudeza de Danilo Castellano que la propuesta, finalmente, conlleva “la absoluta inutilidad del Estado mismo”, pues no hay ningún criterio para lo público, aquello que justifica al Estado[98]. El Estado se reduciría a una abstracta integración de la diversidad, a una protección abstracta del pluralismo, abstracción que permitiría convertir cada particular opinión o creencia o modo de vida en fundamento de su propia legitimidad sin implicarse necesariamente con ellas, manteniéndose neutral.

El presupuesto de esta pretensión es abiertamente contradictorio. La capacidad de la democracia, sugiere Friedrich, para superar las divergencias radica en que sus procedimientos “estimulan un orden social pluralista”[99]. No se ve de qué manera lo que constituye la causa de las divergencias –un pluralismo nihilista– devenga método curativo de la enfermedad. Es como si se dijera que una sociedad pluralista necesita cada vez más de un mayo r pluralismo, porque en la enfermedad está la cura. Deberíamos pensar que, por el contrario, el orden pluralista no es verdadero orden sino anarquía institucionalizada y garantida por el Estado, que acabará en la disolución del propio Estado[100]. La democracia, en realidad, no es un orden, ni siquiera consensual, sino “una organización de sus divergencias”; luego no es posible llamarlo realmente orden, sino “desorden”[101]. El pluralismo es una suerte de “ágora estatal”, la plaza pública que tolera todas las diferencias; no es un mero rincón de la conciencia ni un nicho de la privacidad; es la verdadera soberanía de la opinión que realmente impera y, con su libertad absoluta, mina las bases del Estado sin que éste pueda sustraerse de su corrosiva acción[102]. Tal como la imaginaron los ilustrados, Rousseau, Bayle y tantos otros, la democracia es “una forma estatal para la cual se legaliza la guerra civil, bien que de modo puramente espiritual, y se convierte en fundamento de la legitimidad”[103].

La paz, en el Estado, es imposible. “Se trata –dice Marcel de Corte– de unir entre sí a los hombres partiendo de su misma desunión y manteniéndola intacta”[104]. Cualquiera sea el nombre que se le dé: democracia, personalismo, derechos humanos, pluralismo, justicia procedimental, etc., nos encontramos siempre, en palabras de Castellano, ante “la institucionalización del principio de la guerra”, pues el estado de naturaleza (su ficción) subsiste al interior del Estado que se convierte en procurador de la anarquía, en garante de la guerra[105].

Democracia, sí; filosofía, no

23. Previo a entrar en la parte final, quiero abordar otras dos consideraciones. La primera de ellas tiene que ver con la secuela del pragmatismo procedimental, esto es, del convencionalismo, que niega el ser y las esencias. Para el pragmatismo, la autonomía individual o social es la regla y su derivación es la educación para la libertad[106], pues parte de la premisa de que “el hombre es el autor soberano –de hecho y derecho– del mundo humano”; y de otra ulterior, que “la democracia pone en obra y en escena esta soberanía humana”[107]. Es cierto que al silogismo le falta la conclusión, aunque ella pueda inferirse sin dificultad alguna: la prioridad de la democracia sobre la filosofía, del devenir sobre el ser, de lo subjetivo sobre lo objetivo, del derecho personal sobre la justicia –es decir, sobre el derecho–; etc...

Castellano ha llamado acertadamente la atención sobre esta tesis del finado Richard Rorty[108], que no es sino la confirmación de la soberanía individual y de la democracia como sistema que la favorece. Si el Iluminismo, dice Rorty, consideró que para fundar las instituciones políticas había que dejar de lado ciertos temas teológicos, corresponde hoy, para mantener ese propósito, dejar de lado algunas cuestiones fundamentales de la filosofía, tales como “las que se refieren a una naturaleza humana ahistórica, a la naturaleza de la personalidad, a la razón del comportamiento moral y al significado de la vida humana”. Y ello, porque resultan irrelevantes a la democracia, pues la filosofía, con sus planteamientos sobre la naturaleza humana, intenta cumplir el papel que otrora llenara la teología; esto es: ocupar el centro de la discusión con sus teorías sobre el hombre, ya no sobre Dios, como si la democracia necesitase de una autoridad distinta del consenso, del acuerdo interindividual[109]. En coincidencia con John Rawls, el planteo de Rorty pareciera un giro de tuerca dentro del liberalismo, pues este post-liberalismo entiende privilegiar el interés público (la democracia y/o la justicia procedimental) y deja librado a cada uno su interés particular; la persona se deconstruye (para emplear la terminología de Jacques Derrida) y solamente adquiere relevancia como ciudadano democrático; y es como tal que debe contar pues la libertad está por encima de la perfección[110].

El giro, no obstante y a pesar de Rorty, es filosófico y no político: aquel individuo al que otrora se considerara un todo en sí mismo, ahora se lo quiere ver como abstractamente indeterminado, como un sujeto más allá de la historia, pero a la vez determinado por la educación y la situación histórica, lo que es todo un contrasentido[111]. Decir que la persona es un “nexo de creencias y deseos carentes de centro”, pero que están “condicionados históricamente”[112], es caer en similar abstracción que la de los primeros liberales: en ambos la clave es la libertad como autonomía o autodeterminación, con la diferencia que éstos pensaban al individuo emergiendo en la sociedad liberal de las brumas del absolutismo; los de hoy consideran al individuo como ciudadano de las democracias liberales hodiernas. En ambos se separa la justicia y la política de la moral, con independencia de los artilugios sofísticos o retóricos a los que se recurra; se desconecta lo jurídico de lo justo, y se privatiza lo moral.

La república kantiana y las virtudes

24. No otro fue el propósito kantiano: pergeñar unas instituciones republicanas que conservasen validez y estabilidad a pesar de las preferencias individuales y las tendencias egoístas de la naturaleza humana: “No es la moralidad la que condiciona una buena constitución –escribía Kant–, sino al contrario: una buena constitución dará como resultado la formación moral del pueblo”[113]. Si se ha seguido mi desarrollo hasta aquí, se advertirá que la tesis de Kant no es ni más ni menos que la propuesta de Rousseau, que a su vez se remonta a Hobbes y a Locke, entre otros. Pues como la perfección moral es ahora una cuestión individual, es indiferente que se considere al individuo como un todo moral o que se afirme, con Rorty, que la persona no tiene esencia, que no tiene cent ro, que debe disolverse el yo metafísico en el yo político[114].

Y no es necesario abrevar en las fuentes de las que se alimentan estos filósofos para coincidir con ellos. Por caso, Hans Buccheim, un filósofo católico, nos propone una ética vacía, de corte personalista, que se sobrepuja en una política encaminada al reconocimiento –por lo tanto, no hay educación política sino personalismo, es decir, autodeterminación–, una política que se legitima porque reconoce libertades y derechos –por lo tanto, una política descentrada, apartada del bien común–, que reduce la prudencia a un cálculo de utilidades (el beneficio que obtengo dejando libre a los demás)[115]. La única diferencia notable es que para Buccheim el Estado se vuelve inútil para brindar educación política, pues si no hay verdad sino verdades individuales, si no hay un bien moral sino heterogeneidad de fines morales, el Estado no podrá establecer lo correcto y lo incorrecto y deberá “respetar la conciencia extraviada lo mismo que la bien informad a”[116].

Consecuencias de la educación política estatal

25. De lo que llevamos dicho sobre la educación política bajo el imperio de la estatalidad, podemos ahora hacer un rápido resumen. Destruido el bien común, ha desaparecido la virtud de las virtudes que sostiene la tarea educadora de la comunidad política. La justicia se ha descompuesto en procedimientos de reconocimiento de derechos y libertades, de identidades y deseos; su trono es ocupado por la democracia y la función distributiva atiende ahora únicamente a las demandas, a los reclamos, a las exigencias, sin considerar ninguna otra clase de mérito.

Porque el presupuesto del Estado moderno es la enemistad natural de los hombres, en él es imposible la amistad política; en su lugar se instala el contrato, el pacto de no agresión, temporal y contingente, hasta que la ofensa se restablezca y vuelva el Estado a interceder para pactar. Luego, en este contexto de agudo pluralismo, la estabilidad política es un estado infrecuente, una condición frágil nunca duradera, porque tampoco es querida. Del mismo modo, es imposible pensar en la unidad como virtud política, pues no hay centro común en torno al cual ser convocados; por el contrario, hoy se celebra la desunión con el lema “viva la diferencia”, los derechos de los diferentes y la igualdad para los desiguales. Ya se dijo, la paz es así imposible.

El Estado ha ido demoliendo una a una las virtudes que la comunidad política podía practicar. Quedan nada más que dos: el patriotismo, deformado por el nacionalismo, e identificado casi exclusivamente con la guerra, como si ésta fuera la forma verdadera de amor entre compatriotas; y las riquezas temporales, el universo de la economía, que funciona como resorte pacificador en las repúblicas comerciales, ya que satisface módicamente el egoísmo y distrae la mirada de las cuestiones políticas.

Y, como colofón, la educación política que brindaban las comunidades naturales e históricas, también ha declinado, según la observación de Marcel de Corte, y ya no pueden cumplir su misión formadora ni su tarea moderadora del poder político[117].

El Estado y la transfiguración de la bienaventuranza

26. Falta, por último, una consideración sobre la añadidura que promete el bien común. No menor es el problema del fin sobrenatural de la vida humana en el Estado moderno, pues, paradójicamente, cuando el liberalismo pareciera haber puesto la libertad de conciencia en la base de las libertades individuales, esa libertad acaba plasmándose no tanto en la intimidad de la persona como en las redes del poder estatal.

Es la contradicción que Hegel ha enseñado como nadie[118]. A diferencia de la religión, que mira a la intención del sujeto, el derecho que impone el Estado no tiene en cuenta la disposición con la que se lo cumple. En este sentido, vista la religión desde el Estado, ella es un asunto privado y cada uno puede ser “bienaventurado a su manera”; pero, anidando la religión en lo más hondo de la conciencia individual, tiende a manifestarse en comunidades eclesiales; es decir, se exterioriza. El Estado –que es indiferente respecto de las conciencias– debería permanecer neutral ante las iglesias, ejerciendo una “tolerancia de indiferencia”, porque su interés no está depositado en el contenido de las creencias religiosas; mas la realidad de las iglesias no puede pasarle inadvertida. Cuando el reino de la interioridad se exterioriza, pone de manifiesto lo que el Estado ha escondido: que los principios de la conciencia son “un momento esencial en el Estado real”, porque “e l Estado es voluntad divina como Espíritu presente y que se despliega en la forma real y la organización del mundo”.

Luego, es inevitable la contradicción entre el bien abstracto, subjetivo, de la religión, y el bien determinado y objetivo del Estado; si la religión llegase a dominar el Estado, lo objetivo se diluiría en lo subjetivo, la verdad en la fantasía, el mundo en la fe. La dialéctica impone que, cuando la doctrina religiosa sale al mundo en forma de iglesia, generándose un terreno en el que la autoridad política y la religiosa son concomitantes y compiten por la obediencia, el Estado debe imponerse, tomando bajo su protección “a la verdad objetiva y a los principios de la vida moral”, haciendo valer a las iglesias el derecho del Estado como conciencia, convicción y pensamiento de la verdad objetiva.

27. La solución hegeliana perfecta es la separación de la Iglesia y del Estado, pero ello depende más de las iglesias que del Estado[119]; la solución práctica, del mundo, es la Iglesia estatal, la religión del Estado, pues la verdad absoluta que late en la misma conciencia es, también, la base del Estado. Es cierto que la religión administra la “verdad absoluta”, pero la relación que a ella pertenece es a la verdad como “sentimiento, fantasía, fe”; como tal, es una idea indeterminada y puede generar conflicto con una “idea determinada”, con los principios del Estado-mundo. Forzosamente es al Estado a quien corresponde resolver por el derecho, impulsando la unidad de sentimiento y de principios, “unidad unida a la existencia particular”, es decir, a la diferencia que adquiere en la forma de la conciencia.

Helmut Kuhn percibe claramente que la fe luterana de Hegel concluye en una “subjetivación de la teología” y en una “teologización del Estado”; y que si algo de cristianismo queda en él, guarda mucha semejanza a la concepción atea (y calvinista) de la religión civil de Rousseau[120]. Es normal, y jurídico, que el Estado tome en sus manos la educación religiosa, aunque sea de una religión ecuménica, universal, racional, inmanente y mundana[121]. El círculo aquí se completa: el Estado acaba siendo, muchas veces a pesar suyo y contra los postulados que le presiden, pero siempre en cumplimiento de su lógica interna, el propietario y dispensador de la virtud de la bienaventuranza.

 

IV.- La recuperación de la comunidad política educadora

La disolución del orden político en el Estado: la necromancia política

28. En verdad, la educación que ejerce la comunidad política, en una perspectiva católica, difiere de la concepción estatal en boga porque las atribuciones del Estado son contrarias al orden natural y no resisten un análisis desde el principio de subsidiariedad ni desde el principio de bien común[122].

Hay que comenzar por repudiar la disolución del orden político en el Estado, esto es, la idea de que el Estado puede hacer de los hombres lo que quiera según los planes y los fines que se le asignan. Giuseppe Ferrari advirtió que para los ideólogos de la razón de Estado, el catecismo de la naturaleza no es el catecismo de la moral. Si de acuerdo a la naturaleza, “la persona es menos que un átomo; su conciencia se nos escapa, su voluntad es un capricho, sus facultades son gérmenes que la naturaleza prodiga por miríadas”; en el mundo de la moral que crea el Estado, en cambio, el hombre es redimido, y “entonces, a los fieles que le ofrecerán milagros, el átomo vuelto Dios sabe darles la ilusión de que son libres, la fuerza de creerse sobre humanos”[123]. Esta separación entre naturaleza y comunidad política no puede sostenerse, porque es el presupuesto del poder omnímodo del Estado. El mismo Ferrari enseña que, dada la disociación entre la política y la naturaleza, los gobernantes se sienten capaces de establecer una especie de “necromancia social” para producir a voluntad los hombres que desean[124].

Difícilmente puede mantenerse el cometido educador de la comunidad política si no existe un orden en la persona y en la sociedad, si todo orden no es más que la voluntaria expresión de las necesidades humanas en un mundo sin quicio. “Todo lo que el hombre experimenta como existente lo experimenta como cambiante. “Inmutable”, “permanente” y “absoluto” son términos que no corresponden a ninguna experiencia humana”[125]. La afirmación de Friedrich, que sería rubricada hoy por la ideología reinante, es del tipo de aquellas que expulsan toda noción de bien y aceptan únicamente los intereses particulares en perpetua re n ovación: el pluralismo. Frente a la filosofía de la contingencia, que no tiene más destino que el pragmatismo, es indispensable recuperar la metafísica del orden y del bien, que se puede alcanzar con sólo trasponer el umbral sensorial –la experiencia– y adentrarnos en el concepto, el ser y el ente.

La relación fundamental

29 Deberíamos decir, además, con Aristóteles, que la comunidad política no hace a los hombres sino que los toma de la naturaleza[126]; si el Estado no los fabrica, la educación política no puede ser una fábrica de hombres según el modelo estatal, porque el Estado no produce a los hombres que viven en él, los toma de las familias, las aldeas, los municipios y las ciudades, los gremios, las asociaciones y los clubes, la Iglesia, etc. Para decirlo con Marcel de Corte: “el ser humano surge en un mundo físico, metafísico social, político y religioso, que él no hizo, y con el cual entra en contacto inmediato desde el mismo momento de su nacimiento y a lo largo de toda su vida. Esta relación fundamental constituye al hombre. Es anterior a todo conocimiento y a toda actividad”[127].

En ese ambiente, y desde él, es como el hombre se integra conscientemente a la comunidad política; ésta continúa y prolonga la educación política que naturalmente todo hombre recibe en aquellas comunidades, con el fin de perfeccionarla en el modo superior de realizar y amar el bien común.

Educación política católica y educación política clásica

30. ¿Cómo salir del encierro del Estado educador? Al rechazar la educación política estatal hay que evitar el error de identificar la formación política católica con la clásica, más allá de lo que en común poseen. En el catolicismo, la vida humana está marcada por la convivencia de dos ciudades que, con algunas correcciones y/o matices, podría traducirse en la convivencia entre la comunidad política, dotada de poder, que tiende al bien común natural, temporal; y la Iglesia, que posee autoridad, y persigue el bien común sobrenatural, de naturaleza transpolítico. La comunidad política educadora no tiene sentido más que como parte del conocimiento y la práctica del bien natural y del sobrenatural; es decir, ella no puede educar si no es consciente del bien humano en sentido pleno.

Por sus fines la educación católica, en apariencia, se asemejaría a la clásica, pues la vida buena es la finalidad de la paideia; sin embargo difieren en tanto que el hombre bueno, virtuoso, no es única o principalmente ciudadano, sino que posee una vida espiritual que trasciende la terrenal y política, por lo que no toda la formación humana está confiada a la polis ni se da en ella.

Según la clásica obra de Jaeger, la educación en la polis “consiste en la educación de los individuos según la forma de la comunidad”, de lo que se sigue una “estricta subordinación de lo individual a la totalidad” que incluye al culto y la religión, ya que ambos afianzan “sus raíces en lo más profundo del suelo social y político”[128]. Por un imperfecto conocimiento de Dios, puramente natural, los griegos no poseyeron un acabado conocimiento del hombre y no pudieron descubrir su destino trascendente; la inmanencia de la existencia humana resulta en la afirmación de los dioses de la polis y en la absorción por ésta de toda la vida humana y, por ende, de la educación.

Los límites de la ortodoxia política

31. El cristianismo corrige doblemente la enseñanza clásica, pues la pertenencia a una sociedad trascendente ilumina la vida terrestre. “No por él mismo, sino por mediación divina –afirma Kuhn–, experimenta el hombre lo que es y lo que le aprovecha y, en consecuencia, también conforme a qué principios puede emprenderse una vida comunitaria”[129]. La bienaventuranza celestial, queda dicho, no pertenece al Estado como fin propio; a la comunidad política no corresponde formar fieles y encargarse por sí del bien que le trasciende. La educación en el fin último del h o m b re no es fin del Estado sino que éste coexiste con él y a su respecto solamente puede ser cooperador.

Cuando los clásicos afirmaban que la paideia debía ser en los principios del régimen político[130], daban por sentado que la polis o la civitas implican la “vida buena” como fin de la comunidad política[131]. La política –ya lo dije– toma al hombre de la naturaleza; ella no hace al hombre, que no es maleable a su antojo, sino que le perfecciona, “de suerte que es lo noble y no lo brutal lo que ha de representar el principal papel” en la educación de la polis[132]. En otros términos: la necesidad de una “ortodoxia política” no exime de la ortodoxia; el énfasis, entonces, no puede ponerse únicamente en lo político[133], según la crítica aristotélica a los lacedemonios: su paideia, orientada a un único fin, la guerra, descuidaba el fin de la ciudad, que es la vida mejor[134].

La banalidad del mal y la irrelevancia del bien

32. La educación en general, incluso la política, se justifica en la imperfección humana. “El hombre no nace en posesión actual de todas sus perfecciones”, sostiene Calderón Bouchet, lo que plantea la necesidad de una formación que lo lleve “a la completa posesión de sí mismo y al uso acabado de sus facultades”. Luego, se impone el ejercicio de la autoridad docente, “capaz de dar unidad al esfuerzo en mancomún y ordenarlo a la plena consecución de su fin”[135]. Naturaleza y educación, como dijera Marcel de Corte, “son las causas complementarias de la vida en sociedad”[136]. A este propósito la comunidad política, auxiliando a la familia, a los grupos naturales y la Iglesia, sirve poniendo lo suyo para el cuidado de las costumbres y la consecución del bien común[137].

Desde luego que esta tesis refuta las teorías de la futilidad del mal y de la educación puramente negativa. “Lo moralmente malo –escribió Kant– posee el don, inseparable de su naturaleza, de estar en contradicción consigo mismo; su principio, especialmente en relación a otras influencias viciosas, frustra su propio efecto natural; y así deja sitio al principio moral del bien”[138]. Si así fuere, o bien la educación en las virtudes carece de sentido, o bien cabría dar razón a Rousseau cuando enseñaba que toda la buena educación debía ser negativa: “Impedid la formación de vicios, habréis hecho bastante a favor de la virtud”[139]. Si el mal es anodino y fútil, no hay que preocuparse por desarraigarlo; siendo efímero, se esfuma bajo la ley y deja paso al bien; mas como éste es también fútil, insustancial, no merece ser procurado. Luego, el mal y el bien, el vicio y la virtud, son irrelevantes políticamente hablando.

No sólo hay aquí una mala filosofía –pues se concede al mal un carácter sustancial del que carece[140]– sino una mala ética, centrada no en la promoción del bien sino en la evitación del mal, como si el bien brotará espontáneamente de la naturaleza humana (Rousseau) o surgiera caprichosamente del poder compensatorio de los vicios (Kant). Lógicamente, ambas tendencias confluyen en una mala educación política, de raíz permisiva aunque formalmente negativa. No basta a la educación política la conciencia del mal, es indispensable el conocimiento del bien, lo que importa la necesaria afirmación de un orden del ser.

La recuperación de la política de su banalización

33. Es en este sentido que la educación por la comunidad política reclama el restablecimiento de la política como ciencia arquitectónica, en la tradición de Aristóteles y Santo Tomás[141], un saber prudencial que contradice la ideología de la sociedad abierta apoyada en el convencionalismo. No puede haber recto gobierno si no hay conocimiento del supremo bien; sólo así la política es el arte de formar y conservar la comunidad política, en relación a las demás sociedades particulares, impartiendo la justicia que permite el equilibrio en vista del bien[142].

Si estamos de acuerdo en ello, habremos pues de descartar ciertas enseñanzas que, con el propósito de apartarnos de la política prepotente de la ideología totalitaria, tienden a presentárnosla con ojos más modestos, escépticos hasta la frivolidad. Así, Michael Oakeshott, que tan agudas reflexiones nos ha obsequiado en cuestiones de filosofía política, cuando diserta sobre la educación política[143], hace profesión de un displicente modernismo. De acuerdo a sus lecciones, no debemos partir del orden del ser, de lo que la política es, sino del movimiento, entendiendo la política como una actividad, como una tanta entre otras; no hay que preguntarse por los fines pues o son extraños a la política (le vienen de las ideologías) o la política es indiferente a los fines. Ella consiste únicamente en el navegar, mantener a flote la nave; es decir, existir, moverse, no hundirse[144]. La opción es por Hobbes, no por Santo Tomás: la política es devenir, andar, no hace referencia al orden del ser, los fines no le competen, más que a r reglar lo que importe a la generalidad[145]; y éste es un fin inmanente, inherente, en el que el derecho natural no tiene parte. Luego, la educación política no pasa más que del aprendizaje del modo de vida política de un pueblo, de su tradición; cualquier otra cosa es ideología; y no es una educación sistemática, sino azarosa, se la aprende viviendo, siendo parte, es decir, moviéndose al ritmo que el barco se mueve[146].

En el esfuerzo por arrancar la pasión del suelo de la política, Oakeshott nos explica la política como conducta tradicional, como rutina de conservación de un grupo cualquiera. En ello no tiene parte el bien y tampoco se menciona la virtud. Ahora bien, excluida la virtud (moral) de la convivencia política, queda eliminado el bien (común) como fin de la política y ya no es posible educar al ciudadano, proponerle la vida buena; porque si los hombres se han asociado es para vivir bien. Lo contrario, como explica Aristóteles, es reconocer que habría sociedad entre aquellos que no son libres, como los animales, lo que es contradictorio pues en tanto que no pueden elegir su vida no pueden participar de la felicidad[147]; o, más radicalmente, según la sentencia de San Agustín, excluidas la justicia y las virtudes de la ciudad, ¿qué la diferencia de una banda de asaltantes, de los magna latrocinia?[148].

 El restablecimiento de la justicia como virtud

34. Sólo la restauración de la justicia en su dimensión ética[149] permitirá salir de la política como técnica al servicio del poder y del totalitarismo estatal[150]; lo primero, por la reposición de la praxis política ya anunciada, la política como saber arquitectónico del orden de la convivencia en atención a la vida buena; lo segundo, por la recuperación de las pluralidades sociales que dan forma y tono a una comunidad orgánica, en la que la política no se concentra exclusivamente en el Estado ni éste es entendido como la política en suma.

Luego, es posible concebir otra educación política; una educación política que es servicial al orden y a su principio: el bien común. En este sentido, hay que insistir en el absurdo de un Estado que no se constituye sobre la justicia, que se desvía hacia fines particulares o que fuerza a vivir en la inmoralidad o, aún más grave, en la impiedad. Si así fuese, no cabe más que la santa indiferencia que San Agustín proclamaba frente a los gobiernos de su tiempo[151]. Porque la justicia, parte esencial del bien común, no es negociable ni se convierte en consenso cuando, saliendo de la metafísica, entramos en la política, como erróneamente plantea Pöltner[152]. El bien común no se diluye en los entresijos de la negociación política, más bien debe presidirla, pues todo acuerdo versa sobre lo bueno para la comunidad política. En tanto que el bien común no brota espontáneamente con sólo evitar el mal, debe ser procurado y la comunidad política debe educar en él. El “consenso” no lo suple.

La educación política, siendo tarea de la comunidad política en su plural constitución, no es monopolio del Estado sino que corre por diferentes torrentes sociales y comunitarios. “La experiencia prueba –afirma Marcel de Corte– que, sin la protección viva de unos usos y costumbres en las sociedades naturales, el individuo no tiene derecho alguno que le sea inmediata y espontáneamente reconocido”[153]. Restablecer esas comunidades naturales, educadoras en los buenos hábitos de la convivencia, es una acción prioritaria, el primer paso a la rehabilitación de una verdadera educación política[154]. Y esto corresponde a la justicia legal: negar el aporte de las comunidades naturales e históricas al bien común, es una injusticia.

Advierto contra una tendencia que cobra cuerpo y que afirma la idea de la “sociedad educadora”[155], como una adaptación a los cambios operados a consecuencia de la globalización económica, de la revolución mediático-comunicativa y de las transformaciones del Estado, que atentan contra el modelo estatal de la escolarización. Y advierto en su contra porque el planteo posee los mismos defectos de la educación en manos del Estado. En primer lugar, sólo se sabe dar un diagnóstico de la crisis educativa, pero no se atina a encontrar firmes soluciones, únicamente tanteos y vagas generalizaciones. En segundo lugar, porque hay demasiada imprecisión en cuanto al concepto de sociedad y al de la llamada “responsabilidad social colectiva” ante la educación, aunque generalmente se menta por sociedad un sucedáneo o un complemento del Estado, nunca o rara vez a las comunidades naturales e históricas, menos todavía a la Iglesia. En tercer término, porque no existe ningún fundamento ético más que la democracia pluralista, el humanitarismo o el personalismo, con lo que se acabará por repetir el mismo trance disolutorio que la educación política padeció bajo el Estado, agravado ahora por el expreso reconocimiento de la ética de la liberación, de la filosofía constructivista y deconstructivista de la postmodernidad[156], que acaba en el personalismo modular, sólo que modulado por esa “sociedad educadora”.

 

V.- Apuntaciones finales

La ley y la educación política

35. Uno de los mayores inconvenientes actuales para una recta educación por la comunidad política está en la desvirtuación de la ley, pues en raras ocasiones puede afirmarse de ella que sea el dictamen racional de la autoridad legítima ordenado (imperando) al bien común, como enseñaba Santo Tomás[157]. En nuestros días pasa por ley la opinión particular de un parlamento incapacitado de ordenar y corregir en el caótico océano del pluralismo. Ante la defección del Estado, cada vez más cobra fuerza de ley la opinión mediática, que sigue la moda y sufre de falta de autoridad, por ser efímera y fugaz[158]. La ley se ha privatizado, no es más que una opinión entre otras, la opinión del débil poder o la de los medios poderosos.

Me parece una verdad, a esta altura de nuestro trabajo, que hoy no se educa políticamente, que el ejemplo y la conducta han cedido frente al discurso y la imagen políticamente correctos. Basta a mirar a nuestros políticos, basta con oírles, para volvernos a la sociedad y descubrir en ésta un reflejo de lo que ellos son y de lo que ellos dicen y representan. De unos y de otros puede predicarse una distancia que va del discurso y la imagen al ejemplo, distancia que no puede ocupar el vacío dejado por la ética de bien, como ha dicho Miguel Ayuso, y que inhibe al Estado en sus reclamos de sacrificios o de solidaridad a los ciudadanos y le vuelve inútil para dirigir, ordenar o corregir[159].

¿Cómo restablecer el carácter educativo de la convivencia política? Creo que lo primero es retomar la perspectiva tomista que enunciara al comienzo y aquello que le sirve de fundamento: la doctrina del bien humano y, en particular, del bien común que por su carácter difusivo es condición de la virtud de los ciudadanos, es decir, es condición de la educación política, de la promoción de la vida virtuosa de los ciudadanos. Y ésta es tarea de la ley.

 La recta doctrina de la ley

36. El modo específico a través del cual el gobierno concurre a la educación política es el de las leyes. Por eso, anteriormente (cf. §8), sostuve que la juridicidad era la peculiar contribución de la comunidad política a la vida buena. Danilo Castellano ha sintetizado esta enseñanza y me limitaré a recordarla y comentarla[160].

Sostiene Castellano que la ley estatal, antes que fuerza que constriñe a la obediencia, es un instrumento para la tradición de un patrimonio moral y, en este sentido, concurre a la conservación o a la creación de las costumbres. Es cierto que la ley humana no es la ley moral, pero contiene prescripciones éticas que le vienen de su fin, de su ordenación al bien común; esas leyes comunican el patrimonio de verdad, pasándolo y confiándolo de generación en generación[161]. Para que llenen su cometido educador, es necesario que las leyes sean justas, estables, imparcialmente respetadas, coherentes o no contradictorias, nunca permisivas o laxas, y tampoco demagógicas. La ley ha de ser fruto de la prudencia del gobernante[162]; no tiene una función meramente negativa sino imperativa. En la medida que garantiza, con el orden jurídico-político positivo, el orden natural, la ley protege y procura el bien; y la sola obediencia es ya un paso en la educación política de los ciudadanos[163], aunque más perfecta sea la libre obediencia, la obediencia del prudente, como se ha dicho (cf. §12).

Esta es la función propedéutica de la ley, “que el obrar en el que el sujeto se inicia por deber –afirma Cruz Prados–, alcance en ese sujeto su plenitud, al convertirse en un obrar por inclinación o connaturalidad”[164]. La educación política auxilia y confirma la educación ética; también la eleva y perfecciona, pues siendo el h o m b re naturalmente un animal político, el hombre bueno y el buen ciudadano sólo se hacen tales en la comunidad política, aunque su fin último exceda a ésta[165].

 La virtud del gobernante

37. Quien legítimamente gobierna no está excluido de las exigencias (y beneficios) de la vida virtuosa; es obligado primario a ella, porque de otro modo es difícil educar en la virtud a los ciudadanos. Se lee en Santo Tomás que “virtud es lo que hace bueno al poseedor y buena su obra”[166]. Si se quiere una comunidad política educada virtuosamente, exijamos gobernantes virtuosos, pues su bondad se traspasa a la comunidad que rige.

Sin gobernantes ejemplares la educación política se vuelve penosa. La bondad del poder público posee una rigurosa correspondencia con la bondad de los ciudadanos: sin bondad en el gobernante no hay bondad en el gobernado[167]. Porque el gobernante, como enseña Santo Tomás, es quien conduce la comunidad política, como el alma al cuerpo o como Dios al mundo. Es por ello que debe conocer su oficio, ser celoso guardián de la justicia con la que juzgará a su comunidad, además de manso, “teniendo a cada uno de los que están debajo de su gobierno por propios miembros suyos”[168], es decir, por partes y no por enemigos, partícipes, en principio, del bien común y no susbtractores de los beneficios ni subversivos de la concordia política[169]. Deberá entender que gobernar es servir, que el poder político le es dado en oficio de servicio “a la buena institución del pueblo”, la que consiste en “tener solicitud y cuidado de mejorar siempre las cosas, lo cual se consigue si en lo que ha hecho hay algo desordenado y se corrige; si faltando algo, se suple; y si algo pudiendo hacerse mejor, lo procura perfeccionar”[170].

 La ley moral y su añadidura

38. En todo caso, para que el gobernante recobre el recto concepto de gobierno y se repare la tarea educadora que tiene la comunidad política, debe primero procurarse una recuperación de la moral; pero como el desarme moral no ha venido sino del “previo desmoronamiento religioso”, según el juicio de Ayuso, habrá que concluir que únicamente “reconociendo [el Estado] como constitutivo interno de la sociedad civil su subordinación a ley moral y su dimensión religiosa es posible hacer frente a las exigencias del bien común”[171]. En cuanto a lo primero, es nuestra tarea exigirlo y procurarlo por los medios a nuestro alcance. En cuanto a lo segundo, hay una mayor complejidad.

Con la modernidad ha ganado una forma de educación liberacionista que trasmite al hombre un saber existencialista cómodo a una vida puramente terrenal. Mas, como una verdadera educación política no absorbe ni mutila al hombre, ella ha de educarlo en la trascendencia, en tanto que toda sociedad política se sabe efímera aún en su bondad ontológica. En ello, comparte con la Iglesia la tarea. Corresponde a la Iglesia, ante el fracaso de la comunidad política, reivindicar con vigor la dimensión religiosa de la vida política y avocarse a incorporar la religión verdadera en los prospectos de la formación política.

 

[1] Benedicto XVI, Carta a la diócesis y a la ciudad de Roma sobre la tarea urgente de la educación, 21 de enero de 2008.

[2] Acerca de las posibilidades de una filosofía política católica, cf. F. D. Wilhelmsen, Los saberes políticos, Barcelona, 2006, c. 3.

[3] 1 Co 2, 11-12.

[4] Benedicto XVI, Discurso a los profesores y alumnos de las universidades eclesiásticas pontificias y ateneos de Roma, 30 de octubre de 2008. Cf. 1 Co 1, 20.

[5] 1 Co 3, 18.

[6] Benedicto XVI, Discurso a los profesores…, cit.

[7] Ídem, ibídem.

[8] Concluía Benedicto XVI el citado discurso con estas palabras: “El ‘pensamiento de Cristo’, que por gracia hemos recibido, nos purifica de la falsa sabiduría. Y este ‘pensamiento de Cristo’ lo acogemos a través de la Iglesia y en la Iglesia, dejándonos llevar por el río de su tradición viva”.

[9] Benedicto XVI, Carta a la diócesis…, cit.

[10] T. Hobbes, Leviathan [1651], IIª parte, cap. XVII, en The English works of..., London, 1839, vol. III, pág. 307.

[11] S. Th., Suppl., q. 41, a. 1.

[12] E. Cantero Núñez, Educación y enseñanza: estatismo o libertad, Madrid, 1979, págs. 27-28.

[13] En especial, Pío XI, Enc. Divini illius Magistri, 1929.

[14] Cantero Núñez, Educación y enseñanza: estatismo o libertad, cit., págs. 29-45.

[15] Cantero Núñez, Educación y enseñanza: estatismo o libertad, cit., págs. 45-52.

[16] H. Kuhn, El Estado, Barcelona, 1979, págs. 248-249.

[17] Santo Tomás, Del gobierno de los príncipes, I, I.

[18] Del gobierno de los príncipes, I, XV.

[19] M. de Corte, “La educación política”, en Verbo, Madrid, N.º 59 (1967), págs. 635 y sigs.

[20] Con la expresión “comunidad política”, entonces, me refiero primero al «todo moral unido» que forma un pueblo en vista del bien común, pero también, análogamente, a las partes constitutivas de ese todo, a las plurales sociedades y comunidades en las que se expresa la natural tendencia humana. He aquí una diferencia con el texto de De Corte, citado en la nota anterior, pues el de él se centra principalmente en la educación política en la comunidad política pluralmente formada; el mío lo hará en la comunidad política como todo. Ambos son, pues, complementarios y coinciden en la des-educación política por el Estado.

[21] Del gobierno de los príncipes, I, XIV: “El fin que un pueblo junto tiene es vivir conforme a la virtud, porque para lo que se congregan los hombres es para vivir bien juntamente, lo cual no podrá alcanzar cada uno viviendo de por sí solo”.

[22] Del gobierno de los príncipes, I, IX.

[23] Del gobierno de los príncipes, I, XIV.

[24] Aristóteles, Política, 1252b.

[25] Santo Tomás, C. G., II, 47 y 48; S. Th., II-II, q. 50, a. 2.

[26] Que podrían ampliarse a la veracidad y la magnanimidad, entre otras, pero de las que el Santo no habla en este texto.

[27] Del gobierno de los príncipes, I, III.

[28] Del gobierno de los príncipes, I, XV.

[29] S. Th., I-II, q. 96, a. 2 y 3.

[30] J. Pieper, The four cardinal virtues, New York, 1965, págs. 70 y sigs.

[31] B. de Jouvenel, La soberanía, Madrid, 1957, págs. 218-220 y 229 y sigs.

[32] Del gobierno de los príncipes, I, X.

[33] Política, 1262b.

[34] Cf. F. A. Lamas, La concordia política, Buenos Aires, 1975.

[35] Del gobierno de los príncipes, I, II.

[36] Del gobierno de los príncipes, I, II.

[37] Del gobierno de los príncipes, I, I.

[38] Política, II, 1-5, la crítica a Platón. Dice bien G. Pöltner, “Pluralismo y unidad. La relevancia práctica de la idea metafísica de participación”, Anuario Filosófico, XXXVI/1-2 (2003), pág. 214, que “el afán político por la unidad sólo es auténtico cuando se convierte de igual manera en preocupación por la pluralidad”.

[39] R. Calderón Bouchet, Sobre las causas del orden político, Buenos Aires, 1976, págs. 102-109.

[40] Del gobierno de los príncipes, I, X.

[41] Del gobierno de los príncipes, I, XV.

[42] In Pol., Proemium, § 7; Aristóteles, Política, 1282b.

[43] Del gobierno de los príncipes, I, XV.

[44] Pieper, The four cardinal virtues, cit., pág. 125.

[45] Del gobierno de los príncipes, III, IV.

[46] Del gobierno de los príncipes, I, XV.

[47] Del gobierno de los príncipes, I, XV.

[48] Del gobierno de los príncipes, I, XIV.

[49] Del gobierno de los príncipes, I, VIII.

[50] Política, 1276b-1277b.

[51] Santo Tomás, S. Th., II-II, q. 50, a. 1; y a. 2; Aristóteles, Et. Nic., 1141b.

[52] L. E. Palacios, La prudencia política, 4.ª ed., Madrid, 1978, págs. 33-38.

[53] Cf. Palacios, La prudencia política, cit., págs. 73-75 y 113-118; y Pieper, The four cardinal virtues, cit., pág. 124. La orientación de la prudencia consiste en determinar no el fin, sino el justo medio para alcanzar el fin: “No pertenece a la prudencia fijar el fin de las virtudes morales, sino sólo disponer de aquellas cosas que miran al fin.” S. Th., II-II, q. 47, a. 6.

[54] Palacios, La prudencia política, cit., pág. 33.

[55] De Corte, “La educación política”, cit., pág. 652: “El Estado moderno es el lugar geométrico de las voluntades de poder que se han de manifestar infaliblemente en toda disociedad”. Cf. G. H. Sabine, “The concept of the state as power”, The Philosophical Review, Vol. 29, N.º 4 (Jul., 1920), págs. 301-318; y Max Weber, “La política como vocación” [1919], en El político y el científico, Madrid, 1988, págs. 82-85 y 92.

[56] D. Negro Pavón, La tradición liberal y el Estado, Madrid, 1995, pág. 194.

[57] H. von Trietschke, Politics, New York, 1916, v. I, c. XI, págs. 363-369.

[58] J. J. Rousseau, Du contrat social [1762], l. I, c. VII, en The political writings of…, Cambridge, 1915, v. II, pág. 36

[59] J. S. Mill, On liberty [1859], en Essays on politics and society, Toronto and Buffalo, 1977, v. I, pág. 226.

[60] K. R. Popper, La sociedad abierta y sus enemigos [1945], Buenos Aires, 1985, v. I, pág. 164.

[61] J. S. Mill, Considerations on representative government [1861], en Essays on politics and society, cit., v. II, c. VIII, XII, XIV.

[62] R. Owen, New View of Society [1813], cit. en pág. Bravo Gala (ed.), Socialismo premarxista, 2.ª ed., Madrid, 1998, pág. 114.

[63] G. Lukács, Historia y conciencia de clase [1922], La Habana, 1970, pág. 312. Explicando el sentido de la frase estampada en el Anti-Duhring, de Engels, dice que ser libre “implica una subordinación consciente a esa voluntad de conjunto que tiene por vocación dar realmente vida a esa libertad real (…). Esta voluntad de conjunto conciente es el partido comunista”.

[64] C. J. Friedrich, El hombre y el Estado, Madrid, 1968, pág. 381.

[65] N. Maquiavelo, El príncipe [1517], c. VI, VII, VIII.

[66] “N. Maquiavelo a F. Vettori”, 10 de diciembre de 1513, en L. A. Arocena (ed.), Cartas privadas de Nicolás Maquiavelo, Buenos Aires, 1979, págs. 114-120.

[67] Montesquieu, Del espíritu de las leyes [1748], advertencia.

[68] Montesquieu, Del espíritu de las leyes, cit., l. V, c. III y IV.

[69] Dejo constancia al pasar, porque escapa a mi tema, que existe una amplia bibliografía que partiendo de los estudios históricos de Pocock trata de recuperar y actualizar ese republicanismo.

[70] Popper, La sociedad abierta y sus enemigos, cit., v. I, págs. 100 y 235.

[71] J. J. Rousseau, Projet de constitution pour la Corse [1765], en The political writings of…, cit., v. II, págs. 319 y 307.

[72] Los nacionalismos sin nación, que refiere De Corte, “La educación política”, cit., pág. 646.

[73] O. H. von der Gablentz, Introducción a la ciencia política, Barcelona, 1974, pág. 463.

[74] P. Manent, Curso de filosofía política, Buenos Aires, 2003, pág. 70.

[75] La nación no como populus sino como gens, es decir, “la comunidad política en general en cuanto se la considera aparte y distinta de las demás”; distinción que pasa “por el estilo vital que ha plasmado su tradición lentamente forjada en el curso de los siglos”, según enseña F. Elías de Tejada y Spínola, Historia de la literatura política de las Españas, Madrid, 1991, t. I, págs. 122, 131 y 144-145.

[76] Negro Pavón, La tradición liberal y el Estado, cit., págs. 186-187

[77] J. J. Rousseau, Considérations sur le gouvernement de Pologne [1771], en The political writings of…, cit., v. II, c. IV, pág. 437.

[78] Cf. J. Habermas, “¿Fundamentos prepolíticos del Estado democrático de derecho?”, en Entre naturalismo y religión, Barcelona, 2006, c. 4; y G. Vattimo, Después de la Cristiandad, Buenos Aires, 2004, c. 1 y 6. Se recordará que este problema motivó el encuentro entre Habermas y el por entonces Cardenal Ratzinger, que he considerado en J. F. Segovia, “El diálogo entre Joseph Ratzinger y Jürgen Habermas y el problema del derecho natural católico”, Verbo, N.º 457-458 (agosto-septiembre-octubre 2007), págs. 631-670.

[79] Vattimo, Después de la Cristiandad, cit., pág. 70.

[80] J. Habermas, “La lucha por el reconocimiento en el Estado democrático de derecho”, en La inclusión del otro, Barcelona, 1999, c. 6.

[81] Habermas, “La lucha por el reconocimiento en el Estado democrático de derecho”, cit., pág. 213.

[82] He criticado esta propuesta en J. F. Segovia, Habermas y la democracia deliberativa. Una “utopía” tardomoderna, Madrid, 2008, c. 6.

[83] Friedrich, El hombre y el Estado, cit., pág. 658.

[84] Friedrich, El hombre y el Estado, cit., pág. 661.

[85] Pöltner, “Pluralismo y unidad… cit.”, pág. 215 dice bien que un pluralismo radical que excluye la comunidad como antítesis de la unidad totalitaria, se vuelve totalitario o se convierte en arbitrariedad. “Una pluralidad radical está sometida a la dialéctica del totalitarismo y la arbitrariedad”.

[86] M. Ayuso, ¿Después del Leviathan? Sobre el Estado y su signo, Speiro, Madrid, 1996, pág. 103.

[87] Ayuso, ¿Después del Leviathan? … cit., pág. 152.

[88] Cf. J. F. Segovia, “La force de conviction de la loi et la proposition”, en Catholica, N.º 103 (en prensa).

[89] Rousseau, Projet de constitution pour la Corse, cit., pág. 332, augura, a los corsos que sigan sus consejos, un “état heureux dans sa médiocrité, respectable dans sa simplicité”.

[90] von der Gablentz, Introducción a la ciencia política, cit., págs. 462-463.

[91] Ya lo vio M. de Corte, “La educación política”, cit., pág. 656.

[92] Cantero Núñez, Educación y enseñanza: estatismo o libertad, cit., págs. 158-161. De lo que siempre se enorgullecen los liberales. W. E. H. Lecky, Democracy and liberty [1896], Indianapolis, 1981, v. II, pág. 53: “Por largo tiempo el Estado no ha sido parte directa en la educación. Si ahora él equipa a los jóvenes para la batalla práctica de la vida, hace un buen trabajo, aún cuando deje el cuidado de las cuestiones religiosas, en las que los hombre están profundamente divididos, al hogar, a la Iglesia y a la escuela dominical”.

[93] R. Koselleck, Crítica y crisis del mundo burgués, Madrid, 1965, parte 2, c. III, IV y V.

[94] Popper, La sociedad abierta y sus enemigos, cit., pág. 12. Los socialistas no están tan lejos de este buen liberal. Escribe Julián Besteiro que sólo en la medida que “penetre el espíritu crítico y a la vez constructivo de la ciencia, podrá el socialismo ponerse en condiciones de dar satisfacción a los anhelos más profundamente arraigados en el alma humana y convertir en realidad ideales en otro caso inasequibles”. Marxismo y antimarxismo, Madrid, 1935, pág. 29.

[95] Friedrich, El hombre y el Estado, cit., pág. 661.

[96] Y toda sociedad inventada según los moldes de la maquinaria estatal es una “disociedad”, usando la expresión de De Corte, “La educación política”, cit., págs. 642, 643, etc.

[97] Hegel, Filosofía del derecho, § 270.

[98] D. Castellano, La verità della politica, Napoli, 2002, págs. 39-40.

[99] Friedrich, El hombre y el Estado, cit., pág. 667.

[100] D. Castellano, La razionalitá della politica, Napoli, 1993, págs. 35 y 43.

[101] Lo admite Friedrich, El hombre y el Estado, cit., pág. 378: “Para un orden dinámico de gran alcance es tan importante que los conflictos surjan como que el desorden resultante sea considerado expresivo del único factor más importante en la vida de una comunidad política: el continuo crecimiento y transformación de sus valores, intereses y creencias”.

[102] En efecto, como explica Pöltner, “Pluralismo y unidad… cit.”, págs. 216-217, el pluralismo radicalizado niega siquiera un “consenso mínimo” y habría derecho a disentir del consenso mínimo y es absurdo hablar de él. La idea de un pluralismo radical es lo mismo que la de una “constelación eventual de un pulso de fuerzas plurales abandonadas a sí mismas”.

[103] Koselleck, Crítica y crisis del mundo burgués, cit., págs. 202-203.

[104] De Corte, “La educación política”, cit., pág. 647.

[105] Tesis capital del autor que se reitera en casi todos sus escritos. Cf. Castellano, La razionalità della politica, cit., págs. 35, 43, 125, 145; L’ordine della politica, Napoli, 1997, págs. 18, 25-26, 32, 37; La veritá della politica, cit., págs. 9, 23-24, 29, 33, 38- 40; Racionalismo y derechos humanos, Madrid, 2004, págs. 25-27, 82-85, 113, 139-140; L’ordine politico-giuridico “modulare” del personalismo contemporaneo, Napoli, 2007, págs. 10, 14-15, 17-18, 67-68, 73, 105-106, 115-116; etc.

[106] Cantero Núñez, Educación y enseñanza: estatismo o libertad, cit., pág. 200.

[107] Manent, Curso de filosofía política, cit., pág. 12.

[108] Castellano, La veritá della politica, cit., pág. 72.

[109] R. Rorty, “La prioridad de la democracia sobre la filosofía”, en G. Vattimo (comp.), La secularización de la filosofía, Barcelona, 1992, págs. 36-39.

[110] Rorty, “La prioridad de la democracia sobre la filosofía”, cit., pág. 42. Para quien quisiere seguir las pistas que aquí sólo se dibujan a mano alzada, véase de J. Derrida, Márgenes de la filosofía, Madrid, 1994; de J. Rawls, Teoría de la justicia, Buenos Aires, 1993, especialmente la Tercera Parte; y de R. Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad, Barcelona, 1991, en especial la Primera Parte.

[111] Cf. Rorty, “La prioridad de la democracia sobre la filosofía”, cit., págs. 42-43 y el texto de las notas 16, 19, 20 y 31.

[112] Rorty, “La prioridad de la democracia sobre la filosofía”, cit., págs. 46, 47, 48, 55, 56, 57.

[113] I. Kant, Perpetual peace. A philosophical essay [1795], London, 1917, págs. 153-154.

[114] Rorty, “La prioridad de la democracia sobre la filosofía”, cit., pág. 57.

[115] H. Buccheim, Política y poder, Barcelona, 1983, págs. 17, 26-27 y 94.

[116] Buccheim, Política y poder, cit., pág. 101.

[117] De Corte, “La educación política”, cit., págs. 644 y sigs.

[118] Hegel, Filosofía del derecho, § 270.

[119] Esto es, depende de que las iglesias espontáneamente reconozcan la superioridad del Estado.

[120] Kuhn, El Estado, cit., págs. 276-278. Cf. J. J. Rousseau, Du contrat social [1762], l. IV, c. VIII, en The political writings of..., cit., v. II, págs. 124 y sigs.

[121] Cf. De Corte, “La educación política”, cit., pág. 650. “Considerada en sí misma –dice Lecky, Democracy and liberty, cit., v. II, págs. 51-52–, la educación meramente secular como sistema estatal de ningún modo es irracional ni irreligiosa. Significa simplemente que el Estado, que es esencialmente un organismo laico [lay body], asume durante algunas horas del día la instrucción de los jóvenes en ciertas materias seculares que los hombres de todos los credos y partidos consideran que son altamente importantes para sus intereses temporales”.

[122] D. Castellano, “Lo Stato e l’educazione del cittadino”, en La razionalità della politica, cit., págs. 57-58.

[123] J. Ferrari, Histoire de la raison d’État, Paris, 1860, pág. 392.

[124] Ferrari, Histoire de la raison d’ État, cit., pág. 375: “Pussent commander aux événements et former une sorte de nécromancie sociale pour produire de grands hommes à volonté ou des révolutions à loisir”. El concepto es semejante al propuesto por M. de Corte: “Rehacer la obra de los Seis Días y hacer un nuevo Adán, construir un nuevo Paraíso terrenal, he aquí el trabajo de Sísifo, en el que el hombre desde ahora está comprometido. Ya no obtiene sus ideas induciéndolas del mundo. Engendra al mundo partiendo de la idea que de él se hace”. De Corte, “La educación política”, cit., pág. 645.

[125] Friedrich, El hombre y el Estado, cit., pág. 72. Precisamente una sociedad asentada en lo inmutable es una sociedad cerrada, primitiva o tribal, totalitaria, lo opuesto a la sociedad abierta, moderna y democrática. Popper, La sociedad abierta y sus enemigos, cit., I, págs. 15-19, 167-195, passim.

[126] Aristóteles, Política, 1258a.

[127] De Corte, “La educación política”, cit., pág. 644.

[128] W. Jaeger, Paideia, México, 1985, págs. 12-15. Cf. especialmente l. III, c. IX.

[129] Kuhn, El Estado, cit., pág. 273.

[130] Aristóteles, Política, 1260b, 1337a.

[131] Aristóteles, Política, 1337a.

[132] Aristóteles, Política, 1338b.

[133] Ayuso, ¿Después del Leviathan?, cit., págs. 121-122.

[134] Aristóteles, Política, 1333b.

[135] Calderón Bouchet, Sobre las causas del orden político, cit., pág. 152.

[136] De Corte, “La educación política”, cit., pág. 636.

[137] De Jouvenel, La soberanía, cit., pág. 73: “La Providencia ha dispuesto al hombre para recibir influencias de otros hombres; sin este don seríamos ineducables e inadaptables (…) El don complementario es la capacidad incitadora, la autoridad”.

[138] Kant, Perpetual peace, cit., pág. 180.

[139] Rousseau, Considérations sur le gouvernement de Pologne, cit., c. IV, v. II, pág. 439.

[140] Vale recordar que el mal no existe en esencia pues es solamente la privación de una perfección. Santo Tomás de Aquino, C. G., I, 39 y 71.

[141] Aristóteles, Política, 1282b. Santo Tomás de Aquino, In Pol., Proemium, § 8. Cf. Palacios, La prudencia política, cit., págs. 31-32 y 113-118.

[142] Castellano, L’ordine della politica, cit., pág. 172; La veritá della politica, cit., pág. 42.

[143] M. Oakeshott, “Political education”, en Rationalism in politics and other essays, New York, 1962, págs. 111-136. Hay versión en castellano: El racionalismo en política y otros ensayos, México, 2000, págs. 54-77.

[144] Oakeshott, “Political education”, pág. 127 (págs. 67-68 de la ed. castellana).

[145] Oakeshott, “Political education”, pág. 112 ( págs. 56-57 de la ed. castellana).

[146] Oakeshott, “Political education”, págs. 127-130 (págs. 69-71 de la ed. castellana).

[147] Aristóteles, Política, 1280a-1280b.

[148] De Civitas Dei, IV, 4. Cf. también la refutación de la definición ciceroniana en íbidem, XI y XIX, 21-24.

[149] De Jouvenel, La soberanía, cit., págs. 257 y sigs.

[150] Ayuso, ¿Después del Leviathan?, cit., págs. 24 y 160.

[151] De Civitas Dei, V, 17: “En lo concerniente a la presente vida de los mortales, que se vive en un puñado de días y se termina, ¿qué importa bajo el imperio de quién viva el hombre que ha de morir, si los que imperan nos obligan a impiedades e injusticias?”.

[152] Pöltner, “Pluralismo y unidad…”, cit., pág. 217.

[153] De Corte, “La educación política”, cit., pág. 652.

[154] De Corte, “La educación política”, cit., pág. 657.

[155] Cf. F. Cajiao, “La sociedad educadora”; y A. Álvarez Gallego, “Del Estado docente a la sociedad educadora: ¿un cambio de época?”, ambos en Revista Iberoamericana de Educación, N.º 26 (mayo-agosto 2001), publicación de la OEA, págs. 17-33 y 35-58.

[156] Cf. G. Fernández, “La ciudadanía en el marco de las políticas educativas”, Revista Iberoamericana de Educación, N.º 26 (mayo-agosto 2001), págs. 167-199.

[157] S. Th., I-II, q. 90.

[158] Segovia, “La force de conviction de la loi et la proposition”, cit.

[159] Miguel Ayuso, La constitución cristiana de los Estados, Barcelona, 2008, pág. 115.

[160] Castellano, “Lo Stato e l’educazione del cittadino”, cit., págs. 57-66.

[161] Castellano, “Lo Stato e l’educazione del cittadino”, cit., pág. 59.

[162] Palacios, La prudencia política, cit., págs. 32 y 109-112.

[163] Castellano, “Lo Stato e l'educazione del cittadino”, cit., págs. 62-63.

[164] A. Cruz Prados, Ethos y Polis, Pamplona, 1999, pág. 153.

[165] Castellano, “Lo Stato e l'educazione del cittadino”, cit., pág. 66.

[166] S. Th., I-II, q. 55, a. 3.

[167] Palacios, La prudencia política, cit., pág. 37.

[168] Del gobierno de los príncipes, I, XII.

[169] Cf. Castellano, “Lo Stato e l'educazione del cittadino”, cit., págs. 64-65.

[170] Del gobierno de los príncipes, I, XV.

[171] Ayuso, La constitución cristiana de los Estados, cit., pág. 115.