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Número 477-478

Serie XLVII

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Crítica de la teoría del acceso práctico a la ley natural desde la perspectiva de Santo Tomás de Aquino

 

“Unos pocos solamente piensan en la verdad depositada en el ser de la cosas”. Anselmo de Canterbury, Diálogo sobre la verdad, IX.

 

I.- Propósito

1. Me propongo revisar de modo sumario algunas afirmaciones que una interpretación de la doctrina de la ley natural en Santo Tomás de Aquino. Esta interpretación se conoce como la teoría del «acceso práctico a la ley natural» y nos es ofrecida como la más genuina hermenéutica de la doctrina tomista de la ley natural y, secundariamente, como la más adecuada en épocas de increencia entre las doctrinas iusnaturalistas.

Mi exposición tratará de demostrar la incorrección de esas afirmaciones: que el acceso práctico a la ley natural no es la más genuina vía de conocimiento de la ley natural en el cuerpo de enseñanzas de Santo Tomás de Aquino; que una exposición parcial y fragmentaria de la ley natural no es la más apropiada para las sociedades que no creen en Dios; y, finalmente, de lo anterior resultará que los iusnaturalistas no somos una gran familia en la que las disidencias son menores.

 

II.- Qué se entiende por «acceso práctico a la ley natural»

2. La interpretación más difundida –particularmente en el ambiente anglosajón, pero también recibida con entusiasmo en el mundo hispano– en las últimas décadas del siglo veinte de la ley natural en Santo Tomás, que cuenta con expositores y defensores, afirma que el mejor modo de conocimiento es el que resulta de la razón práctica, de la pregunta por los principios morales involucrados en la persecución del bien humano, al punto que, en algunas circunstancias e incluso en el contexto de la doctrina tomasiana, se tornaría innecesario, irrelevante, el acceso metafísico o teológico a esa ley. En síntesis, lo que se sostiene es que el saber ético excluye toda clase de conocimiento teórico, que el conocimiento especulativo contamina el carácter eminentemente práctico del primer principio de la ley natural, y que, en consecuencia, nuestro saber acerca de los preceptos de la ley natural no se deriva de una instancia teórica o especulativa de la naturaleza humana o del orden de la creación[1].

La referencia es, específicamente, a John Finnis[2], a su escuela –denominada Nueva Escuela del Derecho Natural– y sus seguidores, aunque la incitación original surgió de un artículo de Germain Grisez relativo al primer principio de la razón práctica, en el que critica el error de los tomistas de mantener que los principios de la ley natural se derivan de la naturaleza humana[3]. Es decir, según Grisez y Finnis, la neoescolástica –el tomismo del siglo XX– otorga a la naturaleza en un carácter normativo y, al hacerlo, es objeto de la censura lógica denunciada por Hume de proceder el conocimiento de lo moralmente bueno, es decir lo práctico, a partir de un conocimiento especulativo.

Esta es la versión estricta de la teoría del acceso práctico a la ley natural, pero no la única. Efectivamente, derivando de esta tendencia radical, algunos autores[4] la matizan sosteniendo que en Santo Tomás la fundamentación de las normas éticas se halla, antes que en argumentos metafísicos, en los de tipo práctico relativos a las tendencias o inclinaciones básicas y/o primarias de la naturaleza humana, que constituiría propiamente el acceso práctico a la ley natural, por la correlación que existe, según el Aquinate, entre el orden de las inclinaciones humanas y el orden de los preceptos de la ley natural[5]. Evidentemente esta última versión presenta menos dificultades que la anterior, pero en tanto y cuanto se cierre, por el motivo que fuere, a una fundamentación metafísica, se torna conflictiva por entender irrelevante esta clase de argumento.

Mi tesis es que el acceso práctico a la ley natural puede ser un camino para el conocimiento de ella, pero no es el único ni el más apropiado para adentrarnos en las lecciones de Santo Tomás. Más claro aún: siendo uno de los métodos de acceso a la ley natural, eliminado el metafísico, es claramente un método no tomista.

3. Debo aclarar, para evitar malas interpretaciones, que no niego la racionalidad de la ley natural ni desconozco que ella es cognoscible al hombre racionalmente. Con Santo Tomás y la tradición católica, reafirmo el carácter racional de la ley natural, lo que Michel Villey ha denominado su principio de laicidad[6]. Pero también y primariamente sostengo la necesaria remisión a la ley eterna, a la razón creadora, ordenadora y providente de Di o s que sostiene la naturaleza y el orden natural. Porque la razón extrae la ley natural de la contemplación del mundo creado y de su orden universal; por ello es accesible al conocimiento profano, aunque la ley de Dios y la Palabra Re velada la confirmen.

La cuestión no es secundaria o de menor cuantía, porque una genuina interpretación de la enseñanza de Santo Tomás –y de la doctrina de la Iglesia Católica– nos manda alegar en contra de estas modernas teorías deontológicas de la ley natural que, olvidando o postergando el presupuesto ontológico clásico de un orden natural normativo, se dedican a formular principios y preceptos de la ley natural que no derivan de la natura rei; teorías que carecen de una metafísica de la ley natural, elaboradas a partir de una epistemología, que en ciertos casos se reduce a una intuición de los valores. Más aún, hay escritores que postulan la primacía histórica, contemporánea, de la retórica sobre la metafísica. Y todo ésto me parece inaceptable porque, eludiendo el fundamento de la ley natural en la ley eterna y en el orden de la creación perteneciente al hombre, participado en éste, se abre el camino a la racionalización de ley natural, a su secularización, es decir, a afirmar que ella gira en el comercio humano autónomamente.

4. La preocupación central de la Nueva Escuela del Derecho Natural, en principio, es no caer en la falacia naturalista denunciada por Hume[7], respondiendo que los principios morales de la ley natural no se fundan en proposiciones metafísicas sino que son autoevidentes e indemostrables, es decir, no se infieren de principios teóricos, especulativos, y tampoco de los hechos[8]. Así, no existiría en Santo Tomás tal falacia, porque en el establecimiento de las normas éticas no se opera salto alguno de una afirmación «de hecho» (lo que es) a una postulación «de deber» (lo que debe ser).

En este sentido, Finnis afirma que la ley natural es completamente racional; su objetividad no requiere de ninguna justificación fuera de ella misma; sus principios son en sí mismos evidentes y no necesitan de demostración; su verdad no depende de la aceptación de la existencia de Dios ni de lo que pueda saberse por Re velación, como tampoco sus preceptos se extraen o resultan de principios metafísicos ni teológicos[9]. Las normas éticas, por consiguiente, no se derivan de la naturaleza humana sino de la pregunta por aquello que es «razonable». Y la investigación de lo razonable, aduce Finnis, conduce a “los primeros principios inderivados de razonabilidad práctica, principios que no hacen ninguna referencia a la naturaleza humana, sino sólo al bien human o”[10].

¿Cómo puede conocerse el bien práctico según esta escuela? La tesis de Finnis –que es casi un eco del argumento de Grotius y otros racionalistas[11]– se sustenta en su teoría de la captación o aprehensión inmediata (simplici intuitu) de lo justo, lo bueno o lo racional, que es posible merced a una inclinación –inclinatio–del hombre hacia los principios de lo justo; pero el bien no se deriva de la existencia de esa inclinación[12]. Es una afirmación netamente epistemológica, sin complementación metafísica –pues si la posee es difusa, indirecta, defensiva, por desarrollarse a posteriori–, en la que la referencia a la intuición no deja de ser relativista y/o equívoca, de reminiscencias cartesianas.

5. Ahora bien, si esta fuese la socorrida vía de Finnis, vaya y pase, sería «su» teoría de la ley natural; pero resulta que Finnis la atribuye a Santo Tomás de Aquino. En efecto, según el profesor australiano, el Aquinate en sus lecciones sobre ética toma por categorías primarias lo «bueno» y lo «razonable», no lo «natural». En todo caso, lo natural –afirma Finnis– es, “desde el punto de vista de su ética, un apéndice especulativo añadido a modo de reflexión metafísica, n o un instrumento con el cual moverse hacia o desde los prima principia per se nota prácticos”[13]. En su esfuerzo teorético, Finnis establece una relación entre lo razonable y lo bueno, de la que deriva la intuición de ciertos valores elementales o bienes básicos, a saber: la vida, el conocimiento, el juego, la experiencia estética, la sociabilidad, la razonabilidad práctica y la religión, que son exigencias básicas de la racionalidad práctica[14]. Es como si el Aquinate, al argumento práctico de la intuición moral, agregara secundariamente y con el propósito de corroborar su acierto, otros argumentos extraídos de la naturaleza humana.

De aquí que pueda concluirse la innecesariedad de todo argumento metafísico como de todo razonamiento a partir de Dios, de la sabiduría divina o del orden creado para explicar o justificar las normas éticas. No es que no existan en Santo Tomás o que un tomista hoy no pueda alegarlos; pero, en todo caso, son fundamentos irrelevantes ante la practicidad del saber de la ley natural.

Ulteriormente se ha dicho que argumentar de esta manera no es únicamente válido en el plano de la doctrina tomista, sino una exigencia retórica a los católicos en nuestro tiempo. Escribe en este sentido Joaquín García Huidobro: “Argumentar en favor de la ley natural implicaría, en esta visión, muchos supuestos –existencia de Dios, creación, providencia, etc.–, que en una sociedad secularizada, como es el caso en buena parte de las occidentales, están lejos de ser pacíficos. En todo caso, este hecho no tiene demasiada importancia. Quien argumenta no sólo debe tener en cuenta los gustos, intereses y prejuicios del auditorio, sino también que éstos son muy cambiantes. Apoyar la idea de la ley natural en la ley eterna, no parece hoy el mejor modo de convencer a la gente. Sin embargo, si cambiamos la voz ‘ley eterna’, por la de ‘orden cósmico’, u ‘orden de la naturaleza’, cualquier auditorio con un mínimo de sensibilidad ecológica [sic] estará dispuesto a p restarnos su atención”[15].

6. Resumiendo: la teoría de acceso práctico a la ley natural niega que los preceptos morales se deriven de la naturaleza a través de un conocimiento de tipo metafísico; negación que conlleva otra: las reglas de la ética no se pueden conocer por derivación de una autoridad superior, es decir, por remisión a la autoridad de Dios, al orden de la creación y a la providencia del Legislador divino. Las disposiciones éticas en torno a la vida buena derivan ya de la intuición racional de los bienes primarios del hombre (variante epistemológico-práctica), ya de las solas inclinaciones básicas de la naturaleza humana (variante antropológico-práctica).

Como se aprecia, no se trata tan sólo de justificar una vía de conocimiento de la ley natural, sino de afirmar que esa vía es la única legítima o correcta en la doctrina de Santo Tomás; y que tal vía es la que deberíamos defender y aplicar en nuestro diálogo con el mundo hodierno. Es oportuno, ahora, revisar esta interpretación a la luz de la enseñanza de Santo Tomás, para verificar su corrección o descubrir su incorrección.

 

III.- Crítica y refutación de la teoría del acceso práctico a la ley natural

7. Al turno de exponer mi crítica, me resulta indispensable decir en qué la fundamento. En Santo Tomás, como generalmente se admite, existen dos vías de acceder al conocimiento de la ley natural: la primera y principal, que tradicionalmente se ha expuesto como fundamental, es la metafísica, también llamada teológica, que parte del orden de la creación y de Dios Legislador, y que explica la ley natural como derivación de la ley eterna; la segunda, complementaria de la anterior, es la vía de las inclinaciones primarias o tendencias básicas de la naturaleza humana, que podría llamarse vía antropológica o práctica, y que plantea la adecuación de los preceptos de la ley natural a la naturaleza humana[16]. Mi tesis es que no se puede acceder al conocimiento de la ley natural por esta segunda vía rechazando la primera, porque la vía antropológica depende la de la vía metafísica, como todo lo creado depende de su Creador.

Primera crítica: el argumento del orden

8. En este contexto, traer a colación el origen divino de lo natural, el entrelazamiento de lo «natural» con lo «eterno», es lo correcto, a más de lo prudente, para sopesar la alegada o subyacente autonomía de lo temporal y la presunta autonomía epistemológica o práctica de la ley natural.

Un argumento básico, que servirá de punto partida, es el siguiente: Dios no creó impulsiva, irreflexiva ni caprichosamente, sino sabia y ordenadamente según los planes de su divina razón, de donde el orden natural y su ley dicen de un orden querido por Dios para la obra creada e incoado en ella. Desconocer el sostén sobrenatural de la ley natural importaría excluir a Dios como creador y como ordenador de todas las creaturas a su fin, a su perfección y a la perfección de la creación misma. Y esto es incorrecto porque, como dice Santo Tomás, “cada criatura tiende a la perfección del universo. Y todo el universo, con cada una de sus partes, está ordenado a Dios como a su fin”, teniendo los hombres, en virtud de su naturaleza racional, más elevada que la de otros seres de la creación, a Dios por fin último, “al que pueden alcanzar obrando, conociendo y amando”[17].

Así como no se justifica una ley humana caprichosa, arbitraria, injusta, que desconozca por voluntad del poder político la ley natural; así tampoco es admisible truncar el fundamento ulterior de la misma ley natural, que no es otro que la ley eterna o divina. De donde Dios, creador y providente, es también legislador último y causa especialísima y ejemplar de la ley humana y la ley natural. Enseña Santo Tomás que Dios ordena todas las cosas por su providencia, conduciéndolas a su fin último, que es su misma Bondad, no en cuanto que la Bondad divina se acreciente por la acción de las criaturas, sino comunicándose a ellas según una cierta semejanza[18].

9. De acuerdo a lo dicho en el punto anterior, existe un orden natural de las cosas, inscripto en la ley eterna de Dios creador, ordenador, legislador y providente, del que el hombre se vuelve partícipe a través de ese mismo orden natural[19], pues tal orden de la naturaleza al hombre le es asequible a través de la razón. El argumento clásico expuesto por Santo Tomás de Aquino puede sintetizarse así: existe un plan de gobernación del universo, al que no escapan las cosas del hombre, que se llama providencia[20]; mas como la razón humana no puede comprender o participar plenamente del dictamen de la razón divina, “sino sólo a su manera e imperfectamente”[21], el modo más adecuado para conocerlo es el de la ley natural[22], que es la participación del orden y la ley eternos en nuestra razón, y atendiendo, además, a la correlatividad del orden de los preceptos de la ley natural y el orden de las inclinaciones naturales del hombre[23]. En este caso, el orden de la naturaleza humana convalida –si se permite la expresión –como naturales y buenas las prescripciones de la ley natural, ratifica que el orden natural querido por Dios es conveniente y proporcionado al bien humano.

Ateniéndonos a Vallet de Goytisolo[24], hay una segunda vía expuesta por Santo Tomás por la que la razón humana capta el dictamen de la razón divina, y es a través de sus efectos en las cosas, aunque ésta es inferior a la vía de la ley natural, porque en no se nos manifiesta totalmente[25].

10. Luego, el mismo Santo Tomás es quien ha dejado definitivamente establecido que la primera vía de acceso a la ley natural es el orden de la creación, el orden divino, regido por la ley eterna. Que la ley natural, que es la ley ética elemental –en tanto manda hacer el bien y evitar el mal[26]– comprende todo bien humano, incluso el fin último, porque el bien común no es sólo el de la ciudad sino que se identifica con el fin último del hombre[27], al que está abierto. O más expresamente: “la ley no es otra cosa que un dictamen de la razón práctica existente en el príncipe que gobierna una comunidad perfecta. Pero, dado que el mundo está regido por la divina providencia, como expusimos en la Parte I (q.22 a. 1.2), es manifiesto –afirma Santo Tomás –que toda la comunidad del universo está gobernada por la razón divina. Por tanto, el designio mismo de la gobernación de las cosas que existe en Dios como monarca del universo tiene naturaleza de ley”[28].

De ahí la famosa trilogía tomista: una ley eterna que gobierna todo lo creado, una ley natural que es la participación de los seres humanos en la ley eterna o divina, es decir, en el orden de la creación, y una ley humana o positiva que se funda en la ley natural pero que no es réplica exacta de ella, porque la participación humana en la ley natural es activa[29].

Luego, la ley natural es la ley de la propia naturaleza humana, establecida por la ley divina de la que el hombre participa en su racionalidad[30]. Para la concepción tomista, y también para buena parte de la tradicional católica, es indispensable –es una exigencia metafísica, porque es su presupuesto metafísico– reconocer que el orden humano natural tiene como presupuestos necesarios a Dios, en tanto que autor de todo lo creado y gobernante providencial de la creación; y a la ley natural, en sus proyecciones morales y jurídicas, pues esta ley no es sino la participación de los seres racionales en la ley divina. Contra la concepción del iusnaturalismo moderno, el católico sostiene que sin Dios –esto es, sin ley divina y sin un Legislador omnipotente y providente– no hay ley natural ni orden natural; sólo habrá ley humana y orden «artificial», porque, lisa y llanamente, no habría «naturaleza».

Con Santo Tomás, el católico, en cambio, afirma que Dios, al crear el ser, también lo ordena, consiguientemente el ser del ente, su esencia, es un orden y está ordenado a su fin. En lo que toca a los negocios humanos, el punto de partida de Santo Tomás es teológico: Dios no sólo crea sino que, al crear, ordena. “El ser de los entes, la esencia que tiene el acto de ser –escribe Danilo Castellano–, también es, entonces, su orden”[31].

Segunda crítica: el argumento del Autor

11. Este segundo argumento está comprendido en el primero, pero creo necesario reforzarlo, haciéndolo explícito, especialmente si los autores de la escuela que vengo censurando son o se consideran católicos o, cuando menos, interpretan la doctrina católica. Según lo antes dicho, si la creación es también una ordenación cuyo efecto son los entes, luego, siguiendo a Castellano, debemos concluir que “las esencias actualizadas que contienen en sí necesariamente su propio fin” –es decir, el ente, lo dado– remiten, a su vez, “al origen, al acto creador. El análisis de la experiencia conduce, entonces, al orden, y el orden, haciendo posible la experiencia, a Dios”[32].

12. Siendo así, no resulta legítimo –ni lógico– al católico descartar o prescindir del argumento acerca de lo justo, lo ético y lo político a partir de la naturaleza, porque significaría, lisa y llanamente, excluir a Dios creador y ordenador de su obra. En efecto, en el pensamiento católico, desde siempre, el orden natural –el orden de las cosas– es expresión o manifestación del orden divino, del mismo modo que la ley natural se funda y sostiene en la ley eterna o divina, es decir, en “la razón de la sabiduría divina en cuanto principio directivo de todo acto y todo movimiento”[33], como expresa Santo Tomás. La ley y el orden naturales forman parte de la ley eterna y del orden de la creación, por lo que lo político, lo justo y lo ético naturales no proceden del arbitrio humano –de convención– ni de una naturaleza increada pero rectora del hombre, sino directamente de la misma razón y voluntad de Dios. Lo justo, lo ético y lo político naturales lo son en principio y sobre todo por norma divina, fundamento ulterior y absoluto de toda norma natural y humana, porque “toda ley, en la medida que participa de la recta razón, se deriva de la ley eterna”[34].

Tiene dicho Miguel Ayuso que una concepción católica auténtica del derecho y la ley naturales, no puede desconocer la interpretación «autoritaria» de éstos en su propio autor, es decir, Dios; y tampoco puede convertirse en una coartada meramente naturalista que, desconociendo a su Autor (para lo que a veces basta simplemente no mencionarle por concesión a la sensibilidad del auditorio), acabe desconociendo también su naturaleza de Rey, y la Realeza temporal y social de su Hijo, Jesucristo[35]. Quien tomase la ley natural como algo dado y suficiente en sí misma –es decir, autónoma–, le amputaría la dimensión divina en la que se funda y así negaría a su Autor; le amputaría también la finalidad a la que tiende, negando así a Cristo Rey.

13. Luego, no puede haber ley natural en sentido tomista y/o católico sin la remisión al orden sobrenatural gobernado todo por la Providencia divina, al cual está subordinada la ley humana y el orden de las cosas humanas por mediación de la misma ley natural.

Y esto no significa afirmar que la Biblia sea fuente de derecho, pues ya censuró Santo Tomás esta opinión tanto respecto del Antiguo Testamento –porque cesó con la Ley Nueva[36]– como del Nuevo –que opera por consejos antes que por preceptos, dejando a la voluntad humana la determinación en los casos concretos[37]–. Más bien se trata de ratificar que la razón y la voluntad divinas son el fundamento de la ley natural: que la revelación es un pretil y también una orientación segura cuando se enfrenta el riesgo de perder el rumbo, “estimando que proyecta su luz a los principios y especialmente acerca del ser de los hombres, creados a imagen y semejanza de Dios, como hijos suyos y hermanos de Cristo”[38].

Finalmente, en cuanto a la ley natural, cabe sostener que Dios y la ley divina no anulan la racionalidad humana y la ley positiva. Tal como señala un autor, la ley natural es verdadera ley y por tanto constituye un principio extrínseco de la acción humana, en tanto su fundamento último está en Dios Legislador y ordenador; pero, por lo mismo, no pierde su carácter natural y, en esa virtud, es un principio intrínseco a la propia razón humana. Lo que se explica de la siguiente manera: porque la ley natural es un principio intelectual y, como tal, metafísicamente constitutivo del obrar moral, es decir, del obrar racional y libre, aunque no por ello deba necesariamente decirse que es un principio innato, “pues se asienta sobre la noción de bien, que el alma racional forma al hilo de la experiencia”[39].

Tercera crítica: el argumento de la creatura

14. Una vez establecidos los dos argumentos anteriores, retornemos al punto de partida de la escuela que critico y ubiquemos sus afirmaciones en el justo contexto. Para Santo Tomás la primera vía de acceso a la ley natural es la ley divina y el orden de la creación. Me atrevería a decir, luego, que el acceso práctico a la ley natural es un argumento secundario y subsidiario, pues lo es a partir de la creatura.

He tenido ocasión anteriormente de recordar la apreciación de Eric Voegelin, de reminiscencias platónicas, según el cual el “orden del alma”, que es el orden del hombre, sirve de fundamento a los diferentes “órdenes sociales”, incluidos el jurídico y el político, pero ese orden humano plantea ya la exigencia de un orden superior y primario, que es el de “la Verdad”, que no puede ser sino metafísico y teológico[40]. Que encontremos esa ley y ese orden naturales participados por nuestra razón e inscriptos en nuestra naturaleza (en el orden del alma), como afirma Santo Tomás, es consecuencia de la razón divina, del orden de la Verdad. Pues lo que aquí debe subrayarse, contra el racionalismo contemporáneo –al que el catolicismo parece estar inclinándose en los asuntos humanos o seculares–, es el fundamento sobrenatural de lo natural y, consiguientemente, la relativa autonomía de lo temporal.

15. El primer principio de la ley natural –hacer el bien y evitar el mal– no es meramente formal, en tanto que la referencia al bien moral lo es a un contenido que el hombre debe determinar prudentemente, a un fin que con prudencia debe procurarse. De acuerdo a Santo Tomás, la primera concreción de ese contenido de valor universal la proporciona la razón que capta como buenos los fines a los que apuntan las inclinaciones primarias de la naturaleza. Por esto mismo es que pertenecen a la ley natural los preceptos que prohíben conductas que entran en contradicción con los bienes propios de esas inclinaciones, en la medida que el intelecto los reconoce como constitutivos del bien humano. Y también quedan abarcados los actos virtuosos, a los que inclina la naturaleza misma. Volviendo al planteo a partir de la inclinaciones naturales del hombre, Santo Tomás afirma que el hombre es superior a los otros seres por su racionalidad, porque está capacitado para conocer y entender[41], luego el hombre por naturaleza tiende a la Verdad, que constituye en sí misma un bien, su perfección (quod ipsum verum est bonum intellectum: cum sit eius perfectio), y Dios es ese Sumo Bien que perfecciona al sujeto que le conoce. “Por tanto, la bienaventuranza del hombre no puede consistir en la fama o en la gloria. Pero el bien del hombre depende, como de su causa, del conocimiento de Dios. Y, por eso, la bienaventuranza del hombre tiene su causa en la gloria que hay ante Dios”[42]. La bienaventuranza es “la última perfección del hombre”[43], luego no puede buscarse la perfección en este mundo sino en la vida bienaventurada.

16. ¿Qué importancia tienen estas afirmaciones del Aquinate para la comprensión de su doctrina de la ley natural? Primeramente, pone en su quicio a las distintas escuelas del derecho o la ley natural. La divergencia entre la filosofía jurídico-política católica y la moderna no podría ser mayor: aquélla sostiene un fin sobrenatural y ulterior a la vida humana en la sociedad política –que es la tercera y distintiva inclinación natural del hombre–, fin que ésta otra reniega o retacea. De esta subordinación deriva otra consecuencia, porque, atendiendo a ese fin, las otras inclinaciones naturales del hombre son rectificadas: la subsistencia o conservación y la reproducción o perpetuación de la especie están ordenadas a la verdad, ordenadas a Dios y al orden de la sociedad.

De donde, el acceso práctico a la ley natural es dependiente de la existencia de un orden eterno, divino, en el que está señalada la dirección que ha de seguir el homo viator, lo mismo que está prescripto el fin que excede a la sociedad política, a toda sociedad humana, y que, sin embargo, ésta debe no sólo permitir sino además promover y procurar en colaboración respetuosa con la Iglesia.

Luego, malamente podemos considerar a todas las formas de iusnaturalismo como formando una misma familia. La católica posee un rasgo distintivo que raramente se repite o cumple en las vertientes racionalistas de la ley natural. Si somos fieles a Santo Tomás, hay que decir con éste que la vida ética (es decir, la convivencia social y política) no es un fin en sí misma sino que está ordenada a la vida sobrenatural[44]. O como explicita Castellano, “el fin por el cual necesariamente el hombre vive en comunidad es la vida según la virtud, aunque ésta (es decir, la vida virtuosa según el orden actualizado del ens) no es un fin en sí misma, sino en función del último fin que es la fruición de Dios”[45].

17. Algo más. El argumento que se esgrime por los defensores del acceso práctico a la ley natural siguiendo las tendencias básicas de todo hombre, debe dar por sentada la inmutabilidad del ente al que llamamos hombre, esto es, la identidad de la naturaleza humana en el tiempo y el espacio[46]. La permanencia de la naturaleza humana –de aquella de la que se predican las mentadas tendencias o inclinaciones– proviene y se funda “en aquella otra Entidad a que se hallan referidas y ordenadas no sólo las hipóstasis racionales sino toda creatura sin excepción, y que no es sino el Fin último de todo cuanto existe, ha existido y haya de existir”, según la sentencia del Padre Lira. Luego, la alegada “inmutabilidad esencial de la naturaleza humana” tiene “su justificación definitiva en la inmutabilidad infinita y omnímoda de la Causalidad primera creadora”[47].

Pues según Santo Tomás, el orden de las causas inferiores está comprendido en el orden de la causa superior: “De toda causa se deriva algún orden a sus efectos, puesto que toda causa tiene razón de principio. De ahí que sean varios los órdenes según sean varias las causas; y que unos órdenes se contengan bajo otros, como unas causas se contienen en otras. Por otra parte, es evidente que no se contiene la causa superior bajo el orden de la inferior, sino al revés”[48]. Luego, el orden del hombre, su naturaleza, está contenido en el orden divino, en el orden de la creación. Pues en ello consiste la armonía del orden de lo creado. Así lo expone el Aquinate: “La armonía existente en las cosas creadas por Dios manifiesta la unidad del mundo. Pues se dice que en este mundo hay unidad y armonía en cuanto que unas cosas están ordenadas a otras. Todas las cosas que provienen de Dios, están ordenadas entre sí y también al mismo Dios, como se dijo anteriormente (q.11 a.3; q.21 a.1 ad. 3). Por lo tanto, es necesario que todas las cosas converjan hacia un solo mundo”[49].

18. Consiguientemente, el punto de partida es siempre metafísico y no meramente empírico, sociológico o epistemológico: existe un orden del ser, en el que se inscriben esas tendencias e inclinaciones básicas, un orden que nos lleva a aprehender y conocer el bien, un orden en el que se funda el deber; y ese orden es creado por Dios y dado por Dios al hombre. “Todo deber ser se funda en el ser –argumenta Pieper–. La realidad es el fundamento de lo ético. El bien es lo conforme con la realidad”[50]. En el pensamiento de Santo Tomás, hablar de “naturaleza humana” o de “inclinaciones primarias del hombre”, es referirse a la causa primera y superior que ha creado esa naturaleza y la ha dotado de tales inclinaciones básicas. La naturaleza humana refiere, en Santo Tomás, a Dios como a su Autor.

Y lo mismo debería aducirse en contra de quienes, negando que la ley ética natural se funde en la naturaleza humana, la deducen de la intuición de lo razonable y lo bueno. Porque el principio exterior que mueve a los hombres al bien, es Dios, “que nos instruye mediante la ley y nos ayuda mediante la gracia”[51], dice el Aquinate, esto es, por medios naturales y sobrenaturales. Otra vez cito a Pieper: “La realidad es el fundamento del bien (…) Ser bueno quiere decir estar de acuerdo con el ser objetivo: es bueno lo que corresponde «a la cosa»; el bien es la adecuación a la realidad objetiva”[52]. La cosa y la realidad objetiva de la que aquí se habla es la naturaleza humana, el hombre.

Lo que nos introduce en el último argumento de esta crítica.

Cuarta crítica: el argumento de la razón práctica

19. En el caso particular de Finnis, es de notar una incomprensión o un falseamiento de la noción de razón práctica, que se presenta como la aprehensión –racional, intuitiva, como quiera que se la sindique– de lo bueno desgajada de toda instancia teórica o metafísica. Santo Tomás enseña lo contrario: es el mismo intelecto teórico el que se hace práctico, se convierte en práctico, en atención a su fin, el obrar: “La razón práctica –dice Santo Tomás– conoce la verdad como la especulativa, pero ordenando la verdad conocida a la acción”[53]. Luego, todo lo relativo a la racionalidad práctica se entronca en la racionalidad teórica y la presupone[54].

Todo conocimiento, para Santo Tomás, es aprehensión de las formas de los entes reales por la potencia cognoscitiva del hombre; como en Aristóteles, la ciencia –dice el Aquinate– se origina en nuestros sentidos, pero el entendimiento no procede por intuición de lo sensible sino por abstracción de los datos de la experiencia sensible para alcanzar la esencia inteligible, lo «inteligible». Por lo tanto, todo saber, aun el práctico, es saber primariamente intelectual, saber de la naturaleza del ser. Pero como en el caso de la ética se trata del saber acerca del hombre, que es racional y libre y no está determinado por su forma[55], la razón misma que ha hecho posible el conocimiento del ser se convierte en guía del obrar libre del ser, se vuelve operativa. Así se explica lo que dice Santo Tomás: en la operación, el mismo intelecto especulativo, por extensión, se vuelve práctico, es decir, normativo y ordenador de la operación. Luego, no hay en Santo Tomás una desconexión entre lo teórico y lo práctico, sino una continuidad de lo especulativo a la praxis.

En el orden práctico, la abstracción de lo «practicable» u «operable» procede de la misma manera que la abstracción de lo «inteligible» o «especulable», sólo que lo practicable es conocido en su dimensión potencial, como aquello que puede ser en tanto y cuanto es actualizado por el hombre.

Luego, la razón práctica no puede aplicarse al querer y el obrar si antes, en tanto teórica, no se ha vuelto al ser de la cosas; vano serían los actos imperativos y decisorios de la razón práctica si antes y al mismo tiempo no se ha abierto a la consideración del ser, de la realidad. De donde, con razón, Pieper sostiene que la razón práctica no puede ser medida del obrar, “si no recibiese antes y al mismo tiempo su medida de la realidad objetiva”[56]. Para que la razón práctica obre el bien en el caso concreto, la razón especulativa debe conocer ese bien. En el caso particular, la aprehensión práctica del bien es precedida de un saber sobre el bien humano en general, que no es sino Dios, pues el mismo Santo Tomás expresa que el fin de todas las cosas es su perfección, a semejanza de la bondad divina: “todas las criaturas intentan alcanzar su perfección que consiste en asemejarse a la perfección y bondad divinas. Por lo tanto, la bondad divina es el fin de todas las cosas”[57].

20. Y esto no está claro en el autor que critico. Robert George, en defensa de la tesis de Grisez continuada por Finnis, sostiene que las razones básicas para la acción no se derivan de la naturaleza humana, pues “se conocen por actos no inferenciales de comprensión” que permiten captar o comprender como válidos en sí mismos ciertos objetivos o propósitos. No hay, continúa George, razones más profundas o más fundamentales para la inteligibilidad de las razones de una acción. “Como razones básicas no pueden ser derivadas ya que no existe nada más fundamental que pudiera servir como premisa para una derivación lógica. De modo que deben ser autoevidentes”[58]. Luego, aunque se pueda hablar de una naturaleza humana, en la determinación de los bienes o fines morales, no hay comunicación entre ese nivel ontológico y el nivel práctico epistemológico.

En un texto de Finnis se repite la idea central de su argumento: las proposiciones relativas a los bienes humanos primarios no se derivan de proposiciones sobre la naturaleza humana ni de proposiciones especulativas; son autoevidentes. Según su tesis, conocemos la naturaleza humana por sus potencialidades, a éstas por el examen de los actos, y conocemos estos actos por sus objetos, que no son sino los bienes humanos primarios. En ello consiste el acceso práctico, puramente epistemológico, a la ley ética natural. Sin embargo, agrega Finnis, si de una perspectiva epistemológica pasamos a otra ontológica, la bondad de los bienes humanos derivaría, es decir, dependería de la naturaleza que es perfeccionada por esos bienes[59]. Luego, es evidente que el acceso práctico a la ley natural es dependiente de la antropología, es decir, de la naturaleza humana, es decir de la metafísica, aunque se sostenga que esa naturaleza es accesible prácticamente a través de las conductas que persiguen bienes, que son fines perfectivos de ella. Es cierto, entonces, como sostiene un autor, que la naturaleza humana se torna normativa en tanto que racional en el sentido de que lo que la razón prescribe es lo adecuado a la perfección humana[60].

21. Para aceptar esta explicación sólo tengo que agregar lo siguiente: la razón práctica al ordenar la conducta al bien, está «atada», sujeta, al «ser» del hombre. No niego que la razón sea la norma práctica del bien humano, lo que sí niego es que la razón trabaje en el «vacío», como si el ser y el ente no existiesen, y que elabore normas de carácter ético sin partir de la naturaleza humana, porque el bien que la razón aprehende como tal, lo aprehende como bien «humano». En consecuencia, el acceso práctico a la ley natural es dependiente, siempre y en todo caso, de la natura rei, de la naturaleza humana, que un filósofo católico no puede conocer sino como creada por Dios e inscripta en el orden de los fines de la creación. Aunque no creo que Finnis apruebe esta interpretación de su doctrina, pues para él “el criterio de conformidad o contrariedad respecto de la naturaleza humana es la razonabilidad”, pues Santo Tomás para discernir lo correcto o lo incorrecto no se pregunta por lo que es conforme a la naturaleza humana sino por lo que es razonable[61].

No hay que dar más rodeos para notar que el concepto de razón práctica de Finnis no solamente no es tomista, sino que es del todo deficiente. Aunque se siga considerando la suya una teoría de la ley natural, no la podremos llamar tomista. Es imposible o poco probable enderezar la teoría de Finnis por el sendero de Santo Tomás, porque lo razonable y lo bueno están girando en un espacio y un tiempo ficticios, irreales, virtuales, en la órbita del «no saber», desconectados de todo saber sobre lo razonable o lo bueno que pueda saberse a partir de lo que es el hombre o de lo que es el bien.

La diferencia entre Finnis y el constructivismo kantiano versaría tan sólo en el modo como la razón autónoma conoce y fija reglas de conducta ética, porque ambos coincidirían en la hipótesis que funda la moral kantiana: elaborar una filosofía moral clara e impoluta, enteramente limpia todo supuesto tomado de la antropología, “que no tiene por objeto la naturaleza sino la libertad del arbitrio”[62].

 

IV.- Sobre el proyecto de una ley moral adecuada a la hodierna sociedad agnóstica

22. Algunos prosélitos de la teoría que combato han dicho que en sociedades ateas, agnósticas o secularizadas, como las nuestras, intentar fundar la ética o la ley natural en fundamentos teológicos o metafísicos es un despropósito; que lo conveniente o prudente es argumentar en términos estrictamente retóricos, acomodados al oído y la sensibilidad paganos.

Se nos aconseja así lo siguiente: “Se habla y se escribe para un auditorio y, por tanto, es necesario conocer las categorías mentales en las que éste ha sido educado y se mueve”[63]. Es decir, ante un auditorio que tiene sensibilidad ecológica pero no sensibilidad teológica ni metafísica hay que mudar los argumentos y allanarse a los intereses de la gente. La indicación pareciera prudente, pero es más bien lo contario.

23. Vale tener presente, en principio, que estas apreciaciones caen indefectiblemente en la hipótesis de los racionalistas por prudencia retórica –Dios es una hipótesis racional de la que podemos desprendernos a los fines de validar las normas morales. Pero, además, se basan en una incorrecta apreciación de nuestras circunstancias, en una falsa lectura de los males de nuestro tiempo. ¿Nuestro caos ético, jurídico y político no se debe –como sostiene la Iglesia– al abandono de la ley de Dios? Por lo mismo, es imposible para los católicos en las actuales circunstancias seguir el consejo anterior. Cuando así se nos habla, es porque no se ha atendido a las consecuencias prácticas de ese abandono de Dios por los hombres, como ilustra de modo elocuente nuestro presente.

En otro términos, lo que se pretende es afirmar una moralidad meramente natural, pero ¿basta esta moralidad natural para restablecer el orden natural e impulsar a los hombres a sus fines, ya naturales ya sobrenaturales? Respondo con las palabras de don Álvaro d’Ors. En el mundo actual, decía el filósofo hispano, “resulta ilusorio pretender volver a una moralidad objetivada por la ley civil. Se impone renunciar a ella como criterio de moralidad, pero, allí donde no hay una aceptación de otras fuentes de moralidad, resulta inevitable que la ley del actual y mudable legislador haga las veces de ella”[64].

Luego, lo sensato es aprender de las experiencias: si una ley natural, que no dice del divino Legislador, nos ha traído a esta situación de inmoralidad o de moralidad puramente estatal, ¿cómo pretender o presumir que esta misma ley es el remedio del mal que ella ocasionó? No me parece que sea éste, precisamente éste, el método para combatir el relativismo que viene de la mudable voluntad legislativa o del incontenible apetito humano.

24. Podemos comparar nuestra situación con otra semejante del siglo XVII. Ginés Sepúlveda, el jurista cordobés, escribía en una carta a Francisco de Argote con motivo de la condición de los indígenas americanos, que lo que él pretendía era la elevación cultural y moral de los nativos, introduciéndolos a la verdad por el camino del derecho natural para luego enseñarles el cristianismo, la religión verdadera. “Así, primeramente debemos arrancarles sus costumbres paganas y después, con afabilidad, impulsarlas a que adopten el Derecho natural, y con esta magnífica preparación para aceptar la doctrina de Cristo, atraerlos con mansedumbre apostólica y palabras de caridad a la Religión Cristiana”[65].

Este pasaje es de trascendental importancia para comprender el tema. En la concepción católica, siendo la ley natural común a todo hombre, sin embargo, no se tiene perfecto conocimiento de ella ni se la practica en su plenitud sino cuando está asentada en la ley de Dios y en la fe. El conocimiento de la ley natural sin el auxilio de la ley divina, por la sola vía práctica (la de las tendencias primarias del hombre) es incompleto; la práctica de la ley sin la iluminación de la fe es, también, imperfecta. Y ello debería ser claro para la doctrina que estoy criticando, porque, recordemos lo antes dicho, ella necesita afirmar, con Santo Tomás, la inmutabilidad de la naturaleza humana, lo que significa afirmar, a la vez, la inmutabilidad del bien humano.

Y también es trascendental su importancia por otro motivo , que trae a colación Michel Villey: “en nuestra vida cotidiana a menudo el pecado ‘oscurece’ la inteligencia de lo vulgar; el egoísmo, la concupiscencia, cuando se vuelven habituales –afirma el filósofo francés–, velan en nosotros todo aquello que una razón libre no hubiera podido dejar de reconocer; entonces, el auxilio de la ley divina, se nos vuelve propicio”[66]. ¿Cómo pretenderemos que una sociedad corrompida vuelva por sí sola a la ética natural si recusamos el auxilio de la fe?

Se ha dicho que volver sobre conceptos de este talante, en los días que corren, es hacer ideología[67]; pero si por ideología entendemos una visión distorsionada de la realidad, consciente o inconscientemente mistificada, ideológica es la enseñanza de una ley natural voluntariamente truncada por deferencia para con el público o por pruritos del expositor.

 

V.- Colofón

25. Como preceptiva general en esta materia, si es que somos católicos, deberíamos atenernos al magisterio de la Iglesia. No podemos, en consecuencia, resignarnos a una ley natural sin sustento divino y sin arraigo en la naturaleza humana, a una ley natural originada en la voluntad hombres enemistados o parida en el laboratorio de un especulador. Ello a sabiendas de la advertencia de Pío IX: “Es un hecho que cuando la religión queda desterrada de un Estado y se rechaza la doctrina y la autoridad de la revelación divina, la misma noción verdadera de la justicia y del derecho humano se oscurece y se pierde, y la fuerza material ocupa el puesto de la justicia verdadera y del legítimo derecho”[68].

Hay aquí una verdadera lección: lo que a veces puede parecernos prudente –evitar la colisión con el mundo y enseñar a los incrédulos una doctrina a gusto con las modas del día, las tendencias mundanas–, puede ser, a más de un error práctico –una imprudencia–, una grave falla doctrinal. No debemos perder de vista que la retórica sigue a la verdad y le sirve, no es un fin en sí misma; luego, una argumentación retórica que oculta y disimula parte de la verdad, se vuelve sofística, so color de prudente.

Retomando el hilo de las argumentaciones críticas, me pare c e indispensable recordar que es la misma naturaleza del hombre la que, permaneciendo inmutable, indica la prioridad del fin sobrenatural al que naturalmente tendemos: la predilección por Dios, que es el fin sobrenatural de nuestra vida, corrige y rectifica las tendencias naturales, ordena las inclinaciones primarias. Y este razonamiento es válido para aquellas teorías del acceso práctico a la ley natural que simplemente alegan la conveniencia de no mencionar los fundamentos metafísicos o teológicos de esa ley.

Hay veces que no se puede volcar vino viejo en odres nuevos, aunque quien lo intente tenga buenos propósitos. Y digo bien: vino viejo –ranciamente analítico, cartesiano y/o kantiano– en odres nuevos –los de la philosophia perennis–. Por eso la teoría que examiné es, a la luz de Santo Tomás, un fracaso, porque como decía Kalinowski de algunas formulaciones supuestamente tomistas de mediados del pasado siglo, “la ecléctica yuxtaposición de las nova et vetera, no es en el fondo más que una tentativa desesperada de conciliación de lo inconciliable”[69]. Los nuevos odres raramente hacen bueno un vino avejentado.

 

[1] Mi intención no consiste en un examen pormenorizado de todos los aspectos de la teoría, sino de los puntos ya indicados, pues la bibliografía es abundante y de fácil acceso. Un resumen de los argumentos de esta doctrina en Mayda Hocevar, “El primer principio de la razón práctica en la teoría de la ley natural de John Finnis”, en Dikaiosyne, N.º 15 (Diciembre 2005), págs. 75-90; Carlos Ignacio Massini Correas, El derecho natural y sus dimensiones actuales, Ed. Ábaco, Buenos Aires, 1999, cap. IV, págs. 67-89; y Mark C. Murphy, “Natural law theory”, en Martin P. Golding & William A. Edmundson (ed.), Blackwell Guide to the Philosophy of Law and Legal Theory, Willey & Blackwell, 2004, págs. 15-28. Para ubicar la doctrina en el contexto actual de las teorías iusnaturalistas, véase entre otros, Owen Anderson, “Is contemporary natural law theory a benefical development? The attempt to study natural law and the human good without metaphysics”, en New Blackfriars, v. 86, N.º 1005 (September 2005), págs. 478-492; Bebhinn Donnelly, “The epistemic connection between nature and value in new and traditional natural law theory”, en Law and Philosophy, N.º 25 (2006), págs. 1-29; John Finnis, “Natural law: the classical tradition”, en Jules Coleman & Scott Shapiro (ed.), The Oxford hanbook of jurisprudence and philosphy of law, Oxford U. P., Oxford & New York, 2002, págs. 1-60; y Cristóbal Orrego, “John Finnis. Controversias contemporáneas sobre la teoría de la ley natural”, en Acta Philosophica, v. 10, N.º 1 (Gennaio 2001), págs. 73-92.

[2] Cf. John Finnis, Ley natural y derechos naturales, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2000. Publicado en 1980, en ediciones posteriores el autor se ha enmendado en punto a la absoluta racionalidad de la ley natural, o más exactamente que ella existiría aún si Dios no existiera, pero no ha corregido su método intuicionista y constructivista.

[3] Germain Grisez, “The First Principle of Practical Reason. A commentary on the Summa Theologica, 1-2, question 94, article 2”, en Natural Law Forum, N.º 10 (1965), págs. 168-201; ahora reeditado en Persona y Derecho, v. 52 (2005), págs. 44-71.

[4] Véase la exposición y la defensa de la teoría en Joaquín García Huidobro, “El acceso práctico a la ley natural”, en Sergio R. Castaño y Eduardo Soto Kloss (ed.), El derecho natural en la realidad social y jurídica, Universidad Santo Tomás de Aquino, Santiago de Chile, 2005, págs. 169-185.

[5] Cf. S. Th., Ia-IIae, q. 94, a. 3 c.

[6] Michel Villey, Los fundadores de la Escuela Moderna del Derecho Natural, Ed. Ghersi, Buenos Aires, 1978, pág. 14.

[7] La importancia de este histórico debate y su refutación, en Carlos Ignacio Massini Correas, La falacia de la falacia naturalista, Edium, Mendoza, 1995. Sobre cómo la obra de Finnis debe entenderse inmersa en esta confrontación, Javier Saldaña Serrano, “La falacia naturalista. Respuestas para una fundamentación del derecho natural. Los argumentos de J. Finnis y M. Beuchot”, en Anuario de Filosofía y Teoría del Derecho, N.º 1 (2007), págs. 419-447.

[8] Así, específicamente, John Finnis, Ley natural y derechos naturales, cit., cap. II, págs. 57 y sigs.

[9] Finnis, Ley natural y derechos naturales, cit., págs. 66-70, 81-82 y 397-437.

[10] Finnis, Ley natural y derechos naturales, cit., pág. 69.

[11] La referencia no es injusta, ya que el propio Finnis defiende la posición de Grotius explicándola como adecuada a la cuestión de la moralidad en siglo XVII. Finnis, Ley natural y derechos naturales, cit., págs. 76-77. Hugo Grotius, The rights of war and peace [1625], Liberty Fund, Indianapolis, 2005, prol. §11, afirma que siendo la ley natural acabadamente racional, existiría aún en el caso que Dios no existiera (etiamsi daremus).

[12] Finnis, Ley natural y derechos naturales, cit., cap. III, págs. 91 y sigs.

[13] Finnis, Ley natural y derechos naturales, cit., pág. 69.

[14] Finnis, Ley natural y derechos naturales, cit., cap. III y IV, págs. 91 y sigs., 113 y sigs.

[15] García Huidobro, “El acceso práctico a la ley natural”, cit., pág. 171.

[16] Cf. el tratamiento clásico de esta materia en José Joaquín Ugarte Godoy, “La ley natural”, en Castaño y Soto Kloss, El derecho natural en la realidad social y jurídica, cit., págs. 117-167.

[17] S. Th., Ia, q. 65, a. 2.

[18] Suma Contra Gentiles, III, 97.

[19] Josef Pieper, “La verdad de las cosas”, en El descubrimiento de la realidad, Rialp, Madrid, 1974, págs. 101-229; Juan Berchmans Vallet de Goytisolo, “El orden universal y su reflejo en el derecho”, Verbo, Madrid, N.º 449-450 (noviembre-diciembre 2006), págs. 695-714; y Michel Villey, “La naturaleza de las cosas”, en Método, fuentes y lenguajes jurídicos, Ghersi Ed., Buenos Aires, 1978, págs. 27-61.

[20] S. Th., Ia, q. 103, a. 1. La Providencia divina es “la razón de orden hacia al fin [que es Dios mismo] que hay en las cosas”, preexistente en la mente divina (S. Th., Ia, q. 22, a. 1).

[21] S. Th., Ia-IIae, q. 91, a. 3, ad.1.

[22] S. Th., Ia-IIae, q. 91, a. 2 resp.

[23] S. Th., Ia-IIae, q. 94, a. 2.

[24] Juan Bms. Vallet de Goytisolo, “El derecho natural entre la moral y la política”, Verbo, Madrid, N.º 307-308 (agosto-octubre 1992), pág. 826.

[25] S. Th., Ia-IIae, q. 93, a. 3.

[26] S. Th., Ia-IIae, q. 94, a. 2.

[27] S. Th., Ia-IIae, q. 90, a. 2.

[28] S. Th., Ia-IIae, q. 91, a. 1 resp.

[29] Cf. Giuseppe Graneris, Contribución tomista a la filosofía del derecho [1949], Eudeba, Buenos Aires, 1973, cap. V y VI, págs. 61-79 y 81-106.

[30] Y la razón es la diferencia constitutiva de lo humano ante lo animal. S. Th., Ia, q. 76, a. 3.

[31] Danilo Castellano, La naturaleza de la política, Ed. Scire, Barcelona, 2006, págs. 22-23. Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma contra Gentiles, III, 1 (las cosas producidas por la causa agente –Dios– son ordenadas por ella a su fin) y 7 (“Cada cual es según su esencia, y cuanto tiene de ser tiene de bien; porque, si lo que todos los seres apetecen es el bien, es necesario que el ser sea bien, dado que todos los seres lo apetecen”).

[32] Castellano, La naturaleza de la política, cit., pág. 23.

[33] S. Th., Ia-IIae, q. 93, a. 1.

[34] S. Th., Ia-IIae, q. 93, a. 3. Cf. Juan Bms. Vallet de Goytisolo, ¿Fuentes forma -les del derecho o elementos mediadores entre la naturaleza de las cosas y los hechos jurídicos?, Marcial Pons, Madrid, 2004, págs. 23-24.

[35] Miguel Ayuso, “Las aporías presentes del derecho natural (de retorno en retorno)”, Verbo, Madrid, N.º 437-438 (agosto-octubre 2005), pág. 573-574.

[36] S. Th., Ia-IIae, q. 100, resp.; q. 184, resp., ad. 1.

[37] S. Th., Ia-IIae, q. 107, ad. 4; q. 108, ad. 3.

[38] Juan Vallet de Goytisolo, Qué es el derecho natural, Speiro, Madrid, 1997, pág. 111.

[39] Ana Marta González, Claves de ley natural, Rialp, Madrid, 2006, especialmente cap. II y III.

[40] Eric Voegelin, Nueva ciencia de la política, Rialp, Madrid, 1968, págs. 135-136.

[41] S. Th., Ia, q. 18, a. 2 resp.

[42] S. Th., Ia-IIae, q. 2, a. 4 resp.

[43] S. Th., Ia-IIae, q. 3, a. 2 resp. y a. 7 resp.

[44] Santo Tomás de Aquino, De regimine principum, I, 14. Cf. Juan Fernando Segovia, “La comunidad política educadora. La educación política en la emergencia educativa”, en Verbo, Madrid n.º 475-476.

[45] Castellano, La naturaleza de la política, cit., pág. 33.

[46] Lo admite García Huidobro, “El acceso práctico a la ley natural”, cit., pág. 185: “Si Tomás habla de diversos preceptos de la ley natural que, en el fondo, pueden reducirse al principio fundamental de hacer y perseguir el bien y evitar el mal, es por-que piensa que existe una naturaleza humana que permite armonizar los diversos bienes a los que apuntan las diversas tendencias y que son protegidos por los diversos principios. De otro modo el hombre quedaría radicalmente desgarrado, escindido entre distintos polos de acción”.

[47] Osvaldo Lira Pérez, El orden político, Ed. Covadonga, Santiago de Chile, 1985, pág. 109.

[48] S. Th., Ia, q. 106, a. 5.

[49] S. Th., Ia, q. 47, a. 3.

[50] Pieper, El descubrimiento de la realidad, cit., pág. 15.

[51] S. Th., Ia-IIae, 90.

[52] Pieper, El descubrimiento de la realidad, cit., págs. 17-18.

[53] S. Th., Ia, q. 79, a. 11 sed contra.

[54] Pieper, El descubrimiento de la realidad, cit., págs. 47-52.

[55] S. Th., Ia, q. 103, a. 5, ad. 2.

[56] Pieper, El descubrimiento de la realidad, cit., pág. 52.

[57] S. Th., Ia, q. 44, a. 4. En particular, respecto del hombre, Suma Contra Gentiles, III, 17-21.

[58] Robert P. George, “Ley natural y naturaleza humana”, en Boletín Mexicano de Derecho Comparado, Nº 110 (Mayo-agosto 2004), pág. 603.

[59] John Finnis, “Natural inclinations and natural Rights: deriving ‘ought’ from ‘is’ according to Aquinas”, en Leo Elders y K. Hedwig (ed.), Lex et libertas, Accademia di S. Tommaso, Cittá del Vaticano, 1987, págs. 45-47; cit. en Massini Correas, El derecho natural u sus dimensiones actuales, cit., pág. 85. También lo recuerda George, “Ley natural y naturaleza humana”, cit., pág. 604.

[60] Así, Massini Correas, El derecho natural u sus dimensiones actuales, cit., pág. 86.

[61] Finnis, Ley natural y derechos naturales, cit., pág. 69.

[62] Immanuel Kant, La metafísica de las costumbres [1797], Tecnos, Madrid, 1989, Introducción, II: “Idea y necesidad de una metafísica de las costumbres”, pág. 21.

[63] Joaquín García Huidobro, “Retórica de las teorías iusnaturalistas. Reseña de algunos argumentos”, en Castaño y Soto Kloss, El derecho natural en la realidad social y jurídica, cit., pág. 259.

[64] Álvaro d’Ors, La violencia y el orden, Ed. Dyrsa, Madrid, 1987, pág. 69.

[65] En Ángel Losada, Epistolario de Juan Ginés de Sepúlveda, Ediciones Cultura Hispánica, Madrid, 1966, pág. 193, según cita de Patricio López Díaz Valentín, Ley y derecho naturales. Influencia en Hispanoamérica. Especial énfasis en Cuyo, inédito, 2008.

[66] Michel Villey, El pensamiento jusfilosófico de Aristóteles y de Santo Tomás, Ghersi Ed., Buenos Aires, 1981, pág. 130. Cf.: S. Th., I-II, 98, a. 6, ad 1.

[67] Así García Huidobro, “El acceso práctico a la ley natural”, cit., pág. 184

[68] Pío IX, Quanta cura, 1864, § 4.

[69] Georges Kalinowski, “Ley y derecho” [1963], en Concepto, fundamento y concreción del derecho, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1982, pág. 18.