Índice de contenidos
Número 481-482
- Textos Pontificios
- Noticias
- In memoriam
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Estudios
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Rebelión y revolución en la obra de Camus
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El problema de la laicidad en el ordenamiento jurídico
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La crisis de la justicia política en la sociedad posliberal
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Filosofía clásica, amistad y concordia
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El patriotismo clásico en la actualidad
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Actualidad y vigencia de Donoso Cortés
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Futuro demográfico de España y de la Iglesia en España
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A propósito de la crisis financiera presente
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Glosas Complutenses (XI)
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- Crónicas
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Información bibliográfica
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Pedro Miguel Lamet, Díez-Alegría. Un jesuita sin papeles
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José Guerra Campos, La esperanza del Evangelio
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Domingo Benavides, Maximiliano Arboleya (1870-1951). Un luchador social entre las dos Españas
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Feliciano Montero, La Iglesia: de la colaboración a la disidencia (1956-1975). La oposición durante el franquismo
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AA.VV., La primacía de la persona. Estudios en homenaje al profesor Eduardo Soto Kloss
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Patricio H. Randel, Antinomias y distinciones. Diccionario
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Ricardo Dip, Derecho natural y derechos humanos. De cómo el hombre «imago dei» se tornó «imago hominis»
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El patriotismo clásico en la actualidad
Los separatismos han puesto de moda el patriotismo. Moda reciente y con altibajos a tenor de los vaivenes de las noticias sobre el secesionismo; moda que, en todo caso, contrasta netamente con una época anterior, en que los sentimientos patrióticos eran despreciados por unos y por otros. Ese resurgimiento ha dado lugar a fenómenos variopintos y sorprendentes. Entre quienes nada tienen que ver con el catolicismo tradicional han renacido patriotismos de toda especie, culturales y estéticos los unos, costumbristas o casticistas los otros; patriotismos constitucionales e, incluso, futbolísticos, que nada tienen que ver con la virtud ensalzada por los clásicos paganos y cristianos. Curiosamente, entre tradicionalistas y carlistas no faltan quienes han dejado de lado el amor a la patria, por la sencilla razón de que su objeto parece haber dejado de existir. A tal efecto, se han fijado algunos en la europeización y, más allá, en la globalización, que a su parecer ineluctablemente engullirán, si no lo han hecho ya, las naciones que parecen ser el objeto natural del patriotismo. Otros, en cambio, se fijan en la disolución del Estado, que identifican con las nacionalidades, procedentes de lo que el tradicionalismo llama preferentemente la patria.
Este último hecho –el desmantelamiento del estado– ha sido menos destacado por los medios de comunicación y merece unas breves palabras. Sabido es cómo el pensamiento moderno, pretendiendo racionalizar la sociedad, acabó por destruir su constitución natural e histórica para reducirlo al binomio Estado-individuo, donde el Estado acapara la totalidad del poder y el individuo está indiferenciado en cuanto a sus derechos. Supuestamente la totalidad de los entresijos de las relaciones sociales son determinadas por la legislación que, emanada de los órganos de gobierno del Estado, vale por igual para todos los ciudadanos. Pero, de hecho, ese simple esquema racionalista, en que todavía muchos creen, no funciona así de manera cada vez más patente. Los auténticos centros de decisión se han traslado paulatinamente a una serie de grupos, o sociedades, distintas de las que se reconocen en la constitución tradicional de la comunidad. Al Estado no sólo se le escapan las entidades financieras, los bancos y las empresas multinacionales, que se extienden mucho más allá de sus fronteras y ante las cuales se ve impotente. También le han nacido quistes internos, menos poderosos pero numerosísimos, que, aun estando frecuentemente fuera de la ley positiva, ésta no se les aplica. Así, dentro de las naciones desarrolladas con Estados poderosos, hay mafias, lobbies, guetos, sectas, sociedades secretas y tribus urbanas, que son frecuentemente la fuente real de las decisiones que afectan al conjunto del orden social. Todo lo que no está prohibido es obligatorio según la ley, pero la aplicación efectiva de esa ley omnicomprensiva se hace de manera selectiva, según la fuerza y las relaciones personales de los verdaderos núcleos de poder. Este hecho evidente fue denunciado, ya a principios de los setenta, entre otros, por Humberto Eco, que vio en él un retorno a la Edad Media en el mal sentido de la palabra, es decir, como un retorno al feudalismo y a las relaciones de vasallaje y dependencia personales, a cambio de protección y prebendas[1]. En buena medida, c reo que habría que dar la razón a esta visión negativa de Eco, por cuanto los grupos que así se han formado no son los cuerpos intermedios naturales, cuya vitalidad ha sido agostada por la rigurosa legislación liberal, sino sociedades contrarias al orden cristiano, cuando no comunidades de delincuentes, sin más. Los centros de enseñanza, las corporaciones profesionales o las agrupaciones municipales, si no están absorbidos por los partidos o sus sindicatos, tienen tales cortapisas en la legislación, que apenas tienen posibilidad de influir en la vida social. En cambio las sociedades de especulación económica, los lobbies de invertidos, los guetos islámicos, las agrupaciones de delincuentes o los simples grupos de presión, formados, por ejemplo, en el seno del funcionariado universitario, constituyen poderes fácticos, contra los cuales el Estado nada hace.
Sin embargo, algunos han saludado este estado de cosas con alborozo, viendo en él una manifestación de la inclinación humana a vivir en sociedades de creencias y costumbres comunes, que es contraria al individualismo liberal. Hoy ese hecho se ha convertido, en manos de la corriente, de origen americano, llamada comunitarismo, en una doctrina que concibe la sociedad como comunidad, no de individuos iguales dentro de un Estado neutro , sino de comunidades respetuosas entre sí, lo cual, a fin de cuentas, viene a ser un intento de acomodar a las nuevas circunstancias el neutralismo doctrinal del liberalismo[2].
Este comunitarismo ha sido bien recibido a veces por algunos eclesiásticos progresistas, movidos por los mismos resortes de adecuación a los tiempos que les impulsaron a bendecir la democracia individualista un tiempo atrás. Pero lo que nos interesa aquí es el hecho de que numerosos católicos tradicionalistas parecen haber abandonado el patriotismo, creyendo que su única obligación para con la sociedad, más allá de la familia, sólo consiste en la adhesión a la comunidad tradicionalista más cercana a sus inquietudes. En otras palabras lo que interesa es que entre los católicos tradicionales se está produciendo una tendencia práctica al comunitarismo, de manera a menudo inconsciente.
En resumen, fuera de las formas de patriotismo oficialmente admitidas –culturales, estéticos, costumbristas, constitucionales– hay otras actitudes entre los tradicionalistas que también tienen alguna desviación, como la que da por muerto el patriotismo, bien en aras de la globalización, bien en aras de las comunidades espontáneas. Si a esto añadimos el patriotismo cristalizado de, por ejemplo, los falangistas, nos hallamos ante un abanico de posibilidades, más o menos desviadas de la concepción tradicionalista del patriotismo y de la patria, que pueden producirnos cierta perplejidad, si no inducirnos a error y tentarnos con soluciones de moda. Tentaciones tanto más peligrosas cuando el separatismo y el europeismo nos azuzan a “hacer algo” y los sentimientos patrióticos no saben hacia dónde apuntar. Por ello, con la pretensión de dar alguna luz en la incertidumbre que todos padecemos, en este mundo cada vez más babélico que nos ha tocado vivir, intentaré dilucidar, desde la perspectiva tradicional qué es el patriotismo y cuál es su vigencia. Pero, por paradójico que parezca, no voy a apoyarme tanto en los autores tradicionalistas, sino en el pensamiento clásico de occidente y principalmente en unas observaciones de Santo Tomás. El tradicionalismo y el carlismo no se reducen a glosar lo que han dicho sus autoridades reconocidas, sino que ellas mismas deben ser vistas y juzgadas desde la totalidad del saber acumulado, a lo largo de siglos, por la sabiduría cristiana. Lo cual tiene su importancia, en lo que a nuestro asunto atañe, porque, en ocasiones, los más conspicuos autores tradicionalistas se han dejado influir por terminologías, doctrinas y hechos de la historia reciente, que han emborronado la doctrina clásica.
El patriotismo es una virtud, es decir, un hábito de obrar bien. El hombre, cuya acción no está determinada por los instintos, obra voluntariamente, es decir, escoge entre las cosas que conoce racionalmente. Pero no tiene que dilucidar, cada vez, lo que debe hacer, conforme al orden del universo que conoce, sino que adquiere hábitos, al realizar repetidamente las acciones. Esos hábitos, cuando son buenos, se llaman virtudes y, cuando son malos, se denominan vicios. Y ¿cuándo son buenos o malos? Eso depende de si están ordenados al fin de la naturaleza humana o no, cosa que alcanza a saber el hombre por la contemplación de su propia esencia y del lugar que le corresponde en el conjunto de las cosas. Si la adhesión de la voluntad a un objeto que es conocido racionalmente, conduce al fin del hombre que es la beatitud, o la salvación, entonces la acción es buena y el correspondiente hábito una virtud. Si no, es mala y el hábito es un vicio.
La diversidad de las virtudes se establece según sea su objeto. Hay deberes para con nosotros mismos, para con los demás hombres y para con Dios. La virtud de la piedad tiene por objeto a aquéllos seres con los que tenemos una deuda que nunca podremos pagar. Uno de los rasgos que diferencia la piedad de la justicia es que la justicia exige el pago equitativo de lo que se debe, mientras que la piedad, sólo puede devolver lo debido de manera muy parcial, de modo que lo entregado nunca puede igualar a lo debido[3]. La piedad en un sentido supereminente se ha tener con Dios, al que todo debemos. Pero, de entre los seres creados, se tiene también piedad con nuestros padres, a los que debemos la vida, su conservación y la educación. Y esa misma virtud también se extiende a la sociedad de hombres en que hemos nacido y a la cual debemos el orden, la herencia cultural, las costumbres y los servicios, sin los cuales hubiera sido imposible nuestra vida, conservación y perfeccionamiento. Hay pues dos clases de piedad: la piedad filial y la piedad para con la patria, que es precisamente el patriotismo.
Esta virtud, aunque es próxima a la justicia y a la caridad, tiene la característica especial de no poderse practicar más que con unos hombres determinados. Dios ha querido que nazcamos de unos hombres concretos y no por generación espontánea, ni de esporas, como las setas; y ha querido que eso se haga dentro de una sociedad más amplia, gracias a la cual ha podido mantenerse la familia en que hemos nacido. Pues bien, sólo con esa sociedad y esos hombres, que son nuestros padres, podemos ejercer la virtud de la piedad, lo cual diferencia esta virtud de la caridad, que se ha de tener respecto de cualquier hombre, y de la justicia que se ha de practicar con cualquiera al que debamos algo. Podemos ser justos con cualquier hombre y también caritativos, pero sólo con los padres y la patria podemos tener la virtud natural de la piedad.
A la deuda que tenemos contraída con nuestros padres y la patria se corresponde con unas acciones que genéricamente suelen denominarse “culto”, término que hoy se ha restringido hoy a los actos que manifiestan la virtud de la religión y del amor a Dios, pero que debe entenderse en sentido más amplio, cuando se refiere a los progenitores y a la patria. Pues a estas cosas no se les debe el culto de adoración, o latría, que sólo es propio de Dios[4]. El culto a los padres consiste esencialmente en el respetarles, obedecerles, servirles y, accidentalmente, cuando las circunstancias lo exigen, en atender a sus necesidades, como puede suceder cuando enferman o carecen de medios de sustento[5]. Y lo mismo ocurre con la patria, a cuyos miembros y gobernantes legítimos debemos culto, esto es, servicio, respeto y obediencia y, si es necesario, debemos ofrecer una ayuda especial, por ejemplo, en caso de guerra. En otras palabras, para con la patria, aparte del respeto y reverencia que le debemos y de la contribución al bien común, que cada uno debe realizar desde el puesto que le corresponde, tenemos la obligación de socorrerla en las situaciones extraordinarias que se presentan cuando es hostigada por enemigos externos o internos.
El bien común no es lo que la comunidad, o la opinión más amplia de esa sociedad que es la patria, considera bueno, sino lo que sólo puede alcanzarse gracias a la sociedad y que es bueno, es decir, lo ordenado al fin propio del hombre que es la salvación. Santo Tomás dice explícitamente que la piedad filial no obliga a respetar el deseo de unos padres que quieran, por ejemplo, apartarnos de la religión, por ser ésta una virtud más elevada que la piedad, ya que tiene por objeto al mismo Dios[6]. Al contrario, debemos odiar (odire) a los padres que tal pretendan “en cuanto eso hacen” (es muy importante esta precisión, pues no nos exime de cumplir otros deberes respecto de ellos). No es virtuoso respetar el desorden que podamos hallar en los padres y lo mismo proporcionalmente sucede con la patria: no hemos de amar a los gobernantes que mandan lo contrario al orden querido por Dios, ni respetar, o rendir culto, a nuestros conciudadanos, en cuanto tengan deseos desordenados, sino que debemos odiarlos bajo ese aspecto. El patriotismo, como cualquier otra virtud, es una disposición de la voluntad a obrar el bien, lo cual presupone el conocimiento de lo que es bueno, o lo que es igual, de la ordenación de los actos hacia el fin supremo del hombre, el cual, en la situación actual del hombre redimido sólo está en el Dios tal como él se ha revelado.
Para terminar con esta somera descripción de la virtud patriótica, hay que destacar su importancia y su excelencia, declarada tanto por filósofos paganos como por los pensadores cristianos. Baste con pensar que el deber de amar a los padres, que analógicamente se extiende a la patria, constituye el primer mandamiento del decálogo que se refiere a los hombres, antes que la obligación de no matar y de no cometer actos impuros. Baste con traer a la mente que la piedad para con la patria es incluso superior a la que debemos a nuestros mismos padres, porque lo común es más excelente que lo particular.
En resumen: El patriotismo es una virtud cuyo objeto es la sociedad y el gobierno que nos ha permitido vivir y perfeccionarnos, cuyo fundamento se halla en la deuda de gratitud que sólo con esa sociedad tenemos y que nos obliga a darle culto, en el sentido señalado, y a procurar el bien propio de esa sociedad, es decir el bien común, que sólo es tal, si está encaminado al fin último del hombre, presente en la Revelación y custodiado por la Iglesia Católica. Esto último es lo más importante y lo que determina todo lo demás: el fin del hombre y del universo está en Dios, y las acciones voluntarias del hombre deben todas ellas dirigirse a alcanzar la salvación propia y de los demás. Entendido esto, se entiende todo lo precedente y se hace evidente el sinnúmero de errores que sobre el patriotismo se cometen en la actualidad. Veamos los más llamativos.
1) El sentimentalismo patriótico: El patriotismo no es, propiamente hablando, un sentimiento, sino una virtud. Verdad es que la palabra patriotismo es nueva y puede aplicarse a la emotividad que acompaña a la virtud de la piedad. Sobre los nombres no se debe disputar. Los sentimientos constituyen una clase de entidades mentales, que no tenía cabida en el pensamiento clásico. La noción de sentimiento aparece en el XVII, y tiene en Pascal su antecedente, con la famosa frase, conforme a la cual tiene el corazón razones que la razón no entiende. Toma carta de naturaleza en el XVIII, gracias a Hume y a Rousseau, y se convierte en piedra angular de buena parte de la filosofía moderna, desde la teoría moral y religiosa de Kant, hasta la filosofía de los valores. Los sentimientos no son sino lo que la filosofía clásica llamaba las pasiones, o afectos del alma, que no son racionales de suyo, aunque pueden estar sometidos a la razón. Hay, por ejemplo una tendencia natural evidente a amar y defender a la patria y a los padres. Pero eso no es de suyo una virtud, si no está sometida al conocimiento racional del orden universo y encauzada al fin último del hombre. Como tampoco deja de ser virtuoso el que carece de tales sentimientos, por ejemplo, si ha estado alejado de su patria, pero, conocedor del orden natural y de los mandatos de la Iglesia, cumple con sus deberes patrióticos. El sentimentalismo filosófico ha dado a esas pasiones espontáneas una categoría que no les corresponde, al convertirlas en guía originaria de nuestra vida y en principio de toda moralidad. A mi entender, la razón última de este error radica en que esas pasiones parecen proceder directamente del yo, de la individualidad humana enclaustrada en su propia conciencia, y, al convertirlas en guía de la propia existencia, se traslada la fuente de la moralidad, desde el orden natural y la ley divina, hasta el hombre. Gracias a los sentimientos, así enaltecidos, se hace al hombre creador de su propio destino, conforme a las exigencias del humanismo moderno.
Que el sentimiento patriótico, igual que el filial, no es virtud de suyo y puede ser vicioso, se ve de manera clarísima cuando pensamos que los protestantes o los mahometanos, los liberales, los separatistas o los demócratas y defensores de la constitución pueden tener vivísimos sentimientos de amor a la patria, sin tener por ello la virtud del patriotismo. Precisamente porque el fin del patriotismo se halla en el bien común de la sociedad a la que pertenecemos y porque ese bien sólo es tal, si se encamina al fin último del hombre, resulta que el patriotismo de los herejes, los descreídos, los socialistas o los demócratas no tiene nada de virtud Porque persigue la perdición del hombre en cuanto pretende dirigir la patria hacia fines ajenos a la naturaleza humana y a la voluntad de Dios, como pueden ser la instauración de una democracia popular o de un régimen islámico[7]. Que el cristiano alabe, como es frecuente, tales patriotismos es como ser benevolente con el enamorado de la propia esposa o del joven que desea cohabitar con nuestra hija, atendiendo a la profundidad del amor que sienten. Una vez, vi en televisión un repugnante programa en que una señora sesentona, con atavíos rebuscadamente pueblerinos, presumía de los maravillosos hijos que tenía. La cámara, que en principio sólo presentaba su figura, se movió a continuación para enfocar a los hijos en cuestión, que resultaron ser dos homosexuales repintados. Para tener un amor de madre así, más vale no tener nada; y, lo mismo, para tener un patriotismo constitucional, mejor es ocuparse sólo de los propios asuntos.
Incluso los pensadores tradicionalistas se han dejado lleva r, con excesiva frecuencia, de esta confusión entre sentimiento y virtud. No quiero citar a ninguno, pero a todo el mundo resulta familiar la idea de que el patriotismo es un sentimiento muy elevado y laudable. Creo que hubiera sido mejor hablar de virtud, aunque, sin duda, esos pensadores sólo se referían al sentimiento patriótico previamente encauzado por la virtud y no a cualquier sentimiento patriótico desordenado.
2) El patriotismo folklórico. Otra confusión frecuente acerca del patriotismo atañe a su objeto. Creen algunos que con respetar el nombre, la bandera y el escudo de España ya se es un buen patriota. Mucha bandera y poco trabajo. Creen otros que con ensalzar la cultura, la historia, las costumbres o el folklore ya son buenos patriotas. Mucha pedantería y poco contenido. Y no quiero por ello decir que todo eso no deba ser respetado, sino que no es lo esencial. El objeto directo de una virtud puede ser, como en este caso, los hombres y la sociedad formada por ellos, pero no los usos, la historia o los símbolos. Si hay que respetar y rendir culto a tales cosas es sólo secundariamente: bien por consideración hacia los hombres de la sociedad en que vivimos, y por reverencia a sus padres y antepasados; bien porque las costumbres y tradiciones facilitan la unidad necesaria para que la sociedad alcance sus fines; bien, en fin, porque sus símbolos representan a la sociedad misma. Todo ello es digno de respeto, pero sólo de manera delegada, o participada, y ese respeto está sometido al criterio de orden respecto del fin, exactamente igual que el que merece la sociedad misma. Es decir, que no debe respetarse toda la historia, ni todo símbolo, ni toda costumbre, porque sea de nuestra patria, sino sólo aquéllos que son buenos.
Hoy en día, quienes exaltan el patriotismo, desde posturas ajenas o contrarias al catolicismo, transfieren invariablemente su objeto, desde los hombres y la sociedad con la que tenemos contraída la deuda en que se funda el patriotismo, a sus epifenómenos culturales, simbólicos, artísticos o folklóricos. Así, Sánchez Dragó hizo gala de supuesta virtud patriótica cuando dijo: “Conste que filosóficamente sigo siendo apátrida (…) pero no puedo permanecer indiferente ante la tentativa de desguazar todo lo que un país [como España] ha sido a lo largo de muchos siglos. Me indignaría también que eso se hiciera con la India, con Japón, con otras naciones”[8]. Y lo mismo le ocurre a Pérez Reverte, que, no por decir mucha hulería y palabrota, deja de defender un patriotismo estético y pedante, incoherente e interesado.
Lo malo es que esta tendencia ha hecho frecuente mella entre los escritores tradicionalistas, que a veces ponen objeto inmediato y directo de la virtud patriótica en las costumbres tradicionales, en la historia o en el suelo patrio. Cuando Santo Tomás habla de la virtud de la piedad para con la patria, no hace mención de nada de todo eso, tan escaso es el papel que le asignar. Sólo menciona la sociedad, sus hombres y el gobierno.
Veneremos enhorabuena todas esas cosas, que nuestra nación “nos lo pone fácil”, como hoy se dice. Porque liberales y socialistas, cuando quieren enorgullecerse de su patria, sólo puede recurrir a motivos tan fútiles como las victorias futbolísticas, de las que no menos podríamos presumir los católicos. Pero no las necesitamos, ya que podemos ufanarnos de las más gloriosas gestas que nación alguna ha hecho por el reinado de Cristo y de su Iglesia, mientras que los progresistas de todo pelaje no tienen gloria alguna a que acogerse en nuestra historia, como no sean las mil vilezas extranjerizantes o la caza de indefensos sacerdotes y monjas, que se han cometido en los últimos siglos. Pero hagámoslo con la conciencia de que todo ello es consecuente al amor debido a los hombres actuales de nuestra sociedad, y con la conciencia de que sólo son venerables la cultura, la costumbre y la tradición acordes con el fin del hombre y de la sociedad.
3) La substantivación de la patria. Una tercera manera de desencaminar el patriotismo nace de la manera en que se concibe la patria. No voy a hablar de la formación de las modernas nacionalidades y del estado, asunto sobre el cual ya hay demasiado, y demasiado bueno, escrito insignes pensadores tradicionalistas. El hecho es que la comunidad política por virtud de complejos avatares históricos ha venido a identificarse con lo que hoy en día se llaman naciones. Es decir, patria y nación (términos que se pueden separar o identificar como hace, aunque con distingos, el propio Mella) son, según eso, cosas como España, Francia o Inglaterra. Semejante nitidez y rigidez en la concepción del objeto de la piedad no se halla en Santo Tomás. Esa virtud se ejerce, según él, respecto de los padres, los consanguíneos, los compatriotas y el gobierno, enumeración que queda abierta a las diversas formas sucesivas de comunidades que culminan en los reinos, el imperio o la cristiandad.
La circunstancia transeúnte y accidental de la formación, durante los últimos siglos, de lo que llamamos naciones, que son formaciones políticas cuajadas, centralizadas y cerradas en sí mismas, ha influido de manera perniciosa en concepciones del patriotismo más o menos próximas al tradicionalismo. Me refiero concretamente al pensamiento de José Antonio Primo de Rivera, que substancializa la patria, confiriéndole una esencia inmutable y una especie de existencia separada y eterna[9], que la convierte, a través del Estado, en principio y foco de toda la acción política y social. Si el patriotismo cultural, o folklórico, toma el rábano por las hojas, el patriotismo falangista pone la carreta delante de los bueyes. No hay más que consultar la Norma Programática de la Falange, cuyo primer punto llama “realidad suprema” a España[10], y donde, sólo en el punto penúltimo, se acuerda de la religión para conceder que “nuestro movimiento incorpora el sentido católico –de gloriosa tradición y predominante en España– a la reconstrucción nacional”[11]. Verdad es que hay otras posibles lecturas de José Antonio Primo de Rivera y que su postura se explica como reacción ante el peligro separatista. No menor peligro tiene construir doctrinas para resolver problemas concretos, sin adoptar la necesaria distancia y hacer la imprescindible abstracción. Más vale seguir el ejemplo de Vázquez de Mella, cuyo patriotismo no va a la zaga, pero no pierde de vista el lugar que en el orden universal tienen la patria, que no es descrita como realidad suprema desde la cual se sigue el resto de los principios políticos, sino como realidad donde confluyen todos los elementos del trilema carlista[12].
La realidad de las modernas nacionalidades también parece haber influido sobre la identificación del Estado con la noción de sociedad perfecta, que tanto se ha empleado al hablar de los dos poderes en los siglos XIX y XX. Ni el Estado ni la nación son las únicas, ni las últimas, sociedades a que apunta el deber patriótico, entendido fuera de las condiciones históricas de la modernidad, que les ha aplicado la noción de acabamiento o perfección. Esa idea de la sociedad perfecta, que incluye la de su unidad, y la de su independencia, debe entenderse a la luz del fin, no como un fin en sí misma. La idea de la perfección aplicada a la sociedad se hallaba ya en Aristóteles, pero no era la unidad de una substancia que no puede formar con otra una substancia, sino que era la unidad determinada por el fin de la vida en común que es el “vivir bien”[13]. Bien es cierto que él concebía ese fin de manera sólo natural y que, en consonancia con sus circunstancias históricas, entendía que esa perfección se daba en las limitadísimas sociedades de varios pueblos que constituían las ciudades-estado en la antigua Grecia. Esa noción se ha aplicado luego a sociedades mucho más amplias, a los reinos medievales y a las naciones modernas. Pero lo esencial no es la unidad e independencia, sino la consecución del fin de la sociedad, que no se reduce al sustento y perfeccionamiento natural de los hombres, sino que es sobrenaturalizado y universalizado por el cristianismo, al incluirlo en el plan para el establecimiento del reinado de Cristo en la tierra. Por ello el carlismo ha insistido en el carácter abierto de la patria, que puede federarse, incluirse en imperios o tender a la unidad superior, que estaba en la idea de la Cristiandad.
Aquí también el criterio último ha de ser el orden del universo: el objeto de la piedad son las sociedades de las que somos deudores, empezando por las más próximas y prologándose hacia sociedades cada vez más amplias, sin confín predeterminado a priori. Sus límites no están prefigurados de manera tajante y definitiva, sino que dependen de las circunstancias históricas. Pueden ampliarse hasta formar imperios, pero no es imposible que, para cumplir su función y alcanzar el bien común, deban reducirse a unidades más limitadas. El separatismo es una sedición, cuando persigue un bien particular y destruye ese bien, que es la unidad, por intereses partidistas o enfrentamientos interesados. Pero, de suyo, podrían ser necesarios para alcanzar el bien común. Cuando Menéndez Pelayo dijo que, si España dejaba de ser un pueblo de Dios, “se volvería a los reinos de Taifas”, solemos fijarnos en la pérdida de la unidad –que mala es–; pero mucho peor es que esos reinos sean de taifas, es decir pueblos mahometanos o descreídos. De igual manera, la formación de unidades superiores será indudablemente conveniente, cuando se trate de lograr, mejor y más universalmente, el fin de la sociedad que en Dios se halla; será, en cambio, rechazable cuando se trate de alcanzar otros fines contrarios a la religión: la cristiandad era deseable, no la Unión Europea.
En resumidas cuentas, la piedad patriótica procede de una extensión, por analogía de proporcionalidad, desde la piedad filial; y esa extensión abarca las diversas sociedades escalonadas, hasta aquélla, cuyo gobierno englobe nuestra vida, y no tenga otros gobiernos por encima. Hasta dónde se extienda nuestra obligación patriótica es cuestión de hecho. Ahora bien, como la virtud patriótica incluye la obligación de colaborar al bien común y, especialmente, la de defender la unidad de la patria, pueden darse conflictos entre la obtención del bien común, rectamente entendido, y la unidad de hecho de la patria. En ese conflicto, cuya solución sería, en cada caso, cuestión de prudencia, debe prevalecer como criterio, igual que en todo lo demás, el fin último del hombre, y no la unidad de una nación sustantivada, como ocurre en la concepción fascista. La unidad e independencia son un bien, si están encaminados al verdadero bien común, pero no es un bien absoluto. Por eso es inadmisible, desde el punto de vista tradicional, aquello de Calvo Sotelo: “España, antes roja que rota”, que, tomado fuera de contexto, no puede ser más desafortunado.
Entiéndaseme bien. Creo que España, a pesar de que ha perdido la comunidad en la concepción del bien, y a pesar de que su unidad parece ser mantenida por un Estado en degeneración, debe hoy ser defendida en su unidad e independencia. Pero se ha de tomar conciencia de que, en la imprevisible babel política en que vivimos, ése no es el bien último, ante al cual deba sacrificarse el bien común cristianamente entendido.
4) El tradicionalismo apátrida. El último error, que deseo resaltar, nace de lo que podría describirse como la disolución del deber patriótico entre los católicos. Según mi interpretación ese deber se extiende a todas las sociedades a que pertenecemos, y culmina en la más elevada de esas sociedades, cuyo gobierno tenga poder real, legítimo o no, sobre nosotros. Tenemos respecto de esas sociedades la obligación ordinaria de contribuir al verdadero bien común y el deber accidental de atender a sus necesidades extraordinarias. En nuestro caso, eso se concreta, a mi parecer, en el deber extraordinario de enfrentarnos, por los medios que tengamos a nuestro alcance y con la debida prudencia, a esos gobiernos, regionales, nacionales o supranacionales ilegítimos que están sobre nosotros. Tenemos que oponernos a ellos, con no menos entusiasmo que a un enemigo exterior, que hostigara o conquistara nuestra patria desde fuera.
Sin embargo, vemos hoy que el deber patriótico no sólo no es cumplido por los católicos, sino que niegan tenerlo. Dos errores distintos han contribuido, según entiendo, a que la mayor parte de los católicos no perciban la obligación patriótica extraordinaria de enfrentarse a esos enemigos interiores, que apartan a nuestra sociedad del fin al que debe dirigirse. La primera procede del contagio modernista que padecen las autoridades eclesiásticas, y de la consiguiente doctrina sobre la independencia del orden temporal respecto del espiritual. La sesgada interpretación maritainiana de la separación de poderes, admitida por muchas jerarquías eclesiásticas; el decidido apoyo teórico de estas últimas a la democracia; su posterior negativa a enmendarse ante los desastrosos resultados de esa enseñanza; el recurso a enmascarar la misma postura con la vacía retórica de la laicidad positiva; todo eso ha vaciado de huestes cualquier organización que pretenda cumplir con el deber patriótico. Y así, cuando, entre los católicos, cunde la alarma por el futuro de nuestra patria, la única reacción que se ha dado, de manera común, ha sido votar al PP, con gran satisfacción por parte de los mejores obispos.
Pero, aún hay otra postura, a mi entender errada y poco denunciada, que no se da ya entre los seguidores del progresismo eclesiástico, más o menos virulento, sino entre los mismos tradicionalistas. Ese error se produce por creer que la patria se extiende sólo hasta donde llega, de hecho, la comunidad de fines conforme a la doctrina cristiana. Me explico: para algunos sólo pertenecemos a la comunidad de quienes admitimos las doctrinas tradicionalistas y, por ello, tratan de vivir en el seno de las pequeñas sociedades tradicionalistas, con la sana intención de preservarse a sí mismos, y a sus familiares, del contagio del mundo hostil al cristianismo en que vivimos. Están dispuestos a emigrar, si las cosas se ponen feas en España, y sólo pretenden del resto de sus semejantes, definitivamente perdidos a sus ojos, que respeten su comunidad, sin considerarse obligados, en modo alguno, a defender la sociedad en que hemos nacido. En otras palabras, hay numerosos tradicionalistas que vienen a mantener, en la práctica y sin saberlo, la doctrina del comunitarismo, que es, a la postre, una forma de liberalismo bastante cómoda. No deben olvidar, sin embargo, que quien quiere salvar su alma la perderá.
Es maravilla ver cómo muchos católicos puntillosos, incapaces de matar una mosca o robar un céntimo, fieles cumplidores de sus deberes de estado y de sus deberes religiosos, no mueven un dedo, no dan un euro, no se molestan en lo más mínimo por la patria, en estas horas negras por las que atraviesa; con lo cual cometen, a mi juicio, un pecado de omisión semejante al de abandonar a los padres en los momentos de necesidad. Peor incluso, según muchos, porque, como dice Aristóteles, “la ciudad es anterior por naturaleza a la familia y a cada uno de nosotros”[14].
Cultivemos, pues, la virtud del patriotismo y atendamos a nuestra patria en su enfermedad y decadencia. Huyamos de la reacción egoísta que nos acecha; a los viejos en forma de desesperación y deseo de no ver lo que se avecina; a los jóvenes, en forma de entrega a la diversión, que permite olvidar la propia responsabilidad y la realidad misma. Perdamos por nuestra patria el tiempo, el dinero, las amistades y el buen nombre dentro de esta degenerada sociedad, pues así cumpliremos un mandamiento que, en el decálogo, sólo es inferior a los que directamente se refieren a Dios y haremos méritos para alcanzar, un día, nuestra auténtica Patria.
[1] ECO H., “La Edad Media ha comenzado ya”, en ECO H., COLOMBO F., ALBERONI F. y SACCO G., La Nueva Edad Media, C. Manzano trad., Alianza, Madrid 1973.
[2] Cf. el número monográfico de la revista Catholica, titulado “Personnalistes et communatariens” (n.º 97, 2007) y AYUSO, M., “La metamorfosis de la política contemporánea, ¿disolución o reconstitución?”, Verbo 465-466, mayo-junio-julio 2008, págs. 521 y sigs.
[3] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, II-II, q. 80, a. 1, co.
[4] SAN AGUSTÍN, Ciudad de Dios, l. X, cap.1.
[5] SANTO TOMÁS, S. T., II-II, q.101, a 2 co.
[6] S. T., II-II, q. 101, a. 4, ad 1.
[7] “Los que fomenten, aprueben o hagan posible la ruptura de la unidad católica de las Españas son destructores de mi patria”, dice Elías de Tejada (“La pietas en Santo Tomás de Aquino”, en Santo Tomás de Aquino; hoy, Speiro, Madrid 1974, pág. 103).
[8] El Manifiesto.com, 11 de abril de 2007.
[9] “España es Irrevocable. Los españoles podrán decidir acerca de cosas secundarias; pero acerca de la esencia misma de España no tienen nada que decidir (…) Las naciones (…) son fundaciones, con substantividad propia” (PRIMO DE RIVERA, J. A., Textos de doctrina Política, Delegación Nacional de la Sección Femenina de F.E.T. y de las J.O.N.S., Madrid 1966, pág. 286).
[10] Ibid., pág. 339.
[11] Ibid., pág. 344.
[12] VÁZQUEZ DE MELLA, J., Obras completas, Junta de Homenaje a Mella, Madrid 1932, t. XV, pág. 239.
[13] Pol. I, 3, 1252b 28; cf. II, 2, 1261a 18 ss
[14] Pol. I, 2, 1253a18. Cf. ELÍAS DE TEJADA, F., op. cit.