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Número 483-484

Serie XLVIII

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Españoles que no pudieron serlo. La verdadera historia de la independencia de América

 

“Mirad la roca de la que habéis sido tallados y el manantial del que habéis salido”.

(“Adtendite ad petram unde excisi estis et ad cavernam laci de qua praecisi estis. Isaías 51, 1)

Hemos realizado un recorrido por lo que fue el nacimiento de la hispanidad, de la comunidad política de pueblos hispánicos, hasta su suspensión en 1810-1833. La síntesis nacida al aliento del tercer concilio de Toledo perduró como ideal durante la Reconquista, y en aquellos trabajosos siglos fue fijando sus contornos definitivos. Aquella síntesis no era planta delicada que no admitiese trasplantes a otras latitudes. Con la gesta de Colón y los auspicios de Alejandro VI, los Reyes católicos lleva ron sobre las aguas aquel perfeccionado principio civilizador de la política española. Al otro lado del océano encontraron un panorama abigarrado de sociedades, religiones y culturas, pero también de ignorancia de las verdades supremas, de costumbres abominables, de opresión despótica.

Siguiendo los rigurosos dictámenes de Vitoria se abrió paso la predicación del Evangelio y comenzó a florecer por vez primera la ciudad americana, como lugar de procura del bien común. El mestizaje es una obra, como diría Maeztu, de la hispanidad. Convendría que se ocuparan en pensar sobre ese mestizaje hispano aquellos hijos suyos y de España que, desde el siglo XIX, han agarrado una tortícolis de tanto mirar al norte, embobados por el imperialismo inglés y gringo, bucanero el uno y cuatrero el otro, si hemos de estar a la historia.

Los ingleses, en siglo y medio, pocos indios dejaron en sus colonias, y los norteamericanos, al expandirse hacia el oeste, en menos de un siglo acabaron con millones de ellos, apoderándose de sus tierras y de sus recursos naturales. Ni los unos ni los otros soñaron en algo como el mestizaje, como tampoco dieron mucho pensamiento a la legitimidad de su presencia americana. Hoy, doscientos veintiséis años después de la independencia de los Estados Unidos de América del Norte, sólo el 1,4 % de su población es indígena y tan sólo cuarenta años después de su independencia, aquel país tenía ya un 82% de la población blanca y el 18% restante se repartía entre negros e indios. En la España americana, en el momento de consumarse la secesión, en 1825, el porcentaje de indios era al menos el 36 % y el de mestizos (inexistente en los EE.UU.) ascendía al 27 %. Sólo un 19% de los pobladores eran blancos, después de más de tres siglos de hispanidad.

En mi recorrido no me he detenido ni en la inhumana condición de los indios americanos a la llegada de los españoles, ni en los abusos que cometieran algunos de los blancos que allí se establecieron. Ni el paganismo privaba absolutamente a los indios de derechos políticos, ni los circunstanciales excesos de los españoles pasaban de ser materia de aplicación de la ley penal o de confesionario. Quienes no quieren examinar la cuestión de la hispanidad política en su orden propio, el del derecho público y la filosofía social, se empeñan en soñar absurdos paraísos prehispánicos donde –rigurosos cronistas resultaron los buenos frailes– campeaba la sordidez y la muerte. También hacen muchos aparatos con cuadros de codiciosos europeos sometiendo y ultrajando la mansa candidez de las culturas indígenas. Todo eso, claro está, sostenido una vez más por el “todo el mundo lo sabe” y el “no me lo negarás”. Pues aparte de que ni hubo arcadia feliz antes de que los españoles trajeran la civilización cristiana ni los blancos presentes en América portaron otro estigma que el del pecado original y otro abanico de faltas que el de los siete pecados capitales, todo lo que se diga en ese sentido es mejor demostrarlo.

Me he fijado de propósito sólo en los aspectos que tienen que ver con la misión de España en América, la constitución de una ciudad cristiana, y con su decadencia y su abrupto final, al menos como realidad activa. En otras palabras, he observado aquella realidad desde el punto de vista que, desde Bartolomé de las Casas hasta hoy, se suele eludir y sin embargo es el más propio: el mencionado de la doctrina política. Lógico es que algunos no quieran verlo desde ese ángulo, pues es el que deja mejor parada la labor de España y, por otra parte, ofrece una sugerente posibilidad de futuro para toda Hispanoamérica.

La explicación razonable para la hipersensibilidad de gran parte de los hispanoamericanos ante el tema de la historia de América y de las independencias es la inquietante y confusa percepción de cosas que no encajan en el discurso habitual. Como diría el mexicano Luis González Alba, la falsificación de su acta de nacimiento es un mal comienzo para un país. Deja a sus ciudadanos sin la paz que otorgan las certezas y en manos de la violencia del voluntarismo, que percibe cualquier indagación como una amenaza.

Aunque no podamos decir que lo conocemos todo en torno a la independencia de América, los hechos principales son bien sabidos. No son estos, sin embargo, los que nos sacarán de la perplejidad, sino la correcta interpretación de aquellos hechos.

Los hechos, en su condición mostrenca, fácilmente sirven para encubrir arraigadas y falsas explicaciones. He aquí el más palmario ejemplo: se habla, una y otra vez, de las causas de la Independencia de América. Se enumeran agravios, circunstancias autóctonas y cambios como explicación de aquel proceso. Los hechos recogidos en esos inventarios suelen ser reales, al menos cuando estamos ante historiadores serios, no meramente ideólogos. El engaño no está ahí, sino en una inconsecuencia lógica: se confunde lo que son causas del malestar criollo con las causas de la independencia. Las causas de aquel desasosiego no dan razón más que de la disposición levantisca de los criollos. Tomar la resolución, cambiar las convicciones, abolir la piedad política, renegar del propio pasado, no se explica con esas causas. A menos que deliberadamente nos interese simplificar aquel proceso, convirtiéndolo en necesario, en fatal, inevitable fruto de unas condiciones materiales.

Lo que durante estos doscientos años complacientemente se ha presentado por historiadores y políticos como “causas de la independencia de América” son en realidad sólo algunas de las causas del profundo malestar y desasosiego de los criollos en las postrimerías del siglo XVIII y comienzos de XIX. Aquel desasosiego operó como un factor de presión, de predisposición al cambio, pero no portaba en sí mismo necesariamente un modo predeterminado de resolver aquella desazón. La labor de justificación posterior de las nuevas repúblicas ha trabajado en la dirección de presentar esas causas como origen necesario y fatídico de un proceso que no podía concluir sino en la ruptura con España. Hay, sin embargo, tal diferencia de órdenes entre el plano político y el psicológico que la mera transformación de éste no conlleva la modificación del aquél. En el fondo, esta interpretación corriente pretende dejar a un lado el análisis del hecho más traumático. Se considera que la destrucción de la unión hispánica era algo irremediable, dados los cambios que se habían dado en la sociedad americana.

La prueba psicológica de que esta explicación no es satisfactoria es esa anómala hiperestesia, hipersensibilidad que rodea a los temas históricos americanos. Más todavía si quien los suscita es un “peninsular”.

Por poner una analogía traída de la moral, las condiciones en las que se encuentra un hombre cuando realiza un acto pueden condicionar su responsabilidad, su grado de culpa o de mérito, pero no explican, no agotan en sí mismas la razón del acto. Del mismo modo, la zozobra en la que se encontraban los criollos –bien explicada por lo que llaman “causas de la independencia”– influye sobre la decisión política, pero no elimina la necesidad de buscar una razón específica para ese acto.

Los argumentos que utilizaron en su momento todos los libertadores americanos, por variados que aparezcan a primera vista, son tremendamente unilaterales. Ninguno tiene en cuenta razones de orden propiamente político natural, como son el bien común, acumulado y actual. Se apela a motivos como la supuesta disolución del pacto entre la dinastía y el pueblo, a la pretendida falta de títulos de dominación de España sobre América, y sobre todo a una supuesta o supuestas conciencias nacionales que legitimarían por sí solas la secesión.

El somero análisis de estos argumentos demuestra que no son tales, sino meras apariencias, sofismas, con la intención de suscitar movimientos pasionales, más que racionales. Lo que, en cambio, sí era verdad era el abuso en el ejercicio del gobierno real. Hemos visto que, en sana doctrina política católica (la generalidad de los insurgentes se “declaraban” católicos) la mera existencia de abusos no legitima la insurrección. Sólo es así cuando estos se hacen intolerables y se dan las suficientes condiciones sociales. Los independentistas hubieran podido protagonizar alzamientos contra los abusos del gobierno, avalados por la doctrina de la Iglesia, pero de ninguna manera ésta hubiera amparado la violación de los deberes sagrados de piedad política.

La triste realidad es que lo que aconteció en América entre 1810 y 1825 fue exactamente lo contrario de lo que la filosofía social y el derecho público cristianos avalan.

Los alzamientos no se hicieron contra el abuso cometido en detrimento del bien común actual –el despotismo– y en defensa del bien común acumulado, la patria. Las máscaras de Fernando VII en apariencia se apoyaban en el gobernante actual para mejor disimular la intención de inmolar la patria, el bien común heredado. Incluso, cuando se dejaron caer las máscaras fernandinas, los republicanos americanos sostuvieron los mismos principios de gobierno que el rey. Las independencias se consolidan durante el trienio liberal de Fernando VII (1820-23) y las repúblicas se cimentarán sobre la base del liberalismo político, con sus facciones moderadas y progresistas, igual que en “la península”. Tan subvertidos estaban los criterios que hasta los “trigarantistas” llegan a plantearse ofrecer el trono de México al denostado Fernando VII, a condición de que sea un país completamente independiente. A condición de negar el bien común acumulado, se está incluso dispuesto a entronizar al máximo responsable de la decadencia del bien común actual: muera la patria y viva el mal gobierno. Absolutismo y liberalismo, como se ha visto, por encima de sus palpables diferencias, están íntimamente identificados en su rechazo de la doctrina política católica.

La decisión de despedazar la comunidad política es una fórmula que arraiga en el campo abonado de la América levantisca. Como decía Richard Weaver, “las ideas tienen consecuencias” , intuición que desarrollaba Jacques Maritain:

“Por la mente empieza todo; y todos los grandes acontecimientos de la historia moderna se han fraguado en el fondo del alma de algunos hombres, en la vida de este νοὐζ que, como dice Aristóteles, no es absolutamente nada en cuanto al volumen y en cuanto a la masa. La celda donde Lutero discutió con el diablo, la estufa junto a la cual tuvo Descartes su famoso sueño, el paraje del bosque de Vincennes donde Juan Jacobo, al pie de una encina, mojó de lágrimas su chaleco al descubrir la bondad del hombre natural, son los lugares en donde ha nacido el mundo moderno”.

El juramento de Bolívar en el monte Sacro ante su mentor Simón Rodríguez, las cavilaciones gringas de Francisco de Miranda en New Bern, o las tormentosas noches del destierro itálico de Viscardo condensan largas crisis y cambios “fraguados en el fondo del alma”. Aquellos episodios reflejan recomposiciones intelectuales de hombres que hasta entonces seguían moviéndose dentro de los parámetros de un mundo para el que carecían de claves. El viejo orden se les había vuelto incomprensible y sus límites insoportables. Ninguno de aquellos sueños tenía nada de político en sí mismo, aunque estuviera preñado de consecuencias políticas.

Por la mente comienza todo, no sólo en los “precursores”. El desasosiego campeaba en unos pueblos que habían sido constituidos políticamente por la misma corona que estaba contribuyendo a desmedularlos. Lo que se fraguó en el fondo del alma de todo un pueblo no fue un proyecto definido (eso es patrimonio de los Miranda, los Bolivar, los Moreno y otros tantos), sino la independencia intelectual y moral respecto de los viejos principios religiosos, políticos y morales. América era un barco con una tripulación confusa y sin piloto que continuaba todavía su ruta por inercia, pero políticamente a la deriva. Éste es el barco que sufrió el abordaje de los independentistas y no encontró auxilio del mundo tradicional. Para todos era evidente que urgía un timonel que gobernase con mano firme.

El cambio de lealtades, aunque traumático, resultó asombrosamente rápido: en su mayoría ya no había mentalidades sólidamente asentadas en los principios de la piedad política, del deber sagrado hacia la patria. Eran y se sentían españoles, sí, por sincero sentimentalismo. El sentimiento sin raíces pronto se trasvasa si es dirigido por manos hábiles. De igual modo se convirtieron en sinceros y pasionales argentinos, peruanos, mexicanos, ecuatorianos o uruguayos.

Las comunidades políticas tienen un origen cuya sombra se proyecta sobre el presente de cada país. El tiempo trascurrido no es decisivo, ni la historia acumulada después, tampoco. Nada de eso compensa la necesidad de sentir orgullo por la fuente de la que uno brota. El estudio de los orígenes de las repúblicas hispanoamericanas deja al descubierto insalvables fallas en cuanto a la legitimidad (como por otra parte el de los regímenes de la España ibérica moderna, pero eso merece análisis aparte). La subversión de la relación entre patria (bien común acumulado) y gobierno (agente principal del bien común actual), y la confusión jacobina entre patria, Estado y nación constituyen cada una por su lado graves faltas: al hacer memoria de su origen, estos países levantan hitos en recuerdo de impiedades y de engaños.

Nadie ha explicado satisfactoriamente, ante todo a los propios americanos, por qué se destruyó la comunidad política hispánica. Enmarañada y confusamente se han presentado un cúmulo de causas que, como hemos visto, sólo dan razón de un grave descontento. Pero esas razones no satisfacen, no aquietan la inteligencia con la paz necesaria para fundar un patriotismo sereno.

Atención aparte merece la propagación de ese pensamiento jacobino y voluntarista, contagiado al pensamiento católico de muchos americanos. Causa tristeza leer las loas a los libertadores salidas de plumas católicas. Somos, sin embargo, hijos de nuestro tiempo. Uno de los principales morbos que afligen a la Iglesia después de la edad moderna es el olvido de la doctrina política católica por parte de sus fieles. Reducida para muchos de ellos la fe a un credo sólo de realidades trascendentales y a un código de conducta privada, los católicos no advierten la incompatibilidad de los principios políticos modernos con los propios de la Iglesia. De este modo se fijan en aspectos muy secundarios –como la verbal declaración de confesionalidad católica contenida en la mayor parte de las constituciones americanas– dejando pasar en ominoso silencio los insalvables delitos contra el derecho político cristiano y el derecho natural que manchan la secesión. Ésta no es una disputa entre “peninsulares” y “criollos”, entre europeos y americanos, pues análogos delitos se encuentran en el devenir posterior de la política hispanoibérica.

Los nacionalistas hispanoamericanos, lo mismo que los españoles europeos (que abusivamente se arrogan en exclusiva el nombre de “españoles”) han sufrido el contagio de la idea de “nación-patria” típicamente revolucionaria. Como denunciaba Jean de Viguerie y reiteraba Miguel Ayuso, se ha obrado la confusión “entre las dos patrias –la tradicional tierra de los padres y la nación revolucionaria–, tras la revolución de 1789”. Ayuso va más allá y señala que la “nación-patria” revolucionaria ha suplantado en muchas mentalidades el lugar que ocupaba la vieja patria, captando “en su exclusivo provecho lo que quedaba” de aquella. Como bien concluye Ayuso, esa suplantación y captación ha “engullido” incluso “ a los que se profesan contrarrevolucionarios y dicen acogerse a las banderas de la tradición”.

La única manera de que un católico “nacionalista” pueda reivindicar las figuras de San Martín, de O’Higgins, de Miranda o de Bolívar, es la de renunciar a examinar su obra con los criterios del derecho público y de la filosofía social cristianos y aceptar tácitamente el criterio voluntarista de la voluntad popular en lugar de la tradicional primacía del bien común.

Ese “nacionalismo católico” de hoy proviene del “nacionalismo católico” de tiempos de las revoluciones. La historia de la independencia está tachonada de votos religiosos por el triunfo de la causa secesionista, de Te Deums y de procesiones tras la toma de ciudades, de proclamas en nombre de la Trinidad, de pendones con la enseña de María Santísima y, para rematar, de confesiones de fe en los textos constitucionales. En algunos casos poca duda cabe de que fueron instrumenta regni: utilización interesada de la religión con fines políticos, al más puro modo regalista. Pero en la mayoría de las ocasiones no hay motivos para dudar de la devota intención, lo mismo que hoy no se puede dudar de la bondad de intención de los nacionalistas católicos. No por ello la colaboración objetiva con la destrucción de los restos del orden político cristiano es menos grave, en unos y en otros.

Incluso entre los católicos que en las nacientes repúblicas van a ser considerados “conservadores” se interiorizan “los principios racionalistas de tal manera” que “hay multitud de católicos adheridos a ellos: como cristianos tienen a la Iglesia por madre y consienten en obedecerla; pero como ciudadanos la reputan extraña y no aceptan su supremacía. Les parece cosa buena que la Iglesia católica sea libre como el protestantismo, el judaísmo y el mahometismo; pero que el Estado sea libre también y absolutamente independiente”, decía el Padre Auguste Berthe.

Es curiosa la parcialidad con la que algunos de estos católicos nacionalistas miran la historia. El venezolano Guillermo Figuera critica ásperamente –y con toda la razón del mundo– la hipocresía de los redactores de la Constitución de Cádiz, que “comenzaba invocando el nombre de Dios; declaraba que la Religión Católica, Apostólica y Romana sería perpetuamente la de la Nación española”. Añade Figuera:

“Los mismos legisladores que así lo declaran solemnemente, atentaban contra ella [la religión católica], la perseguían con leyes sectarias y minaban con astucia satánica la unidad católica de España, conquistada con hazañosas luchas, posesión indiscutible entonces de la nación española. La supresión del Santo Oficio era una invasión total de la potestad eclesiástica (...) Espiga [clérigo jansenista constituyente] terminaba su discurso: Yo creo que deben hacerse todos los sacrificios posibles por la fe, pero no los que sean contrarios a la Constitución”.

Análogas acusaciones se han de hacer a los gobiernos surgidos al amparo de las constituciones confesionalmente católicas de América, que lleva ron a cabo políticas de persecución contra la educación católica, que permitieron la opulenta floración de logias masónicas (la puntual prohibición de 1828 en la Gran Colombia es una historia de rencillas entre Bolívar y Santander, pero el propio Bolívar siguió vinculado a la logia) y que ambicionaron no ya la separación, sino la regalista sumisión de la Iglesia al Estado. Para los liberales puros, la consigna oportunista fue la de que el catolicismo era conveniente porque las masas eran católicas y permitir abiertamente la proliferación de sectas hubiera generado un fermento social en un momento en que se trataba de tranquilizar a las masas soliviantadas y anarquizadas por las guerras independentistas. Para los moderados o conservadores se trataba de “hacer políticas católicas” en el sentido de políticas “éticas” y de favorecer a la Iglesia, pero ya no de aplicar el derecho público cristiano, no sólo en cuanto a la tesis religiosa, sino a la estructura de la sociedad.

Un catolicismo devoto, sentimental y privado no ofrecía problema alguno a los liberales y parecía ser el programa de los conservadores. Lejos quedan la constitución católica de las Españas, la expresión de la justicia general popular a través de su autonomía municipal y foral, el respeto a los cuerpos intermedios, la primacía de la costumbre, del pacto y del derecho natural sobre la ley escrita.

El nacionalismo, lleve el apellido que lleve, colisiona frontalmente con la doctrina política de la Iglesia. Esencializa la nación, una realidad que no es política. Luego, esa ficción nacional, esa idea bastarda hecha de símbolos, exaltación pasional, himnos y proclamas, se quiere identificar con realidades que sí son políticas como son el Estado y la patria. Como diría de Viguerie, más que identificarse las suplanta.

Más de uno se preguntará adónde quiero llegar. Sencillamente a suscitar una reflexión sobre estos temas, habitualmente blindados por la pasión. Mi afán no es destructor, salvo de escombros que impiden que descubramos y palpemos los cimientos sólidos sobre los que reedificar la comunidad política. Poco me importa y poco debería importar la improbabilidad de esta aspiración. Lo importante es que se funda en la verdad de las cosas, la que nos hará libres. Si llegamos a ver o no restaurado un orden cristiano hispánico es secundario. En las anómalas situaciones en las que la ciudad queda sin jefe que dirija las voluntades hacia el bien común, no por eso decae la obligación de concurrir excepcionalmente al bien común. Sigue vigente. Sigue obligando a cumplir fiel y exactamente nuestros deberes de justicia general.

España ha sido una comunidad política identificable al menos desde la profesión pública de fe del rey Recaredo en el año 589. La unidad católica y las leyes del reino son el constitutivo de esa comunidad. La unidad católica como principio perfecto, inmodificable; las leyes fundamentales del reino, como principio perfectible, dinámico y castizo, forman la expresión ideal de España, Hispania, como comunidad política, vinculada físicamente, pero no encajonada en unos límites territoriales. Que España se conformase en el año 589 no quiere decir que se inventase entonces. La unidad política hispánica ya existía, heredera de las pugnas celtíberas, romanas y visigodas. Al menos desde la caída del Imperio romano, con una legitimidad política independiente. Legitimidad transmitida y heredada que llega hasta el arriano Leovigildo –que no por hereje dejaba de ser jefe– y de él a su hijo, que incorpora a esa legitimidad sustancial e indiscutida el accidente sagrado e inamisible de la fe católica.

Inicialmente, la Hispania acuñada en el troquel de Recaredo –unidad católica y constitución del reino– existió como realidad activa y continuada sólo durante ciento veintidós años, o ciento treinta, según se mire. Solamente. La invasión comenzada por Tariq en el 711 había dominado prácticamente la península entera para el año 720, salvo algunas zonas montañosas en Asturias y el Pirineo. Comenzó entonces la Reconquista. No como un cálculo ni como un proyecto, sino como un deber. Fue fácil, después del siglo XIII y sobre todo después de 1492, pensar en la Reconquista como un proyecto, pero no lo fue en su momento. España, después de poco más de un siglo de andadura política definida desaparecía bajo la jaima mahometana.

Casi ochocientos años duró la presencia ismaelita en la Península. Setecientos ochenta y un años, para ser más precisos, hasta la destrucción del reino nazarí. Claudio Sánchez Albornoz lo dice con exactitud: la historia de la Reconquista aportó “la diferenciación estatal de las comunidades políticas nacidas de la local resistencia originaria contra los musulmanes. Pero la idea de la unidad de Hispania había sobrevivido a todos los fraccionamientos políticos de la Península”. La realidad política del 589, del tercer concilio toledano, de la abjuración y profesión pública de fe por parte del rey Recaredo, no se extinguió con la invasión. Tan perfecta y potente fue aquella síntesis que, transformada provisionalmente de realidad política en ideal de unidad, siguió ejerciendo una virtualidad política. Los hispanos, cristianos, se sentían obligados por aquel ideal. El bien común actual se veía confiado a instancias provisionales, pero el bien común acumulado seguía reclamando la piedad patria de los españoles. Todos los reyes de los distintos reinos forjados al calor de la lucha político-religiosa, se reclaman herederos y transmisores del legado godo. Una herencia que apetece, que demanda, una unidad política, sin aminorar toda la riqueza política de cohesión, de foralidad, ganada durante la lucha.

La reconquista no fue un proyecto: fue un deber. Fue la ejecución de un deber político que provenía del pasado, del bien común compartido y acumulado. Quien piense que esto es una simplificación, debe enfocar el problema: no es la Historia, ni la literatura, sino la política la que nos da la clave de una realidad política como fue la lucha por el restablecimiento de la unidad hispánica.

En un momento, ese ideal parece recuperar su realidad con la coronación de Sancho el Mayor de Navarra, pero a su muerte esa unidad, frágil todavía y celebrada como un reencuentro, se vuelve a perder. En 1469 el matrimonio de Isabel y Fernando sella establemente la unidad. Como he dicho más arriba, esa estabilidad pudo desvanecerse si Juan, el hijo habido entre Fernando y Germana de Foix hubiese sobrevivido. Pero también está dicho que eso no hubiera cancelado la virtualidad del ideal de unidad política para las Españas. Se hubiera retrasado en el tiempo.

Con altibajos, con los dos vectores contradictorios de la monarquía hispánica, aquel ideal tuvo traducción concreta –traducción en un bien común actual– durante más de tres siglos y medio, hasta la muerte de Fernando VII. El hecho de que de la monarquía brotasen ambos vectores no quiere decir ni que ambos tuvieran la misma relevancia objetiva ni que los monarcas vivieran una esquizofrenia.

El vector tradicional es el constitutivo, el esencial. El vector despótico es defectivo, parasitario. El primero es el que da continuidad al ideal, mientras que el segundo nos recuerda que todas las realizaciones históricas de este ideal son imperfectas. El vector tradicional es el ideal aplicado.

Cuando el régimen político de la vieja hispanidad de nuevo deja de tener traducción política con el advenimiento y consolidación del nacionalismo liberal, lo que hasta entonces denominábamos el vector tradicional vuelve a convertirse en el ideal hispánico.

Desde el período de 1810-25 en América y ciertamente desde 1833 en Europa, hasta hoy, los territorios españoles, fragmentados en veinte unidades políticas distintas, discurren por caminos extraños a ese ideal español. Sin embargo, la desazón que acompaña ese discurrir da testimonio de una ausencia.

De un modo análogo a como el recuerdo de la monarquía española visigoda ejerció un influjo sobre los españoles privados del dominio de sus territorios durante la Reconquista, hoy el viejo ideal de la constitución política de las Españas, desterrado de las conciencias por dos siglos de “instrucción pública” antiespañola, debe erigirse en faro de nuestro actuar político.

Ni entonces fue, ni ahora es un proyecto político. Entonces fue, como ahora es, el reconocimiento de un deber. Siempre ha sido así. Los españoles americanos que se vieron atrapados por las guerras de la secesión, indios, negros, criollos y gachupines, lucharon sin el entusiasmo de un proyecto, que Fernando VII no podía ofrecerles. Lucharon con la resignación y la determinación del deber. El deber que imponían los ancestros les empujaba a luchar contra los advenedizos que prometían un sueño edificable sobre la tumba de la patria. Ésa era la lucha del pueblo, no la de los masones como Morillo o de los liberales como de la Serna y tantos otros jefes militares y políticos. Por ser una lucha que nace del deber y no de un proyecto ni un interés, convierte a sus protagonistas, como dice el testamento político de S.M. Carlos VII, en “obreros de lo por venir”:

“Trabajamos para la historia, no para el medro personal de nadie. Poco nos importaban los desdenes de la hora presente, si el grano de arena que cada uno llevaba para la obra común podía convertirse mañana en base monolítica para la grandeza de la Patria”.

Durante casi ocho siglos, el viejo ideal apremió el combate de los españoles contra el alfanje. Desde que hace dos siglos se volviera a romper la hispanidad, la piedad patria espera la satisfacción de sus derechos. De igual modo en que los ocho siglos de la Reconquista aportaron la articulación castiza y foral al ideal, los dos siglos del actual destierro político habrán necesariamente de hacer sus aportes a ese ideal. Permanecerán la sustancia y sus accidentes propios del ideal: la Unidad católica y la armonía de naciones en una comunidad política. Pero la hispanidad integra ya las expresiones nacionales o paranacionales americanas.

Hace ahora ochenta años, en el marco de la Exposición Universal celebrada en 1929 en Barcelona, en la misma ciudad tuvo lugar un Congreso Misional. Un fraile cundinamarqués de Bogotá, el Reverendísimo Padre fray Bernardo Merizalde del Carmen pronunció una conferencia sobre “La hegemonía religiosa en las Misiones de los países ibero americanos”. La crónica periodística de aquella intervención, redactada por Manuel Grana y publicada en El Debate, decía así (cursivas mías):

“Es Agustino Recoleto y colombiano. El delicado y elocuentísimo saludo que nos trae allende los mares, suscita en el vasto salón, lleno de gente, oleadas de simpatía. Su melifluo acento americano no desvirtúa la elocuencia magistral de sus párrafos documentados y emotivos, en que nos plantea la lucha por la hegemonía entre las grandes naciones del mundo para venir al conflicto secular entre el protestantismo y catolicismo. Su entusiasmo y las cosas hondas que va diciendo con estilo elocuentísimo, sugestionan a la Asamblea, que no le deja acabar los párrafos (...) Se atreve a proponer que el Congreso solicite del Rey y del Gobierno una reunión de representantes de países hispano-americanos, para tratar de la formación de unos Estados Unidos de España y de la América española. Los periodistas ya no escriben: el público no acaba de aplaudir. Creemos que pocos se librarán de la sugestión cálida del ambiente, para pensar que el entusiasmo nos ha llevado demasiado lejos”.

No fue un arrebato del momento. Pocos días más tarde, Alfonso XIII y Victoria Eugenia de Battenberg presidieron la sesión de clausura del congreso. Estaban también presentes el Cardenal de Tarragona, otros dieciocho obispos, y el ministro de Gobernación, Martínez Anido. El auditorio lo formaban más de 20.000 personas. En aquella ocasión, el obispo de Vitoria, Mateo Múgica, recordó en su discurso la propuesta que días antes había hecho el Prefecto de Tumaco, el Padre Merizalde, de que

“el Rey y el Gobierno debían reunir en Madrid a los representantes de las naciones hispano-americanas para difundir la obra civilizadora de España en América, y formar los Estados Unidos de España y las naciones hispano-americanas”

Un gacetillero escribe: “El Dr. Múgica pide entusiasmado que se levante el citado Prefecto de Tumaco y repita aquellas palabras ante el rey. Sale el Rmo. P. Merizalde, se acerca al estrado real y repite brevísimamente su proposición. En la multitud se levanta entonces una ovación enorme”. Poco importa que don Alfonso, aparte de aplaudir como el que más, no fuera el hombre para aquella misión, que no se podía limitar a una organización externa, sino que demandaba la aplicación de los sanos principios tradicionales. Tampoco parece que Martínez Anido hiciera más gestiones que las de batir palmas. Poco importa o nada.

Lo importante de aquel episodio es que un prelado colombiano y otro guipuzcoano recordaron públicamente el ideal de la hispanidad política, la obligación del bien común compartido y acumulado, la exigencia incumplida de reintegrar la efectividad a aquel ideal. Lo hicieron, además, con una propuesta que asumía en lo posible las consecuencias políticas de la impiedad de ciento veinte años antes. Una propuesta hispánica, magnánima, aplaudida y desoída. Pero quedó dicha. Treinta y dos años antes, Carlos VII ya había expresado la misma idea en su testamento político al instar a los españoles, en 1897, a realizar una confederación de los territorios hispánicos americanos y europeos.

El verbo poético de Juan Ramón Jiménez retrata la maldición que persigue a la América española republicana y a la apóstata España europea, confiadas en la razón de su fuerza, pero en busca de una paz que hallarán sólo volviendo a su raíz. El aparente triunfo contra la piedad patriótica:

Es verdad ya. Mas fue
tan mentira, que sigue
siendo imposible siempre.

Tiempo es de ayudarnos a distinguir, porque distinguir es a veces el comienzo de la virtud de fortaleza. “Los desdenes de la hora presente” son imponentes, nadie lo duda, pero nada pueden contra el legado de la hispanidad, que pertenece a un orden más alto. Sólo pueden incitar el desánimo, la desesperanza. Ésa ha sido hasta ahora su victoria. Pero en los momentos de desaliento es bueno recordar que no nos guía un sueño caprichoso y vano, urdido por cabezas calenturientas. Es nuestra naturaleza política, “la roca de la que hemos sido tallados” los hispanos americanos e ibéricos; “el manantial del que hemos salido”, el que sigue diciéndonos: “Llega a ser lo que eres”.

N. de la R. Nuestro ilustre colaborador José Antonio Ullate ha dado a las prensas en noviembre de 2009, adelantándose a los fastos de la conmemoración del bicentenario de la independencia americana, un libro de extraordinario interés, que lleva por título y subtítulo los que encabezan estas páginas, publicado por Libros Libres. Con la amable autorización del autor y del editor ofrecemos aquí el capítulo de conclusión.