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Número 487-488

Serie XLVIII

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El ordenamiento del derecho: Orden ético, orden político y orden estatal

 

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A lo largo del siglo XIX, y buena parte del XX, los juristas han utilizado indistintamente los términos “orden”, “ordenamiento” y “sistema jurídico”, como si en todos los casos significaran lo mismo o, al menos, fuesen equivalentes. Aún años después de que la crítica pusiera de manifiesto lo inexacto e incorrecto de esta equiparación, en concreto, cuando el Derecho dejó de identificarse con la ley y apareció como una instancia superior a ésta, los juristas continuaron empleando esta terminología corrientemente, sin especificar ninguna diferencia entre orden y sistema.

Hay que advertir que existieron esfuerzos serios y meritorios dirigidos a establecer distinciones a este propósito, comenzando por Santi Romano, para quien el sistema (como institución) constituía la definición misma del Derecho, al identificar ordenamiento jurídico con Derecho objetivo, y continuando con Hart y su concepción de ordenamiento como comunidad de usuarios. Otros son más recientes, como el caso de, por ejemplo, Fikentsches o Canaris, si bien estas contribuciones modernas se mueven en el sentido de traspasar la concepción pura (rígidamente normativista) del ordenamiento jurídico admitiendo la coexistencia de normas y principios en el mismo. Son más bien, por consiguiente, trabajos de tipo técnico o técnico-formal, que no establecen, pues, diferencias entre la serie de términos antes mencionada. En realidad, un jurista tan cuidadoso como Tarello había puesto ya de manifiesto, insistiendo en la misma línea, que “el carácter de ser sistema no es una característica del Derecho o del conjunto de normas”. Y añade: “Más bien es el carácter del modo de entender que adopta quien examina el conjunto de las normas de un Derecho”.

Con esta concepción valorativa e ideológica del orden jurídico, una de las cuestiones que permanece cuidadosamente en la sombra, no aclarada aunque sí constantemente aludida, se refiere, en consecuencia, a la naturaleza del orden. La alternativa en este punto podría resumirse, en efecto, en si el Derecho es expresión del orden (de “un” orden) o si, por el contrario, el orden es el modo de presentar y hacer inteligible el Derecho. Dicho con otras palabras, la cuestión es la de si existe un orden previo al Derecho o si el orden es algo puesto por los juristas para organizar un material de suyo heterogéneo y cambiante. Es un tema extraordinariamente relevante en lo que se refiere a la jurisprudencia y a la actividad de los juristas. Así, la ciencia del Derecho puede concebirse, como resultado de lo anterior, bien como expositiva, o bien como constitutiva. En el primer caso, reflejaría una realidad ya construida como jurídica, perfeccionándola y completándola, a lo sumo, en determinados aspectos; su naturaleza sería, por tanto, fundamentalmente explicativa y pedagógica. En el segundo caso, la jurisprudencia sería la que proporciona el sentido de los mensajes normativos dictados por la autoridad, esto es, la que da sentido al Derecho; su naturaleza es ahora más creativa que declarativa o explicativa, y si bien compartirá con la anterior concepción el rasgo pedagógico, será inevitablemente una ciencia jurídica legitimadora.

Es un hecho comúnmente aceptado que en los orígenes de la modernidad jurídica, es decir, en todo aquel pensamiento que desembocará en la codificación y en la constitucionalización, la tesis predominante se corresponde con la primera de las alternativas antes señaladas: el Derecho recoge y da forma a un orden preexistente que es, justamente, el de la naturaleza racional del ser humano. En teoría, pero sólo en teoría, no otra cosa debía ser el código y la constitución. Pe ro esta racionalidad mostrará muy pronto su carácter simplemente instrumental. Como no podía ser de otra manera, el carácter subjetivo de dicha naturaleza contenía el germen mediante el que el orden de la razón, transformado en orden del legislador, va dejando paso a la ley como respuesta de la voluntad frente a la contingencia. La ley pasa de manifestar una voluntad racional, a manifestar una voluntad razonable, para terminar expresando una voluntad organizada a posteriori.

Una de las claves del problema, o una de las claves que permite una comprensión del mismo en casi todas sus dimensiones, está, precisamente, en la indicada confusión entre Derecho y ley o, por mejor decir, en la asimilación de ambos conceptos. En efecto, puede considerarse una constante del positivismo decimonónico la afirmación de que el Derecho es la ley, y que la ley, en sí misma, conforma el Derecho; de modo que no hay nada, nada jurídico se entiende, fuera de la ley, del mismo modo que nada que no sea la ley o provenga de la ley puede considerarse Derecho. Por esta razón, los civilistas españoles, parte de cuyo objeto de trabajo era un Título Preliminar del Código Civil que tenía las características del clásico Estatuto Albertino, definían la ley como toda norma que proviene del Estado. En t re otras cosas, esto significaba fundamentalmente, por un lado, que el Estado era capaz de una variada producción jurídica, toda ella legal; y por otro lado, implicando lo anterior, que la ley, o sea el Derecho, era manifestación del Estado, señaladamente, de la voluntad del Estado.

Coherentemente con lo que en la actualidad se suele entender como la esencia del positivismo jurídico, el Derecho era, pues, legalista y estatalista. La variedad de formas legales se correspondía con la variedad de funciones desarrolladas por el Estado y con su paralela variedad orgánica. Al mismo tiempo, la voluntad estatal sugería la existencia de una persona: los órganos componentes del Estado formaban una persona; el Estado era una persona con un cuerpo y un alma (una voluntad, una unidad de decisión) que unificaba su diversidad estructural y funcional.

Toda existencia extraestatal quedaba, lógicamente, fuera del Derecho. El caso de la costumbre es ejemplar en este sentido, y no menos característico es el de los Principios Generales del Derecho. Se trata de “Derechos” (ordenamientos jurídicos) de segunda clase, subordinados, no tanto en el entendimiento estricto de término, en el sentido del orden y la jerarquía, sino más bien en sentido conceptual, en cuanto que sólo adquieren la cualidad de lo jurídico por voluntad del Estado establecida en alguna de sus diferentes manifestaciones: reconocimiento, delegación, remisión… en definitiva, en alguna de sus manifestaciones legales. En este punto no está de más recordar que una de las principales notas que el realismo jurídico norteamericano asignaba al formalismo propio del positivismo era la de la necesaria armonización de toda nueva norma que se incorporara al ordenamiento (estatal) (así, por ejemplo, Summers). Mientras esta operación no se produzca, todas las reglas, con independencia de su origen, permanecían en la “noche” de lo extrajurídico, incluidos los Principios Generales, reducidos a simple elenco de elementos inducidos a partir de las regularidades apreciadas en la multiplicidad legal.

Asistimos, pues, a una profunda revolución de las fuentes del Derecho; casi a un “golpe de Estado” llevado a cabo por la propia ley. El ordo iuris se identifica como el ordo legis, y nada más: la armonización a que se refieren los positivistas no es sino la incorporación de elementos y factores extrajurídicos y su acogida bajo el ropaje de la ley. Una vez que se ha alcanzado este nivel conceptual, no es demasiado significativo que los elementos incorporados provengan de la moral (siendo así ennoblecidos en cierto modo) o respondan a la necesidad política, ya que una vez manifestada la voluntad del Estado pierden su naturaleza original para transformarse en Derecho por la gracia de la ley si bien, claro es, de segunda clase). La modernidad, como ve remos, se encuentra llena de estas transformaciones y renacimientos. Al igual que el concepto de ordenamiento y de sistema, también esta concepción formalista de las fuentes del Derecho continúa hoy enseñándose y exigiéndose en los estudios jurídicos.

¿Cómo ha llegado el Derecho a convertirse en un sistema legal excluyente, cerrado, monopólico? No es de extrañar que los herederos del positivismo se refieran al Derecho como sistema autopoiético (Luhmann). Es algo que ya está implícito en la doctrina pura de Hans Kelsen. Pe ro no basta con señalar la responsabilidad o la anticipación de Kelsen a este propósito, como tampoco es decisiva una explicación materialista de la situación, tan en boga hace unas décadas, que desvele a qué intereses de grupos de dominación beneficia o favorece. El problema es más antiguo y más profundo.

En una primera consideración (que pronto deberemos corregir, como se verá en seguida) parece que la figura de Hegel se yergue de manera incontestable a este respecto: su Grundlinien der Philosophie des Rechts, en efecto, ponía de manifiesto una notable desconfianza, cuando no un abierto rechazo, hacia el Derecho natural, como momento simplemente abstracto e inmediato de la realización del espíritu, al tiempo que rechazaba igualmente la costumbre por su carácter mecánico y casual. Solamente en el nivel del Estado, en la que se ha traducido por “eticidad”, el Derecho adquiría su verdadera naturaleza como culminación del proceso de realización de la libertad. Pe ro con ello, la verdad del Derecho se conseguía por su confusión con el Estado. Debe apreciarse no obstante que, Hegel, en realidad, estaba dando forma a una idea que había comenzado a forjarse en el marco del pensamiento racional iusnaturalista desde los albores de la modernidad. Esta idea era la de cómo conciliar la libertad (verdadero reino moral) con la coacción (verdadero reino de la práctica), lo que no dejaba de ser un problema paradójico, pues representaba el problema de cómo lograr que la principal condición de existencia de la libertad en el contexto de la comunidad no resultara lo que verdaderamente era, a saber, una negación de la libertad misma. A este propósito resulta, justamente, que el pensamiento de Rousseau aparece como una frontera que marca un antes que supera claramente los planteamientos de Hobbes, Locke, Pufendorf, y otros, y un después, sin el cual la obra de Kant y de Hegel no es comprensible.

 

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Cómo igualar Derecho y libertad, cómo hacer del Derecho el desarrollo de la libertad, pues. Esa era la cuestión. Mas, en las condiciones de la modernidad, en las que la voluntas no es el acto determinado por el objeto de conocimiento, que se aprueba o desaprueba, sino la libre facultad de elegir considerada en sí misma, suscitar el tema del orden ético era, en cierto modo un actuar contra corriente, pues suponía una consideración del Derecho no arbitraria ni casual, así como una concepción de la libertad no subjetiva ni puramente voluntarista.

Pues bien, los cinco trabajos que integran el texto de Danilo Castellano abordan de modo directo, en algunos de ellos y más indirectamente en otros, esta perspectiva. Concretamente, dos de estos contienen en su propio título el término “orden ético, y un tercero se refiere explícitamente a la cuestión de la libertad y del Derecho natural. En este sentido, el libro se inscribe en lo que podríamos denominar una “vía clásica” de comprensión y concepción del Derecho, que reacciona frente a la convención y el poder, en sus múltiples formas, como fundamento y condición de juridicidad, esto es, que reacciona frente al sistema como fundante en la medida en que resulta ordenador de la contingencia; en definitiva, sobre todo reacciona frente al reconocimiento de poderes y facultades como principios del Derecho: el agotamiento del mundo humano en la conciencia volitiva y deseante que se reconoce a sí y a (en) otras (así, p. 25)[1]. Es algo que obliga, otra vez, a traer a colación a Hegel, que ya había situado en el Derecho abstracto, o sea, natural, el “saber de otro sí mismo, es decir, de otra singularidad libre con absoluta independencia que es también universal y objetiva (Enzyclopädie par. 358).

Sin embargo, el objeto del texto de Castellano no es un simple “en contra de”, pues se desarrolla más bien en un “a favor de”, en concreto, a favor del orden ético y de la naturaleza (la vía clásica antes mencionada). Lo que ocurre es que, para ello, es necesario poner de relieve la deriva relativista y nihilista a que conduce aquella “opción compartida” fundante (p. 27), en la que, como consecuencia, el orden moral únicamente es posible en la sociedad de modo que “la ética sería sólo del ciudadano y no del hombre” (p. 30). Una vez más, por tanto, nos topamos con Hegel, para el que la moral, como primera objetivación del espíritu (el espíritu objetivo), se realiza en la forma de costumbre y de sociedad civil. Aunque este es un planteamiento más elaborado, pues nos situamos en un nivel preestatal, nos topamos también con la tradición anterior al pensador de Jena, para la que la naturaleza se entiende como la tendencia al ser, pura potencialidad (el mundo posible) y no como el ser, “los entes que tienen el acto de ser” (p. 35). Efectivamente, en un mundo sin fines, en un mundo que ha abandonado toda teleología en beneficio de la posibilidad, la contingencia y el cambio constituyen el ser de las cosas (su ser moral, jurídico, político, histórico…). Un ser que por dicha naturaleza posible conduce al imprevisto y la inseguridad, siendo precisa, por consiguiente, su ordenación y garantía. Con todo, este pluralismo moral subyacente en el mundo contemporáneo no representa más que una parte distorsionada de la realidad del ser, razón por la cual “no ha logrado apagar la exigencia de una ética verdadera no ligada a las opciones”, ya que existe un orden ético que no depende e opiniones ni opciones, que emerge continuamente el la legislación y en la praxis (p. 37). Encontramos aquí la tesis de fondo que recorre el libro de Castellano y, me atrevería a decir, toda su obra.

 

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La imposible neutralidad del ordenamiento jurídico viene sepultada en una falsa realidad. En la tradición racionalista y formalista que cometamos, determinada por la línea Rousseau –Kant– Hegel, esta superposición de realidades se presenta como un cambio de estado y de naturaleza que sustituye a una naturaleza humana aún inmoral consistente en el ejercicio de una liberad inmediata (abstracta), por otra naturaleza social y política. Obsérvese que no se trata de una paideia ni de un perfeccionamiento de lo que ya está situado en el hombre mismo, sino en la constitución de otra libertad (verdadera, moralizada) que encuentra su lugar propio en otro ámbito.

Pero esto significa entonces que el orden no viene dado por la naturaleza, o sea, naturalmente, sino que es impuesto por el hombre, o por mejor decir, por los hombres, mediante la ley. Porque, como afirmaban las comunidades reformistas más radicales, “la ley es una creación de los hombres”. Hasta ese punto es insondable la voluntad de Dios y sus designios para con el género humano. Castellano indica a este propósito que, en estas condiciones, “sin la ley positiva no sólo no existiría el Derecho, sino tampoco la moralidad” (p. 82).

Ahora bien, por este itinerario asistimos a una nueva inversión (otra más), tanto de la teoría jurídica, en la que resultará impropio hablar de fuentes del Derecho, como de la teoría política, en la que lo legitimante resultará ser lo que ha de ser legitimado (el poder).

En efecto, el instrumento se convierte en la esencia. Es posible, desde este ángulo, definir la comunidad bien desde el contrato, bien desde la soberanía. En realidad ambas instancias se complementan. De este modo, fuera de éstos no habría ni vida social ni vida política; y, ciertamente, el simple pensamiento de la sociedad en la actualidad es el pensamiento mismo del contrato, llegándose al punto de que el tirano sería quien no respeta el contrato. Pero, sin embargo, difícilmente sería tirano el Estado, la soberanía, el pueblo; ello exigiría un Estado que no fuera realmente tal, una soberanía parcial…, en definitiva, exigiría una falsa universalización. Esta preeminencia voluntarista y normativa que hace de la legalidad criterio de legitimidad y fuente del Derecho tiene en la separación kantiana entre ser y deber su justificación teórica, pues desde ella es posible construir un orden jurídico de espaldas a la moral, pasando por alto las dificultades que comporta y que Castellano identifica cuidadosamente con una nutrida variedad de supuestos que, en realidad, son de uso corriente entre los juristas: la rescisión de contrato, el enriquecimiento sin causa, en Derecho civil, el abuso del Derecho, la omisión de socorro, en penal.

Pe ro existe otro mecanismo implícito en todo este planteamiento que no siempre aflora a la superficie y que da cuenta de aquella centralidad de Rousseau antes mencionada, así como de la corrección o matización de la postura de Hegel, también indicada. Porque si Hegel es la culminación, Rousseau es el gran innovador. Por ello, el alcance de toda esta operación ha de verse, ante todo, desde la perspectiva del pensador ginebrino. En efecto, Rousseau es precisamente el autor que, por primera vez, supera un liberalismo naturalmente conflictivo y toscamente contractualista, poniendo de relieve que las soluciones presentes hasta el momento consistían en la introducción de fórmulas represivas de la libertad, más o menos elaboradas: o sea, en el empleo de la legalidad. Ahora bien, la legalidad es la fuerza como instrumento o fórmula que hace posible la convivencia de las diferentes libertades (voluntades). Y lo que intenta Rousseau es, ni más ni menos, moralizar la fuerza, moralizar el poder, haciendo coincidir, por tanto, la legalidad (represiva, origen de desilusiones y nuevas desigualdades) con la moralidad, camino, a través del contrato social pleno, de una vida superior.

El hecho de que la voluntad general de Rousseau, expresión y condensación de su propuesta, no condujera a situaciones satisfactorias, como se pretendía, sino más bien al caos y al terror revolucionario, no debe engañarnos. Pues la semilla ya está echada. El pensamiento alemán se apresurará a ordenar (nuevamente aparece la ordenación) las convulsiones de la Ilustración. La enseñanza de Rousseau es desarrollada por Kant en un sentido más preciso, haciendo coincidir libertad e igualdad: solamente la libertad capaz de desarrollarse según un principio universal es verdadera libertad, puesto que se trata de una libertad para todos. La razón (cierta razón) vuelve a entrar en escena, y por la puerta grande. A su vez, esta universalización, base del imperativo categórico kantiano, es llevada a sus últimas consecuencias por Hegel. Para él, la moralidad no es suficiente, al remitir a un espacio vital casual y mecánico. Es preciso entonces ir más allá, hasta la eticidad, si bien la instancia propia de este nuevo espacio, que debe ser también una instancia última, es el Estado, en el que la libertad y la razón se realizan absolutamente (el espíritu objetivo logrado por la moralidad deviene ya espíritu absoluto).

Estos planteamientos, esto es, la generalidad de Rousseau, la universalidad de Kant o la estatalidad absoluta de Hegel, tienen un hilo conductor común: todos ellos constituyen formas de democratizar la libertad. Representan por ello el paso del liberalismo a la democracia, tanto en el campo del Derecho como en el de la política. Hay que estar muy atento a esta transición, que no hace sino aglutinar otros pasos, sustituciones y transformaciones que se han ido produciendo a lo largo de la modernidad. Porque el significado de esta democratización es, en definitiva, que la legitimación y la justicia cambian de ropaje, una vez más: en lugar de ser el individuo el que subjetivamente determina el bien, aun mediante la negociación, será el Estado el protagonista. Es cierto que dicho Estado actúa en nombre del individuo, pues su propósito es, como “nominalmente” declara, hacer posible el plan de vida singular que cada uno se trace. Pe ro es preciso hacer, al menos, dos observaciones: en primer lugar, el individuo se ha convertido en un socio, con lo que su plan de vida dependerá de las posibilidades del conjunto representadas por el Estado; en segundo lugar, aquella justicia se convertirá fundamentalmente en un problema de ingeniería social, en el que las fórmulas combinatorias de intereses y derechos ocupan un lugar preeminente. Así, las combinaciones y modelos se suceden: mayor o menor igualdad, criterios más simples o sofisticados de igualación, mayor o menor libertad, llegando incluso al libertarismo (Nozick), introducción de la tradición (comunitarismo) o de determinaciones ético-políticas (lealtad constitucional), etc., todo lo cual da lugar a diferentes concepciones de justicia entendida como filosofía política.

Curioso trayecto este de la libertad moderna. La Ilustración, que se había iniciado con la imperiosa necesidad de emancipación de instancias que se veían como intolerablemente dominantes, se cierra con la recaída de la libertad en otra instancia cuya dominación es mucho más precisa y minuciosa: el Estado. Pues se ha llegado a un punto en el que la libertad individual, aquel objeto de los deseos subjetivos, termina siendo la garantía misma ofrecida por el Estado. En rigor, el orden no es aquí ya la unidad de los hombres, unidad de naturaleza y destino (hasta sobrenatural), sino aseguramiento de una voluntad subjetiva que ha de universalizarse para existir. El caso de la doctrina penal de Antolisei que recoge Castellano en su libro es, en este sentido, emblemático: después de ofrecer un concepto legalista de delito, al uso, en cuanto hecho al que la ley atribuye una pena, Antolisei trata de encontrar un complemento sustantivo al mismo, y afirma que se trata de un comportamiento que “contrasta con los fines del Estado” (cit. pp. 87-88).

 

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Justamente en este punto reside la centralidad de Rousseau en el conjunto del pensamiento jurídico-político moderno. Su democratización de la libertad, independientemente de la continuidad que conocerá de la mano de la doctrina alemana, nos permite situar el problema esencial de la modernidad, esto es, el de la voluntad y la subjetividad, en un escenario superior, es decir, político, en el que se asegura el ejercicio de la libertad según criterios supuestamente morales, aunque pagando el precio de su sujeción al Estado.

Frente al orden natural como orden ético, la modernidad, desde sus albores del s. XIV, había sostenido el carácter puramente casual de la naturaleza, privada de todo elemento teleológico, con lo que el reino de la moral había de desplazarse al territorio de la libertad entendida como subjetividad individual. La gran aportación de Rousseau, pues, consistió en traspasar dicha moralidad, altamente conflictiva en el campo de la política represiva y, desde luego, en el social de las relaciones económicas, a un Estado que no solamente reprime, sino que, al mismo tiempo, moraliza. Ahora bien, de este modo, todo el orden jurídico aparece como el resultado mítico de la elección individual, la negociación, el pacto social y la soberanía de una multitud que se transforma en pueblo primero y en Estado, sujeto dotado de voluntad, después. Se ocultan, por consiguiente, los fundamentos verdaderamente ético-naturales y racionales del Derecho y de la vida política. Este es el punto principal que Danilo Castellano revela, y denuncia, en su breve pero sólida obra, la tesis de fondo del texto, como ya se ha advertido anteriormente. No es el Derecho, las constituciones, las que crean, como se pretende, una ética pública en torno al eje de los derechos humanos. Al contrario, la propia experiencia jurídica contemporánea pone de manifiesto que “es indispensable buscar la justicia no subordinándola a la irracionalidad de la soberanía erróneamente considerada fuente y fundamento del Derecho (p. 95).

Para concluir. El lector, no ya de estas páginas, sino del texto de Castellano, puede apreciar que el presente comentario se centra principalmente en dos de los cinco trabajos que contiene. Es preciso dejar margen a otros comentarios que tomen como referencia a esos otros tres trabajos. Por mi parte, pues, solamente he tratado de hacer una breve aportación en torno al eje de lo que me parece la tesis central del libro, que me sugería la necesidad y conveniencia de poner de manifiesto la operación rousseauniana, fronteriza entre lo que podría denominarse modernidad y mundo contemporáneo, y fundamental para entendernos hoy a nosotros mismos y a nuestro entorno.

 

[1] Las citas de páginas que no vienen precedidas por ningún autor o título se entiendes relativas al texto de CASTELLANO, Orden ético y derecho, Madrid, 2010, que se comenta.