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Número 487-488

Serie XLVIII

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El nihilismo como ruptura entre el orden ético y el derecho

 

1. Este nuevo texto de Danilo Castellano[1] tiene una unidad interna que cruza los diferentes capítulos y que, a mi juicio, exhibe la preocupación personal permanente, como filósofo y jurista, que estaba ya manifiesta en anteriores libros del autor. Esto es, el problema del orden, del orden de las cosas, del orden del ser, que no pone el sujeto sino que es el orden de la realidad querido por Dios, orden metafísico y también moral y, por lo mismo, político y jurídico. Como contracara de la moneda –acentuada ahora más aún, al dirigirse directamente a combatir el nihilismo[2]–, el texto busca mostrar la ineptitud de la pedante razón moderna por construir un orden, un ordenamiento, partiendo de su incapacidad para reconocer el orden que no es puesto o fabricado por ella.

El orden de las cosas, el orden de la realidad, tal como lo entiende Castellano con la filosofía tradicional católica[3], ha devenido «problemático» o «crítico» a partir de la modernidad, porque el punto de partida de ésta no es el «ente» sino el «sujeto». En otros términos, con la modernidad se afirma que solamente se puede conocer lo que podemos fabricar, como argumentaba Hobbes, conocer sólo las cosas de las que somos artífices[4]. El «ser» es despojado de «realidad entitativa» y lo que «es» depende ahora del sujeto que lo fabrica o lo conoce. En la misma medida, la «naturaleza» ya no es entendida como orden sino como «libertad», y libertad negativa (o como coloquialmente suele decir Castellano: «libertad libre»), libertad que se define por la indiferencia de los fines y por la despreocupación por la acción.

 

2. El problema moderno puede percibirse, en buena medida, como un enfrentamiento de poderes del individuo libre (los derechos como potestas) y de poderes del Estado (la soberanía), también libre, Estado que fija el derecho (la ley), pero que también reconoce los derechos de aquél. Por eso tiene razón Castellano al insistir en que la concepción moderna de la libertad es opuesta al derecho, que es entendido hora como ley, o mejor, como norma, porque ésta no puede ser sino límite de aquélla.

Si la libertad se confunde con el bien, entonces el orden social y el derecho carecen de finalidad, pues siendo fruto de la libertad negativa, la ley se somete a la heterogeneidad de los fines individuales[5]. Luego, ya no hay reciprocidad entre libertad y derecho, entre la moral y la justicia. La modernidad desata el conflicto entre orden ético y derecho. Este es el tema y también el problema que Castellano encara en su libro.

Unos órdenes moral, jurídico y político asentados sobre bienes «individuales» sólo permiten una justicia «política», en el sentido, por ejemplo, de Rawls, es decir, una justicia pluralista y modular[6]. Ahora bien, este es el nudo gordiano de la cuestión, porque lo primero, la privatización del bien, habla de la vacuidad de la libertad; y lo segundo, la justicia modular, afirma la inmoralidad (no sólo la amoralidad) del ordenamiento jurídico-político.

 

3. Estas premisas mayo res, en las que se asienta el pensamiento filosófico y jurídico-político en los últimos cuatro siglos, tornan asequible la comprensión del quiebre moderno de la relación entre orden ético y orden jurídico. Castellano lo pone al comienzo de su libro y con palabras claras: la falta de individuación de la esencia del derecho, esto es, de su fin, es correlativade la carencia de fundamento filosófico del orden ético[7].

Todas las justificaciones modernas del derecho (filosóficas, sociológicas, metodológicas, etc.) son arbitrarias y, por lo mismo, ideológicas, según afirma Castellano, en la medida que rehúyen la pregunta por el origen del orden, es decir, usando expresiones de Cornelio Fabro, la experiencia de la esencia a partir de la cual se reflexiona sobre el fundamento[8].

 

4. Permítaseme decirlo con otras palabras: el voluntarismo moderno no puede más que dejar infundados todos los problemas morales, jurídicos y políticos, no sólo porque la voluntad es ciega sin la luz de la razón (que es iluminación del ser que la razón percibe por la luz propia del orden que el ser es), sino, además, porque ha invertido el problema fundamental: el del conocimiento. En este sentido, el racionalismo y el idealismo no han sido más que malos disfraces del nominalismo originario, incapaces de esconder la pretendida omnipotencia de la voluntad moderna[9]. Lo que quiero decir está explicado ya por Castellano sin rodeos: el problema moderno no es la invención ideológica del orden sino la negación misma del problema del orden. Esto es, el nihilismo.

Danilo Castellano nos propone en este nuevo libro suyo un examen del nihilismo jurídico, de lo que dicen y hacen esos «conocedores de la nada»[10], en atención a cinco temas íntimamente entrelazados: la juridicidad, la laicidad, la libertad, la eticidad y el constitucionalismo. Déjeseme recorrerlos.

 

5. El nihilismo intenta proponer un orden ético como un orden de vivencias y de va lores vividos en común, que Castellano llama el orden de las «opciones compartidas»[11]. Y no cabe duda que así es, pues cualquiera que examine la cultura jurídico-política moderna descubrirá que siempre ha existido el intento de sustituir el orden moral objetivo por un orden moral inventado por el sujeto; y que, en las últimas décadas, ese orden moral «compartido» es expresado de modo consensual (la moral del consenso), lingüístico (la moral del discurso del habla), comunitarista (la moral de las pequeñas comunidades afectivas), etc.

Ahora bien, con ello no se subsana el inconveniente sino que se lo acentúa: es imposible evadir el relativismo moral. Más también, como muestra Castellano, se vacía de juridicidad el derecho. Y esto por un doble motivo. La moral nihilista de las opciones compartidas concluye en la neutralidad del Estado y de la justicia –si lo que se quiere evitar es la imposición arbitraria de una opción–, esto es, en la indiferencia del derecho para con la verdad y la justicia; y, consiguientemente, la neutralidad de la justicia conduce, a través del constructivismo jurídico, a la justicia modular por mor del pluralismo, como repetidamente sostiene el coro de Rawls, Habermas, Vattimo y otros tantos.

 

6. El orden jurídico ha devenido norma sin juridicidad, ¿qué ocurre con el orden ético? El correlato necesario de un derecho sin juridicidad, pura positividad sin justicia, es la separación del derecho y del bien, de manera que la eticidad se entiende como libertad, libertad humana no sometida a la justicia ni al orden del bien. Esto es, la libertad negativa del hombre prisionero, vicioso, que incluso elige el mal[12]. Y esto es el nihilismo.

El orden ético ya no tiene como fin el bien sino la libertad del sujeto, libertad en todo caso negativa, de decidir cualquier cosa que el sujeto quiera. La libertad borra toda diferencia entre lo bueno y lo malo, pues es bueno lo que es libremente querido y/o elegido.

 

7. Luego, en cuanto el derecho se refiere a la libertad, el paradigma moderno difiere del clásico, pues el derecho (lo justo) ya no es condición del orden jurídico-político (de la ley humana y del régimen de la ciudad) y, por lo tanto, tampoco condición de la libertad humana. El derecho es entendido o bien como límite de la libertad o bien como el medio de realización de esa libertad. Es el derecho para la libertad, la ley como autonomía colectiva, política, al servicio de la libertad como autonomía privada.

El republicanismo liberal, sostiene Castellano, se abona a la primera interpretación: el derecho estatal limita la libertad, es su valladar, le pone coto; el republicanismo hodierno, en cambio, entiende el derecho estatal como promoción y potenciación de la libertad humana, como la palanca impulsora de las diferentes opciones vitales. Debo señalar que si bien la distinción entre los dos momentos del republicanismo responde a una correcta periodización histórica, Castellano no desconoce que aun en el republicanismo liberal o clásico el Estado garantiza la realización de las libertades, y en ese sentido es un medio de su realización; como tampoco se le escapa a nuestro autor que el resultado final es el mismo en ambos momentos: el imperio de un derecho puramente positivo, contingente, que se dice paladín de la libertad, pero que no es más que voluntad estatal con tácito asentimiento de los individuos libres.

A consecuencia de estar sometido a las libertades negativas, impera el nihilismo jurídico, porque el derecho no puede salir del cerco que le tiende el pluralismo, incluso si se trata de mero individualismo, y por necesidad debe caer en el relativismo. Con el agravante de que la libertad negativa reproduce el estado de naturaleza en el seno del Estado de derecho, esto es, la nueva Babel, la guerra dentro del Estado, la anarquía, como Castellano ha puesto de resalto en numerosas ocasiones[13].

 

8. En ausencia de un orden ético objetivo, el nihilismo ético-jurídico deja en el Estado la capacidad de decidir qué es el derecho, de definir qué sea el orden jurídico. Castellano lo ha resaltado en páginas muy ajustadas[14]. Ahora bien, con ello queda evidenciado que el fino hilo que sujeta la filosofía jurídico-política moderna es la positividad, la contraposición entre ley humana y ley natural. O mejor: la imposibilidad moderna de conciliar ambas leyes, remata en el culto a la ley positiva.

Luego, como en Rousseau y en Hegel, no menos que en los totalitarismos del siglo XX, la legalidad pasa por moralidad, la ley positiva es la moral. Se nos llama, ayer y hoy, a ser ciudadanos pero a condición de que el bien y la verdad se abandonen al fuero íntimo de las personas. Así, la eliminación del problema ético del mundo jurídico es la solución nihilista. Que acarrea –además de la anarquía que el Estado alcanza a domeñar esporádicamente– el desgarramiento al interior del hombre, que vive dividido entre la moralidad privada que acepta y la moralidad pública, la legalidad, que se le impone aún contra su conciencia.

 

9. Entro ahora en la cuestión del constitucionalismo. Es cierto, como lo demuestra Castellano en varios pasajes de su libro, que el derecho privado parece ser más permeable al orden ético objetivo; y que el derecho público es claramente refractario de éste.

El constitucionalismo, en tanto tiene como fundamento la soberanía (del individuo o del pueblo) reproduce la separación entre la moral y la política[15], como antes se ha explicado la disociación entre la moral y el derecho. De modo que las decisiones de la soberanía se convierten en el sustituto de la ética, y la ética pública, constitucional, consagra el nihilismo. Si el constitucionalismo es la tutela de la libertad negativa como límite «geográfico» del poder, no puede ser sino irracional respecto de la justicia y de la misma libertad[16].

En todas sus fases históricas el constitucionalismo se nos revela como mero constructivismo jurídico-político, concepto que supone que «jurídico» significa norma estatal establecida por el poder; y que «político» quiere decir poder, sola y puramente poder, ya se lo entienda como perverso en el liberalismo, ya se lo mire como compensador en el socialismo o en el republicanismo hodierno.

El constitucionalismo como constructivismo quiere ser la superación de la natural anarquía por medio del pacto social y, por lo mismo, trata de reducir lo político a lo constitucional, recurriendo a la soberanía creada por el pacto[17]. Sin embargo, no deja de ser un proyecto aporético, pues si lo político no existe como tal antes del pacto social, de donde lo político y lo constitucional se identifican, ¿cómo puede la constitución crear un orden racional que regule la anarquía, si ella misma, la constitución, es el producto de esa anarquía?

Y esto vale también para el constitucionalismo llamado sociológico (el de Lasalle, pero además el de Jefferson y de Paine, y ahora el de Rawls y de Habermas), porque la norma constitucional nunca deja de ser el reflejo de las opciones compartidas, cambiantes en el tiempo, es decir, contingentes.

 

10. Me detengo en el problema de la laicidad por su acuciante actualidad. Si por laicidad se entiende, sobre todo, el rechazo a la verdad, el distanciamiento de las esencias[18], es claro que éstas ya no son «norma» de lo justo y de lo bueno, de donde se sigue que el derecho depende de la soberanía, del poder que cuenta con efectividad para establecer la norma. Esto es: la voluntad, el nihilismo jurídico correlativo del nihilismo ético. Porque la negación de las esencias es también sinónimo de emancipación y, más concretamente, emancipación del fundamento y del contenido religioso de los órdenes moral y jurídico.

Ahora bien, Danilo Castellano nos propone dos vías de acceso a la laicidad. La primera no es sino una reformulación de las dos variantes que están en el origen del problema de la laicidad: la laicidad «francesa» o laicidad del Estado, en la que éste garantiza e impone la libertad de conciencia; y la laicidad «americana» o de los individuos, en la que éstos sostienen la libertad de conciencia que el Estado reconoce.

La segunda vía atiende a la problemática contemporánea de la laicidad, que señalaría el tránsito de una laicidad mala a una laicidad buena o, para usar las expresiones de Castellano, de una laicidad «excluyente» a una laicidad «incluyente», esto es: la «vieja» laicidad, que excluye del ordenamiento jurídico el fenómeno religioso, va dejando lugar a la «nueva» laicidad, que no sólo tiene en cuenta sino que incluye lo religioso en el derecho, pero como libertad negativa[19], como elección privada que el derecho asegura y protege. Aquélla sería una manifestación «cerrada» a la religión, en tanto que ésta sería una expresión «abierta» al fenómeno religioso. Pe ro esta vía hodierna, como advierte Castellano, no es en modo alguno una superación de la anterior, porque, entre otras cosas, lleva a un inevitable conflicto por tutelar opciones contradictorias y, acogiendo la religión como libertad negativa, el ordenamiento jurídico se niega a sí mismo[20].

 

11. Estando de acuerdo con Castellano en lo fundamental, es éste el único punto en el que quisiera marcar, no una disidencia, sino una visión diferente o quizá menos matizada que la de nuestro autor. Por lo pronto, tengo la impresión que la distinción entre una laicidad a la francesa y otra a la americana no hace más que mostrar los dos rostros de Jano, desde el que el liberalismo no puede prescindir del Estado (llámesele gobierno o república, es lo mismo) para mantener la separación entre religión y política, entre religión y derecho, puesto que el Estado no es sino un artificio producido por la voluntad de los asociados. Entonces ambas formas conducen, en la práctica a un mismo resultado; la diferencia puede estar, en principio, en los fundamentos esgrimidos, pero no en la raíz del problema, porque la laicidad significa siempre la indiferencia, no la influencia, de lo sobrenatural en lo natural[21].

Lo que en todo caso resulta evidente es que la laicidad es, principalmente, en todas sus formas históricas, una definición f rente al catolicismo, contra el catolicismo. En consecuencia, desde un punto de vista católico, no hay una laicidad fuerte o cerrada (la francesa, de los siglos XIX y XX) y otra laicidad débil o abierta (la americana y la posmoderna), sino una única laicidad que puede asumir un rostro beligerante o compasivo, agresivo o tolerante[22]. Y la laicidad siempre es «liberal» en el sentido de que niega el orden natural fundado en el orden sobrenatural, en la voluntad de Dios que crea y sostiene la creación en su existencia.

Nuestros días, que parecieran ser los de la laicidad abierta, muestran también la existencia de una laicidad cerrada y beligerante, no sólo en algunos países, como China, sino también en cuanto a las creencias que se toleran (únicamente aquellas capaces de apoyar un pluralismo razonable, lo que excluye a los denominados «fundamentalismos»)[23] y especialmente en materias morales espinosas, como el aborto, la eutanasia o la homosexualidad.

Por lo tanto, la segunda manera de acceder a la laicidad es relativa: no hay una laicidad cerrada y otra abierta a lo religioso. Toda distinción debe fundarse en el tiempo histórico, en el momento en el que se plantea el conflicto, al igual que en las materias que se asumen como conflictivas. De hecho, la laicidad abierta (al modo de Rawls, Habermas o Vattimo) disuelve lo religioso, eliminando lo política y jurídicamente conflictivo de las religiones, licuándolas, aceptándolas en tanto que mundanas[24]. Y no otra cosa pretendía la laicidad del siglo XIX: que la religión cediera ante las «verdades del mundo», sean las de la ciencia, las de la filosofía, las de la historia, las de la lengua, etc. Tras la democratización política, la democratización de las religiones[25]. Y el caso italiano, que Castellano analiza con algún detenimiento[26], es una prueba de ello.

Tengo la impresión que la laicidad –en el sentido preciso indicado por Castellano como distanciamiento de las  esencias– es un movimiento progresivo, que comenzó con la mutilación y la negación del orden del ser para avanzar parsimoniosamente en la destrucción del ser. ¿Qué otra explicación encontrar para la generalización de la legalidad del aborto, de la eutanasia, de la homosexualidad, etc., en nombre de los derechos del cuerpo, los derechos de género, los derechos de la diversidad, etc.?[27].

La no comprensión de esta permanente naturaleza de la laicidad ha llevado a la Iglesia a proponer y defender, en nuestros días, erróneamente, la idea de una «sana» laicidad, apañando el Estado constitucional de derecho junto al pluralismo religioso, en aras de una cultura política democrática[28].

 

12. En conclusión, el camino que nos propone seguir Danilo Castellano en estas reflexiones suyas, nos devuelve, al final de cada capítulo, a la introducción: el nihilismo, negando la realidad del orden del ser, ignora el problema del comienzo, de la reflexión sobre los fundamentos de la esencia del orden, sea éste metafísico, ético, jurídico y/o político.

Bien dice Castellano que en nuestra cultura nihilista el orden ha sido reemplazado (me atrevería a decir, desplazado) por el «sistema», según las preferencias individuales o colectivas; sistema liberal, democrático o socialista; sistema individualista o comunitario; sistema sociológico, historicista o normativista. Siempre y en todo caso, es «orden del sistema», que pliega la justicia a las demandas ideológicas[29], en tanto que renuncia a las exigencias constitutivas de lo humano.

 

[1] Danilo CASTELLANO, Orden ético y derecho, Marcial Pons, Madrid, 2010.

[2] El nihilismo es la filosofía del no-ser, como empeño en tomar la «nada» como si fuera «algo» surgido de la nada. Cf. Conor CUNNINGHAM, Genealogy of nihilism, Routledge, London & New York, 2002, passim.

[3] Cf. Especialmente Danilo CASTELLANO, L’ordine della politica, Edizioni Scientifiche Italiane, Nápoles, 1997.

[4] Th. HOBBES, Leviathan [1651], introducción.

[5] Danilo CASTELLANO, L’ordine della politica, cit., págs.. 47 y 49.

[6] John RAWLS, Liberalismo político [1993], FCE, México, 1999, págs. 43, 60, passim. Cf. Danilo CASTELLANO, L’ordine politico-giuridico «modulare» del personalismo contemporaneo, Edizioni Scientifiche Italiane, Nápoles, 2007.

[7] CASTELLANO, Orden ético y derecho, cit., pág. 15.

[8] CASTELLANO, Orden ético y derecho, cit., págs. 20-21.

[9] Remito a Cornelio FABRO, La crisi della ragione nel pensiero moderno, a cargo de Marco Nardone, Forum, Udine, 2007.

[10] CASTELLANO, Orden ético y derecho, cit., pág. 15.

[11] CASTELLANO, Orden ético y derecho, cit., págs. 24-26.

[12] CASTELLANO, Orden ético y derecho, cit., pág. 66.

[13] Cf. CASTELLANO, L’ordine politico-giuridico «modulare» del personalismo contemporaneo, cit., págs. 10, 14-15, 17-18, 67-68, 73, 105-106, 115-116; y Racionalismo y derechos humanos, Marcial Pons, Madrid, 2004, págs. 25-27, 82-85, 113, 139-140.

[14] CASTELLANO, Orden ético y derecho, cit., págs. 67-74.

[15] CASTELLANO, Orden ético y derecho, cit., pág. 99.

[16] CASTELLANO, Orden ético y derecho, cit., pág. 105.

[17] CASTELLANO, Orden ético y derecho, cit., págs. 106-107.

[18] Como dice CASTELLANO, Orden ético y derecho, cit., pág. 43, siguiendo a G. BONIOLO.

[19] CASTELLANO, Orden ético y derecho, cit., págs. 41-42.

[20] CASTELLANO, Orden ético y derecho, cit., pág. 58.

[21] Y tomo aquí «natural» en el sentido moderno de Hobbes: no como el orden de los entes sino como lo que el hombre fabrica voluntariamente en orden a un fin arbitrario, es decir, libertad negativa.

[22] Cf., dentro de una abundante bibliografía, Miguel AYUSO, La constitución cristiana de los Estados, Scire, Barcelona, 2008, págs. 117-126; Claude POLIN, “Laïcité positive et américanisme”, Catholica, n.º 104 (verano 2009), págs. 69-79; y Bernard DUMONT, “Nécessaire réexamen”, Catholica, n.º 103 (primavera 2009), págs. 4-13.

[23] Cf., entre tantos ejemplos, RAWLS, Liberalismo político, cit., pág. 132.

[24] Cf. Jürgen HABERMAS, Entre naturalismo y religión, Paidós, Barcelona, 2006; Gianni VATTIMO, Creer que se cree, Barcelona, Paidós, 1996; Después de la cristiandad. Por un cristianismo no religioso, Paidós, Barcelona, 2003; y Addio alla verità, Meltemi Ed., Roma, 2009.

[25] Juan Fernando SEGOVIA, “El diálogo entre Joseph RATZINGER y Jürgen HABERMAS y el problema del derecho natural católico”, Verbo, n.º 457-458 (agosto-septiembre-octubre 2007), págs. 631-670.

[26] CASTELLANO, Orden ético y derecho, cit., págs. 51-54.

[27] Cf. Juan Fernando SEGOVIA, “El personalismo, de la modernidad a la posmodernidad”, Verbo, Madrid, n.º 463-464 (marzo-abril 2008), págs. 313-337.

[28] Recientemente un alto prelado ha escrito que una sana democracia necesita del “reconocimiento pleno de las confesiones personales, inseparables de la pertenencia comunitaria”, de modo que todas estas expresiones subjetivas puedan tomar parte, sin privilegios, de “la confrontación democrática, laica, pública y plural”, y sostener “propuestas de vida buena, a un tiempo personal y social”. Angelo SCOLA, Una nueva laicidad. Temas para una sociedad plural, Ed. Encuentro, Madrid, 2007, pág. 44. Cf. Martin RHONHEIMER, Cristianismo y laicidad, Rialp, Madrid, 2009, en especial la segunda parte.

[29] CASTELLANO, Orden ético y derecho, cit., págs. 20 y 110.